Capítulo 45
EL PAPA Y LOS MUSULMANES
Pero no son únicamente los paganos quienes sufren la persecución de los católicos, que con San Agustín exclaman:”¡Oh mi Dios! Así deseo que tus enemigos sean exterminados”. Su odio se desata caínicamente contra sus próximos deudos en fe religiosa y contra sus cismáticos hermanos. La conspiración se fragua entre los mismos muros que albergaron a los Borgias asesinos. Las sombras de los pontífices infanticidas, fratricidas y parricidas han sido dignas consejeras de los caínes de Catelfidardo y Mentana. Ahora les llega la vez a los cristianos de raza eslava, a los cismáticos de Oriente, que son como los filisteos de la Iglesia griega.
Después de haber agotado Pío IX el caudal de epítetos laudatorios en alabanza propia para compararse con los profetas mayores, ha querido extender el símil al patriarca Jacob en “su lucha con el ángel del Señor”. Y ciertamente que no le falta razón para ello, pues en estos momentos corona el edificio de la piedad católica simpatizando a rostro abierto con los turcos. El vicario de Cristo inaugura su infalibilidad alentando con espíritu verdaderamente cristiano al David musulmán, al moderno Bashi Bazuk, de quien sin duda recibiría gustoso algunos miles de prepucios búlgaros o servios. Fiel a su propósito de sacrificarlo todo en interés de la Iglesia romana, mira benévolamente las matanzas de búgaros y servios, y tal vez maniobra en secreto con Turquía contra Rusia, como si antes de consentir que la Iglesia griega se establezca oficialmente en Constantinopla y en Jerusalén, prefiriera ver la un tiempo odiada media luna sobre el sepulcro de Cristo. A manera de achacoso y decrépito ex tirano en el destierro, está dispuesto el pontífice a contraer cualquier alianza que le asegure, si no la restauración del poder temporal, por lo menos el menoscabo de sus rivales. Secretamente se complace en el hacha que un tiempo blandieron los inquisidores, y prueba su filo contra toda esperanza. En sus buenos tiempos se había aliado la Santa Sede con príncipes heterodoxos, pero nunca se degradó como ahora hasta el punto de apoyar moralmente a quienes durante doce siglos le han estado escupiendo a la cara los dicterios de “infieles” y “perros cristianos” con que repugnaban la fe católica (53).
El mundo civilizado puede esperar todavía que en el recinto del Vaticano se aparezca la Virgen en carne mortal, pues si la milagrosa aparición, tantas veces repetida en tiempos medioevales, se ha renovado hace poco en Lourdes, ¿por qué no repetirla una vez más para dar el golpe de gracia a los herejes, cismáticos e infieles? Preciso es que una religión se haya degradado hasta el último extremo para que sus clérigos se valgan de tan sacrílegas imposturas (54) y el pueblo las acepte sin reparo o finja aceptarlas.