Isis Sin Velo - [Tomo III]

Capítulo 168

JAINOS Y BUDISTAS

Desde luego que el buda Gautama, hijo del rey de Kapilavastu y descendiente por línea paterna del buda Sakya, no inventó su doctrina. Aunque pertenecía a la casta militar o de los kshatriyas era misericordioso por naturaleza, y dióle instrucción religiosa y educación moral el famoso gurú Tirthankara de la secta jaina, por lo cual pretenden los jainos que el budismo es una derivación de su doctrina y que ellos son los legítimos discípulos de Gautama, como descendientes de los únicos budistas a quienes, cuando la expulsión de las demás ramas, se les permitió quedarse en la India por haber aceptado algunos dogmas induístas. Sin embargo, no deja de llamar la atención que tres religiones tan exotéricamente distintas y tan hostiles entre sí como el induísmo, el budismo y el jainismo coincidan perfectamente en fijar la aparición del budismo, al paso que los orientalistas modernos se contraen a caprichosos cómputos sin fundamento alguno.

Si, según todas las probabilidades, nació Gautama unos seis siglos antes de J. C., forzoso será conceder a los budas que le precedieron algún lugar en la cronología histórica. Porque los budas no son dioses, sino sencillamente hombres iluminados por el rayo de la sabiduría divina. Parece, sin embargo, como si al verse los orientalistas incapaces de esclarecer los puntos obscuros por su propia investigación, no hallen mejor medio de descubrir la verdad que negar a los indos el derecho de conocer su propia religión y su historia patria.

Los orientalistas suelen aducir un argumento muy especioso contra la filiación jaina de la religión budista, diciendo que el principal dogma de ésta contradice el de aquélla, pues inculpan erróneamente a los budistas de ateísmo en contra de la creencia de los jainos en un solo Dios, si bien no se entremezcle, según ellos, en la ordenación del universo. ya demostramos en el capítulo precedente que jamás fueron ateos los budistas; y si los orientalistas hallaran ocasión de comparar desprejuiciosamente los libros sagrados que en número de unos 20.000 conservan los jainos ocultos en Rajputana, Jusselmere, Patun y otros lugares, se convencerían de la perfecta identidad de pensamiento religioso entre el budismo y el jainismo, aunque difieran sus ritos populares y exotéricos. El concepto de Adi-Buddha es idéntico al de Adinâtha o Adiswara.

Por otra parte, los jainos se atribuyen la fundación y propiedad de los antiquísimos templos cavernosos, soberbios ejemplares de la arquitectura y esculturas índicas, según comprueban sus anales histórico-religiosos de increíble antigüedad, por lo que no parece que anden muy descaminados en sus pretensiones de primacía. En efecto, hay indicios suficientes para admitir que los jainos son los directos descendientes de los primitivos indígenas, despojados de sus tierras por los invasores arios de blanca piel que en los albores de la historia penetraron en el país por los valles del Jumna y del Ganges. Aquellos primitivos jainos, en su tiempo se llamaron arhâtas y tuvieron por directos descendientes a los esravacas, los desnudos anacoretas de los bosques, cuyos libros podrían seguramente esclarecer más de un enigma histórico. Pero los orientalistas europeos no verán ninguno de estos libros en sus manos, mientras persistan en sus peculiares métodos de investigación, pues los indos están escarmentados de las profanaciones perpetradas por los misioneros en cuantos manuscritos cayeron en su poder, por lo que no es extraño que los indos procuren impedir nuevas profanaciones de los manuscritos a quellaman “dioses de sus padres”.

Ireneo y su escuela hubieron de contender rudamente con los gnósticos en defensa de su doctrina. Lo mismo le sucedió a Eusebio, quien no supo si considerar como ortodoxos o como herejes a los esenios, al ver la sorprendente analogía de sus prácticas y creencias con las de Jesús y los apóstoles, por lo que supuso que fueron los primitivos cristianos; pero contra esta suposición se levanta el testimonio de Filo Judeo, quien mucho antes de que apareciese el primer cristiano en Palestina había descrito minuciosamente la secta de los esenios que, como las demás escuelas de iniciados, no fueron cristianos, sino chrestianos, muy anteriores al cristianismo, sin contar los kristnistas indos.

Lepsio demuestra que la palabra Nofre significa Chrestos (el bueno), y que el sobrenombre de “Onnofre”, dado a Osiris, equivale a “manifestación de la bondad de Dios” (97).

Sobre esto dice Mackenzie (98):

En aquella primitiva época no era universal el culto de Cristo, es decir, que no estaba introducida aún la Cristolatría, pues de muchos siglos atrás se adoraba a Chrestos (el buen principio) que sobrevivió a la difusión del cristianismo, según demuestran los monumentos todavía en pie... Además, se conserva un epitafio precristiano que dice: ... ... ... (99). Por otra parte, en las catacumbas de Roma puede leerse la inscripción siguiente: AElia Chreste; in Pace (100).

Resultan, por lo tanto, infructuosos los falaces ardides de Eusebio, victoriosamente descubiertos por Basnage, quien, como nos dice Gibbon, examinó con imparcial criterio el curioso tratado en que Filo describe a los terapeutas, y dedujo que su autor lo compuso en tiempo de Augusto, con lo cual queda demostrado, contra la opinión de Eusebio y de muchos modernos tratadistas católicos, que los terapeutas no fueron monjes ni cristianos.

Los gnósticos cristianos aparecieron a principios del siglo II, precisamente al desaparecer de misteriosa manera los esenios o chrestianos, que tan acabadamente habían comprendido las enseñanzas de uno de sus propios hermanos. Al mencionar Jesús la letra iota (101) relacionada con los diez eones, demostró suficientemente, a juicio de los cabalistas, que pertenecía a la masonería de aquella época, porque la letra iota era entre los gnósticos una consigna o seña que significaba el cetro del Padre, y todavía subsiste en las fraternidades de Oriente.

Pero aunque ya se supiera todo esto en los primeros siglos del cristianismo, hubo cuidado de ocultarlo de modo que no fuera notorio y de negarlo siempre que se suscitaba discusión sobre ello, hasta el punto de que las diatribas de los Padres eran tanto más violentas cuanto más evidente la verdad que negaban.

Se queja Ireneo (102) de que los gnósticos no aceptaran como testimonio ni las Escrituras ni la tradición; pero nada tiene esto de extraño si se considera que los comentadores del siglo XIX han descubierto adulteraciones y fraudes en cada página de las obras escritas contra los gnósticos, al compararlas con los fragmentarios manuscritos que de estos se conservan; y por lo tanto, muchos más fraudes y adulteraciones debieron descubrir en aquel entonces los eruditos gnósticos acostumbrados a la observación personal y conocedores de los hechos de que fueron testigos presenciales.

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