Capítulo 127
EL FANATISMO SUPERSTICIOSO
Decía San Jerónimo:
Si tu padre se tendiera en el umbral de tu casa y si tu madre te mostrase los pechos a que te amamantó, pasa por encima de tu padre y pisotea los pechos de tu madre, para, sin verter ni una lágrima, acudir al llamamiento del Señor.
Digno par del precedente pasaje es por su espíritu el siguiente en que Tertuliano declara su deseo de ver en los infiernos a los filósofos paganos, diciendo:
¡Qué magnífica escena! ¡Cómo me regocijaría! ¡Qué alborozo!; ¡qué triunfo cuando a esos ilustres monarcas de quienes se dice que subieron al cielo, los oiga yo gemir con su dios Júpiter en las más profundas simas del infierno! Entonces los sayones que persiguieron el nombre de Cristo arderán en un fuego incomparablemente más vivo que el de las hogueras encendidas para abrasar a los mártires (194).
Todavía alienta este espíritu de crueldad en el dogmatismo cristiano contra el que se levantan opuestamente las enseñanzas de Cristo. Dice Ekiphas Levi a este propósito:
El Dios en cuyo nombre hemos de pisotear los maternales senos merece que nos lo representemos blandiendo la exterminadora espada, con el infierno abierto a sus pies. Moloch quemaba en pocos instantes a los niños que en sacrificio se le ofrecían; pero estaba reservado a los discípulos del que para redimir a la humanidad murió en la cruz, forjar un nuevo Moloch cuya pira arda eternamente (195).
En América también empieza a estragar los ánimos la perversión del espíritu del cristianismo, y prueba de ello nos dan las siguientes palabras del fanático reformador Moody que exclama:
Un Hijo tengo y Dios sabe cuánto le amo; pero prefiriría que hoy mismo le sacaran los ojos, antes de que llegase a hombre sin fe ni esperanza en Cristo.
A esto replica muy juiciosamente un periódico de Chicago:
Tal es el espíritu de la inquisición que muchos creen desvanecido. Si el fanatismo de Moody le incita a la contingencia de arrancarle los ojos a su propio hijo ¿qué no haría con los hijos de los demás? Tal es el espíritu de Loyola que en pleno siglo XIX sigue con sus jerigonzas; y gracias a que la ley civil le detiene el brazo, no vuelve a encender las hogueras y a caldear al rojo vivo los instrumentos de tortura.