La dama de blanco

VI

VI

Evidentemente, la información que recibí de la señora Clements, aunque me hizo conocer hechos que ignoraba hasta entonces, no servía más que de prólogo a todo lo que necesitaba saber.

Estaba claro que las diversas argucias que se utilizaron para atraer a Anne Catherick a Londres y separarla de la señora Clements, habían sido obra exclusivamente del conde Fosco y de la condesa; la pregunta de si en la conducta del marido o de la mujer había algo que podría ser castigado por la ley merece ser considerada plenamente en el futuro. Pero el propósito que yo perseguía me llevaba en otra dirección distinta. El objeto inmediato de mi visita a la señora Clements era al menos vislumbrar la manera de descubrir el secreto de Sir Percival; y hasta ahora nada me había dicho que pudiese hacerme avanzar en mi camino hacia aquella importante meta. Necesitaba intentar despertar en ella sus recuerdos con respecto a momentos, personas y acontecimientos distintos a los que ella acababa de referirme, y cuando hablé de nuevo lo hice persiguiendo indirectamente este objetivo.

—Cuánto desearía poder serle de alguna utilidad en esta triste contingencia —le dije—. Todo cuanto soy capaz de hacer es compadecerla con toda mi alma. Si Anne hubiese sido su propia hija, señora Clements, no hubiese podido demostrarle un afecto más sincero ni hubiera estado más dispuesta a los sacrificios que ha hecho por su bien.

—No hay mucho mérito en ello, señor —contestó la señora Clements con sencillez—. La pobre criatura era para mí igual que una hija. Desde que nació la cuidé, le daba el biberón, y no crea usted que no me dio trabajo su crianza. No me dolería tanto el corazón por perderla si no le hubiera hecho sus primeros vestiditos y no le hubiera enseñado a andar. Siempre creí que me la mandaba Dios para consolarme, pues nunca tuve ni hijos ni criatura alguna para cuidar de ella, y ahora que no la tengo me acuerdo mucho de los viejos tiempos; a pesar de mi edad no puedo contener mis lágrimas, no puedo, señor, ésa es la verdad.

Esperé un poco para darle a la señora Clements tiempo para tranquilizarse. ¿Veía yo en los recuerdos de la buena mujer, sobre el pasado de Anne, resplandecer —aunque desde lejos todavía— la luz que había buscado tanto tiempo?

—¿Conoció usted a la señora Catherick antes de que naciese Anne? —le pregunté.

—No mucho tiempo, señor, no más de cuatro meses. En aquellos tiempos nos veíamos a menudo, pero nunca fuimos amigas.

Su voz sonaba más firme cuando me contestó. A pesar de que muchos de sus recuerdos debían ser dolorosos, observé que, inconscientemente, era un bálsamo para su ánimo retornar a las difuminadas angustias del pasado después de dejarse atormentar tanto tiempo por las vividas penas del presente.

—¿Eran vecinas usted y la señora Catherick? —hice otra pregunta, procurando guiar su memoria con delicadeza.

—Sí señor; éramos vecinas en Old Welmingham.

—¿Old Welmingham? Entonces, ¿hay dos pueblos con ese nombre en Hampshire?

—Verá, señor, entonces los había, quiero decir, hace veintitrés años. Se ha construido otro pueblo a dos millas de distancia junto al río, y Old Welmingham, que nunca fue más que una aldea, pronto quedó despoblado. El pueblo nuevo es el que ahora se llama Welmingham, pero la vieja iglesia sigue siendo la parroquia. Sigue en el mismo sitio, sola en medio de casas derribadas o ruinosas. ¡He visto tantos tristes cambios en mi vida! En mis tiempos era un sitio agradable y bonito.

—¿Vivió usted allí antes de casarse, señora Clements?

—No, señor; yo soy de Norfolk. Tampoco mi marido era de allí. Nació en Grimsby, como le he dicho antes. Allí aprendió su oficio, pero luego le aconsejaron otra cosa y puso un negocio en Southampton. No era muy importante pero le permitió ganar un buen retiro y se trasladó a Old Welmingham. Yo fui allí con él cuando nos casamos. No éramos ya jóvenes, pero siempre fuimos felices juntos, más felices que nuestro vecino el señor Catherick, que se estableció también con su mujer en Old Welmingham uno o dos años después.

—¿Los conocía su marido antes de eso?

—Conocía a Catherick, señor, pero no a su mujer, que era desconocida para nosotros. Alguien que tenía interés por Catherick le colocó de sacristán en la parroquia de Welmingham, y por esa causa se estableció en nuestro vecindario. Llegó con su mujer, recién casado, y supimos con el tiempo que ella había sido doncella con una familia de Varneck Hall, cerca de Southampton. A Catherick le costó mucho conseguirla en matrimonio, pues ella se portaba con una altivez inusual. Él la pidió varias veces en matrimonio, hasta que por fin renunció al ver que ella se mostraba siempre tan contraria a sus deseos. Pero cuando él se resignó ella se mostró de nuevo contraria, aunque de otra forma y vino a buscarlo por su propia voluntad, sin ningún otro motivo. Mi pobre marido siempre decía que hubiera sido el momento de darle una lección. Pero Catherick estaba demasiado enamorado para hacerlo; jamás dudó de ella, ni antes de la boda ni después. Se dejaba llevar por sus sentimientos, que a veces le conducían demasiado lejos, ora en un sentido, ora en otro. Habría mimado con el mismo exceso a una esposa mejor que la señora Catherick, si se hubiera casado con ella. No me gusta hablar mal de nadie, pero le aseguro a usted, señor, que era una mujer sin corazón, terriblemente caprichosa, que sólo quería una tonta admiración alrededor de ella y muchos vestidos y no se preocupaba por aparentar, cuando menos, ser decente respecto a Catherick, quien la trató siempre con mucha gentileza. Mi marido decía que había pensado, cuando se instalaron cerca de nosotros, que aquello iba a terminar mal, y tuvo razón. Antes de cuatro meses de estar en nuestro vecindario hubo en su casa un escándalo horrible y se separaron de la manera más miserable. Los dos eran culpables, me temo que los dos tenían la misma culpa.

—¿Se refiere usted al marido y a la mujer?

—¡Oh no señor! No me refiero a Catherick; a ése sólo se podía compadecerle. Me refiero a su mujer y al otro…

—¿Al que provocó el escándalo?

—Sí señor. Y era todo un caballero, por nacimiento y educación, que pudo haber dejado mejor ejemplo. Usted le conoce, señor, y mi pobre Anne también le conocía, y demasiado bien.

—¿Sir Percival Glyde?

—Sí, Sir Percival Glyde.

Mi corazón latió deprisa, creí tener la clave del enigma en mi mano. ¡Qué poco sabía entonces de los laberínticos meandros que habían de desviarme!

—¿Vivía entonces cerca de su pueblo Sir Percival? —pregunté.

—No, señor. Apareció allí desconocido de todos. Su padre había muerto hacía poco en tierras lejanas. Me acuerdo que vestía de luto. Se alojó en la posada de la ribera (que fue después derribada), donde solían ir muchos señores a pescar. Cuando llegó nadie se fijó en él, pues era corriente que fuesen allí señores de todas partes de Inglaterra para pescar en nuestro río.

—¿Llegó al pueblo antes del nacimiento de Anne?

—Sí, señor. Anne nació en junio de mil ochocientos veintisiete y él llegó a fines de abril o a principios de mayo.

—Cuando llegó ¿nadie le conocía? ¿Era tan desconocido para la señora Catherick como para los demás vecinos?

—Eso creíamos al principio. Pero cuando estalló el escándalo nadie cree que fueran extraños el uno para el otro. Me acuerdo de lo sucedido como si hubiera sido ayer. Catherick entró una noche en nuestro jardín y nos despertó tirando un puñado de grava, que cogió del sendero, a nuestra ventana. Le oí llamar a mi marido y pedirle por amor de Dios que saliese, porque necesitaba decirle algo. Estuvieron mucho tiempo hablando en el portal. Cuando mi marido volvió estaba temblando. Se asentó en la cama, y me dijo: «Lizzie…, siempre te he dicho que era una mala mujer y que terminaría mal, y temo que el mal final ha llegado. Catherick ha encontrado, escondidos en el cajón de su mujer, varios pañuelos de encaje, dos anillos de trabajo fino y un reloj nuevo de oro con su cadena, objetos que sólo puede tener una señora de alcurnia y la mujer no quiere explicarle cómo han llegado a su poder». «¿Cree que los ha robado?» —le dije—. «No —dijo mi marido—, ya sería una mala cosa que los hubiese robado. Pero es algo peor. Ella nunca ha tenido ocasión de robar cosas como ésas, pero si la hubiera tenido, no los habría cogido. Son regalos, Lizz, dentro del reloj están grabadas sus iniciales, y Catherick la ha visto hablar a solas y comportarse como ninguna mujer casada debe hacerlo con ese señor enlutado, Sir Percival Glyde. No hables de esas cosas, porque he conseguido tranquilizar a Catherick. Le he dicho que se guarde la lengua y espere unos días, con los ojos abiertos y los oídos alerta, hasta que esté bien seguro». «Creo que están equivocados los dos —le dije yo—. No puedo creer que una mujer tan respetable y bien situada como es la señora Catherick se vaya con este desconocido, Sir Percival». «¡Ah!, pero ¿es un desconocido para ella ese señor? —dijo mi marido—. Te olvidas de cómo la mujer de Catherick llegó a casa con él. Fue a buscarlo ella, después de decirle que no y no cuando él le ofreció casarse. Ha habido muchas mujeres malvadas, Lizzie, que se han aprovechado de hombres honrados que las querían de verdad para tapar sus deshonras. Temo que desgraciadamente la señora Catherick sea tan malvada como la peor de ellas. Ya veremos —dijo mi marido—, pronto lo veremos…». Y lo vimos sólo dos días después.

La señora Clements hizo una pausa, antes de seguir. Hasta aquel momento dudé de si la clave que yo creía haber descubierto me llevaba en realidad hacia el misterio central del laberinto. ¿Era aquella historia tan corriente, demasiado corriente, de la traición de un hombre y de la deslealtad de una mujer, clave de un secreto cuyo terror perseguía a Sir Percival durante toda su vida?

—Bueno, el señor Catherick atendió el consejo de mi marido y se quedó a la espera —continuó la señora Clements—. Y como le he dicho, no tuvo que esperar mucho. A los dos días encontró a su mujer y a Sir Percival cuchicheando íntimamente detrás de la sacristía de la iglesia. Me figuro que pensarían que la cercanía de la sacristía era el último lugar donde a alguien se le ocurriría buscarlos, pero fuera lo que fuera allí estaban. Sir Percival parecía sorprendido y desconcertado y se defendió con tanta torpeza que no pudo ocultar que se sentía culpable, así que el pobre Catherick (que como le he dicho era tan vivo de ingenio) se llenó de ira al ver su propia desgracia y golpeó a Sir Percival. Era más débil (y me apena decirlo) que el hombre que lo había ultrajado y éste le dio con la mayor crueldad, hasta que los vecinos que acudieron al oír el alboroto pudieron separarlos. Todo esto sucedió por la tarde, y antes del anochecer, cuando mi marido fue a casa de Catherick éste se había ido y nadie sabía dónde. Nadie en el pueblo volvió jamás a saber de él. Esta vez se había enterado demasiado bien del por qué se había casado su mujer con él, y sintió con demasiada agudeza su ofensa y su desdicha, sobre todo después de lo que le ocurrió con Sir Percival. El pastor de la parroquia puso un anuncio en el periódico pidiéndole que volviese y que no abandonase su empleo ni dejase a los amigos. Pero Catherick tenía demasiado orgullo e ingenio, como decían algunos y demasiada sensibilidad, como creo yo, para enfrentarse de nuevo a sus vecinos y procurar olvidar su deshonra. Mi marido supo de él cuando se fue de Inglaterra y volvió a tener noticias cuando Catherick ya se había establecido en América, donde tenía un negocio próspero. Sigue viviendo allí, que yo sepa, pero ninguno de nosotros en nuestro viejo país, y menos su depravada mujer, podremos jamás, por lo que parece, volver a verlo.

—¿Qué fue de Sir Percival? —pregunté—. ¿Se quedó en el pueblo?

—Qué va, señor. Aquel lugar le hería los ojos. La misma noche en que ocurrió el escándalo se le oyó discutir con la señora Catherick, y a la mañana siguiente se marchó.

—Y ¿la señora Catherick? No creo que permaneciese en el pueblo, donde todos conocían su deshonra.

—Pues sí se quedó, sí, señor. Era lo bastante dura y desalmada para desafiar las opiniones de sus vecinos. Declaró a todo el mundo, empezando por el pastor, que era víctima de una horrible equivocación y que no iban a echarla del pueblo todos los traficantes de rumores como si fuera una mala mujer. Todo el tiempo que yo estuve en Old Welmingham siguió allí, y después de que me marché, cuando construyeron el pueblo nuevo y los vecinos más respetables empezaron a trasladarse allá, ella también se trasladó, como si estuviera decidida a vivir entre ellos para no dejar de provocar con su escándalo. Allí vive ahora y allí seguirá, desafiando a todos hasta que llegue su último día.

—Y ¿de qué ha vivido todos estos años? —pregunté—. ¿Estuvo su marido dispuesto y pudo ayudarla?

—Sí, señor; estuvo dispuesto y fue capaz de ello, —contestó la señora Clements—. En la segunda carta que escribió a mi marido decía que esa mujer llevaba su nombre, vivía en su casa y que por depravada que fuese no quería que llegara a perecer de necesidad como un mendigo callejero. Estaba en condiciones de destinarle una pensión que ella podría recoger cada tres meses en un sitio de Londres.

—¿Aceptó ella la pensión?

—Ni un céntimo. Dijo que no quería deber a Catherick ni una migaja de pan, ni una gota de agua, aunque viviese cien años. Y mantuvo su palabra. Cuando murió mi pobre marido y me dejó heredera de todo cuanto tenía, encontré entre otras cosas la carta de Catherick y le dije que me avisara si un día necesitaba algo. «Toda Inglaterra sabrá que estoy necesitada —contestó—, antes de que se lo diga a Catherick o a cualquier amigo suyo. Ésta es mi respuesta, hágasela llegar a él si le escribe un día de nuevo».

—¿Cree usted que tiene dinero propio?

—Tendrá muy poco, señor, si tiene algo. Se dice, y temo que con razón, que sus medios de vida le vienen secretamente de Sir Percival Glyde.

Después de esta última respuesta callé unos instantes, reflexionando sobre lo que acababa de oír. Aceptaba sin reservas la historia, pero ahora veía claro que ni directa ni indirectamente me había aproximado aún al secreto y que mi búsqueda de nuevo había terminado dejándome frente a frente con un fracaso palpable y descorazonador.

Pero en el relato de la señora Clements había un punto que me hacía dudar antes de aceptarlo sin reservas y que me sugería la idea de que algo se escondía bajo la superficie.

No podía explicarme que la mujer desleal del sacristán se quedase a vivir por gusto en el mismo escenario testigo de su desgracia. La razón que la mujer había aducido, que lo hacía para demostrar su inocencia, no me satisfizo. Me parecía que sería más lógico y probable suponer que era menos libre en sus actos de lo que ella misma afirmaba. En tal caso, ¿quién podía ser con mayor probabilidad la persona que tenía influencia sobre ella para obligarla a permanecer en Welmingham? Indiscutiblemente la persona que le proporcionaba su medio de vida. Había rechazado la ayuda de su marido, y ella misma no disponía de recursos suficientes, no tenía amigos, era una mujer deshonrada. ¿De qué otra fuente podía recibir ayuda si no era de aquella que indicaban los rumores? ¿Sir Percival Glyde?

Partiendo de estas conjeturas y sin olvidar el único hecho cierto que podía guiarme que la señora Catherick estaba en posesión del Secreto, comprendió con facilidad que Sir Percival tenía interés en retenerla en Welmingham porque la fama que tenía en aquel pueblo la privaría con toda seguridad de mantener relaciones con las vecinas y no le daría oportunidad para hablar, olvidando toda precaución, con alguna amiga íntima y curiosa. ¿Cuál era el misterio que se había de ocultar? No era la infame relación que Sir Percival tenía con la deshonra de la señora Catherick, ya que nadie la sabría mejor que los vecinos del pueblo. No era la sospecha de que era padre de Anne, puesto que en ningún otro sitio tendrían más motivos para sospecharlo que en Welmingham. Si yo aceptaba la apariencia de deshonra que se acaba de describir, así como los otros la habían aceptado sin reserva; si sacaba la misma conclusión superficial que el señor Catherick y todos sus vecinos habían sacado, ¿qué me permitía suponer, por cuanto había escuchado, que alrededor de Sir Percival existiera un peligroso secreto que debía mantener oculto desde aquel entonces hasta ahora?

No obstante, en aquellas entrevistas secretas, en aquellas conversaciones susurrantes entre la mujer del sacristán y «el señor enlutado» era donde estaba, sin duda, la clave para descubrirlo.

¿Era posible que en este caso las apariencias marcasen un camino y que la verdad, sin que nadie lo sospechara, se escondiera en otro sitio? ¿Podía ser en algún caso verdadera la afirmación de la señora Catherick de que era víctima de una horrible equivocación? O si era falso, ¿se fundaría en algún error inconcebible la conclusión que relacionaba su culpa con Sir Percival? ¿Había alimentado de alguna manera aquella falsa sospecha para apartar de sí otra sospecha que era justa? Era aquí —si podía averiguar todo esto— donde estaba la clave del secreto, oculta profundamente bajo la superficie de aquella historia que aparentemente nada prometía, aquella que acababa de oír.

Mis preguntas siguientes obedecían al único propósito de comprobar si el señor Catherick tenía motivos justos para estar convencido de la falta de su esposa. Las contestaciones que recibí de la señora Clements no dejaban lugar a duda sobre esta cuestión. Era más que evidente que la señora Catherick, antes de casarse, había comprometido su reputación con un desconocido y se calló para tapar su falta. Se comprobó con toda certeza cotejando fechas y lugares que no necesito mencionar aquí, que la hija que llevaba el nombre de su marido no era hija de éste.

Conseguir el objetivo siguiente de mi indagación —saber si se podía asegurar con la misma certeza si Sir Percival era el padre de Anne— ofrece mayores dificultades. Mi situación no me permitía apreciar las probabilidades de una respuesta u otra por otro medio que comparando los parecidos personales.

—Supongo que vio usted con frecuencia a Sir Percival cuando estaba en el pueblo —dije yo.

—Sí señor, con mucha frecuencia —contestó la señora Clements.

—¿Ha notado alguna vez que Anne se le pareciera?

—No se le parecía en absoluto, señor.

—Entonces, ¿se le parecía a su madre?

—Tampoco se parecía a su madre, señor. La señora Catherick era morena y tenía la cara redonda.

No se parecía ni a su madre ni a su (supuesto) padre. Yo sabía que la prueba del parecido personal no merecía una confianza absoluta, pero, por otra parte, tampoco debía despreciársela del todo. ¿Sería posible reforzar aquella evidencia descubriendo algunos hechos definitivos relacionados con las vidas de la señora Catherick y de Sir Percival, anteriores a la época en que llegaron a Welmingham? Esto era lo que quería saber al hacer mi siguiente pregunta.

—Cuando Sir Percival llegó por primera vez al pueblo —dije— ¿sabía usted de dónde procedía?

—No señor. Unos decían que de Blackwater Park y otros que de Escocia, pero nadie lo sabía a ciencia cierta.

—La señora Catherick, ¿estuvo sirviendo en Varneck Hall hasta el momento de casarse?

—Sí, señor.

—Y ¿había estado allí mucho tiempo?

—Tres o cuatro años, no estoy muy segura.

—¿Ha oído alguna vez el nombre del que era entonces dueño de Varneck Hall?

—Sí, señor. Era el comandante Donthorne.

—¿Sabía el señor Catherick, o alguno de sus vecinos, si Sir Percival era amigo del comandante Donthorne o habían visto alguna vez a Sir Percival en las cercanías de Varneck Hall?

—Catherick nunca lo mencionó, señor, al menos que yo recuerde, ni nada más tampoco, que yo sepa.

Apunté el nombre del comandante Donthorne y sus señas para el caso en que viviera todavía, y porque en un futuro podría resultar útil recurrir a él. Entretanto, mi impresión se volvía definitivamente contraria a la idea de que Sir Percival fuera el padre de Anne y completamente favorable hacia la conclusión de que el secreto de sus encuentros furtivos con la señora Catherick no tenía absolutamente nada que ver con la deshonra con que aquella mujer había cubierto el buen nombre de su marido. No se me ocurrían más preguntas que pudiesen reforzar aquella impresión y pedí simplemente a la señora Clements que hablase de la niñez de Anne, confiando en que una sugestión casual pudiera ofrecerme algo.

—No me ha contado aún —le dije—, cómo esta pobre criatura, nacida entre el pecado y la desgracia, llegó a verse confiada a sus cuidados, señora Clements.

—No había nadie, señor, que se ocupase de la pequeña niña inconsciente —me contestó la señora Clements—. Se diría que su desalmada madre la odiaba, ¡como si la pobre criatura tuviese alguna culpa!, desde el día en que nació. Ver a la pequeña me partía el corazón y me ofrecí para criarla como si fuera mi propia hija.

—¿Y desde entonces Anne estuvo por completo al cuidado de usted?

—Por completo no, señor. La señora Catherick a veces tenía sus caprichos y fantasías y se le ocurría reclamar a su hija de tarde en tarde, como si quisiera molestarme porque yo me ocupaba tanto de ella. Pero estos antojos no le duraban mucho tiempo. Se me devolvía siempre a la pobre Anne, que estaba feliz de regresar, aunque en mi casa llevaba una vida bastante aburrida, pues no tenía compañeros con quien jugar y divertirse. La vez que estuvimos más tiempo separadas fue cuando su madre la llevó a Limmeridge. Fue precisamente entonces cuando murió mi marido y me pareció bien que Anne estuviera lejos de casa, apartada de aquella triste aflicción. Iba a cumplir en aquella época once años, aprendía con lentitud, la pobre, y no era tan alegre como otras niñas, pero era muy bonita, daba gusto verla. Esperé en mi casa a que su madre regresara con ella, y entonces le ofrecí llevármela a Londres. La verdad es, señor, que no me sentía con fuerzas para quedarme en Old Welmingham después de la muerte de mi marido, tan cambiado y triste me parecía aquel lugar.

—¿La señora Catherick aceptó su proposición?

—No señor. Volvió del norte más seca y agria que nunca. La gente dijo que tuvo que pedir permiso a Sir Percival para que la dejase ir y que ella se prestó a asistir a su moribunda hermana sólo porque había rumores de que la pobre mujer había ahorrado dinero, cuando en realidad apenas dejó para su entierro. Todo esto debió de amargar a la señora Catherick, creo, pero fuera como fuera no quiso ni oír que yo me llevase a su hija. Parecía gozar separándonos y viéndonos sufrir a las dos. Lo único que pude hacer fue dejarle mis señas a Anne y decirle en privado que si alguna vez me necesitaba acudiese a mí. Más, pasaron años antes de que pudiese reunirse conmigo. ¡Pobre criatura! ¡No volví a verla hasta la noche en que se escapó del manicomio!

—¿Sabe usted por qué la encerró allí Sir Percival?

—No sé más que lo que me contó la misma Anne, señor. La pobre desventurada salía siempre con evasivas y rodeos. Me dijo que su madre conocía cierto secreto de Sir Percival y que se le había escapado delante de ella mucho después de irme yo de Hampshire; y cuando Sir Percival se dio cuenta de que lo sabía, la encerró. Pero nunca supo decirme cuál era aquel secreto cuando se lo preguntaba. Sólo decía que su madre podría hundir y perder a Sir Percival si quisiera. Tal vez la señora Catherick simplemente dejó escapar un día estas palabras y nada más. Estoy casi segura de que Anne me lo habría contado todo si en realidad hubiese sabido el secreto como afirmaba, y lo más probable es que ella imaginaba saberlo, la pobre.

Esta idea se me había ocurrido a mí más de una vez. Le había dicho lo mismo a Marian que dudaba de que Laura hubiera estado realmente a punto de enterarse de algo importante cuando la aparición del conde Fosco interrumpió su conversación con Anne Catherick en la caseta.

Era perfectamente natural, dada la perturbación mental de Anne, que hubiera anunciado conocer el Secreto plenamente, basándose sólo en una vana sospecha que algunas palabras, pronunciadas incautamente por su madre en su presencia hubieran despertado. En este caso, la suspicacia y la conciencia de su culpa hubieran inspirado infaliblemente a Sir Percival la idea errónea de que Anne se había enterado de todo por su madre, exactamente igual que más tarde se apoderó de su mente la sospecha de que su mujer se había enterado de todo por Anne.

El tiempo transcurría y la mañana llegaba a su término. Yo dudaba de que, si me quedaba más tiempo, pudiera oír a la señora Clements decir algo más que fuese útil para mi propósito. Había ya descubierto aquellos detalles relacionados con la historia local y familiar de la señora Catherick que buscaba, y había llegado a ciertas conclusiones totalmente nuevas para mí que me serían de gran ayuda para saber adonde dirigir el curso de mis futuras investigaciones. Me levanté para despedirme y agradecer a la señora Clements su amistosa disposición a proporcionarme informaciones.

—Temo que habrá pensado que soy demasiado curioso —le dije—. La he molestado con preguntas que la mayoría de la gente no hubiera querido contestar.

—Me alegro de corazón, señor, por decirle cuanto pueda —contestó.

Se detuvo y me miró pensativa.

—Pero desearía —dijo la pobre mujer—, que me hubiese usted contado un poco más de Anne, señor. Creí ver algo en su rostro, cuando usted entró, que me hizo pensar que podía hacerlo. No sabe usted qué duro es no saber siquiera si está viva o muerta. Si estuviera segura, lo soportaría mejor. Usted dijo que no esperaba verla nunca con vida. ¿Sabe usted, señor, sabe con certeza si Dios la ha llamado a su seno?

No pude resistir a aquella súplica: esquivarla hubiese sido indeciblemente mezquino y cruel de mi parte.

—Temo que no hay duda acerca de cual es la verdad —respondí con suavidad—. Creo saber con certeza que sus penas en este mundo han terminado.

La pobre mujer se dejó caer en una silla y escondió su rostro entre las manos.

—Oh señor —me dijo—, ¿cómo lo sabe? ¿Quién se lo ha dicho?

—Nadie me lo ha dicho, señora Clements. Pero tengo razones para estar seguro de ello…, razones que prometo decirle en cuanto pueda hacerlo sin peligro para nadie. Sé que en sus últimos momentos se la cuidó bien, sé que la afección de corazón, que la hacía sufrir tanto, fue la verdadera causa de su muerte. Pronto podrá usted tener la misma seguridad que yo, y no tardará en saber que se halla enterrada en un apacible cementerio rústico, en un lugar tranquilo y hermoso, tal como usted misma hubiese elegido para ella.

—¡Muerta! —repitió la señora Clements—. ¡Muerta tan joven y yo sigo con vida para oírlo! Yo le hice sus primeros vestiditos. Le enseñé a andar. La primera vez que dijo la palabra «mamá» me la dijo a mí, y ahora ¡yo sigo viva cuando Anne ya no lo está! ¿Decía usted, señor —exclamó la pobre mujer, apartando el pañuelo de sus ojos y levantando por vez primera su mirada hacia mí— que su entierro fue muy digno? ¿Su entierro fue tan bonito como lo hubiese tenido si realmente hubiera sido mi propia hija?

Le aseguré que lo había sido. Pareció encontrar una inexplicable satisfacción en mi respuesta, un resarcimiento que no le hubieran aportado otras consideraciones más sublimes.

—Me destrozaría el corazón —dijo con sencillez— saber que Anne no ha tenido un funeral bonito. Pero ¿cómo lo sabe, señor? ¿Quién se lo ha contado?

De nuevo le rogué esperar hasta cuando pudiera hablarle sin reservas.

—Volveremos a vernos —le dije—, pues quiero pedirle un favor, cuando esté un poco más tranquila, tal vez.

—Pues por mí, no aguarde a entonces, señor —dijo la señora Clements—. No haga caso de mis lágrimas si puedo serle útil. Si tiene algo que decirme, señor, dígamelo ahora mismo, se lo ruego.

—Sólo quiero hacerle una última pregunta —le dije—. Sólo quiero saber las señas de la señora Catherick en Welmingham.

Mi petición sorprendió tanto a la señora Clements que por un momento pareció olvidar las noticias sobre la muerte de Anne. Sus lágrimas cesaron de pronto y se quedó mirándome llena de asombro.

—¡Por amor de Dios, señor! —me dijo—. ¿Qué es lo que quiere de la señora Catherick?

—Quiero una sola cosa, señora Clements —le contesté—, quiero el secreto de sus entrevistas furtivas con Sir Percival Glyde. En todo aquello que usted me ha contado sobre el pasado de esa mujer, y sobre las relaciones que ese hombre tuvo con ella, hay algo más de lo que usted o sus vecinos jamás hayan sospechado. Existe un secreto entre ellos dos que nadie conoce, y voy a ver a la señora Catherick resuelto a revelarlo.

—Piénselo bien antes de ir, señor, —dijo con gravedad la señora Clements levantándose y apretando mi brazo con su mano—. Es una mujer mala; usted la conoce como yo. Piénselo, piénselo antes de ir.

—Estoy seguro de que lo dice por mi bien, señora Clements. Pero estoy decidido a ver a esa mujer, salga lo que salga de ello.

La señora Clements me miró a los ojos con ansiedad.

—Veo que está usted empeñado en hacerlo, señor —me dijo—. Le daré sus señas.

Las apunté en mi libreta y tomé a la buena mujer de la mano para despedirme de ella.

—Pronto tendrá noticias —le dije—, pronto sabrá lo que he prometido decirle.

La señora Clements suspiró e inclinó la cabeza con un gesto de duda.

—Algunas veces merece la pena atender el consejo de una vieja —dijo ella—. Piénselo bien antes de ir a Welmingham.

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