La dama de blanco

VII

VII

Cuando llegué a casa, después de esta entrevista con la señora Clements me sobresaltó el cambio que se había producido en Laura.

La invariable dulzura y paciencia que sus largos infortunios habían puesto a prueba con tanta crueldad y que nunca lograron destruir, parecían haberle fallado de repente. Insensible a los intentos de Marian de reanimarla y divertirla estaba sentada a la mesa, sus dibujos yacían olvidados al otro extremo donde los había empujado; sus ojos miraban con resolución el suelo. Sus dedos se entrelazaban y se separaban incesantemente en su regazo. Cuando entré, Marian se levantó con muda consternación en su rostro, esperó unos instantes para ver si Laura levantaba su mirada, y al acercarme me susurró:

—Tal vez tú puedas animarla —y salió de la habitación. Me senté en la silla que quedó vacía, con ternura separé sus pobres dedos, débiles e incansables, y coloqué sus manos entre las mías.

—¿En qué estás pensando, Laura? Dímelo, mi vida, anda dime qué te pasó.

Luchó consigo misma, antes de levantar sus ojos para mirarme.

—No puedo ser feliz —me dijo— no puedo dejar de pensar…

Se detuvo, se inclinó un poco hacia delante y apoyó su cabeza en mi hombro con un silencioso gesto de terrible cansancio que me llegó al alma.

—Trata de decírmelo —repetí con ternura—; trata de explicarme por qué no eres feliz.

—¡Soy tan inútil! Soy una carga para vosotros dos —contestó con un suspiro cansado y triste. Tú trabajas para ganar dinero, Walter, y Marian te ayuda. ¿Por qué no puedo hacer algo? Acabarás por querer más a Marian que a mí, sí, porque yo soy tan inútil. ¡Oh, por favor, por favor, por favor, no me trate como a una niña!

Levanté su cabeza, aparté aquellos cabellos revueltos que caían sobre su rostro y la besé… ¡mi pobre flor marchita! ¡Mi pobre hermana desamparada y afligida!

—Pues vas a ayudarnos, Laura, —dije— vas a ayudarnos, querida, desde hoy mismo.

Me miró con ansiedad febril y con un interés afanoso que me hicieron temblar al ver la esperanza de una vida nueva que había despertado en ella con aquellas breves palabras.

Me levanté, recogí sus utensilios de dibujo y los puse delante de ella.

—Tú sabes que yo trabajo y que gano dinero dibujando —dije—. Ahora que te has esforzado y que has adelantado tanto en el dibujo, es hora de que empieces a trabajar para ganar tú también dinero. Intenta terminar este boceto lo mejor que puedas. Cuando esté hecho lo llevaré conmigo y lo comprará la misma persona que compra mis dibujos. Guardarás lo que ganes en tu bolso. Marian acudirá a ti para que nos ayudes tantas veces cuantas acude a mí. Piensa en lo útil que puedes sernos a los dos y pronto te sentirás feliz de la mañana al anochecer.

Su rostro se volvía más atento y al final se iluminó con una sonrisa. Cuerda, sonriente, cogió los lápices que tenía delante, casi parecía ser de nuevo la Laura de otros tiempos.

Yo había interpretado correctamente los primeros indicios de un nuevo desarrollo y de la firmeza de su mente, que se expresaban inconscientemente en el hecho de que ella advertía las ocupaciones que llenaban las vidas de Marian y mía. Marian (cuando le conté lo sucedido) vio tal como yo que Laura ansiaba que su situación tuviese algún valor por sí misma, quería elevarse en su propia estimación y en la nuestra, y desde aquel día ayudamos con cariño en esa nueva ambición que nos prometía un futuro más feliz y más esperanzado, aunque todavía remoto. Sus dibujos, en cuanto los terminaba, quedaban depositados en mis manos, yo se los daba a Marian, que los guardaba con todo cuidado, y cada semana separaba de mis ganancias una pequeña cantidad para ofrecérsela a Laura como el precio que los compradores habían pagado por aquellos míseros bocetos, borrosos y sin valor, de los cuales era yo el único admirador. Resultaba a veces difícil sostener nuestra inocente farsa cuando, orgullosa, abría su bolso para hacer su contribución a nuestro presupuesto y se informaba, con interés, sobre quién había ganado más durante la semana, ella o yo. Conservo todavía aquellos dibujos, queridos recuerdos que deseo mantener vivos; fueron mis amigos en un pasado adverso que nunca abandonará mi corazón.

¿Estoy olvidándome de las obligaciones que mi tarea me impone? ¿Estoy mirando hacia tiempos más felices que mi relato no ha alcanzado aún? Debo volver atrás… atrás, a los días de dudas y temores, cuando mi espíritu luchaba denodadamente por su vida en la yerta quietud de una perpetua zozobra. Me he detenido a descansar unos instantes en el progreso de mi relato. Quizá no sea tiempo perdido si mis lectores se han detenido a descansar conmigo.

A la primera oportunidad hablé privadamente con Marian para comunicarle el resultado de las averiguaciones que había efectuado aquella mañana. Pareció tener la misma opinión respecto de mi proyecto de ir a Welmingham que la expresada por la señora Clements.

—Pero, Walter —me dijo—, aún no sabes casi nada para esperar que la señora Catherick te haga confidencias. ¿Acaso es inteligente llegar a estos extremos antes de agotar del todo otros medios más seguros y más fáciles que puedan conducirnos a nuestro objetivo? Cuando me dijiste que Sir Percival y el conde son las únicas personas que saben la fecha exacta del viaje de Laura, olvidas, igual que yo, que hay una tercera persona que con toda seguridad lo sabe. Me refiero a la señora Rubelle. ¿No será mucho más seguro y mucho menos peligroso exigir que nos lo revele, en vez de presionar a Sir Percival?

—Puede ser más fácil —le contesté—, pero no conocemos hasta qué punto llegaban la connivencia y el interés de la señora Rubelle en la conspiración, y por tanto no podemos estar seguros de que la fecha se haya impreso en su mente como sin duda lo ha hecho en la de Sir Percival y el conde. Es demasiado tarde para desperdiciar con la señora Rubelle un tiempo que puede ser de enorme importancia para descubrir el único punto débil en la vida de Sir Percival. ¿No exageras un poco cuando piensas en el riesgo que correré al volver otra vez a Hampshire? ¿Acaso empiezas a dudar si Sir Percival puede resultar, al fin de cuentas, un adversario desigual para mí?

—No será desigual —contestó resuelta— porque no querrá que le ayude a defenderse de ti la impenetrable perversidad del conde.

—¿Qué te hace pensar de ese modo? —pregunté con cierto asombro.

—Mi propia experiencia de la terquedad y de la intolerancia con que Sir Percival recibe las indicaciones del conde —contestó—. Creo que insistirá en enfrentarse contigo a solas exactamente como insistió al principio en actuar sólo en Blackwater Park. Mientras no pida que intervenga el conde, tendrás a Sir Percival a tu merced. Los intereses de aquél están directamente amenazados, y en su propia defensa Walter, utilizará métodos terribles.

—Podemos despojarle de antemano de sus armas de defensa —le dije. Algunas de las cosas que me ha contado la señora Clements pueden volverse contra él y quizá podamos disponer de otros medios que afiancen nuestras acusaciones. Por algunos pasajes del relato de la señora Michelson se deduce que el conde consideró conveniente ponerse él mismo en comunicación con el señor Fairlie y en aquel acto pueden descubrirse circunstancias que le comprometen. Mientras yo esté ausente, Marian, escribe al señor Fairlie y dile que necesitas que te describa con exactitud lo sucedido entre el conde y él y que me informe también de todos los detalles que supo entonces respecto a su sobrina. Dile que las informaciones que le pides se le exigirán antes o después si se muestra reacio a proporcionártelas por su propia voluntad.

—Escribiré la carta, Walter. ¿De veras estás decidido a ir a Welmingham?

—Absolutamente decidido. Dedicaré estos dos días a ganar lo que necesitamos para la semana próxima y al tercer día me voy a Hampshire.

En efecto, al tercer día estaba preparado para marcharme.

Como tal vez tendría que estar varios días fuera, convine con Marian que nos escribiríamos a diario, desde luego usando nombres falsos, por precaución. Mientras me llegaran sus cartas con regularidad podía concluir que todo iba bien. Pero si una mañana no recibía su carta, regresaría a Londres inmediatamente, con el primer tren. Procuré reconciliar a Laura con la idea de mi ausencia diciéndole que me iba al campo a buscar compradores de nuestros dibujos y con esto la dejé feliz y contenta, entregada a su trabajo. Marian me acompañó hasta la puerta de la calle.

—Recuerda que dejas aquí corazones llenos de ansia —me susurró cuando salimos al pasillo—. Recuerda todas las esperanzas, que dependen de que vuelvas sano y salvo. Si te suceden cosas extrañas, si te encuentras con Sir Percival…

—¿Qué te hace pensar que vayamos a encontrarnos? —le pregunté.

—No lo sé. Tengo miedo, se me antojan cosas horribles que no puedo explicar. Ríete de ellas si quieres Walter, mas ¡por el amor de Dios!, domínate si llegas a encontrarte con ese hombre.

—¡No temas Marian! Respondo de que sabré dominarme.

Con estas palabras nos separamos.

Me dirigí a la estación. Sentía un brote de esperanza, una convicción consciente de que esta vez mi viaje no sería inútil. La mañana era hermosa, fresca y despejada; tenía los nervios a flor de piel, sentía que la vigorosa firmeza de la resolución me llenaba de pies a cabeza.

Cuando crucé el andén del ferrocarril miré a derecha e izquierda buscando algún rostro conocido entre la gente allí congregada. Se me ocurrió que podría resultar beneficioso disfrazarme antes de dirigirme a Hampshire. Pero esta misma idea tenía para mí algo de repugnante, algo que mezquinamente me asemejaría a este rebaño de espías e informadores, y desahucié aquella consideración en el momento mismo en que se me ocurrió. Además las ventajas de semejante procedimiento eran sumamente dudosas. Si hubiera intentado disfrazarme en casa, antes o después el casero me habría descubierto, lo cual despertaría sus sospechas. Si probara a hacerlo fuera de casa, alguien podría verme, por pura casualidad, con el disfraz y sin él; en este caso llamaría la atención y provocaría desconfianza, que era precisamente lo que debía evitar. Hasta ahora había actuado sin cambiar mi aspecto y estaba decidido a continuar hasta el final sin disfrazarme.

El tren me dejó en la estación de Welmingham a primera hora de la tarde.

¿Podría rivalizar la soledad de los desiertos arenosos de Arabia, la perspectiva desoladora de las ruinas de Palestina, con la repelente impresión que produce a la vista y la influencia deprimente para el alma que proporciona una ciudad provinciana inglesa, en la primera época de su existencia, cuando aún no ha alcanzado la prosperidad? Esta pregunta me la hice cuando atravesaba la pulcra desolación, la inmaculada fealdad, la modosa torpeza de las calles de Welmingham. Los comerciantes que me seguían con la mirada desde las puertas de sus tiendas vacías, los árboles que dejaban caer con impotencia sus cimas en su árido exilio de alamedas y plazas inacabables, los armazones muertos de aquellas casas que esperaban en vano el vivificante elemento humano que las animase con su aliento; cada uno de los seres que vi, cada uno de los objetos junto a los que pasé, parecían contestarme de común acuerdo. ¡Los desiertos arábigos desconocen inocentemente nuestra desolación civilizada, las ruinas palestinas son incapaces de mostrar esta moderna lobreguez!

Pregunté cómo se llegaba al barrio en que vivía la señora Catherick y al llegar allí me encontré en una plaza con esas casas pequeñas de un solo piso. En el centro había un poco de césped ralo protegido por una barata valla de alambre. Una niñera vieja y gastada, que cuidaba dos niños, se hallaba en un rincón del cercado contemplando una cabra flaca atada a la valla. En una acera charlaban dos transeúntes, y en la otra un chiquillo ocioso llevaba de la correa a un perrillo igualmente ocioso. A cierta distancia se escuchaba el tecleo de un piano secundado, desde más cerca, por el golpear intermitente de un martillo. Éstas fueron todas las señales de vida que vi y escuché al entrar en la plaza.

Me dirigí enseguida al número trece, que era el de la casa de la señora Catherick y llamé a la puerta sin decidir de antemano cómo me presentaría. Lo primero era ver a la señora Catherick. Entonces podría juzgar, basándome en mi capacidad de observación, cuál sería la forma más fácil y segura de explicarle el motivo de mi visita.

Me abrió una criada de mediana edad y de aspecto melancólico. Le entregué mi tarjeta, preguntándole si podía ver a su ama. La criada llevó mi tarjeta hasta un salón que estaba frente a la puerta y regresó para pedirme, de parte de su ama, que le adelantase el objeto de mi visita.

—Tenga la bondad de decirle que me trae un asunto relacionado con la hija de la señora Catherick —contesté. Fue la mejor explicación que se ocurrió en aquel momento.

La criada desapareció en el salón de nuevo, regresó, y esta vez me rogó, mirándome con huraño asombro, que pasara.

Entré en una habitación pequeña, cuyas paredes estaban cubiertas por papel con grandes dibujos de colores chillones. Las sillas, mesas, cómoda y sofá deslumbraban con el brillo empalagoso de la tapicería barata. En medio del salón había una mesa grande sobre la que se hallaba una Biblia lujosa, situada exactamente en el centro, sobre un paño de lana amarilla y roja. Junto a la mesa en el lado que daba a la ventana y con un cestillo de labor sobre sus rodillas, estaba sentada una mujer anciana, vestida con un traje de seda negro, una cofia del mismo color y mitones de color gris pizarra, y a sus pies descansaba un perro de aguas de mirada mortecina y respiración jadeante. La mujer tenía los cabellos canosos, que le caían a ambos lados del rostro. Sus ojos oscuros miraban de frente, con una expresión dura, desafiante, e implacable. Tenía mejillas llenas y caídas, una barbilla larga y firme, y labios gruesos, sensuales, y sin color. Su cuerpo era macizo y vigoroso y sus gestos demostraban un aplomo agresivo. Era la señora Catherick.

—Ha venido usted a hablarme de mi hija —dijo antes de que yo pudiese pronunciar una sola palabra—. Tenga la bondad de explicarme qué tiene que decirme.

El tono de su voz era tan duro, tan desafiante e implacable como la expresión de sus ojos. Señaló una silla y me escrutó, expectante, de pies a cabeza, mientras me sentaba. Vi que lo único que podía hacer para conseguir algo de aquella mujer era hablarle en su mismo tono y colocarme desde el principio en su mismo terreno.

—¿Sabe usted —le dije— que su hija ha desaparecido?

—Lo sé perfectamente.

—¿No ha temido usted nunca que a la desgracia de su desaparición pueda seguir la de su muerte?

—Sí. ¿Ha venido usted para comunicarme que está muerta?

—Sí.

—¿Por qué?

Me hizo tan extraña pregunta sin que se le notase la menor alteración en su voz, en su rostro o en su actitud. No creo que hubiese podido mostrar mayor indiferencia si le hubiese dado cuenta de la muerte de la cabra que pacía en el vallado.

—¿Por qué? —repetí—. ¿Me pregunta por qué vengo a contarle la muerte de su hija?

—Sí. ¿Qué interés tiene usted hacia mí o hacia ella? ¿Cómo ha llegado usted a tener noticias de mi hija?

—De la siguiente forma: la encontré la noche en que se escapó del manicomio y la ayudé a llegar a un lugar seguro.

—Pues obró usted muy mal.

—Siento escuchar a su propia madre hablar así.

—Pues es su propia madre quien lo dice. ¿Cómo sabe usted que ha muerto?

—No estoy en libertad de contarle cómo, pero lo cierto es que lo sé.

—¿Está usted en libertad de decirme cómo ha conseguido encontrarme?

—Sí, por supuesto. Me dio sus señas la señora Clements.

—La señora Clements es una simple. ¿Fue ella quien le aconsejó a usted que viniese?

—No, ella no me lo aconsejó.

—Entonces, le pregunto una vez más, ¿por qué ha venido usted?

Ya que se empeñaba en escuchar la respuesta, se la di de la manera más clara posible.

—He venido —le dije—, porque creía que la madre de Anne Catherick tendría cierto interés natural en saber si su hija estaba viva o muerta.

—Desde luego —dijo la señora Catherick, con más aplomo aún—. Y ¿no ha tenido usted otro motivo?

Vacilé. No era fácil encontrar en un santiamén la respuesta correcta a esa pregunta.

—Si no tiene usted otro motivo —prosiguió ella quitándose con cuidado sus mitones de color gris pizarra y doblándolos—, no tengo más que agradecerle la visita y decirle que no quiero entretenerle por más tiempo. Su información sería más completa si usted accediese a explicarme cómo pudo obtenerla; sin embargo, justifica, creo yo, que me ponga de luto. Y como usted ve, no necesito variar mucho mi traje. En cuanto me cambie los mitones estaré completamente vestida de negro.

Rebuscó en el bolsillo de su vestido, sacó un par de encaje negro; se los puso con la presencia de ánimo más firme e imperturbable, y luego cruzó con tranquilidad las manos sobre su regazo.

—Buenos días —me dijo.

El frío desprecio que me demostraba me llenó de tal ira que le hice saber sin preámbulos que no le había anunciado aún el propósito de mi visita.

—Tengo otro motivo para venir a verla —le dije.

—¡Ah! Me lo figuraba —observó la señora Catherick.

—La muerte de su hija…

—¿De qué murió?

—De un ataque cardíaco.

—¿Sí? Continúe.

—La muerte de su hija ha servido para infligir un serio perjuicio a una persona que me es muy querida. Dos hombres se han confabulado, según me consta, para causar este daño. Uno de ellos es Sir Percival Glyde.

—¿De veras?

La miré con atención para ver si dejaba escapar un gesto involuntario a la inesperada mención de aquel nombre. Ni un solo músculo de su rostro se contrajo; la mirada dura, desafiante e implacable de sus ojos no se alteró por un instante siquiera.

—Puede preguntarme —seguí yo—, cómo la muerte de su hija ha servido de instrumento para perjudicar a otra persona.

—No —dijo la señora Catherick—. No se lo pregunto. Es asunto suyo, al parecer. Usted se interesa por mis asuntos. Yo no me intereso por los suyos.

—Entonces quizá me preguntará por qué menciono esta cuestión en su presencia.

—Sí, eso sí se lo pregunto.

—Pues se lo digo porque estoy decidido a pedir cuentas a Sir Percival por la ignominia que ha cometido.

—Y ¿qué tengo yo que ver con esa decisión suya?

—Ahora lo sabrá. Existen ciertos episodios en el pasado de Sir Percival que necesito saber al detalle para llevar a cabo mi propósito. Usted los conoce y por esa razón vengo a verla a usted.

—¿A qué episodios se refiere usted?

—A los que ocurrieron en Old Welmingham cuando su marido era sacristán en aquella parroquia antes de que naciera su hija.

Al fin había conmovido a aquella mujer, superando la barrera de la reserva impenetrable que trataba de interponer entre los dos. Vi la cólera centellear en sus ojos, la vi con la misma claridad con que veía sus manos, que abandonando su inmovilidad empezaron a estirar su falda sobre las rodillas.

—¿Qué sabe usted de esos sucesos? —me preguntó.

—Todo lo que pudo contarme la señora Clements —contesté.

Su rostro firme y cuadrado se sonrojó durante un instante y sus inquietas manos se inmovilizaron súbitamente, como si anunciaran un próximo estallido de rabia capaz de hacerle olvidar su reserva. Pero no. Supo dominar su naciente furia, se reclinó en su silla, cruzó sobre el ancho pecho sus brazos y con una torva sonrisa plena de sarcasmo en sus gruesos labios me miró con la misma dureza.

—¡Ah, empiezo a comprenderlo todo! —dijo; su enojo, vencido y domado no se manifestaba de otra forma que en el refinamiento burlón de su tono y de sus ademanes—. Usted guarda rencor por algún motivo a Sir Percival y yo tengo que ayudarle en su venganza. Debo contarle esto y lo otro y lo de más allá de la vida de Sir Percival y de la mía. ¿Verdad? ¡No faltaba más! Usted se ha entrometido en mis asuntos privados. Usted cree que tendrá que tratar con una mujer perdida que lleva una vida llena de miserias, que hará cualquier cosa que usted le diga por temor a que pudiera verse perjudicada en la opinión que de ella tengan sus vecinos. Miro a través de usted y de su gracioso razonamiento, ¡sí!, y lo que veo me divierte mucho. ¡Ah, ah, ah!

Hizo una pausa, apretó los brazos contra su pecho y se rió sola; fue una risa dura, áspera y rabiosa.

—Usted no sabe cómo he vivido yo ni lo que he hecho en este pueblo, señor… como se llame —continuó—. Pues voy a decírselo antes de tocar la campanilla y ordenar que se le ponga en la puerta. Vine aquí siendo una mujer despreciada. Vine aquí despojada de mi honra y decidida a restablecerla. He pasado años y años luchando por ella y al fin la tengo restablecida. Me he enfrentado con esta gente respetable y honesta y abiertamente, sobre su mismo terreno. Si ahora se dice algo en contra mía deben decirlo por lo bajo: no pueden ni se atreven a decirlo abiertamente. Mi situación en esta ciudad es lo bastante digna como para que usted pueda perjudicarme. El párroco se inclinó ante mí. ¡Ah!, no contaba usted con eso cuando llegó aquí, ¿verdad? Vaya a la iglesia e indague sobre mí. Verá usted que la señora Catherick tiene su asiento como los demás y paga su cuota sin retraso. Vaya usted al Ayuntamiento. Allí verá una instancia, una instancia firmada por los ciudadanos respetables pidiendo que se niegue a un circo el permiso de venir a actuar aquí corrompiendo con ello nuestra moral ¡Sí! NUESTRA moral. He firmado esa instancia esta mañana. Vaya usted a la librería. Lecturas para la noche del miércoles sobre la justificación de la fe, escritas por nuestro pastor, se editan allí por suscripción, y mi nombre está en la lista. La mujer del médico dejó tan sólo un chelín sobre la bandeja después de nuestro último sermón de beneficencia, y yo puse media corona. El señor sacristán Soward, que sostenía la bandeja, se inclinó ante mí. Hace diez años dijo a Pigrum, el boticario, que se me debía echar de la ciudad a latigazos y atada a un carro. ¿Vive aún su madre? ¿Tiene sobre la mesa una Biblia tan buena como la mía? ¿Se lleva tan bien como yo con los comerciantes del pueblo? ¿Ha vivido siempre a medida de sus ingresos? Pues yo jamás he vivido por encima de los míos. ¡Ajá! El pastor viene por la plaza. ¡Fíjese, fíjese, señor… cómo se llame…, fíjese por favor!

Se levantó con la agilidad de una joven, fue hacia la ventana, esperó a que el pastor se acercara y se inclinó ante él con solemnidad. El pastor, ceremonioso, levantó el sombrero y siguió su camino. La señora Catherick volvió a sentarse y me miró con un sarcasmo más implacable que nunca.

—¡Lo ve! —dijo—. ¿Qué le parece a usted esto, tratándose de una mujer que ha perdido su reputación? ¿Qué tal se presenta ahora su proyecto?

La manera singular que había elegido para defenderse, la original reivindicación de su posición que acababa de ofrecerme me dejaron tan perplejo que la escuchaba enmudecido por la sorpresa. Sin embargo no por ello estaba menos decidido a emprender otra tentativa para hacerle abandonar su postura si el temperamento fiero de aquella mujer escapara a su control y estallase, una vez pronunciara palabras que pudieran dejar en mis manos la clave del misterio.

—¿Qué tal se presenta ahora su proyecto? —repitió.

—Exactamente igual que cuando llegué —repuse—. No dudo de la posición que usted ha ganado en esta ciudad; y no pienso atentar contra ella, aunque pudiera. He venido aquí porque sé a ciencia cierta que Sir Percival Glyde es tan enemigo de usted como mío. Si tengo motivos para guardarle rencor, usted los tiene también. Puede negarlo, si le place, puede desconfiar de mí si quiere enojarse si le parece, pero entre todas las mujeres de Inglaterra es usted la que tiene la obligación de ayudarme a aplastar a ese hombre, por poco sentido de la dignidad que posea.

—Aplástele usted si quiere y luego venga a ver qué le digo —respondió.

Dijo estas palabras de manera diferente a como había hablado hasta entonces, con apresuramiento, fiereza, amenaza. Había despertado en su nido la serpiente de un odio antiguo, pero sólo por un instante. Como un reptil al acecho que está a punto de atacar, se inclinó con ansia hacia el lugar en que yo estaba sentado. Como un reptil al acecho que de pronto desaparece de la vista al instante volvió a incorporarse en su silla.

—¿No quiere confiarse a mí? —le dije.

—No.

—¿Tiene miedo?

—¿Es que demuestro tenerlo?

—Teme usted a Sir Percival Glyde.

—¿De modo que le temo?

Su rostro se iba arrebolando y sus manos volvieron a retorcerse sobre su falda. Quise seguir cercándola y continué hablando sin darle tiempo a reponerse.

Sir Percival ocupa una posición elevada en la sociedad —le dije—, y no sería extraño que usted le temiera. Sir Percival es un hombre poderoso, es barón, posee magníficas propiedades, desciende de una gran familia…

Me dejó asombrado hasta lo indecible cuando de repente rompió a reír.

—Sí —repitió con el más amargo y desdeñoso desprecio—. Es barón, posee magníficas propiedades, desciende de una gran familia. ¡Eso desde luego! ¡Una gran familia, y sobre todo por parte de su madre!

No tuve tiempo de pensar en estas palabras que se le acababan de escapar; sólo lo tuve de sentir que merecería la pena pensar en ellas cuando dejara aquella casa.

—No he venido aquí para discutir con usted cuestiones de familia —le dije—. No sé nada de la madre de Sir Percival…

—Y no sabe mucho más del propio Sir Percival —me interrumpió con aspereza.

—Le aconsejo que no esté demasiado segura sobre eso —objeté—. Conozco ciertas cosas sobre él y sospecho otras muchas.

—¿Qué sospecha usted?

—Voy a decirle lo que no sospecho. No sospecho que sea el padre de Anne.

Se puso en pie y vino a mí con una mirada de furia.

—¿Cómo se atreve a hablarme del padre de Anne? ¡Cómo se atreve a decir quién era su padre y quién no lo era! —exclamó; su rostro se contorsionó, su voz temblaba con pasión.

—El secreto que existe entre usted y Sir Percival no es este secreto —insistí—. El misterio que ensombrece la vida de Sir Percival no nació con su hija ni con ella ha muerto.

Dio un paso atrás.

—¡Salga! —me dijo, señalando con resolución la puerta.

—Ni en su corazón ni en el de Sir Percival había el menor pensamiento sobre la niña —continué, decidido a hacerla retroceder hasta sus últimas defensas—, no les unía el menor lazo de amor culpable cuando mantenían aquellas entrevistas furtivas, cuando su marido les sorprendió cuchicheando tras la sacristía de la iglesia.

El brazo de la señora Catherick, que señalaba la puerta, cayó al instante a lo largo de su cuerpo, y el intenso rubor producido por la ira desapareció de su rostro mientras yo hablaba. Vi como en ella se obraba el cambio; aquella mujer dura, firme, intrépida y con pleno dominio de sí misma se tambaleaba ante un terror que era incapaz de resistir; lo vi al pronunciar aquellas últimas palabras: «tras la sacristía de la iglesia».

Durante un minuto o más permanecimos mirándonos en silencio. Fui el primero en hablar.

—¿Sigue usted negándose a confiar en mí? —pregunté.

No pudo devolver a su rostro su color, pero consiguió afirmar su voz; había recobrado su desafiante aplomo cuando me contestó.

—Me niego —dijo.

—¿Sigue usted queriendo que me marche?

—Sí. Váyase, y no vuelva jamás.

Fui hacia la puerta, me detuve antes de abrirla y me volví para mirarla una vez más.

—Puede ser que tenga que traerle noticias de Sir Percival que usted no espera —le dije—; en ese caso volveré.

—No hay noticias de Sir Percival que yo no espere, a no ser…

Se detuvo. Su cara pálida se oscureció y retrocedió hasta su silla con pasos quedos y firmes, como los de un gato.

—… a no ser la noticia de su muerte —dijo mientras se sentaba de nuevo, con una sonrisa burlona retozando en sus labios crueles y un resplandor fugaz de odio oculto en su severa mirada.

Al abrir la puerta para salir me lanzó una rápida ojeada. La cruel sonrisa se fue esfumando lentamente de sus labios… me miró con un interés extraño e insistente de pies a cabeza y una expectación indescriptible se dibujó en su rostro. ¿Estaba considerando, en lo más recóndito de su corazón, mi juventud y firmeza, la firmeza de mi dignidad y los límites de mi dominio de mí mismo? ¿Estaba considerando hasta dónde me conducirían un día si nos encontráramos Sir Percival y yo? La mera sospecha de que así era me hizo desear abandonar su presencia y suprimió de mis labios las fórmulas más banales de despedida. Sin decir una sola palabra más, salí de la estancia.

Al abrir la puerta que daba a la calle vi al mismo sacerdote que anteriormente había pasado por delante de su casa; en su camino de regreso estaba a punto de cruzar otra vez delante de ella para atravesar la plaza. Me detuve un instante en el portal para dejarle paso y entonces dirigí la mirada hacia la ventana del salón.

La señora Catherick había oído como se acercaban sus pasos en medio del silencio y había regresado a su ventana para esperarlo. Aquella tormenta de terribles pasiones que se había levantado en su corazón no había logrado vencer su desesperado afán por asirse a la única prueba del respeto social que había logrado crearse a fuerza de años de lucha resuelta. Así, cuando aún no había transcurrido un minuto desde que la había dejado, de nuevo se encontraba en un lugar visible obligando al sacerdote, dentro de las reglas de la más elemental cortesía, a saludarla por segunda vez, levantando otra vez su sombrero. El rostro duro y lívido de detrás de la ventana se ablandó e iluminó, henchido de orgullo. Vi cómo la cabeza adornada de la triste cofia negra devolvía la inclinación. El sacerdote la había saludado dos veces en un solo día, y ¡ello había ocurrido en mi presencia!

Al salir de aquella casa se vislumbraba con claridad la nueva dirección que debían tomar mis pesquisas. La señora Catherick me había ayudado a dar un paso adelante, bien a pesar suyo. El objetivo siguiente que mi investigación debía alcanzar era, sin duda alguna, la sacristía de la iglesia de Old Welmingham.

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