Limmeridge
Día 27 de Noviembre.
Mis pensamientos se han confirmado. Han fijado para el veintidós de diciembre la fecha de la boda.
Al día siguiente de salir nosotras para Polesdean, Sir Percival escribió, según parece, al señor Fairlie, para decirle que las obras y reformas necesarias en su casa de Hampshire iban a requerir más tiempo del que había pensado al principio. Ahora estaba esperando que le enviasen presupuestos y desearía saber la fecha exacta de la boda, lo cual le facilitaría llegar a un trato definitivo con los albañiles. Además de saber él a qué atenerse, tenía que escribir a algunos amigos a los que había invitado aquel invierno para disculparse, pues no podía recibirlos mientras la casa estuviera en manos de los operarios.
A esta carta contestó el señor Fairlie diciendo que escogiese él mismo la fecha de la boda, y aunque ésta quedaría pendiente de la aprobación de la señorita Fairlie, él como tutor se encargaría gustoso de conseguir su consentimiento. Sir Percival volvió a escribir a vuelta de correo, proponiendo (conforme a su idea, fija desde el principio) el final de diciembre, el día 22 o 24, o cualquier otro que prefiriese Laura o su tutor. Como la novia no se hallaba cerca para ser consultada el tutor decidió en su ausencia que cuanto antes mejor, y que el 22 podía celebrarse la boda, por lo cual nos escribió para que regresáramos inmediatamente a Limmeridge.
Ayer, después de explicarme todo esto en una entrevista privada, el señor Fairlie me sugirió de la manera más amistosa de que era capaz que empezase hoy mismo las gestiones oportunas. Comprendí que era inútil oponerse antes de haber conseguido que Laura me autorizase para ello, y accedí a hablar con ella, pero declaré al mismo tiempo que bajo ningún pretexto trataría de forzarla para que secundase los deseos de Sir Percival. El señor Fairlie me felicitó por mi «excelente conciencia», lo mismo que me podía haber felicitado por mi «excelente salud» si estuviéramos paseando en el jardín, y se quedó muy satisfecho después de trasladar de sus espaldas a las mías una nueva responsabilidad familiar.
Esta mañana hablé con Laura, según había prometido. La sangre fría —debiera decir la insensibilidad—, que con tanta resolución y tan extrañamente había sostenido desde que se marchó Sir Percival no resistió el choque que le produjeron las noticias que le comuniqué. Se puso pálida y todo su cuerpo tembló.
—¡No tan pronto! —suplicó—. ¡Marian, no tan pronto, por favor!
Por ligera que fuese la protesta, fue suficiente para mí. Me levanté para salir de la habitación y enfrentarme con el señor Fairlie en defensa de los intereses de Laura.
Ya tenía la mano en el picaporte, cuando me agarró por el vestido y me detuvo.
—¡Déjame ir! —le dije—. Me arde la sangre por decirle a tu tío que él y Sir Percival no van a salirse siempre con la suya.
—¡No! —dijo ella débilmente—. ¡Es tarde, Marian, es demasiado tarde!
—Qué va a ser tarde —insistí—. La cuestión del tiempo está en nuestras manos, déjame aprovecharlo como una mujer sabe aprovechar las circunstancias.
Separé su mano de mi vestido mientras hablaba, pero en ese mismo instante rodeó mi cintura con ambos brazos y me estrechó con más cariño que nunca.
—Sólo traería más preocupaciones y más confusión —dijo—. Conseguirías reñir con mi tío y hacer que volviese Sir Percival con nuevos motivos de queja.
—¡Mejor que mejor! —exclamé apasionadamente—. ¿Qué nos importan sus motivos para quejarse? ¿Es que quieres destrozarte el corazón para que él se tranquilice? No hay hombre en el universo que merezca que nosotras las mujeres nos sacrifiquemos por él. ¡Hombres! Son los enemigos de nuestra inocencia y de nuestra paz, nos arrancan del cariño de nuestros padres y de la amistad de nuestras hermanas, acaparan nuestro cuerpo y nuestra alma y arrastran con ellos nuestras vidas lo mismo que se le pone la cadena a un perro. Y ¿qué es lo que nos entrega a cambio el mejor de los hombres?… Déjame ir, Laura. Me vuelvo loca de pensarlo.
Las lágrimas —miserables e impotentes, lágrimas de angustia y de rabia de mujer— llenaron mis ojos… Sonrió tristemente y cubrió mi rostro con su pañuelo, para ocultarme el golpe bajo de mi propia debilidad, aquella debilidad que yo más despreciaba, y ella lo sabía.
—¡Marian! —dijo—. ¡Llorando tú! Piensa en lo que me dirías si se cambiasen nuestros papeles y estas lágrimas fueran mías. Tu cariño, tu valor y tu abnegación hacia mí no conseguirán alterar ni evitar lo que tiene que suceder tarde o temprano. Deja que se haga como mi tío quiere. Deja que terminen las angustias y las pesadumbres que, con un sacrificio por mi parte, podemos evitar. Di que vivirás conmigo cuando me case y no necesito que digas otra cosa, Marian.
Pero yo sí las dije. Me tragué aquellas lágrimas despreciables que no me aliviaban y que la destrozaban a ella; razoné y supliqué con toda la serenidad de que fui capaz. No sirvió de nada. Me hizo repetir dos veces la promesa de vivir con ella cuando se casase, y súbitamente me hizo una pregunta que dio otra dirección a mi tristeza y mi compasión.
—Mientras estuvimos en Polesdean —me dijo—, tuviste una carta, Marian…
Su voz alterada, la prontitud con que dejó de mirarme escondiendo su rostro en mi hombro, y la vacilación que la hizo detenerse antes de terminar la frase, me explicaron claramente a quién se refería aquella pregunta inconclusa.
—Creía Laura, que entre tú y yo jamás se volvería a hablar de él —le dije con suavidad.
—¿Tuviste carta de él? —insistió.
—Sí —contesté—, si quieres saberlo.
—¿Piensas volverle a escribir?
Dudé. No me había atrevido a decirle que había abandonado Inglaterra, y que yo había participado en ello consiguiendo que se cumplieran sus nuevas esperanzas y proyectos. ¿Qué podía contestarle? Se había alejado hacia lugares donde las cartas tardarían meses, quizás años, en llegar.
—Supongamos que él escriba —dije al fin—. ¿Qué pasaría entonces, Laura?
Sentí cómo su mejilla pegada a mi cuello ardía; y sus brazos temblaron al estrecharme más aún.
—No le hables del veintidós —murmuró—. ¡Prométeme, Marian…, por favor, prométeme que ni siquiera mencionarás mi nombre cuando le escribas!
Se lo prometí. No hallo palabras para expresar mi tristeza al hacerle esta promesa. Instantáneamente separó sus brazos de mi cintura, fue hacia la ventana y se quedó allí, de espaldas a mí. Después de unos momentos volvió a hablar, pero sin volverse, sin dejarme ver su rostro.
—¿Vas al cuarto de mi tío, Marian? —preguntó—. ¿Quieres decirle que aceptaré cualquier decisión que tome? No te preocupes por dejarme. Es mejor que me quede sola un rato.
Salí. Si al verme en el pasillo hubiese podido transportar a Sir Percival y al señor Fairlie a los más lejanos extremos de la tierra con un solo movimiento de mi dedo lo habría hecho sin la menor vacilación.
Sin embargo, hubiera estallado en violentos sollozos si mis lágrimas no se hubieran consumido abrasadas por el ardor de mi rabia. Tal y como estaban las cosas, corrí al cuarto del señor Fairlie, entré como un huracán, le grité con la mayor dureza: «Laura consiente en que sea el veintidós»; y me precipité fuera sin esperar su respuesta. Di un portazo al salir que espero que trastornara, para todo el resto del día, el sistema nervioso del señor Fairlie.
Día 28 de Noviembre.
Esta mañana volví a leer la carta de despedida del pobre Hartright, pues desde ayer ha cruzado por mi mente la duda de si hago bien al ocultarle a Laura que ha partido.
Reflexionando mejor, sigo pensando que hago bien. Lo que dice en su carta sobre los preparativos que se hacen para la expedición a América Central demuestran claramente que los que la organizan saben que su empresa es peligrosa. Si el saber esto me tiene a mí tan inquieta, ¿qué será para ella? Ya es bastante desolador pensar que su viaje nos ha privado de un amigo en cuya lealtad podíamos confiar a la hora de la necesidad, si tal hora llega y nos encuentra indefensas… Pero es mucho peor aún saber que se haya alejado de nosotras para ir en busca de peligros, a vivir en un clima insano, en un país salvaje y en medio de un población levantisca. ¿No sería una franqueza cruel decirle esto a Laura sin que haya necesidad inmediata de que lo sepa?
No sé si debo dar un paso más y quemar esta carta ahora mismo, por temor a que pueda caer algún día en manos indiscretas. No sólo habla de Laura en términos que deben permanecer ocultos para siempre entre el autor y yo, sino que repite sus sospechas con insistencia, alarma y extrañeza, de que está vigilado constantemente desde que se marchó de Limmeridge. Dice que pudo ver los rostros de dos desconocidos que le siguieron por las calles de Londres mezclados entre la multitud que presenciaba en Liverpool la salida del barco que conducía a los expedicionarios y asegura de una manera positiva que oyó pronunciar el nombre de Anne Catherick a sus espaldas cuando entraba en la lancha que iba a llevarlo al barco. Sus palabras textuales son éstas: «Estos acontecimientos tienen un significado; deben conducir a un resultado. El misterio de Anne Catherick sigue sin aclararse. Tal vez nuestros caminos no se crucen más pero si un día la encuentra usted en el suyo, aproveche mejor esa oportunidad, señorita Halcombe, de lo que yo supe aprovecharla. Hablo con absoluta convicción. Le ruego que no olvide lo que le advierto». Éstas son sus palabras. No hay peligro de que yo las olvide, y es más que fácil alertar mi memoria con una palabra de Hartright que se refiere a Anne Catherick. Pero existe peligro en que yo conserve la carta. La casualidad más sencilla puede hacerla llegar a manos extrañas. Puedo enfermar, puedo morir… ¡Es mejor quemarla ahora mismo y quitarme una preocupación de encima!
¡Ya ha ardido! Las cenizas de esta carta de despedida, quizá la última que reciba de él, no son más que un polvo negro en la chimenea. ¿Será éste el fin de la triste historia? No, no es el fin, ¡estoy segura, más que segura, de que el fin no ha llegado todavía!
Día 29 de Noviembre.
Han comenzado los preparativos para la boda. Llegó el sastre que ha de ponerse a las órdenes de Laura. Ella sigue impasible, sin preocuparse de cosas que para otras mujeres en sus circunstancias serían fundamentales. Ha dejado que el sastre y yo lo decidamos todo. Si el pobre Hartright hubiera estado en lugar del barón y fuese el novio escogido por su padre, ¡qué distinto sería su comportamiento! ¡Qué caprichosa y exigente hubiese sido! ¡El mejor de los sastres no hubiera logrado contentarla!
Día 30 de Noviembre.
Todos los días tenemos noticias de Sir Percival. Las últimas nos comunican que las reparaciones de su casa requerían de cuatro a seis meses, hasta que todo esté arreglado. Si los pintores, tapiceros y empapeladores pudieran proporcionar felicidad lo mismo que lujo, cuánto me interesarían sus habilidades en el hogar futuro de Laura. Pero no es así, y un fragmento de la última carta de Sir Percival me ha sacado de quicio y ha acabado con mi indiferencia ante todos sus proyectos; fue aquél en que se refería a su viaje de novios. Propone que, como Laura está algo delicada y el invierno promete ser más duro que habitualmente, sería conveniente llevarla a Roma y quedarse en Italia hasta la primavera. Si no está conforme con estos planes, él está dispuesto, aunque no tiene vivienda en Londres, a pasar el invierno en la ciudad alquilando la casa mejor acondicionada que pueda encontrar.
Dejando de lado mis propios sentimientos (que es lo que debo hacer y he hecho), no dudo que es más apropiado aceptar su primera proposición. De cualquier modo la separación entre Laura y yo es inevitable. Será más larga si se van al extranjero que si se quedan en Londres, pero debemos considerar esta desventaja aparte, que a Laura le ha de beneficiar pasar el invierno en un clima suave, y la reconciliará con su nueva existencia este primer viaje de su vida al país más interesante del mundo. Ella no es de las que buscan el esparcimiento en las convencionales diversiones de Londres. Sólo conseguirían hacer su desgraciado matrimonio más deprimente para ella. Me asusta el inicio de su nueva vida de tal modo que no tengo palabras para expresarlo, pero tengo alguna esperanza en su felicidad si hace este viaje y ninguna si se queda en Londres.
Qué extraño se me hace volver a leer esta última parte de mi Diario y ver que escribo sobre la boda de Laura y de nuestra separación como si hablase de algo decidido. ¡Es tan frío y desdeñoso ver el futuro con esta resignación cruel! Mas ¿cómo voy a pensar de otra forma cuando queda tan poco tiempo? Antes de que transcurra un mes será suya, no mía. ¡Su Laura! Me cuesta tanto hacerme a la idea de lo que significan estas dos palabras… Mi alma está destrozada y aturdida con tales pensamientos. Me parece como si en lugar de estar escribiendo sobre el matrimonio de Laura lo estuviese haciendo sobre su muerte.
Día 1 de Diciembre.
Un día triste, muy triste; un día que no tengo ánimo para describir minuciosamente. Anoche quise olvidarlo pero esta mañana no tuve más remedio que hablarle a Laura de los planes de Sir Percival respecto al viaje de novios.
Con la completa convicción de que yo les acompañaría a cualquier sitio al que fuesen, la pobre niña (pues en muchas cosas es todavía una niña) casi se sintió feliz ante la idea de conocer Florencia, Roma y Nápoles con todas sus maravillas. Sentí que se me desgarraba el corazón al tener que desilusionarla y ponerla cara a la dura realidad. Tuve que decirle que no hay hombre que admita un rival, aunque éste sea una mujer, que le dispute el cariño de su esposa cuando acaba de casarse aunque luego tenga mayor tolerancia. Me vi obligada a decirle que las probabilidades que yo tenía de poder vivir siempre con ella, en su propia casa, dependían enteramente de que no despertara celos ni desconfianza en Sir Percival, interponiéndome entre ellos, como la única depositaría de los secretos más íntimos de su mujer. Gota a gota fui derramando la amargura profanadora que otorga la sabiduría de este mundo en aquel corazón puro y en aquella alma inocente, mientras cada una de las fibras de mi ser y los sentimientos más elevados de mi espíritu se sublevaban ante mi miserable tarea. Ya pasó todo. Laura ha aprendido la lección, dura e inevitable. Las dulces ilusiones de su juventud han desaparecido y mis manos son las que la han despojado de ellas. Mejor es que hayan sido las mías y no las suyas. Es mi único consuelo.
Así es que aceptó la primera solución. Se marcharán a Italia, y tengo que prepararme, con la venia de Sir Percival, para esperarlos e instalarme en mi casa en cuanto retorne a Inglaterra. Dicho en otras palabras, tengo que pedir un favor por primera vez en mi vida, y pedírselo a un hombre a quien menos que a nadie quisiera deberle nada ni tener nada que agradecerle. ¡No importa! Creo que sería capaz de hacer más que eso por el bien de Laura.
Día 2 de Diciembre.
Cuando reviso mis escritos me encuentro con que siempre que me refiero a Sir Percival lo hago en términos despreciativos. Con los nuevos derroteros que han tomado los acontecimientos debo y deseo arrancar de mí estos prejuicios contra él. No sé cuándo los concebí. Antes no los tenía, de eso estoy segura.
¿Es la repugnancia de Laura a ser su mujer lo que me ha hecho contemplarle como a un enemigo? ¿Es que las justas y comprensibles sospechas de Hartright han influido en mí sin que yo lo advierta? ¿Es que la carta de Anne Catherick sigue proyectando sus sombras en mi alma y acechándome con sus recelos, a pesar de las explicaciones de Sir Percival y de la prueba palpable que poseo? No sé cuál es el estado de mi propio sentir. De lo único que estoy segura es de que cumplo mi deber, ahora con doble motivo, no perjudicando a Sir Percival con mis injustas desconfianzas. Si ha llegado a ser ya en mí una costumbre el escribir sobre él de este modo tan poco favorable, debo y quiero romper con esta propensión indigna ¡incluso si el esfuerzo me obliga a cerrar las páginas de este cuaderno hasta que se celebre la boda! Me siento francamente descontenta de mí misma. Y hoy no escribo más.
Día 16 de Diciembre.
Han pasado quince días y no he abierto el cuaderno. Me he alejado tanto tiempo de mi Diario para volver a él con el ánimo mejor dispuesto y más favorable en lo que se refiere a Sir Percival.
No hay mucho que contar sobre estas dos últimas semanas. Los vestidos están casi todos terminados y los flamantes baúles que llevarán los novios en el viaje han llegado ya de Londres. ¡Pobre Laura de mi alma! Apenas se separa de mí en todo el día, y anoche, cuando ninguna de las dos podíamos conciliar el sueño, vino a mi cuarto y se metió en mi cama para charlar. «Te voy a perder tan pronto, Marian —me dijo—, que mientras pueda no quiero desaprovechar ni un momento de estar contigo».
Se van a casar en la iglesia de Limmeridge, y gracias al cielo no se va a invitar a ninguno de los vecinos para la ceremonia. El único invitado va a ser nuestro viejo amigo el señor Arnold, que viene de Polesdean para entregar a Laura, ya que su tío es demasiado delicado para atreverse a salir mientras sigan estas inclemencias del tiempo que tenemos ahora. Si hoy no estuviese decidida a no ver las cosas más que por el lado optimista, esta ausencia de todos los parientes masculinos de Laura en el momento más importante de su vida me produciría gran tristeza y desconfianza ante el futuro. Pero quiero acabar con tristezas y desconfianzas, es decir, no hablaré más ni de lo uno ni de otro en este Diario.
Sir Percival llega mañana. Nos ha ofrecido, en caso de que deseemos tratarle con rigurosa etiqueta, escribirle él mismo a nuestro párroco para pedirle que le diese hospitalidad en la casa rectoral durante los breves días que permanezca en Limmeridge antes de la boda. Pero en las circunstancias en que estamos, tanto el señor Fairlie como yo creemos innecesario molestarnos en respetar estas ridículas formas y ceremonias. En nuestra región, solitaria y salvaje, y en esta inmensa casa vacía, podemos estar a salvo de los convencionalismos triviales que embarazan a la gente de otros lugares. Escribí a Sir Percival agradeciéndole su amable ofrecimiento y rogándole que ocupara sus antiguas habitaciones, igual que siempre, en Limmeridge.
Día 17 de Diciembre.
Hoy ha llegado, y me ha parecido un poco nervioso y cansado, aunque ríe y charla como un hombre que está de magnífico humor. Ha traído de regalo algunas alhajas verdaderamente preciosas que Laura ha aceptado con elegancia al menos aparentemente, y con completa serenidad. La única señal que pude advertir del esfuerzo que debía costarle guardar las apariencias en estos momentos difíciles fue su repentino deseo de no quedarse sola ni un segundo. En vez de retirarse a su habitación, como de costumbre, parecía asustada ante esa idea.
Cuando después de almorzar subí esta tarde a mi cuarto para coger el sombrero y salir a dar un paseo, quiso acompañarme, y luego, antes de cenar, abrió la puerta que comunicaba nuestros cuartos para poder hablar mientras nos vestíamos: «Procura que siempre esté ocupada —me dijo—, procura que siempre esté alguien conmigo. No me dejes pensar Marian. Eso es lo único que te pido ahora. ¡No me dejes pensar!».
Este hermoso cambio la vuelve aún más atractiva a los ojos de Sir Percival. Me parece que lo interpreta como más le conviene. Las mejillas y los ojos de Laura tienen brillo y ardor febril, pero él lo considera como el resucitar de su belleza y el retorno de su alegría. Durante la cena, ella habló esta noche con desenvoltura, tan falsa y tan llamativamente distinta de lo que en realidad es, que yo estaba deseando secretamente hacerla callar y sacarla del comedor. La sorpresa y el júbilo de Sir Percival parecían no tener límite. El nerviosismo que creía observar en su fisonomía cuando llegó había desaparecido por completo; incluso a mis ojos parecía haber rejuvenecido diez años.
No hay duda, —aunque alguna extraña perversidad me impida verlo por mí misma— de que el futuro marido de Laura es un hombre muy guapo. La corrección de las facciones otorga una ventaja, y él la tiene. Ojos oscuros y brillantes, tanto en un hombre como en una mujer, constituyen un gran atractivo, y los suyos lo son. Incluso la calvicie, cuando sólo abarca la parte contigua a la frente (como en su caso), es más bien simpática, pues hace la frente más alta y añade inteligencia al rostro. Gracia y soltura de movimientos, discreta animación de gestos, don de conversación fácil y flexible, —todos ésos son méritos indudables, y él los posee todos—. ¿No es cierto que no puede reprochársele al señor Gilmore, quien desconoce el secreto de Laura, su sorpresa al verla lamentar su compromiso? Cualquiera en su lugar hubiera sido de la misma opinión que nuestro buen amigo. Si en este momento me preguntasen qué defectos he descubierto en Sir Percival, sólo le encontraría dos. Uno, su incesante agitación y nerviosismo, que puede ser la fuente de la energía extraordinaria de su carácter. Otro, ese modo áspero, seco e irritable con que habla a los criados, aunque después de todo debe de ser un mal hábito y nada más. No, no puedo negarlo y no lo hago: Sir Percival es un hombre muy guapo y agradable. ¡Ya está! Lo he escrito por fin, y me alegro de ello.
Día 18 de Diciembre.
Esta mañana me encontraba cansada y deprimida, dejé a Laura con la señora Vesey y salí a dar mi habitual paseo corto del mediodía que últimamente había dejado de hacer. Tomé el camino del páramo, el seco y amplio que conduce a Todd’s Corner, y después de haber andado más de media hora me sorprendió enormemente ver a Sir Percival que se me acercaba viniendo de la granja. Andaba muy deprisa, balanceando el bastón, con la cabeza tan erguida como siempre y su chaqueta de caza desabrochada y flotando al aire. Cuando nos encontramos no esperó a que yo le hiciera preguntas. Me dijo enseguida que había estado en la granja a preguntar si la señora o el señor Todd habían recibido noticias de Anne Catherick desde que se fue de Limmeridge.
—¿Por supuesto le han dicho que no saben nada? —pregunté.
—Nada en absoluto —contestó—. Empiezo a temer que hemos perdido su pista. ¿Sabe por casualidad —continuó, mirándome fijamente— si ese artista, el señor Hartright, estará en condiciones de facilitarnos alguna nueva información?
—Ni la ha visto ni ha oído nada de ella desde que él se fue de Cumberland —repliqué.
—Es una pena —dijo sir Percival como si estuviera contrariado y al mismo tiempo, y extrañamente, dando la impresión de sentirse aliviado—. Es imposible saber qué desdichas pueden haberle ocurrido a esa pobre criatura. No puedo decir cuánto me entristece que fracasaran todos mis esfuerzos por devolverla al cuidado y la protección que precisa con urgencia.
En ese momento sí parecía estar preocupado. Le dije dos palabras banales propias del caso, y hablamos de otros temas en nuestro regreso a Limmeridge. ¿Será posible que mi encuentro casual haya servido para descubrir otra buena cualidad suya? Porque es un rasgo que demuestra falta de egoísmo y caridad pensar en Anne Catherick en las vísperas de su boda, y haberse dado una caminata hasta Todd’s Corner para preguntar sobre ella cuando podía haber pasado ese tiempo con Laura en forma mucho más agradable. Considerando, pues, que haya obrado por motivos puramente altruistas, su conducta expresa una generosidad poco corriente, y merece alabanzas sin reserva. ¡Bueno! Le dedico estas alabanzas y acabo con él.
Día 19 de Diciembre.
Nuevos descubrimientos en la mina inagotable de Sir Percival.
Hoy empecé a insinuar algo de nuestro proyecto de vivir en la casa de su mujer cuando la traiga de vuelta a Inglaterra. Apenas había empezado a hablar cuando me cogió la mano con afecto diciendo que le había propuesto precisamente la cosa que él más deseaba. Era yo la compañera que soñaba para su mujer, asegurándome que le había hecho un señalado favor ofreciéndome vivir con Laura después de la boda, exactamente tan unidas como habíamos vivido hasta ahora.
Cuando le di las gracias en nombre de ella y en el mío por su amable condescendencia con nosotras, hablamos de su viaje de novios y de la sociedad inglesa de Roma, en la que quería introducir a Laura. Nombró a varios amigos que esperaba ver allí este invierno. Todos eran ingleses, menos uno; esta excepción era el conde Fosco.
Al oírle mencionar al conde Fosco y saber que el conde y su esposa probablemente se encontrarían en el continente con los recién casados, vi por primera vez el matrimonio de mi hermana con buenos ojos. Ello podía poner fin a una rencilla familiar. Hasta ahora, la condesa Fosco no ha querido saber nada de su sobrina Laura, rencorosa por el comportamiento del difunto señor Fairlie a la hora de hacer testamento. Sin embargo, ahora no podrá perseverar en su actitud. Sir Percival y el conde Fosco son desde siempre íntimos amigos y sus esposas no tendrán más remedio que tratarse. La condesa Fosco, antes de casarse, era una de las mujeres más impertinentes que he conocido en mi vida, caprichosa, vana e insensata hasta el límite de lo absurdo, y si su marido hubiese conseguido hacerla entrar en razón merecería la gratitud de todos y cada uno de los miembros de la familia de su mujer, empezando por mí, que también se lo agradecería.
Estoy deseando conocer al conde. Es el amigo más íntimo del marido de Laura, y por eso despierta en mí un profundo interés. Ni Laura ni yo le hemos visto jamás. Todo lo que sé de él es que su presencia casual, hace años, en Trinitá del Monte, en Roma, libró a Sir Percival de unos ladrones que querían robarle y asesinarle, pues después de haberle herido en la mano estaban a punto de darle una puñalada en el corazón. Recuerdo a la vez que cuando el difunto señor Fairlie se opuso de una manera tan absurda a la boda de su hermana, el conde le escribió una carta sensata y deferente que —avergüenza confesarlo— quedó sin respuesta. Esto es todo cuanto conozco del amigo de Sir Percival. Me gustaría saber si un día regresará a Londres. Me pregunto si me resultaría agradable.
Estoy dejando correr la pluma y me pierdo en puras conjeturas. Volvamos a la sombría esencia de los hechos. Es evidente que Sir Percival ha atendido mi deseo de vivir siempre con su mujer no sólo con amabilidad, sino casi con afecto. Estoy segura de que el marido de Laura no tendrá quejas de mí si sigo como hasta ahora. ¡Ya he declarado que es un hombre atractivo y afable, caritativo con los necesitados y cariñoso y atento conmigo! La verdad es que no me reconozco a mí misma en esta nueva faceta de mejor amiga de Sir Percival.
Día 20 de Diciembre.
¡Odio a Sir Percival! Niego de plano su buena presencia. Le considero eminentemente antipático y desagradable, y carece en absoluto de buenos sentimientos y de delicadeza. Anoche llegaron a casa las tarjetas del nuevo matrimonio, Laura abrió el paquete y por primera vez vio impreso su futuro nombre. Sir Percival echó una ojeada por encima de su hombro sobre la tarjeta que había convertido a la señorita Fairlie en Lady Glyde, sonrió con odiosa satisfacción y le murmuró algo al oído. No sé qué le dijo ni Laura ha querido repetírmelo. Sólo vi que su rostro se volvía lívido y creí que iba a desmayarse. Él no advirtió nada, y parecía ser brutalmente ajeno a haber dicho algo que pudiera herirla. Mi antigua hostilidad contra él renació en el acto; las horas que han pasado desde aquel instante no la han disipado. Soy más insensata e injusta que nunca. Dicho en tres palabras (¡con qué volubilidad las escribe mi pluma!): yo le odio.
Día 21 de Diciembre.
¿Es que las angustias de estos angustiosos días me han despertado al fin? Este último tiempo he estado escribiendo en un tono ligero y frívolo que bien sabe Dios cuán lejos está de mi ánimo y que me ha chocado cuando he vuelto a releer los apuntes de mi diario.
Quizá se me ha contagiado la excitación febril de Laura en esta última semana. Si hubiera sido así ya ha pasado el acceso, dejándome en un estado anímico más bien extraño. Desde la otra noche no puedo deshacerme de la persistente sensación de que ha de suceder algo que evitará el matrimonio. ¿Por qué se me ha ocurrido esta fantasía? ¿Es el resultado indirecto de mis dudas respecto al porvenir de Laura? ¿O me la han sugerido la irritabilidad e intranquilidad creciente que observo en Sir Percival a medida que se acerca el día de la boda? Imposible decirlo. Sé que tengo esta sensación —la más absurda, dadas las circunstancias, que jamás haya penetrado en la cabeza de una mujer—, pero por más que lo intento no llego a descubrir su origen.
El último día todo ha sido confusión y desbarajuste. ¿Qué podría yo escribir sobre ello? Sin embargo, he de escribir. Todo es preferible a dejarme destruir por mis pensamientos demoledores.
Para empezar, la buena de la señora Vesey, a quien hemos olvidado y descuidado mucho últimamente, nos ha proporcionado con la mayor inocencia una mañana aciaga. Hace ya muchos meses que está tejiendo secretamente un chal para su querida discípula. Un trabajo precioso y sorprendente para estar hecho por una mujer de sus años y costumbres. El regalo fue entregado este mañana, y la pobre Laura, que tiene un corazón de oro, estuvo profundamente conmovida cuando le colocó el chal sobre sus hombros con orgulloso entusiasmo la fiel amiga y guardiana de su niñez sin madre. Apenas tuve tiempo de calmarlas a ambas y serenarme yo misma cuando me envió a buscar el señor Fairlie para obsequiarme con una larga relación sobre las precauciones que había adoptado para que el día de la boda no trastornase su tranquilidad.
«Su querida Laura» iba a recibir el regalo de su tío, una sortija estropeada, con unos cabellos de su querido tío que ocupaban el lugar de una piedra preciosa y con una despiadada inscripción en francés, por dentro, sobre eterna amistad y afinidad sentimental. «Su querida Laura» recibiría inmediatamente de mis manos esta dádiva enternecedora de modo que tendría tiempo de recobrarse de la emoción que le produciría el regalo antes de aparecer ante el señor Fairlie. «Su querida Laura» tendría la amabilidad de hacerle una breve visita esta tarde, pero sería lo bastante sensata para no hacer escenas. «Su querida Laura» le vería otra vez la mañana siguiente, vestida de novia, y también le suplicaba que no le hiciese escenas. «Su querida Laura» le vería por tercera vez antes de marcharse, pero sin decirle cuándo se iba para no perturbarle en su sensibilidad, y sin llorar… «Por piedad, por lo que más quieras, Marian, con la corrección más cariñosa y más íntima, y más deliciosa y más encantadora, ¡que no llore!…».
Me indignaron tanto estas tonterías miserables y egoístas, que seguramente le hubiera molestado con unas verdades duras y tan bastas como nunca oyó en su vida si la llegada del señor Arnold de Polesdean no me hubiese reclamado a atender otros asuntos abajo.
El resto del día no puede describirse. Creo que ninguno de los moradores de la casa podría decir cómo transcurrió. La confusión que crearon diversos y múltiples pequeños acontecimientos acabó por desquiciarnos a todos. Se habían enviado a casa algunos trajes que no recordábamos, y hubo que hacer algunos baúles, deshacerlos y volverlos a hacer; llegaron regalos de amigos próximos y lejanos, de amigos humildes y opulentos. Todos teníamos unas prisas innecesarias, llenos de expectación por el día de mañana. Sobre todo Sir Percival estaba tan inquieto que no era capaz de quedarse cinco minutos en el mismo sitio. Su característica tos breve y aguda le atormentaba más que nunca. Se pasó el día entrando y saliendo de casa; de pronto le dio por interrogar a toda persona extraña que entraba en ella aunque fuese para un insignificante recado. Todo esto iba unido a la constante obsesión de Laura y mía de que al día siguiente teníamos que separarnos y al temor que nos perseguía —aunque ninguna de las dos lo expresáramos—, de que este deplorable matrimonio pudiera ser el error fatal de su vida y la más desesperante desdicha para mí. Por vez primera después de tantos años de inalterable intimidad y unión evitábamos mirarnos a la cara y nos abstuvimos, de común acuerdo, de hablarnos a solas en toda la tarde. No puedo seguir escribiendo más sobre esto. Sean cuales fueren las penas y desgracias que me amenacen en la vida, siempre consideraré este 21 de diciembre como el día más desolado y espantoso de mi vida.
Estoy escribiendo estas líneas en la soledad de mi cuarto, y hace mucho que la media noche ha pasado, acabo de asomarme al dormitorio de Laura para verla dormir en su camita blanca…, la cama en que había dormido desde que era niña.
Allí estaba tendida, sin tener idea de que la estaba mirando, inmóvil, más inmóvil de lo que yo esperaba, pero no estaba durmiendo. Al resplandor de la lamparilla he podido comprobar que sus ojos estaban cerrados del todo y que entre sus párpados brillaban las lágrimas. Mi modesto regalo —sólo un broche— estaba sobre su velador junto al devocionario y la miniatura de su padre, que la acompaña a todas partes. Me quedé un momento más mirándola por encima de su almohada, estaba muy cerca de mí, un brazo descansaba sobre la colcha blanca, respiraba tan suave, tan tenuemente, que ni se movía la pechera de su camisón. Me quedé mirándola, así como la había visto miles de veces y como ya no volveré a verla más… Hasta que me deslicé otra vez en mi cuarto. ¡Querida mía! ¡Con toda tu belleza y tu fortuna, qué desamparada estás! El único hombre que daría toda la sangre de sus venas para defenderte se halla muy lejos de ti; navegando por el terrible mar esta noche tormentosa. ¿Quién te queda en el mundo? No tienes padre, ni hermano… No existe criatura viviente que se ocupe de ti, si no es esta inútil y débil mujer que escribe estas amargas páginas y vela por ti esta noche, aterrada por el fantasma de mañana con un terror que no puede dominar y una sospecha que no puede vencer. ¡Dios mío, qué tesoro se confiará mañana a las manos de ese hombre! Si lo olvida alguna vez, si llega a tocar un solo cabello de tu cabeza…
Día 22 de Diciembre.
Siete de la mañana.
Una mañana borrascosa e inestable. Se acaba de levantar, está mejor y más serena que ayer, ahora que ya llegó el momento.
Diez de la mañana.
Ya está vestida. Nos hemos abrazado, nos hemos prometido mutuamente no perder el valor. Me he retirado durante unos minutos a mi habitación. Detrás del remolino y confusión de mis pensamientos puedo distinguir esa extraña fantasía de que algún acontecimiento inesperado detenga el matrimonio. ¿Es que también le asalta a él este presentimiento? Le veo desde la ventana moviéndose de acá para allá entre los carruajes estacionados a la puerta… ¿Cómo es posible que se me ocurran estas tonterías? El matrimonio es un hecho inevitable. Antes de media hora salimos para la iglesia.
Once de la mañana.
Todo ha terminado. Ya están casados.
Tres de la tarde.
¡Se han marchado! ¡Me ciegan las lágrimas! No puedo seguir escribiendo…