Blackwater Park, Hampshire (I)
11 de junio de 1850
Han pasado seis meses. ¡Seis largos y solitarios meses desde que Laura y yo nos vimos por última vez!
¿Cuántos días he de esperar aún? ¡Uno tan sólo! Mañana, día 12, los viajeros retornaran a Inglaterra. Apenas puedo concebir mi propia felicidad; apenas puedo creer que las próximas veinticuatro horas son las del último día que ha de separarnos a Laura y a mí.
Ella y su marido han pasado todo el invierno en Italia y luego han ido al Tirol. Vuelven acompañados del conde Fosco y su mujer, que tienen el proyecto de instalarse en cualquier sitio de los alrededores de Londres y vivirán en Blackwater Park durante este verano hasta decidir su residencia definitiva. Con tal de que Laura vuelva me tiene sin cuidado quienes lleguen con ella. Sir Percival es muy dueño de abarrotar su casa de arriba abajo, si así le place, a condición de que Laura y yo vivamos juntas.
Mientras tanto aquí estoy instalada en Blackwater Park, «la antigua e interesante mansión del barón Sir Percival Glyde», según cuentan las crónicas del condado, y la futura morada de Marian Halcombe, sin título y soltera como añado yo por mi cuenta, que en este momento se ha instalado en un saloncito muy acogedor, con una taza de té a su lado y con todo lo que posee este mundo encerrado en tres cofres y una maleta y colocado a su alrededor.
Ayer salí de Limmeridge pues el día anterior recibí la deliciosa carta de Laura enviada desde París. No estaba segura de si los esperaría en Londres o en Hampshire, pero ella me decía que Sir Percival había propuesto desembarcar en Southampton y venir directamente a su casa de campo. Habrá gastado tanto dinero en el viaje que no le quedará nada para afrontar la costosa vida londinense durante el resto de la temporada y le resultará más económico pasar el verano y el otoño en Blackwater. Laura está harta de cambios de paisaje y diversiones, y le alegra la perspectiva de vivir en medio de la rústica tranquilidad y retraimiento que la prudencia de su marido pone a su disposición. En cuanto a mí estoy dispuesta a ser feliz en cualquier sitio estando con ella. Así que por ahora todos estamos muy contentos, cada uno a nuestro modo.
Anoche dormí en Londres, y hoy me he entretenido tanto con varios recados y encargos que no pude llegar a Blackwater antes del anochecer.
A juzgar por mis vagas impresiones, este sitio es en todo opuesto a Limmeridge.
La casa se halla situada en un páramo y parece estar encerrada, casi diría que agobiada, por una arboleda. No he visto a nadie más que al criado que me abrió la puerta y al ama de llaves, una persona muy correcta, que me condujo hasta mi cuarto y me ha traído el té. Dispongo de un pequeño salón y del dormitorio, que están al fondo de un largo pasillo del primer piso. Las habitaciones del servicio y algunas destinadas a los huéspedes se hallan en el piso segundo, y todas las salas de estar se encuentran en la planta baja. No he visto todavía nada de la casa y sólo sé que un ala del edificio tiene, según dicen, quinientos años, que la casa estaba antes rodeada por un foso y que el nombre de Blackwater le viene de un lago que hay en el parque.
Acaban de dar las once con un sonido fantasmal y solemne desde el torreón situado sobre el centro de la casa y que pude distinguir cuando llegué. Un perro enorme se ha despertado, indudablemente por la campana del reloj y está aullando y bostezando fúnebremente en alguna parte muy cerca de aquí. Oigo resonar pasos por los pasillos de abajo, y rechinar de cerrojos y barras de la puerta de entrada. Por lo visto, los criados van a acostarse. ¿Seguiré yo su ejemplo?…
No, no tengo sueño. ¿Sueño digo? Me siento como si nunca más pudiera volver a cerrar los ojos. La mera esperanza de contemplar mañana de nuevo ese rostro querido y escuchar su voz tan conocida me tiene en un estado de permanente excitación febril. Si tuviese los privilegios de un hombre, ordenaría que inmediatamente me ensillasen el mejor caballo de Sir Percival y me lanzaría a galope hacia oriente hasta que el sol saliera a mi encuentro; sería un galopar largo, duro, fuerte, sin descanso, un galopar de horas y horas como la escapada del famoso bandolero a York. Pero como no soy más que una mujer condenada a tener paciencia, corrección y faldas para toda la vida, tengo que respetar la opinión del ama de llaves y arreglármelas como pueda de una manera débil y femenina.
Leer, ni pensarlo. No puedo concentrar mi atención en los libros. Voy a tratar de escribir hasta que el sueño y la fatiga me venzan. Últimamente he descuidado mucho mi diario. ¿Qué podría recordar, estando en el umbral de una nueva vida, sobre las personas y acontecimientos, ocasiones y cambios que se han sucedido en estos seis últimos meses, el largo, insoportable y vacío intervalo transcurrido desde el día en que se casó Laura?
El recuerdo de Walter Hartright es el que predomina en mi imaginación, ése es el primero que ha de pasar en la sombría procesión de mis amigos ausentes. Recibí unas líneas suyas que me envió después de que la expedición desembarcó en Honduras, y me pareció que se encontraba más esperanzado y optimista de lo que yo había notado hasta entonces. Un mes o mes y medio más tarde leí un artículo copiado de un periódico americano que describía la salida de los aventureros hacia el interior del país. Se les había visto por última vez entrando en un bosque salvaje y primitivo, llevando cada hombre el rifle al hombro y su equipaje en la espalda. Desde aquel instante el mundo civilizado les perdió de vista. Por mi parte, no he vuelto a recibir ni una línea de Walter, ni he visto en los periódicos un solo párrafo que hablase de la expedición.
La misma oscuridad densa y desalentadora envuelve el destino y rumbo de Anne Catherick y de su amiga, la señora Clements. No se ha vuelto a oír nada de ninguna de las dos. No sabemos si viven en este país o si se han marchado a otro o si están vivas o muertas. Hasta el procurador de Sir Percival ha perdido toda esperanza y ha dado orden de dejar por fin la búsqueda inútil de las fugitivas.
Nuestro buen amigo, el viejo señor Gilmore, ha tenido un desgraciado contratiempo que interrumpió sus actividades profesionales. Al inicio de la primavera recibimos la triste noticia de que se le había encontrado sin sentido en su despacho a causa de un ataque de apoplejía. Hacía mucho que sentía pesadez y opresión en la cabeza, y su médico le advirtió las consecuencias que sufriría tarde o temprano si se empeñaba en trabajar como si siguiera siendo joven. El resultado de todo ello ha sido que ahora está obligado a abandonar su despacho durante un año por lo menos, y a buscar el reposo de cuerpo y espíritu en un cambio total de vida y de costumbres. Por tanto, un socio suyo se ha encargado de llevar el despacho, y él se ha marchado a Alemania para visitar a unos parientes que tienen allí sus negocios. Así que este otro fiel amigo y buen consejero también está perdido para nosotras. Confío con toda mi alma que sólo le hayamos perdido para una temporada.
La pobre señora Vesey vino conmigo hasta Londres. Era imposible dejarla abandonada en la soledad de Limmeridge, marchándonos Laura y yo, y decidimos que podía vivir con una hermana soltera, menor que ella, que dirige una escuela en Clapham. Vendrá aquí este otoño para ver a su discípula, mejor dicho, a su hija adoptiva. Acompañé a la buena mujer hasta su destino y la dejé al cuidado de su hermana, llena de feliz esperanza de volver a ver a Laura, dentro de pocos meses.
En cuanto al señor Fairlie, no creo ser injusta al afirmar que siente un alivio indecible al ver la casa limpia de mujeres. La idea de que echa de menos a su sobrina es sencillamente absurda, pues cuando vivía con él dejaba pasar meses sin tratar de verla, y en cuanto a mí y a la señora Vesey nos dijo al despedirse que su corazón estaba destrozado porque nos íbamos, lo que yo interpreto como una confesión de que en secreto se hallaba entusiasmado de librarse de nosotras. Su último capricho ha sido traer dos fotógrafos a Limmeridge a los que tiene ocupados todo el día retratando todos los tesoros y curiosidades que posee. Una copia completa de esta colección de fotografías se presenta al Instituto de Mecánica de Carlisle, montada sobre las cartulinas más finas, con un letrero ostentoso en caracteres rojos: «Madonna del Niño, de Rafael. Propiedad de Frederick Fairlie Esquire»; «Moneda de cobre de la época de Tiglatpileser. Propiedad de Frederick Fairlie, Esquire»; «Aguafuerte de Rembrandt, único en su género, conocido en toda Europa con el nombre de El Tiznado, por un borrón que dejó el pintor en una esquina y que no existe en ninguna otra copia. Valorada en trescientas guineas. Propiedad de Frederick Fairlie, Esquire». Antes de salir yo de Cumberland ya se habían hecho docenas de fotografías por el estilo con estas mismas inscripciones, y quedaban por hacer cientos de ellas. Con esta nueva e interesante ocupación, el señor Fairlie será un hombre feliz durante meses enteros; y los dos desventurados fotógrafos participarán en un martirio social que hasta ahora sólo infligía a su ayuda de cámara.
Ya he dicho bastante de las personas y sucesos que ocupan un lugar eminente en mi memoria. ¿Qué diré de la única persona que ocupa un lugar eminente en mi corazón? Laura ha vivido en mi pensamiento todo el tiempo que he estado escribiendo estas líneas. ¿Qué podría recordar de ella durante estos seis meses pasados, antes de cerrar esta noche mi cuaderno?
Sólo poseo sus cartas que pueden iluminarme, pero ninguna de ellas arroja luz sobre la cuestión más importante de todas cuantas pudiéramos haber tratado en nuestras cartas.
¿La trata bien su marido? ¿Es más feliz ahora de lo que fue el día en que nos despedimos, después de su boda? En todas mis cartas le hacía estas dos preguntas de forma más o menos directa; y todas ellas en este punto han quedado sin contestar o me contestaba como si yo le preguntase por su salud. Me repite una y otra vez que está perfectamente, que el viaje es muy de su gusto, que por primera vez ha pasado el invierno sin haberse acatarrado ni una vez. Pero no puedo descubrir ni una palabra que me diga claramente si se ha reconciliado con su matrimonio y que puede volver la vista atrás hasta el veintidós de diciembre sin sentir la amargura del arrepentimiento. El nombre de su marido apenas se menciona en sus cartas, como si fuera el de un amigo que acompañase y se ocupase de la organización de los viajes. «Sir Percival ha decidido que salgamos tal día». «Sir Percival dice que vamos a tomar el tren de…». En alguna ocasión escribe sólo «Percival», pero muy raramente. En nueve casos de diez utiliza su título.
No me da la sensación de que las costumbres y las ideas de su marido hayan cambiado ni que hayan influido en algo las de ella. Esa transformación moral, tan corriente, que se produce de forma imperceptible en una mujer joven, sensible y juiciosa al casarse, no parecía haber ocurrido en Laura. Me habla de sus impresiones y de sus pensamientos en medio de todas las maravillas que está conociendo, exactamente igual que se lo hubiera escrito a cualquier otra persona si en lugar de viajar con su marido viajase conmigo. No veo el menor indicio de que exista entre ellos afecto de ningún género. Hasta cuando deja de hablarme de sus viajes y se ocupa de los proyectos relacionados con su regreso a Inglaterra lo hace pensando en su futuro como mi hermana, y de modo persistente evita cualquier alusión a su porvenir como esposa de Sir Percival. Y en todo esto no existe la menor nota de queja que pueda advertirme que es muy desgraciada en su matrimonio. La impresión que saco de nuestra correspondencia, gracias a Dios, no me hace pensar en una contingencia tan espantosa. Sólo veo una triste apatía, una indiferencia inmutable cuando la recuerdo en su antiguo papel de hermana y la miro a través de sus cartas, en su nuevo papel de mujer casada. Dicho en otras palabras, sigue siendo Laura Fairlie la que me ha estado escribiendo durante seis meses, y no Lady Glyde.
Este extraño silencio que mantiene en lo referente al carácter y a la conducta de su marido lo extiende también con idéntica actitud, a su íntimo amigo, al que escasamente menciona en sus últimas cartas: el conde Fosco.
Por alguna razón oculta, el conde y su mujer parece que cambiaron bruscamente sus planes a fines del pasado otoño y se marcharon a Viena en lugar de irse a Roma, donde Sir Percival esperaba encontrarlos al marcharse de Inglaterra. No salieron de Viena hasta la primavera, en que fueron al Tirol para reunirse con los novios en el viaje de regreso de éstos. Laura me habla con cierta franqueza de su encuentro con madame Fosco, asegurándome que ha cambiado mucho, que resulta como casada mucho más reposada y sensata de lo que fue como soltera, tanto que ni la conoceré cuando la vuelva a ver por aquí. Pero respecto al conde Fosco, que me interesa infinitamente más que su mujer, Laura se muestra insoportablemente reservada y circunspecta. No me dice más sino que a ella le desconcierta y que no me dirá qué impresión le causa hasta que yo lo vea y forme mi propia opinión sobre él. Esto no me hace esperar nada bueno del conde. Laura ha conservado —mucho mejor que la mayoría de los adultos—, la sutil capacidad que tienen los niños de reconocer por instinto a los amigos, y si estoy en lo cierto en suponer que la primera impresión que le ha producido el conde no ha sido favorable para éste, otra vez estoy en peligro de dudar y sospechar de este ilustre extranjero antes de haberle echado la vista encima. Pero paciencia, paciencia. Esta incertidumbre y otras muchas más no durarán ya mucho tiempo. Mañana estaré en camino de aclarar todas mis dudas, más tarde o más temprano.
Han sonado las doce y vuelvo a mi cuaderno para cerrarlo después de asomarme a mi ventana abierta.
Es una noche sin luna, serena y bochornosa. Las estrellas son pocas y no brillan. Los árboles, que por todas partes rodean al edificio, parecen negros e impenetrables como un macizo muro de rocas. Oigo el canto de las ranas, débil y lejano, y los ecos del gran reloj resuenan en la quietud asfixiante mucho después de que el carillón ha callado. Me pregunto con curiosidad cómo será el aspecto de Blackwater Park a la luz del día. Porque con la luz de la noche no me gusta nada.
Día 12 de Junio.
Día de indagaciones y descubrimientos. Un día mucho más interesante, por varios motivos, de lo que podía esperar.
Como es natural, mi excursión empezó por la casa.
El cuerpo principal del edificio es de la época de aquella gloriosa mujer que fue la reina Isabel. En la planta baja hay dos galerías interminables, bajas de techo y paralelas, que resultan aún más oscuras y agobiantes por unos tétricos retratos de familia que me gustaría ver arder. Las habitaciones que dan sobre las galerías están bastante bien restauradas, pero apenas se usan. La complaciente ama de llaves que me sirvió de guía se ofreció a enseñármelas, pero añadió indecisa que temía que los encontrase algo desordenados. El respeto que me merecen mis propias faldas y medias excede en mucho al que pueden inspirarme todas las habitaciones de la reina Isabel que quedan en el país, y sin vacilar renuncié a explorar las regiones superiores de polvo y mugre por miedo a ensuciar mi hermoso y limpio vestido. El ama de llaves dijo: «Soy de su misma opinión, señorita». Parecía creer que yo era la mujer más sensata que había conocido desde hacía muchos años.
He hablado del edificio principal. Dos alas se añaden a sus extremos. El ala semidestruida de la izquierda —mirando la casa por el frente—, fue una residencia independiente construida en el siglo catorce. Uno de los antepasados maternos de Sir Percival, no recuerdo cuál ni me importa, unió nuevas construcciones al edificio principal, bajo ángulos rectos, en la época de la citada reina Isabel. El ama de llaves me advirtió que esta «ala antigua» se consideraba, tanto exterior como interiormente, una maravilla arquitectónica, según aseguraban personas muy entendidas. Poco después pude ver que esas personas tan entendidas sólo habrían podido ejercitar sus habilidades en esta antigua propiedad de Sir Percival si previamente hubieran desterrado de su ánimo todo miedo a humedad, oscuridad y ratas. Por ello no dudé en declararme poco entendida en la materia y sugerí a mi guía que deberíamos tratar al «ala antigua» del mismo modo que habíamos tratado las habitaciones de la reina Isabel. El ama de llaves me contestó con la misma admiración no disimulada ante mi extraordinario sentido común: «Soy de la misma opinión, señorita».
Entonces nos dirigimos al ala de la derecha, que había sido construida en tiempos de Jorge II y completaba aquella maravillosa promiscuidad arquitectónica de Blackwater Park.
Era la parte habitable de la casa que habían decorado y restaurado interiormente con motivo de la llegada de Laura; mis dos cuartos y los mejores dormitorios de la casa se encuentran en el primer piso, y en la planta baja están el salón, el comedor, una biblioteca, un salón para el desayuno y un gabinete precioso acomodado para Laura. Todo ello decorado y amueblado con lujo y refinamiento modernos. Ninguna de las habitaciones de Blackwater puede compararse a las salas grandes y espaciosas de Limmeridge; sin embargo, todas parecían acogedoras. Yo estaba muy asustada por lo que había oído decir de esta casa, de sus sillas pesadas y rígidas, de sus vidrieras lúgubres, de sus cortinas deslucidas y rancias, de todos esos armatostes inútiles y horribles que las gentes que nacen sin sentido de lo confortable acumulan a su alrededor sin preocuparse de su deber de cuidar que sus huéspedes estén a gusto. He sentido un alivio indecible al darme cuenta de que el siglo XIX ha invadido esta extraña mansión que va a ser mi futuro hogar y ha barrido los polvorientos «viejos tiempos», fuera del alcance de nuestra vida cotidiana.
Me pasé la mañana vagando por la casa… Me entretuve en los cuartos de abajo y luego en el parque y en la gran plazoleta formada por las tres fachadas de la casa, junto a la majestuosa verja de hierro y la puerta cochera que la cerraban de frente. En el centro de la plaza se ve un gran estanque redondo con los bordes de piedra y en medio de él se levanta la figura de bronce de un monstruo alegórico. En el estanque saltan pececillos dorados y plateados y lo rodea una ancha franja de césped, el más suave que pisé en mi vida. Por allí anduve paseando por el lado sombreado hasta que llegó la hora del almuerzo, después de la cual me puse el sombrero de paja y salí sola, bajo los cálidos rayos del sol, a conocer los alrededores.
La luz del día me confirmó la impresión que tuve la noche anterior de que en Blackwater hay demasiados árboles. La casa está asfixiada por ellos. En su mayor parte son árboles jóvenes y están plantados demasiado cerca unos de otros. Sospecho que el anterior propietario de la finca hizo una tala abundante para vender madera, y sir Percival ha tenido un rabioso empeño en llenar todos los espacios vacíos con creces y lo más rápido posible. Miré a mi alrededor y vi frente a la parte izquierda de la fachada un jardín de flores; me encaminé hacia allí para ver qué podía descubrir en él.
Al acercarme vi que el jardín era pequeño, pobre y poco cuidado. Lo crucé y, abriendo una cancela que vi en la empalizada, me encontré en medio de una plantación de abetos.
Un hermoso sendero tortuoso hecho artificialmente me llevó a través de los árboles, y por lo que sabía de aquella tierra comprendí que me acercaba a un terreno arenoso y abundante en brezos. Después de haber andado por el bosque de abetos más de media milla, según mis cálculos, el sendero daba un brusco giro y me encontré de repente con que los árboles se habían terminado y me hallaba en una gran explanada a orillas del lago de aguas negras de donde le viene el nombre a esta finca.
Todo el terreno en declive que tenía delante estaba cubierto de arena, con montecillos de brezos que rompían la monotonía del paisaje. Era evidente que en otro tiempo el lago debió llegar hasta donde me hallaba y poco a poco se había ido secando y reduciéndose hasta ocupar una tercera parte del tamaño primitivo. Vi sus aguas tranquilas y estancadas como a un cuarto de milla de distancia, formando charquitos separados entre sí por montoncillos de tierra, por ramas y juncos. En la otra orilla, muy lejos de mí, los árboles volvían a aparecer espesos y oscuros, ocultando a mi vista todo el panorama y reflejando sus sombras negras sobre las aguas perezosas y poco profundas. Cuando me acerqué vi que en la orilla contraria el terreno era húmedo y pantanoso, cubierto de hierba frondosa y con sauces escuálidos. El agua, muy clara en la parte que bañaba la orilla de arena, descubierta bajo el sol, parecía negra y emponzoñada en la orilla cenagosa, ensombrecida por las ramas curvadas de los árboles que caían sobre sus márgenes. Las ranas cantaban y las ratas saltaron asomando por el agua sombría, como si ellas mismas fuesen sombras vivientes cuando me aproximé a la orilla pantanosa. Vi allí los restos de una barca destrozada cuya mitad sobresalía del agua. Sobre su parte seca caía el reflejo enfermizo de un rayo de sol que penetraba por un claro entre los árboles, a cuyo calor se refugiaba, traicionera en su inmovilidad y enroscada curiosamente, una serpiente. A cualquier parte que se mirase, el paisaje sugería tristeza y desolación y la luz radiante del cielo, en aquel día de verano, parecía aumentar la lóbrega melancolía y el abandono de aquellos parajes que alumbraba. Di la vuelta y ascendí al brezal y dejando el sendero me dirigí hacia una barraca de madera vieja y desportillada, en la parte que daba al bosque y a la que hasta entonces no había prestado atención, atraída por la visión del lago grande y salvaje.
Al acercarme a la barraca vi que en algún tiempo había servido para guardar las embarcaciones y que posteriormente se intentó convertirla en una glorieta colocando en su interior un banco de pino, unas sillas y una mesa. Entré y me senté unos instantes para descansar y tomar aliento.
No llevaría en la barraca más de un minuto cuando me sobresaltó ver cómo el sonido de mi propia respiración, acelerada, estaba secundado por un extraño eco muy próximo a mí. Escuché con atención y oí una respiración profunda y dificultosa que parecía proceder de debajo del asiento que ocupaba. Es difícil que un susto venza mis nervios, pero en aquella ocasión me levanté de un brinco, asustada. Llamé, nadie me contestó, y armándome de valor me decidí a mirar debajo del banco…
Allí, acurrucado en el rincón más escondido estaba la desdichada causa de mi terror, un pobre perro… Un perro de aguas blanco y negro. Cuando lo vi y le llamé, lanzó un débil aullido pero no se movió del sitio. Corrí el banco y le miré más cerca. Los ojos del pobre animal estaban ya casi vidriados, y se veían rastros de sangre en su lustroso costado blanco. La miseria de un ser débil, abandonado y mudo, es seguramente una de las cosas más tristes y penosas que se pueden contemplar en el mundo. Lo cogí en mis brazos con el mayor cuidado y lo deposité en una especie de hamaca que hice recogiendo los bordes de mi falda. Así llevé al perrito, deprisa y tratando de no hacerle daño, a casa.
No encontré a nadie en el vestíbulo y subí enseguida a mi salón, hice en uno de mis viejos chales una cama para el perro y llamé con la campanilla. Apareció la criada más gorda y alta que puede ser imaginable, llena de una exultante estupidez capaz de soliviantar la paciencia de un santo. Al ver el animal herido tendido sobre el suelo, la cara informe y grasienta de la moza se retorció en una ancha sonrisa.
—¿Qué ve usted aquí de gracioso para reírse? —le dije con la misma vehemencia que si fuera una criada mía—. ¿Sabe usted de quién es este perro?
—No, señorita; no tengo idea.
Se detuvo, miró la sangrante herida del animal y de repente, su rostro se iluminó con el resplandor de una revelación y señalando la herida con un guiño de satisfacción exclamó:
—Esto es cosa de Baxter, sí que lo es.
Yo estaba tan desesperada que estuve a punto de estirarle sus orejas.
—¿Baxter? —dije—. ¿Quién es ese bárbaro que se llama Baxter?
La muchacha volvió a sonreír, aún más contenta.
—¡Pero, señorita por Dios, si Baxter es el guarda de la finca, y cuando encuentra perros vagabundos que andan por ahí va y les pega un tiro! Es obligación suya pues es el guarda, señorita. Creo que este perro se morirá. ¿Es aquí donde le ha pegado el tiro, verdad? Ésta es cosa de Baxter, ya lo creo que lo es. Son cosas de Baxter, señorita, y es su obligación.
En aquel momento me indigné tanto que hubiera deseado que Baxter hubiera disparado contra la criada en vez de hacerlo contra el perro. Pero viendo que era imposible esperar que aquella criatura sublimemente obtusa me ayudase a aliviar algo los sufrimientos del pobre animal tendido a nuestros pies le dije que avisase al ama de llaves para que hiciese el favor de venir a mi cuarto. Salió con la misma sonrisa, de oreja a oreja, que exhibía al entrar. Cuando cerraba la puerta oí que decía muy bajo, a sí misma: «Es cosa de Baxter y es obligación de Baxter. No es más que eso».
El ama de llaves, una persona de cierta educación e inteligencia, llegó enseguida trayendo con precaución un poco de leche caliente y agua templada. En el momento de ver al perro en el suelo se detuvo y cambió de color.
—¡Dios me ampare! —exclamó el ama de llaves—. Pero si éste debe ser el perro de la señora Catherick.
—¿De quién? —le pregunté llena de asombro.
—De la señora Catherick. ¿Es que usted conoce a la señora Catherick, señorita Halcombe?
—Personalmente, no; pero he oído hablar de ella. ¿Vive aquí? ¿Sabe algo de su hija?
—No, señorita. Vino precisamente a buscar noticias de ella.
—¿Cuándo?
—Ayer mismo. Parece ser que alguien le dijo que en la vecindad se había visto a una forastera que respondía a las señas de su hija. Pero nosotros no hemos oído nada ni tampoco saben nada en el pueblo, donde envié para que hiciesen indagaciones de parte de la señora Catherick. Seguramente trajo aquí ella al pobre perrito, pues cuando se fue vi que corría a su lado. Supongo que el pobre animal se perdió entre los abetos y le dispararon un tiro. ¿Dónde lo encontró usted, señorita Halcombe?
—En ese viejo cobertizo que está cerca del lago.
—¡Ah, sí, ésta al lado de los abetos! Seguramente el pobre buscó algún sitio donde refugiarse para morir, como hacen los perros. Si consigue mojarle los hocicos con un poco de leche, señorita Halcombe, yo trataré de limpiarle la herida, hay que lavar estos pelos, están llenos de sangre. Me parece que desgraciadamente ya es muy tarde, pero trataremos de hacer lo que podamos.
¡La señora Catherick! Este nombre resonaba en mis oídos como si el ama de llaves no hubiera pronunciado más palabras que éstas. Mientras nos ocupábamos del pobre perro volvieron a mi imaginación las palabras premonitorias de Walter Hartright: «Si algún día Anne Catherick se cruza en su camino, señorita Halcombe, aproveche la oportunidad mejor de lo que supe aprovecharla yo». Por de pronto, el haber hallado el perro de aguas herido me había hecho enterar de la visita de la señora Catherick a Blackwater Park; este acontecimiento, a su vez podía llevarme a otros. Me propuse aprovechar la oportunidad que se me ofrecía para conocer cuanto fuera posible.
—¿Dijo usted que la señora Catherick vive cerca de aquí? —pregunté.
—No, qué va —dijo el ama de llaves—. Vive en Welmingham, justo al otro extremo del condado… Lo menos a veinticinco millas de distancia.
—¿Supongo que conocerá a la señora Catherick desde hace años?
—Al contrario, señorita Halcombe. No la había visto nunca hasta ayer. Por supuesto que había oído hablar mucho de ella, porque me habían contado lo bien que se portó Sir Percival cuidándose de poner en tratamiento médico a su hija. La señora Catherick se porta de forma algo rara, pero tiene un aspecto del todo respetable. Se puso fuera de sí cuando comprobó que no se sabía nada —al menos ninguno de nosotros sabía— de que se había visto aquí a su hija.
—Me interesa bastante la señora Catherick —quise prolongar la conversación todo lo posible—. Me hubiese gustado llegar ayer a tiempo para verla. ¿Estuvo mucho rato aquí?
—Sí —contestó el ama de llaves—. Estuvo bastante tiempo. Y de seguro que hubiera estado más si no me hubiesen avisado para atender a un señor desconocido que preguntaba cuándo llegaría Sir Percival. La señora Catherick se levantó y se fue enseguida cuando oyó a la doncella decirme qué quería aquel señor. Al marcharse me dijo que no era necesario que le hablase a Sir Percival de su visita. Por cierto que me pareció una observación un poco absurda, teniendo en cuenta que yo llevo la responsabilidad de todo.
Yo también pensé que lo era. Sir Percival me había hecho creer en Limmeridge que entre él y la madre de Anne existía una gran confianza. Si así era en realidad, ¿por qué tenía ese empeño en que para él fuese un secreto su visita a Blackwater Park?
—Probablemente —dije, viendo que mi interlocutora esperaba mi opinión sobre aquel deseo de la señora Catherick— se figuraba que su visita recordaría a Sir Percival que su hija no había aparecido y que esto pudiera dolerle. ¿Y habló mucho de ese asunto?
—Muy poco —contestó el ama de llaves—. Habló sobre todo de Sir Percival y me hizo mil preguntas sobre el viaje que había hecho, dónde había estado y cómo era su mujer. Ya le dije que se puso fuera de sí cuando vio que aquí no existía ni rastro de su hija, pero más bien por indignación que por tristeza. «La doy por perdida, señora, la doy por perdida», fueron sus últimas palabras, si mal no recuerdo. Y entonces empezó a hacerme preguntas sobre Lady Glyde, deseando saber si era guapa, si era agradable, si era joven y rica… ¡Dios mío, ya me parecía a mí que no había remedio! Mire usted, señorita Halcombe, el pobre animal ha dejado de sufrir.
El perro estaba muerto. Cuando las palabras «joven y rica» salían de labios del ama de llaves el animal lanzó un débil gemido y se agitó con una última convulsión. Todo había sucedido con una rapidez sobrecogedora, y en el momento nuestras manos tocaban un animal exánime.
Ocho de la noche.
Acabo de cenar, sola, abajo. El sol rojo de poniente anda detrás de los espesos árboles que veo desde mi ventana. Vuelvo a mi diario para aplacar la impaciencia con que espero el regreso de los viajeros. Según mis cálculos, ya debían haber llegado. ¡Qué silenciosa y vacía está la casa envuelta en la quietud somnolienta de la noche! ¡Dios mío! ¿Cuántos minutos faltarán para que oiga las ruedas del coche y baje corriendo las escaleras para encontrarme en los brazos de Laura?
¡Pobre perrito! Desearía que mi primer día en Blackwater Park no estuviera relacionado con la muerte, aunque sólo fuera la de un animal extraviado.
Welmingham… Volviendo un poco hacia atrás en estas páginas veo que Welmingham es el nombre del lugar donde habita la señora Catherick. Aún conservo su breve nota, su respuesta a aquella carta sobre su desdichada hija que Sir Percival me obligó a escribir. Uno de estos días, cuando encuentre una ocasión oportuna, iré a ver a la señora Catherick y llevaré conmigo su carta, que me introducirá ante ella, y tal vez la señora Catherick me dirá algo más en una entrevista personal. No comprendo su empeño en ocultar su visita a Sir Percival, y sobre todo no me siento tan segura como el ama de llaves parece estar de que su hija no está cerca de aquí. ¿Qué hubiera dicho Walter Hartright en estas circunstancias? ¡Pobre querido Hartright! Ya empiezo a echar de menos su disposición a ayudar y sus honrados consejos.
Me parece que he oído algo. ¿Son los criados que se precipitan a la puerta? ¡Sí! Oigo las ruedas de un coche. Oigo piafar los caballos. ¡Fuera mi diario, mi pluma, mi tinta! Los viajeros han regresado. ¡Mi querida Laura está por fin en casa de nuevo!
Día 15 de junio.
La confusión causada por su llegada ha tardado en apaciguarse. Han pasado dos días desde que regresaron los viajeros y este tiempo ha bastado para dar un nuevo ritmo a nuestra vida en Blackwater Park. Quisiera volver a mi Diario para intentar seguir contando todo lo que suceda con la misma continuidad.
Me parece que tengo que empezar por una singular observación que me ha venido a la mente al reunirme de nuevo con Laura.
Cuando dos miembros de una familia o dos amigos íntimos se separan, uno de ellos para irse de viaje y el otro para quedarse en casa, cuando vuelve el que estuvo viajando su primer encuentro siempre parece dejar en situación de penosa inferioridad al que se ha quedado en casa. Al chocar de repente nuevas ideas y costumbres adquiridas ansiosamente por el primero con las antiguas costumbres e ideas pasivamente mantenidas por el otro, al principio parece que entre los familiares más unidos y los amigos más íntimos se establece una separación entre los dos de forma que de repente ambos se sienten extraños inesperada e inevitablemente. Después de los primeros momentos de felicidad que sentí al abrazar a Laura, cuando ambas nos sentamos, cogidas de la mano, con el fin de recobrar el aliento y la serenidad para poder hablar, experimenté instantáneamente aquella sensación de extrañeza y me di cuenta de que ella también la tenía. Ahora en parte ya ha desaparecido, al volver poco a poco las dos a nuestras viejas costumbres y es probable que pronto desaparezca del todo. Pero lo cierto es que ha influido en la primera impresión que ella me dio, ahora que hemos vuelto a vivir bajo el mismo techo, y por esta causa me ha parecido conveniente mencionarlo en este lugar.
Laura me ha encontrado como siempre, pero yo la encuentro cambiada. Ha cambiado físicamente, y en cierto modo ha cambiado también su modo de ser. No puedo afirmar que esté menos guapa de lo que era, sólo diré que a mí me parece menos guapa. Los demás, los que no la vean ni con mis ojos ni bajo la sombra de los recuerdos que guardo de ella, es posible que la encuentren embellecida. Su rostro tiene mejores colores, sus rasgos son más firmes, han adquirido redondez; su figura está más definida y sus movimientos son más seguros y graciosos de lo que eran antes de su boda. Pero cuando la contemplo echo algo de menos en su persona, algo que antes poseía Laura Fairlie, la niña feliz y despreocupada y que ahora no encuentro en Lady Glyde. Antes existía en su rostro una viveza, una dulzura, una ternura continuamente variable pero presente constantemente, un encanto que no puede explicarse con palabras ni trasladarse a los lienzos, como solía repetir el pobre Hartright. Y ésta ha desaparecido. Me pareció que por unos segundos surgió un débil reflejo de esa belleza la noche de su regreso cuando, al verme de nuevo, la emoción la hizo palidecer; pero jamás ha vuelto a aparecer. Ninguna de sus cartas me había preparado para pensar en este cambio de su persona. Al contrario, me habían hecho pensar que el matrimonio no la había alterado casi, al menos en apariencia. ¿Será que antes leí mal sus cartas y ahora leía mal en su fisonomía? ¡No importa! Si su belleza ha aumentado o ha disminuido en estos últimos seis meses, nuestra separación la ha vuelto para mí más querida y más amada que nunca, y ésta es una consecuencia agradable de su boda, ¡ésta al menos!
El otro cambio, el que he observado en su carácter, no me ha sorprendido porque ya estaba preparada para ello por el tono de sus cartas. Ahora que de nuevo está en su casa encuentro que muestra el mismo empeño por no entrar en detalles de su vida de casada cuando habla conmigo, como lo demostró en sus cartas durante el tiempo en que sólo pudimos comunicarnos por escrito. Al primer intento que hice de tratar este tema prohibido me puso una mano sobre los labios, con un gesto y una mirada que me hicieron recordar conmovedoramente los días de antes y los tiempos felices en los que no había secretos entre nosotras dos.
—Aunque estemos juntas, Marian —dijo—, las dos estaremos más contentas y seremos más felices si aceptamos mi vida de casada, sea lo que sea, y si hablamos de ella lo menos posible. Te lo diría todo de mí misma, querida —continuó, atando y desatando nerviosamente el lazo de mi cinturón—, si mis confidencias pudiesen limitarse a eso. Pero no sería así. Me vería obligada a hacerte confidencias relacionadas con mi marido, y ahora que estoy casada, creo que por bien suyo, por bien tuyo, por el mío y por el de todos, tengo que evitar hacerlo. No es que diga que ello te atormentaría o me entristezca. No quisiera por nada del mundo que lo pensases. Pero es que quiero ser feliz, feliz del todo ahora que te tengo de nuevo, y quiero que también lo seas tú…
Se interrumpió bruscamente, mirando a su alrededor en la habitación, en mi salón, donde nos hallábamos entonces.
—¡Ah! —gritó, juntando sus manos con una alegre sonrisa de reconocimiento—. ¡Otro viejo amigo que he recuperado! Tu estantería de libros, Marian; tu estantería de madera de áloe, tan vieja, tan usada, tan pequeña y tan simpática. ¡Cuánto me alegro de que la hayas traído de Limmeridge, y también ese horrible paraguas de hombre, tan pesado y tan enorme que podías pasear aunque estuviera lloviendo! Y ante todo y sobre todo, tú misma, tu querido rostro moreno, inteligente, que me mira como antes. Me parece que aquí estoy otra vez en casa. ¿Qué más podríamos hacer para encontrarnos aún más en ella? Voy a colocar el retrato de mi padre en tu cuarto en vez de tenerlo en el mío, y a traer todos mis tesoros de Limmeridge, y todos los días me pasaré horas y horas contigo, entre estas cuatro paredes amigas. ¡Marian! —dijo de repente, sentándose en un escabel a mis pies y mirándome fijamente a los ojos—. ¡Prométeme que nunca te casarás y que estarás siempre conmigo! Parece egoísta decirte esto pero te aseguro que estás mucho mejor sola y soltera…, a menos… a menos que estés muy enamorada de tu marido. Pero no vas a querer a nadie más que a mí…, ¿verdad?
Otra vez se calló de repente, escondió su rostro entre mis manos, que ella había cruzado sobre mi regazo.
—¿Has escrito muchas cartas en estos meses y has recibido también muchas? —me preguntó con voz baja y súbitamente alterada.
Comprendí el significado de aquella pregunta, pero creí mi deber no facilitarle el camino.
—¿Sabes algo de él? —continuó, obligándome a que le perdonara esta súplica que se aventuraba a formular directamente, besándome las manos mientras seguía ocultando en ellas su rostro.
—¿Está bien, es feliz, sigue trabajando en su profesión? ¿Se ha recobrado o me ha olvidado?
No debió haberme hecho estas preguntas. Debió haber recordado la promesa que se hizo a sí misma la mañana en que Sir Percival la obligó a mantener su compromiso nupcial y me entregó, para siempre, el álbum de dibujos de Hartright. Pero ¡ay Dios mío!, ¿quién es el ser humano tan cabal que pueda perseverar en un buen propósito sin errar o volver a tropezar? ¿Quién es la mujer que ha logrado arrancar de raíz en su alma la imagen adorada que el amor más puro grabó una vez en ella? Los libros nos dicen que esas criaturas sobrenaturales han existido, pero ¿qué responde a esas afirmaciones de los libros nuestras propias experiencias?
No intenté siquiera discutírselo, quizá porque apreciaba sinceramente su temerario candor, que me descubría lo que otras mujeres en su situación hubieran ocultado aun a su más íntima amiga… Quizá porque mirando el fondo de mi propio corazón comprendía que yo en su lugar hubiese preguntado lo mismo y hubiese sentido como ella. Todo lo que honradamente podía hacer e hice fue contestarle que ni le había escrito ni sabía nada de su vida en esta última temporada, y luego dirigir la conversación hacia otros temas menos peligrosos.
Esta primera entrevista confidencial que tuvimos después de su vuelta me hizo sentirme triste por muchas razones: el cambio que su matrimonio supuso para nuestras relaciones, pues por primera vez en nuestras vidas existía entre nosotras un tema prohibido, y la convicción desoladora de que todo sentimiento cálido, toda confianza cordial, estaban ausentes en sus relaciones con su marido, una convicción dada a su pesar por sus propias palabras; el penoso descubrimiento de que la influencia de aquel malhadado amor (no importa que fuese inocente e inofensivo) seguía arraigado en su corazón. Todas éstas son revelaciones que entristecerían a cualquier otra mujer que la adorase tanto como yo y que sintiese sus penas con tanta intensidad como yo lo hacía.
Tan sólo me queda un consuelo…, un consuelo que puede aliviarme de estas penas, y que en efecto me las alivia. Todo el atractivo y encanto de su carácter, la sincera ternura de su corazón, la gracia dulce, sencilla y femenina que la hacía ser querida y admirada de cuantos la rodeaban, todo eso de nuevo está conmigo desde que ha vuelto. A veces me inclino a dudar un poco de las otras impresiones, pero de esta última, la mejor y más feliz de todas ellas, cada hora del día estoy más segura.
Pero ahora voy a ocuparme de sus compañeros de viaje. Ante todo debo dedicar mi atención a su marido. ¿Qué he observado en Sir Percival desde su vuelta que pueda hacer más favorable la opinión que tengo sobre él?
Es difícil decir algo. Parece que desde que ha llegado no ha tenido más que preocupaciones y contrariedades, y aunque sean poco importantes no hay hombre que en semejantes circunstancias conserve su atractivo. Creo que ha adelgazado desde que se marchó de Inglaterra. Luce extenuado y su constante intranquilidad ha aumentado notablemente. Su comportamiento, al menos su comportamiento conmigo, es mucho más negligente de lo que era antes. La noche que llegaron me saludó con menos cortesía y urbanidad, por no decir con ninguna, de la que solía usar en otros tiempos, —nada de amables palabras de saludo, ninguna señal de que nuestro encuentro le causara una especial alegría—, sólo un breve apretón de manos y una respuesta seca:
—Cómo está, señorita Halcombe; me alegro de volver a verla.
Daba la impresión de que me aceptaba como uno de los atributos inevitables de Blackwater, que estaba contento de encontrarme colocada en su sitio, para luego pasar a otras cosas.
La mayor parte de los hombres revelan en su propio hogar lo que mantienen oculto en otras partes, y Sir Percival ha resultado ser un maníaco del orden y de hábitos invariables, lo cual para mí es una verdadera revelación con respecto a lo que conocía antes de su carácter. Si cojo un libro de la librería y lo dejo sobre la mesa, me sigue y vuelve a colocarlo en su lugar; si me levanto de una silla y la dejo en el lugar en que me había sentado, él se levanta y con mucho cuidado la devuelve a su sitio junto a la pared. Recoge de la alfombra hojas de los ramos de flores y gruñe y se indigna por lo bajo, como si se tratasen de brasas que pudieran agujerearla; si ve una arruga en un mantel o falta un cuchillo riñe a los criados como si le hubieran insultado personalmente.
He aludido a las pequeñas contrariedades que parece haber encontrado a su retorno. Una gran parte del cambio que he observado en él se debe, tal vez, a dichas contrariedades. Trato de persuadirme a mí misma de ello para que no me resulte descorazonador pensar en el porvenir. Desde luego que para un hombre es duro encontrarse con un disgusto en el instante en que pone los pies en su casa después de una larga ausencia; y, en efecto, a Sir Percival le ocurrió este desagradable percance, y yo misma lo presencié.
La noche de su llegada el ama de llaves me siguió al vestíbulo para recibir a su señor y a sus huéspedes. En cuanto la vio, Sir Percival quiso saber si alguien había preguntado por él últimamente. El ama de llaves le contó lo que ya me había dicho a mí: que un señor desconocido había venido a informarse sobre la fecha del regreso del señor. Le preguntó enseguida el nombre del desconocido. No había querido dejar su nombre. ¿Qué negocios le habían llevado allí? No había dicho una palabra de negocios. ¿Cómo era aquel señor? El ama de llaves trató de describírselo, pero no consiguió mencionar ninguna particularidad en la figura o en el aspecto del desconocido mediante la cual su señor pudiera identificarlo. Sir Percival frunció el ceño, dio un golpe con el pie en el suelo, furioso, y entró en la casa sin hacer caso a ninguno de los presentes. Por qué le habrá afectado tanto una tontería, lo ignoro; pero lo cierto es que le afectó mucho, no cabía duda.
En conjunto, tal vez sea mejor si me abstengo de formar una opinión definitiva sobre su conducta, sobre sus modales y lenguaje dentro de su propia casa, hasta que el tiempo le permita olvidar los disgustos, sea cual sea su significado, que ahora evidentemente atormentan en secreto su espíritu. Abriré una página nueva y mi pluma dejará de momento en paz al marido de Laura.
Los dos huéspedes, el conde y la condesa Fosco, son a los que les llega ahora el turno en mi diario. Voy a ocuparme antes de la condesa para hablar de ella lo más brevemente posible.
Laura no había exagerado al escribirme que no iba a reconocer a su tía cuando la viese de nuevo. Jamás he comprobado en ninguna mujer que el matrimonio la hubiera transformado tanto como en el caso de la condesa Fosco.
Cuando la conocí, como Eleonor Fairlie y con treinta y siete años, no dejaba de decir pretenciosos disparates y mortificaba constantemente a los infortunados hombres con todos los caprichos que una mujer vanidosa y tonta puede imponer al indulgente sexo masculino. Como madame Fosco, con cuarenta y tres años de edad, es capaz de permanecer sentada horas y horas sin decir una palabra en un extraño estado de ensimismamiento. Los repugnantes y ridículos tirabuzones que antes le caían a cada lado de la cara han sido reemplazados por unos ricitos cortos y recogidos, de los que suelen verse en las pelucas pasadas de moda. Cubre su cabeza con una sencilla cofia que le hace parecer, por primera vez en su vida, una mujer decente. Nadie puede ver ahora (exceptuando, por supuesto a su marido) lo que antes mostraba a cualquiera. Me refiero a la estructura del esqueleto femenino en su parte superior, que incluye clavículas y omóplatos. Ahora se viste con modestos trajes negros y grises que le tapan el cuello; trajes de los que se hubiera reído o hubiera abominado, según el humor del momento, cuando era soltera; se sienta callada en un rincón y sus manos blancas (tan secas que hasta los poros de su piel parecen de cal) trabajan incesantemente, bien en algún bordado interminable, bien en hacer más y más cigarrillos para el consumo particular del conde. En las pocas ocasiones en que sus fríos ojos azules dejan de fijarse en su trabajo, contempla a su marido con esta mirada de interrogación muda y sumisa que todos conocemos en los ojos de perros fieles. El único indicio de calor interior que he podido descubrir tras su reserva glacial se manifiesta alguna que otra vez en forma de unos reprimidos celos de tigresa que le inspira cualquier mujer (las criadas incluidas) a la que hable o mire el conde con algo parecido a un especial interés o atención. Excepto este detalle, se pasa el día entero (dentro o fuera de casa, con tiempo hermoso o frío) tan fría como una estatua y tan impenetrable como la piedra de que está tallada. Respecto a los efectos sociales es indudable que este cambio ha sido muy beneficioso para los que la rodean, puesto que se ha transformado en una mujer correcta, silenciosa y apacible, que no molesta nunca a los demás. Lo que haya podido cambiar realmente en su interior, es ya otra cuestión. Una o dos veces he visto cambios muy bruscos en la expresión de sus labios fruncidos, o he observado inflexiones tan alteradas en el sonido de su sosegada voz que me hicieron sospechar que ese estado de constante represión puede ocultar algo peligroso de su ser, que con la libertad de su vida anterior se evaporaba de una manera inofensiva. Es muy posible que me equivoque al sostener esta idea. Sin embargo, mi impresión personal es que estoy en lo cierto. El tiempo dirá lo que sea.
¿Y el mago que ha llevado a cabo esta transformación milagrosa, el marido extranjero que ha domado a esta mujer inglesa, antes tan voluntariosa, hasta el punto de que ni sus propios familiares la reconocen…, el propio conde Fosco? ¿Quién es el conde?
Diré sólo dos palabras; tiene el aspecto de poder domar a cualquiera. Si en lugar de haberse casado con una mujer se hubiese casado con una tigresa, de igual forma la hubiera domado. Si se hubiera casado conmigo, yo le hubiera hecho los cigarrillos lo mismo que se los hace su mujer, y me hubiera callado ante su mirada, lo mismo que ella.
Casi me asusta confesarlo, aunque sea en estas páginas secretas. Este hombre me interesa, me atrae y me hace sentir que me gusta. Solamente en dos días ha conseguido que le mire con buenos ojos, y no soy capaz de explicar cómo se ha obrado este milagro.
¡Lo que me deja de verdad asombrada es cómo se ha quedado grabado en mi mente para que le recuerde con la misma facilidad que si le estuviera viendo! ¡Cuánto más fácilmente puedo evocarle a él que a Sir Percival, o al señor Fairlie, o a Walter Hartright, o a cualquier otra persona cuando no la veo, con la única excepción de Laura! Puedo escuchar su voz como si estuviera hablando a mi lado; puedo recordar lo que dijo ayer con la misma exactitud que si me lo estuviera diciendo ahora. ¿Cómo podría describirle? Hay particularidades de su aspecto, de sus costumbres, de sus gustos, de los que me hubiese burlado en los términos más sangrantes y hubiera ridiculizado sin piedad en otro hombre. ¿Qué es lo que sucede para que no me sea posible ridiculizarlas en él, ni burlarme siquiera?
Por ejemplo, es inmensamente gordo. Hasta ahora yo tenía una aversión especial hacia todas las personas corpulentas. He sido siempre opuesta a esa creencia popular de que la gordura en exceso de las gentes está en relación directa con el buen humor también en exceso, lo cual equivale a decir que no engordan más que personas agradables, o que el aumento casual de unas cuantas libras de carne ejerce una influencia marcadamente favorable sobre el natural de la persona en cuyo cuerpo se han acumulado. He combatido invariablemente estas dos creencias tan absurdas, recopilando ejemplos de gordos que fueron tan crueles, mezquinos y viciosos como los más delgados y malvados de sus prójimos. Yo preguntaba si Enrique VIII tenía un carácter agradable, si el Papa Alejandro VI era un hombre bueno, si los asesinos señor y señora Manning no eran ambos dos personas extraordinariamente robustas, si las nodrizas, estas mujeres de proverbial crueldad, incomparable con todo lo que se ha conocido en Inglaterra, no eran en su mayor parte tan gordas como muy poco se ha conocido en Inglaterra… Seguiría tiempo y tiempo citando docenas de ejemplos, antiguos y modernos, de compatriotas y extranjeros, de opulentos y de humildes. Poseyendo todas estas demostraciones tan definitivas, y con toda la convicción que tengo sobre lo que afirmo, confieso, sin embargo, que siendo el conde Fosco tan gordo como podría serlo Enrique VIII, sin estorbo ni obstáculo de su odiosa corpulencia, y en estos pocos días, ha logrado ganarse todas mis simpatías. ¡Es realmente extraordinario!
¿Quizá esto se deba a su rostro?
Se parece mucho, de una manera extraordinaria, a Napoleón el Grande. Sus facciones poseen la misma espléndida corrección de líneas, y su expresión evoca la majestuosa serenidad, la potencia inamovible del rostro del Gran Soldado. Es cierto que este parecido sorprendente me chocó desde el principio, pero aún hay algo que me ha causado una impresión más fuerte. Creo que este influjo, cuyo origen quiero encontrar, proviene de sus ojos. Son los ojos grises más insondables que jamás he visto, y en ocasiones tienen un brillo frío, claro, bello e irresistible, que me obliga a mirarle y me hace experimentar sensaciones que no desearía sentir. Otras partes de su rostro y de su cabeza tienen también sus particularidades extrañas. Por ejemplo su cutis es de una palidez singularmente amarillenta, tan poco adecuada con el color castaño oscuro de su cabello que sospecho que usa peluca y su rostro, afeitado por completo, es más suave y está más libre de arrugas y de marcas en la piel que el mío, a pesar de que el conde (según lo que ha contado de él Sir Percival) está frisando con los sesenta años. Mas no son éstas las especiales características personales que le distinguen, a mi parecer, de todos los demás hombres que he conocido. La señal más peculiar que le hace único entre los demás mortales, está sobre todo y ante todo y hasta donde puedo afirmar por ahora, en la expresión y en la fuerza extraordinaria de sus ojos.
Sus modales y el dominio absoluto que posee de nuestro idioma han contribuido hasta cierto punto a que gane mi aprecio. Escucha a una mujer con una deferencia sosegada, con una mirada llena de un interés plácido y vivo. Le habla con una voz que trasluce una gran delicadeza interior, y ello, hay que decirlo, resulta irresistible para cualquiera de nosotras. Por supuesto que su insólito dominio de la lengua inglesa le ayuda mucho. He oído con frecuencia que los italianos poseen una facilidad asombrosa para dominar nuestro idioma nórdico, duro y seco. Pero hasta que he conocido al conde Fosco no podía sospechar que un extranjero llegase a hablar inglés como lo hace él. Hay ocasiones en las cuales es difícil apreciar y distinguir si el que habla es o no un auténtico inglés, pues su acento y su fluidez son tales que hay poquísimos compatriotas nuestros que puedan hablar evitando tan bien pausas y redundancias como el conde. Puede ser que construya las frases de un modo más o menos extranjero pero jamás le he escuchado una expresión incorrecta ni he observado que dude un momento en la elección de la palabra justa.
Los rasgos más insignificantes de este hombre extraño tienen algo que impresiona por su originalidad y que le dejan a uno perplejo por lo contradictorios que resultan entre sí. Con lo gordo y viejo que es, sus movimientos son asombrosamente ligeros y elegantes. En un salón, es tan silencioso como cualquier mujer. Y aún hay más: a pesar de su aspecto, que demuestra una inequívoca fuerza espiritual, es tan nervioso y sensible como la más débil de nosotras. Se estremece al menor ruido inesperado, tanto como la misma Laura. Ayer tarde tembló de horror y de pena al ver que Sir Percival golpeó a uno de sus perros de aguas, tanto que sentí vergüenza de mi poca ternura y sensibilidad en comparación con las del conde.
Por cierto que este incidente me hace pensar en una de sus peculiaridades más curiosas sobre la que aún no he hablado: su extraordinaria ternura con los animales.
Ha dejado algunos en el continente, pero ha traído consigo a esta casa una cacatúa, dos canarios y una familia de ratones blancos. Él mismo se ocupa en atender las necesidades de esos extraños favoritos a los que ha enseñado a quererle y conocerle. La cacatúa, que es un pájaro traidor y malvado con todo el mundo, parece adorar a su amo. Cuando saca el pájaro de la jaula, éste salta sobre sus rodillas, trepa como puede por su cuerpo enorme, hacia arriba, y frota su tupé contra la cetrina doble barbilla con ternura casi inconcebible. No necesita más que abrir la jaula de los canarios y llamarlos, para que estos deliciosos cantores magistralmente enseñados vuelen hasta sus manos, sin temor alguno, se posen sobre sus gordos dedos y salten de uno a otro, cuando él les manda que suban escaleras, y canten todos juntos al llegar al dedo más alto hasta casi desgañitarse de placer. Sus ratones blancos viven en una especie de pagoda dibujada y construida por él, con alambres pintados de alegres colores. Están casi tan domesticados como los canarios, y constantemente salen de su guarida como aquéllos. Suben a su amo, corretean por su chaleco y se sientan por parejas, como bolitas de nieve, sobre sus potentes hombros. Parece que los ratones le encantan más que los demás animales; les sonríe, los besa y los llama con nombres cariñosos. Si fuera posible concebir a un inglés propenso a estos gustos y diversiones tan infantiles es absolutamente seguro que se avergonzaría de exteriorizarlos, y delante de otros adultos buscaría excusas a sus debilidades. Pero el conde, por lo que parece, no ve nada ridículo en el asombroso contraste entre su colosal tamaño y sus diminutos y frágiles favoritos. Es capaz de besar a sus ratones blancos y cantar a sus canarios en una reunión de cazadores de zorros, y de seguro que si éstos se rieran a carcajadas viéndolo, los compadecería como a unos pobres bárbaros.
Apenas puede creerse, ni casi yo misma lo creo mientras lo escribo, aunque es absolutamente cierto, que este hombre que mima a su cacatúa con la ternura de una solterona y que juega con sus ratones blancos compitiendo en agilidad con un niño organista, pueda hablar, si ocurre algo que lo incite a hacerlo, con tal audacia de pensamiento, con tal cantidad de lecturas en todos los idiomas y con tal experiencia de la mejor sociedad, que le es familiar en la mitad de las capitales de Europa, que ello le situaría en un lugar privilegiado en cualquier reunión del mundo civilizado. Pues este maestro de canarios, y un arquitecto de pagodas para ratones blancos es (el mismo Sir Percival me lo ha dicho) uno de los químicos experimentales más famosos en la actualidad, y ha descubierto, entre otras maravillas, un medio de petrificar los cadáveres y de conservarlos duros como el mármol hasta el final de los siglos. Este hombre gordo, indolente y viejo, cuyos nervios están tan tensos que al menor ruido extraño se sobresalta, que tiembla cuando pegan a un perro, a la mañana siguiente después de su llegada entró en las perreras y puso su mano sobre la cabeza de un sabueso encadenado tan fiero que el mismo lacayo que le trae comida se mantiene fuera de su alcance. La condesa y yo estábamos presentes y nunca olvidaré la escena siguiente, aunque fue muy breve.
—Señor, tenga cuidado con el perro —dijo el lacayo—; se echa encima de cualquiera.
—Amigo mío, se echa encima de los que le temen —contestó el conde con la mayor tranquilidad—. Vamos a ver qué hace conmigo.
Y como la cosa más natural del mundo, puso sus dedos amarillos y regordetes, por los que diez minutos antes habían trepado los canarios, sobre la cabeza de la formidable bestia y la miró fijamente a los ojos.
—Todos los perros grandes sois unos cobardes —le dijo con desprecio, acercando mucho su rostro a la cabeza del animal. Serías capaz de huir de un indefenso gato, endemoniado cobarde. Todo aquél a quien cojas desprevenido, todo aquel que tenga miedo de tu inmenso cuerpo, de tus afilados dientes blancos y de tu bocaza babosa, sedienta de sangre, será la víctima de tu ferocidad. Ahora mismo podrías estrangularme si quisieras, miserable fanfarrón, y ni siquiera te atreves a mirarme, porque sabes que no te temo. ¿Quieres pensarlo mejor y probar a meter tus dientes en mi cuello tan gordo? ¡Cá! No eres capaz.
Se volvió, riéndose del estupor de los palafreneros, y el animal, cabizbajo, retrocedió hacia la perrera.
—¡Vaya por Dios!, mi chaleco blanco tan impecable —dijo, desconsolado. Cuánto lamento haber venido aquí. Este animal me ha ensuciado el chaleco con sus babas.
Estas palabras expresan otra de sus incomprensibles rarezas. Tiene la misma debilidad por la buena ropa que el necio más presumido; y en los dos días que lleva en Blackwater Park ha aparecido con cuatro distintos y lujosos chalecos, todos ellos de colores claros y llamativos e inmensamente amplios, aun para él.
Su tacto y clarividencia en las cosas de poca importancia es algo tan notable en él como las singulares contradicciones de su carácter y las infantiles trivialidades de sus gustos y entretenimientos en general.
Ya he observado que desea vivir en perfecta armonía con todos nosotros durante su permanencia en esta casa. Es evidente que se ha dado cuenta de que él no le resulta grato a Laura (ella misma me lo ha confesado, obligada por mis preguntas), pero también ha descubierto que es una amante de las flores. Y en cuanto manifiesta deseos de un ramillete, tiene uno para ofrecerle, recogido y compuesto por él mismo, y lo que me hace más gracia es que en el mismo momento obsequia con otro ramo compuesto exactamente de las mismas flores y ordenado de la misma manera a su celosísima esposa, antes de que ésta pueda sentirse agraviada. Es digno de verse cómo trata a la condesa (en público). Se inclina ante ella, habitualmente la llama «mi ángel», lleva a los canarios sentados en sus dedos, a su lado y hace que canten para ella, le besa la mano cuando ella le entrega sus cigarrillos y, a cambio de ello, la obsequia con dulces y confites de una caja que lleva en su bolsillo y se los pone en la boca. La vara férrea con que la gobierna no aparece jamás en público, pues es una vara privada, que nunca sale de sus habitaciones.
Conmigo emplea un medio muy diferente para congraciarse. Halaga su vanidad hablándome con la seriedad y la sensatez con que hablaría a un hombre. ¡Sí! Me doy cuenta de ello cuando está ausente; sé que está halagando mi vanidad, lo sé cuando estoy en mi habitación; sin embargo, cuando baje para encontrarme de nuevo en su compañía, ¡él volverá a cegarme y volveré a dejarme halagar como si no me hubiera dado cuenta de nada! Me puede manejar igual que a su mujer y a Laura, que al sabueso del corral y al mismo Sir Percival, a todas horas del día.
«Mi buen Percival, cómo me gusta ese carácter inglés tan brusco y sincero…». «Querido Percival, cómo admiro esa solidez de criterio en ustedes los ingleses». Así detiene tranquilamente las observaciones e ironías más rudas de Sir Percival cuando éste se burla de sus gustos y diversiones afeminados, llamando al barón por su nombre de pila; sonriéndole con aire de superioridad, dándole golpecitos en la espalda y tratándolo con la misma benevolencia que demostraría un padre ante un hijo díscolo.
El interés que no puedo menos de sentir por ese hombre original y extraño me ha llevado a preguntar a Sir Percival detalles de su vida pasada.
Sir Percival sabe muy poco de él, o no me quiere contar más. El conde y él se encontraron por primera vez en Roma, hace años, en las dramáticas circunstancias a que he aludido en otro lugar de este Diario. Desde entonces han estado constantemente juntos en Londres, en París y en Viena, pero nunca han vuelto a verse en Italia, pues el conde, y esto es bastante raro, no ha vuelto a cruzar la frontera de su patria desde hace muchos años. ¿Será quizá víctima de alguna persecución política? Sea lo que fuere, él parece tener un interés patriótico por no perder de vista a ninguno de sus conciudadanos que se hallan en Inglaterra. La noche que llegaron preguntó a qué distancia estábamos de la ciudad más próxima y si conocíamos a algún señor italiano que estuviera establecido allí. Lo cierto es que mantiene correspondencia con gente del continente, porque las cartas que recibe traen sellos a cuál más raro de todas partes imaginables, y esta mañana vi una que habían puesto al lado de su sitio en la mesa cuando íbamos a desayunar, que tenía un gran membrete que parece oficial. ¿Tal vez mantiene correspondencia con su gobierno? Pero esto no concuerda con mi primera idea de que puede ser un exiliado político.
¡Cuánto he escrito sobre el conde Fosco! Como diría el pobre señor Gilmore en su estilo impenetrable de hombre de negocios, ¿y todo ello a qué conduce? Sólo quiero repetir que siento, aunque lo conozco desde tan breve tiempo, una extraña atracción por el conde, mitad voluntaria, mitad a mi pesar. Parece haber extendido sobre mí la misma influencia que evidentemente ya ejerce en Sir Percival. Por muy despreocupado, e incluso rudo, que éste sea en algunas ocasiones con su gordo amigo, tiene miedo de ofender seriamente al conde. ¿Será que lo temo yo también? Lo cierto es que jamás conocí a hombre alguno en mi vida que me hiciera temer tanto que se convirtiese en mi enemigo. ¿Es por que me gusta o porque le tengo miedo? Chi sa…, como diría el conde Fosco en su propio idioma. ¿Quién sabe?
Día 16 de junio.
Hay algo que hoy puedo comentar además de mis propias ideas e impresiones. Ha llegado un visitante desconocido por completo para Laura y para mí y aparentemente, completamente inesperado para Sir Percival.
Estábamos todos almorzando en un salón con ventanas francesas que da a la galería, y el conde (que engulle pasteles como jamás he visto a ningún otro ser humano, salvo las alumnas internas) nos estaba haciendo reír, al pedir con toda seriedad su cuarta tarta, cuando entró un criado anunciando al visitante:
—Sir Percival, el señor Merriman acaba de llegar y desea verle inmediatamente.
Sir Percival se estremeció al tiempo que miraba al criado con una expresión de alarma y de enojo.
—¿El señor Merriman? —repitió, como si desconfiara de sus oídos.
—Sí, señor, el señor Merriman, de Londres.
—¿Dónde está?
—En la biblioteca, Sir Percival.
En cuanto oyó la respuesta Sir Percival se levantó bruscamente y sin decir palabra se precipitó fuera de la estancia.
—¿Quién es el señor Merriman? —preguntó Laura dirigiéndose a mí.
—No tengo la menor idea —fue todo lo que pude contestarle.
El conde había terminado su cuarta tarta y se había dirigido a una mesa lateral para contemplar a su maligna cacatúa. Se volvió hacia nosotras, con el pájaro encaramado en su hombro.
—El señor Merriman es el procurador de Sir Percival —dijo plácidamente.
El procurador de Sir Percival. Ésta era una respuesta directa a la pregunta de Laura y sin embargo, en tales circunstancias no nos satisfacía. Si el señor Merriman hubiera sido hecho venir expresamente por su cliente no tendría nada de extraño que hubiera salido de la ciudad obedeciendo a sus órdenes. Pero cuando un abogado hace un viaje desde Londres hasta Hampshire, sin que nadie le haya enviado a buscar, y cuando su llegada a la casa de un caballero hace estremecer a éste, hay que dar por sentado que el visitante es portador de noticias muy graves e inesperadas; noticias que pueden ser buenas o malas, pero en cualquier caso no pueden ser insignificantes como las que se reciben todos los días.
Laura y yo seguimos sentadas a la mesa silenciosamente un cuarto de hora o más, preguntándonos con inquietud qué habría sucedido y esperando que Sir Percival volviera pronto. Pero él tardaba en regresar y nos levantamos de la mesa para salir del salón.
El conde, tan atento como siempre, se acercó a nosotras, desde el rincón en que había estado dando de comer a la cacatúa, y con el pájaro en su hombro nos abrió la puerta. Laura y la condesa Fosco salieron las primeras. Cuando me disponía a seguirlas, me hizo una seña con la mano y me habló de la manera más extraña antes de que yo atravesase el umbral.
—Sí —dijo, contestando tranquilamente a la idea que yo tenía entonces clavada en mi mente, como si se la hubiese confiado expresándola con palabras—. Sí, señorita Halcombe, ha sucedido algo.
Estuve a puntó de contestar: «Yo no le he preguntado nada», pero la maligna cacatúa agitó sus recortadas alas y profirió un chillido que me dejó con los nervios a flor de piel, así que lo único en que pensé fue en dejar la habitación.
Me reuní con Laura al pie de la escalera. Sus pensamientos eran los mismos que los míos, los que el conde Fosco había sorprendido, y cuando me habló sus palabras parecían el eco de las del conde. Ella también me confió en secreto el miedo que tenía de que hubiese sucedido algo.
Antes de acostarme tengo que añadir algunas líneas a lo que he anotado hoy.
Unas dos horas después de que Sir Percival hubiera abandonado la mesa para recibir a su procurador, el señor Merriman, salí de mi cuarto para dar un paseo a solas por los pinares. Cuando estaba en el rellano de la escalera, se abrió la puerta de la biblioteca y los dos señores salieron de ella. Creyendo que podía molestarles si aparecía en aquel momento decidí esperar a bajar a que hubiesen cruzado la entrada. Aunque hablaban en voz baja, las palabras que pronunciaron llegaron con toda claridad a mis oídos.
—Tranquilícese, Sir Percival —oí decir al abogado—. Todo depende de Lady Glyde.
Ya iba a regresar a mi cuarto, pero al escuchar de labios de un extraño el nombre de Laura me detuve instantáneamente. Está muy mal y es muy incorrecto escuchar pero ¿qué mujer, entre todas las que existen, es capaz de regular sus acciones por las estrictas ordenanzas del honor, cuando éstas le señalan un camino, y sus sentimientos y los intereses que aquellas alimentan le señalan otro?
Escuché, pues, y hubiera escuchado lo mismo cuantas veces me hallara en idénticas circunstancias, incluso con la oreja pegada a la cerradura si no pudiese hacerlo de otra forma.
—¿Comprende usted bien, Sir Percival? —continuó el abogado—. Lady Glyde tiene que firmar en presencia de uno o dos testigos si quiere usted exagerar las precauciones, y luego tiene que poner su dedo sobre la Biblia y decir: «Otorgo y firmo por mi propia voluntad». Si esto se consigue, en una semana queda todo perfectamente solucionado y no tenemos por qué preocuparnos. Si no pudiera…
—¿Qué quiere usted decir con «si no pudiera»? —preguntó Sir Percival con enfado—. Si hay que hacerlo se hará. Se lo prometo, Merriman.
—Exacto, Sir Percival, exacto; pero en todas las transacciones existen dos alternativas, y a los abogados nos gusta considerarlas a ambas, una frente a la otra. Si a pesar de todo y por alguna circunstancia especial no se pudiera llegar a un acuerdo, espero que conseguiré que los otros acepten letras a noventa días. Pero el modo de conseguir el dinero cuando venzan las letras…
—¡Al demonio con las letras! El dinero ha de conseguirse de una sola manera, y yo le aseguro que así se conseguirá. Antes de irse tome un vaso de vino, Merriman.
—Muy agradecido Sir Percival, pero no puedo perder un instante si he de alcanzar el tren. ¿Me dará noticias cuando quede el asunto resuelto? No olvide que tiene que obrar con cautela…
—Por supuesto que no lo olvidaré. Ya tiene usted el tílburi esperándole a la puerta. Mi lacayo le conducirá en un santiamén a la estación. ¡Benjamín, corre todo lo que puedas! Sube, rápido. Si el señor Merriman pierde el tren, tú pierdes el puesto. Agárrese bien, Merriman, y si vuelca cuente con que el diablo protegerá lo que es suyo.
Con esta bendición final el barón dio media vuelta y se dirigió hacia la biblioteca.
No había oído mucho, pero lo poco que llegó a mis oídos fue suficiente para dejarme muy preocupada. Este «algo» que «había sucedido», era, y se veía demasiado claro, un serio apuro económico, y dependía de Laura que Sir Percival saliese de él. La perspectiva de verla envuelta en las secretas dificultades de su marido me llenaron de angustia, agravada sin duda tanto por mi ignorancia en asuntos de dinero como por mi profunda desconfianza hacia Sir Percival. En lugar de irme a pasear como me proponía, fui al cuarto de Laura para comunicarle inmediatamente lo que había escuchado.
Recibió estas malas noticias sin inmutarse, y eso me sorprendió. Era evidente que sabía más de lo que yo sospechaba acerca del carácter y de los apuros de su marido.
—Ya me lo temía —me respondió—, cuando dijeron que había venido aquel extraño caballero que no quiso dejar su nombre.
—¿Quién crees tú que sería ese caballero? —le pregunté.
—Alguien que tiene mucho que reclamar a Sir Percival y que ha sido la causa de la visita del señor Merriman —contestó.
—¿Conoces algo sobre esas reclamaciones?
—No, nada; ni el menor detalle.
—¿No firmarás sin leer antes lo que vas a firmar?
—Por supuesto que no, Marian. Todo lo que pueda hacer por él que sea justo y no perjudique a nadie, lo haré… con tal de que tu vida y la mía sigan su curso más feliz posible. Pero no haré nada a ciegas, pues algún día podría ser motivo de que nos avergonzáramos de ello. Dejemos este tema por ahora. Te has puesto el sombrero. ¿Qué te parece si nos vamos a dar una vuelta por el campo y nos olvidamos de este mediodía?
Al salir de casa nos dirigimos hacia el lugar más sombreado.
Cuando pasábamos por un lugar en el que los árboles de la parte frontal de la casa dejaban un espacio abierto, vimos al conde Fosco paseando, exponiéndose al sol abrasador de aquella calurosa tarde de junio. Se había puesto un ancho sombrero de paja adornado con una cinta color violeta. Una blusa azul con profundos y fantásticos bordados cubría su cuerpo colosal y la sujetaba en el sitio en que otrora habría tenido la cintura, con una ancha correa de cuero rojo. Los pantalones de Nanking lucían también bordados blancos de fantasía en la parte de los tobillos, y se calzaba con purpúreas pantuflas moras. Estaba cantando la famosa canción de Fígaro de «El barbero de Sevilla», con esta vocalización fácil que sólo se escucha en gargantas italianas, acompañándose con la mandolina, que tocaba levantando los brazos hacia lo alto con movimientos extáticos, contorsionándose graciosamente e inclinando la cabeza al estilo de una obesa Santa Cecilia disfrazada de hombre. «¡Fígaro quà, Fígaro là. Fígaro sù, Fígaro giù!», cantaba el conde, hasta que nos vio. Entonces levantó en alto el instrumento con garbo, saludándonos con la misma eterna gracia y elegancia con que lo hubiera hecho el propio Fígaro a los veinte años. —Laura, te doy mi palabra de que este hombre sabe algo sobre los apuros de Sir Percival— le dije cuando devolvimos al conde el saludo desde cierta distancia.
—¿Qué es lo que te hace pensar eso? —preguntó.
—¿Por qué iba a saber si no, que el señor Merriman es el procurador de Sir Percival? —repliqué—. Además, cuando yo salía del comedor detrás de ti después de almorzar, me dijo, sin que yo le hubiese preguntado nada, que había sucedido algo. Así que sólo con esto, sabe más que nosotras.
—Incluso si lo sabe, no le preguntes nada. ¡No te fíes de él!
—Parece que no le tienes mucha simpatía, Laura. ¿Qué es lo que ha dicho o hecho que justifique tu rechazo?
—Nada Marian. Al contrario me ha colmado de amabilidades y atenciones durante nuestro viaje de vuelta, y varias veces supo aplacar los arrebatos de cólera de Sir Percival mostrando la mayor consideración hacia mí. Quizá me desagrada que tenga mucha más influencia que yo sobre mi propio marido. Quizá hiere mi orgullo el que tenga que agradecerle sus intervenciones. Sólo puedo decirte que me desagrada.
El resto de la tarde y la velada pasaron con cierta quietud. El conde y yo jugamos al ajedrez. Me dejó ganar amablemente las dos primeras paradas, y luego, cuando vio que yo había descubierto la maniobra, se disculpó, y en diez minutos en la tercera partida me dio jaque mate.
Sir Percival no aludió en toda la noche a la visita del abogado. Pero bien sea por este suceso o por cualquier otro lo cierto es que parecía haberse producido en su estado de ánimo un cambio feliz. Con todos nosotros estuvo amable y cortés, como en la época en que hacía méritos en Limmeridge, y con su mujer se mostró de tal modo cariñoso y atento que hasta la glacial madame Fosco se quedó mirándole con profunda sorpresa. ¿Qué significa todo esto? Creo que puedo adivinarlo y temo que también Laura pueda adivinarlo, y estoy segura de que el conde Fosco lo sabe. En más de una ocasión, durante el transcurso de la noche, capté las miradas que le dirigió Sir Percival buscando su aprobación.
Día 17 de Junio.
Día de acontecimientos. Espero fervientemente que no tenga luego que añadir que fue también día de desastres.
Durante el desayuno, Sir Percival guardó idéntico silencio que la noche anterior respecto al misterioso «acuerdo» (como lo había calificado el abogado) que se cierne sobre nuestras cabezas. Sin embargo, una hora después entró de repente en el salón donde su mujer y yo estábamos esperando a madame Fosco con nuestros sombreros puestos para salir, y preguntó por el conde.
—Esperamos verle aquí enseguida —contesté.
—Es el caso —dijo Sir Percival, dando vueltas por el cuarto y lleno de nerviosismo— que necesito que el conde y su mujer vengan conmigo a la biblioteca para la formalización de un documento, y también necesito que vengas tú, Laura, un instante.
Se detuvo y pareció que sólo entonces se daba cuenta de que estábamos preparadas para marcharnos, y dijo:
—¿Acabáis de entrar o pensáis salir?
—Pensábamos irnos todos al lago, pero si tienes otros planes… —dijo Laura.
—No, no —contestó con precipitación—. Mis planes pueden esperar, y lo mismo me da hablaros después del almuerzo que después del desayuno. ¿Van todos hacia el lago? Una buena idea; yo también voy a darme una mañana de asueto y me voy con vosotros.
Su comportamiento no dejaba lugar a dudas, aunque sus palabras pudieran confundirnos por la insólita buena disposición que expresaban para sacrificar sus propios planes a la conveniencia de los demás. Era obvio que se sentía aliviado al encontrar una excusa para posponer las formalidades del asunto que le esperaba en la biblioteca. Sentí cómo se me encogía el corazón de miedo a lo que pudiese ocurrir.
En aquel momento se reunieron con nosotros el conde y su esposa. Ella llevaba en la mano la tabaquera bordada de su marido y su provisión de papel para confeccionar los eternos cigarrillos. El conde, vestido como siempre con su amplia blusa y su sombrero de paja, iba cargado con la pagoda de su familia de ratones a los que sonreía como a nosotros, con una ternura irresistible.
—Contando con su amabilidad —nos dijo— he traído mi pequeña familia de ratoncitos, mis pobres pequeños, inocentes, preciosos, para que tomen el aire con nosotros. Hay muchos perros en casa. ¿Cómo voy a dejar a mis niños blancos, pobrecillos a merced de los perros? ¡Eso jamás!
A través de las barras de la alegre pagoda acarició, paternal, a sus pequeños, a sus niños blancos y nos fuimos todos hacia el lago.
Al llegar al bosque Sir Percival se separó de nosotros. Forma parte de su incesante movilidad el separarse de sus compañeros de paseo en ocasiones como ésta y entretenerse sólo cortando ramas para hacerse bastones. El simple acto de cortar y tallar, sea lo que sea, parece complacerle. Ha llenado la casa de bastones hechos por él que no ha utilizado ni siquiera dos veces. Después de usar un bastón una vez pierde todo interés en él y no piensa en otra cosa que en hacer otros.
En la caseta de los botes volvió a reunirse con nosotros. Voy a repetir toda la conversación tal como siguió cuando nos instalamos en nuestros asientos.
Es una conversación importante, en lo que a mí se refiere, porque me ha inclinado a desconfiar seriamente de la influencia que el conde Fosco ejercía sobre mis ideas y sentimientos y a resistirme a ella en el futuro con la mayor resolución.
La caseta de los botes era lo suficientemente grande como para acogernos a todos pero Sir Percival permaneció fuera, adornando con una navaja su último bastón. Las tres mujeres nos sentamos en el ancho banco. Laura sacó su labor, madame Fosco comenzó a preparar sus cigarrillos y yo, como de costumbre, no tenía nada que hacer. Mis manos han sido y seguirán siendo siempre torpes como las de un hombre. El conde, bonachón, cogió un taburete demasiado pequeño para él y empezó a balancearse apoyando la espalda contra la pared del cobertizo, que crujía bajo su peso. Colocó la pagoda sobre sus rodillas, y como de costumbre dejó que los ratones treparan sobre él. Son animalitos graciosos y de aspecto inocente, pero por algún motivo verlos corretear sobre el cuerpo de un hombre no me resulta atractivo. Ello hace que mis propios nervios respondan correteando y me sugiere ideas siniestras sobre los que mueren en una prisión, con los animales que habitan las mazmorras acosándoles.
La mañana era nublada y ventosa; las bruscas alteraciones de luz solar y sombra en la superficie del lago hacían el paisaje aún más salvaje, fúnebre y tormentoso.
—Hay gentes que llamarían a esto pintoresco —dijo Sir Percival, señalando con su bastón a medio terminar el vasto panorama—. Yo lo califico de mancha denigrante en la finca de un caballero. En tiempos de mi bisabuelo el lago llegaba hasta aquí. ¡Vedlo ahora! No tiene ni cuatro pies de profundidad y está cuajado de charcos y lodazales. Me gustaría poder secarlo y rellenarlo. El mayordomo (un idiota supersticioso) me asegura que el lago está maldito, lo mismo que el Mar Muerto. ¿Qué opina usted, Fosco? Este sitio parece a propósito para un asesinato, ¿verdad?
—¡Mi buen Percival! —protestó el conde—. ¿Dónde ha dejado su lógica británica? No hay profundidad suficiente para que el cuerpo permanezca oculto; la arena está por todas partes, así que quedarían las huellas de los asesinos. Éste es el peor lugar que mis ojos hayan visto para cometer un crimen.
—¡Tonterías! —dijo Sir Percival clavando con furia la navaja en su bastón—. Ya sabe usted lo que quiero decir. Me refiero a la soledad de estos lugares…, al escenario tenebroso. Si quiere entenderme, bueno, y si no lo quiere, no pienso molestarme en dar otras explicaciones.
—¿Por qué no —preguntó el conde— cuando su idea puede explicarla cualquiera en dos palabras? Si el asesinato fuera a cometerlo un necio, escogería este lago antes que nada; mas si el asesinato intentara cometerlo un hombre inteligente, sería éste el último lugar que escogería. ¿Es ésa su idea? Si lo es, ya tiene usted la explicación a la medida. Acéptela, Percival, con el beneplácito de su buen amigo Fosco.
Laura contemplaba al conde dejando traslucir en su rostro su falta de simpatía por él. Fosco estaba ocupado con sus ratones y no se daba cuenta de ello.
—Lamento que el lago y sus alrededores puedan relacionarse con una idea tan horrible como la de un asesinato —dijo—, y si el conde Fosco divide a los asesinos en dos clases he de decir que está muy afortunado al elegir las palabras. El calificarlos sólo de necios me parece demostrar una indulgencia que no merecen. Y al hacerlo de inteligentes me parece que se incurre en una manifiesta contradicción. Siempre he oído decir que los hombres realmente inteligentes son también buenas personas y aborrecen el crimen.
—Querida señora —dijo el conde— ésos son sentimientos admirables y los he visto estampados como modelos en los cuadernos de caligrafía.
Levantó una mano con un ratoncito sentado en su palma y se dirigió al animal con su habitual grandilocuencia:
—Mi querido y encantador ratoncito, mi blanco bribonzuelo —le dijo—, he aquí una lección de moral para ti. Un ratón realmente sabio es un ratón realmente bueno. Ten la bondad de comunicárselo a tus compañeros y no volver a roer las barras de vuestra jaula en vuestra vida.
—Es muy fácil utilizar la parte ridícula de las cosas, —dijo Laura resueltamente— pero no le será a usted tan fácil, conde Fosco, ponerme el ejemplo de un hombre sabio que haya sido un gran criminal.
El conde encogió sus anchos hombros y sonrió a Laura del modo más amigable.
—¡Exacto! —dijo—. El crimen de un necio es el que se descubre, y el crimen de un hombre inteligente es el que no se descubre jamás. Si pudiera ponerle un ejemplo no podría ser por tanto el de un criminal inteligente. Querida Laura Glyde, nada puedo hacer frente a su perfecto sentido común inglés. Esta vez el jaque mate ha sido para mí ¿verdad, señorita Halcombe?, ja, ja…
—Laura, prepara tus baterías —dijo con sorna Sir Percival, que había escuchado el diálogo desde la puerta—. Dile ahora que el criminal se delata a sí mismo. Fosco, aquí tiene usted otra porción de moral sacada de libros de caligrafía. El criminal se delata a sí mismo. ¡Qué infernal patraña!
—Pues yo creo que eso es verdad —dijo Laura muy serena.
Sir Percival soltó una carcajada tan estruendosa, tan zahiriente, que a todos nos dejó desconcertados, y al conde Fosco más que a ninguno.
—Yo también lo creo —dije, acudiendo en auxilio de Laura.
Sir Percival, que se había mostrado indescriptiblemente divertido con la observación de su mujer, pareció indignarse en la misma proporción con la mía. Tiró al suelo con rabia el bastón que acababa de hacer y se alejó de nosotros.
—¡Pobre, querido Sir Percival! —dijo el conde, siguiéndolo con una mirada burlona—. Es víctima del despecho inglés. Pero mis queridas Lady Glyde y señorita Halcombe, ¿ustedes creen realmente que el criminal se delata a sí mismo? Y tú, ángel mío, ¿crees también eso? —continuó dirigiéndose a su mujer, que no había pronunciado una palabra hasta ese momento.
—Espero a estar más enterada —replicó la condesa en tono de cortante censura, dirigida sin duda a Laura y a mí— para decidirme a dar mi opinión ante caballeros tan bien informados.
—¿Es cierto eso, condesa? —dije yo—. Recuerdo muy bien los tiempos en los que usted abogaba por los derechos de las mujeres, y uno de ellos era el derecho femenino a la libertad de opinión.
—¿Cuál es su punto de vista en este asunto, conde? —dijo la condesa dirigiéndose a su marido sin hacerme caso y continuando tranquilamente haciendo sus cigarrillos.
El conde, antes de contestar, acarició pensativo a uno de sus ratoncitos en su orondo meñique.
—Es realmente asombroso —dijo al fin— ver la facilidad con que la sociedad se consuela a sí misma de sus peores defectos recurriendo a unas cuantas frases altisonantes. La maquinaria que utiliza para descubrir los crímenes es miserable en su ineficacia, pero se inventa un epigrama moral que dice que funciona bien y se consigue con ello cegar a todo el mundo para que no vea sus errores. ¿Los delincuentes se delatan a sí mismos, no es eso? ¿Y el asesinato siempre se descubre (otro epigrama moral), no es así? Lady Glyde, pregúntele usted al comisario que investiga crímenes en una gran ciudad si esto es verdad. Pregúntele usted, señorita Halcombe, a cualquier oficinista de cualquier compañía de seguros si es esto verdad. Lea usted los periódicos. En los pocos casos de que dan cuenta ¿no se ven ejemplos de cadáveres encontrados y de asesinos desaparecidos? Añada a los casos de los que se informa a la policía aquellos de los que no se informa, y a los cuerpos que se encuentran aquellos que no se encuentran, y ¿a qué conclusión llegamos? A ésta: a que existen delincuentes necios que se dejan descubrir y criminales inteligentes que escapan. ¿Qué decir que un delito quede oculto o se descubra? El reto que se establece entre la policía por un lado y el individuo por el otro. Cuando el criminal es un necio, bruto e ignorante, gana la policía en nueve casos de diez. Cuando el criminal es una persona resuelta y educada, con inteligencia despierta, pierde la policía de nueve de diez. Si la policía gana, habitualmente todos se enteran. Si la policía pierde, normalmente ustedes no se enterarán de nada. Y sobre esta precaria base erigen ustedes su cómoda máxima moral de que el criminal se delata a sí mismo. En efecto…, cuando se trata de crímenes de los que ustedes saben. Pero ¿y el resto?
—¡Eso es diabólicamente cierto y está muy bien expuesto! —gritó una voz a la entrada de la caseta.
Sir Percival había recobrado su ecuanimidad y había vuelto mientras escuchábamos al conde.
—Algo de eso puede ser cierto —dije yo—, y puede estar muy bien expuesto. Pero lo que no llego a comprender es por qué el conde Fosco celebra con tal exultación el triunfo del criminal sobre la sociedad, ni por qué Sir Percival aplaude con tanto entusiasmo su defensa.
—¿Lo oye, Fosco? —preguntó Sir Percival—. Siga usted mi consejo y haga las paces con su auditorio. Dígales que la virtud es admirable. Le garantizo que eso les gustará.
El conde prorrumpió en una risa silenciosa, y dos o tres ratoncitos blancos que se paseaban por su chaleco, alarmados por las violentas convulsiones en la superficie bajo sus patas, se dieron a la fuga para refugiarse, empujándose unos a otros, en su jaula.
—Sir Percival, son las señoras las que deben explicarme lo que es la virtud —dijo—. Están más autorizadas que yo para ello, porque saben qué es la virtud y yo no.
—¿Le están oyendo? —dijo Sir Percival—. ¿No es espantoso?
—Es cierto —dijo el conde, tranquilo—. Soy un ciudadano del mundo, y me he tropezado con tantas clases de virtudes que no podría decir, a pesar de mi avanzada edad, cuál es la verdadera virtud y cuál la falsa. Aquí, en Inglaterra, existe un concepto de lo virtuoso, y en China existe otro diferente. Y el John inglés dice, mi virtud es la auténtica. Y el John chino dice mi virtud es la auténtica. Y yo le digo sí a uno, o no al otro, y estoy tan desorientado respecto a lo que me dice el John que lleva polainas como a lo que me dice el John que lleva coleta. ¡Ratoncito mío, querido ratoncito, ven y dame un beso! ¿Cuál es tu opinión particular sobre el hombre virtuoso, mi pre-pre-precioso? El hombre que te tenga caliente y te dé mucha comida. También es un buen concepto, pues es, cuando menos, comprensible.
—Escuche un momento, conde —le interrumpí—. Si aceptamos sus teorías, en Inglaterra poseemos por lo menos una virtud indiscutible de la que carecen los chinos. Las autoridades chinas matan a millares de inocentes con pretextos tan frívolos como horrendos. Los ingleses estamos libres de semejantes culpas; nosotros no cometemos esos crímenes tan monstruosos y aborrecemos con toda el alma derramar sangre.
—Muy bien, Marian —dijo Laura—. Bien pensado y bien dicho.
—Por favor, permitan al conde que continúe —dijo madame Fosco con severa cortesía—. Ya verán ustedes, mis jóvenes amigas, que él jamás habla sin tener excelentes razones para ello.
—Gracias ángel mío —contestó el conde—. ¿Quieres un bombón?
Y sacando de su bolsillo una preciosa cajita con incrustaciones llenas de dulces, la puso abierta sobre la mesa.
—«Chocolat á la Vanille» —anunció este hombre impenetrable, sacudiendo alegremente la caja con confites y haciéndonos reverencias—, ofrecido a Fosco en homenaje a esta deliciosa compañía.
—Conde, tenga la amabilidad de continuar y conteste a la señorita Halcombe —dijo su esposa, pronunciando mi nombre con malicia.
—No tengo respuesta para la señorita Halcombe —replicó el exquisito italiano—. Mejor dicho, a lo que acaba de decir: ¡Sí! Estoy de acuerdo con ella. John Bull aborrece los crímenes de John el chino, pues ese anciano caballero es muy rápido en descubrir los defectos de sus vecinos y muy lento para conocer los suyos, aunque hayan dejado su huella sobre la faz de la Creación. ¿Es mejor el que procede de este modo que aquéllos a quienes condena por proceder a su manera? La sociedad inglesa, señorita Halcombe, es muchas veces cómplice del crimen tal como otras su enemigo. ¡Sí, sí! En este país el crimen es el mismo que en otros, a veces buen amigo de un hombre y de los que le rodean, a veces su enemigo. El canalla procura sostener a su mujer y a su familia. Cuanto peor es él, más merece nuestra compasión su familia. Con frecuencia también se sostiene a sí mismo. Un calavera depravado que se pasa la vida pidiendo dinero prestado conseguirá de sus amigos más que un hombre recto y honrado que sólo pide prestado una vez, presionado por alguna necesidad apremiante. En el primer caso, los amigos no se asombran lo más mínimo y dan lo que se les pide; en el segundo quedarán sorprendidos y vacilarán. ¿Es menos confortable la cárcel en que vive, al final de su carrera, el señor Bribón que el asilo donde vive el señor Decente al final de la suya? Cuando John Harvard el Filántropo quiere aliviar las miserias de sus prójimos va a buscarlas en las cárceles donde pena el crimen, y no se le ocurre ir a las chozas y barracas donde la virtud pena también. ¿Cuál de los poetas ingleses ha ganado la popularidad más universal, quién ha dado el tema más fácil a la literatura y la pintura de contenido patético? Ese joven encantador que empezó su vida siendo un falsificador y la terminó con el suicidio; ese Chatterton romántico, interesante y querido por ustedes. ¿Quién consigue más, por ejemplo, entre dos costureras muertas de hambre, la que resiste a la tentación y es honrada, o la que sucumbe a ella y roba? Todos sabemos que a esta segunda mujer que se gana la vida robando se la conoce a lo largo y a lo ancho de la bondadosa y misericordiosa Inglaterra pero se la absuelve de haber quebrantado un mandamiento, mientras que de haberlo cumplido se la dejaría morir de hambre. Ven aquí, ratoncito mío querido. ¡Ea!… ¡Presto!… ¡Pass! Voy a transformarte durante unos instantes en una respetable señorita. Ponte aquí, en la palma de mi grande y fuerte mano, querido y escucha. Te casas con un hombre pobre a quien amas, ratoncito, y la mitad de tus amigos te compadecen y la otra mitad te vitupera. Y al contrario, te vendes por oro a un hombre que te tiene sin cuidado, y todos tus amigos se alegrarán por ti, y el propio ministro de la iglesia bendice el más vil de todos los tratos humanos y luego sonríe y retoza de alegría sentado a tu mesa si algún día tienes la amabilidad de invitarle a comer. ¡Ea, presto, pass!
Vuelve a ser un ratón y no hables más. Si continúas mucho tiempo siendo señorita, te oiré decirme que la sociedad aborrece el crimen, y entonces, ratoncito, dudaré de si realmente tus ojos y oídos te sirven de algo. ¡Ah, Lady Glyde! ¿No cree usted que soy una mala persona? Digo lo que otras personas se contentan con pensar, y mientras el resto del mundo se ha conjurado para ocultar bajo máscaras sus verdaderos rostros, mi mano se apresura a arrancar las caretas de cartón y muestra los desnudos huesos que están debajo. Pero voy a levantarme sobre mis enormes piernas de elefante antes de que acabe por perder su estima. Me levantaré e iré a dar un paseo para tomar un poco el aire. Queridas señoras, como dice su ilustre Sheridan: «Me voy, y tras de mí dejo mi alma».
Se levantó, puso la jaula sobre la mesa y se detuvo un momento para contar los ratones que había dentro.
—Uno, dos, tres, cuatro… ¡Ah! —gritó con mirada de horror—, en nombre del cielo, ¿dónde está el quinto, el más joven, el más blanco, el más simpático de todos?… ¿Dónde está el Benjamín de mis ratones?
Ni Laura ni yo teníamos ánimo para reírnos. El voluble cinismo del conde nos había revelado una faceta de su ser que nos repelía a ambas. Pero no es posible resistir a la cómica desesperación de aquel hombre enorme causada por la pérdida de un pequeño ratón. Nos reímos a pesar nuestro, y cuando la condesa Fosco se levantó para dar ejemplo saliendo de la caseta para que su marido pudiera rebuscar hasta en su último rincón, nos levantamos también y salimos tras ella.
Antes de que hubiésemos dado tres pasos los ojos agudos del conde descubrieron al ratón perdido, oculto bajo el asiento que habíamos ocupado. Apartó el banco, cogió al animalito en su mano y de repente quedó inmóvil, de rodillas y mirando fijamente algo que había en el suelo frente a él.
Cuando por fin se levantó, su mano temblaba tanto que casi no podía meter el ratón en la jaula y su rostro estaba recubierto de una lividez amarillenta.
—¡Percival! —dijo en un susurro—. ¡Percival, venga aquí!
Sir Percival llevaba diez minutos sin reparar en ninguno de nosotros. Estaba completamente absorto dibujando números sobre la arena y borrándolos luego con la punta de su bastón.
—¿Qué pasa ahora? —dijo, dirigiéndose con desgana hacia la caseta.
—¿No ve nada aquí? —dijo el conde estirando nerviosamente el cuello de su camisa con una mano y señalando con la otra hacia el lugar cerca del cual encontró el ratón.
—Veo mucha arena seca —contestó sir Percival— y en el centro una mancha de suciedad.
—No es suciedad —murmuró el conde; puso de repente la otra mano sobre el cuello de Sir Percival y, lleno de agitación, empezó a sacudirlo—. ¡Es sangre!
Laura se hallaba lo bastante cerca de ellos como para oír esta última palabra, aunque el conde la susurró apenas. Se volvió hacia mí con un gesto de horror.
—Son tonterías, querida mía —dije—. No hay por qué alarmarse. No es más que la sangre de un pobre perrito extraviado.
Todos quedaron atónitos y sus miradas, inquisitivas, se clavaron en mí.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó sir Percival, hablando el primero.
—Encontré aquí a un perro moribundo el día que regresaron del viaje —contesté—. El pobre animal se había perdido entre los abetos y su guarda le disparó un tiro.
—¿De quién era el perro? —dijo Sir Percival—. ¿No era uno de los míos?
—¿Trataste de salvar al pobre? —interrogó Laura, seria—. ¿De verdad trataste de salvarlo, Marian?
—Sí —dije—. El ama de llaves y yo hicimos todo lo que pudimos, pero el perro tenía una herida mortal y murió cuando lo cuidábamos.
—¿De quién era el perro? —insistió Sir Percival, repitiendo su pregunta con cierta irritación—. ¿Uno de los míos?
—No, no era suyo.
En el momento en que escuché esta pregunta recordé el deseo expresado por la señora Catherick de que su visita a Blackwater Park permaneciese oculta para Sir Percival, y dudé si no sería cometer una indiscreción contestar a la pregunta. Pero en mi afán de tranquilizarlos a todos, había ido ya demasiado lejos para retroceder ahora si no quería correr el riesgo de despertar sospechas que sólo empeorarían las cosas. No tenía más remedio que contestar enseguida sin preocuparme de las consecuencias.
—Sí —dije—, el ama de llaves lo sabía. Me dijo que era el perro de la señora Catherick.
Sir Percival había permanecido en la parte más sombría de la casilla, junto al conde Fosco, mientras yo le hablaba desde el umbral. Pero en el momento en que me oyó pronunciar el nombre de la señora Catherick, apartó de un brusco empujón a su amigo y se plantó frente a mí, a plena luz del día.
—¿Cómo supo el ama de llaves que el perro pertenecía a la señora Catherick? —preguntó, fijando en mí sus ojos con interés y atención tan hostiles que me indignaron y me asombraron al mismo tiempo.
—Lo supo —dije con tranquilidad— porque la señora Catherick trajo al perro consigo.
—¿Lo trajo consigo? ¿Dónde lo trajo?
—A esta casa.
—¿Qué demonios quería en esta casa la señora Catherick?
El modo de hacerme esta pregunta era aún más ofensivo que el lenguaje con que la formuló. Expresé mi reprobación por su falta de educación dándole la espalda en silencio para marcharme.
En el mismo momento que lo hacía, la persuasiva mano del conde se posó en el hombro de Sir Percival, y su voz meliflua intervino para calmarle.
—¡Mi querido Percival…, poco a poco, poco a poco!
Sir Percival miró a su alrededor con verdadera furia. El conde sonreía y repetía su conjuro.
—¡Poco a poco, amigo mío, poco a poco!
Sir Percival vaciló, me siguió y —ante mi gran sorpresa— me ofreció sus disculpas.
—Perdone, señorita Halcombe —dijo—. Últimamente estoy desquiciado y temo resultar un poco irritable. Pero me gustaría saber por qué vino aquí la señora Catherick. ¿Cuándo vino? ¿El ama de llaves es la única que la vio?
—La única —contesté—. Por lo que yo sé.
El conde volvió a intervenir.
—En ese caso, ¿por qué no preguntar al ama de llaves? —dijo él—. Percival ¿por qué no acude directamente a la fuente de esta información?
—Tiene razón —dijo Sir Percival—. Claro, el ama de llaves es la primera persona a quien hay que preguntar. Soy un perfecto estúpido por no habérseme ocurrido sin que me lo dijeran.
Con estas palabras nos dejó para regresar inmediatamente a la casa.
El motivo de la intervención del conde, que al principio me extrañó, se aclaró enseguida, en cuanto Sir Percival nos dio la espalda. Me hizo una serie de preguntas sobre la señora Catherick y la causa de su visita a Blackwater Park, que no se hubiese atrevido a hacer en presencia de su amigo. Mis respuestas fueron breves y frías, aunque corteses, pues estaba decidida a evitar todo lo que pudiera tener visos de intercambio de confidencias entre el conde Fosco y yo. Pero Laura le ayudó, sin darse cuenta de lo que hacía, a sonsacarme cuanto yo sabía, preguntándome también ella, lo cual no me dejaba otra alternativa que contestar o aparecer a sus ojos como depositaria de los secretos de Sir Percival, lo cual sería un papel muy poco atractivo, además de falso. El resultado fue que a los diez minutos el conde conocía tanto como yo del asunto de la señora Catherick y de los acontecimientos que tan extrañamente nos unieron con su hija Anne, desde el día en que Hartright la encontró hasta este momento.
El efecto que le causó mi relato fue, en un sentido, bastante curioso.
A pesar de que conoce a Sir Percival íntimamente, a pesar de que parece estar estrechamente vinculado a los asuntos privados de Sir Percival, lo cierto es que está tan lejos como yo de saber algo sobre la verdadera historia de Anne Catherick. El misterio que envuelve a esta desventurada mujer se hace doblemente sospechoso a mis ojos ahora, cuando estoy absolutamente convencida de que Sir Percival ha mantenido oculta la clave de este asunto al más íntimo amigo que tiene en el mundo. Era imposible equivocarse al ver la ansiosa curiosidad que manifestaban la mirada y cada uno de los gestos del conde mientras absorbía ávidamente cada una de las palabras que brotaban de mis labios. Sé que hay muchas clases de curiosidad, pero es inconfundible la que se siente ante una revelación; y si alguna vez la he visto en mi vida fue en el rostro del conde.
Entre preguntas y respuestas, atravesamos apaciblemente el bosque para regresar a casa. Lo primero que vimos al llegar, frente a la entrada principal, fue el tílburi de sir Percival con el caballo enganchado y el mozo esperando junto a él, vestido con la ropa propia de la cuadra. A juzgar por las apariencias, el interrogatorio del ama de llaves había aportado resultados importantes.
—¡Buen caballo, amigo mío! —dijo el conde, dirigiéndose al mozo con una familiaridad insinuante—. ¿Va usted a salir?
—No, señor; yo no salgo —contestó el hombre mirando de reojo su ropa, evidentemente pensando en si el señor extranjero no sabría distinguirla de una librea—. Mi señor va a conducirlo él mismo.
—¡Ah! ¿El mismo conduce? —siguió el conde—. Me asombra que se tome esa molestia teniéndole a usted para que lo haga. ¿Piensa cansar mucho a este precioso caballo, tan reluciente y primoroso, y lo llevará hasta muy lejos?
—No lo sé, señor —repuso el hombre—. Pero este caballo es una yegua, y dispénseme el señor. Es la más ligera y resistente que tenemos en la cuadra. Se llama Brown Molly y es capaz de galopar hasta caerse. Para distancias cortas Sir Percival suele llevar a Isaac de York.
—¿Y a su valiente y primorosa Brown Molly para las caminatas largas?
—Sí señor.
—¡Deducción lógica, señorita Halcombe! —observó el conde dando una rápida vuelta sobre sus talones y dirigiéndose a mí—. Sir Percival piensa ir hoy muy lejos.
No contesté nada. Había hecho mis propias deducciones de lo que me había dicho el ama de llaves y de lo que veía delante de mí, pero no pensaba compartirlas con el conde Fosco.
«Cuando Sir Percival estaba en Cumberland —pensaba— dio una larga caminata para interrogar a los granjeros de Todd’s Corner sobre Anne Catherick. Ahora que se halla en Hampshire, ¿va a hacer un largo viaje para interrogar a la señora Catherick en Welmingham también sobre Anne Catherick?».
Entramos todos en casa. Al cruzar el vestíbulo Sir Percival salió de la biblioteca a nuestro encuentro. Parecía tener prisa, estaba pálido y preocupado pero a pesar de todo se dirigió a nosotros con su mejor urbanidad.
—Siento mucho decirles que me veo obligado a dejarles —empezó él—, es un viaje largo… un asunto que no me es fácil aplazar. Volveré mañana por la mañana, pero antes de marcharme quisiera cumplir estas pequeñas formalidades que hablé esta mañana… Laura, ¿tienes la bondad de venir a la biblioteca? Será menos de un minuto… una simple formalidad. Conde, ¿podría pedirle este favor también? Les necesito a usted y a la condesa Fosco, para que sirvan de testigos en el acto de una firma. Nada más. Entren y acabamos enseguida.
Aguantó la puerta de la biblioteca hasta que todos entrasen, pasó él después y la cerró tras de sí con suavidad.
Permanecí un instante en el vestíbulo sola, mi corazón latía deprisa y mi ánimo se abatía. Luego me dirigí hacia la escalera y lentamente subí a mi cuarto.
En el momento en que abría la puerta de mi habitación oí que me llamaba Sir Percival desde abajo.
—Tengo que rogarle que vuelva a bajar —decía—. Es culpa de Fosco y no mía, señorita Halcombe, si la molesto. Habla de no sé qué impugnación absurda y no permite que su mujer sea también testigo, así que me ha obligado a que la llame.
Entré inmediatamente en la biblioteca, seguida de Sir Percival. Laura esperaba sentada junto al escritorio, dando vueltas entre sus dedos a los lazos de su pamela. La señora Fosco, sentada a su lado en una butaca, miraba con imperturbable admiración a su marido, que estaba solo al otro extremo de la estancia, quitando las hojas secas de los ramos de flores que estaban en la ventana.
En el momento en que aparecí, el conde se adelantó para recibirme y ofrecerme sus explicaciones.
—Mil perdones, señorita Halcombe —dijo—, pero ¿conoce usted la idea que tienen los ingleses de mis compatriotas? El bueno de John Bull considera a los italianos recelosos y marrulleros por naturaleza. Así pues, tenga usted la amabilidad de no estimarme en más que al resto de mis compatriotas. Soy italiano marrullero y receloso… Ya lo había pensado usted, querida señorita, ¿verdad? Bueno. Pues forma parte de mi marrullería y mis recelos el que impugne que madame Fosco sea testigo de la firma de Lady Glyde desde el momento en que yo también lo soy.
—No hay ni sombra de razón en impugnarlo —interrumpió Sir Percival. Ya le he explicado que las leyes de Inglaterra permiten a madame Fosco ser testigo de una firma igual que su marido.
—Lo admito —replicó el conde—. Las leyes de Inglaterra dicen «Sí», pero la conciencia de Fosco dice «No».
Cubrió con sus gruesos dedos la pechera de su blusa y bostezó con solemnidad, como si quisiera presentar a todos nosotros a su conciencia en calidad de un nuevo e ilustre miembro de nuestra compañía.
—Sea lo que sea el documento que va a firmar Lady Glyde —prosiguió—, no lo sé, ni deseo saberlo. Sólo digo una cosa: en el futuro pueden presentarse ciertas circunstancias que pueden exigir que Percival o sus representantes acudan a estos dos testigos, en cuyo caso sería de desear que éstos representasen dos opiniones distintas, independientes una de otra. Y esto no puede suceder si atestigua mi esposa conmigo, porque nosotros no tenemos más que un criterio y este criterio es el mío. No quiero que llegue un día en el que se me eche en cara que madame Fosco ha actuado coaccionada por mí y que, por tanto, su testimonio carezca de valor. Y conste que hablo teniendo en cuenta los intereses de Sir Percival cuando propongo que aparezca mi nombre, por ser el más íntimo amigo del marido, y su nombre, señorita Halcombe, como el de la más íntima amiga de la mujer. Soy un jesuita, pensarán ustedes, un hombre que hila delgado, que mira mucho lo que hace, pero espero que tendrán conmigo esta consideración y se apiadarán de mi receloso carácter italiano y de mi conciencia italiana tan poco acomodaticia.
Volvió a inclinarse, dio unos pasos atrás y privó a nuestra compañía de la presencia de su conciencia con la misma cortesía con la que nos la había presentado.
Los escrúpulos del conde podrían ser honrados y razonables, pero en su manera de expresarlos había algo que aumentó mi deseo de no tener nada que ver con aquel acto. Ninguna otra consideración de menor importancia que mi preocupación por Laura me hubiera instigado a aceptar ser testigo. Pero una mirada a su rostro lleno de ansiedad me bastó para decidirme a correr cualquier riesgo antes que abandonarla.
—Yo me quedaré en esta habitación —dije—. Y si por mi parte no encuentro motivo para sentir escrúpulos, pueden contar conmigo como testigo.
Sir Percival me dirigió una mirada penetrante, como si estuviera a punto de decir algo. Pero en aquel momento distrajo su atención la condesa Fosco, que se levantó de su asiento. Sus ojos se habían encontrado con los de su marido que, como era evidente, le transmitieron órdenes de abandonar la estancia.
—No es necesario que se marche —dijo Sir Percival.
madame Fosco volvió a pedir nuevas órdenes, las recibió, dijo que prefería dejarnos en libertad y resueltamente salió del cuarto. El conde encendió un cigarrillo, volvió a sus flores en la ventana y, lanzando bocanadas de humo sobre las hojas, pareció estar profundamente dedicado a matar insectos.
Mientras tanto Sir Percival abriendo un cajón debajo de una de las estanterías, sacó un pergamino doblado varias veces longitudinalmente. Lo colocó sobre la mesa, desdobló sólo el último pliegue y puso la mano sobre el resto. El último pliegue era un trozo de pergamino blanco: en algunos sitios se veían pequeños sellos de lacre. Todas las líneas del texto se ocultaban en la parte de pergamino que seguía doblado y cubierto por su mano. Laura y yo nos miramos. Su rostro estaba pálido, pero no mostraba ni temor ni indecisión.
Sir Percival mojó la pluma en el tintero y se la alargó a su mujer.
—Firma aquí —dijo, señalando el sitio—. El conde Fosco y usted, señorita Halcombe, firmarán luego, bajo estos dos sellos. ¡Fosco, venga aquí! No se atestigua una firma soñando junto a la ventana y echando humo a las flores.
El conde tiró su cigarrillo y se acercó a nosotros con las manos metidas indolentemente en el cinturón rojo de su blusa y los ojos fijos en el rostro de Sir Percival. Laura, que se hallaba frente a él al lado de su marido, le miró también con la pluma en la mano. Sir Percival estaba entre los dos apoyándose en el pergamino doblado sobre la mesa y mirándome a mí, que estaba sentada frente a él, con una expresión tan siniestra de recelo y angustia en su rostro, que más bien parecía un reo detrás de las rejas que un señor en su casa.
—Firma aquí —repitió, volviéndose bruscamente hacia Laura y señalando una vez más el pergamino.
—¿Qué es lo que voy a firmar? —replicó ella reposadamente.
—No tengo tiempo de darte explicaciones —contestó—. Tengo el tílburi a la puerta y he de irme enseguida. Además, aunque tuviera tiempo, no entenderías nada. Es un documento de puro trámite, lleno de términos legales y de cosas por el estilo. ¡Vamos! ¡Vamos! Firma y acabemos de una vez con esta historia.
—Antes de firmar debo enterarme de lo que firmo, Percival, ¿no es así?
—¡Tonterías! ¡Disparates! ¿Qué tienen que ver las mujeres con los negocios? Te repito que no entenderías nada.
—En todo caso permíteme que intente entenderlo. El señor Gilmore no dejaba nunca de enterarme de cualquier asunto que reclamara mi firma. Me lo explicaba primero y yo lo entendía siempre.
—Claro que lo haría. Era tu sirviente y estaba obligado a dar explicaciones. Yo soy tu marido y no tengo esa obligación. ¿Cuánto tiempo piensas tenerme esperando? Vuelvo a repetir que no hay tiempo para leer lo que sea; el tílburi está esperándome a la puerta. Por última vez, ¿quieres firmar o no?
Laura continuaba con la pluma en la mano, pero no se movió para escribir con ella su nombre.
—Si mi firma me compromete a algo —dijo—, creo que tengo derecho a conocer mi compromiso.
Sir Percival levantó el pergamino y lo tiró con rabia sobre la mesa.
—¡Dilo claro! —contestó—. Siempre te has distinguido por decir la verdad. No importa que esté presente Fosco ni la señorita Halcombe. Di claramente que desconfías de mí.
El conde sacó una de sus manos del cinturón y la puso sobre el hombro de Sir Percival. Éste la retiró furioso. El conde volvió a ponerla sobre su hombro con expresión de imperturbable quietud.
—Domine su desdichado temperamento, Percival —dijo—. Lady Glyde tiene razón.
—¿Razón? —gritó Sir Percival—. ¿Razón una mujer que desconfía de su marido?
—Es injusto y cruel por tu parte acusarme de desconfianza —dijo Laura—. Pregunta a Marian si no es natural que desee conocer a lo que me comprometo con una firma antes de estamparla.
—No necesito conocer la opinión de la señorita Halcombe —replicó Sir Percival—. La señorita Halcombe no tiene nada que ver con este asunto.
Yo no había hablado hasta entonces y hubiera hecho mejor si tampoco lo hubiese hecho en aquel momento. Pero la expresión acongojada de Laura que vi cuando giró hacia mí su rostro, y la insolente injusticia con que actuaba su marido no me dejaron otra alternativa que dar mi opinión, ya que se me pedía.
—Perdone, Sir Percival —dije—; pero como soy uno de los testigos me atrevo a pensar que sí tengo algo que ver con este asunto. La objeción de Laura me parece muy oportuna y en cuanto a mí, no puedo asumir la responsabilidad de testimoniar lo que firma sin que antes se entere ella misma de lo que contiene ese documento.
—¡Esto es hablar claro, por mi alma! —gritó Sir Percival—. La próxima vez que se invite usted misma a la casa de un hombre, le recomiendo que no pague su hospitalidad inclinándose del lado de su mujer y en contra suya en asuntos que no le conciernen.
Me puse en pie como si me hubiera dado una bofetada. Si hubiese sido un hombre le hubiese enviado al suelo de un golpe en la mandíbula en la misma puerta de su casa y me habría marchado para no volver jamás a ella. Pero no soy más que una mujer, y ¡quiero tanto a su esposa!
Gracias a Dios, este amor leal me ayudó y volví a sentarme sin decir palabra. Laura comprendió cuánto sufría y lo que tuve que superar. Corrió hacia mí, con los ojos llenos de lágrimas.
—¡Oh Marian —susurró con ternura—, si mi madre viviese no hubiera hecho más por mí!
—¡Ven y firma! —gritó Sir Percival desde el otro lado de la mesa.
—¿Firmo? —me preguntó ella al oído—. Lo haré si lo deseas.
—No —contesté—. Tienes razón y es tu derecho. No firmes nada sin verlo antes.
—¡Ven y firma! —repitió Sir Percival, lo más alto que podía y con toda la furia de que era capaz.
El conde, que nos observaba a Laura y a mí con atención profunda y silenciosa intervino por segunda vez.
—¡Percival! —dijo—. Yo no olvido que estoy en presencia de señoras. Le ruego que no lo olvide usted tampoco.
Sir Percival se volvió hacia él, mudo de rabia. La mano firme del conde se aferraba con más fuerza a su hombro mientras su voz insistente y serena repetía:
—Le ruego que no lo olvide, por favor.
Los dos hombres se miraron. Sir Percival fue poco a poco liberándose del agarre del conde y poco a poco también separó su mirada de la de su amigo, bajó sus ojos y dirigió la vista durante unos instantes hacia el pergamino que seguía sobre la mesa, y luego habló, con la sumisión huraña de una fiera domada más bien que con la resignación de un hombre convencido:
—No es mi intención ofender a nadie, pero la terquedad de mi mujer acabaría con la paciencia de un santo. Le he repetido que se trata de un documento puramente formal. ¿Qué más puede querer? Puede usted decir lo que le parezca, pero insisto en que no corresponde a una mujer poner en duda la honradez de su marido. Una vez más, y ésta será la última, Lady Glyde, repito: ¿firmas o no firmas?
Laura volvió a su lado, rodeando la mesa y cogió de nuevo la pluma.
—Firmaré con mucho gusto —dijo— si accedes a tratarme como a un ser responsable. Poco me importa el sacrificio que se me pida si no afecta a nadie más y si no trae consigo consecuencias perjudiciales…
—¿Quién habla de exigirte sacrificios? —prorrumpió su marido, con un grito de rabia contenida sólo a medias.
—Quiero decir —siguió ella—. Que no me negaría a cualquier concesión que pudiera hacer con dignidad. Y si demuestro escrúpulos por firmar un compromiso del que no tengo conocimiento alguno, ¿por qué me juzgas tan severamente? Creo que es bastante difícil ser tan indulgente con los escrúpulos del conde Fosco como tan poco con los míos.
Esta alusión, desafortunada aunque lógica, a la extraordinaria influencia que el conde Fosco ejercía sobre su marido, por muy indirecta que fuese, encendió al instante el temperamento de Sir Percival, que echaba chispas con docilidad.
—¡Escrúpulos! —repitió—. ¡Tus escrúpulos! ¡Los demuestras con un poco de retraso! Yo creía que ya estabas curada de este tipo de debilidades cuando hiciste de la necesidad una virtud el día que te casaste conmigo.
En el mismo instante en que pronunció estas palabras Laura tiró la pluma y le miró con una expresión en sus ojos que, a pesar de conocerla desde hace tantos años, jamás había visto en ella, y le dio la espalda, con un silencio mortal.
Aquella expresión que traslucía el desprecio más alto y amargo era de tal modo ajena a su carácter y a su persona que nos dejó enmudecidos a todos. Se ocultaba algo, sin duda, bajo la apariencia de simple brutalidad de las palabras que su marido acababa de dirigirle. Había tras ellas un insulto encubierto que yo ignoraba por completo, pero cuya profanación había dejado una marca tan notable sobre su rostro, que hasta un extraño lo vería.
El conde, que no lo era, lo vio con la misma claridad que yo. Cuando me levanté de la silla para acudir junto a Laura le oí murmurar a Sir Percival:
—¡Imbécil!
Laura se dirigió a la puerta cuando me acerqué, y en el mismo instante su marido volvió a interpelarla:
—¿Te niegas rotundamente a darme tu firma? —dijo, con la voz alterada de quien es consciente de que sus propias manifestaciones le han perjudicado vanamente.
—Después de lo que me has dicho —contestó Laura con firmeza—, me niego a firmar hasta que haya leído de la primera a la última línea de ese escrito. Ven, Marian. Ya hemos estado aquí demasiado tiempo.
—¡Un momento! —intervino el conde antes de que Sir Percival pudiera pronunciar una palabra—. Un momento, Lady Glyde, se lo suplico.
Laura se hubiera ido sin hacerle caso, pero yo la detuve.
—¡No conviertas al conde en tu enemigo! —murmuré—. ¡Hagas lo que hagas, no lo conviertas en tu enemigo!
Me escuchó. Cerré de nuevo la puerta y quedamos esperando. Sir Percival seguía sentado junto a la mesa con el codo apoyado en el pergamino y la cabeza sobre su puño cerrado. El conde se puso entre él y nosotras, dueño de la aciaga situación en que nos encontrábamos, tal como sabía ser dueño de todo lo que le rodeaba.
—Lady Glyde —dijo, con una delicadeza tal que parecía dirigirse a nuestra desoladora situación más bien que a nosotras mismas—. Le ruego me perdone si me atrevo a sugerirle una idea. Tenga la seguridad de que hablo inspirado por el profundo respeto y consideración que me merece la dueña de esta casa.
Se volvió con brusquedad hacia Sir Percival, y le preguntó:
—¿Es absolutamente necesario que esta cosa que tiene usted bajo su codo se firme hoy?
—Es necesario para mis planes y mis deseos —replicó Percival con acritud—. Pero esto no tiene importancia para Lady Glyde, como habrá observado usted.
—Conteste concretamente a mi pregunta… ¿Puede aplazarse hasta mañana el acto de firma? ¿Sí o no?
—Sí… puesto que es eso lo que usted quiere que le diga.
—¡Entonces!, ¿qué hace usted aquí perdiendo el tiempo? Esperemos para la firma hasta mañana o hasta cuando vuelva.
Sir Percival levantó la mirada, frunciendo el ceño y profirió un juramento:
—Está usted usando un tono conmigo que no me gusta —dijo—. No admito que nadie me hable así.
—Le estoy amonestando por su bien —repuso el conde, con una sonrisa de sereno desprecio—. Tómese usted tiempo y déselo a Lady Glyde. ¿Se ha olvidado usted de que su tílburi le espera? ¿Le sorprende el tono que empleo con usted? ¡Ja! Permítame que se lo diga: es el tono del hombre que sabe dominar su temperamento. ¿Cuántas dosis de consejos le he proporcionado en mis buenos tiempos? ¡Más de los que usted puede contar! ¿Me he equivocado alguna vez? Le desafío a que me ponga un solo ejemplo de ello. ¡Váyase a su excursión! El asunto de la firma puede esperar hasta mañana. Volveremos a él cuando regrese.
Sir Percival vaciló y miró su reloj. La ansiedad que le producía el misterioso viaje que iba a emprender aquel día se avivaba con las palabras del conde. Evidentemente, su mente estaba disputando con su ansiedad por obtener la firma de Laura. Reflexionó un instante, y al fin se levantó de la silla diciendo:
—Es muy cómodo provocarme ahora que no tengo tiempo de contestarle. Seguiré su consejo, Fosco; no porque me agrade ni porque tenga fe en él, sino porque no puedo esperar más tiempo.
Se detuvo y dirigió una mirada hosca a su mujer.
—¡Si cuando regrese mañana no me concedes tu firma!…
El resto de la frase no la pudimos oír debido al ruido que hizo el cajón al abrirse y cerrarse de nuevo para guardar el documento.
Cogió de la mesa su sombrero y sus guantes y se dirigió a la puerta. Laura y yo nos separamos para dejarle paso libre.
—¡Mañana, recuérdalo! —dijo a su mujer; y salió de la biblioteca.
Esperamos a que cruzase la entrada y que el tílburi se pusiese en marcha. El conde se nos acercó mientras estábamos junto a la puerta.
—Acaba usted de conocer a Sir Percival en uno de sus peores momentos, señorita Halcombe —me dijo—. Como viejo amigo suyo lo siento y me avergüenzo por él, y como viejo amigo también le prometo que mañana no perderá los estribos como desdichadamente ha hecho ahora.
Laura se había cogido de mi brazo mientras hablaba, y me lo apretó significativamente cuando el conde calló. Debe ser una dura prueba para cualquier mujer ver como en su propia casa un amigo de su marido se permitía ofrecer disculpas por el comportamiento de éste y para Laura lo era. Di las gracias al conde cortésmente y nos separamos. ¡Sí, le di las gracias! Pues yo ya comprendía, sintiendo una impotencia y humillación indecibles, que él tenía interés y capricho en que yo permaneciese en Blackwater Park, y me daba cuenta, después de lo que me dijo Sir Percival, de que sin su apoyo no podía esperar quedarme allí. ¡Su influencia —la influencia que más temía yo entre todas—, era actualmente el único eslabón que me permitía mantenerme al lado de Laura en aquella hora de suprema necesidad para ella!
Oímos el rodar del coche sobre la arena en el momento en que entrábamos en el vestíbulo; Sir Percival había emprendido su viaje.
—¿Dónde se irá, Marian? —murmuró Laura—. Cada paso que da me aterra por las consecuencias que pueda traer. ¿Tienes alguna sospecha?
Después de todo lo que había tenido que resistir esta mañana no quise transmitirle mis sospechas.
—¿Cómo quieres que conozca yo sus secretos? —dije evasivamente.
—¿Lo sabrá el ama de llaves? —insistió Laura.
—De seguro que no —repliqué yo—. Lo ignorará tanto como nosotras.
Ella inclinó la cabeza con un gesto de duda.
—¿No te contó el ama de llaves que se decía por ahí que se había visto a Anne Catherick? ¿No crees que habrá ido a buscarla?
—Prefiero, Laura, no pensar en nada de eso y te aconsejo que hagas lo mismo después de todo lo sucedido. Ven a mi cuarto y reposa un poco.
Nos sentamos las dos junto a la ventana, respirando las fragancias del aire veraniego.
—Marian, me da vergüenza mirarte a la cara —dijo—, después de lo que has tenido que sufrir por mí. ¡Querida mía, se me parte el corazón sólo de recordarlo! Pero trataré de repararlo. ¡Te lo prometo!
—¡Calla, calla! —repuse—. No hables así. ¿Qué significa esa pequeña modificación de mi amor propio al lado del terrible sacrificio de tu felicidad?
—¿Oíste lo que me dijo? —continuó, hablando deprisa y con vehemencia—. Escuchaste palabras pero no sabes lo que significan, no sabes por qué tiré la pluma y le di la espalda.
Se levantó de repente llena de desasosiego y empezó a pasear por el cuarto.
—Te he ocultado muchas cosas, Marian, por temor a entristecerte y hacerte desgraciada desde el comienzo de nuestras nuevas vidas. Tú no sabes cómo me ha tratado. Pero ahora debes saberlo, pues has visto cómo me ha tratado hoy. Ya le oíste burlarse con ironía de mis supuestos escrúpulos y le oíste decir que había hecho de la necesidad una virtud al casarme con él.
Volvió a sentarse con el rostro encendido retorciéndose las manos.
—Ahora no puedo decirte nada —dijo—. Rompería a llorar si te lo contara ahora… Luego, Marian, cuando me sienta más dueña de mí. Me duele la cabeza, me duele, me duele, me duele. ¿Dónde está tu frasco de sales? Hablemos de ti. Debí haber firmado por tu bien. ¿Lo haré mañana? Prefiero comprometerme yo a que lo hagas tú. Después de que te has puesto de mi lado contra él, va a echarte toda la culpa si me niego nuevamente a firmar. ¿Qué haremos? ¡Dios mío, si tuviésemos un amigo que nos ayudara y aconsejara, un amigo en el que pudiéramos tener toda la confianza!
Suspiró con amargura. Por la expresión de su rostro comprendí que pensaba en Hartright. Lo comprendí con la mayor claridad, pues sus últimas palabras también me hicieron pensar en él. Tan sólo habían transcurrido seis meses desde el matrimonio de Laura y ya estábamos necesitadas de la lealtad que nos había ofrecido en sus palabras de despedida. ¡Qué poco pensaba yo entonces que un día la íbamos a necesitar!
—Tenemos que hacer todo lo que podamos para salir de esto —dije—. Intentemos hablar con calma, Laura… Intentemos llegar a la mejor decisión.
Relacionando todo lo que ella sabía de los apuros económicos de su marido con la conversación que yo escuché entre él y el abogado, sacamos la conclusión de que el documento que se guardaba en la biblioteca se había preparado con el fin de conseguir un préstamo, y que la firma de Laura era indispensable para que Sir Percival lo lograse.
La segunda cuestión, referente a la naturaleza del contrato legal mediante el cual podría obtener este dinero, y el grado de responsabilidad que podía alcanzar a Laura si firmaba el documento a ciegas, era un asunto que estaba fuera del alcance de nuestros conocimientos y experiencias. Yo tenía, sin embargo, la seguridad de que el misterioso contenido de tal documento ocultaba una operación fraudulenta y miserable.
No había formado este juicio sólo por el hecho de que Sir Percival se obstinara en no permitir a Laura que lo leyese y en no querer explicárselo, pues esta negativa podía depender únicamente de su afán de dominación y de su característica terquedad. Mi único motivo para dudar de su honestidad estribaba en la transformación que había visto operarse en su comportamiento y su lenguaje desde que vivíamos en Blackwater Park, la cual me había convencido de que durante todo el período de su noviazgo, mientras estuvo en Limmeridge, representaba un papel. Su refinada delicadeza, su ceremoniosa cortesía que tan bien cuadraba con las anticuadas ideas del señor Gilmore; su humildad con Laura, su candor conmigo, su ecuanimidad con el señor Fairlie…, todo ello no habían sido más que las artimañas de un hombre brutal, malvado y astuto, que se despojó de ese disfraz cuando su desdoblamiento había logrado lo que se proponía, mostrándose por fin en su verdadera condición aquel día en la biblioteca. No necesito comentar el horror que me produjo éste descubrimiento, pensando en Laura, pues no encuentro palabras para expresarlo. Tan sólo me refiero a ello en forma general, porque es lo que me ha decidido a oponerme absolutamente a que Laura firmase el documento, fueran cuales fueran las posibles consecuencias que esta negativa pudiera acarrearnos, hasta conocer su contenido.
En estas circunstancias, la única solución que nos permitiría al día siguiente mantener nuestra negativa, sería una disculpa que se basara en razones de orden legal o comercial y que demostrase a Sir Percival que nosotras dos, aun siendo mujeres, entendíamos de leyes y obligaciones jurídicas tanto como él.
Después de reflexionar, decidí escribir al único consejero leal que teníamos a mano de quien podíamos esperar que nos ayudase con discreción en nuestra desoladora situación. Este hombre era el socio del señor Gilmore —el señor Kyrle—, que llevaba los asuntos de aquél desde que nuestro viejo amigo había tenido que abandonarlos y marcharse de Londres por motivos de salud. Le expliqué a Laura que el propio señor Gilmore me había indicado que podía confiar en la integridad y discreción de su socio, así como en un perfecto conocimiento de todos los asuntos de Laura, y con su total aquiescencia me puse a escribir inmediatamente la carta.
Empecé por explicar detalladamente al señor Kyrle nuestra situación y luego le supliqué nos contestase a vuelta de correo dándonos su consejo, explicándolo en términos claros y concisos para que pudiésemos comprenderlos sin riesgo de interpretarlos mal o equivocarnos. Hice mi carta tan corta como pude y, creo, logré evitar toda disculpa y detalles inútiles.
Precisamente cuando estaba a punto de escribir las señas en el sobre se le ocurrió a Laura un inconveniente que yo había pasado por alto, absorta como estaba en la redacción de la carta.
—¿Cómo vamos a poder recibir a tiempo la respuesta? —me preguntó—. Esta carta no llegará a Londres antes de mañana por la mañana, y el correo no nos traerá la respuesta antes de pasado mañana.
El único medio de superar esta dificultad era que el abogado nos contestase por un propio. Añadí una postdata en este sentido, rogándole que nos enviara al mensajero en el tren de las once de la mañana que llega a la estación a la una y veinte; así que estaría en Blackwater Park lo más tarde a las dos. Su enviado debería preguntar por mí y no contestar a ninguna otra persona de la casa ni entregar la carta a nadie que no fuese yo misma.
—Por si Sir Percival viniese mañana antes de las dos —dije a Laura—, lo mejor que puedes hacer es marcharte al parque durante toda la mañana, con tu libro o con tu labor, y no volver a casa hasta que el propio haya tenido tiempo de traer la carta. Yo estaré toda la mañana aquí, esperándole, y procuraré evitar cualquier tropiezo o error que pueda ocurrir. Si seguimos este plan espero y creo que estaremos a salvo de sorpresas. Bajemos ahora al salón. Podemos despertar sospechas si seguimos tanto tiempo a solas.
—¿Sospechas? —repitió Laura—. ¿Qué sospechas podemos despertar ahora que no está en casa Sir Percival? ¿Te refieres al conde Fosco?
—Quizá.
—Empiezas a aborrecerlo tanto como yo, Marian.
—No, no le aborrezco. El aborrecimiento en más o en menos, siempre va unido al desprecio, y en el conde no encuentro nada que sea digno de desprecio.
—Entonces, ¿le temes?
—Algo, quizá.
—¿Le temes a pesar de que hoy ha intervenido en nuestro favor?
—Sí. Me asusta más su intervención que los arrebatos de Sir Percival. Recuerda lo que te he dicho en la biblioteca. ¡Hagas lo que hagas, no conviertas al conde en tu enemigo!
Bajamos. Laura entró en el salón, mientras yo me dirigía al vestíbulo con mi carta en la mano hacia el buzón que se hallaba en el otro extremo.
La puerta de la casa estaba abierta y, cuando pasé por delante de ella, vi al conde y a su mujer hablando en la escalinata de la entrada, mirando hacia mí.
La condesa entró en el hall con cierta precipitación y me preguntó si podía dedicarle cinco minutos para hablar de un asunto privado. Me quedé sorprendida tanto al oír aquella pregunta como de ver quién me la dirigía, metí la carta en el buzón y le contesté que estaba a sus órdenes. Me cogió del brazo con una familiaridad amistosa, desacostumbrada en ella y, en lugar de dirigirme hacia algún salón vacío, me llevó hasta el césped que rodeaba el gran estanque.
Cuando pasamos junto al conde, que seguía en la escalinata, nos saludó sonriente; y entró enseguida en la casa entornando tras de sí la puerta, que se quedó cerrada del todo.
La condesa y yo empezamos a dar vueltas alrededor del estanque. Esperaba ser depositaria de alguna confidencia extraordinaria y quedé muy sorprendida cuando resultó que lo que madame Fosco quería decirme en privado no era más que una declaración cortés de su apoyo y sentimiento por lo sucedido aquella mañana en la biblioteca. Su marido se lo había contado todo y se había lamentado de la forma insolente en que me habló Sir Percival. Todo ello la había indignado y entristecido tanto, pensando en mí y en Laura, que había decidido que si algo por el estilo volvía a repetirse, demostraría su rechazo a la intolerable conducta de Sir Percival dejando aquella casa. El conde había aplaudido su idea y esperaba que yo también la aplaudiese.
Me pareció extraño oír aquellas palabras por parte de madame Fosco, una persona tan notoriamente reservada, sobre todo recordando las mordaces frases que nos habíamos dedicado aquella misma mañana en la casita de los botes. No obstante, la más elemental cortesía me obligaba a contestar con amabilidad y agradecimiento esta aproximación amistosa de una persona mayor que yo. Contesté, pues, a la condesa en su propio estilo y luego, creyendo que nos habíamos dicho todo lo que teníamos que decirnos, quise dirigirme a casa.
Pero la señora Fosco parecía estar decidida a no apartarse de mi lado y, ante mi inexplicable asombro, decidió seguir hablando. La que hasta entonces había sido la más silenciosa de las mujeres me perseguía con fluidas trivialidades sobre el tema de la vida matrimonial, sobre Laura y Sir Percival, su propia felicidad, la conducta seguida por el difunto señor Fairlie respecto a ella a la hora de redactar su testamento, y sobre otra media docena de temas, prolongando nuestro paseo alrededor del estanque hasta más de media hora. Si se dio o no cuenta de ello, no lo sé, pero se detuvo tan bruscamente como se me había acercado, miró hacia la puerta de la casa, en un instante recobró su habitual glacialidad y soltó mi brazo, tan de repente, que ni necesité ni tuve tiempo de buscar una disculpa para separarme de ella.
Cuando abrí la puerta de casa y entré en el hall me topé, cara a cara, con el conde, que en aquel momento introducía una carta en el buzón.
Tras cerrarlo, me preguntó dónde me había separado de su mujer. Se lo dije y enseguida salió por la puerta del vestíbulo para reunirse con ella. Al dirigirse a mí noté en sus palabras algo tan sumiso y apacible, tan distinto de su estilo corriente, que le seguí con la mirada dudando de si estaría enfermo o habría perdido la cabeza.
¿Por qué me acerqué luego al buzón, cogí mi carta y la miré con una confusa sensación de recelo? ¿Por qué, cuando la miré una vez más resolví lacrarla para mayor seguridad? Son misterios que resultan demasiado profundos o demasiado sombríos para que yo pueda desentrañarlos. Las mujeres, como es sabido, obramos constantemente por impulsos que ni a nosotras mismas podríamos explicar; y yo quiero suponer que uno de estos impulsos era la fuerza oculta, la causa de mi inexplicable conducta en aquella ocasión.
Sean cuales fueren las influencias secretas que me empujaron a ello, lo cierto es que me felicité por haberlas obedecido en cuanto me dispuse a lacrar la carta al llegar a mi cuarto. Yo había cerrado el sobre como de costumbre mojando la parte engomada y apretándola contra la parte inferior; y cuando ahora la rocé con mis dedos, después de tres cuartos de hora de haberla cerrado, vi que el sobre se abrió al momento sin pegarse ni romperse. ¿Lo había apretado poco? ¿Tendría la goma algún defecto?
O quizás… ¡No!, ¡no!, es insoportable tan sólo sentir que esta tercera suposición acuda a mi mente, prefiero no afrontarla, si me he de expresar con claridad.
Me asusta el mañana. ¡Depende tanto de mi discreción y de mi propio dominio! De todos modos hay dos precauciones que estoy segura de no olvidar. Tengo que tratar con cordialidad al conde y estar muy alerta cuando el propio abogado me traiga la contestación a mi carta.
Cuando a la hora de cenar volvimos todos a reunirnos, el conde Fosco estaba de tan buen humor como de costumbre. Hizo todo lo posible por divertirnos y distraernos, como si quisiera borrar de nuestras mentes cualquier rastro de lo sucedido en la biblioteca aquella tarde. Descripciones jocosas de las aventuras de sus viajes; anécdotas divertidas de personajes famosos que había conocido en el extranjero; fantásticas comparaciones entre las costumbres sociales de diferentes países, sazonadas con ejemplos de diversos hombres y mujeres de toda Europa; declaraciones humorísticas de inocuas locuras de sus años mozos, cuando era el árbitro de la moda en su pueblo italiano de segundo orden y escribía novelas absurdas, imitando la escuela francesa, para un periódico italiano, también de segundo orden. Todo ello brotaba de sus labios con gracia y donaire, y todo ello se dirigía directamente a la curiosidad e interés de cada uno de nosotros, por distintos que fueran, y Laura y yo le escuchábamos con tanta atención y, aunque parezca extraño, con tanta admiración, como la propia madame Fosco. Las mujeres pueden resistir el amor, la fama, la hermosura y hasta el dinero de un hombre, pero no resisten a su palabra si el hombre sabe cómo hablarles.
Después de cenar, y cuando aún estaba viva en nuestras mentes la impresión favorable que nos había producido, el conde desapareció silenciosamente para ir a leer a la biblioteca.
Laura propuso un paseo por el campo para disfrutar de la caída de la noche. La cortesía nos obligaba a proponer a madame Fosco que nos acompañase; pero indudablemente había recibido órdenes de antemano y nos rogó que la excusásemos. «El conde necesitará de seguro una remesa de cigarros y nadie se los hace a su gusto salvo yo», nos explicó, en tono de disculpa. Sus fríos ojos azules brillaban al hacernos esta confidencia, y parecía orgullosa de ser un intermediario del placer que proporcionaba el humo de tabaco a su amo y señor.
Laura y yo salimos solas.
La noche estaba sofocante y nublada. El aire era bochornoso, las flores caían marchitas y el suelo estaba seco y abrasado. El cielo de Occidente, que veíamos por encima de los árboles, tenía tonalidades amarillentas y el sol se escondía con lentitud, entre la niebla. Parecía que iba a llover pronto, tal vez a la puesta del sol.
—¿Qué camino seguiremos? —pregunté.
—Si quieres vamos hacia el lago, Marian —contestó Laura.
—Cuánto te gusta ese tétrico lago.
—No, no me entusiasma el lago, sino el paisaje que lo rodea. Esos matorrales, ese suelo arenoso y esos pinos, son las únicas cosas, en estas inmensas tierras, que me evocan a Limmeridge. Pero si prefieres, vamos a algún otro sitio.
—No tengo preferencia alguna para pasear por Blackwater Park. Vamos hacia el lago, tal vez en aquel lugar haga más fresco que aquí.
Atravesamos en silencio las sombrías masas de árboles. La pesadez del aire nocturno nos agobiaba; sentimos alivio al llegar a la caseta de los botes, donde pudimos sentarnos y descansar.
El lago estaba envuelto por una blanca niebla y la espesa línea oscura que formaban las sombras de los árboles de la otra orilla aparecía como un bosque enano flotando en el cielo. El suelo arenoso y en declive se perdía misteriosamente en la niebla. Reinaba un silencio aterrador. No se oía ni un susurro en las hojas, ni un pájaro en el bosque, ni un graznido de las aves acuáticas en el lago invisible. Hasta el canto de las ranas había cesado esa noche.
—Realmente el lugar resulta fúnebre y desolado —dijo Laura—, pero aquí estamos más aisladas que en ningún otro.
Hablaba con quietud y mirando el paisaje salvaje, de arena y niebla, con ojos pensativos. Comprendí que tenía los pensamientos demasiado ocupados para advertir la impresión lúgubre que ya se había apoderado de los míos.
—Marian, he prometido confesarte toda la verdad sobre mi vida de casada en lugar de dejarte por más tiempo el encargo de adivinarla —comenzó ella. Éste es el primer secreto que te he guardado a ti, querida, y estoy decidida a que sea también el último. He callado por tu bien, como sabes, y quizá un poco por el mío, también. Es muy duro para una mujer confesar que el hombre a quien ha entregado su vida entera es el que, entre todos los demás vivientes, se ocupa menos de ella. Si te hubieses casado tú y, sobre todo, si fueras feliz en tu matrimonio, comprenderías cuánto sufro, como ninguna mujer soltera puede comprender, por abnegada y cariñosa que sea.
¿Qué iba yo a contestarle? Sólo pude coger su mano y mirarla en el rostro poniendo el alma en los ojos.
—¡Cuántas veces —continuó— te he oído reírte de lo que tú llamas «tu pobreza»!, ¡cuántas has ponderado en broma mi suerte de ser rica! ¡Marian, por favor, no vuelvas a reír de ello. Da gracias a Dios por tu pobreza, que te ha hecho dueña de ti misma y te ha librado de mi destino fatal!
¡Qué prólogo más triste para oír de labios de una recién casada! Triste porque anunciaba, directa y resignadamente, la verdad. Los pocos días que habíamos pasado juntas en Blackwater Park fueron suficientes para descubrir ante mí y ante cualquiera, el motivo por el que su marido se había casado con ella.
—No he de mortificarte —siguió— haciéndote escuchar lo pronto que empezaron mis penas y mis desilusiones, ni dándotelas a conocer. Ya es bastante lamentable tenerlas clavadas en mi imaginación. En cuanto conozcas como recibió la primera y última observación que le hice, te darás cuenta de cómo reacciona siempre, tal como si te lo describiera con muchas palabras. Fue un día en Roma, una mañana en la que fuimos juntos a caballo a visitar la tumba de Cecilia Metella. El cielo era radiante y hermoso, las viejas ruinas aparecían más evocadoras que nunca, y el recuerdo de lo que un esposo había edificado tantos años atrás por amor a una mujer hicieron que mirase con más ternura y ansiedad que nunca a mi propio marido «Percival, ¿serías capaz de levantar una tumba semejante para mí? —le pregunté—. Decías antes de casarnos que me amabas apasionadamente y, sin embargo desde entonces…». ¡No pude continuar, Marian!… ¡Ni siquiera me miraba! Bajé el velo de mi sombrero pensando que sería mejor que no viese las lágrimas que no podía contener. Deseé que no me hubiera oído, pero no fue así. «Vámonos», dijo y se rió mientras me ayudaba a montar. Montó él también, y volvió a reírse cuando nos pusimos en camino.
—Si yo mandase edificar una tumba para ti habría de ser con tu propio dinero. Me gustaría saber si Cecilia Metella tendría suficiente fortuna para pagar la suya.
Nada contesté ¿cómo podría pronunciar palabras, cuando estaba llorando tras mi velo?
«—¡Ah!, ¡todas las mujeres de complexión delicada son unas gruñonas!, siguió. ¿Qué es lo que quieres? ¿Palabras dulces y arrumacos? ¡De acuerdo! Esta mañana estoy de buen humor. Considera que te las he dicho y que te he demostrado mi cariño».
Los hombres no saben bien que cuando nos dirigen palabras ofensivas las mujeres no las olvidamos y que nos hacen mucho daño. Hubiera sido mejor para mí haberme dejado llevar del llanto, pero su desprecio secó mis lágrimas y endureció mi corazón. Desde aquel instante, Marian, me entregué a los recuerdos de Walter Hartright. De ahí que los recuerdos de aquellos felices días, cuando tanto nos amábamos uno al otro en secreto, volvieran y me trajeran consuelo. ¿Qué otro apoyo podía buscar? Si hubiésemos estado juntas me hubieras ayudado a encontrar algo mejor. Sé que obraba mal, querida mía, pero dime si no tenía disculpa para ello.
Tuve que apartar mi mirada de ella.
—¡No me preguntes! —le dije—. ¿He sufrido tanto como tú? ¿Qué derecho tengo a sentenciar?
—Yo solía pensar en él —continuó acercándose más a mí y bajando la voz— cuando Percival me dejaba sola por las noches para ir a la Opera. Me gustaba deleitarme en lo que hubiera sido mi vida si Dios me hubiera bendecido con el don de la pobreza y hubiese sido su mujer. Me figuraba vestida con un traje limpio y barato, sentada en casa esperándole mientras él ganaba nuestro pan y yo estaba sentada en casa trabajando y le amaba más porque tenía que trabajar para él; le veía entrar cansado, le quitaba el abrigo y el sombrero y le servía la cena, algún plato que había aprendido a hacer para complacerle… ¡Dios mío! No estará tan solitario y triste para pensar en mí y verme como yo le he visto a él.
Diciendo estas melancólicas palabras, su ternura de otros tiempos volvió a sonar en su voz y su belleza de antaño se reflejaba en su semblante. Sus ojos descansaban risueños sobre el paisaje umbrío, solitario y tenebroso que teníamos a la vista, como si estuviese contemplando las alegres colinas de Cumberland y no aquel cielo amenazante y turbio.
—No hables más de Walter —supliqué en cuanto volví a tener dominio sobre mis sentidos—. Laura, ¡ahórranos a las dos el dolor de hablar de él en estos momentos!
Se levantó y me contempló con ternura.
—Preferiría no hablar nunca más de él, antes que causarte un instante de dolor.
—Es por ti, —imploré—, es por tu interés por el que lo digo. Si te escuchara tu marido…
—No se sorprendería.
Dio esta extraña respuesta con la calma y frialdad del desaliento. Su cambio de actitud al pronunciar estas palabras me asustaron casi más que la misma respuesta.
—¡Qué no se sorprendería! —repetí—. ¡Laura! Piensa lo que dices, me asustas.
—Es verdad, Marian, y esto es lo que iba a decirte cuando estábamos las dos en mi cuarto: mi único secreto, cuando descubrí mi corazón a mi marido en Limmeridge, fue un secreto inocente, Marian, tú misma lo dijiste. Lo único que le oculté fue el nombre y lo ha descubierto.
La oía pero me sentía incapaz de contestar. Sus últimas palabras habían matado las pocas esperanzas que yo abrigaba.
—Sucedió en Roma —siguió con la misma calma y frialdad—. Estábamos en una pequeña fiesta que nos brindaban unos amigos de Percival, el señor y la señora Markland. Esta señora tenía fama de dibujar muy bien y algunos de los invitados la convencieron de que nos enseñase sus bocetos. Todos estuvimos admirándolos, pero yo dije algo que llamó su atención. «Estoy segura que dibuja usted también» me dijo. «Antes dibujaba —contesté—, pero lo he dejado». «Pues si usted dibujaba antes, tal vez volverá a hacerlo, y si lo hace, permítame que le recomiende a un profesor». No dije nada, comprenderás por qué, Marian, y quise cambiar la conversación. Pero la señora Markland insistió. «He tenido toda clase de profesores —dijo— pero el mejor de todos, el más inteligente y el más atento fue un tal Hartright; si alguna vez vuelve a dibujar tómele como maestro. Es un muchacho joven, modesto, y se porta como un auténtico caballero, estoy segura que le gustará». ¡Oír estas cosas en público, dichas en presencia de extraños que precisamente habían venido a conocernos como recién casados! Hice todo lo posible por dominarme, no contesté y bajé la mirada como si estudiara los dibujos. Cuando me decidí a levantar la cabeza mi mirada se cruzó con la de mi marido y me di cuenta de que mi turbación me había descubierto. «Procuraremos encontrar al señor Hartright cuando volvamos a Inglaterra —dijo, sin apartar de mí sus ojos—. Estoy de acuerdo con usted, señora Markland, creo que él le gustará mucho a Lady Glyde». Puso tanto énfasis en estas últimas palabras que la cara me ardió y el corazón me latió como si me asfixiara. No se habló más de ello y nos fuimos pronto. Guardé silencio en el carruaje, cuando regresábamos al hotel. Me ayudó a bajar y me acompañó por la escalera sin que notase algo inusual en él. Pero en cuanto llegamos al salón cerró la puerta, me empujó hacia una silla y se inclinó sobre mí presionando mis hombros con sus manos. «Desde aquella mañana en que me hiciste tu audaz confesión, en Limmeridge, —me dijo—, estaba deseando saber quién era aquel hombre y lo he sabido esta noche, mirando tu cara. El hombre era tu profesor de dibujo y se llama Hartright. Tú y él os arrepentiréis de ello hasta la última hora de vuestras vidas. Ahora vete a la cama y sueña con él si quieres, sueña con las marcas que dejará mi látigo en su espalda». Y desde entonces siempre que se enfada conmigo me recuerda con burla o amenaza la confesión que le hice en tu presencia. No tengo poder sobre él para convencerle de que me crea ni para hacerle guardar silencio. Tú te sorprendiste hoy cuando le oíste decir que había hecho de la necesidad una virtud al casarme con él. No te sorprendas cuando vuelvas a oírlo en otro de sus arrebatos. ¡Oh Marian! ¡No te sorprendas! ¡No! ¡Me harás sufrir!
La cogí en mis brazos, y el dolor y tormento de mis remordimientos me hicieron apretarla con todas mis fuerzas. Sí, ¡mis remordimientos! La desesperación que vi pintada en el rostro de Walter cuando mis crueles palabras le hirieron de pleno en el corazón, en el pabellón de Limmeridge, apareció a mis ojos como un reproche mudo e insoportable. Mi mano fue la que señaló el camino que condujo al hombre a quien mi hermana amaba, paso a paso, lejos de sus amigos y de su patria. Yo había estado entre esos dos corazones jóvenes para separarlos eternamente uno del otro, era yo quien había arruinado las vidas de ambos, y ahí estaban los dos destrozados, testimonio de mi actuación. Yo había hecho todo esto y lo había hecho por Sir Percival Glyde.
¡Por Sir Percival Glyde!
La oía hablar y comprendía, por el tono de su voz, que me estaba consolando. ¡A mí, que no merecía más que la censura de su silencio! No puedo decir cuanto tiempo pasó hasta que me sobrepuse a la atormentadora desesperación de mis propios pensamientos. Lo primero que sentí fue que ella estaba besándome, y entonces mis ojos se abrieron de repente al mundo exterior y supe que estaba mirando mecánicamente la superficie del lago.
—Es tarde —decía Laura en un murmullo—. Estará oscuro en el bosque —y sacudía mi brazo, repitiendo—: ¡Marian, estará oscuro en el bosque!
—¡Dame un minuto más —dije yo— dame un minuto para reponerme!
Me asustaba la idea de mirarle a la cara, y continuaba con la vista clavada en el panorama del lago.
Era tarde. La línea oscura de los árboles se había diluido desde el cielo entre las tinieblas y parecía una gran guirnalda de humo. La niebla que cubría el lago se iba extendiendo y avanzaba hacia nosotras. El silencio seguía reinando, pero ya no causaba terror, y sólo persistía el solemne misterio de su quietud.
—Estamos muy lejos de casa —susurró Laura—. Vámonos.
De pronto calló y volvió la cara hacia la entrada de la caseta.
—¡Marian! —dijo, temblando fuertemente—. ¿No ves nada? ¡Mira!
—¿Dónde?
—Allí abajo…
Señalaba algo con la mano. Mis ojos siguieron su gesto y también vi lo que ella veía.
Una silueta animada se movía en la lejanía, sobre el páramo desierto. Cruzó el espacio que se abría ante nosotras desde la caseta y pasó como una sombra a lo largo de la niebla. Se detuvo lejos, frente a donde estábamos, esperó y siguió adelante; se movía con lentitud, detrás de su silueta se levantaba una blanca nube de brumas; iba despacio, muy despacio, hasta que desapareció detrás de la caseta, y no la volvimos a ver.
Estábamos las dos nerviosas debido a nuestra conversación. Pasaron unos minutos antes de que Laura se decidiera a adentrarse en el bosque y yo pudiera pensar en llevarla a casa.
—¿Era hombre o mujer? —preguntó Laura en un susurro cuando al fin salimos fuera, a la húmeda oscuridad.
—No estoy segura.
—¿Qué crees tú?
—Parecía una mujer.
—Me asusté porque creí que era un hombre con un abrigo largo.
—Podía ser un hombre. Es difícil tener seguridad viéndolo en la penumbra.
—¡Espera, Marian! Tengo miedo… No veo el sendero… ¿Y si nos estuvieran siguiendo?
—Nada de eso Laura. En realidad, no hay motivos para que nos alarmemos. Las riberas del lago no están lejos del pueblo, y cualquiera tiene derecho a pasear por ellas de día o de noche. Lo único raro es que no nos hayamos tropezado con nadie hasta ahora.
Ya estábamos en los plantíos. La oscuridad era tan profunda, que nos fue difícil seguir el sendero. Di el brazo a Laura y echamos a andar lo más deprisa que pudimos hacia la casa.
Antes de llegar a la mitad del camino Laura se paró y me obligó a detenerme también. Estaba escuchando algo.
—¡Chis! Hay alguien detrás.
—Son las hojas caídas —intenté tranquilizarla—, o alguna rama que ha caído de un árbol.
—Estamos en verano, Marian, y no hay ni un soplo de viento… ¡Escucha!
Yo también oía el ruido… El ruido que parecía ser de unos pasos ligeros que nos siguieran.
—No importa qué sea ni quién sea —dije yo—, vamos a seguir. En un minuto, si no se presenta nada que nos alarme, estaremos tan cerca de casa que nos podrán oír.
Seguimos muy deprisa, tan deprisa que Laura estaba sin aliento cuando nos encontramos casi en medio del sembrado de árboles y a la vista de las ventanas iluminadas.
Esperé unos instantes para que descansara. Precisamente cuando íbamos a proseguir el camino volvió a detenerse y me indicó con la mano que escuchara. Ambas oímos claramente un largo y profundo suspiro detrás de nosotras entre la negra espesura de los árboles.
—¿Quién está ahí? —grité.
Nadie me contestó.
—¿Quién está ahí? —repetí.
Siguió un momento de silencio y luego volvimos a oír los pasos ligeros que se alejaban en la oscuridad, cada vez más suaves y lentos, hasta que se perdieron en el silencio.
Salimos deprisa de entre los árboles para llegar a la explanada; la cruzamos con la misma rapidez, y llegamos a casa sin haber cruzado palabra.
A la luz de la lámpara del vestíbulo, Laura me miraba con las mejillas lívidas y los ojos asustados.
—Estoy medio muerta de miedo —dijo—. ¿Quién podrá ser?
—Trataremos de averiguarlo mañana —le contesté—. Entretanto no digas a nadie lo que hemos visto y oído.
—¿Por qué no decirlo?
—Porque el silencio es seguro y necesitamos seguridad en esta casa.
Envié inmediatamente a Laura a su cuarto, me quité el sombrero y me arreglé el pelo para ir a la biblioteca y empezar mis pesquisas con el pretexto de buscar un libro.
Allí estaba el conde ocupando la butaca más amplia de la casa, fumando y leyendo tranquilamente, con los pies extendidos sobre una otomana, la corbata sobre las rodillas y el cuello de la camisa desabrochado. Y junto a él, como un niño obediente, estaba sentada en un taburete la condesa Fosco haciéndole cigarrillos. Ni el marido ni la mujer podían haber estado en el parque durante aquella noche entrando a toda prisa en la casa. Comprendí, sólo con verlos, que tenía la respuesta que quería encontrar al dirigirme a la biblioteca.
El conde Fosco se levantó aparentando un cortés sobresalto y se puso la corbata, cuando entré.
—Por favor, no se moleste —le dije—. No he venido más que a buscar un libro.
—Todos los que tienen la desgracia de ser tan gordos como yo sufren del calor —me contestó mientras se daba aire con un gran abanico verde—. Me gustaría cambiar con mi excelente mujer. En este momento no tiene más calor que un pez fuera del estanque.
La condesa pareció derretirse con la original comparación de su marido y dijo, con el aire modesto de una persona que confiesa uno de sus méritos:
—Nunca tengo calor, señorita Halcombe.
—¿Han estado usted y Lady Glyde de paseo esta tarde? —preguntó el conde, mientras yo cogía un libro de un estante para cubrir las apariencias.
—Sí, ahora venimos de tomar un poco el fresco.
—¿Puedo preguntar hacia dónde fueron ustedes?
—Hacia el lago; llegamos hasta la caseta de los botes.
—¡Ah!… ¿Hasta la caseta de los botes?
En otras circunstancias me hubiera molestado su curiosidad. Pero esa noche la consideré como prueba de que ni él ni su mujer tenían relación con la misteriosa figura que vimos en el lago.
—Me figuro que esta tarde no habrá tenido nuevas aventuras —continuó—. No habrá hecho otro descubrimiento como el del perro herido.
Fijó en mí sus ojos impenetrables, con ese brillo frío, intenso e irresistible que me obliga siempre a mirarle, dejándome incómoda al hacerlo. En esos momentos siento la sospecha inconsciente de que sus pensamientos están escudriñando los míos. Y la sentí entonces.
—No —contesté secamente—. Ni aventuras ni descubrimientos.
Quise apartar de él mi mirada y salir del cuarto. Aunque parezca raro, no creo que lo hubiera conseguido si madame Fosco no me hubiera ayudado haciendo que el conde apartase la suya primero.
—Conde, tiene a la señorita Halcombe en pie —dijo.
En el momento en que se volvió para buscarme una silla aproveché la oportunidad, le di las gracias, me disculpé y salí.
Una hora más tarde, cuando la doncella de Laura estaba en el cuarto de la señora, encontré la ocasión para hablar del bochorno de la noche con el objeto de averiguar qué habían estado haciendo los criados a la hora de nuestro paseo.
—¿Han tenido mucho calor abajo? —le pregunté.
—No, señorita —dijo la muchacha—; casi no lo hemos sentido.
—Entonces habrán estado ustedes fuera, en el bosque, supongo.
—Algunos de nosotros pensábamos ir, señorita. Pero la cocinera dijo que iba a sacar su silla al patio que da a la puerta de la cocina, que está muy fresco, y acabamos por hacer todos lo mismo.
De la única persona que no sabía nada era del ama de llaves.
—¿Se ha acostado la señora Michelson? —proseguí, inquisitiva.
—Me parece que no, señorita —contestó la muchacha, sonriendo—. Es muy probable que se esté levantando ahora y no que se vaya a la cama.
—¿Por qué? ¿Qué quiere decir? ¿Es que la señora Michelson ha estado en cama durante el día?
—No, señorita; no del todo. Ha pasado la tarde dormida en el sofá de su cuarto.
Entre lo que yo misma había observado en la biblioteca y lo que me decía la doncella de Laura, había una conclusión que parecía inevitable. La persona que vimos en el lago no era ni la señora Fosco, ni su marido, ni ninguno de los criados. Los pasos que oímos detrás de nosotras no pertenecían a nadie de los habitantes de la casa.
¿Quién pudo ser?
Es inútil preguntarlo. Ni siquiera puedo decir si eran de hombre o mujer. Sólo puedo decir que creo que eran de una mujer.