En el verano de mil ochocientos cincuenta llegué a Inglaterra…
En el verano de mil ochocientos cincuenta llegué a Inglaterra, con una delicada misión política que me había sido encomendada por una potencia extranjera. Personas de mi confianza mantenían conmigo unas relaciones semioficiales y yo estaba autorizado a dirigir sus esfuerzos; entre ellos se hallaba el matrimonio Rubelle. Yo disponía de unas semanas antes de iniciar mis tareas y de instalarme en los suburbios de Londres. Sería natural que se me preguntase por curiosidad cuáles eran aquella tareas. Comprendo perfectamente esta pregunta, y lamento que intereses diplomáticos me impidan contestarla.
Decidí pasar dicho período preliminar de reposo en la magnífica residencia de mi llorado amigo Sir Percival Glyde. Él llegaba del continente con su mujer. Yo llegaba del continente con la mía. Inglaterra es el país de la felicidad hogareña. ¡Cuál no fue nuestro acierto al volver a ella en estas circunstancias hogareñas!
El lazo de amistad que nos unía a Percival y a mí se estrechó todavía más por la similitud enternecedora de nuestras respectivas situaciones pecuniarias. Ambos necesitábamos dinero. ¡Inmensa necesidad! ¡Deseo universal! ¿Existe un solo ser civilizado que no lo sienta como nosotros? ¡Qué insensible debe ser un hombre así!, o ¡qué rico!
No entro en detalles sórdidos o prosaicos al hablar de este tema. Mi mente los repele. Con la austeridad de un romano, muestro mi bolsa vacía y la de Percival, a las miradas repulsivas del público. Dejemos que este hecho deplorable hable por sí mismo de una vez para siempre, y sigamos.
En dicha mansión nos recibió esa criatura portentosa que mi corazón evoca llamándola Marian, que en la atmósfera más fría de la sociedad es designada como «señorita Halcombe». ¡Santo cielo! Con qué inconcebible rapidez aprendí a adorar a aquella mujer. A los sesenta años la idolatraba con el ardor volcánico de los dieciocho. Todo el oro de mi rica naturaleza lo puse sin esperanza a sus pies. A mi mujer ¡pobre ángel mío!, a mi mujer, que me adora, tan sólo le quedaban los chelines y los peniques. Así es el Mundo, así es el Hombre, así es el Amor. ¿Qué somos nosotros (pregunto yo) sino títeres de un retablo? ¡Oh Destino omnipotente, tira de nuestros hilos con suavidad! ¡Compadécete cuando nos haces danzar sobre nuestro miserable escenario!
Estas líneas, si se las entiende bien, expresan todo un sistema filosófico, el Mío.
Continúo.
Las circunstancias de nuestra estancia en Blackwater Park, en los primeros tiempos, están descritas con asombrosa precisión, con una profunda penetración mental, por la mano de la propia Marian (que me sea disculpada la embriagadora familiaridad de llamar a esta sublime criatura por el nombre de pila). El conocimiento exacto del contenido de su Diario —al que pude acceder por medios clandestinos— indeciblemente precioso para mi recuerdo, exime a mi diligente pluma de tratar los temas que esta mujer insuperable ha hecho suyos y ha agotado en su esencia.
Los intereses —intereses arrobadores e inmensos— que aquí quiero referir, comienzan con la deplorable calamidad de la enfermedad de Marian.
La situación en aquel período era alarmante en su gravedad. Percival necesitaba grandes sumas de dinero que debía pagar en una fecha determinada (no digo nada de las módicas cantidades que yo también necesitaba), y la única fuente imaginable que podía proporcionárnoslas era la fortuna de su mujer, la cual no podía disponer hasta la muerte de aquélla. Hasta aquí la cosa andaba mal, y desde entonces anduvo peor. Mi infortunado amigo tenía problemas de carácter particular; la delicadeza de mi afecto desinteresado por él me impedía interrogarlo con excesiva curiosidad. Sólo sabía que una mujer llamada Anne Catherick se ocultaba cerca de la finca; que estaba en comunicación con Lady Glyde y que el resultado de todo ello podía ser la revelación de un secreto que representaría la ruina segura para Percival. Él mismo me había dicho que estaría perdido si no se conseguía acallar a la mujer y encontrar a Anne Catherick. Si él estuviera perdido, ¿qué sería de nuestros intereses pecuniarios? ¡A pesar de ser valiente por naturaleza, esa idea me hizo temblar!
Toda la fuerza de mi inteligencia estaba dirigida ahora a la forma de encontrar a Anne Catherick. Nuestros apuros monetarios, por importantes que fuesen, admitían una prórroga pero la necesidad de encontrar a esa mujer no la admitía. Lo único que sabía de ella era que tenía un extraordinario parecido con Lady Glyde. El enterarme de este hecho curioso —que tan sólo debía ayudarme a identificar a la persona que buscábamos—, junto con la información adicional de que Anne Catherick se había escapado de un manicomio, fue el inicio de la inmensa concepción que nació en mi mente y que más tarde produjo resultados tan maravillosos. Esta concepción suponía nada menos que transformar por completo dos identidades independientes. Lady Glyde y Anne Catherick, debían intercambiar sus nombres, lugares y destinos, una con la otra, y las consecuencias prodigiosas de aquel intercambio serían la ganancia de treinta mil libras y la eterna conciliación del secreto de Sir Percival.
Mis instintos (que rara vez fallan) me sugirieron, al estudiar las circunstancias, que nuestra invisible Anne volvería tarde o temprano a la casita de botes del lago Blackwater. Me aposté allí, avisando previamente a la señora Michelson, ama de llaves, que si me necesitasen yo estaría en aquel lugar solitario, estudiando. Tengo por regla no hacer nunca misterios innecesarios para no levantar sospechas acerca de mi sinceridad. La señora Michelson me creía a ojos cerrados. Esta mujer con trazas de una dama (viuda de un pastor protestante) resplandecía de fe. Conmovido por aquella confianza simple y superflua en una mujer en sus años maduros, abrí los amplios recipientes de mi naturaleza y absorbí por completo aquella fe.
Mi vigilancia a la orilla del lago fue premiada con la aparición, no de la misma Anne Catherick, sino de la mujer que cuidaba de ella. Este personaje también desbordaba fe sencilla que yo absorbí de igual manera que en el caso antes descrito. Dejaré a ella el cuidado de describir las circunstancias (si ella no lo ha hecho ya) en las que me introdujo ante el objeto de sus cuidados maternales. Cuando vi a Anne Catherick por primera vez, estaba durmiendo. Me quedé mesmerizado por el parecido entre aquella desventurada mujer y Lady Glyde. Los detalles del gran plan que hasta entones se me habían insinuado sólo a grandes trazos, se me presentaron en su plena combinación magistral ante la vista de aquel rostro dormido. Al mismo tiempo, mi corazón, siempre sensible a influjos de ternura, se deshizo en lágrimas ante el espectáculo de sufrimiento que se me ofrecía. Inmediatamente me ocupé en proporcionarle alivio. En otras palabras me procuré el estimulante indispensable para restablecer las fuerzas de Anne Catherick que ella necesitaba para emprender el viaje hasta Londres.
Al llegar aquí he de hacer una protesta necesaria y he de enmendar un lamentable error.
He pasado los mejores años de mi vida estudiando ardorosamente la ciencia médica y la química. Esta última sobre todo siempre ha ejercido una atracción irresistible sobre mí por el poder enorme e ilimitado que confiere su conocimiento. Los químicos, y lo digo con énfasis, podrían mandar si quisieran, sobre los destinos de la humanidad. Dejadme explicar esto antes de seguir adelante.
Se dice que la mente gobierna al mundo. Pero ¿qué gobierna la mente? El cuerpo. Y el cuerpo (síganme con atención) está a merced del más omnipotente de todos los potentados que es el Químico. Dadme química a mí, a Fosco, y cuando Shakespeare acaba de concebir Hamlet y se sienta para ejecutar su concepción yo, echando en su comida diaria unos granitos de polvos, reduciría su inteligencia influyendo sobre su cuerpo hasta que su pluma escribiese la más abyecta tontería que jamás haya degradado papel alguno. En circunstancias similares hagamos revivir al ilustre Newton. Les garantizo que cuando vea caer la manzana, la comerá en lugar de descubrir el principio de gravitación. La cena de Nerón lo transformará en el hombre más manso antes de que pueda digerirla; y el desayuno de Alejandro el Grande le hará poner pies en polvorosa al ver al enemigo esta misma tarde. Doy mi sagrada palabra de honor que la sociedad es dichosa porque los químicos modernos, por una buena suerte incomprensible, son los seres más inofensivos del género humano, en su mayoría son venerables padres de familia alelados con la admiración por el sonido de sus voces pedagógicas; visionarios que desperdician su vida en fantásticas imposibilidades o charlatanes cuya ambición no vuela más alto que donde ponemos los pies. Así la sociedad permanece a salvo, y el ilimitado poder de la Química sigue siendo esclavo de los fines más superficiales y más insignificantes.
¿Por qué este desahogo? ¿Por qué esta elocuencia mortificantes?
Porque se ha interpretado mal mi conducta, porque se han comprendido mal mis motivos. Se ha dicho que utilicé mis vastos conocimientos de química contra Anne Catherick y que los hubiera utilizado, si hubiese podido, contra la misma sublime Marian. ¡Las dos son insinuaciones odiosas! Todo mi interés estribaba (como se verá) en que Anne viviese. Toda mi ansiedad se concentraba en rescatar a Marian de las manos del diplomado imbécil que la asistía y quien vio todos mis consejos ratificados por el médico que llegó de Londres. Tan sólo en dos ocasiones —ambas igualmente inofensivas para la persona en quien realicé mis experiencias— me valí de mis conocimientos químicos. En la primera de ellas, después de seguir a Marian hasta la posada de Blackwater (estudiando, oculto tras un carro que le impidió verme, la poesía de los movimientos encarnada en su andar), contaba con la ayuda de mi inapreciable mujer para copiar una e interceptar la otra de las dos cartas que mi adorada enemiga había confiado a la criada despedida. En este caso, como las cartas estaban en el corpiño de la muchacha, madame Fosco pudo abrirlas, leerlas, cumplir con mis instrucciones, cerrarlas y devolverlas a su sitio sólo porque estaba ayudada por la ciencia y esta ayuda se la había proporcionado yo envasada en un frasco de media onza. La otra ocasión en que empleé los mismos medios, fue cuando Lady Glyde llegó a Londres (lo contaré enseguida). Jamás en ningún otro caso contraje deuda con mi Arma si no era aplicándola a mí mismo. Ante todas las demás emergencias y complicaciones, mi capacidad natural para combatir las circunstancias con mano desarmada me resultaba invariablemente suficiente. Afirmo la inteligencia de esta capacidad que supera todos los obstáculos. Sacrificando al Químico, reivindico al Hombre.
Respeten este arrebato de generosa indignación. Me ha aliviado de modo indecible. En route! Sigamos adelante.
Al sugerir a la señora Clement (o Clements, no estoy seguro) que la mejor manera de poner a Anne fuera de alcance de Sir Percival era llevarla a Londres, al comprobar que mi propuesta fue acogida con entusiasmo, y al fijar el día en que me encontraría con las viajeras en la estación para acompañarlas hasta el tren, yo estaba en libertad de volver a casa y afrontar las dificultades que me aguardaban.
Lo primero que hice fue confirmar la devoción sublime de mi esposa. Yo había apalabrado con la señora Clements que comunicase su dirección londinense, por el bien de Anne, a Lady Glyde. Pero esto no era suficiente. En mi ausencia, alguien espabilado podría hacer tambalear la simple confidencia de la señora Clements y ésta no me escribiría. ¿Quién estaría dispuesto a viajar a Londres en el mismo tren y seguirla hasta su casa? Me hice esta pregunta. Me contestó inmediatamente la parte conyugal de mi ser: sólo madame Fosco.
Cuando decidí confiar la misión de Londres a mi mujer, lo arreglé de tal forma que el viaje sirviese a un doble propósito. Una enfermera para la adolecida Marian tan leal a la paciente como a mí mismo, representaba una necesidad, dada mi situación. Una de las mujeres más notoriamente discretas y capacitadas del mundo se encontraba, por suerte, a mi disposición. Me refiero a aquella respetable matrona, madame Rubelle, a la cual dirigí una carta que llevó mi mujer a su domicilio londinense.
El día estipulado, la señora Clements y Anne Catherick, me esperaban en la estación. Las acompañé al tren amablemente. Amablemente acompañé hasta el mismo tren a madame Fosco. A última hora de la noche mi esposa volvió a Blackwater, después de haber cumplido mis instrucciones con la más intachable precisión. Venía acompañada de madame Rubelle y me traía las señas de la señora Clements en Londres. Los ulteriores acontecimientos mostraron que esta última precaución fue innecesaria. La señora Clements comunicó cumplidamente su paradero a Lady Glyde. Ojo avizor ante cualquier futura emergencia, guardé su carta.
Ese mismo día tuve una breve entrevista con el médico durante la cual protesté, en nombre de los sagrados intereses de la humanidad, contra el tratamiento que él seguía en el caso de Marian. Él estuvo insolente, como todos los ignorantes lo son. Yo no mostré resentimiento; relegué pelearme con él hasta el día en que tal pelea sirviera para algún propósito.
Lo que hice luego, fue marcharme de Blackwater yo mismo. Tenía que buscarme una vivienda en Londres, en previsión de los acontecimientos verdaderos. También quería tratar un asunto de índole familiar con el señor Frederick Fairlie.
Encontré la casa que quería en St. John’s Wood y encontré al señor Fairlie en Limmeridge de Cumberland.
Mi propio conocimiento privado de la naturaleza de la correspondencia de Marian me había informado en su momento que ella había escrito al señor Fairlie proponiendo, como una solución a los problemas matrimoniales de lady Glyde, llevarla a visitar a su tío de Cumberland. Inteligentemente dejé que aquella carta llegase a su destino; pues había sentido que no haría daño, y sí podía tener provecho. Ahora me presentaba ante el señor Fairlie para apoyar la proposición de la misma Marian, si bien introduciendo ciertas modificaciones que, afortunadamente para el éxito de mis planes, su enfermedad había hecho realmente inevitables. Era preciso que Lady Glyde saliese de Blackwater sola, siguiendo la invitación de su tío, y que pasase durante su viaje una noche en casa de su tía (la casa que yo había alquilado en St. John’s) siguiendo el consejo expreso de su tío. Conseguir estos resultados, y procurarme una invitación hecha por escrito que yo podría enseñar a Lady Glyde, eran los objetivos de mi visita al señor Fairlie. Si digo que este caballero era tan débil de espíritu como de cuerpo y que yo arrojé toda la fuerza de mi carácter sobre él, habré dicho suficiente. Vine, vi y vencí a Fairlie.
Al volver a Blackwater Park con la carta de invitación me encontré con que el tratamiento estúpido que el médico aplicaba al caso de Marian, había conducido a los resultados más alarmantes. La fiebre había evolucionado el tifus. Lady Glyde el día de mi regreso trató de entrar por fuerza en la habitación de su hermana para cuidar de ella. Entre ella y yo no había afinidad de sentimientos; ella había cometido un ultraje imperdonable para mi sensibilidad llamándome espía, era un impedimento en mi cálculo y en el de Percival, pero a pesar de todo eso, mi magnanimidad me impidió propiciar que se pusiera en peligro de contagiarse. Al mismo tiempo tampoco me opuse a que ella misma se pusiera en tal peligro. Si ella lo hubiera conseguido, el intrincado nudo que con lentitud y paciencia iba yo deshaciendo quedaría cortado por fuerza de las circunstancias. Pero tal y como estaban las cosas intervino el doctor y no se le dejó entrar en el cuarto.
Algún tiempo antes yo mismo había recomendado que se llamase a mi doctor de Londres para consultar con él. Ahora se siguió mi consejo. El médico llegó y confirmó mi punto de vista. La crisis era seria. Pero al quinto día de haberse declarado el tifus tuvimos esperanzas de que nuestra encantadora paciente se salvara. En esta época no me ausenté de Blackwater Park más que una vez, cuando fui a Londres en el tren de la mañana, para ultimar los arreglos de la casa de St. John’s Wood; para asegurarme, por medios privados, de que la señora Clements no había cambiado de casa y para concertar asuntos preliminares con el esposo de madame Rubelle. Volví por la noche. Cinco días después el médico declaró que nuestra querida Marian se hallaba fuera de peligro, y que no necesitaba otra cosa sino simple atención y cuidados. Ése era el momento que yo esperaba. Ahora que la asistencia del médico no era ya indispensable, hice la primera pasada de mi juego para deshacerme del doctor. Era uno de los muchos testigos que yo tenía en mi camino y de los que tenía que librarme. Un altercado vivaz entre nosotros (en el que Percival, siguiendo mis previas instrucciones, se negó a intervenir), sirvió a este propósito. Aplasté a aquel miserable con una avalancha de indignación irresistible y lo barrí de la casa.
Los criados eran otro impedimento que tenía que eliminar. De nuevo tuve que dar instrucciones a Percival (cuyo valor moral requería estimulación constante), y la señora Michelson quedó un día pasmada de asombro al oír decir a su amo que se iba a romper el orden de cosas establecido. Limpiamos la casa, de todos los sirvientes menos una, que dejamos para que cuidase de la casa, y en cuya obtusa estupidez podíamos confiar, pues no le permitiría hacer ningún descubrimiento embarazoso. Cuando se marcharon los criados no me quedaba otra cosa que hacer que librarnos de la señora Michelson, y conseguimos este resultado con facilidad, enviando a esta campechana señora a buscar en la costa un alojamiento apropiado para su señora.
Ahora las circunstancias eran exactamente como debían ser. Lady Glyde seguía confinada en su cuarto por una afección nerviosa, y por las noches, una criada imbécil (he olvidado su nombre), estaba encerrada con ella allí arriba para atender a su dueña. Marian, aunque mejoraba con rapidez, no se levantaba todavía y madame Rubelle le hacía de enfermera. En la casa no quedaban más personas que mi mujer, yo y Percival. Con todas estas ventajas a nuestro favor hice la segunda pasada del juego.
Ahora el objetivo consistía en inducir a Lady Glyde a dejar Blackwater Park marchándose sola, sin su hermana. Y a menos que pudiésemos convencerla de que Marian ya se había ido de Blackwater a Cumberland, no se podía contar con que saliera de la casa por su propia voluntad. Para producir el efecto sobre su mente escondimos a nuestra querida enferma en uno de los cuartos inhabitados de Blackwater. Era noche cerrada cuando madame Fosco, madame Rubelle y yo (Percival no tenía bastante sangre fría para confiar en él), la llevamos a aquel escondrijo. La escena fue sumamente pintoresca, misteriosa y dramática. Por la mañana, siguiendo mis indicaciones, se había preparado la cama de la enferma sobre un fuerte armazón de madera desmontable. Sólo teníamos que levantar suavemente el armazón, cogiéndolo por los pies y por la cabecera y transportar a nuestra paciente adonde nos placiera, sin hacerle abandonar la cama. En aquella ocasión no se precisó ni se usó medio químico alguno. Nuestra querida Marian estaba sumida en el sueño profundo de la convalecencia. Previamente colocamos las velas y abrimos las puertas. Yo a causa de mi gran fuerza física, cogí la cabecera del armazón, y madame Rubelle y mi mujer la llevaron por los pies. Llevé mi parte de esta carga deliciosa e inestimable con la ternura de un hombre y el cuidado de un padre. ¿Dónde estará el moderno Rembrandt que pudiera plasmar nuestra procesión de medianoche? ¡Ay del arte! ¡Ay del más pintoresco de los temas! El moderno Rembrandt no aparece por ninguna parte.
A la mañana siguiente mi mujer y yo nos marchamos a Londres, dejando a Marian recluida en el centro inhabitado de la casa y bajo la vigilancia de madame Rubelle, la cual accedió amablemente a quedar aprisionada dos o tres días con su paciente. Antes de irnos entregué a Percival la carta del señor Fairlie, con la invitación para su sobrina (aconsejándole que descansara una noche en casa de su tía antes de seguir el viaje a Cumberland), indicándole que debía enseñarla a Lady Glyde al recibir noticias mías. También recibí de él las señas del manicomio en el que había estado recluida Anne Catherick y una carta para su dueño anunciando a aquel caballero que su paciente fugitiva volvía para someterse a cuidados médicos.
En mi última visita a la metrópoli había dispuesto las cosas de modo que nuestra modesta asistenta doméstica estuviese preparada para recibirnos cuando llegásemos a Londres en el primer tren de la mañana. A consecuencia de esta precaución prudente estuvimos en condiciones de hacer la tercera pasada del juego aquel mismo día y tomar posesión de Anne Catherick.
Aquí son importantes las fechas. Reúno en mi persona las características opuestas del Hombre de Sentimientos y del Hombre de Negocios. Tengo todos los datos en la punta de mi pluma.
El miércoles 24 de Julio de 1850 envié a mi mujer en un coche para que quitase de nuestro camino a la señora Clements, para empezar. Un presunto aviso que Lady Glyde enviaba desde Londres bastó para obtener tal resultado. La señora Clements subió al coche, mi mujer la dejó en él (con la disculpa de que necesitaba comprar algo), y se marchó para recibir a su esperada invitada en nuestra casa de St. John’s Wood. Difícilmente hace falta añadir que se había hecho pasar a la invitada ante nuestras criadas como Lady Glyde.
Entre tanto, yo había salido en otro coche llevando una nota para Anne Catherick diciéndole que la señora Clements iba a pasar el día con Lady Glyde y que Anne debía reunirse con ellas, guiada por el buen caballero que esperaba fuera y que la había salvado ya de ser descubierta por Sir Percival, en Hampshire. El «buen caballero» envió la nota con un chiquillo de la calle y esperó ver los resultados una o dos puertas más abajo. En el mismo instante en que Anne apareció en la puerta de la casa y la cerró, este excelente caballero abría ante ella la puerta del coche, le ayudaba a subir y la llevaba fuera.
(Permitid que haga aquí una exclamación entre paréntesis: ¡qué interesante!).
En el camino, hasta llegar a Forest Road, mi compañera no demostró tener miedo. Puedo ser paternal —más que cualquier otro hombre— cuando quiero; y en esta ocasión fui intensamente paternal. ¡Cuántos títulos poseía para merecer su confianza! Había preparado la medicina que le había hecho tanto bien y la había prevenido del peligro de Sir Percival. Quizá confié de modo demasiado irrefutable en estos títulos; quizá no supe apreciar la suspicacia de instintos inferiores que se da en personas mentalmente débiles; lo seguro es que no la preparé como debía para al desengaño que se iba a llevar al entrar en mi casa. Cuando la introduje en nuestro salón, cuando vio que allí no había nadie más que madame Fosco, a quien desconocía, mostró la más violenta agitación; como si hubiera olfateado peligro en el aire, igual que un perro olfatea la presencia de un ser invisible, y su alarma no podía manifestarse de manera más repentina y más irrazonable. Intervine, pero fue en vano. Hubiera podido suavizar el miedo que la invadía, pero la grave afección cardíaca que sufría estaba fuera del alcance de todo paliativo moral. Vi con espanto que comenzaban a sacudirla las convulsiones y comprendí que un golpe semejante para el organismo, en sus condiciones, podía causarle la muerte en cualquier momento.
Se mandó buscar al doctor que había más cerca y se le dijo que «Lady Glyde» necesitaba de sus inmediatos servicios. Para mi infinito alivio, era un hombre capacitado. Le presenté a mi huésped como una persona aquejada de debilidad mental y dada a algunas manías, y decidí que en vez de una enfermera sería mi mujer la que vigilaría a la enferma. La desgraciada mujer estaba, sin embargo, demasiado enferma para preocuparse de lo que pudiese decir. El único temor que me oprimía ahora era que la falsa Lady Glyde se muriese antes de que la auténtica Lady Glyde llegara a Londres.
Por la mañana había escrito una nota para madame Rubelle encargándole que me esperase en casa de su marido en la tarde del viernes 26; y otra para Percival diciéndole que era momento de que enseñase a su mujer la carta del señor Fairlie invitándola a su casa; que le asegurase que Marian se había marchado ya y que la acompañase para que cogiera el tren de las doce del día 26. Al reflexionar bien, dado el estado de salud de Anne Catherick, sentí la necesidad de acelerar el curso de los acontecimientos y de tener a mano a Lady Glyde antes de lo que yo había pensado al principio. ¿Qué indicaciones nuevas podía dar yo ahora, envuelto en la terrible incertidumbre de mi situación? Sólo podía confiar en la buena suerte y en el médico. Mis emociones se desataron en patéticos lamentos para que todos me oyeran llorar a «Lady Glyde». En todos los demás aspectos Fosco, aquel día memorable, fue un Fosco envuelto en un eclipse total.
La enferma pasó una mala noche, se despertó cansada pero unas horas más tarde revivió de una manera asombrosa. Mi ánimo elástico revivió con ello. Hasta la mañana del día siguiente, el 26, yo no esperaba recibir respuesta de Percival ni de madame Rubelle. Anticipándome a que ellos cumplieran mis indicaciones, lo cual, salvando algún imprevisto, sabía que las cumpliría, yo salí a alquilar una berlina para recoger a Lady Glyde en la estación; ordené que para el día 26 estuviese a la puerta de mi casa a las dos de la tarde. Al comprobar que se había tomado nota de mi pedido, fui a ver a Monsieur Rubelle para precisar nuestra actuación. También me procuré los servicios de dos caballeros que podían proporcionarme los necesarios certificados de locura. A uno de ellos lo conocía personalmente, y el otro era un conocido de Monsieur Rubelle. Ambos eran hombres cuyas mentes vigorosas estaban por encima de angostos escrúpulos, ambos estaban pasando una temporada en apuros y ambos creían en mí.
Eran más de las cinco de la tarde cuando volví a casa después de cumplir con estas tareas. Cuando llegué, Anne Catherick había muerto. Muerta el día 25; y ¡Lady Glyde no llegaba a Londres hasta el día 26!
Me quedé aturdido. Mediten esto. ¡Fosco aturdido!
Era demasiado tarde para retroceder. Estando yo ausente, el doctor tuvo la oficiosidad de evitarme toda molestia registrando la muerte por su propia mano en la misma fecha en que sucedió. Mi gran esquema de actuación, hasta entonces intachable, tenía ahora su punto débil y ningún esfuerzo hecho por mi parte podía alterar el fatal acontecimiento del día 25. Afronté el futuro con hombría. Los intereses de Percival y míos estaban todavía en juego y no había más remedio que continuar la partida hasta el fin. Asumí mi impenetrable serenidad y seguí adelante.
En la mañana del día 26 recibí carta de Percival anunciándome la llegada de su mujer en el tren del mediodía. madame Rubelle me escribió también diciéndome que vendría por la tarde. Fui a la estación en la berlina dejando en casa a la falsa Lady Glyde muerta, para recoger a la verdadera a las tres, a la hora de la llegada del tren. Escondí bajo el asiento del carruaje todos los vestidos que Anne Catherick llevaba cuando entró en mi casa: estaban destinados a hacer resucitar a la muerta en la persona de una mujer que vivía. ¡Qué situación! Sugiero utilizarla a los modernos novelistas de Inglaterra. Se la ofrezco como totalmente nueva a los anticuados dramaturgos de Francia.
Lady Glyde estaba en la estación. Había allí un gran tumulto y confusión y más retraso con los equipajes del que hubiera deseado (por si se encuentra ella con alguno de sus amigos). Sus primeras preguntas, en cuanto la berlina se puso en marcha, me pedían noticias de su hermana. Inventé noticias de las más apaciguadoras; le aseguré que enseguida vería a su hermana en mi casa. Mi casa, en aquella ocasión, se hallaba en las cercanías de Leicester Square y estaba habitada por Monsieur Rubelle, que nos recibió en el vestíbulo.
Conduje a mi acompañante a un cuarto de la parte de atrás. Los dos caballeros médicos esperaban en el mismo piso para ver a la paciente y extender los certificados. Después de neutralizar a Lady Glyde con oportunas promesas respecto a su hermana, introduje a mis amigos, por separado, ante ella. Éstos cumplieron las formalidades precisas con rapidez, inteligencia y a conciencia. Volví a entrar en el cuarto en cuanto hubieron salido y de inmediato precipité los acontecimientos haciendo referencia alarmante sobre el estado de salud de la señorita Halcombe.
Los resultados fueron los que yo había previsto. Lady Glyde se asustó y perdió el conocimiento. Por segunda y última vez, llamé a la ciencia en mi ayuda. Un vaso de agua y un frasco de sales medicinales la eximieron de toda pesadumbre y alarma. Aplicaciones adicionales efectuadas más tarde, por la noche, le proporcionaron el inestimable beneficio de un buen sueño. madame Rubelle llegó a tiempo para presidir la ceremonia de tocador de Lady Glyde. Se la había despojado de sus trajes por la noche; y por la mañana, las manos matronales de la buena de Rubelle la vistieron con los de Anne Catherick. Durante el día mantuve a nuestra paciente en un estado de conciencia parcialmente en suspenso hasta que la hábil asistencia de mis amigos los médicos me hizo posible obtener la prescripción necesaria bastante antes de lo que yo me atrevía a esperar. Aquella tarde (la del día 27), madame Rubelle y yo llevamos al manicomio a nuestra «Anne Catherick» revivida. La recibieron con gran sorpresa, pero sin sospechas, gracias a la prescripción y los certificados, a la carta de Sir Percival, al parecido, a los trajes, y a la confusa condición de la propia paciente. Volví enseguida para ayudar a madame Fosco en los preparativos del entierro de la falsa «Lady Glyde» y llevando los trajes y los equipajes de la verdadera «Lady Glyde». Luego se los envió a Cumberland en el mismo vehículo que se utilizó para el funeral. Yo asistí al funeral con la dignidad que la ocasión requería y rigurosamente enlutado.
Mi narración de estos hechos excepcionales, escrita en circunstancias igualmente excepcionales, termina aquí. Las sutiles precauciones que tomé para comunicarme con Limmeridge son ya conocidas, como lo es también el magnífico éxito de mi empresa y también se conocen las sólidas consecuencias pecuniarias que ésta tuvo. Tengo que resaltar con toda la fuerza de mi convicción que el único punto vulnerable de mi plan no se hubiera encontrado jamás si antes no se hubiera descubierto el único punto vulnerable de mi corazón. Sí, mi fatal admiración por Marian me impidió actuar en mi propio auxilio cuando organizó la fuga de su hermana. Corrí el riesgo y confié en la completa destrucción de la identidad de Lady Glyde. Si el señor Hartright o Marian trataran de reafirmar su identidad, se expondrían públicamente a que se les imputara el delito de sostener un engaño evidente, se sospecharía de ellos y se los desacreditaría, por lo que quedarían incapacitados para amenazar mis intereses o el secreto de Percival. Cometí un error confiando en cálculos tan aventurados. Cometí otro cuando Percival pagó las culpas de su propia obstinación y violencia dejando a Lady Glyde que se librara de volver otra vez al manicomio y dando al señor Hartright una segunda oportunidad de escapárseme. En una palabra: en esta crisis seria, Fosco fue infiel consigo mismo. ¡Qué error más deplorable y más impropio! ¡Contemplen su causa en mi Corazón! ¡Contemplen en la imagen de Marian Halcombe la primera y la última debilidad de la vida de Fosco!
¡A la edad madura de sesenta años hago esta confesión, sin parangón! ¡Jóvenes, imploro vuestras simpatías! ¡Muchachas, reclamo vuestras lágrimas!
Una palabra más y la atención de los lectores (concentrada fijamente en mí) podrá descansar.
Mi natural perspicacia me advierte que las personas de inteligencia inquisitiva van a hacerme aquí tres preguntas inevitables; tengo que contestarlas.
Primera pregunta: ¿Cuál es el secreto de la devoción incontestable de madame Fosco para cumplir mis deseos más audaces y llevar a cabo mis planes más secretos? Podría contestar hablando meramente de mi personalidad y preguntando a mi vez: ¿Dónde a lo largo de la historia universal se ha visto un hombre de mi envergadura en cuyo fondo no estuviese escondida la mujer que se inmola voluntariamente en el altar de su vida? Pero recuerdo que estoy escribiendo en Inglaterra, recuerdo que me casé en Inglaterra y pregunto si en este país las obligaciones matrimoniales le propician una opinión particular acerca de los principios de su marido. ¡No! ¡La obligan a amarle, a honrarle y a obedecerle sin reserva! Esto es exactamente lo que ha hecho mi mujer. Aquí descanso en un promontorio moral supremo para afirmar solamente el estricto cumplimiento de sus obligaciones conyugales. ¡Calla, calumnia! ¡Esposas de Inglaterra, dad vuestra aprobación a madame Fosco!
Segunda pregunta: Si Anne Catherick no hubiese muerto como murió. ¿Qué hubiera hecho? En este caso hubiera ayudado a su agotada naturaleza a buscar el reposo eterno. Hubiera abierto las puertas de la Cárcel de la Vida y hubiese propiciado a la cautiva —víctima de achaques incurables de cuerpo y de espíritu a la vez— una feliz liberación.
Tercera pregunta: Revisando con serenidad todas las circunstancias… ¿merece mi conducta algún serio reproche? ¡No, no con todo el énfasis! ¿No he procurado con todo esmero evitar que se me odie por haber cometido crímenes innecesarios? Con mis vastos conocimientos en química pudiera haber arrebatado la vida a Lady Glyde. Sin embargo, a costa de un inmenso sacrificio personal he seguido los dictados de mi propia rectitud, de mi propia humanidad, de mi propia cautela y sólo le he arrebatado su personalidad. Que se me juzgue por lo que podía haber hecho ¡Cuán inocente en comparación, cuán virtuoso, indirectamente, parezco en lo que he hecho en realidad!
Al comenzar a escribir he anunciado que esta narración constituiría un documento singular. Ha respondido absolutamente a mis expectativas. Recibí estas fogosas líneas, mi último legado al país que abandono para siempre. Son dignas del momento y son dignas de
FOSCO