II
Quedan por añadir dos sucesos más a la cadena que ha unido esta historia desde el principio, antes de que alcance su final.
Cuando la nueva sensación de estar libres de la larga opresión del paso todavía nos resultaba extraña, mandó a buscarme aquel amigo que me había proporcionado mi primer empleo, que ahora iba a darme una prueba más de su preocupación por mis asuntos. Sus clientes le habían encomendado viajar a París para conocer un descubrimiento francés concerniente a las aplicaciones prácticas de su Arte. Sus compromisos no le dejaban tiempo para cumplir con el encargo, y con la mayor gentileza él había sugerido que podía transferírmelo a mí. Yo no dudé en aceptar el ofrecimiento con gratitud, pues si cumplía con el trabajo como esperaba cumplir, el resultado sería un empleo permanente en el periódico ilustrado en el que yo ahora colaboraba sólo en ocasiones.
Al día siguiente recibí mis instrucciones y preparé mi equipaje. Al dejar una vez más a Laura al cuidado de su hermana (pero ¡en qué circunstancias tan cambiadas!) se me ocurrió una seria consideración que más de una vez había cruzado la mente de mi mujer y la mía… me refiero al porvenir de Marian. ¿Acaso nosotros teníamos derecho a permitir que nuestro afecto egoísta acaparase la devoción de toda aquella vida generosa? ¿No era nuestro deber y la mejor prueba de agradecimiento olvidarnos de nosotros y pensar sólo en ella? Traté de decírselo en un momento en que nos quedamos solos antes de irme. Cogió ella mi mano y me hizo callar al oír mis primeras palabras.
—Después de todo lo que hemos sufrido los tres juntos —me dijo—, no puede hablarse entre nosotros de separaciones, hasta que llegue la separación última. Mi corazón y mi felicidad, Walter, están con Laura y contigo. Espera un poco a que se escuchen voces de niños en tu hogar. Yo les enseñaré a hablar en su lenguaje, y la primera lección que repetirán a su padre y a su madre será ésta: «¡No podemos privarnos de nuestra tía!».
No hice el viaje a París solo. A última hora Pesca decidió acompañarme. Desde la noche de la Opera no había recuperado su habitual alegría y decidió intentar elevar su ánimo con una semana de vacaciones.
Cumplí el encargo que se me había confiado y redacté el oportuno informe al cuarto día de nuestra llegada a París. Decidí dedicar el quinto a ver la ciudad y a divertirme en compañía de Pesca.
Nuestro hotel estaba demasiado lleno para que pudieran instalarnos en el mismo piso. Mi cuarto estaba en el segundo y el de Pesca encima del mío, en el tercero. La mañana del quinto día subí para ver si el profesor estaba preparado para salir. Poco antes de llegar al rellano de la escalera vi que la puerta de su habitación se abría desde dentro; una mano larga, delicada, y nerviosa (que no era ciertamente la de mi amigo) la sostenía abierta. Al mismo tiempo oí la voz de Pesca que decía baja y ansiosa en su propio idioma: «Recuerdo el nombre, pero no conozco al hombre. Lo vio usted en la Opera, estaba tan cambiado que no pude reconocerlo. Yo expediré el informe, pero no puedo hacer nada más». «No se necesita que haga más que eso», contestó otra voz. La puerta se abrió por entero y salió de ella el hombre de pelo ralo y con la cicatriz en la mejilla; el hombre a quien yo había visto seguir el coche del conde Fosco una semana antes, salió de la habitación. Se inclinó ante mí cuando le dejé sitio para pasar. Su rostro estaba lívido. Bajó la escalera dejando correr su mano por la barandilla.
Empujé la puerta y entré en el cuarto de Pesca. Le hallé encogido en un rincón del sofá, en una postura extraña. Pareció sobresaltarse cuando me acerqué a él.
—¿Le molesto? —pregunté—. No sabía que estaba con un amigo hasta que le he visto salir.
—No es amigo —dijo Pesca, agitado—. Le he visto hoy por primera y última vez.
—Temo que le haya traído malas noticias.
—¡Horriblemente malas, Walter! Vámonos enseguida a Londres, no quiero seguir aquí más tiempo. Siento mucho haber venido. Las desventuras de mi juventud se ciernen sobre mí —repuso, volviendo su rostro hacia la pared—, se ciernen sobre mí en estos últimos tiempos. Quiero olvidarlas, pero ¡ellos no quieren olvidarse de mí!
—No creo que nos podamos volver a Londres antes de la tarde —contesté—. ¿Le gustaría salir un poco conmigo mientras tanto?
—No, no amigo mío, Esperaré aquí. Pero, por favor, vámonos hoy, «ya», ¡vámonos, se lo ruego!
Le dejé después de asegurarle que aquella tarde saldríamos de París. El día anterior habíamos decidido visitar la catedral de Notre Dame, guiándonos por la noble novela de Víctor Hugo. En la capital francesa no había otra cosa que yo deseara ver más, y me marché a la catedral solo.
Al acercarme a Notre Dame por el lado del río pasé delante de la horrible casa de la muerte de París, la Morgue. Una gran muchedumbre vociferante se agolpaba a la puerta. Evidentemente había algo dentro que excitaba la curiosidad popular y alimentaba el apetito popular por los horrores. Yo hubiera seguido hasta la iglesia si la conversación de dos hombres y una mujer situados en la periferia de la muchedumbre no hubiera llegado hasta mis oídos; acababan de salir de ver el cadáver en la Morgue y lo que contaban del muerto a sus vecinos, describía un cuerpo de hombre de inmenso tamaño, con una extraña señal en el brazo izquierdo.
En el momento en que oí aquellas palabras me detuve en seco y me coloqué entre la gente que entraba. Ciertas vagas sospechas de la verdad acudieron a mi mente cuando oí la voz de Pesca a través de la puerta entreabierta y cuando vi el rostro del desconocido que pasó delante de mí para bajar la escalera del hotel. Ahora la verdad me estaba revelada… revelada en las palabras casuales que acababan de alcanzar mis oídos. Una venganza que no era mía había seguido a aquel hombre predestinado desde el teatro hasta la misma puerta de su casa y desde su casa hasta su refugio de París. Una venganza que no era mía, lo había llamado al juicio y lo había sentenciado cobrándole la vida. El momento en que se lo señalé a Pesca en el teatro, a oídos del forastero que estaba a nuestro lado y también le buscaba, fue el momento que selló su sentencia. Recuerdo la lucha en el interior de mi propio corazón, cuando nos quedamos frente a frente, él y yo, la lucha que terminó cuando le dejé escapar, y me estremecí al evocarla.
Lentamente, palmo a palmo, me adentré en la muchedumbre, acercándome más y más a la gran mampara de cristal que en la Morgue separa a los vivos de los muertos… me acercaba más y más hasta que me quedé detrás de la primera fila de espectadores y pude mirar dentro.
Allí yacía, desposeído, desconocido, expuesto a la curiosidad impenitente de la chusma francesa. ¡Aquél fue el fin horrendo de una larga vida de inteligencia degradante y de crimen despiadado! Aquel rostro y aquella cabeza ancha, firme y maciza, amasada con el reposo sublime de la muerte se nos enfrentaba con tal grandeza que las mujerzuelas francesas a mi alrededor levantaban las manos con admiración exclamando en un coro vocinglero «¡Qué hombre más hermoso!». La herida que lo había matado estaba producida con un golpe de navaja o de puñal, exactamente sobre el corazón. No se veían otras señales de violencia en todo el cuerpo, excepto en el brazo izquierdo; allí, en el mismo lugar en que yo vi la marca en el brazo de Pesca, se distinguían dos profundos tajos que formaban la letra T y que borraban por completo la señal de la Hermandad. Sus ropas colgadas encima del cuerpo demostraban que vivía consciente del peligro, pues eran ropas de artesano francés. Durante unos momentos, y sólo unos momentos, hice esfuerzos para distinguir todas estas cosas a través de la mampara de cristal. No puedo escribir más sobre ellas, pues no vi más.
Quiero consignar aquí los pocos datos relacionados con la muerte que poco a poco fui recogiendo, en parte de Pesca y en parte por otras fuentes antes de despedir este tema de estas páginas.
Sacaron su cuerpo del Sena con el disfraz que he descrito; no se encontró sobre él nada que revelase su nombre, su rango ni su lugar de residencia. Jamás se descubrió la mano que había asestado el golpe; y las circunstancias en que fue asesinado, jamás se aclararon. Dejo a los demás que extraigan sus propias conclusiones en relación al secreto de su asesinato, como ya he hecho las mías. Al insinuar que el extranjero de la cicatriz era miembro de la Hermandad (admitido en Italia después de que Pesca abandonó su patria) y al añadir que los dos tajos en forma de una T que había en el brazo izquierdo del muerto significaban una palabra italiana «Traditore», mostrando que la Hermandad se encargó de hacer justicia en un traidor, habré contribuido con cuanto sé a la dilucidación del misterio de la muerte del conde Fosco.
Se identificó su cadáver al día siguiente de haberle visto yo, por una carta anónima dirigida a su esposa. madame Fosco le hizo enterrar en el cementerio de Père la Chaise. Hasta el día de hoy se ven coronas frescas colgadas con la propia mano de la Condesa sobre la balaustrada de bronce ornamental que rodea su tumba. Vive en Versalles, en el retiro más estricto. No hace mucho ha publicado una Biografía de su difunto esposo. Esta obra no arroja luz alguna sobre el nombre verdadero ni sobre la historia secreta de su vida, está dedicado casi por completo a elogiar sus virtudes domésticas, afirmar sus habilidades singulares y enumerar los honores que se le habían conferido. Las circunstancias que rodearon su muerte, se mencionan con notable brevedad y se resumen en esta frase de la última página del libro. «Su vida fue una larga afirmación de los derechos de la aristocracia y de los sagrados principios del Orden. Murió mártir de su causa».