La dama de blanco

Blackwater Park, Hampshire (II)

Día 18 de junio.

En la soledad de la noche volví a hacerme los torturadores reproches que me asaltaron por la tarde cuando escuché las confidencias de Laura en la caseta de los botes, y durante horas enteras me mantuve despierta, llenándome de angustia.

Por fin encendí la vela para revisar mis antiguos diarios y comprobar la parte que yo había tomado en el error fatal que fue el matrimonio de Laura, lo que hubiera podido hacer para librarla de él. Este examen me tranquilizó un poco, pues comprendí que aunque obré a ciegas e ignorante de todo, lo hice con la mejor voluntad. En general, el llorar me hace daño, pero esta noche no ha sido así y creo que me ha traído alivio. Esta mañana me he levantado con la cabeza despejada y con una firme decisión. Nada de lo que haga o diga Sir Percival volverá a afectarme o a hacerme olvidar siquiera por un momento que permanezco en esta casa por el bien de Laura, cualesquiera que sean las mortificaciones, insultos y amenazas que tenga que afrontar.

Todas las especulaciones a que nos hubiéramos podido dedicar esta mañana sobre el tema de la figura en la orilla del lago y los pasos que percibimos en los pinares, quedaron en suspenso por un incidente insignificante, pero que a Laura le causó un profundo disgusto. Había perdido el broche que yo le había regalado como recuerdo la víspera de su boda. Como lo llevaba ayer tarde cuando salimos, es de suponer que se le cayó o bien en la caseta de los botes o bien en el camino, cuando volvíamos. Se ha enviado a los criados a buscarlo y han vuelto sin encontrarlo. Lo encuentre o no, esta pérdida le sirve para tener una disculpa con qué justificar su ausencia en el caso de que Sir Percival vuelva antes de que la carta del socio del señor Gilmore haya llegado a mis manos.

Acaba de sonar la una. Estoy pensando si no será mejor que espere aquí la llegada del mensajero de Londres o si convendría que me fuera silenciosamente a esperarle más allá de la puerta de la finca.

Me inspiran tales sospechas todos y cada uno de los habitantes de esta casa que creo que el segundo plan puede ser el mejor. El conde está en el salón del desayuno, puedo no preocuparme de él. Le he oído hace diez minutos al subir a mi cuarto, estaba enseñando a sus canarios sus trucos: «¡Salta a mi meñique, chico precioso mío! ¡Salta, escaleras arriba! Uno, dos, tres…, arriba. Tres, dos, uno y abajo. ¡Uno, dos, tres…, pío-pío-pío-pí-ío!». Los pájaros prorrumpieron en su habitual canto extático y el conde les contestaba con gorjeos y silbidos como si él mismo también fuera un pájaro. La puerta de mi cuarto está abierta y puedo oír el estruendo de gorjeos y silbidos ahora mismo. Si pretendo escabullirme sin que nadie me vea, éste es el momento oportuno.

Cuatro de la tarde.

Las tres horas transcurridas desde mis últimas anotaciones han dirigido el curso de los acontecimientos en Blackwater Park por un cauce nuevo. Si es para bien o para mal, no puedo ni me atrevo a pensarlo.

Retrocederé al mismo lugar en que dejé de escribir, pues de no hacerlo ahora me perderé en el mar de confusiones de mis propios pensamientos.

Tal como me había propuesto, salí de casa para esperar más allá de la entrada al mensajero que me traía la respuesta de Londres. En la escalera no vi a nadie. En el vestíbulo oí cómo el conde seguía enseñando a sus pájaros. Pero al cruzar la explanada exterior vi a madame Fosco dando su habitual paseo alrededor del gran estanque. Tan pronto como la vi, disminuí la rapidez de mis pasos para evitar que pudiera pensar que yo tuviera prisa; incluso, para no demostrar inquietud ni precipitación, para exagerar las precauciones le pregunté si pensaba dar una vuelta antes de almorzar. Me dispensó una de sus sonrisas más amistosas, me dijo que prefería no alejarse de la casa, me saludó sonriendo y entró en el vestíbulo. Miré hacia atrás y vi que había cerrado la puerta antes de que yo abriera la cancela junto a la puerta de la cochera.

En menos de un cuarto de hora llegué a la entrada de la finca.

El camino del exterior hace una curva cerrada hacia la izquierda, sigue en línea recta unos cien metros y vuelve luego a torcerse hacia la derecha, hasta desembocar en el camino real. En el recodo que forman estas dos curvas, donde nadie podía verme ni desde la puerta ni desde el camino de la estación, esperé paseando arriba y abajo. A ambos lados de donde me encontraba se levantaban unas vallas altas, y durante veinte minutos de mi reloj ni vi ni oí a nadie. Al cabo de este tiempo, llegó a mis oídos el ruido de un coche que se aproximaba, y cuando me dirigí hacia él tropecé con un cabriolé del servicio de la estación. Hice una seña al cochero para que se detuviese. Cuando lo hizo, un hombre de aspecto respetable se asomó por la ventanilla para enterarse de lo que sucedía.

—Usted perdone —le dije—, pero ¿estoy en lo cierto al suponer que se dirige usted a Blackwater Park?

—Sí, señora.

—¿Con una carta para alguien?

—Con una carta para la señorita Halcombe.

—Puede usted entregármela, porque yo soy la señorita Halcombe.

El hombre se quitó el sombrero, bajó inmediatamente del coche y me entregó la carta.

La abrí al momento y leí estas líneas, que prefiero copiar en mi Diario, destruyendo el original por cautela:

Querida Señora: Su carta recibida esta mañana, me ha sumido en una gran ansiedad. Voy a contestarle lo más breve y claramente posible.

El interés que me merece su relato y mi conocimiento de la situación de Lady Glyde, como está definida en su contrato de matrimonio, lleva, lamento decirlo, a la conclusión de que Sir Percival contempla la posibilidad de disponer en parte del dinero de su mujer que está depositado, —en otras palabras, de abrir un crédito a cuenta de las veinte mil libras de la fortuna de Lady Glyde— y que pretende que ella comparta la responsabilidad por la operación y de su aprobación a este flagrante abuso de confianza, con el fin de utilizar su firma en contra suya si en un futuro Lady Glyde quiere presentar un pleito. Es imposible suponer otra cosa, pues no hay ningún otro motivo para que se exija de la esposa, en su situación, una operación financiera de tal clase.

En el caso de que Lady Glyde firmase este documento, suponiendo que se trate de lo dicho, su apoderado está autorizado para adelantar a Sir Percival el dinero que pida a cuenta de las veinte mil libras. Si este dinero no se devuelve y si Lady Glyde llegase a tener hijos, el capital de éstos se vería disminuido en la cantidad prestada, fuera grande o pequeña. Dicho en términos más claros, la transacción, si Lady Glyde no tiene motivos para opinar lo contrario, puede ser un fraude con respecto a sus futuros hijos.

En estas graves circunstancias, yo me permito recomendar a Lady Glyde que alegue como razón para evitar la firma que la escritura debe someterse al estudio del procurador de su familia, es decir, al mío en ausencia del de mi socio el señor Gilmore. No puede presentar objeción razonable alguna a esto, pues si la operación fuera perfectamente legal no tendría yo la menor dificultad en darle el visto bueno.

Le reitero sinceramente que me tiene a su completa disposición para cualquier ayuda o consejo que usted desee, aprovecho la oportunidad para saludarla y quedo suyo seguro servidor.

William Kyrle

Agradecí mucho esta carta tan afectuosa y tan sensata. Laura podía valerse de esta disculpa, irrebatible, y que nosotras dos podíamos comprender con facilidad, para negarse a firmar. El mensajero esperaba junto a mí a que terminara para recibir instrucciones.

—¿Quiere usted ser tan amable de decirle que comprendo muy bien su carta y que le quedo muy agradecida? —le dije—. Por ahora mi respuesta es sólo ésta.

En el momento en que yo pronunciaba estas palabras con la carta abierta y extendida en la mano, el conde Fosco apareció en el recodo, viniendo del camino real, y se detuvo delante de mí, como si hubiera brotado del fondo de la tierra.

Su aparición repentina, en el último lugar del mundo en que hubiese esperado encontrarle, me cogió por completo de sorpresa. El mensajero se desentendió de mí y subió al cabriolé. No fui capaz de decirle palabra, ni siquiera de contestar a su saludo. La convicción de que me había descubierto el hombre al que más temía de entre todos, me dejó petrificada.

—¿Vuelve usted a casa, señorita Halcombe? —me preguntó, sin mostrar la menor sorpresa y sin mirar siquiera hacia el cabriolé, que se puso en marcha mientras me hablaba.

Me dominé lo bastante como para inclinar la cabeza en señal de afirmación.

—Yo también voy de regreso —dijo—. Por favor, permítame tener el placer de acompañarla. ¿Quiere apoyarse en mí? ¡Parece muy sorprendida de verme!

Cogí su brazo. El primero de mis alterados sentidos que retornó me advertía que más valía sacrificarlo todo antes que crearme en él un enemigo.

—¡Parece usted muy sorprendida al verme! —repitió, en su estilo pausado e insistente.

—Creía haberle oído, conde, hace muy poco, enseñando a sus pájaros en el salón del desayuno —le contesté lo más firme y serena que pude.

—Es cierto. Pero mis emplumados amiguitos se parecen demasiado a los niños. Tienen días en que se vuelven perversos y esta mañana era uno de ellos. Llegó mi mujer cuando yo los estaba metiendo en la jaula y me dijo que usted se había marchado a dar un paseo solitario. ¿No es eso lo que usted le dijo?

—Desde luego.

—Pues, señorita Halcombe, el placer de acompañarla me tentó demasiado y no supe resistir. A mi edad no hay peligro en confesarlo, ¿verdad? Así que cogí mi sombrero y me vine para ofrecerme a usted como su escolta. Aunque se trate de un hombre tan gordo y viejo como Fosco, ¿no es mejor que nada? Me equivoqué de camino, di la vuelta desesperado y aquí me tiene al colmo (¿me permite decirlo?) de mis deseos.

Continuó prodigándome cumplidos con tanta volubilidad que no tuve que esforzarme para aparentar tranquilidad. Ni remotamente aludió a lo que había visto en el camino, ni a la carta que yo seguía teniendo en la mano. Esa ominosa discreción me convenció de que se había enterado (valiéndose de los medios más bajos) de mi carta al abogado para proteger los intereses de Laura, y que habiendo visto la reserva con que yo había recibido la respuesta sabía ya lo suficiente y sólo le interesaba acallar las sospechas que necesariamente se hubieran despertado en mí. En estas circunstancias fui lo bastante prudente como para no tratar de decepcionarle con inútiles explicaciones, y siendo mujer y aún con el temor que me inspiraba, sentí como si mi mano se ensuciara al descansar sobre su brazo.

Por el camino que está frente a la casa vimos el tílburi que volvía a las cuadras. Sir Percival acababa de llegar, salió a la puerta a recibirnos. Fueran cuales fueren los resultados de su viaje, no habían conseguido suavizar su brutal carácter.

—¡Vaya! Llegan dos por lo menos —dijo, con rostro amenazador—. ¿Qué ha sucedido para que todos hayan desertado de la casa? ¿Dónde está Lady Glyde?

Le conté el extravío del broche y que Laura había ido a los pinares para buscarlo.

—Con broche o sin él le encargué que no olvidara estar en la biblioteca esta tarde —gruñó con furia—. Espero verla dentro de media hora.

Dejé el brazo del conde y lentamente subí la escalinata. Me honró con uno de sus incomparables saludos, y luego dijo, dirigiéndose con jovialidad el ceñudo dueño de la casa:

—Dígame, Percival ¿ha tenido usted buen viaje? ¿Ha vuelto la preciosa y reluciente Brown Molly descansada, como si nada?

—¡Qué se vaya al cuerno Brown Molly y el viaje también! ¡Lo que quiero es almorzar!

—Y yo quiero hablar con usted cinco minutos, Percival, —respondió el conde—. Cinco minutos de conversación aquí mismo, paseando por el césped.

—¿De qué se trata?

—De asuntos que le conciernen muy directamente.

Atravesé el vestíbulo lo bastante lentamente como para escuchar aquella pregunta y la respuesta que le siguió y para ver a Sir Percival meter las manos en los bolsillos con huraña vacilación.

—Si piensa darme la lata con alguno de sus infernales escrúpulos —dijo—, no los quiero oír. Se lo digo de una vez. ¡Quiero tomar mi almuerzo!

—Venga y escúcheme —contestó el conde, impertérrito, ante el discurso más grosero que jamás su amigo le hubiera dedicado.

Sir Percival bajó los escalones y el conde le cogió por un brazo, llevándolo amablemente a pasear con él. Yo estaba segura de que el «asunto» de que trataban era la firma del documento. No me cabía duda de que hablaban de Laura y de mí. Casi desfallecía de ansiedad. Aquello que se decían en aquellos momentos podía ser de la máxima importancia para nosotras, pero no había posibilidad alguna de que una sola palabra alcanzase mi oído.

Anduve por la casa de cuarto en cuarto con la carta del abogado oculta en mi seno (esta vez me daba miedo desprenderme de ella, aunque fuera bajo llave) hasta que creí volverme loca a causa de mi desasosiego. No existían señales del retorno de Laura y quise ir a su encuentro. Pero me sentía tan agotada por todo lo que había sufrido durante la mañana, que entre ello y el calor del día temí desmayarme y, después de dar unos pasos hacia la puerta, tuve que volver al salón y tumbarme en el primer sofá que encontré.

Cuando empezaba a reponerme, se abrió la puerta suavemente y apareció el conde.

—Mil perdones, señorita Halcombe —dijo—. Me atrevo a molestarla sólo porque soy portador de buenas noticias. Percival, que como usted sabe es tan caprichoso en todo ha cambiado de opinión a última hora y, de momento, aplaza la cuestión de la firma. Es un gran descanso para todos nosotros, señorita Halcombe, me causa placer leerlo en su rostro. Le ruego que felicite a Laura Glyde de mi parte cuando le comunique este agradable cambio de circunstancias.

Desapareció antes de que me hubiera repuesto de mi asombro. No existe la menor duda de que esta extraordinaria variación en los propósitos de Sir Percival respecto a la firma era debida a su influencia; y que al descubrir ayer la consulta que yo había hecho a Londres y haberse enterado esta mañana de que ya estaba la respuesta en mi poder, encontró un fundamento muy lógico para interceder a nuestro favor con cierto éxito.

Experimenté todas estas impresiones, pero sentí también reflejarse en mi espíritu el agotamiento físico que me dominaba y no me hallé en condiciones de detenerme a pensar para extraer alguna conclusión provechosa para el dudoso presente ni para el amenazador porvenir. Por segunda vez traté de levantarme y salir en busca de Laura, pero la cabeza me daba vueltas y las piernas no me sostenían. No tenía otro remedio que volver al sofá, muy a pesar mío.

El silencio de la casa y el sordo zumbar de los insectos veraniegos al otro lado de la ventana abierta me reconfortaron. Los ojos se me cerraron por sí solos y fui quedándome en un estado extraño: no estaba dormida, puesto que tenía consciencia de mi reposo, ni estaba despierta, puesto que no me daba cuenta de lo que sucedía a mi alrededor. En este estado mi cuerpo estuvo descansando, mientras mi espíritu febril dejó de atormentarme. En aquel trance, o al soñar despierta —no sé como llamarlo—, vi a Walter Hartright. No había pensado en él desde que me levanté esta mañana; Laura no me había dicho una palabra ni directa ni indirecta que se relacionase con él y, sin embargo, en aquel instante le vi con tal claridad como si hubieran vuelto los tiempos pasados y nos hallásemos otra vez juntos en Limmeridge…

Surgió ante mí entre otros muchos hombres cuyos rostros no pude reconocer. Todos ellos se me aparecieron tendidos sobre los escalones de un templo en ruinas. Árboles tropicales inmensos, con exuberantes enredaderas que se enroscaban en sus troncos hasta el infinito, y espeluznantes ídolos de piedra que mostraban sus rostros brillantes con muecas diabólicas y aparecían de cuando en cuando entre las hojas y las ramas que rodeaban el templo, impedían ver el cielo y extendían sus sombras siniestras sobre aquel grupo de hombres abandonados que yacían a la entrada. Blancas exhalaciones que ascendían retorciéndose desde el suelo se acercaban a los hombres, extendiéndolo como una humareda; los tocaban y los dejaban muertos uno a uno, tendidos en el mismo lugar en que se hallaban. Una agonía de compasión y de temor por Walter desató mi lengua y le supliqué que se escapara. «¡Vuelva, vuelva!» —le dije—. «¡Recuerde lo que le prometió a ella y también a mí! ¡Vuelva antes de que la pestilencia le alcance y caiga muerto como los demás!».

Me contempló con una serenidad sobrenatural en su rostro: «Espere —dijo—; he de volver. La noche en que me encontré con la mujer perdida en el camino real, ésa fue la noche que destinó mi vida a ser instrumento de un designio que aún permanece invisible. Aquí, perdido en el desierto, o allí, cuando llegue en feliz arribo a la tierra en que nací, seguiré yendo por el oscuro sendero que ha de conducirme a usted y a la hermana de su corazón y el mío, a la desconocida meta de salvación y al final inevitable. Espere y observe. La pestilencia que alcanza a los demás pasará junto a mí sin tocarme».

Volví a verle. Continuaba en el bosque y el número de sus compañeros había disminuido hasta quedar muy pocos. El templo había desaparecido, los ídolos también, y en su lugar veía las siluetas oscuras de hombres enanos que acechaban entre los árboles con arcos en las manos y las flechas dispuestas para ser lanzadas. Una vez más temí por Walter y le grité para alertarlo y una vez más se giró hacia mí con aquella inalterable paz en su mirada:

«Otro paso más en la oscura carretera. Espere y observe. Las flechas, que alcanzarán a los demás, no llegarán a mí».

Le vi por tercera vez en un navío que naufragaba, encallado en una costa arenosa y salvaje. Las barcas cargadas hasta los topes, se alejaban de él para atracar en tierra firme, y Walter abandonado, estaba solo en el barco que se hundía. Le grité para que llamase a la última barca e hiciese un último esfuerzo para salvar su vida. Su faz serena me miró de nuevo y la voz inalterable me devolvió la misma respuesta: «Otro paso en nuestra jornada. Espere y observe. El mar que devora a los demás tendrá piedad de mí».

Y le vi por última vez. Estaba de rodillas ante una tumba de mármol blanco; la sombra de una mujer cubierta con un velo se elevó del sepulcro y esperó a su lado. La paz sobrenatural del rostro de Walter se había transformado en una sobrenatural tristeza. Pero la terrible certeza de sus palabras permanece invariable. «Cada vez más oscuridad —dijo—, cada vez más lejos. La muerte se lleva a lo mejor, los más bellos, los más jóvenes, y me deja a mí. La pestilencia que asola, las flechas que matan, el mar que devora, la tumba que se cierra sobre el amor y la esperanza…, todo son etapas en mi camino y me llevan y acercan al final».

Se me hacía un nudo en la garganta del terror que no podrían expresar las palabras y de la pena que no podrían aliviar las lágrimas. La oscuridad fue envolviendo al peregrino junto al sepulcro de mármol, y a la mujer cubierta con el velo que había salido de la tumba y a la soñadora que los contemplaba. No vi ni escuché nada más.

Una mano que se posó en mi hombro me despertó. Era la de Laura.

Estaba de rodillas junto al sofá, tenía el rostro encendido y ansioso, sus ojos buscaban los míos con una desesperación atroz. En el momento de verla me levanté sobresaltada.

—¿Qué ha sucedido? ¿Qué es lo que te ha asustado? —le pregunté.

Lanzó una ojeada a la puerta entreabierta y me contestó con la boca pegada a mi oído, en un suspiro:

—Marian, la figura que distinguimos en el lago, los pasos que nos siguieron anoche… ¡Acabo de verla!… ¡He hablado con ella!

—¿Con quién, por amor de Dios?

—Con Anne Catherick.

Estaba yo tan sobrecogida por la agitación que reflejaban el rostro y los gestos de Laura, y tan impresionada por el recuerdo de mi sueño que no pude sobrellevar la revelación que fue para mí oír brotar de sus labios el nombre de Anne Catherick. Sólo fui capaz de quedarme clavada en el suelo, mirándola en silencio y sin respiración.

Se encontraba tan embargada por las impresiones de lo que acababa de decir que no observó el efecto que sus palabras habían producido en mí.

—¡He visto a Anne Catherick! ¡He hablado con Anne Catherick! —repetía como si creyese que yo no la había oído bien—. ¡Oh Marian! ¡Tengo tantas cosas que contarte! Ven… Aquí nos van a interrumpir. Vamos enseguida a mi cuarto.

Con estas palabras llenas de ansiedad me cogió de la mano y me condujo a través de la biblioteca hasta el último cuarto de aquel piso que estaba habilitado para su uso exclusivo. Nadie, excepto su doncella, tendría excusa para sorprendernos allí. Me hizo pasar delante, cerró la puerta con llave y corrió las cortinas de percal que la resguardaba en el interior.

Yo seguía dominada por el extraño sentimiento. Pero empezaba a apoderarse de mi ánimo la convicción creciente de que las complicaciones que hacía mucho tiempo amenazaban con cernirse sobre ella y sobre mí, ahora habían cerrado su cerco en torno a nosotras. No fui capaz de expresarlo con palabras y apenas si pude comprenderlo vagamente con mi pensamiento. ¡Anne Catherick! —me repetía a mí misma en un murmullo débil e inútil—. ¡Anne Catherick!

Laura me empujó hasta el asiento más próximo, que era una otomana colocada en el centro de la estancia.

—¡Mira, mira! —dijo, señalándome la pechera de su vestido.

Por primera vez vi que tenía prendido de nuevo en su sitio el broche que había perdido. Al verlo y tocarlo después sentí que había en él algo real que pareció aclarar el sopor y la confusión de mis pensamientos y me ayudó a volver en mí.

—¿Dónde encontraste el broche?

Las primeras palabras que pude pronunciar fueron las de una pregunta trivial que le hacía en aquel importante momento.

—Lo encontró ella, Marian.

—¿Dónde?

—En el suelo de la caseta de los botes. ¡Dios mío, cómo empezar! ¡Cómo contarte todo lo que me ha pasado! ¡Me habló de tan extraña manera…, parecía tan horriblemente enferma…, me dejó tan de repente!

Su voz se fue elevando al ir agolpándose en su memoria el tumulto de sus sensaciones. Esa desconfianza inveterada que pesa sobre mí en esta casa de noche o de día, me impulsó a prevenirla, lo mismo que la vista del broche perdido me había forzado hacía un instante a preguntarle.

—Habla bajo —le dije—. La ventana está abierta y el sendero del parque pasa al pie. Comienza desde el principio, Laura. Cuéntame palabra por palabra lo sucedido entre esa mujer y tú.

—¿Cierro antes la ventana?

—No, basta con hablar bajo; recuerda que el tema de Anne Catherick es peligroso bajo el techo de la casa de tu marido. ¿Dónde la viste primero?

—En la caseta de los botes, Marian. Como sabes, fui hasta allí para buscar mi broche, andando por el camino entre los pinares, mirando con atención el suelo a cada paso. Así llegué poco a poco hasta la caseta, y en cuanto entré en ella me arrodillé para buscar por el suelo. Y seguía buscando aún cuando escuché a mis espaldas, junto a la puerta, una voz dulce y extraña que decía:

¡Señorita Fairlie!…

—¡Señorita Fairlie!

—¡Sí, mi nombre de antes, este nombre tan querido, tan familiar y que ya creía haber perdido para siempre! Me puse en pie, sin asustarme, pues la voz era demasiado dulce y agradable para asustar a nadie, pero muy sorprendida. Allí, mirándome desde el umbral, se hallaba una mujer cuyo rostro no recordaba haber visto jamás…

—¿Cómo iba vestida?

—Llevaba un vestido blanco, bonito y limpio, y lo cubría con un chal oscuro, pobre y raído. Su sombrero era de paja marrón, y tan usado y pobre como el chal. Me sorprendió la diferencia entre su vestido y el resto de la indumentaria, y ella se dio cuenta de que me había llamado la atención. «No mire usted mi chal y mi sombrero —dijo, hablándome de una manera precipitada y rápida, como si le faltara el aire—; si no debo ir de blanco, me tiene sin cuidado lo que lleve puesto encima. Fíjese en mi vestido todo lo que quiera. No tengo vergüenza de él». ¡Qué raro! ¿Verdad, Marian? Antes de que yo pudiese decir algo para tranquilizarla, levantó una de sus manos y vi que tenía en ella el broche. Yo me alegré tanto y sentí tal agradecimiento hacia ella que me acerqué para decírselo. «¿Será usted lo bastante agradecida como para hacerme un pequeño favor?» preguntó. «—Sí —le dije—. Si está en mi mano estaré encantada en hacérselo». «Entonces deje que yo misma le prenda el broche en su vestido, ya que soy yo quien lo ha encontrado». Su petición me pareció tan extraña y sus palabras demostraban tal ansiedad que retrocedí dos o tres pasos sin saber qué tenía que hacer. «¡Ah! —exclamó—. ¡Su madre me hubiera dejado prender el broche!». Algo vi en su mirada y en su voz, cuando nombró a mi madre, y en su reproche que me hizo avergonzar de mi desconfianza. Cogí la mano que sostenía el broche y la puse suavemente en la pechera de mi vestido. «¿Conoció usted a mi madre? —le pregunté—. ¿La conoció hace muchos años? ¿Nos hemos visto usted y yo antes?». Sus manos estaban ocupadas en prender el broche en mi vestido. Al escucharme se detuvo y las apretó contra mi pecho. «Me recuerda un espléndido día de primavera en Limmeridge —me dijo—, y a su madre paseando por la avenida que conduce a la escuela llevando a dos niñas a sus lados, una de cada mano. Yo no he tenido otra cosa mejor en qué pensar desde entonces, y lo recuerdo siempre. Usted era una de aquellas niñas y yo la otra. ¡La inteligente y guapa señorita Fairlie y la pobre retrasada Anne Catherick se hallaban entonces más cerca una de la otra de lo que están ahora!».

—¿La recordaste, Laura, cuando te dio su nombre?

—Si… Recordé que tú me habías preguntado por Anne Catherick cuando estábamos en Limmeridge y dijiste que antes se parecía a mí.

—¿Qué te hizo recordarlo?

—Ella misma. Mientras la miraba cuando estaba cerca, me hice cargo, de repente, de que ¡nos parecíamos! Su rostro estaba pálido, cansado y demacrado, pero al verla me sobrecogí, lo mismo que si estuviera contemplando mi propio rostro en un espejo después de una larga enfermedad. Este descubrimiento, no sé por qué, me produjo tal impresión que durante unos instantes fui incapaz de contestarle.

—¿No se sintió ofendida por tu silencio?

—Me temo que sí. «No se parece usted a su madre —me dijo— ni en la cara ni en el corazón… Su madre era morena y tenía el corazón de un ángel, señorita Fairlie». «Estoy segura de sentir afecto por usted —repuse—, aunque tal vez no pueda expresarlo como debiera. ¿Por qué me llama siempre señorita Fairlie?»… «Porque quiero mucho ese nombre y odio el de Glyde», me interrumpió bruscamente. Hasta aquel instante no observé en ella indicio alguno de locura pero entonces me pareció verla en sus ojos. «Creí que no sabía usted que me había casado», le dije, recordando la carta tan insensata que me escribió en Limmeridge y queriendo tranquilizarla. Suspiró con amargura y se apartó de mí. «¿Que no lo sabía? ¡Si estoy aquí porque usted se ha casado! Estoy aquí para redimirla antes de encontrarme con su madre en el más allá». Se fue separando más y más de mí hasta que se halló fuera de la caseta de los botes. Entonces se quedó un tiempo escuchando y mirando a su alrededor. Cuando se giró para hablarme de nuevo, en vez de entrar siguió en el mismo lugar, con las manos apoyadas a los dos lados de la puerta y manteniendo fija en mí su mirada. «¿Me vio usted anoche junto al lago? —preguntó—. ¿Oyó mis pasos cuando la seguía por el bosque? He estado esperando días y días para poder hablarle a solas. He dejado a la única amiga que tengo en el mundo ansiosa y llena de miedo por mí… me he arriesgado a que me encierren de nuevo en el manicomio…, y todo por su bien, señorita Fairlie, todo por su bien». Sus palabras me alarmaron, Marian, y sin embargo había algo en su modo de expresarse que me hizo compadecerla con toda mi alma. Estoy segura de que mi compasión fue sincera, pues me dio el valor para decirle a aquella pobre criatura que entrase y se sentase junto a mí en la caseta.

—¿Lo hizo?

—No. Movió la cabeza y me dijo que tenía que seguir donde estaba para vigilar y escuchar y no dejar que nos sorprendiera una tercera persona. Y desde el principio hasta el fin se mantuvo en la entrada, apoyándose en el marco de la puerta; a veces se inclinaba de repente hacia mí hablándome y otras se volvía de repente para mirar a su alrededor. «Ayer estaba yo aquí —dijo—, antes de oscurecer, y la oí a usted hablar con la señorita que la acompaña. La oí hablarle sobre su marido. La oí decirle que usted no es capaz de hacer que él la crea ni conseguir que guarde silencio. ¡Ay, supe enseguida lo que significaban aquellas palabras!, me lo dijo mi conciencia cuando las oí. ¿Por qué dejé que usted se casara con él? ¡Oh, todo por ese miedo mío… por este miedo loco, miserable, maldito!». Se cubrió el rostro con su pobre chal raído, y sollozó y se lamentó oculta tras él. Tuve miedo de que sucumbiera a algún terrible arrebato de desesperación que ni ella ni yo hubiéramos podido dominar, y le dije:

«Trate de serenarse, trate de decirme cómo hubiera podido evitar mi matrimonio. Separó el chal de su rostro y me dirigió una mirada ausente». Debí haber tenido el suficiente valor para no marcharme de Limmeridge —contestó—. No debí nunca dejarme vencer por el miedo que me produjo la noticia de que él iba a llegar. Debí haberla advertido y haberla salvado antes de que fuese demasiado tarde. ¿Por qué no me atreví más que a escribir aquella carta? ¿Por qué no hice más que daño cuando trataba y deseaba hacerle bien? ¡Oh, todo por este miedo mío, este miedo loco, miserable, maldito! Repitió estas palabras otra vez y escondió su rostro en un extremo de su pobre y raído chal. Yo estaba horrorizada al verla y escucharla.

—¿Le preguntaste, Laura, cuál era la causa de ese miedo que tanto la atormentaba?

—Sí, se lo pregunté.

—¿Y qué te contestó?

—Me preguntó a su vez si yo temería al hombre que me hubiera encerrado en un manicomio y que volvería a encerrarme si pudiera. Yo le dije: «¿Sigue usted teniendo miedo aún? Porque si lo tuviera no creo que se atreviese a estar aquí». «No —contestó— ya no tengo miedo». Le pregunté a ella por qué. De repente se inclinó hacia mí desde la puerta y dijo: «¿No lo adivina?». Negué con la cabeza. «Míreme», —continuó—. Le dije que me daba pena verla tan triste y enferma. Sonrió por vez primera. «¿Enferma? —repitió—. Me estoy muriendo. Ahora sabe usted por qué ya no le temo. ¿Cree usted que me encontraré en el cielo con su madre y que me perdonará si la encuentro?». Yo estaba tan impresionada y tan sorprendida que no pude contestarle. «He estado pensando en ello —continuó—, todo el tiempo que me estuve escondiendo de su marido, todo el tiempo que estuve enferma. Mis pensamientos me atraían hasta estos lugares… Quiero reparar, pensaba yo, quiero deshacer, en lo posible, todo el mal que hice antes. Le supliqué con toda la seriedad que pude mostrar que me dijese a qué se refería. Ella siguió clavando en mí su mirada fija y ausente». «¿Debo reparar el daño?» —se preguntó a sí misma, dudosa—. «Usted tendrá amigos que la apoyarán. Si usted conociera su secreto él se asustaría de usted; no se atrevería a aprovecharse y a abusar de usted como se ha aprovechado de mí. La trataría con piedad, por su propio bien, si la teme a usted y a sus amigos. Y si la trata a usted con dignidad, y si yo puedo decir que es obra mía…». Esperé con ansia que continuase, pero se detuvo al pronunciar aquellas palabras.

—¿No intentaste saber hacia dónde iba?

—Lo intenté, pero ella se fue alejando de mí, apoyando su rostro y sus manos sobre la pared de la caseta. «¡Oh Dios! —la oí decir, con una ternura terrible y desgarradora en su voz—. ¡Si me hubieran enterrado junto a su madre! ¡Si pudiera despertarme a su lado cuando suene la trompeta del ángel y se abran las tumbas para la resurrección de los muertos!». ¡Yo temblaba, Marian, de pies a cabeza! ¡Era espantoso oírla! «Pero no hay esperanza de que eso suceda —continuó, volviendo ligeramente la cabeza—. No hay esperanzas para una pobre extraña como yo. No podré descansar bajo la cruz de mármol, que limpié con mis manos, bajo la tumba que dejé tan blanca y tan pura por amor a ella. ¡Oh no, Dios mío, no, nadie me llevará junto a ella, allí donde las maldiciones dejan de atormentarnos y donde podemos descansar de nuestras fatigas!». Dijo estas tristes palabras serenamente, dando un suspiro profundo y desesperado, y luego aguardó un poco. Su rostro expresaba desconcierto y pesadumbre, parecía estar pensando o tratando de pensar. «¿Qué es lo que estaba diciendo? —preguntó, al cabo de unos instantes—. Cuando su madre me viene a la mente todo lo demás se va. ¿Qué estaba yo diciendo? ¿Qué decía yo, Dios mío?». Se lo recordé a la pobre criatura con toda la suavidad y cariño que pude. «Ah, sí, sí,» —continuó ella, con la misma expresión desconcertada y ausente—. «Usted se halla desamparada y a merced de su indigno marido. Sí. Y yo debo hacer lo que me proponía cuando vine hasta aquí…, debo reparar el mal que le hice por haber tenido miedo de hablar cuando aún era tiempo para ello». «¿Qué es lo que tiene qué decirme?» le pregunté; «el secreto del que tiene miedo su cruel marido», me contestó. «Una vez le amenacé con su secreto y le asusté. Usted también tiene que amenazarle y asustarle con él». Su rostro se volvió sombrío, y una mirada dura y frenética brilló en sus ojos. Comenzó a agitar una mano con un gesto ausente e inesperado. «Mi madre sabe ese secreto —dijo—, ha consumido media vida bajo el peso de ese secreto. Un día, cuando yo ya era mayor, me dijo a mí algo y al día siguiente, su marido…».

—¡Sigue, sigue por favor! ¿Qué te dijo de su marido?

—Al llegar a esto se calló de nuevo, Marian…

—¿No dijo más?

—Se puso a escuchar con ansiedad. «¡Chhist!», susurró, agitando su mano como antes. «¡Chhist!». Se asomó por la puerta, y paso a paso, se alejó pisando con cautela y sigilosamente hasta que la perdí de vista tras la esquina de la caseta.

—¿La seguirías, naturalmente?

—Sí. Era tal mi interés, que tuve el valor de levantarme para seguirla. Cuando estaba en la puerta, volvió a aparecer de repente por la esquina. ¡El secreto! —le susurré—, espere, dígame el secreto. Me agarró del brazo y me miró con ojos extraviados de terror. «Ahora, no —murmuró—. No estamos solas, nos vigilan. Venga mañana a esta misma hora; usted sola, sola… tenga cuidado, venga sola,» me empujó bruscamente hacia el interior y no la vi más.

—¡Laura, Laura! ¡Otra ocasión perdida! Si yo hubiese estado cerca de ella, no se nos hubiera escabullido. ¿Por qué lado la viste desaparecer?

—Por el lado de la izquierda, donde el terreno desciende y el bosque es más espeso.

—¿Corriste tras ella, la llamaste?

—¿Cómo hubiera podido hacerlo? Estaba aterrada y no era capaz de hablar ni de moverme.

—Pero cuando te levantaste, cuando saliste…

—Vine corriendo para contártelo todo.

—¿Viste a alguien o escuchaste algo en los pinares?

—No…, todo parecía tranquilo y solitario cuando pasé por allí.

Estuve un momento pensando. Aquella tercera persona que había presenciado secretamente aquel encuentro ¿era realidad o fruto de la imaginación excitada de Anne Catherick? Era imposible saberlo. Lo único cierto era que una vez más habíamos fracasado cuando estábamos a punto de descubrir algo, habíamos fracasado completa e irremisiblemente, a menos que Anne Catherick acudiera a la cita en la caseta al día siguiente.

—¿Estás bien segura de haberme contado todo lo que ha pasado? ¿Hasta la última palabra que te ha dicho? —pregunté a Laura.

—Creo que sí —me respondió—. Mi memoria no puede compararse con la tuya, Marian; pero me impresionó tanto, estaba tan profundamente interesada, que no puede habérseme escapado nada que sea de importancia.

—Querida Laura, los detalles que parecen insignificantes son importantes tratándose de Anne Catherick. Piensa bien. ¿No se le escapó por casualidad algo referente al sitio en que vive ahora?

—Nada que yo recuerde.

—¿No nombró a su compañera y amiga… a una mujer que se llama la señora Clements?

—¡Ah, sí! ¡Sí! Se me olvidó. Me dijo que la señora Clements quería a todo trance acompañarla y venir al lago con ella, y le había rogado que no se aventurase a ir sola por aquellas vecindades.

—¿Eso fue lo que contó de la señora Clements?

—Sí; eso fue todo.

—¿No te dijo nada del lugar en que se habían refugiado después de salir de Todd’s Corner?

—Nada; estoy completamente segura.

—¿Ni dónde ha vivido desde entonces, ni cuál fue su enfermedad?

—No, Marian; ni una palabra. Por favor, dime qué crees de todo esto, pues yo no sé qué pensar ni qué hacer.

—Lo que tienes que hacer es esto, querida mía, acudir mañana puntualmente a la cita. No es posible decir qué puede significar para tus intereses ver a esa mujer de nuevo. No debes ir sola la segunda vez. Te seguiré a una distancia segura. Nadie me verá; pero quiero estar al alcance de tu voz por si sucede algo. Anne Catherick se le escapó a Walter Hartright y se te ha escapado a ti pero espero que no se me escape a mí.

Los ojos de Laura leían en los míos con atención.

—¿Tú crees en ese secreto que mi marido tanto teme? Supón, Marian, que después de todo, no existe más que en la fantasía de Anne Catherick. Supe que quiere verme y hablarme sólo para evocar viejos recuerdos. ¡Estaba tan extraña que no sabía si creerla! ¿Tendrías confianza en ella si te hablara de otra cosa?

—Laura, no tengo confianza en nada más que en las observaciones que hago yo misma de la conducta de tu marido. Juzgo las palabras de Anne Catherick por las acciones de él…, y creo que ahí existe un secreto.

No dije más, y me levanté para salir del cuarto. Me asaltaban y atormentaban pensamientos que hubiera acabado por confesarle si seguíamos hablando más tiempo, y hubiera sido peligroso que los sospechase. El terrible sueño del que me había despertado arrojaba su oscura y funesta sombra sobre aquellas nuevas impresiones que su relato produjo en mi espíritu. Sentía acercarse a nosotros aquel futuro pavoroso que me llenaba de inmenso terror, que me obligaba a creer que había un designio invisible en la larga serie de complicaciones que nos cercaban. Pensé en Hartright como le vi con mis propios ojos el día que nos despedimos, como le vi soñando, dudar si no nos acercábamos a ciegas hacia un fin señalado e inevitable.

Dejando que Laura subiese sola a su dormitorio salí a dar una vuelta cerca de la casa. Las circunstancias en las que Anne Catherick se había separado de Laura despertaban en mí un ansia secreta por conocer cómo estaba pasando la tarde el conde Fosco, y una secreta desconfianza de los resultados del solitario viaje del que Sir Percival había regresado hacía unas horas.

Después de buscarlos por todas partes y no descubrir nada, volví a casa y entré en diversas habitaciones de la planta baja, una tras otra. Todas estaban vacías. Salí al vestíbulo para subir a reunirme con Laura. madame Fosco abrió la puerta de su cuarto cuando yo pasaba por el pasillo, y me detuve para averiguar si sabía algo de lo que estaban haciendo su marido y Sir Percival. Ella los había visto desde la ventana hacía más de una hora. El conde había mirado hacia arriba, con su acostumbrada amabilidad y le había mencionado con la habitual atención que mostraba con ella en las menores fruslerías que él y su amigo iban a dar juntos un largo paseo.

¡Un largo paseo! Desde que los conocí jamás habían buscado la compañía el uno del otro para tal propósito. A Sir Percival el único ejercicio que le agradaba era montar a caballo, y al conde (salvo cuando su cortesía le llevaba a seguirme por el parque) no le agradaba ninguno.

Cuando me reuní de nuevo con Laura, vi que tras irme había recordado la inminente cuestión de la firma del documento, que habíamos olvidado absortas en discutir su encuentro con Anne Catherick. Las primeras palabras que me dirigió cuando entré en el cuarto fueron para expresar la sorpresa que le producía no haber sido llamada a la biblioteca para acudir a la cita de Sir Percival.

—Puedes estar tranquila respecto a eso —le dije—. Al menos por ahora no necesitamos preocuparnos de lo que hemos de decir. Sir Percival ha variado sus planes, y el asunto de la firma se ha aplazado.

—¿Se ha aplazado? —preguntó Laura con perplejidad—. ¿Quién te lo ha dicho?

—Mi información proviene del conde Fosco. Creo que debemos a su intervención el que tu marido haya cambiado de idea de pronto.

—Parece imposible, Marian. Si, como suponemos, Sir Percival necesita tu firma para conseguir dinero, que le hace falta con urgencia, no comprendo cómo puede haberse aplazado el asunto.

—Pienso, Laura, que tenemos bien a la vista los motivos que pueden explicarnos este cambio. ¿Has olvidado la conversación entre Sir Percival y el abogado, que escuché cuando pasaban por el vestíbulo?

—No, pero no recuerdo…

—Pues yo sí. Se proponían dos alternativas. Una, obtener tu firma en aquel documento. La otra, ganar tiempo emitiendo letras de cambio a noventa días. Es evidente que han optado por esta última solución, y afortunadamente tenemos esperanzas de librarnos de compartir los apremios de Sir Percival durante algún tiempo, por lo menos.

—¡Oh Marian, eso suena demasiado bien para que sea cierto!

—¿Tanto te alegra, querida mía? No hace mucho alababas mi buena memoria, pero ahora pareces dudar de ella. Voy a buscar mi Diario, y verás si estoy o no equivocada.

Fui a buscar mi cuaderno y enseguida volví con él.

Revisamos las anotaciones que había escrito referentes a la visita del abogado, comprobando que yo recordaba con precisión las dos alternativas propuestas. Tanto para mí como para Laura fue un verdadero alivio ver que la memoria, en aquella ocasión, como en otras, no me había fallado. En la peligrosa incertidumbre de nuestro presente es difícil decir cuanta importancia puede tener para el futuro que haga con regularidad mis anotaciones en mi Diario, y que en el momento de escribirlas sea exacto mi recuerdo.

Por la expresión de Laura comprendí que se le había ocurrido la misma idea. Sea como fuere, es un detalle insignificante y casi me azara el anotarlo en estas páginas, pues me parece que presento el desamparo de nuestra situación con tintas demasiado negras. ¡Sin embargo, con bien poco contábamos cuando el descubrimiento de que mi buena memoria todavía podía servirnos y merecía nuestra confianza nos había alegrado tanto como si hubiéramos hallado un nuevo amigo!

El primer toque de campana llamándonos para cenar nos obligó a separarnos. Sir Percival y el conde volvieron de su paseo. Oímos al señor de la casa gritar furioso a los criados por haberse retrasado cinco minutos, y al huésped del señor interponiendo, como de costumbre, en defensa de la propiedad, paciencia y paz. Llegó la noche, y transcurrió sin que sucediese ningún acontecimiento extraordinario. Pero observé ciertos matices singulares en la conducta de Sir Percival y del conde que, cuando me acosté, me hicieron estar muy preocupada e inquieta respecto a Anne Catherick y las novedades que pudiera traernos el mañana.

Sé bastante de Sir Percival para comprender que, de todas sus facetas, la más falsa y por lo tanto la peor es su aparente corrección. El largo paseo con el conde había traído como consecuencia un cambio en sus maneras, sobre todo respecto a su mujer. Ante la secreta sorpresa de Laura y ante mi secreta alarma, la llamó varias veces por su nombre de pila, le preguntó si había tenido últimamente noticias de su tío, se informó de cuándo pensaba invitar a la señora Vesey a Blackwater y la colmó de pequeñas atenciones que me hicieron evocar los días de su odioso noviazgo en Limmeridge. Por de pronto, ésta es una mala señal, y me pareció más funesta aún cuando después de cenar pretendió quedarse dormido en el salón, y pude observar que su mirada nos seguía a Laura y a mí con malignidad cuando creía que ninguna de las dos nos dábamos cuenta. Nunca dudé de que su solitario viaje a Welmingham tuvo por objeto interrogar a la señora Catherick; pero esta noche temí que el viaje no había sido en vano y que había obtenido alguna información que indiscutiblemente nos haría padecer. Si hubiera sabido dónde podía encontrar a Anne Catherick me hubiera levantado a la mañana siguiente con el sol y se lo hubiera advertido.

Más si el aspecto bajo el que se nos presentó esta noche Sir Percival era por desgracia para mí bien conocido, el aspecto bajo el que se presentó por su parte el conde me resultaba totalmente nuevo. Por vez primera pude verlo esta noche en el papel de hombre de sentimientos, y de un sentimentalismo que nos parecía sincero y no improvisado para esta ocasión.

Por lo pronto estaba tranquilo y sumiso, y sus ojos y su voz traslucían una sensibilidad contenida. Llevaba el más suntuoso chaleco que le había visto hasta entonces, como si existiese cierta relación misteriosa entre sus más profundos sentimientos y sus refinamientos más espectaculares. Era de seda, de color verde mar pálido exquisitamente guarnecido con pasamanería plateada. Su voz tenía inflexiones tiernas y suaves, y su sonrisa expresaba una admiración paternal y pensativa cuando nos hablaba a Laura o a mí. Estrechó la mano de su mujer, por debajo de la mesa, cuando ésta le dio las gracias por las pequeñas atenciones que tuvo con ella durante la cena y al beber brindó por ella. «¡A tu salud y felicidad, ángel mío!», dijo con ojos brillantes de admiración. Apenas comía, suspiraba, y cuando su amigo se rió de él, le contestó:

«¡Mi buen Percival!». Después de la cena cogió a Laura de la mano y le rogó que «fuese tan encantadora de tocar algo para él». Ella accedió, sin poder ocultar su asombro. Él se sentó junto al piano con la cadena de su reloj reluciendo como una culebra dorada entre los pliegues verde mar de su chaleco. Su inmensa cabeza estaba inclinada lánguidamente y con sus dedos de un blanco cetrino, llevaba dulcemente el compás. Ponderó con ardor la selección de la pieza y admiró conmovido el arte de Laura, no como la alababa el pobre Hartright, que disfrutaba inocentemente de los deliciosos sonidos, sino con un conocimiento claro, cultivado y práctico de los méritos de la composición, primero y de los méritos del intérprete después. Cuando cayó el anochecer, rogó que no profanásemos aún aquella deliciosa penumbra con la luz de las lámparas. Con su andar horriblemente silencioso vino hasta la ventana más alejada junto a la que me había retirado para estar a la mayor distancia de él y para evitar verlo siquiera, y me pidió que apoyara su protesta contra las lámparas. Si entre ellas hubiese habido una capaz de quemarlo vivo, en aquel instante me hubiese ido a la cocina para traerla yo misma.

—¿Verdad que a usted también le agradan estos crepúsculos, modestos y temblorosos? —dijo dulcemente—. ¡Ah, yo los adoro! Experimento una admiración innata por todo lo que es noble, elevado y bueno y se purifica bajo el aliento celestial en una noche como ésta. ¡Veo en la Naturaleza unos encantos tan imperecederos y una ternura tan inextinguible para mí! Soy un hombre viejo y gordo, señorita Halcombe, y las palabras que resultarían propias saliendo de sus labios parecen irrisorias y ridículas si las pronuncio yo. Y es duro sentirse ridículo en momentos tan sentimentales como éste, como si tuviese un alma vieja y demasiado ancha, tal como yo mismo. ¡Fíjese, mi querida señorita, en la luz que va muriendo entre los árboles! ¿No penetra en su corazón como penetra en el mío?

Calló, me miró y repitió las famosas palabras de Dante sobre la noche con una ternura melodiosa que añadía mayor encanto a la incomparable belleza de la poesía.

—¡Vaya! —exclamó de repente, cuando la última cadencia de aquellas nobles palabras italianas morían en sus labios—. No hago más que cansarlos a todos con las tonterías que se le ocurren a un viejo. Vamos a cerrar la ventana de nuestra alma y volvamos a la realidad del mundo… Percival, sanciono la admisión de las lámparas… Lady Glyde, señorita Halcombe, Eleonor, mi querida esposa, ¿quién de ustedes me concede el honor de jugar conmigo una partida de dominó?

Se dirigía a todas nosotras, pero su mirada estaba fija en Laura.

Ella conocía mi temor a ofenderle y aceptó su ofrecimiento. Hubiera sido algo superior a mis fuerzas en aquellos momentos. No hubiera podido sentarme con él en la misma mesa, a pesar de todas sus consideraciones. Sus ojos parecían penetrar hasta lo más íntimo de mi alma a través de la oscuridad cada vez más densa del crepúsculo. El misterioso terror de la pesadilla que me había asaltado me oprimía ahora el corazón con presentimientos insoportables y un pánico indecible. Volvía a contemplar la tumba blanca y la mujer cubierta con el velo que se levantaba junto a Hartright. El pensamiento de Laura brotó como un manantial desde las profundidades de mi corazón llenándolo con una oleada de amargura como jamás, hasta entonces, había conocido. Le cogí la mano cuando pasó delante de mí para ir a la mesa de juego y la besé con pasión como si aquella noche nos hubiéramos de separar para siempre. Mientras todos me miraban con asombro, salí corriendo por la cristalera que daba al jardín, huyendo para ocultarme de ellos; para ocultarme de mí misma.

Nos separamos, aquella noche, más tarde que de costumbre. Hacia la medianoche el silencio veraniego fue turbado por el silbido, entre los árboles, de un vientecillo suave y melancólico. Todos sentimos el refrescar de la atmósfera, pero el conde fue el primero que se dio cuenta de que el viento iba arreciando. Mientras encendía mi vela, se detuvo de repente, y alzó la mano, con un gesto de advertencia:

—¡Escuchen!… —dijo él—. Mañana habrá un cambio.

Día 19 de Junio.

Los acontecimientos de ayer me habían advertido para estar dispuesta a encontrarme inevitablemente con lo peor. ¡Pero el día de hoy aún no ha terminado y lo peor ya ha llegado!

Calculando la hora en que Laura había ido ayer al lago, dedujimos que Anne Catherick debía haber aparecido en la caseta hacia las dos y media de la tarde. Decidimos que hoy Laura iría al comedor a la hora del almuerzo para salir enseguida con cualquier excusa, yo me quedaría para salvar las apariencias y me uniría a ella en cuanto pudiera hacerlo sin despertar sospechas. Si no surgía algún impedimento, este plan permitiría a Laura llegar al lago antes de las dos y media y (cuando a mi vez yo me levantara de la mesa) yo podría esconderme en los pinares antes de las tres.

El cambio de tiempo anunciado por el viento de la noche anterior, se produjo efectivamente. Estaba lloviendo a cántaros cuando me levanté, y el agua continuó cayendo hasta las doce; cuando las nubes se dispersaron, el cielo se volvió azul y el sol brilló de nuevo, prometiendo una tarde radiante.

Quería averiguar qué pensaban hacer aquella tarde el conde y Sir Percival pero no logré aquietar mi ansiedad en lo que respecta a este último, pues nos dejó enseguida después del desayuno y salió al exterior a pesar de la lluvia. No nos dijo ni dónde iba ni cuándo volvería. Le vimos pasar por delante de la ventana equipado con sus botas altas y su impermeable, y eso fue todo.

El conde pasó una mañana tranquila, sin salir de casa, unos ratos en la biblioteca y otros en el salón, tocando al piano fragmentos de obras musicales y canturreándolos. A juzgar por las apariencias, continuaba dominado por la faceta sentimental. Seguía silencioso y emotivo, suspirando lánguidamente (en la forma en que sólo los hombres gordos saben hacerlo) a la menor oportunidad.

Llegó la hora del almuerzo y Sir Percival no había regresado. El conde ocupó el asiento de su amigo en la mesa, devoró lastimosamente la mayor parte de una tarta anegada en crema y, cuando hubo terminado, nos explicó el por qué de su hazaña.

—La afición a las golosinas, señoras, es una inocente afición propia de mujeres y niños —dijo con dulces inflexiones de la voz y con la mayor ternura: Me gusta compartirlo con ellos, he aquí un nuevo lazo que me une a ustedes.

Laura se levantó de la mesa al cabo de diez minutos. Yo estuve tentada a acompañarla. Pero si nos hubiéramos ido las dos juntas hubiéramos despertado sospechas, y lo que es peor: si acudía Laura a la entrevista con Anne Catherick acompañada por otra persona desconocida para ella, teníamos todas las probabilidades de perder su confianza para no recuperarla jamás.

Por lo tanto, esperé con tanta paciencia como pude hasta que el criado se dispuso a levantar la mesa. Cuando salí de la estancia no había señales ni en la casa ni fuera de ella de que Sir Percival hubiera regresado. Dejé al conde, que sostenía un terrón de azúcar entre sus labios mientras la viciosa cacatúa trepaba por su chaleco para arrebatárselo; madame Fosco, sentada enfrente, observaba las diversiones de su marido y del pájaro con tanta atención como si en su vida hubiese visto nada semejante. Al dirigirme hacia los pinares, tuve buen cuidado de mantenerme lejos de la ventana del comedor. No me vio nadie, ni nadie me siguió. Mi reloj marcaba las tres menos cuarto.

Una vez entre los árboles caminé deprisa hasta que hube pasado la mitad del pinar. Entonces retardé el paso y empecé a moverme con mayor precaución, pero no veía a nadie ni oía voz alguna. Poco a poco me acerqué a la caseta de los botes tanto que pude verla por su parte trasera. Me detuve y escuché, luego seguí andando hasta llegar junto a ella, donde podría oír la conversación entre quienes estuvieran dentro. Pero nada interrumpía el silencio: ni de cerca ni de lejos llegaba señal alguna de ser viviente.

Después de deslizarme a lo largo de la pared trasera, primero hacia la derecha, luego hacia la izquierda, y no descubrir nada, me aventuré a llegar hasta la entrada y asomarme al interior. Dentro no había nadie.

Llamé a Laura, primero en voz baja y luego más fuerte. Nadie me contestó, nadie acudió… A juzgar por lo que había visto y oído, la única criatura humana que se encontraba en los alrededores del pinar y del lago era yo.

El corazón me latía con violencia, pero continué mis pesquisas, primero dentro de la caseta y luego en el suelo, frente a la entrada, para ver si algún rastro de Laura me indicaba que había acudido a la cita. En el interior no distinguía señal alguna de su presencia; pero fuera, delante de la entrada, pude ver el rastro de sus pasos en la arena.

Descubrí huellas de dos personas: unas grandes, que parecían ser de hombre, y otras pequeñas, de las que, al poner mis propios pies sobre ellas y viendo que tenían el mismo tamaño, no dudé que fuesen de Laura. Aquellas huellas se confundían precisamente frente a la caseta. Junto a una esquina, bajo la sombra del alero del tejado, vi un hoyo en la arena —hecho artificialmente, eso parecía indudable—. Me fijé en él, pero enseguida retrocedí para tratar de seguir las huellas de los pasos hasta donde éstos me llevasen.

Me condujeron desde la parte izquierda de la caseta, a lo largo de una franja de árboles; calculo que a unos doscientos o trescientos metros de distancia. Después, el terreno arenoso no mostraba ningún rastro de huellas. Comprendiendo que las personas cuyo rastro seguía debían haber penetrado en los pinares por este sitio, yo también lo hice. Al principio no podía hallar sendero alguno, pero al fin descubrí una vereda apenas visible entre los árboles y la seguí. Durante cierto tiempo iba en dirección a la aldea, hasta que me detuve en un lugar en que mi sendero se cruzaba con otro. A ambos lados crecían espesas zarzas. Yo miraba al suelo dudando qué camino seguir, cuando vi que en una rama espinosa estaban enganchados hilos de flecos que podían ser de un chal. Al examinarlos de cerca comprobé que pertenecían al chal de Laura y en el acto me encaminé por el segundo sendero. Al fin, y con gran alivio por mi parte, me condujo hasta la parte posterior de la casa. Digo para mi gran alivio, porque supuse que Laura, por algún motivo que yo ignoraba, había vuelto por aquellos vericuetos a casa antes que yo. Entré atravesando el patio y las dependencias. La primera persona que encontré en el zaguán fue al ama de llaves, la señorita Michelson.

—¿Sabe usted —le pregunté— si Lady Glyde ha vuelto ya de su paseo?

—La señora ha vuelto hace un momento con Sir Percival —contestó la mujer—. Me temo que haya sucedido algo serio, señorita Halcombe.

El corazón se me heló.

—¿No querrá usted decir que ha sucedido un accidente? —dije, con voz temblorosa.

—No, no; gracias a Dios no es eso, pero la señora subió corriendo a su cuarto y estaba llorando y Sir Percival me ha ordenado avisar a Fanny de que antes de una hora debe abandonar esta casa.

Fanny era la doncella de Laura. Una muchacha buena y fiel, que estaba con ella hacía muchos años y que era la única persona de la casa con cuya lealtad y honradez podíamos contar.

—¿Dónde está Fanny? —pregunté.

—En mi cuarto, señorita Halcombe. La pobre muchacha está desesperada y le he dicho que se tranquilice y que descanse un poco.

Fui al cuarto de la señora Michelson, y encontré a Fanny sentada en un rincón con su maleta a un lado y llorando amargamente.

No pudo explicarme la causa de su intempestivo despido. Sir Percival había ordenado que se le entregase el sueldo de un mes, en lugar de darle aviso con un mes de antelación, y que se marchase. No había dicho por qué, ni le había reñido para nada. Le había prohibido que acudiera a su señora y ni siquiera le permitía despedirse de ella aunque fuese un momento. Tenía que irse sin explicaciones ni despedidas y hacerlo inmediatamente.

Después de consolar como pude a la infeliz muchacha, le pregunté dónde pensaba pasar esta noche. Me dijo que iría a una posada del pueblo, cuya dueña era persona respetable y conocida de la servidumbre de Blackwater Park. A la mañana siguiente se levantaría muy temprano y se iría a Cumberland, sin detenerse en Londres, donde no conocía un alma.

Enseguida vislumbré que el viaje de Fanny nos ofrecía un medio seguro para comunicarnos con Limmeridge y con Londres, lo que podía ser de gran provecho para nosotras. Así, pues, le dije que durante la tarde su señora o yo procuraríamos comunicarnos con ella y que podía estar segura de que haríamos todo lo posible por ayudarla aunque ahora tuviese que resignarse e irse. Diciendo estas palabras nos estrechamos la mano, y me fui arriba.

La puerta que conducía al cuarto de Laura desde el pasillo daba previamente a una antesala. Cuando intenté abrirla estaba cerrada con llave por dentro.

Llamé, y abrió la puerta la misma criada gorda y grandota cuya completa estupidez tanto me impacientó el día que encontré el perro herido. Desde entonces supe que se llamaba Margaret Porcher y que era la criada más torpe, tozuda y zafia de la casa.

Al abrirme la puerta dio un paso hacia delante y se quedó en el umbral con una sonrisa alelada en los labios y sin decir palabra.

—¿Qué hace usted ahí en medio? ¿No ve que quiero entrar? —le dije.

—¡Ah! ¡Pero es que no puede usted entrar! —me contestó sonriendo aún más.

—¿Cómo se atreve a hablarme así? ¡Quítese de en medio inmediatamente!

Extendió sus brazos, indicando con sus manos, rojas y gordas, que el camino me estaba cerrado y lentamente inclinó su cabeza de alcornoque.

—Son órdenes del amo —me dijo; y volvió a inclinar la cabeza.

Hice uso de toda mi capacidad de dominarme para evitar discutir con ella, dándome cuenta de que era a su señor a quien tenía que dirigirme. Le volví la espalda y bajé al salón para buscarle. A pesar de mis propósitos de soportar las intemperancias de Sir Percival, por mucho que tuviera que sufrir, he de confesar, para vergüenza mía, que se me olvidaron por completo en aquellos instantes. Pero me alivió mucho, después de todo lo que había sufrido y aguantado en esta casa dejar que me llevase mi indignación.

El salón y el comedor se hallaban vacíos, pero fui a la biblioteca y allí encontré a Sir Percival, al conde y a madame Fosco. Los tres estaban de pie, formando un grupo muy apretado, y Sir Percival tenía un trozo de papel en la mano. Al abrirse la puerta oí que el conde le decía:

—No, mil veces no.

Me acerqué a Sir Percival y le miré a la cara.

—¿He de creer, Sir Percival, que el cuarto de su mujer es una cárcel y que la criada es la carcelera? —pregunté.

—Sí, eso es lo que tiene usted que creer —contestó—, y tenga cuidado de que mi carcelera no tenga hoy trabajo doble y de que se convierta también en cárcel su propio cuarto.

—Tenga cuidado usted de cómo trata a su mujer y de cómo me amenaza a mí —no pude contener mi ira—. En Inglaterra existen leyes que protegen a las mujeres contra la crueldad y los ultrajes. Si se atreve a rozar un solo cabello de Laura o a atentar contra mi libertad, suceda lo que suceda, apelaré a estas leyes.

En lugar de contestarme, se volvió hacia el conde:

—¿Qué le dije antes? ¿Qué dice usted ahora? —preguntó.

—Lo mismo que antes —contestó el conde—. No.

A pesar de la vehemencia de mi rabia pude sentir, fijos sobre mi rostro, sus ojos imperturbables, fríos y acerados. Se apartaron de mí cuando el conde terminó su frase y dirigió a su mujer una mirada significativa. Inmediatamente madame Fosco se acercó y habló a Sir Percival antes de que ninguno de los demás pudiésemos pronunciar una palabra.

—Tenga la amabilidad de escucharme unos instantes —dijo con su voz helada y clara—. Quiero agradecerle, Sir Percival, su hospitalidad y quiero rehusar aceptarla por más tiempo. Yo no puedo permanecer en una casa en la que se trata a las señoras como ha tratado hoy a su mujer y a la señorita Halcombe.

Sir Percival retrocedió un paso y se quedó mirándola mudo de asombro. La declaración que acababa de escuchar (declaración que tanto él como yo sabíamos que madame Fosco jamás se hubiera atrevido a hacer sin el consentimiento de su marido) pareció dejarlo petrificado de asombro. El conde, inmóvil, contemplaba a su mujer con muestras de la más entusiasta admiración.

—¡Es sublime! —se dijo a sí mismo.

Luego se acercó a ella y puso su brazo en el suyo.

—Estoy a tus órdenes, Eleanor —continuó, con un tono de serena dignidad que nunca le había conocido hasta entonces—, y a las órdenes de la señorita Halcombe, si me hace el honor de aceptar el apoyo que yo pueda ofrecerle.

—¡Demonio!, pero ¿qué significa esto? —gritó Sir Percival viendo que el conde Fosco se dirigía tranquilamente hacia la puerta dando el brazo a su mujer.

—En otras ocasiones sé bien qué significa lo que hago, pero ahora hago lo que dice mi mujer —replicó el impenetrable italiano—. Por una vez hemos cambiado de papeles, Percival. El criterio de madame Fosco es el mío.

Sir Percival arrugó furioso el papel que tenía entre las manos y se situó entre el conde y la puerta.

—Haga lo que quiera —rugió en voz baja, casi susurrando y con rabia contenida— y aténgase a las consecuencias.

Con estas palabras, salió de la biblioteca.

madame Fosco miró a su marido interrogativamente.

—Se ha marchado bruscamente. ¿Qué querrá decir eso? —preguntó.

—Eso significa que entre tú y yo hemos conseguido que entre en razón el hombre de peor carácter de toda Inglaterra —contestó el conde—. Esto quiere decir, señorita Halcombe, que Lady Glyde se ha librado de una odiosa indignidad, y usted de que se repita este imperdonable insulto. Le ruego acepte el testimonio de mi admiración por su valiente conducta en un momento decisivo.

—Muy sincera admiración —repitió el conde.

Sentía agotadas mis fuerzas para seguir resistiendo con la misma firmeza con que había resistido las injurias y las ofensas, sostenida por la indignación. Mi febril ansiedad por ver a Laura, y el sentimiento de mi propio desamparo y mi ignorancia por todo lo sucedido en la caseta de los botes, me oprimían con su insoportable peso. Traté de cubrir las apariencias hablando con el conde y su mujer en el mismo tono en que ellos me hablaban, pero las palabras se tropezaban al salir de mis labios, se me cortaba la respiración, mis ojos miraban en silencio con ansia hacia la puerta. El conde comprendió mi nerviosismo, la empujó, salió fuera y la cerró tras de sí. Al mismo tiempo, de la escalera llegó el ruido de las fuertes pisadas de Sir Percival que bajaba. Oí cuchichear a los dos en el vestíbulo mientras madame Fosco me aseguraba, en su estilo frío, convencional, que la alegraba, por el bien de nosotras, que la conducta de Sir Percival no les hubiera obligado a su marido y a ella a abandonar Blackwater Park. Antes de que terminase su discurso, el murmullo de voces cesó, se abrió la puerta y apareció el conde.

—Señorita Halcombe —dijo—. Tengo una verdadera satisfacción en comunicarle que Lady Glyde es otra vez dueña de su propia casa. Me figuré que preferiría usted escuchar esta grata noticia de mí que de boca de Sir Percival, y por eso he vuelto expresamente para decírselo.

—¡Admirable delicadeza! —exclamó la condesa Fosco, devolviendo a su marido su tributo de admiración, en la misma moneda y en el mismo estilo del propio conde. Éste sonrió y se inclinó como si el cumplido proviniera de un desconocido ceremonioso, y se hizo a un lado para dejarme libre el paso.

Sir Percival seguía en el vestíbulo. Cuando yo me precipitaba hacia la escalera, le oí llamar impaciente al conde para que saliera de la biblioteca.

—¿Qué está usted esperando? —dijo—. Necesito hablarle.

—Y yo necesito tiempo para reflexionar por mi cuenta —contestó el otro. Espere hasta más tarde, Percival, espere hasta más tarde.

Ni él ni su amigo añadieron más. Yo llegué arriba y corrí por el pasillo. En mi apresuramiento y agitación, dejé la puerta de la antesala abierta, pero cerré la del dormitorio en cuanto estuve en él.

Laura estaba sentada al extremo del cuarto; sus brazos, lánguidos, reposaban sobre la mesa y su rostro se ocultaba entre las manos. Al verme se levantó dando un grito de alegría.

—¿Cómo has conseguido venir? ¿Quién te dio permiso? ¿No sería Sir Percival?

La ansiedad por escuchar lo que me iba a decir me invadía y no pude contestarle, sino hacerle preguntas por mi parte. Pero la preocupación de Laura por saber lo que había sucedido abajo era tan arrolladora, que no pude resistirla. Siguió repitiendo sus preguntas con insistencia.

—¡El conde, por supuesto! —le contesté impaciente—. ¿Quién tiene más influencia en esta casa…?

Me detuvo con un gesto de desagrado.

—No hables de él —exclamó—. ¡El conde es el ser más ruin de los hombres! ¡El conde es un miserable espía…! Antes de que pudiéramos decir otra palabra, nos interrumpieron unos golpecitos suaves en la puerta del dormitorio.

Yo no me había sentado aún y me adelanté a ver quién era. Cuando abrí me encontré con madame Fosco, que traía mi pañuelo en la mano.

—Le ha caído abajo, señorita Halcombe —dijo—, y pensé que, puesto que iba a mi cuarto, podía traérselo yo misma.

Su rostro, ordinariamente pálido, estaba cubierto de una lividez cadavérica que me dejó pasmada. Sus manos, tan firmes y seguras siempre, temblaban con violencia, y sus ojos miraban con fiereza detrás de mí: estaban clavados en Laura.

¡Había estado escuchando antes de llamar! Lo vi en su rostro blanco y en sus manos temblorosas; lo vi en la mirada que dirigió a Laura.

Después de esperar un instante, me dio la espalda en silencio y se alejó con lentitud.

Cerré de nuevo la puerta.

—¡Oh Laura, Laura! ¡Las dos tendremos que maldecir el día en que has llamado espía al conde Fosco!

—Tú también lo hubieras llamado así, Marian, si supieras lo que yo. Anne Catherick tenía razón, ayer hubo una tercera persona que nos espió, y esa tercera persona era…

—¿Estás segura de que era el conde?

—Tengo la absoluta certeza de ello. Él fue el espía de Sir Percival, él fue quien informó de todo, y por él ha estado toda la mañana mi marido al acecho de Anne Catherick y de mí.

—¿Han descubierto a Anne? ¿La viste en el lago?

—No. Se salvó porque se mantuvo lejos de la caseta. Cuando yo llegué allí no encontré a nadie.

—¿Y luego? ¿Y luego?

—Entré y me senté unos minutos. Pero mi impaciencia me obligó a levantarme y dar unas vueltas por los alrededores. Cuando salí, creí distinguir en la arena algunas huellas, junto a la puerta. Me detuve para mirarlas y descubrí una palabra escrita en letras grandes que decía: ¡BUSCA!

—Y removiste la arena y dejaste un hoyo pequeño…

—¿Cómo lo sabes, Marian?

—Porque yo misma vi el hoyo cuando fui en tu busca. Pero sigue, sigue.

—Sí, quité la arena de la superficie y enseguida encontré un trozo de papel escondido bajo la arena, con unas líneas escritas y firmado con las iniciales de Anne Catherick.

—¿Dónde está el papel?

—Me lo ha quitado Sir Percival.

—¿No puedes recordar lo que decía? ¿Me lo podrías repetir ahora?

—Su sentido, sí, Marian. Era muy breve. Tú lo hubieras repetido palabra por palabra.

—Trata de decirme cuál era el sentido, antes de que sigamos.

Me lo dijo, y lo reproduzco aquí exactamente como ella me lo repitió:

«Ayer me vieron con usted, nos descubrió un hombre viejo, alto y obeso, y tuve que correr para librarme de él. No fue lo bastante ligero para alcanzarme y me perdió de vista entre los árboles. No me atrevo a volver hoy aquí a la misma hora. Estoy escribiendo y escondiendo este papel entre la arena a las seis de la mañana, para advertirla. Cuando volvamos a hablar próximamente del secreto de su malvado esposo, tenemos que hacerlo sin correr peligros, y si no, no podremos hablar de ningún modo. Tenga paciencia. Le prometo que volverá a verme, y que será pronto. A. C.».

La referencia al «hombre viejo, alto y obeso». (Laura estaba segura de repetir las palabras exactas), no dejaba lugar a duda de quién era el intruso. Me acordé de que yo misma había dicho a Sir Percival el día anterior y en presencia del conde, que Laura había ido al lago a buscar su broche. Según todas las apariencias, él la siguió hasta allí para darle cuenta, servicial como siempre, de que la firma del documento se había aplazado, enseguida de haberme comunicado en el salón aquel cambio en los planes de Sir Percival. En este caso no pudo haber llegado al lago antes del momento en que Anne Catherick lo descubrió. El sospechoso apresuramiento con que se separó de Laura, sin duda, alentó su infructuosa tentativa de seguirla. No pudo haber oído nada de la conversación que había mantenido. Cotejando la distancia que había entre la casa y el lago y la hora en que él me dejó en el salón, con la hora en que estuvieron hablando Laura y Anne Catherick, llegamos a considerar que al menos este hecho se presentaba como indudable.

Una vez que sacamos algo parecido a una conclusión, la siguiente pregunta que despertaba mi interés era saber qué había descubierto Sir Percival después de que el conde le proporcionó su información.

—¿Cómo fue que te quitó la carta? —le pregunté—. ¿Qué hiciste con ella cuando la encontraste en la arena?

—Después de leerla una vez —contestó—, entré en la caseta y me senté para leerla de nuevo. Cuando lo estaba haciendo, una sombra se proyectó sobre el papel. Levanté la cabeza y vi a Sir Percival que me observaba desde la puerta.

—¿Trataste de esconderla?

—Sí; pero él me detuvo. «No necesitas molestarte en esconderla —dijo—. He tenido la ocasión de leerla». Yo no pude hacer más que mirarle aterrada sin decir una palabra. «¿Comprendes? —continuó—. La he leído. La saqué de entre la arena hace dos horas y volví a esconderla escribiendo encima la misma palabra que ella había escrito, para dejártela bien a mano. Ahora no puedes salirme con mentiras. Ayer viste a Anne Catherick en secreto y en este momento tienes su carta entre las manos. Aún no la he pescado a ella, pero te he pescado a ti. Dame esa carta». Se detuvo cerca de mí. Yo estaba a solas con él. ¿Qué querías que hiciera, Marian? Le di la carta.

—¿Qué te dijo cuando se la diste?

—Al principio no dijo nada, me cogió del brazo y me llevó fuera de la caseta, mirando a su alrededor como temeroso de que alguien nos viese. Luego me apretó el brazo con su mano y murmuró a mi oído: «¿Qué te dijo ayer Anne Catherick? Quiero que me lo repitas palabra por palabra, del principio al fin».

—¿Se lo contaste?

—Estaba sola con él, Marian… Su mano cruel me magullaba el brazo. ¿Qué podía hacer?

—¿Tienes aún la marca en tu brazo? ¡Enséñamela!

—¿Para qué quieres verla?

—Quiero verla, Laura, porque nuestra paciencia debe terminar hoy y empezar nuestra resistencia. Esta señal es un arma que esgrimiremos contra él. Déjame verla ahora, tal vez tenga que hablar de ella bajo juramento.

—¡Oh Marian, no me mires así, no hables de ese modo! ¡Ahora no me duele!

—¡Déjame verla!

Me mostró las señales. En aquellos momentos yo no era capaz de sentir lástima, llorar o estremecerme al verlas. Se dice que o somos mejores que los hombres o peores. Si en aquel momento yo había conocido la tentación que algunas mujeres han encontrado en su camino y que las ha hecho peores, gracias a Dios la esposa de Sir Percival no pudo leer nada de ello en mi rostro. Esta criatura dulce, inocente y afectuosa creyó que yo sentía miedo y compasión por ella, y no se le ocurrió otra cosa.

—Marian, no lo tomes tan en serio —dijo ingenuamente, y se cubrió el brazo—. Ya no me duele.

—Intentaré no tomarlo en serio por ti, Laura. ¡Está bien! ¿Y le dijiste todo lo que te había contado Anne Catherick?

—Sí; todo. Él insistió y yo estaba con él, no pude ocultarle nada.

—¿Dijo algo cuando terminaste?

—Me miró y se rió con expresión burlona y amarga. «Te he dicho todo hasta el final —dije—. ¿Lo oyes? Todo hasta el final». Le aseguré solemnemente que le había contado todo cuanto sabía, y me contestó: «¡No! Tú sabes más de lo que has querido decirme. ¿No me lo dices? ¡Pues lo dirás! Y si no consigo hacerte hablar aquí, lo conseguiré cuando estemos en casa». Me condujo por un sendero desconocido a través de los pinares, por donde yo no podía esperar encontrarte, y no dijo palabra hasta que nos acercamos a casa. Entonces se contuvo y dijo: «¿Querrás aprovechar otra oportunidad si te la doy? ¿Cambiarás de idea y me lo dirás todo?». Yo no pude hacer otra cosa que repetirle lo que le había dicho antes. Maldijo mi obstinación, siguió por el camino y me condujo hasta la casa. «No me engañarás —me dijo—. Tú sabes más de lo que quiero decir. Te haré contarme tu secreto y también haré que me lo cuente esa hermana tuya. Se acabaron los cotilleos y las intrigas entre vosotras. No os volveréis a ver hasta que me hayáis confesado la verdad. Desde ahora te vigilaré día y noche hasta que decidas hablar». Estuvo sordo a todo lo que le decía. Me llevó directamente a mi cuarto. Allí estaba Fanny, ocupada en un trabajo que le había dado, y él le ordenó que saliese en el acto. «Tendré buen cuidado de que no se mezcle usted en la conspiración —le dijo—. Hoy mismo dejará usted esta casa. Si su señora necesita una doncella, yo mismo se la elegiré». Me empujó al interior del cuarto, cerró la puerta con llave y envió a esa mujer desalmada para que me vigilase… ¡Marian, te aseguro que hablaba y actuaba como un loco! Tal vez, no lo entiendas, pero te aseguro que era así.

—Sí lo entiendo, Laura. Está loco, loco con los tormentos de su mala conciencia. Cada una de tus palabras me convencen más de que Anne Catherick te dejó ayer cuando estabas a punto de descubrir el secreto que hubiera podido ser la perdición de tu vil marido. Y él cree que lo has descubierto. Nada de cuanto digas o hagas podrá aquietar esa desconfianza de su mala conciencia o convencer a su falsía de la veracidad de tus palabras. No digo eso para asustarte, querida mía; lo digo para que abras los ojos y te des cuenta de tu situación y te convenzas de que hay necesidad apremiante para que me dejes actuar y protegerte lo mejor que pueda mientras la suerte está de nuestra parte. El apoyo del conde Fosco ha hecho que yo pueda verte ahora; pero mañana puede reparárnoslo. Sir Percival ha despedido a Fanny, porque es una muchacha despierta y te es leal y, para sustituirla, ha elegido a una mujer a quien tú no has dedicado especial cuidado y cuya inteligencia obtusa la hace comparable al perro que guarda la puerta de la casa. Es imposible decir a qué medidas violentas recurrirá ahora si no nos aprovechamos de cuantas oportunidades se nos presenten mientras tengamos libertad.

—¿Qué podemos hacer, Marian? ¡Dios mío, si pudiéramos al menos dejar esta casa para no volver jamás a ella!

—Escucha, Laura… Ten la seguridad de que no estás del todo desamparada mientras yo esté contigo.

—Quiero pensar así, lo pienso así. De todos modos, no te olvides de la pobre Fanny por ocuparte de mí. También ella necesita ayuda y consuelo.

—No me olvidaré. Estuve con ella antes de subir y hemos quedado en vernos esta noche. Las cartas no están seguras en el buzón de Blackwater, y hoy tengo que escribir dos, por tu bien, y que no pasarán por otras manos que las de Fanny.

—¿Qué cartas?

—Primero pienso escribir, Laura, al socio del señor Gilmore, que se ha ofrecido para ayudarnos si surgen circunstancias nuevas. Con lo poco que sé de leyes, estoy segura de que protegen a la mujer contra los malos tratos que te ha inferido hoy ese canalla. No voy a contarle nada sobre Anne Catherick porque no puedo darle informaciones concretas. Pero el abogado tiene que saber de esas magulladuras en tu brazo y de la violencia que se ha cometido contigo en este cuarto… ¡Debe saberlo, y antes de que lo tenga por seguro, no me acostaré esta noche!

—¡Piensa en el riesgo que hay, Marian!

—Yo parto de que hay riesgo. Sir Percival lo teme más que tú. El temor a la sola idea de correr el riesgo le hará retroceder mejor que cualquier otra cosa.

Mientras decía esto, me levanté; pero Laura intentó convencerme de que no la dejase sola.

—Vas a desesperarle —dijo—, y nuestra situación será diez veces más peligrosa.

Sentí que sus palabras encerraban una verdad, una verdad descorazonadora. Pero no me atreví a reconocerlo ante Laura. En nuestra espantosa situación la única posibilidad y la única esperanza que teníamos era la de correr los peores riesgos. Se lo dije con palabras cautelosas. Suspiró con amargura y no me contestó nada. Tan sólo me preguntó sobre la segunda carta que pensaba escribir.

—Es para el señor Fairlie —dije—. Tu tío es tú más cercano pariente y el cabeza de familia. Debe intervenir y puede hacerlo.

Laura movió la cabeza con tristeza.

—Sí, sí —continué—, tu tío es un hombre débil, egoísta y superficial, lo sé. Pero no es Sir Percival Glyde, ni tiene un amigo que sea semejante al conde Fosco. No espero nada ni de su ternura ni de su amabilidad, ni para ti ni para mí. Pero algo hará para asegurarse de su propia tranquilidad y no alterar su vida. Déjame tan sólo persuadirle de que su intervención en estos momentos le salvará de inevitables molestias, responsabilidades y desventuras, y por su propio beneficio se tomará algunas molestias. Sé cómo hay que tratar con él; he tenido cierta experiencia, Laura.

—¡Si pudieras convencerle de que me dejara volver a Limmeridge durante algún tiempo y estar tranquilamente allí contigo! Marian, podría ser casi tan feliz como antes de casarme.

Estas palabras me mostraron otro camino a seguir. ¿Sería posible colocar a Sir Percival entre la alternativa de exponerse al escándalo de un procedimiento legal por su forma de tratar a su mujer y la de permitir a ésta que se separase de él por un tiempo, con el pretexto de hacer una visita a su tío? De ser así, ¿se podría esperar que accediese a esta última solución? Era dudoso, más que dudoso. Y no obstante, por desesperada que se presentara esta tentativa, ¿no valdría la pena llevarla a cabo? Resolví probarlo, francamente perpleja por no saber qué otra cosa podía hacerse.

—Tu tío sabrá este deseo tuyo —dije a Laura—, y también solicitaré la opinión del abogado respecto a ello. Quizá conseguiremos algo bueno, y espero que así sea.

Diciendo esto me levanté de nuevo, y de nuevo intentó Laura hacer que me quedase.

—No me dejes sola —dijo, ansiosa—. El papel está sobre el escritorio. Puedes escribir aquí.

Me costó mucho negarme a ello, a pesar de que lo hacía por su interés. Pero ya habíamos estado demasiado tiempo a solas. La única probabilidad que teníamos de que nos dejasen volver a reunirnos era el no despertar nuevas sospechas. Ya era hora de que yo me dejase ver, serena y firme ante los bellacos que en aquel mismo instante estarían abajo hablando de nosotras y pensando en lo que haríamos. Expliqué a Laura esta miserable necesidad de actuar así y le hice comprenderla y reconocerla.

—Volveré enseguida —le dije—. Dentro de una hora o incluso antes. Lo peor de este día ha pasado ya. Estate tranquila y no temas nada.

—¿Está la llave en la cerradura, Marian? ¿Puedo cerrar la puerta por dentro?

—Sí, aquí está la llave. Cierra la puerta y no abras a nadie hasta que yo vuelva.

Le di un beso y salí. Me alejaba por el pasillo, cuando escuché con alivio el ruido de la llave en la cerradura y supe que la puerta estaba bajo su dominio.

Cuando estuve en el rellano de la escalera, la puerta cerrada de Laura me sugirió la idea de cerrar también con llave la de mi cuarto mientras estuviese fuera de él. Mi Diario estaba a salvo con otros papeles en el cajón del escritorio pero los útiles de escribir —mi sello con un dibujo convencional de dos palomas bebiendo del mismo cáliz, y algunas hojas de papel secante en que se veían las huellas de las últimas líneas que escribí en estas páginas anoche— estaban al alcance de cualquiera. Trastornada por las sospechas que habían hecho presa en mí, cosas de tan pequeña importancia como éstas me parecían demasiado peligrosas para dejarlas sobre el escritorio, incluso el cajón cerrado con llave me pareció poco seguro, si no impedía que nadie se le acercase en mi ausencia.

No encontré indicio alguno de que alguien hubiese entrado en mi habitación mientras yo había estado hablando con Laura. Mis útiles de escribir se hallaban desparramados sobre la mesa como de costumbre, pues la criada tenía órdenes expresas de no tocarlos. Lo único que llamó mi atención fue que el sello estaba colocado en la bandeja donde yo tenía plumas y el lacre. No formaba parte de mis desordenadas costumbres (siento decirlo) ponerlo allí, y tampoco recordaba haberlo hecho. Pero por otra parte, no pude recordar dónde lo había dejado y dudé si por una vez no lo había puesto mecánicamente en su sitio, así que me abstuve de añadir una nueva preocupación, por insignificante que fuera, a las muchas que los acontecimientos de aquel día me habían ya proporcionado. Cerré la puerta con llave, me la metí en el bolsillo y bajé la escalera.

madame Fosco se hallaba sola en el vestíbulo, contemplando el barómetro.

—Sigue descendiendo —dijo—. Temo que nos espera más lluvia.

Su rostro había recuperado su expresión y color habituales. Pero la mano con que señalaba la aguja del barómetro le temblaba aún.

¿Habría contado ya a su marido que había oído a Laura llamarlo «espía» ante mí? Una fuerte sospecha de que se lo había dicho, un irresistible temor (impreciso y por eso más arrollador aún) a las consecuencias que pudieran derivarse de ello; una absoluta convicción —basada en pequeños detalles que sólo las mujeres descubrimos unas en otras— de que madame Fosco, a pesar de toda su corrección exterior, tan bien aprendida, no perdonó nunca a su sobrina que se hubiera interpuesto inocentemente entre ella y las diez mil libras, todo esto se agolpó en un instante en mi cabeza y me obligó a hablar, con la vana esperanza de utilizar mi influencia y mi poder de persuasión en atenuar la ofensa causada por Laura.

—¿Podré esperar de su bondad, madame Fosco, que me perdone si le hablo de un tema extremadamente penoso?

Cruzó las manos e inclinó con solemnidad la cabeza sin decir palabra y sin separar un instante sus ojos de los míos.

—Cuando usted tuvo la amabilidad de llevarme el pañuelo —continué— temo mucho, muchísimo, que accidentalmente oyese usted algo que dijo Laura, algo que no soy capaz de repetir y que no intento siquiera disculpar. Sólo me permito esperar que no lo haya considerado de suficiente importancia como para habérselo repetido al conde.

—No lo consideré de importancia alguna —me contestó madame Fosco con tajante prontitud—. Pero —añadió, volviendo al instante a su estilo glacial—, no tengo secretos para mi marido, incluso cuando se trata de naderías. Cuando hace un momento él observó mi disgusto era mi penosa obligación decirle el por qué de él, y le digo francamente, señorita Halcombe, que lo he hecho.

A pesar de que yo estaba preparada para oírlo, sentí escalofríos cuando pronunció las últimas palabras.

—Déjeme suplicarle con toda el alma, madame Fosco, déjeme rogarle al conde comprensión ante la triste situación en que se encuentra mi hermana. Habló así cuando se sentía herida por el insulto y la injusticia de que su marido la hizo víctima, y no era ella misma la que pronunció aquellas irreflexivas palabras. ¿Puedo esperar que se las perdonen ustedes con tolerancia y generosidad?

—Puede tener la completa seguridad —dijo detrás de mi la serena voz del conde.

Se nos había acercado con su andar silencioso, saliendo de la biblioteca con un libro en la mano.

—Cuando Lady Glyde me dedicó aquellas precipitadas palabras —prosiguió el conde—, cometió conmigo una injusticia que lamento… y perdono. No volvamos jamás a este tema, señorita Halcombe y tratemos de olvidarlo desde este instante.

—Es usted muy amable y me ha proporcionado un alivio indecible… —dije.

Quise continuar, pero sus ojos se fijaban en mí, su sonrisa implacable, que lo ocultaba todo, flotaba dura e inmutable en su rostro ancho y terso. Mi desconfianza en su insondable falsedad, el sentimiento de mi propia humillación, el rebajarme hasta intentar la reconciliación con él y con su mujer, me trastornaban y atormentaban de tal modo que las palabras que iba a decirle murieron en mis labios y quedé frente a él en silencio.

—Le ruego de rodillas que no diga nada, señorita Halcombe. Estoy sinceramente apenado de que haya creído usted necesario hablar de ello.

Con esta cortés explicación, cogió mi mano. ¡Dios mío, cuánto me desprecio a mí misma! ¡De qué poco consuelo me sirve pensar que lo soporté por el bien de Laura!… Cogió mi mano y la llevó a sus labios ponzoñosos. Jamás, hasta aquel instante, me había dado cuenta de todo el horror que me producía. Esta leve familiaridad hizo hervir mi sangre como si fuese el insulto más grande que un hombre podía inferirme. Sin embargo, quise ocultarle mi disgusto y traté de sonreír. Yo, que en otros tiempos despreciaba profundamente el disimulo en otras mujeres, fui tan falsa como la peor de ellas, tan falsa como el Judas cuyos labios rozaron mi mano.

No hubiera podido conservar el humillante dominio de mí misma —lo único que me redime en mi propia estimación es saber que no hubiera podido hacerlo— si él hubiera seguido fijando en mí sus ojos. Pero los celos de tigresa que se apoderaron de su mujer me salvaron y distrajeron su atención en el mismo instante en que se apoderó de mi mano. Los ojos de ella, fríos y azules, brillaron; sus mejillas, pálidas y fláccidas, se encendieron; en un instante se había rejuvenecido varios años.

—¡Conde! —dijo—. Tus modales extranjeros no los pueden entender las mujeres inglesas.

—Perdóname, ángel mío. Los entiende la mejor y más querida de todas las inglesas del mundo.

Con estas palabras dejó caer mi mano y, sin inmutarse, llevó a sus labios la de su mujer.

Subí corriendo las escaleras para refugiarme en mi cuarto. Si hubiese tenido tiempo para pensar, al estar por fin sola, mis propios pensamientos me hubieran hecho sufrir amargamente. Pero no tenía tiempo para ello. Afortunadamente pude conservar mi serenidad y mi valor, pues no había tiempo más que para actuar.

Aún estaban por escribir las cartas al abogado y al señor Fairlie, y sin vacilar ni un minuto me senté para dedicarme enseguida a esta tarea.

No estaba agobiada por una multitud de posibilidades entre las que escoger, no podía contar con nadie, por lo pronto, sino conmigo misma. Sir Percival no tenía en los alrededores ni amigos ni parientes cuya intervención pudiera yo buscar. Mantenía relaciones frías, y en ciertos casos francamente malas, con las familias de su mismo rango y situación que vivían en la vecindad. Nosotras dos no teníamos ni padre ni hermanos que pudiesen acudir en nuestro auxilio. No había otra solución sino escribir aquellas dos cartas por dudosos que se presentaran sus resultados, o perjudicarnos ambas haciendo imposible toda negociación en el futuro si nos escapábamos en secreto de Blackwater Park. Sólo el peligro personal más inminente podría justificarnos si aceptáramos este segundo camino. Para empezar se debía intentar conseguir algo con las cartas y las escribí.

Al abogado no le dije nada respecto a Anne Catherick, porque (como le había mencionado a Laura) este tema estaba relacionado con un misterio que aún no podíamos explicar y hablar de él a un jurista sería inútil. Dejé que el corresponsal achacara la incalificable conducta de Sir Percival a dificultades económicas recientes y tan sólo le pregunté sobre los procedimientos legales que pudieran utilizarse para proteger a Laura en el caso de que su marido se negase a permitirle abandonar provisionalmente Blackwater Park para volver conmigo a Limmeridge. Le indicaba que se dirigiese al señor Fairlie para detallar el modo de arreglarlo y le aseguraba que escribía con la autorización de Laura. Terminaba la carta rogándole que actuase en su nombre, empleando todos los medios de que disponía y sin perder tiempo, si era posible.

Luego me ocupé de la carta al señor Fairlie. Apelé a él en los términos que había mencionado a Laura, como los más idóneos para obligarlo a tomar molestias; incluí en el sobre la copia de mi carta al abogado para demostrar la gravedad del caso y le presenté nuestra instalación en Limmeridge como el único medio que pudiera alejar el peligro y que el desastre de la situación actual de Laura afectasen tanto a su tío como a ella misma, en un futuro ya no muy remoto.

Cuando terminé, cerré los sobres y escribí direcciones, volví al cuarto de Laura para decirle que las cartas estaban escritas.

—¿Te ha molestado alguien? —le pregunté cuando me abrió la puerta.

—Nadie ha llamado —dijo—, pero he oído a alguien en la antesala.

—¿Un hombre o una mujer?

—Una mujer. Oí el frufrú de su vestido.

—¿Como el de la seda?

—Sí, como el de la seda.

Era evidente que madame Fosco había estado espiando desde fuera. El daño que ella misma pudiese hacer no podía asustarnos. Pero el que pudiera ocasionar como instrumento dócil en manos de su marido era demasiado grande para pasarlo por alto.

—¿Qué fue del frufrú de la seda cuando ya no lo oíste en la antesala? —le pregunté—. ¿Lo oíste seguir a lo largo del pasillo, junto a tu pared?

—Sí. Estuve escuchando y lo oí como tú dices.

—¿A dónde se dirigía?

—Hacia tu cuarto.

Volví a reflexionar. Yo no había oído nada, pero me hallaba profundamente absorta en escribir las cartas y lo hice con una pluma gruesa, que rechina y rasga el papel. Era más probable que madame Fosco hubiera oído el rechinar de mi pluma que yo el frufrú de su falda. Una razón más (si la necesitase) para no confiar mis cartas al buzón del vestíbulo.

Laura me vio pensar.

—¡Más dificultades! —dijo con cansancio—. ¡Más dificultades y más peligros!

—No hay peligros —le contesté—. Quizá alguna pequeña dificultad. Estoy pensando cuál será el modo más seguro de hacer llegar a manos de Fanny estas dos cartas.

—¿De verdad las has escrito? ¡Oh Marian, no te arriesgues, por favor; no te arriesgues!

—No, no, no temas. Déjame pensar… ¿Qué hora es?

Eran las seis menos cuarto. Tenía tiempo de llegar hasta la posada del pueblo y estar de vuelta antes de la cena. Si esperaba al anochecer tal vez no hallaría otra oportunidad de salir de casa sin ser vista.

—Vuelve a encerrarte con llave, Laura —le dije—, y no te preocupes por mí. Si oyes que alguien pregunta por mí, contesta sin abrir la puerta que me he ido a dar un paseo.

—¿Cuándo volverás?

—Volveré sin falta antes de la cena. Ten valor, querida mía. Mañana a estas horas habrá un hombre leal e inteligente que estará actuando a tu favor. El socio del señor Gilmore es nuestro mejor amigo después del propio señor Gilmore.

Cuando estuve sola, después de reflexionar un instante decidí que sería mejor que no me viesen vestida para salir, hasta enterarme de lo que sucedía en la planta baja de la casa. No estaba segura de si Sir Percival había salido o no.

Los gorjeos de los canarios en la biblioteca y el olor del humo de tabaco que salía por la puerta entornada me señalaron con toda certeza dónde estaba el conde. Al pasar junto a la puerta volví la cabeza y, con gran sorpresa por mi parte, vi que estaba exhibiendo las habilidades de sus pájaros ante el ama de llaves con su habitual amabilidad ceremoniosa. Tenía que haberla invitado expresamente para verlos, pues jamás ella hubiera pensado ir a la biblioteca por propia iniciativa. Las más insignificantes acciones de aquel hombre ocultaban siempre un propósito recóndito. ¿Cuál sería en aquella ocasión?

No tenía tiempo de averiguar sus motivos. Busqué a madame Fosco y la encontré describiendo su círculo favorito alrededor del estanque.

No estaba segura de cómo me recibiría después de su estallido de celos, ni qué había sido la causa hacía unas pocas horas. Pero su marido tuvo tiempo de amansar su ímpetu, y ahora la condesa me habló con la misma cortesía de siempre. Mi único objeto al dirigirme a ella era averiguar si sabía dónde podía estar Sir Percival. No me decidí a preguntárselo directamente, y después de algunos rodeos por ambas partes me dijo al fin que había salido.

—¿Qué caballo ha sacado? —le pregunté con indiferencia.

—Ninguno —contestó—. Salió hace dos horas, a pie. Según creí entender, ha ido a hacer nuevas indagaciones sobre esa mujer llamada Anne Catherick. Parece hallarse desmesuradamente preocupado por dar con ella. ¿Sabe usted por casualidad si realmente es una loca peligrosa, señorita Halcombe?

—No lo sé, condesa.

—¿Entra usted en casa?

—Sí, eso pienso. Creo que pronto será hora de vestirse para la cena.

Entramos juntas. madame Fosco se dirigió a la biblioteca y cerró la puerta. Me apresuré a subir para coger mi sombrero y mi chal. Cada instante era preciso si tenía que ver a Fanny en la posada y estar de vuelta a la hora de cenar.

Cuando volví a cruzar el vestíbulo estaba vacío, y el canto de los pájaros en la biblioteca había cesado. No podía detenerme a hacer nuevas investigaciones. Tan sólo me aseguré de que tenía libre el camino de salida con las dos cartas bien guardadas en mi bolsillo.

Camino del pueblo me preparé para un posible encuentro con Sir Percival. Mientras tuviera que enfrentarme con él a solas estaba segura de no perder mi presencia de ánimo. Toda mujer que está convencida de su ingenio puede encararse con un hombre que no lo está de su temperamento. Yo no temía a Sir Percival como al conde. En lugar de inquietarme al conocer el motivo de su salida, me había sentido aliviada. Si seguir la pista de Anne Catherick continuaba siendo su máxima preocupación, Laura y yo podíamos esperar que atenuara algo su persistente acoso sobre nosotras. Por nuestro propio bien, así como por el de Anne, yo deseaba y pedía fervorosamente que ella consiguiese escaparse también esta vez.

Estuve caminando tan deprisa como el calor me permitía, hasta que llegué al cruce de la carretera que conducía al pueblo; miraba de cuando en cuando atrás para comprobar que nadie me seguía. En todo el camino no vi nada a mis espaldas, salvo un carro vacío. Sus pesadas ruedas producían un ruido que acabó por impacientarme, y cuando vi que también había entrado en la carretera del pueblo me detuve para dejarle pasar y no oír más su sonido. Al fijarme en él con más atención creí descubrir los pies de un hombre que lo seguían detrás; el carretero iba delante, al lado de sus caballos. La parte de carretera que yo acababa de pasar era tan estrecha que el carro que se me acercaba rozaba árboles y matorrales por ambos lados del camino; tenía que esperar hasta que pasase junto a mí para comprobar la exactitud de mi impresión. Aparentemente me había equivocado, porque cuando pasó el carro, el camino detrás de él quedo completamente vacío.

Llegué a la posada sin encontrar ni a Sir Percival ni nada más en la carretera, y me alegré mucho de ver que la dueña había recibido a Fanny con la mayor amabilidad. La muchacha tenía un cuarto para descansar, alejado del barullo de la taberna, y un dormitorio limpio situado arriba de las escaleras. Al verme, se puso a llorar y, pobre criatura, me dijo con toda razón que era horrible que la hubieran echado a la calle como si hubiera cometido una imperdonable falta, cuando nadie podía reprocharle nada, ni siquiera su señor, que era quien la había despedido.

—Fanny, no pienses en eso —le dije—. Tu señora y yo seguimos siendo tus amigas y nos preocuparemos de que no te falte nada. Ahora escúchame. Dispongo de muy poco tiempo y quiero poner en tus manos un asunto muy confidencial. Deseo que te hagas cargo de estas dos cartas. Una de ellas, que tiene sello, tienes que echarla al correo en cuanto llegues a Londres mañana. La otra, dirigida al señor Fairlie, tienes que entregársela tú en cuanto llegues a casa. Guarda bien las dos cartas, y no las confíes a nadie. Son de la mayor importancia para tu señora.

Fanny guardó las cartas en su corsé.

—De aquí no saldrán, señorita —me dijo—, hasta que yo haga lo que usted me ordena.

—Procura llegar con tiempo a la estación mañana —continué—. Cuando veas al ama de llaves de Limmeridge, dale mis recuerdos y dile que hasta que Lady Glyde pueda restituirte en tu puesto estás a mi servicio. Quizá volvamos a vernos antes de lo que crees. Así que anímate y no pierdas mañana el tren de las siete.

—Gracias, señorita, muchas gracias. Se le ensancha a una el corazón al volver a oír su voz. Por favor, dígale a mi señora adiós de mi parte y que le he procurado dejar todas las cosas en orden. ¡Señora de mi alma! ¿Quién la vestirá esta noche para la cena? ¡Se me parte el corazón, señorita, cuando pienso en ello!

Al volver a casa me quedaba sólo un cuarto de hora para arreglarme y para decirle a Laura dos palabras antes de bajar al comedor.

—Las cartas están en manos de Fanny —le susurré desde la puerta—. ¿Piensas reunirte con nosotros en el comedor?

—¡No, no, por nada del mundo!

—¿Ha sucedido algo, te ha molestado alguien?

—Sí… Ahora mismo… Sir Percival…

—¿Entró?

—No. Me asustó cuando dio un puñetazo en la puerta, desde fuera. «¿Quién es?» pregunté. «Ya lo sabes —me contestó—. ¿Has cambiado de idea y vas a contarme todo hasta el final? ¡Debes hacerlo! Antes o después conseguiré que me lo digas. ¡Tú sabes dónde está ahora Anne Catherick!». «De verdad, de verdad —le dije—, que no lo sé». «¡Lo sabes!» —grito él—. «Voy a acabar con tu obstinación, ¡recuérdalo! ¡Haré que me lo digas todo!». Se marchó con estas palabras… se marchó, Marian, hace apenas cinco minutos.

¡No había encontrado a Anne! Por esta noche estábamos a salvo, él no la había encontrado todavía.

—¿Te vas abajo, Marian? Luego sube.

—Sí, sí, pero no te preocupes si me retraso un poco. Tengo que tener cuidado de no ofender a nadie y no dejarlos demasiado pronto.

La campana sonó anunciando que la cena estaba servida, y me apresuré a bajar.

Sir Percival acompañaba al comedor a madame Fosco, y el conde Fosco me ofreció su brazo. Estaba jadeante, tenía el rostro congestionado y no se había vestido con el esmero y perfección de costumbre. ¿También él había estado fuera antes de cenar y tuvo que darse prisa para no llegar tarde? ¿O, simplemente le molestaba el calor algo más que otras veces?

Sea como fuere, me di perfecta cuenta de que se hallaba profundamente preocupado por algún problema o disgusto secreto y que, a pesar de toda su capacidad de disimulo, le era imposible ocultarlo del todo. Durante toda la cena se mantuvo casi tan silencioso como Sir Percival, y de vez en cuando dirigía a su mujer miradas furtivas y llenas de angustia, lo cual es algo totalmente nuevo en él. La única obligación social que estuvo en condiciones de observar con suficiente dominio de sí mismo fue la de tratarla con persistente cortesía y atención. Seguía sin poder descubrir qué nueva vileza estaba tramando, pero fuera cual fuese su designio, su invariable cortesía hacia mí, su invariable humildad hacia Laura y su invariable indiferencia (a toda costa) ante los violentos ímpetu de Sir Percival habían sido siempre los medios que utilizaba resuelta e impenetrablemente para conseguir sus propósitos, desde el mismo instante en que puso sus pies en esta casa. Yo lo sospeché desde el día en que intercedió a nuestro favor durante la reunión en la biblioteca, y ahora tengo la absoluta certeza de ello.

Cuando madame Fosco y yo nos levantamos de la mesa, el conde lo hizo también para acompañarnos al salón.

—¿Por qué se marcha usted? —preguntó Sir Percival—. Me refiero a usted, Fosco.

—Lo hago porque he acabado mi cena y he bebido mi vino —contestó el conde—. Percival, tenga la amabilidad de disculpar mis costumbres extranjeras cuando acompaño a las damas después de comer, como se hace para sentarse a la mesa.

—¡Disparates! Un vaso más de clarete no le hará daño. Siéntese de nuevo como un inglés. Quiero charlar con usted media hora en paz, mientras nos tomamos nuestras copas.

—Con mucho gusto charlaré con usted, Percival, pero no ahora ni tomando copas. Luego más tarde, si le parece… más tarde.

—¡Muy correcto! Un comportamiento muy correcto con un hombre en cuya casa está. ¡Por mi alma que es muy correcto! —contestó Sir Percival con fiereza.

Más de una vez durante la cena le había visto buscar con inquietud la mirada del conde y había observado que éste evitaba cuidadosamente encontrarse con sus ojos. Esta circunstancia, unida al insistente deseo del anfitrión de charlar en paz tomando un poco de vino, y la obstinada decisión del huésped de no volver a la mesa, me recordó el ruego que Sir Percival dirigió aquella mañana a su amigo, pidiéndole en vano salir de la biblioteca para hablar con él. El conde se negó a conceder esta entrevista en privado cuando se la solicitó por la mañana y ahora se negaba otra vez a ello, al habérsela solicitado por segunda vez en el comedor. Fuese cual fuese el tema que necesitaba tratar, obviamente era importante a los ojos de Sir Percival y, quizá (a juzgar por su excelente afán de rehuirlo), también peligroso a los del conde.

Estas reflexiones se me ocurrieron mientras pasábamos del comedor al salón. El airado comentario de Sir Percival ante la negativa de su amigo no había hecho a éste el menor efecto. El conde se obstinó en acompañarnos hasta la mesita de té, esperó un minuto o dos, salió al vestíbulo y regresó con el buzón entre las manos. Eran las ocho, la hora en que todos los días se recogía la correspondencia de Blackwater Park.

—¿Tiene usted alguna carta para el correo, señorita Halcombe? —dijo acercándose a mí y presentándome la caja.

Vi que madame Fosco, que estaba preparando el té, se detenía con las tenacillas de azúcar en la mano, para escuchar mi respuesta.

—No, conde, gracias; hoy no tengo cartas.

Entregó el buzón al criado que estaba en el salón; se sentó al piano y se puso a tocar un fragmento de la popular tonada italiana «La mía Carolina», que repitió dos veces. Su mujer, que habitualmente manifestaba en todas sus acciones la mayor deliberación, preparó el té con tanta rapidez como lo hubiera podido hacer yo misma, terminó en dos minutos su taza y se escabulló tranquilamente de la estancia.

Me levanté para seguir su ejemplo, en parte porque sospechaba que pudiera jugarle alguna mala pasada a Laura y en parte porque estaba resuelta a no quedar a solas con su marido.

Antes de que pudiese llegar a la puerta, el conde me detuvo para pedirme una taza de té. Se la serví y otra vez volvió a detenerme; en esta ocasión se dirigió al piano para pedir mi opinión sobre una cuestión musical que, según decía, concernía al honor de su patria.

En vano alegué mi total ignorancia de la música y mi absoluta falta de criterio en esta materia. Él, sin hacerme caso, insistió con una vehemencia que hizo inútiles todos mis intentos de protestar. Me declaró con indignación que los ingleses y los alemanes estaban siempre despreciando a los italianos por la incapacidad de cultivar los géneros supremos de la música. Estábamos continuamente hablando de nuestros oratorios y los alemanes de sus sinfonías. ¿Es que tanto unos como otros habíamos olvidado a su inmortal amigo y compatriota Rossini? ¿Qué era «Moisés en Egipto» sino un sublime oratorio que se representaba en el escenario en lugar de estar fríamente cantado en un salón de conciertos? ¿Qué era la obertura de «Guillermo Tell» sino una sinfonía bautizada con otro nombre? ¿Había oído yo «Moisés en Egipto»? ¿Querría prestarle atención mientras tocaba esto y esto, y esto y decirle si existía algo más sublime, más elevado y más grandioso compuesto por un hombre mortal? Y sin esperar una palabra mía que le diese la razón o se la negase, y sin apartar de mi rostro su mirada dura, empezó a golpear las teclas con todas sus fuerzas a la vez que cantaba con un entusiasmo estruendoso y soberbio. Tan sólo se interrumpía de vez en cuando para anunciarme los títulos de las diferentes piezas:

—¡El coro de los egipcios!, de la Plaga de la oscuridad, señorita Halcombe. Recitativo de Moisés con las tablas de la Ley… Oración de los israelitas en el paso del mar Rojo… Vaya, vaya, no diga que esto no es sublime, no diga que no es grandioso…

El piano temblaba bajo sus potentes manos, y las tazas de té tintineaban sobre la mesa, mientras su profunda voz de bajo daba las notas y sus pies pesados marcaban el compás en el suelo.

Había algo horrible, algo feroz y diabólico en esta explosión de gozo al que estaba tocando y cantando, en la expresión de triunfo con que observaba el efecto que me producía, mientras yo retrocedía subrepticiamente hacia la puerta. Al final me vi liberada no por mi propio esfuerzo, sino por la aparición de Sir Percival. Abrió la puerta del comedor para preguntar furioso «qué significaba aquel ruido infernal». El conde se levantó instantáneamente del piano.

—Ah, cuando viene Percival —dijo—, la armonía y la melodía se acaban. La musa de la música, señorita Halcombe, nos abandona desolada, y yo, el gordo y viejo trovador, exhalaré el resto de mi entusiasmo al aire.

Con pasos majestuosos se dirigió a la galería, y en el jardín remató sotto voce el recitativo de Moisés.

Oí que Sir Percival le llamaba desde la ventana del comedor. Pero no le hizo caso. Parecía estar decidido a no acudir. Aquella charla apacible, tanto tiempo deseada, debía aplazarse una vez más, debía esperar a que el conde expresara su beneplácito absoluto.

El conde me había entretenido en el salón casi media hora desde que su mujer salió. ¿Dónde habría ido madame Fosco y qué habría hecho en todo este tiempo?

Subí enseguida para asegurarme de ello, pero no descubrí nada y cuando pregunté a Laura me dijo que no había oído ruido alguno. Nadie la había molestado. No se escuchó el menor crujido de traje de seda ni en el pasillo ni en la antesala.

Eran entonces las nueve menos veinte. Después de haber ido a mi cuarto para buscar mi cuaderno volví al dormitorio de Laura y me senté a su lado y me puse a escribir, parándome de cuando en cuando para charlar con ella. Nadie nos interrumpió y nada sucedió. Estuvimos juntas hasta las diez. Entonces me levanté, le dije mis últimas palabras de consuelo y le di las buenas noches. Después de que le prometí que a primera hora del día siguiente vendría a verla, Laura cerró su puerta con llave.

Me quedaban algunas frases que añadir a mi Diario antes de acostarme; después de despedirme de Laura, cuando me dirigí al salón por última vez en aquel día fatigoso, resolví simplemente entrar, disculparme y subir a acostarme una hora antes que de costumbre.

Sir Percival, el conde y su mujer estaban juntos en el salón. Sir Percival bostezaba en una butaca, el conde leía y madame Fosco se abanicaba. Por extraño que parezca, ahora era ella quien tenía las mejillas coloradas. Ella, que jamás sentía el calor, estaba evidentemente sufriendo de él aquella noche.

—Condesa, me temo que usted no se encuentra tan bien como siempre —le dije.

—¡Es exactamente lo mismo que yo iba a decirle a usted! La encuentro muy pálida, querida —me contestó.

¡Querida! ¡Era la primera vez que se dirigía a mí con esta familiaridad! Al mismo tiempo que pronunciaba estas palabras, había en su rostro una sonrisa insolente.

—Tengo una jaqueca horrible, de las que a veces padezco, —le contesté con frialdad.

—¿Ah sí? Supongo que es por falta de ejercicio. Le hubiera venido bien dar un paseo antes de cenar.

Mencionó el «paseo» con extraño énfasis. ¿Me habría visto salir? No importaba si lo había hecho. Las cartas estaban a salvo, en manos de Fanny.

—Fosco, vamos a fumar un cigarrillo —dijo Sir Percival, levantándose y dirigiendo a su amigo otra de sus inquietas miradas.

—Encantado, Percival. Cuando las señoras se vayan a acostar —replicó el conde.

—Perdóneme, condesa, si doy el ejemplo en retirarme —dije—. Para un dolor de cabeza como el mío el único remedio es irse a la cama.

Me despedí. Cuando estreché la mano de aquella mujer había en su rostro la misma insolente sonrisa. Sir Percival no me prestó atención. Estaba mirando con impaciencia a la condesa Fosco, que no mostraba señales de marcharse del salón junto conmigo. El conde sonreía detrás de su libro. La tranquila charla con Sir Percival se hallaba de nuevo aplazada y esta vez el impedimento era la condesa.

Una vez a salvo en mi cuarto abrí de nuevo estas páginas y me dispuse a terminar de describir los acontecimientos de esta noche.

Durante más de diez minutos estuve con la pluma en el aire pensando en los acontecimientos de las últimas doce horas. Cuando por fin regresé a mi tarea me encontré con una dificultad que antes nunca había conocido. A pesar de mis esfuerzos por dirigir mis pensamientos hacia mi relato, éstos volvían con extraña persistencia hacia Sir Percival y al conde Fosco, y todo el interés que quería concentrar sobre mi Diario se veía atraído, en lugar de ello, hacia aquel encuentro entre los dos que se iba aplazando a lo largo del día y que iba a tener lugar ahora, en medio del silencio y la soledad de la noche.

En aquel estado desquiciado de mi ánimo no fui capaz de pensar en lo que había sucedido desde la mañana, y no me quedó otro remedio que cerrar mi cuaderno y dejarlo para mejor ocasión.

Abrí la puerta que comunicaba mi dormitorio con mi salón y al salir del cuarto la cerré detrás de mí, para evitar que la corriente de aire, si la había, produjese algún accidente, pues había dejado la vela sobre la mesa del tocador. La ventana de mi salón estaba abierta de par en par, y, sin pensar, me acerqué a ella para mirar la noche.

Reinaban la oscuridad y el silencio. No se veían la luna ni las estrellas. En el aire inquieto y sofocante se advertía el olor a lluvia, y tendí la mano fuera. La lluvia sólo amenazaba, pero no había llegado todavía.

Cerca de un cuarto de hora permanecí apoyada en el antepecho, contemplando distraídamente las negras sombras y sin oír otra cosa, de cuando en cuando, que las voces de los criados o el ruido lejano de alguna puerta que se cerraba en la planta baja de la casa.

En el momento en que me separaba con lentitud de la ventana para regresar a mi cuarto y hacer un segundo intento de continuar mi Diario, llegó hasta mí un aroma de tabaco que perfumaba el cálido aire de la noche. En el momento siguiente vi en la oscuridad un débil punto rojo que se acercaba procedente de la otra esquina de la casa. El punto avanzaba en la noche, pasó bajo la ventana a la que yo me asomaba y se paró frente a la de mi cuarto, donde había dejado sobre la mesa del tocador la vela encendida.

El punto rojo quedó inmóvil un momento, luego retrocedió en la dirección de donde había venido. Mientras yo seguía sus movimientos, vi que se le acercaba, desde cierta distancia, otro punto rojo, más grande que éste. Los dos se encontraron en la oscuridad. Recordando quién fumaba cigarrillos y quién puros, deduje inmediatamente, que el conde había salido de la casa para mirar y escuchar bajo mi ventana y que más tarde Sir Percival se reunió con él. Seguramente los dos habían estado paseando por la explanada, en otro caso yo hubiera oído las fuertes pisadas de Sir Percival, aunque los suaves pasos del conde pudieran escapárseme, incluso si caminaba sobre el sendero de grava.

Esperé sin moverme, convencida de que no podían distinguirme en la oscuridad de la habitación.

—¿Qué pasa? —oí que decía Sir Percival en voz baja—. ¿Por qué no entra usted y nos sentamos?

—Me gustaría ver desaparecer la luz de esa ventana —replicó el conde muy bajo.

—¿Qué daño puede hacernos esta luz?

—Demuestra que no se ha acostado aún. Es suficientemente sagaz para sospechar algo y le sobra valor para bajar y escucharnos si encuentra ocasión para hacerlo. Paciencia, Percival, paciencia.

—¡Patrañas! Se pasa usted la vida hablándome de la paciencia.

—Ahora voy a hablar de algo más. Mi querido amigo, está usted al borde de un precipicio doméstico, y si dejo que usted dé otra ocasión a las mujeres, ¡le juro, por mi honor, que le empujarán!

—¿Qué demonios quiere decirme?

—Nos explicaremos con claridad, Percival, cuando la luz desaparezca de esa ventana y cuando haya dado un vistazo a los cuartos próximos a la biblioteca y también una ojeada a la escalera.

Se alejaron lentamente y no pude escuchar el resto de su conversación (que se había mantenido en voz baja). Pero no importaba. Había oído lo bastante como para decidirme a justificar la opinión que el conde tenía de mi perspicacia y valor. Antes que los dos puntos rojos desaparecieran en la oscuridad ya estaba resuelta a que, cuando aquellos dos hombres se sentasen para hablar habría alguien a la escucha, y a pesar de todas las preocupaciones del conde, aquel alguien sería yo misma. Sólo necesitaba un motivo que disculpara y sancionara este acto ante mi conciencia y me diera suficiente valor para llevarlo a cabo, y este motivo ya lo tenía. El honor de Laura, la felicidad de Laura, la vida misma de Laura podían depender esta noche de mi oído fino y mi buena memoria.

Había oído decir al conde que quería registrar los cuartos contiguos a la biblioteca, así como también la escalera antes de dejar que Sir Percival le dijese nada. Esta declaración de sus intenciones era suficiente para hacerme entender que era en la biblioteca donde la conversación iba a tener lugar. El instante que me bastó para llegar a esta conclusión fue el mismo en que descubrí un medio de burlar sus precauciones o, dicho en otras palabras, de escuchar cuanto el conde y Sir Percival dirían uno al otro sin arriesgarme bajando al piso inferior.

Al describir las habitaciones de la planta baja he mencionado brevemente una galería con la que todas ellas se comunican mediante unas ventanas francesas que comienzan en la cornisa y llegan al suelo. La techumbre de la galería era plana, el agua de la lluvia descendía mediante tuberías a la cisterna que abastecía de agua la casa. Sobre un estrecho tejadillo de plomo que pasaba por debajo de los dormitorios, creo que a menos de tres pies de los antepechos de las ventanas, había una ringlera de tiestos de flores colocados a cierta distancia unos de otros y protegidos del viento por una barandilla de hierro ornamental que bordeaba el tejadillo.

El plan que acababa de ocurrírseme era bajar por la ventana de mi salón al tejadillo, deslizarme por él sin hacer ruido hasta llegar hasta la parte que estaba justamente encima de la biblioteca, y agacharme entre los tiestos de flores con el oído pegado a la barandilla exterior. Si el conde y Sir Percival se sentaban a fumar donde yo les solía ver las noches anteriores, en las butacas colocadas junto a la ventana abierta apoyando los pies sobre las sillas del jardín de zinc que había bajo las ventanas de la galería, cada palabra que se dijeran no sería un susurro (como todos sabemos por experiencia, es imposible mantener una conversación larga susurrando), inevitablemente alcanzaría mis oídos. Si, en cambio, aquella noche preferían sentarse apartados de la ventana, lo más probable sería que no pudiese oír nada o casi nada, y en ese caso tendría que correr un riesgo mucho mayor e intentar escucharlos desde el vestíbulo.

A pesar de que nuestra desesperada situación me había fortalecido en esta decisión, deseé fervientemente no tener que enfrentarme con esta última emergencia. Después de todo mi valor no era más que el de una mujer y estaba a punto de desfallecer frente a la sola idea de bajar al vestíbulo en medio de la noche cerrada para ponerme, tal vez, a merced de Sir Percival y del conde.

Volví sin hacer ruido a mi dormitorio para empezar con el proyecto menos arriesgado, descendiendo al techo de la galería.

Fue totalmente indispensable que me cambiara de ropa, por varias razones. Empecé por quitarme mi vestido de seda, pues el menor crujido de su tela podría delatarme en el silencio que reinaba aquella noche. Luego me desprendí de algunas prendas blancas y voluminosas de mi ropa interior. Me puse encima mi abrigo negro de viaje y oculté la cabeza bajo el capuchón. Vestida con mi traje de noche, ocupaba el espacio de tres hombres. Con la ropa ceñida que me había puesto ahora ningún hombre pasaría por sitios estrechos con mayor facilidad que yo. El reducido espacio que quedaba entre el muro y las ventanas, por un lado, y la ringlera de tiestos con flores, por el otro, convertían esta consideración en muy importante. Si yo tropezase con algo o hiciese el menor ruido, ¿quién sabe qué consecuencias acarrearía?

Dejé las cerillas junto a la vela antes de apagarla, y volví al salón a tientas. Cerré su puerta con llave, como había hecho ya con la de mi dormitorio y, silenciosamente, salté por la ventana y puse el pie con cuidado en el tejado de plomo de la galería.

Mis dos habitaciones estaban situadas en el extremo interior del ala nueva del edificio, aquella que habitábamos todos, y yo tenía que pasar por delante de cinco ventanas antes de llegar al sitio que daba encima de la biblioteca. La primera ventana correspondía a un cuarto de huéspedes que estaba vacío. La segunda y tercera pertenecían a las habitaciones de Laura. La cuarta, al dormitorio de Sir Percival. La quinta era la del dormitorio de la condesa. Las demás ventanas, delante de las que no tenía que pasar, pertenecían al guardarropa del conde, al cuarto de baño y al vacío segundo cuarto de huéspedes.

Ningún ruido llegaba a mis oídos; lo único que había a mi alrededor era la cegadora oscuridad de la noche, excepto aquella parte del tejado donde daba la ventana de la condesa. Allí, exactamente a donde me dirigía, sobre la parte que estaba encima de la biblioteca, ¡allí vi un reflejo de luz! madame Fosco no se había acostado aún.

Era demasiado tarde para retroceder, ni había tiempo para esperar. Decidí lanzarme a la aventura confiándome a mi propia cautela y a la oscuridad de la noche. «¡Por el bien de Laura!», dije para mis adentros, y di el primer paso adelante sobre el tejado, con una mano recogiéndome los pliegues de mi abrigo y con la otra apoyándome en la pared. Era mejor avanzar pegándome a la pared que arriesgarme a tropezar con los tiestos que estaban al otro lado, a pocos centímetros de mí.

Pasé junto a la ventana oscura del cuarto de huéspedes, tanteando a cada paso el tejado de plomo con mi pie antes de apoyarme con todo mi peso. Pasé junto a las ventanas oscuras de la habitación de Laura («¡Que Dios la bendiga y la proteja esta noche!»). Pasé la oscura ventana de la habitación de Sir Percival. Luego, esperé un momento. Me puse de rodillas apoyándome en las manos y así, protegida por la escasa altura del muro que había entre el antepecho de la ventana iluminada y el tejado de la galería, me dirigí hacia mi punto de observación.

Cuando me aventuré a levantar la cabeza para mirar la ventana, vi que sólo estaba abierta por arriba y que la persiana estaba bajada, y seguí mirando cuando la sombra de la condesa cruzó y se dibujó sobre la blanca pantalla de la persiana y luego se alejó lentamente. Comprendí que no me había oído, pues de no ser así su sombra se hubiese detenido ante la ventana, incluso si le faltase el valor de abrirla y mirar hacia afuera.

Me coloqué a un lado junto a la barandilla, después de comprobar, palpándolos, dónde estaban los tiestos a ambos lados. Dejaban el espacio justo para sentarse entre ellos. Los perfumados pétalos de la flor de mi izquierda rozaron mi mejilla cuando apoyé ligeramente la cabeza sobre la barandilla.

Los primeros sonidos que oí llegar desde abajo fueron los del ruido sucesivo de tres puertas que llevaban al vestíbulo y a las habitaciones contiguas a la biblioteca y que el conde se había propuesto examinar. Y lo primero que vi fue de nuevo el rojo puntito que se desplazaba en la noche, moviéndose desde la puerta de la galería, debajo de mí, hacia mi ventana; esperó allí un instante y volvió al mismo sitio de donde vino.

—¡El demonio le lleve con sus intranquilidades! ¿Cuándo piensa sentarse al fin? —gruñó la voz de Sir Percival bajo mi oído.

—¡Uff! ¡Qué calor! —dijo el conde suspirando y resoplando fatigosamente.

Su examen fue seguido del ruido de las sillas del jardín, arrastradas sobre las losas de la galería, un ruido que recibí con júbilo porque me anunciaba que pensaban sentarse como de costumbre junto a la ventana. Hasta entonces la buena suerte me acompañaba. El reloj de la torre daba las doce menos cuarto cuando los dos se instalaron en sus sillas. Oí que madame Fosco bostezaba tras la ventana abierta y de nuevo vi proyectarse su sombra sobre la pantalla blanca de la persiana.

Mientras tanto, abajo, Sir Percival y el conde habían comenzado a hablar y alguna que otra vez sus voces bajaban más de lo habitual en ellos, pero jamás llegaban a convertirse en susurros. La extraña y peligrosa situación en que me hallaba y el temor que me inspiraba la ventana iluminada, de madame Fosco que no lograba dominar al principio, me hicieron difícil, casi imposible, mantener clara mi mente y concentrar mi atención exclusivamente en la conversación que se oía abajo. Durante algunos minutos sólo pude captar lo más general de lo que decían. Oí que el conde comentaba que la única ventana con luz pertenecía al cuarto de su mujer, que en la planta baja de la casa no había nadie y que ahora podían hablar tranquilamente sin miedo a incidentes desagradables. Sir Percival le contestó únicamente con reprimendas, porque a lo largo del día su amigo había estado decepcionando sus deseos y descuidando sus intereses de manera imperdonable. El conde se defendió declarándole que había estado ocupado con ciertas dificultades y problemas que requerían su total atención, y que el único momento oportuno para hablar era aquél en que podían estar seguros de que nadie habría de interrumpirlos ni oírlos. «Atravesamos una crisis muy seria en nuestros asuntos, Percival —decía—, y si hemos de tomar una decisión sobre el futuro, hemos de hacerlo esta noche y en secreto».

Esta frase del conde fue la primera a la que pude prestar toda mi atención en el momento exacto en que se pronunció. A partir de entonces, aunque con alguna que otra interrupción, mi interés se concentró en aquella conversación que seguí sin respirar, palabra por palabra.

—¿Una crisis? —repitió Sir Percival—. Es una crisis mucho peor de lo que usted se imagina ¡Puedo asegurárselo!

—Así me lo supuse al observar su conducta durante estos últimos días —replicó el otro con frialdad—. Pero espere un poco. Antes de empezar a hablar de lo que yo no sé, dejemos bien claro lo que ya sé. Veamos si tengo una idea exacta respecto al pasado, antes de que le haga cualquier proposición para el porvenir.

—Espere un momento a que traiga coñac y agua. ¿Qué quiere usted beber?

—Gracias, Percival. Deme un poco de agua fría, una cuchara y azúcar. Eso sucrée, amigo mío, y nada más.

—¡Agua con azúcar para un hombre de su edad!… Aquí la tiene. Haga usted esa mezcla malsana; ustedes los extranjeros son todos iguales.

—Y ahora, escuche, Percival. Voy a poner ante sus ojos la situación exacta de nuestros asuntos y usted me dirá si estoy o no en lo cierto. Usted y yo volvimos del continente a esta casa cuando nuestros negocios estaban bastante embrollados…

—¡Abrevie! Yo necesitaba algunos miles y usted algunos cientos, y sin este dinero estábamos ambos en camino de arruinarnos juntos. Tal es la situación. A ver que arreglo ve usted para ella. Continúe.

—Muy bien, Percival, usted lo ha dicho con su claridad británica: usted necesitaba unos miles y yo unos cientos; el único medio de conseguirlos era el de que usted sacara dinero para cubrir su necesidad (dejando un margen para que me quedasen mis miserables cientos) recurriendo a la ayuda de su esposa. ¿Qué le dije yo de ella en nuestro viaje de vuelta a Inglaterra? ¿Y qué le dije luego cuando llegamos aquí y cuando descubrí por mis propios ojos qué clase de mujer es la señorita Halcombe?

—¿Cómo voy a acordarme? Usted suele hablar por los codos.

—Le dije esto: la inventiva humana, amigo mío, tan sólo ha descubierto hasta ahora dos medios mediante los cuales un hombre puede manejar a una mujer. Uno de ellos es el de zurrarla, método utilizado ampliamente por las gentes de baja estofa, pero profundamente abominado entre las clases educadas y refinadas. El otro método (más lento, mucho más dificultoso, pero al fin no menos seguro) es el de no aceptar jamás el reto que nos lanza una mujer. Este método da resultados con los animales, da resultado con los niños y lo da con las mujeres, que no son más que niños grandes. La tranquila perseverancia es la única cualidad a la que los animales, los niños y las mujeres se rinden sin remedio. Si logran que por una vez su dueño pierda esta cualidad superior en su presencia, consiguen hacer de él lo que se proponen. Si jamás logran alterarla, es él quien hace lo que quiere de ella. Le dije: recuerde esta verdad tan sencilla si usted quiere que su mujer le saque de sus apuros de dinero. Le dije: recuérdela con doble y con triple motivo, cuando esté en presencia de la hermana de su mujer, la señorita Halcombe. ¿La ha recordado usted? Ni una sola vez, a pesar de todas las complicaciones que se nos vinieron encima en esta casa. La menor provocación que su mujer o su hermana le ofrecieron le hizo perder la firma del documento, le hizo perder el dinero que ya tenía en su bolsillo y empujó a la señorita Halcombe a escribir al abogado la primera vez…

—¿La primera vez? ¿Ha vuelto a escribirle?

—Sí; le ha escrito hoy.

Una silla cayó sobre el suelo enlosado, con un estruendo como si alguien la hubiera tirado con rabia.

Me vino bien que la revelación del conde excitara la furia de Sir Percival. Al oír que de nuevo me habían descubierto, me estremecí e hice crujir la verja de la barandilla en que me apoyaba. ¿Me habría seguido hasta la posada? ¿Había deducido que yo entregué mis cartas a Fanny cuando le dije que no tenía correspondencia para dejarla en el buzón? Y aunque fuese así, ¿cómo pudo ver las cartas, puesto que de mis manos pasaron directamente al corpiño de Fanny?

—Dé gracias a su buena estrella —escuché que decía el conde— por tenerme a mí en su casa para deshacer el daño inmediatamente después de que usted lo hizo. Agradezca a su buena estrella que yo dijese «no», cuando usted perdió la cabeza y quiso esta tarde encerrar con llave a la señorita Halcombe, lo mismo que en su peligrosa locura encerró a su mujer. ¿Dónde tiene usted los ojos? ¿Cómo puede mirar a la señorita Halcombe y no ver que posee la cautela y la resolución de un hombre? Si yo tuviera a esta mujer por amiga sería capaz de burlarme de todo el mundo. Teniendo a esta mujer por enemiga, yo, con toda mi experiencia y con mi cerebro, yo, Fosco, astuto como el mismo diablo, según usted mismo me ha dicho cientos de veces, ¡tengo que andar, según su frase inglesa, sobre cáscaras de huevos! Y esta criatura grandiosa, a cuya salud bebo esta agua azucarada, esta criatura grandiosa que se mantiene firme como una roca sostenida por la fuerza de su amor y de su valor, entre nosotros dos, esa pobre escuálida belleza rubia que es su mujer…, esa mujer magnífica, a quien admiro con toda el alma, aunque se oponga a nuestros designios e intereses, la pone usted entre la espada y la pared como si no fuera tan valiente ni tan capacitada como todas las criaturas de su sexo. ¡Percival, Percival!, merece usted fracasar y lo ha hecho ya.

Aquí hubo una pausa. Escribo las palabras de este canalla referentes a mí misma porque necesito conservar el recuerdo y porque espero que llegue el día en el que pueda repetirlas en su presencia y en que una a una se las escupa a la cara.

Sir Percival fue el primero en romper el silencio.

—Sí, sí —dijo con aspereza—; todas las fanfarronadas y bravatas que usted quiera, pero las dificultades económicas no son las únicas que me atormentan. Usted mismo tomaría severas medidas contra estas mujeres si supiera tanto como yo.

—Trataremos esa segunda dificultad a su tiempo —respondió el conde. Puede usted armarse todos los líos que desee, Percival, pero no tiene por que embrollarme a mí. Ante todo vamos a dejar resuelta la cuestión del dinero. ¿Le he convencido, a pesar de su terquedad? ¿Le he demostrado que con su diabólico temperamento no conseguirá sacar nada en limpio, o tengo que volver (como acaba usted de decir con su apreciada exactitud y crudeza británica), a las fanfarronadas y bravatas?

—¡Bah! Es muy fácil amonestarme. Dígame lo que debemos hacer, es un poco más difícil.

—¿Difícil? ¡Vamos! Lo que hay que hacer es esto: desde esta noche usted renuncia a decidir sobre el asunto y me lo deja todo, de ahora en adelante. ¿Estoy hablando con un inglés práctico, no? Bueno, hombre práctico, ¿qué le parece esto?

—¿Qué es lo que se propone hacer si lo dejo todo en sus manos?

—Antes de seguir, contésteme usted. ¿Queda todo en mis manos o no?

—Bueno, supongamos que ya está en sus manos… ¿Qué pasa luego?

—Para empezar, Percival, contésteme a unas preguntas. Tengo que esperar un poco y dejarme guiar por las circunstancias; y tengo que averiguar, por todos los medios posibles, cómo son estas circunstancias. No hay tiempo que perder. Ya le he dicho a usted que la señorita Halcombe ha escrito hoy al abogado por segunda vez.

—¿Cómo pudo usted descubrirlo? ¿Qué le decía?

—Si se lo dijera, Percival, no llegaríamos más lejos de donde estamos. Le basta con saber que lo he descubierto y este descubrimiento ha causado aquella inquietud y angustia que no le permitían hablar conmigo durante todo el día. Ahora, refresquemos un poco mi memoria sobre sus asuntos, pues hace bastante tiempo que no hablo de ellos con usted. A falta de la firma de su mujer, hemos conseguido el dinero a base de letras a noventa días…, y ¡lo hemos conseguido a tal precio que se me ponen los pelos de punta cada vez que lo pienso! ¿Es cierto que, cuando venzan las letras, no hay otro medio humano de pagarlas que no sea recurriendo al auxilio de su mujer?

—Ninguno.

—¿Cómo? ¿No tiene usted dinero en el banco?

—Unos cuantos cientos y necesito muchos miles.

—¿No tiene usted otros valores que pueda hipotecar?

—Ni un palmo de terreno. Nada de nada.

—¿Qué es lo que le ha dado su matrimonio por ahora?

—Nada más que las rentas de sus veinte mil libras, apenas suficientes para cubrir nuestros gastos diarios.

—¿Qué es lo que espera de su mujer?

—Tres mil libras al año cuando muera su tío.

—Una bonita fortuna, Percival. ¿Qué clase de hombre es su tío? ¿Es viejo?

—No; ni viejo ni joven.

—¿Un alegre vividor? ¿Está casado? Creo que mi mujer me dijo que era soltero.

—Por supuesto que lo es. Si se hubiera casado y tuviese hijos Lady Glyde no sería heredera de sus tierras. Le explicaré cómo es. Es un imbécil quejicoso, charlatán y egoísta, que importuna a cuantos se le acercan hablándoles del estado de su salud.

—Los hombres de esa especie, Percival, viven mucho y se casan malignamente cuándo menos se espera. No le doy a usted muchas esperanzas de que tenga la suerte de disfrutar de esas tres mil libras anuales. ¿No hay nada más que le llegue de su mujer?

—Nada.

—¿Absolutamente nada?

—Absolutamente nada… excepto en el caso de su muerte.

—¡Ah!, en el caso de su muerte.

Hubo otra pausa. El conde salió de la galería al sendero de grava. Lo supe por el sonido de su voz. «Al fin ha empezado a llover», le oí decir. En efecto, había empezado a llover. El estado de mi abrigo demostraba que desde hace algún rato estaba cayendo un aguacero.

El conde volvió a la galería. Oí que su silla crujía bajo su peso cuando volvía a sentarse.

—Bien, Percival —dijo—; y en el caso de la muerte de Lady Glyde, ¿qué tendrá usted?

—Si no deja hijos…

—¿Lo cual es probable?

—Lo cual es totalmente improbable.

—¿Entonces?

—Bueno, entonces heredo sus veinte mil libras.

—¿Pagadas al contado?

—Pagadas al contado.

Volvieron a guardar silencio. Cuando sus voces callaron, la sombra de madame Fosco apareció de nuevo sobre la persiana. Esta vez, en lugar de pasar de largo, se quedó un momento inmóvil. Vi sus dedos deslizarse hacia un extremo de la persiana y entornarla. El óvalo blanco y confuso mirando directamente hacia mí, apareció detrás de la ventana. Yo no me movía, envuelta de pies a cabeza en mi abrigo negro. La lluvia, que iba empapándome rápidamente caía sobre el cristal, enturbiándolo e impidiendo que ella me distinguiese.

La oí decirse a sí misma: «¡Más lluvia!». Bajó la persiana y volví a respirar tranquila.

Abajo la conversación siguió, pero esta vez la reanudó el conde.

—¡Percival!… ¿Le importa su mujer?

—Fosco, es una pregunta bastante directa.

—Soy una persona directa y le repito la pregunta.

—¿Por qué demonios me mira de ese modo?

—¿No quiere contestarme? Bueno, entonces supongamos que su mujer muere antes de que termine el verano.

—¡Déjelo, Fosco!

—Supongamos que su mujer muere…

—¡Le digo que lo deje!

—En ese caso usted gana veinte mil libras y pierde…

—Pierdo la posibilidad de tres mil al año.

—La posibilidad remota, Percival, muy remota. Y usted necesita dinero contante y sonante. En su situación, la ganancia es segura, y la pérdida, problemática.

—Hable de usted lo mismo que de mí. Una parte del dinero que pedí en préstamo era para usted. Y si usted consigue ganar algo, la muerte de mi mujer se convertiría en diez mil libras que pasarían al bolsillo de la suya. A pesar de toda su perspicacia, parece olvidar oportunamente el legado que pertenecería a madame Fosco. ¡No me mire de ese modo! ¡No va a ser para mí! ¡Con sus miradas y sus preguntas me está poniendo carne de gallina, por Dios!

—¿Carne de gallina? ¿Significa «carne» conciencia en inglés? Hablo de la muerte de su mujer como de cualquier posibilidad. ¿Qué tiene que ver? Los respetables abogados que garrapatean nuestras escrituras y redactan nuestros testamentos ven la muerte retratada en los rostros de los vivientes. ¿También los abogados le ponen carne de gallina? ¿Por qué se la pongo yo? Esta noche es mi deber dejar en claro su situación, fuera de todo error posible, y ahora lo he conseguido. Si su mujer vive, pagará usted esas letras con ayuda de su firma. Si su mujer muere, las pagará con ayuda de su muerte.

Mientras hablaba, se había apagado la luz en el cuarto de madame Fosco y todo el segundo piso de la casa se hallaba ahora sumido en la oscuridad.

—¡Palabras! ¡Palabras! —gruñó Sir Percival—. Cualquiera que le oyese pensaría que ya hemos conseguido que mi mujer firme el documento.

—Ha dejado usted el asunto en mis manos —objetó el conde—, y tengo más de dos meses por delante para conseguirlo. Por el momento, no vuelva a hablarme de ello, por favor. Cuando venzan las letras, usted verá si mis palabras valen algo o no. Y ahora que hemos terminado por esta noche con las cuestiones monetarias, pongo todas mis facultades a su disposición si desea consultarme sobre la segunda dificultad que se ha mezclado a nuestros pequeños apuros y que le altera y perjudica de tal modo que casi no le conozco. Hable usted, amigo mío, y perdone si hiero sus distinguidos gustos nacionales preparándome otro vaso de agua con azúcar.

—Es muy fácil decir que hable —replicó Sir Percival, en un tono mucho más amable y tranquilo del que había adoptado hasta entonces—. Pero no es tan fácil saber por dónde empezar.

—¿Quiere que yo le ayude? —sugirió el conde—. ¿Podría dar a esta íntima dificultad que usted experimenta un nombre? Tal vez debo llamarla… Anne Catherick.

—Mire usted, Fosco, hace mucho que nos conocemos mutuamente, y si bien es cierto que hasta ahora usted me ha ayudado a salir una o dos veces de apuros también lo es que yo he hecho todo lo que podía por ayudarle, en cuanto mis medios pecuniarios me lo permitían. Hemos hecho, cada uno por su lado, cuantos sacrificios de amistad han sido humanamente posibles, pero ambos hemos guardado también nuestros secretos, ¿no es así?

—Usted me ha ocultado un secreto, Percival. Usted tiene escondido un esqueleto en su armario, aquí en Blackwater Park, que en estos días se ha dejado ver por otras personas, además de usted.

—Bueno, supongamos que ha sido así. Si esto no le concierne, no debe sentir curiosidad por saberlo.

—¿Le doy la impresión de estar curioso?

—Sí que me la da.

—¡Vaya, vaya! ¿Así que mi rostro me delata? ¡Qué inmensa bondad debe poseer el hombre que ha llegado a mis años y no ha logrado que su fisonomía pierda el hábito de delatarlo! ¡Oiga, Glyde, seamos francos el uno con el otro! Este secreto me ha venido a buscar a mí, no lo he buscado yo a él. Supongamos que tenga curiosidad. Pero ¿usted desea que, como su viejo amigo, respete su secreto y de una vez por todas me pide que lo deje a su cargo?

—Sí; eso precisamente es lo que le pido.

—Entonces se acabó mi curiosidad. Desde este instante ha muerto para mí.

—¿Lo cree usted en realidad?

—¿Qué le hace dudar de ello?

—En tantos años he aprendido algo, amigo Fosco, de sus procedimientos y rodeos, y no estoy muy seguro de que, al fin y al cabo, acabe por sacármelo.

Una de las sillas de repente volvió a crujir, sentí temblar la columna decorativa que tenía a mis pies. El conde se había levantado de un salto y dado un puñetazo contra ella, lleno de indignación.

—¡Percival, Percival! —gritó con pasión—. ¿Así es como me conoce usted? ¿Acaso todos estos años no le han enseñado nada de mi carácter? ¡Soy un hombre a la antigua! Soy capaz de los actos virtuosos más exaltados cuando tengo la ocasión de realizarlos. La desventura de mi vida ha sido que se me han presentado pocas ocasiones de realizarlos. ¡Mi concepto de la amistad es el más sublime! ¿Es culpa mía si su esqueleto se ha dejado ver por mí? ¿Por qué he confesado mi curiosidad? ¡Pobre inglés superficial! Lo he hecho para demostrar el dominio que tengo sobre mí mismo. Si quisiera, podría sacarle el secreto con la misma facilidad con que estoy sacando este dedo de mi puño cerrado, ¡y usted lo sabe muy bien! Pero ha apelado a mi amistad, y las obligaciones que impone la amistad son sagradas para mí. ¡Vea! Con mis propios pies pisoteo mi vil curiosidad. Mis sentimientos exaltados me elevan por encima de ella. ¡Reconózcalos, Percival! ¡Imítelos, Percival! ¡Deme la mano! Le perdono.

Su voz tembló al pronunciar las últimas palabras, ¡tembló como si de verdad le ahogasen las lágrimas!

Sir Percival murmuró unas disculpas confusas. Pero el conde era demasiado magnánimo para escucharlo.

—¡No! —dijo—. Cuando me ofende un amigo, soy capaz de perdonarle sin oír sus excusas. Dígamelo simplemente, ¿necesita mi ayuda?

—Sí, mucho.

—Y ¿puede pedírmela sin comprometerse?

—En todo caso, puedo intentarlo.

—Pues inténtelo.

—Bueno… El problema es éste: hoy le he dicho que había hecho todo lo imaginable por encontrar a Anne Catherick y que había fracasado.

—Sí; me lo ha dicho.

—¡Fosco! Soy hombre perdido si no la encuentro.

—¡Ja! ¿Es tan grave como todo eso?

Un destello de luz se proyectó hacia fuera desde la galería, alumbrando el sendero de grava. El conde había traído la lámpara desde el fondo de la biblioteca, para ver mejor a su amigo.

—¡Sí! —dijo—. Su rostro me lo dice. Es grave de verdad, tan grave como las cuestiones de dinero.

—¡Más grave! Como estoy aquí sentado, ¡es más grave!

Desapareció la luz y la conversación prosiguió.

—Le enseñé a usted la carta para mi mujer que Anne Catherick escondió entre la arena —continuó sir Percival—. No era una bravuconada lo que decía, Fosco. Ella conoce el secreto.

—Delante de mí, diga lo menos que pueda del secreto, Percival. ¿Ella lo sabe por usted mismo?

—No; se lo ha dicho su madre.

—¡Dos mujeres dueñas de sus íntimos sentimientos! ¡Malo, malo, malo, amigo mío! Una pregunta antes de seguir adelante. El motivo por el que usted encerró a la hija en un manicomio lo veo claro; pero lo que no veo tan claro es cómo ha podido escaparse. ¿Es que usted supone que sus guardianes hicieran la vista gorda a instancias de algún enemigo que cotizó bien su descuido?

—No lo creo; ella se comportaba con más docilidad que otros pacientes y mereció su estúpida confianza. Es bastante loca para estar encerrada y bastante lista para hundirme estando en libertad… ¿comprende?

—Lo comprendo muy bien. Y ahora, Percival, vamos al grano, que luego veré qué se debe hacer. ¿Qué peligro corre usted en la actualidad?

—Anne Catherick está aquí y se comunica con Lady Glyde. Éste es el peligro, obviamente. ¿Quién no comprenderá, al leer la carta, que mi mujer es también dueña del secreto, aunque lo niegue?

—Un momento, Percival. Si Lady Glyde conociese el secreto, sabría que usted le perjudica. ¿No cree usted que le interesa guardarlo?

—¿Guardarlo ella? Le interesaría si yo le importase dos cominos. Pero resulta que me interpuse en el camino del otro hombre. Estaba enamorada de él cuando se casó conmigo, está enamorada de él, de un miserable trotamundos, de un profesor de dibujo que se llama Hartright.

—Pero ¡querido amigo! ¿Qué tiene eso de extraordinario? Todas ellas están enamoradas de algún otro hombre. ¿Quién es el primero que ha tocado el corazón de una mujer? Con toda la experiencia que tengo de estas cosas, nunca he conocido a nadie que hubiera sido el Número Uno. El Número Dos, algunas veces. Y muchas con el Tres, Cuatro, y Cinco. ¡Nunca el Número Uno! Por supuesto que existe; pero yo no le he encontrado.

—Espere, no he terminado todavía. ¿Quién cree usted que ayudó a Anne Catherick en su fuga cuando los empleados del manicomio salieron tras ella? Hartright. ¿Quién cree usted que la volvió a encontrar en Cumberland? Hartright. Las dos veces habló con ella a solas. ¡Espere! No me interrumpa, el muy bergante está tan deslumbrado por mi mujer, como ella por él. Conoce el secreto como lo conoce ella. Una vez que les dejemos que se encuentren, le interesará a ambos utilizarlo en contra mía.

—¡Poco a poco, Percival; poco a poco! ¿Tan poco confía en la virtud de Lady Glyde?

—¡La virtud de Lady Glyde! Lo único en que creo tratándose de ella es en su dinero. ¿No se da cuenta de la situación? Ella sola sería inofensiva, pero si se reúne con ese trotamundos de Hartright…

—Sí, sí, ya veo. ¿Dónde está ahora el señor Hartright?

—Está fuera de Inglaterra. Si le importa conservar su piel, le aconsejaría no darse prisa en volver.

—¿Está usted seguro de que no está aquí?

—Enteramente. Le he hecho vigilar desde que salió de Cumberland hasta que se embarcó. ¡Puedo asegurarle que no he descuidado nada! Anne Catherick vivía en casa de unos granjeros cerca de Limmeridge. Yo mismo llegué allí después de que ella se me escapó, y comprobé que no sabían nada. Di a su madre el texto de la carta que debía escribir a la señorita Halcombe para eximirme de toda sospecha respecto a los motivos por los que yo había encerrado a su hija. Me da miedo pensar en todo lo que he gastado para encontrarla. ¡Y a pesar de todo, se presenta aquí y se me escapa en mis propias tierras! ¿Cómo voy a saber si no ha visto a alguien más, si no ha hablado con alguien más? Ese condenado bellaco de Hartright puede volver en cualquier momento, sin que yo lo sepa, y puede utilizarla como quiera mañana mismo.

—¡El no, Percival! Mientras yo esté en la brecha y mientras esa mujer siga por estas cercanías respondo de que le echaremos el guante antes que el señor Hartright, si de verdad vuelve. ¡Ya lo sé! ¡Sí, sí, ya lo sé! Lo primero de todo es encontrar a Anne Catherick y no se preocupe de otra cosa. Su mujer está aquí mismo, bajo su férula; la señorita Halcombe no se separa de ella, y, por lo tanto, está también bajo su férula, y el señor Hartright está fuera de Inglaterra. De momento, no tenemos que pensar más que en esa invisible Anne. ¿Ha hecho usted indagaciones?

—Sí; he ido a ver a su madre, he buscado por todo el pueblo, y todo inútil.

—¿Se puede confiar en su madre?

—Sí.

—Ella no ha guardado su secreto.

—No volverá a hacerlo.

—¿Por qué no? ¿Está tan interesada como usted en guardarlo?

—Sí; está enormemente interesada.

—Me alegro de oírlo, Percival, por su bien. No se desanime, amigo mío. Como le he dicho, las cuestiones monetarias me permiten disponer de todo el tiempo que quiero para dar algunas vueltas por los alrededores; y yo puedo tener más suerte que usted cuando mañana empiece a buscar a Anne Catherick. Una última pregunta antes de que vayamos a acostarnos.

—Diga.

—Se trata de lo siguiente: cuando fui al lago para comunicarle a su mujer que el molesto asunto de su firma se había aplazado, dio la casualidad de que llegué en el momento en que una mujer extraña se despedía de ella de una manera sumamente sospechosa. Pero la casualidad no quiso dejarme acercar a ella tanto como para ver claramente su rostro. Necesito saber cómo puedo reconocer a nuestra invisible Anne. ¿Cómo es?

—¿Cómo es? ¡Venga! Se lo diré en dos palabras. Es una sombra achacosa de mi mujer.

Una silla crujió y la columna volvió a temblar. El conde se había levantado, esta vez lleno de asombro.

—¡¡¡Cómo!!! —exclamó con ansiedad.

—Figúrese a mi mujer después de haber pasado una grave enfermedad y con señales de trastorno en su cabeza, y ahí tiene usted a Anne Catherick —contestó Sir Percival.

—¿Son parientes?

—En absoluto.

—Y, sin embargo, ¿se parecen tanto?

—Sí, se parecen mucho. ¿De qué se ríe usted? —volvió a preguntar sir Percival.

No hubo respuesta ni se oyó sonido alguno. El conde se reía con su risa silenciosa, reservada, recóndita.

—¿De qué se ríe? —reiteró su pregunta sir Percival.

—Quizá de mis propias fantasías, amigo mío. Disculpe mi sentido del humor italiano, ¿acaso no vengo yo de la nación que creó el espectáculo de polichinela? Bien, bien, bien; me será fácil reconocer a Anne Catherick si la encuentro…, y basta por esta noche. Tranquilícese usted, Percival. Duerma el sueño de los justos, hijo mío, y verá lo que soy capaz de hacer por usted cuando la luz del día retorne para ayudarnos. En esta gruesa cabeza mía tengo planes y proyectos. Usted pagará las letras y encontrará a Anne Catherick, le doy mi palabra de honor, ¡lo hará! ¿Soy todo corazón o no? ¿Merezco aquellos préstamos que con tanta delicadeza me recordaba usted hace unos momentos? Haga lo que haga no vuelva a herirme en mis sentimientos nunca más. ¡Reconózcalos, Percival! ¡Imítelos, Percival! Vuelvo a perdonarle y vuelvo a estrechar su mano. ¡Buenas noches!

No se habló una palabra más. Oí al conde cerrar la puerta de la biblioteca y a Sir Percival atrancar los postigos de las ventanas. En todo el tiempo no había cesado de llover. Yo tenía el cuerpo entumecido de estar acurrucada y estaba empapada hasta los huesos. Cuando intenté moverme, el esfuerzo me resultó tan doloroso que tuve que desistir. Volví a intentarlo, y logré arrodillarme sobre el tejado mojado.

Cuando llegué hasta la pared y me levanté apoyándome en ella, volví la cabeza y vi en la ventana del guardarropa del conde el resplandor de la luz. Mi valor, que decaía, volvió a despertar y me obligó a mantener mi mirada fija en su ventana mientras, paso a paso, yo seguía mi camino, mi camino de vuelta, deslizándome junto a la pared de la casa.

El reloj dio la una y cuarto cuando puse las manos sobre el antepecho de mi ventana. No había visto ni oído nada que me hiciese suponer que mi retirada había sido descubierta.

Día 20 de junio.

El sol brilla en el cielo sin nubes. No me he acercado a mi cama, ni una vez he cerrado mis cansados e insomnes ojos. Desde la misma ventana en la que vi la oscuridad de la noche pasada, veo ahora la radiante quietud de la mañana.

Cuento las horas que han pasado desde que llegué al refugio de mi cuarto y me parecen semanas.

Qué poco tiempo y sin embargo ¡qué largo se me ha hecho!, desde que en la oscuridad me encontré aquí, sobre el suelo de mi cuarto, calada hasta los huesos, entumecida en todos mis miembros, una criatura inútil, indefensa y presa de pánico.

No sé cuando me levanté sobre mis pies. No sé cuando llegué a tientas hasta mi dormitorio y encendí la vela y busqué (con un desconcierto incomprensible, buscando dónde encontrarla) la ropa seca para calentarme. Recuerdo que hice todo eso, pero no recuerdo cuándo.

¿Sabría decir cuándo dejé de sentir frío y entumecimiento y cuándo en su lugar apareció este calor que me hace estremecer?

¿Fue antes de que saliese el sol? Sí; oí que el reloj daba las tres. Lo recuerdo por la repentina lucidez y claridad, la tensión febril y la excitación que noté en mis facultades. Recuerdo mi decisión de dominarme, de esperar con paciencia horas tras hora a que llegase el momento oportuno de sacar a Laura de este horrible lugar sin peligro de que nos descubriesen inmediatamente y nos persiguiesen. Recuerdo la convicción que se apoderó de mi mente de que las palabras que habían intercambiado aquellos dos hombres nos proporcionarían, no sólo una justificación para abandonar la casa, sino también armas para defendernos de ellos. Recuerdo el impulso que me obligó a trasladar al papel todo lo que habían dicho, palabra por palabra, cuando aún era dueña del tiempo y mientras mi memoria retenía la conversación vívidamente. Todo esto lo recuerdo con absoluta claridad, en mi cabeza no hay confusión todavía. Entré aquí desde mi dormitorio, con el papel, la pluma y la tinta, antes de que saliese el sol; me senté junto a la ventana abierta de par en par para que el aire refrescase mi acaloramiento; escribí sin descanso cada vez más deprisa, cada vez con más fervor, ahuyentando el sueño mientras se prolongaban las terribles horas que separaban la casa de su despertar…, ¡con qué claridad lo recuerdo, desde el instante en que encendí la vela hasta el momento en que acabé la última página, a la luz del sol del nuevo día!

¿Por qué sigo aquí sentada? ¿Por qué sigo fatigando mis ojos, inflamados, mi cabeza calenturienta, escribiendo más y más? ¿Por qué no me acuesto y descanso, por qué no intento derrotar con el sueño la fiebre que me consume?

No me atrevo a intentarlo. Un temor que supera todos los demás temores se ha adueñado de mí. Tengo miedo de este ardor que me abrasa la piel. Tengo miedo de este hormigueo y de las palpitaciones que siento dentro de la cabeza. Si me acuesto, ¿tendré valor y fuerza para volver a levantarme?

¡Oh, lluvia, lluvia, la lluvia implacable que me ha helado esta noche!

Las nueve de la mañana.

¿Ha dado el reloj las nueve o las ocho? ¡Las nueve! ¿Será posible? Estoy tiritando de pies a cabeza, en medio del calor del verano. ¿Me he dormido sentada? ¡No sé que estuve haciendo!

¡Dios mío, Dios mío! ¿Estaré a punto de caer enferma?

¡Enferma, y en qué momento!

Mi cabeza… Siento miedo por mi cabeza. Puedo escribir, pero las líneas se confunden. Veo las palabras… Laura…, puedo escribir «Laura» y puedo ver cómo lo escribo. Las ocho o las nueve, ¿qué hora ha sonado?

¡Qué frío, qué frío…, la lluvia de esta noche!…, y las campanadas del reloj, las campanadas que no soy capaz de contar y que resuenan dentro de mi cabeza…

NOTA:

(Desde este momento la escritura del Diario es ilegible. Las dos o tres líneas que siguen sólo contienen fragmentos de palabras embadurnadas con borrones y rasguños. Las últimas señales en el papel tienen cierto parecido con las dos letras L y A, primeras del nombre de Lady Glyde.

En la página siguiente del Diario se ven nuevas anotaciones. Están escritas con una letra de hombre, grande segura y clara. Están fechadas el 21 de junio. Dicen lo siguiente:).

[POST SCRIPTUM DE UN AMIGO LEAL]

La enfermedad de nuestra excelente amiga la señorita Halcombe me ofrece la oportunidad de gozar de un placer intelectual inesperado.

Me refiero a la lectura (que acabo de terminar) de este interesante Diario.

Son muchos cientos de páginas, y con la mano en el corazón declaro que cada una de ella me ha deleitado, me ha refrescado y me ha encantado.

Es una delicia inefable para un hombre como yo poder decir esto.

¡Admirable mujer!

Me refiero a la señorita Halcombe.

¡Estupendo esfuerzo!

Me refiero al Diario.

¡Sí! Estas páginas son asombrosas. El tacto que encuentro aquí, la discreción, el extraordinario valor, la admirable capacidad de su memoria, las observaciones agudas sobre los caracteres, la gracia natural del estilo, las hechiceras explosiones del sentimiento femenino…, todo esto que aquí se descubre ha aumentado enormemente mi admiración por esta criatura sublime, por esta incomparable Marian. Mi propio carácter está pintado con mano maestra y yo ratifico de todo corazón la fidelidad del retrato. Veo que debí de causar una impresión muy viva para que me describiera con colores tan rigurosos, tan ricos y tan jocosos. Una vez más lamento que la necesidad cruel que separa nuestros intereses nos coloque frente a frente. En circunstancias más favorables, cuán digno hubiera sido yo de la señorita Halcombe y cuán digna hubiera sido ella de mí.

Los sentimientos que anidan en mi alma me aseguran que estas líneas que ahora escribo expresan una gran verdad.

Estos sentimientos me elevan sobre toda consideración personal. De la forma más desinteresada atestiguo el ingenio de la magnífica estratagema, mediante la cual esta mujer sin igual sorprendió la entrevista secreta entre Percival y yo y la maravillosa precisión en recordar todo lo que dijimos, desde el principio al fin.

Estos sentimientos me han inducido a ofrecer al impasible médico que me asiste mis vastos conocimientos químicos y mis luminosas experiencias de los recuerdos más sutiles que las ciencias médicas y magnéticas han puesto al servicio de la humanidad. Pero él persevera en su negativa a beneficiarse de su asistencia. ¡Miserable!

Tales son, pues, los sentimientos que me dictan estas líneas de agradecimiento, de compasión y de cariño paternal. Cierro el cuaderno. Mi estricto sentido de la propiedad lo devuelve (por manos de mi mujer) a su sitio encima del escritorio de su autora. Los acontecimientos me apremian. Las circunstancias me llevan a preocupaciones más serias. Ante mis ojos se desenvuelven vastas perspectivas con una calma que me horroriza a mí mismo. No hay nada que sea propiamente mío, excepto el tributo de mi admiración. La deposito con respetuosa ternura a los pies de la señorita Halcombe.

Anhelo su restablecimiento con toda el alma.

Lamento en ella el inevitable fracaso de todos los planes que había formado para favorecer a su hermana. Al mismo tiempo, quiero asegurarle que toda la información que he obtenido al leer su Diario no me ayudará a contribuir a su fracaso. Únicamente me fortalece en mi decisión de atenerme al plan de conducta que me había trazado anteriormente. Quiero agradecer a estas páginas por haber despertado las fibras más sensibles de mi ser, y nada más.

Para una persona de sensibilidad semejante, esta simple aseveración le servirá de explicación y de disculpa por todo.

La señorita Halcombe tiene esta sensibilidad.

Convencido de ello, firmo.

FOSCO

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