I
Cuando volví la última hoja del manuscrito del conde había expirado la media hora que yo estaba obligado a permanecer en la casa de Forest Road. Monsieur Rubelle miró su reloj y me saludó. Me levanté al momento y dejé al agente dueño de la casa vacía. Nunca volví a verle, nunca oí hablar de él ni de su mujer. Desde oscuros aledaños de villanía y traición, se habían arrastrado para cruzar nuestro camino y regresaron a la misma oscuridad, donde se perdieron secretamente.
Al cuarto de hora de salir de Forest Road estaba de nuevo en mi casa.
Sólo unas palabras bastaron para decir a Laura y a Marian cómo había terminado mi desesperada aventura y cuál podía ser el siguiente acontecimiento de nuestras vidas. Dejé para más tarde todos los detalles; y me apresuré a volver a St. John’s Wood para buscar a la persona a la cual el conde Fosco había alquilado la berlina con la que fue a buscar a Laura a la estación.
Las señas que yo tenía me llevaron a cierta «cochera de libreas» situada a un cuarto de milla de Forest Road. El propietario resultó un hombre respetuoso y honrado. Cuando le expliqué que un importante asunto de familia me obligaba a pedirle consultar sus libros con el fin de comprobar una fecha que el registro de sus negocios podía proporcionarme, no tuvo inconveniente en satisfacer mi ruego. Trajo el libro y, allí, bajo la fecha del «26 de julio de 1850», estaba apuntado el pedido que decía: «Coche cerrado para el conde Fosco, en Forest Road, número 5. Dos de la tarde (John Owen)».
Al preguntar, supe que el nombre de «John Owen» que acompañaba al pedido pertenecía al cochero que había hecho el servicio. Estaba trabajando en aquel momento en la cuadra y por petición mía se envió a buscarlo.
—¿Recuerda usted haber llevado a un caballero desde el número cinco de Forest Road hasta la estación de Waterloo, en el mes de julio? —pregunté yo.
—Verá señor, —dijo el hombre—, no puedo decirlo con seguridad.
—Quizá recuerde a aquel caballero. ¿Puede acordarse de que llevó a un extranjero, el verano pasado, a un señor alto y extraordinariamente gordo?
El rostro del cochero se iluminó al momento.
—¡Sí que lo recuerdo, señor! Era el hombre más gordo que he visto y el cliente más pesado que jamás he llevado en mi coche. Sí, sí, señor, me acuerdo de él. Sí, fuimos a la estación, sí, fui a buscarlo a Forest Road. En la ventana de la casa había un loro, o como se llamen esos bichos, que chillaba. El señor tenía una prisa horrible por recoger los equipajes de la viajera y me dio una buena propina para que me espabilase y le trajese pronto los baúles.
¡Traer los baúles! Recordé entonces que la misma Laura había dicho que recogió su equipaje una persona que había venido a la estación con el conde Fosco.
—¿Vio usted a la señora? —le pregunté—. ¿Qué aspecto tenía? ¿Era joven o vieja?
—Verá, señor, con prisas y con tanta gente empujando por todas partes, no puedo decir como era exactamente la señora. No puedo recordar nada de ella, tan sólo su nombre.
—¿Recuerda cómo se llamaba?
—Sí, señor. Se llamaba Lady Glyde.
—¿Cómo es posible que se acuerde de su nombre si ha olvidado como era?
El cochero sonrió y azorado se miró las puntas de las botas.
—Bueno, a decir verdad, señor —explicó—, entonces acababa yo de casarme y el nombre de soltera de mi mujer era el mismo que el de la señora. Me refiero al apellido Glyde. Ella misma me lo dijo. ¿Está su nombre marcado en los baúles señora? —le digo—. «Sí, —me dice—, está marcado en mi equipaje; es Lady Glyde». ¡Vaya! —pienso para mí—, no tengo memoria para los nombres de clientes, pero éste suena como un viejo amigo. Lo que no puedo decirle es cuándo fue, señor; puede que fuera hace un año y puede que no. Pero le juraría que llevé a aquel caballero gordo y que ése fue el nombre de la señora.
No importaba que no recordase cuándo había sido; la fecha estaba positivamente confirmada con la anotación en el libro de pedidos de su amo. Supe enseguida que tenía en mis manos los medios para tirar abajo toda la conspiración de un solo golpe, con las armas irrefutables de hechos evidentes. Sin dudarlo un momento llevé aparte al propietario de la cochera y le dije qué importancia real tenían el testimonio de su libro de pedidos y el de su cochero. Sin dificultad llegamos a un acuerdo para compensarle de quedar provisionalmente privado de los servicios del cochero; e hice una copia de la anotación del libro que certificó como correcta el propietario con su propia firma. Salí de la cochera habiendo estipulado que John estaría a mis órdenes durante los próximos tres días o por más tiempo si así fuese necesario.
Ahora me encontraba dueño de todos los papeles necesarios; la copia legalizada del certificado de defunción y la carta de Sir Percival dirigida al conde y que llevaba la fecha, estaban guardadas en mi cartera.
Con estos testimonios en el bolsillo y con las respuestas del cochero frescas en mi memoria dirigí mis pasos, por vez primera desde que comencé mis investigaciones, al despacho del señor Kyrle. Unos de los objetivos de mi segunda visita a su despacho era, por fuerza, contarle todo lo que había hecho. El otro era avisarlo de mi decisión de llevar a mi mujer a Limmeridge la mañana siguiente y hacer que se la recibiese y se la reconociese públicamente en casa de su tío. Bajo estas circunstancias y en ausencia del señor Gilmore, le dejaba decidir si estaba obligado o no, como procurador de la familia, a presenciar este acto en interés de la familia.
Nada quiero decir del asombro del señor Kyrle ni de los términos en que expresó la opinión que le merecía mi conducta desde el primer al último paso de mis pesquisas. Tan sólo es menester indicar que al instante decidió acompañarnos a Cumberland.
A la mañana siguiente, en el primer tren, salimos para Limmeridge; Laura, Marian, el señor Kyrle y yo, ocupábamos un compartimiento, y John Owen y un escribiente del abogado iban en otro. Al llegar a la estación de Limmeridge nos dirigimos ante todo a la granja de Todd’s Corner. Era mi firme convicción de que Laura no entrase en casa de su tío hasta que se reconociese en ella públicamente a su sobrina. Dejé que Marian tratase con la señora Todd los detalles de nuestro hospedaje en cuanto la buena mujer se restableciera de la perplejidad que le causó oír cuál era el motivo de nuestro viaje a Cumberland; y yo arreglé con su marido que se encomendaría a John Owen y a la hospitalidad de los criados de la granja. Una vez dispuestos estos preliminares, el señor Kyrle y yo nos dirigimos juntos hacia el castillo de Limmeridge.
No puedo extenderme hablando de nuestra entrevista con el señor Fairlie, pues tampoco puedo recordarla sin sentir impaciencia y desprecio, que vuelven al sólo recuerdo de aquélla, extremadamente repulsiva para mí. Prefiero limitarme a mencionar que conseguí lo que quería. El señor Fairlie intentó tratarnos con su proceder habitual. No hicimos caso de la insolencia cortante que mostró al comenzar la entrevista. Escuchamos impasibles las protestas con que luego trató de persuadirnos de que el descubrimiento de la conspiración lo había abrumado. Al final echó a gimotear y a quedarse como un niño asustado. «¿Cómo iba a saber él que su sobrina vivía, si le habían dicho que estaba muerta? Recibiría a su querida Laura con mucho gusto si le dábamos tiempo para rehacerse. ¿Acaso creíamos que tenía aspecto de alguien que se apuraba por llegar a la tumba? No. Entonces, ¿por qué apurarlo?». Repetía estos lamentos a la menor oportunidad, hasta que le corté situándolo de firme ante dos alternativas inevitables. Le permití escoger entre hacer justicia a su sobrina en las condiciones que yo exigiera o hacer frente a las consecuencias del reconocimiento público de su identidad, ante un tribunal de justicia. El señor Kyrle, a quien pidió socorro, le dijo lisa y llanamente que debía decidir la cuestión en aquel momento. Como era característico en él, eligió la alternativa que le prometía liberarlo más pronto de toda perturbación personal, me anunció en un repentino arranque de energía que no estaba en condiciones de resistir más apremios y que hiciésemos lo que mejor nos pareciese.
El señor Kyrle y yo bajamos enseguida y redactamos una carta, que íbamos a enviar a todos los arrendatarios que asistieron al falso entierro, rogándoles en nombre del señor Fairlie que dentro de un día se reuniesen en Limmeridge House. También se escribió al lapidista de Carlisle para que en esa misma fecha enviase a uno de sus empleados al cementerio con objeto de borrar una inscripción. El señor Kyrle, que había arreglado que le preparase una habitación en la casa, se encargó de que el señor Fairlie escuchara lo que decían las cartas y las firmara por su propia mano.
Pasé el día de intervalo en la granja escribiendo la historia de la conspiración contemplándola con las pruebas de la contradicción que ofrecían los hechos que acompañaban la muerte de Laura. La sometí al juicio del señor Kyrle antes de leerla al día siguiente entre los arrendatarios. Decidimos también la forma de presentar las pruebas cuando se concluyese la lectura. Después de acordar estas cuestiones el señor Kyrle llevó la conversación hacia los asuntos económicos de Laura. Yo no los conocía y no deseaba enterarme de ellos; dudando si un hombre de negocios aprobaría o no mi conducta en relación con la renta vitalicia de mi mujer, que había recibido en herencia madame Fosco, rogué al señor Kyrle que me dispensara si me abstenía de discutir este tema. Estaba relacionado —podía decirlo sinceramente— con los horrores y las desdichas del pasado a las que entre nosotros jamás mencionábamos y que instintivamente eludíamos discutir con los demás.
Mi última tarea de la tarde fue obtener «El relato de la losa sepulcral» copiando la falsa inscripción de la lápida antes de que la borrasen.
Llegó el día en que Laura volvió a entrar en el salón familiar de desayuno del castillo de Limmeridge. Todas las personas allí reunidas se levantaron de sus asientos cuando la introdujimos Marian y yo. Un fuerte sobresalto, un distintivo murmullo de curiosidad recorrió la congregación a la vista de su rostro. El señor Fairlie se hallaba presente en concesión a mi insistencia, y a su lado estaba el señor Kyrle. Su criado se apostaba detrás de su silla con la botella de sales en una mano y un pañuelo blanco saturado de agua de Colonia en la otra.
Abrí la sesión apelando públicamente al señor Fairlie para que explicase que yo intervenía con su autorización y por su expreso mandato. El señor Fairlie extendió los brazos, uno hacia su criado y el otro hacia el señor Kyrle, y éstos le ayudaron a ponerse en pie; después se expresó en estos términos:
—Permitan que les presente al señor Hartright. Yo sigo sin poder valerme y él ha tenido la amabilidad de ofrecerse para hablar por mí. Este asunto es terriblemente embarazoso. ¡Escúchenle, y por favor no hagan ruido!
Con estas palabras se sumergió lentamente en la butaca otra vez y se refugió en su pañuelo perfumado.
Siguió a esto el relato de la conspiración después de haber ofrecido yo una aclaración preliminar, breve y sencilla. Me hallaba entre ellos, —informé a mis oyentes—, primero, para declarar que mi mujer, que estaba sentada a mi lado era la hija del difunto señor Philip Fairlie; segundo, para demostrarles con hechos positivos que el funeral fue de otra mujer; y tercero, para darles una explicación terminante de cómo había ocurrido todo aquello. Sin más preámbulos les leí la historia de la conspiración, que la describía con claridad y sólo resaltaba sus motivos pecuniarios, por evitar así que mi declaración se complicase con referencias innecesarias al secreto de Sir Percival. Hecho esto, recordé a mi auditorio la fecha de la inscripción del cementerio (el veinticinco de julio) y la confirmé cotejándola con el certificado de defunción. Luego leí la carta de Sir Percival del día veinticinco anunciando que mi mujer haría el viaje de Hampshire a Londres el día veintiséis. Luego demostré que había realizado aquel viaje, aduciendo el testimonio personal del cochero de la berlina; y probé que el viaje había tenido lugar el día indicado enseñándoles el libro de pedidos de la cochera. Marian añadió luego su propia declaración contando su encuentro con Laura en el manicomio y la huida de su hermana. Después cerré mi intervención informando a la concurrencia de la muerte de Sir Percival y de mi casamiento.
El señor Kyrle se levantó cuando yo regresé a mi asiento y declaró como consejero legal de la familia que mi caso quedaba probado con la evidencia más palpable que había visto en su vida. Cuando pronunció aquellas palabras rodeé la cintura de Laura e hice que se levantara, para que todos los que estaban en el salón pudieran verla distintamente.
—¿Son ustedes de la misma opinión? —pregunté, avanzando algunos pasos y señalando a mi mujer.
El efecto de mi pregunta fue fulminante. Desde el fondo de la estancia uno de los arrendatarios más viejos se incorporó bruscamente y en un instante los demás siguieron su ejemplo. Aún me parece estar viendo el rostro curtido y abierto de aquel hombre, cabello gris, encaramado en el alféizar de una ventana, agitando sobre su cabeza su pesado látigo de montar y prorrumpiendo en exclamaciones de alegría:
—¡Aquí la tenemos viva y sana! ¡Qué Dios la bendiga! ¡Venga, decidlo, muchachos, decidlo!
La algarabía que le contestó, y que se repitió una y otra vez, fue la música más deliciosa que jamás haya llegado a mis oídos. Los labradores del pueblo y los chiquillos de la escuela que se habían congregado en el parque recogieron el grito y nos devolvieron su eco. Las mujeres de los granjeros rodearon a Laura, se pelearon porque todas querían ser las primeras en estrechar su mano y en implorarle, con lágrimas en sus mejillas, que tuviera ánimo y no llorara. Laura estaba de tal modo anonadada que tuve que rescatarla y llevarla hasta la puerta. Allí la dejé al cuidado de Marian…, ¡de Marian, que jamás nos había fallado y cuyo valor y dominio sobre sí no falló tampoco entonces! Desde la puerta invité a todos los presentes (después de darles las gracias en nombre de Laura y en el mío) a que me siguiesen al cementerio para ver con sus propios ojos cómo se arrancaba de la tumba el falso epitafio.
Todos salieron de la casa y se unieron a la multitud de paisanos que rodeaban la tumba junto a la que nos esperaba el lapidista. En medio de un profundo silencio resonó el primer golpe de cincel sobre el mármol. No se oyó ni una voz, ni un alma se movió de su sitio hasta que estas tres palabras «Laura, Lady Glyde», desaparecieron de la vista de todos. Entonces, de la multitud salió un gran suspiro de alivio, como si hubieran sentido que las últimas ataduras de la conspiración habían caído de la propia Laura, y la congregación se disolvió lentamente. Varias horas más tarde se había borrado toda la inscripción. Luego en su lugar se grabó una sola línea: «ANNE CATHERICK, 25 de julio de 1850».
Volví al castillo de Limmeridge bastante pronto para despedirme del señor Kyrle. Éste, su escribiente y el cochero, volvían a Londres en el tren de la noche. Cuando se marcharon se me entregó un mensaje insolente de parte del señor Fairlie, a quien se había sacado del salón en estado de gravedad apenas la primera explosión de aclamaciones hubo contestado mi llamamiento dirigido a los arrendatarios. El mensaje nos transmitía «las mejores felicitaciones del señor Fairlie e insistía en averiguar si teníamos la intención de permanecer en su casa». Mandé una nota, diciendo que el único objeto que nos había obligado a traspasar aquellas puertas estaba conseguido; que yo no tenía intención de permanecer en otra casa más que en la mía propia; que no tuviera el señor Fairlie la menor preocupación de volver a vernos jamás, ni de tener noticias nuestras. Volvimos a la granja de nuestros amigos para pasar allí la noche; y a la mañana siguiente, escoltados hasta la estación por el pueblo entero y por todos los granjeros de los alrededores con el entusiasmo y la buena voluntad más cordiales, regresábamos a Londres.
Cuando la vista de las montañas de Cumberland se desvaneció en la lejanía pensé en las primeras circunstancias descorazonadoras bajo las que se había desarrollado la larga lucha que ahora quedaba atrás. Era extraño volver la vista atrás y comprobar que la misma pobreza que nos había negado toda esperanza de conseguir ayuda, era el medio indirecto de nuestro triunfo para obligarme a actuar por cuenta propia. Si hubiéramos sido bastante ricos para obtener ayuda legal, ¿cuál hubiera sido el resultado? La victoria, el triunfo (según la opinión del mismo señor Kyrle), hubiera sido más que dudoso; y el fracaso, a juzgar por los acontecimientos tal como habían sucedido, hubiera sido seguro. La ley jamás me hubiera facilitado mi entrevista con la señora Catherick. La ley jamás hubiera convertido a Pesca en un medio de arrancar al conde su confesión.