I
A principios del verano de 1850, mis compañeros supervivientes y yo, dejamos los páramos y los bosques de Centroamérica para volver a nuestra patria. Llegamos a la costa y embarcamos para Inglaterra. El barco naufragó en el Golfo de México, y yo fui de los pocos que se salvaron del naufragio. Era la tercera vez que escapaba del peligro de muerte. La muerte por enfermedad, la muerte por los indios, la muerte en el naufragio, las tres estuvieron cerca de mí y las tres pasaron a mi lado sin tocarme.
Los sobrevivientes del naufragio fueron rescatados por un barco americano que navegaba rumbo a Liverpool. La nave llegó al puerto el día trece de octubre de 1850. Desembarcamos a última hora de la tarde y aquella misma noche estaba en Londres.
Estas páginas no son un relato de mis andanzas y aventuras ocurridas en países extraños. Los motivos que me alejaron de mi patria y de mis amigos llevándome a un mundo nuevo pleno de aventuras y peligros, son conocidos. Volví de ese exilio que yo mismo me había impuesto tal como esperaba, tal como había deseado y había rogado poder volver. Regresé siendo un hombre distinto. Mi naturaleza se había regenerado en las aguas de una nueva vida. En una dura escuela de apremios y peligros mi voluntad aprendió a ser fuerte, mi corazón resoluto, y mi mente a confiar en sí misma. Salí huyendo de mi porvenir y volví decidido a afrontarlo como un hombre debe hacerlo.
Iba a afrontarlo con la abnegación que sabía que se me exigiría. Había arrancado de mí lo más amargo de mi pasado, pero no los recuerdos que guardaba en mi corazón, la tristeza y ternura de aquella época memorable. No había dejado de sentir el único desengaño irreparable de mi vida, tan sólo había aprendido a soportarlo. Laura Fairlie ocupaba por completo mis pensamientos cuando, desde el barco que me llevaba lejos, me despedía de Inglaterra con la mirada. Laura Fairlie seguía colmando mis pensamientos cuando el barco me devolvió a mi patria y la aurora de la mañana me dejó contemplar aquellas costas familiares.
Mi pluma traza estas líneas que vuelven al pasado tal como mi corazón vuelve también al amor de ese pasado. Sigo refiriéndome a ella como Laura Fairlie. Me cuesta pensar y hablar de ella dándole el nombre de su marido.
No son necesarias más palabras para explicar mi aparición en estas páginas por segunda vez. Ésta es la parte final de la historia, y si tengo valor y fortaleza para escribirla, vamos ahora a verlo.
Al llegar la mañana, mi primera inquietud y mi primera esperanza se centraron hacia mi madre y mi hermana. Sentí la necesidad de prepararlas a la alegría y la sorpresa de mi retorno después de una ausencia de meses y meses sin recibir noticias mías. A primera hora de la mañana envié una carta a la casa de Hampstead, y una hora después me puse en camino.
Transcurridos los primeros momentos del encuentro, cuando poco a poco fuimos recuperando la paz y la calma de los tiempos pasados, vi algo en el rostro de mi madre que me dijo que un peso secreto oprimía su corazón. En sus ojos ansiosos había algo más que amor, en la ternura de su mirada había tristeza; en la mano cariñosa que apretó la mía con lentitud y delicadeza, había compasión. No teníamos secretos el uno para el otro. Ella sabía cómo fue destruida la esperanza de mi vida, sabía por qué la había abandonado. Yo tenía a flor de labios la pregunta —quería hacerla con la mayor calma de que era capaz—, de si no había llegado alguna carta de la señorita Halcombe para mí, o si había noticias de su hermana. Pero al mirar al rostro de mi madre, me faltó valor para hacerle esta pregunta, siquiera de manera reservada. Tan sólo fui capaz de decirle, vacilante y cohibido:
—¿Tienes algo que decirme…?
Mi hermana, que se hallaba sentada frente a nosotros, de repente se levantó, y sin una palabra de explicación, salió del cuarto.
Mi madre se sentó más cerca de mí en el sofá y me rodeó con sus brazos. Sus delicadas manos temblaban; las lágrimas corrían por su rostro cariñoso y sincero.
—¡Walter! —murmuró—. ¡Hijo mío! Se me parte el corazón. ¡Hijo mío, hijo mío!, no olvides que aún vivo yo.
Mi cabeza se hundió en su regazo. Con aquellas palabras me lo dijo todo.