La dama de blanco

III

Después de mi regreso a Londres transcurrió una semana sin que recibiera noticias de la señorita Halcombe.

Al octavo día encontré sobre mi mesa, entre otras cartas, una escrita de su puño y letra.

En ella me anunciaba que Sir Percival Glyde había sido aceptado definitivamente, y que el matrimonio se celebraría por expreso deseo del novio, antes de fin de año. Según todas las probabilidades, se casarían en la segunda quincena de diciembre. La señorita Fairlie cumplía veintiún años a finales de marzo. Por tanto si se cumplía lo convenido, sería la esposa de Sir Percival unos tres meses antes de llegar a su mayoría de edad.

No debería haberme sorprendido, no debería haberme entristecido; pero sin embargo me sorprendió y entristeció. A estos sentimientos se unía cierta decepción por el laconismo de la señorita Halcombe, y todo ello acabó con mi serenidad para lo que restaba del día. En seis líneas mi corresponsal me anunciaba que la boda estaba concertada; en tres líneas más, me decía que Sir Percival había abandonado Cumberland para retornar a su casa de Hampshire, y en dos frases concluyentes me informaba primero, que Laura necesitaba cambiar de aire y ambiente y, segundo, que había resuelto intentar este cambio y llevar a su hermana a Yorkshire a casa de unos antiguos amigos. Así terminaba la carta sin una palabra que me explicase qué circunstancias habían hecho que la señorita Fairlie aceptase a sir Percival Glyde tan sólo una semana después de que yo la hubiera visto.

Algún tiempo después supe la causa que determinó esta rápida decisión. Mas no me corresponde a mí relatarlo, con las imperfecciones que supone una evidencia indirecta. Ya que sucedió en presencia de la señorita Halcombe, ella lo contará cuando le llegue el turno con todo detalle y tal y como sucedió. Mientras tanto, la obligación que me queda por cumplir —antes de que yo, a mi vez deje mi pluma y desaparezca de esta historia— es relatar el único acontecimiento relacionado con el matrimonio de la señorita Fairlie en el que tomé parte activa: es decir, la redacción de su contrato.

Es imposible contar de una manera clara cómo hubo de redactarse el documento sin entrar en ciertos detalles referentes al pecunio de la novia. Trataré de ser breve y conciso y de prescindir de oscuros tecnicismos profesionales. El tema es de máxima importancia. Advierto a todos los que lean estas líneas que la herencia de la señorita Fairlie ocupa un lugar muy especial en su historia; y que, en este particular, la intervención del señor Gilmore es indispensable que sea conocida por los que deseen comprender los sucesos que siguen.

La herencia que correspondería a la señorita Fairlie procedía de dos partes de distinta índole: una de ellas era una posible herencia que le dejaría al morir su tío en bienes raíces, es decir tierras, y otra una herencia real, propiedad personal, es decir, el dinero que recibiría al alcanzar la mayoría de edad.

Vamos a ocuparnos ante todo de las tierras.

En tiempos del abuelo paterno de la señorita Fairlie (al que designaremos como señor Fairlie el mayor), la sucesión de las propiedades de Limmeridge se hallaba establecida en las condiciones siguientes:

Al morir el señor Fairlie, el mayor, quedaron tres hijos varones: Philip, Frederick y Arthur. Philip, como hijo mayor, heredaría las propiedades de Limmeridge. Si moría sin dejar un hijo varón, la propiedad pasaba al hermano segundo, Frederick, y si éste también moría sin hijo varón, todo quedaba para el tercer hermano, Arthur.

Murió primero Philip Fairlie, dejando una hija única, nuestra Laura; por tanto, todas las propiedades, según establecía la ley, pasaron al segundo hermano, Frederick, que estaba soltero. El tercer hermano, Arthur, había muerto muchos años antes de Philip, dejando un hijo y una hija. El hijo se ahogó a los dieciocho años en Oxford, y quedó Laura, hija del señor Philip Fairlie, como presunta heredera de las propiedades de su tío Frederick si éste moría sin dejar descendencia masculina.

Por tanto, excepto en el caso de que se casara el señor Frederick Fairlie y dejase un heredero (probablemente las últimas cosas en este mundo que le gustaría hacer), su sobrina Laura sería su heredera, pero, no había que olvidarlo, sólo tendría derecho al usufructo de las propiedades. Si muriese soltera o sin hijos, las propiedades recaerían en su prima Magdalena, hija del señor Arthur Fairlie. Si se casaba, disponiendo el correspondiente contrato. Es decir, el contrato que yo había de redactar, disfrutaría de la renta de las fincas (tres mil libras al año, bien contadas). Si moría antes que su marido, éste sería el usufructuario hasta su muerte. Si dejase un hijo varón, éste sería el heredero con preferencia ante su prima Magdalena. Así que al casarse Sir Percival con la señorita Fairlie, esperaba aquél (en lo que se refería a los bienes raíces de su mujer), que a la muerte de su tío Frederick se le presentasen estas dos agradables posibilidades: una, la de disfrutar de la renta anual de tres mil libras (con autorización de su mujer, mientras ésta viviese y por derecho propio si él la sobrevivía), y otra, la herencia de Limmeridge para su hijo si es que lo tuviese.

Eso era lo establecido respecto a los bienes raíces y la distribución de sus rentas en lo que afectaba al matrimonio de la señorita Fairlie. En esta parte no era de esperar que surgiese dificultad alguna o desacuerdo entre el abogado de Sir Percival y yo mismo a la hora de establecer el contrato de la esposa.

La fortuna personal, o dicho de otra forma, el dinero del que dispondría la señorita Fairlie en cuanto alcanzase su mayoría de edad, es el segundo punto que hay que considerar.

Esta parte de la herencia constituía por sí sola una cantidad muy respetable. Se estipulaba en el testamento de su padre y alcanzaba la suma de veinte mil libras. Además disponía del usufructo de la renta de otras diez mil que en caso de su fallecimiento pasarían a su tía Eleonor, única hermana de su padre. Para que los lectores puedan darse cuenta clara y exacta de los asuntos de la familia, será conveniente que me detenga a exponer las razones por las cuales la tía había de esperar a la muerte de su sobrina para entrar en posesión de su legado.

El señor Philip Fairlie se mantuvo en perfecta armonía con su hermana Eleonor, mientras ésta permaneció soltera. Mas cuando se casó, ya un poco tarde, con un caballero italiano llamado Fosco (más exactamente, un aristócrata italiano, pues usaba el título de conde) su decisión provocó una reprobación tan severa por parte del señor Fairlie que cortó toda relación con ella y llegó hasta a borrar su nombre de su testamento. Los demás miembros de la familia encontraron que tal manifestación de su resentimiento por el matrimonio de su hermana era más o menos infundado. El conde Fosco no era rico, pero tampoco un pelagatos aventurero. Tenía una renta propia, modesta pero nada despreciable, había vivido muchos años en Inglaterra y ocupaba una excelente posición social. Pero estos méritos no valían nada a los ojos del señor Fairlie. En muchas de sus convicciones era un inglés de la vieja escuela; odiaba a un extranjero simplemente porque era extranjero. Lo más que se consiguió de él al cabo de los años y gracias a la mediación de la señorita Fairlie, fue restituir el nombre de su hermana en el antiguo lugar de su testamento, mas con la condición de que esperase a disponer de su legado, pues su hija percibiría la renta vitalicia del capital, y el propio capital, en el caso de que su tía falleciese antes que ella, pasaría a su prima Magdalena. Considerando las edades de ambas mujeres las posibilidades de la tía, si nada alteraba el curso normal de la vida, de entrar en posesión de las diez mil libras, quedaban reducidas al límite de lo probable y madame Fosco demostró su resentimiento contra la manera de ser tratada por su hermano con una decisión tan injusta como suele ocurrir en estos casos cuando prohibió a su sobrina la entrada en su casa, resistiéndose a creer que, gracias a la intervención de la señorita Fairlie, su nombre había sido restituido en el testamento del señor Fairlie.

Ésta era la historia de las diez mil libras. Tampoco aquí había desavenencias con el abogado de sir Percival. La renta estaría a disposición de la esposa, y a su muerte la fortuna iría a su tía o a su prima.

Aclaradas todas estas cuestiones previas, llego por fin al punto crucial de la historia. A las veinte mil libras.

Esta fortuna sería propiedad absoluta de la señorita Fairlie en cuanto cumpliese veintiún años; y las disposiciones que pudiese tomar para el futuro dependían en primer término de las condiciones que yo consiguiese establecer en su contrato de matrimonio. Las restantes cláusulas del documento tenían carácter estrictamente formal y no merecen siquiera mencionarse. Pero la relativa a este dinero es demasiado importante para pasarla por alto. Unas cuantas líneas darán idea clara de ello.

Las condiciones que presenté referentes al uso y disposición de las veinte mil libras fueron las siguientes: la totalidad de la fortuna debería colocarse de modo que su dueña disfrutase de la renta íntegra durante toda su vida. Si moría, su esposo dispondría del usufructo y el capital pasaría a los hijos si los hubiese. Si no los hubiese, su dueña podía disponer libremente de la fortuna en su testamento para lo cual yo le reservaba el derecho de testar. El resultado de estas condiciones puede resumirse así: si Lady Glyde (Laura) moría sin dejar hijos, su hermanastra la señorita Halcombe, y otros familiares, percibirían, a la muerte de su esposo, los legados que ella hubiera dispuesto. Y por otro lado, si moría dejando hijos, naturalmente los derechos de éstos se imponían a los de todos los demás. Ésta era la cláusula que redacté, y espero que todo el que la lea esté de acuerdo conmigo en que no podía ser más justa con cada parte interesada.

Veamos cómo se recibieron mis proposiciones por parte del marido.

Cuando recibí la carta de la señorita Halcombe me hallaba más ocupado que de ordinario. Pero me esforcé por encontrar tiempo para ocuparme del contrato. Y no había transcurrido una semana desde que la señorita Halcombe me escribió anunciándome el matrimonio, que lo tuve redactado y envié la copia al procurador de Sir Percival para que diese su conformidad.

Al cabo de dos días me remitieron el documento con notas y observaciones del abogado del barón. En general, sus objeciones eran de índole técnica y de escasa importancia, hasta llegar a la cláusula relativa a las veinte mil libras. Ésta estaba marcada con dos líneas en tinta roja y la acompañaba la siguiente nota:

«Inadmisible. El capital debe ir a Sir Percival Glyde si sobreviviese a lady Glyde no habiendo descendencia de ambos».

Es decir, que ni un penique de las veinte mil libras pasaría a la señorita Halcombe o a cualquier otro pariente o amigo de lady Glyde. La totalidad de la fortuna iría a parar al bolsillo de su marido.

A esta atrevida proposición contesté todo lo seca y brevemente que pude:

«Muy señor mío: Respecto al contrato de la señorita Fairlie, mantengo íntegra la cláusula que se niega a aceptar. Suyo afectísimo…».

Un cuarto de hora después llegó la respuesta:

«Muy señor mío: Contrato de la señorita Fairlie. Mantengo íntegra la nota a tinta roja que usted rechaza. Suyo afectísimo…».

Hablando en la detestable jerga moderna, nos hallábamos en un «punto muerto» y no nos quedaba otro remedio que consultar con nuestros respectivos clientes.

Tal como estaban las cosas, mi cliente —ya que la señorita Fairlie, no había cumplido los veintiún años—, era su tutor, el señor Frederick Fairlie. Le escribí ese mismo día y le presenté el caso tal y como lo veía; no sólo aportando todos los argumentos que se me ocurrieron para que se sostuviese en los términos que yo establecí, sino que le hacía resaltar que la base de la negativa para la cláusula de las veinte mil libras se fundaba en un motivo ruin. Además, yo me había tenido que enterar de la situación económica de Sir Percival Glyde al revisar las escrituras de sus propiedades que, como es natural me remitieron para mi conocimiento, y pude ver que eran enormes las hipotecas que gravaban sus tierras, y aunque nominalmente sus rentas eran cuantiosas, para un hombre de su posición social resultaban insignificantes. Lo que necesitaba Sir Percival era dinero contante y sonante, y la nota que puso su abogado en mi cláusula no era sino la expresión de sus deseos egoístas.

Recibí a vuelta de correo la respuesta del señor Fairlie, que resultó ser lo más desatinada e irritante que cabe. Traducida al inglés corriente se expresaba, poco más o menos en estos términos:

«¿Quisiera ser tan amable, querido Gilmore, de no molestar a su cliente y amigo con una contingencia tan remota como exigua? ¿Es probable que una joven de veintiún años muera antes que un hombre de cuarenta y cinco y que además muera sin sucesión? Por otro lado, ¿será posible apreciar en todo su valor, en un mundo de miserias tal como el que vivimos, el mérito inmenso de la paz y de la tranquilidad? Si estas dos bendiciones del Cielo pudieran comprarse a cambio de esa insignificancia material que supone la remota posibilidad de poseer veinte mil libras, ¿no resultará el negocio maravilloso? A buen seguro que sí. Entonces, ¿por qué no hacerlo?».

Con indignación tiré la carta. Apenas había caído al suelo, llamaron a mi puerta y apareció en el umbral el señor Merriman, procurador de Sir Percival. En este mundo hay muchas especies de hombres de leyes hábiles, pero la más difícil de tratar es la de los que le cogen a uno por sorpresa burlando su atención con las apariencias de un buen humor imperturbable.

Un hombre de negocios gordo, bien alimentado, sonriente y amigable es lo más desesperante que existe para cualquiera que tenga que tratar con él. Y el señor Merriman pertenecía a esta especie.

—¿Qué tal sigue el bueno del señor Gilmore? —empezó diciendo a la vez que irradiaba el calor de su propia afabilidad—. Encantado de verle en tan excelente estado de salud. Pasaba por delante de su casa y creí que lo mejor sería subir a saludarle por si tenía usted algo nuevo que comunicarme… Bien… Si le parece vamos a ver si entre los dos y de palabra solucionamos nuestra pequeña diferencia de criterio. ¿Ha tenido usted noticia de su cliente?

—Sí. ¿Las ha tenido usted del suyo?

—¡Amigo mío, lo que desearía tenerlas! De todo corazón estoy soñando con que me libre de este agobio y responsabilidad que pesa sobre mí, pero es obstinado, mejor dicho, resuelto, y no cederá… «Merriman, ocúpese de los detalles. Haga lo que crea más acertado para mis intereses y considere que yo no cuento para nada en este asunto hasta que no esté todo arreglado». Éstas fueron las palabras de Sir Percival hará cosa de quince días, y todo lo que he conseguido de él ahora es que me las vuelva a repetir. Yo no soy un hombre inflexible, como usted sabe, señor Gilmore. Personal y particularmente le aseguro que me encantaría borrar ahora mismo esa nota mía. Pero si Sir Percival Glyde no quiere ocuparse de este asunto y cierra los ojos a todo lo que yo decida respecto a sus intereses, ¿qué partido voy a tomar sino el de defenderlos cuanto pueda? Tengo las manos atadas, ¿no lo ve usted, mi querido señor? Tengo las manos atadas.

—Entonces ¿mantiene usted la nota sobre la cláusula? —dije.

—¡Sí, y que el diablo se la lleve! No me queda otra alternativa.

Fue hacia la chimenea y se puso al amor de la lumbre, campechanamente canturreando una tonada con hermosa voz de bajo.

—¿Qué dice su cliente? —continuó—. Dígame, por favor, ¿qué dice su cliente?

Me dio vergüenza contestarle la verdad. Traté de ganar tiempo. E hice algo peor. Mis instintos legales me dominaron y quise llegar a un acuerdo.

—Veinte mil libras es una cantidad demasiado considerable para que la familia de la novia renuncie a ella en dos días —contesté.

—Muy cierto —replicó el señor Merriman contemplando pensativo la punta de sus botas—. Muy lógica esa contestación, completamente lógica, señor…

—Quizá a mi cliente no le hubiera asustado tanto si se llegase a un compromiso que pusiera a salvo los intereses de la familia de la esposa tanto como los del marido —continué diciendo—. Veamos, veamos, quizá esta contingencia pueda resolverse tras un pequeño regateo, después de todo. ¿Cuál es el mínimo con que se contentaría?

—El mínimo con que nos contentaríamos —dijo Merriman— es diecinueve mil novecientas noventa y nueve libras, diecinueve chelines, once peniques y tres centavos. ¡Ja, ja, ja! Señor Gilmore, perdóneme, pero no puedo prescindir de estas pequeñas bromas.

—¡Pequeñas! —observé—. Vale exactamente el octavo que me queda para mí.

El señor Merriman estaba encantado. Mi respuesta le hizo desternillarse de risa. Yo, por mi parte, no estaba ni la mitad de divertido que él y volví al asunto para terminar la entrevista.

—Estamos a viernes —le dije—. Concédanos plazo hasta el próximo martes para dar la respuesta definitiva.

—Desde luego —contestó Merriman—. Y más días aún, mi querido señor, si usted quiere.

Cogió el sombrero para salir, pero me habló de nuevo:

—Por cierto —dijo—. ¿Han vuelto a saber sus clientes de Cumberland de la mujer que escribió el anónimo?

—No —contesté—. ¿Ha encontrado usted alguna pista de ella?

—Aún no —dijo mi amigo jurista—. Pero no perdemos la esperanza. Sir Percival sospecha que hay alguien que la esconde, y lo que estamos haciendo es vigilar a ese alguien.

—¿Se refiere usted a la vieja que la acompañaba en Cumberland? —pregunté.

—Vamos por otro lado, señor Gilmore —contestó el señor Merriman—. No hemos logrado dar con la vieja todavía. Nuestro alguien es un hombre. Le tenemos muy vigilado aquí en Londres y albergamos serias sospechas de que él tiene algo que ver con su escapatoria del sanatorio. Sir Percival quería interrogarle enseguida, pero yo le dije: «No. Si le interrogamos le ponemos en guardia. Vigilémoslo y esperemos». Ya veremos que pasa. Es una mujer peligrosa, señor Gilmore, para dejarla suelta, y nadie sabe lo que puede ocurrírsele hasta ahora. Buenos días. Espero que el próximo martes tendré el placer de recibir noticias suyas.

Esbozó una sonrisa amigable y abandonó mi despacho.

Durante la última parte de la conversación con mi amigo jurista había estado distraído. Me hallaba tan preocupado con el contrato que otros temas no podían llamar mi atención, y en cuanto quedé solo empecé a pensar en lo que debería hacer desde ese momento.

Si mi cliente no hubiese sido quien era, hubiera seguido sus instrucciones, por mucho que me desagradasen, y renunciaría en el acto a la cláusula acerca de las veinte mil libras. Mas no podía obrar con esa indiferencia profesional cuando se trataba de la señorita Fairlie. Me inspiraba un honesto sentimiento de afecto y admiración, tenía gratos recuerdos de su padre, quien fue para mí el mejor cliente y amigo que un hombre puede encontrar; sentía hacia ella, ahora que preparaba su contrato de matrimonio, lo mismo que sentiría por una hija, si no fuese un viejo solterón, y estaba decidido a cualquier sacrificio para defender sus intereses. No había que pensar en escribir al señor Fairlie por segunda vez, pues sólo serviría para darle una nueva oportunidad para salirse por la tangente. Si le viera y pudiera convencerle personalmente, tal vez consiguiera algo más útil. Al día siguiente era sábado. Decidí comprar el billete de ida y vuelta, y dirigir mis viejos huesos hacia Cumberland con la pretensión de convencerle para que se mantuviera en los cauces de lo justo, independiente y honrado. No tenía duda de que era una pretensión vana, pero cuando hubiera intentado realizarla mi conciencia quedaría más tranquila. Debía hacer todo lo que era posible hacer en mi situación por la única hija de mi antiguo amigo.

El sábado amaneció un día espléndido con viento de poniente y sol radiante. Últimamente había vuelto a tener esa opresión y pesadez de cabeza contra la que mi médico venía haciéndome serias advertencias desde hacía más de dos años; decidí aprovechar la oportunidad para hacer un poco de ejercicio adicional y, después de enviar mi maleta por delante, fui andando hasta la estación de Euston. Cuando daba la vuelta por la calle de Holborn, un señor que andaba muy deprisa se paró y me dirigió la palabra. Era el señor Walter Hartright.

Si él no me hubiese saludado yo hubiera pasado de largo. Había cambiado tanto que me costó reconocerlo. Su rostro estaba pálido y demacrado, sus movimientos eran precipitados y vacilantes, y yo, que le recordaba vestido con elegancia y pulcritud, cuando le conocí en Limmeridge, le veía ahora tan desaliñado que me avergonzaría si uno de mis escribientes se vistiera así.

—¿Cuándo volvió usted de Cumberland? —me preguntó—. Hace poco tuve noticias de la señorita Halcombe. Ya sé que han aceptado las explicaciones de sir Percival Glyde. ¿Se celebrará pronto la boda? ¿Lo sabe usted, señor Gilmore?

Hablaba con tanta precipitación y me hacía sus preguntas simultáneamente, de manera tan extraña y confusa, que apenas le podía seguir. Aunque incidentalmente hubiese tratado con cierta intimidad a la familia de Limmeridge no creía yo que tuviese derecho a aspirar a que se le informase sobre sus asuntos privados. Decidí, pues, acabar pronto y lo mejor que pudiese con el asunto de la boda de la señorita Fairlie.

—El tiempo lo dirá señor Hartright, el tiempo lo dirá —contesté—. Quiero decir que falta poco para que leamos sobre la boda en los periódicos. Perdóneme que se lo diga… pero lamento ver que no tiene usted tan buen aspecto como cuando le conocí.

Una momentánea contracción nerviosa agitó sus labios y sus ojos y casi me hizo arrepentirme de haberle contestado con tan marcada reserva.

—No tengo derecho a preguntarle nada acerca de la boda —dijo con amargura—; he de esperar a leerlo en los periódicos como todo el mundo. Sí —continuó, antes de que yo pudiese disculparme—. No he estado bien últimamente. Me voy a marchar fuera de Inglaterra para cambiar de ambiente y de ocupación. La señorita Halcombe ha tenido la amabilidad de apoyarme y se han aceptado mis informes. Me marcho muy lejos, pero me tiene sin cuidado ni dónde voy, ni si el clima es bueno, ni cuánto tiempo estaré fuera.

Miraba a su alrededor mientras hablaba, al tumulto de la gente que pasaba a derecha e izquierda, con una expresión de extraña suspicacia, como si temiese que alguien nos estuviera observando.

—Le deseo buena suerte y que vuelva sano y salvo —le dije. Y añadí, para disipar su impresión de que lo mantenía a raya en lo que se refería a los Fairlie—. Me voy ahora a Limmeridge para tratar unos asuntos. La señorita Halcombe y la señorita Fairlie se han ido a Yorkshire, a casa de unos amigos.

Brillaron sus ojos y me pareció que quería decirme algo, pero la misma contracción nerviosa de antes desfiguró su rostro. Cogió mi mano, la estrechó con fuerza y desapareció entre la multitud sin añadir una palabra. A pesar de ser para mí casi un extraño, le seguí con la mirada unos instantes, casi apenado. Por mi profesión he adquirido bastante experiencia sobre la gente joven, y sé muy bien qué importancia tienen los indicios exteriores cuando emprenden un mal camino, y cuando llegué a la estación tenía, aunque me desagrade decirlo, mis serias dudas acerca del porvenir del señor Hartright.

Descargar Newt

Lleva La dama de blanco contigo