La dama de blanco

II

II

Mi posición está definida; mis motivos están explicados. Ahora han de seguir la historia de Marian y la de Laura.

Voy a relatar ambas historias, no con las palabras (que con frecuencia se interrumpen y se confunden inevitablemente) con que me las contaron, sino con las de una abstracción breve, concisa y estudiadamente sencilla; con palabras que me propongo escribir para que me guíen a mí como también deberían guiar a mi consejero legal. De este modo la enmarañada red de acontecimientos podrá desenvolverse con mayor rapidez y de forma más inteligible.

La historia de Marian comienza donde termina el relato del ama de llaves de Blackwater Park.

Al irse Lady Glyde de casa de su marido, el ama de llaves comunicó aquel hecho y las circunstancias en que había tenido lugar a la señorita Halcombe. Sólo unos días después (la señora Michelson no logro precisar cuántos, ya que jamás se le ocurrió apuntarlo) llegó una carta de madame Fosco anunciando la muerte repentina de Lady Glyde en casa del conde Fosco. En esta carta no se mencionaba fecha alguna y se dejaba a la discreción de la señorita Michelson el modo de transmitir la noticia a la señorita Marian inmediatamente y esperar a que hubiese recobrado su salud de manera más definitiva.

Después de consultarlo con el señor Dawson (que había tardado en volver a prestar su asistencia en Blackwater Park por haber estado él mismo enfermo), la señora Michelson, siguiendo el consejo del médico y en presencia de éste, comunicó a la señorita Halcombe la nueva el mismo día que se recibió la carta o al día siguiente. No es necesario que pondere el efecto que produjo la noticia de la repentina muerte de Lady Glyde sobre su hermana. Para nuestro propósito tan sólo interesa saber que durante las tres semanas siguientes no estaba aún en condiciones de emprender el viaje. Al término de aquel tiempo fue a Londres, acompañada por el ama de llaves. Allí se separaron; la señora Michelson dejó sus señas a la señorita Halcombe para el caso de que ésta deseara comunicarse con ella más adelante.

Al despedirse del ama de llaves, la señorita Halcombe se dirigió enseguida al despacho de los señores Gilmore y Kyrle para consultar con este último, en ausencia del señor Gilmore. Dijo al señor Kyrle que creía conveniente ocultar a todos (incluso a la señora Michelson) sus sospechas acerca de las circunstancias en que Lady Glyde encontró su muerte. El señor Kyrle, que en otras ocasiones había dado pruebas amistosas a la señorita Halcombe de su disposición para ayudarla, se ofreció inmediatamente para emprender la investigación que la naturaleza delicada y peligrosa de aquel caso le permitiera efectuar.

Para terminar esta parte del tema antes de seguir adelante, cabe mencionar que el conde Fosco se puso a la entera disposición del señor Kyrle cuando éste le hizo saber que venía obedeciendo al deseo de la señorita Halcombe para recoger algunos detalles del fallecimiento de Lady Glyde que no se le habían comunicado hasta entonces. Así, el señor Kyrle pudo hablar con el médico, con el señor Goodricke y con las dos criadas. Más, a causa de no poder saberse con exactitud el día en que Lady Glyde salió de Blackwater Park, el resultado de las declaraciones del médico y de las sirvientas, como los testimonios voluntarios del conde Fosco y de su esposa fueron definitivos a los ojos de señor Kyrle. No le quedaba otra cosa que concluir que la intensidad con que la señorita Halcombe sintió la pérdida de su hermana la había llevado a formar un juicio deplorablemente equivocado; le escribió diciendo que la terrible sospecha a la que había aludido en su presencia carecía, en su opinión, del menor fundamento real. Aquél fue el principio y el fin de la investigación del socio del señor Gilmore. Mientras tanto, la señorita Halcombe retornó a Limmeridge, donde recogió toda la información suplementaria que pudo obtener.

El señor Fairlie supo el fallecimiento de su sobrina por una carta de su hermana madame Fosco; aquella carta tampoco contenía referencia alguna a fechas exactas. Accedió a la proposición de su hermana de que se enterrara a la joven junto a su madre, en el cementerio de Limmeridge. El conde Fosco acompañó los restos a Cumberland y asistió al funeral que tuvo lugar en Limmeridge el día 3O de julio. Todos los habitantes del pueblo y de sus alrededores asistieron a la ceremonia expresando así su respeto. Al día siguiente se grabó en la lápida del sepulcro el epitafio (inicialmente escrito, se decía, por la tía de la difunta y sometido a la aprobación de su hermano, el señor Fairlie).

El día del funeral, y el siguiente, el conde Fosco se hospedó en Limmeridge, pero no se celebró entrevista alguna entre éste y el señor Fairlie, obedeciendo al deseo expreso de este último. Se comunicaron por escrito, y por este medio el conde Fosco puso en conocimiento del señor Fairlie los pormenores de la última enfermedad y muerte de su sobrina. La carta que contenía estos datos no añadió hechos nuevos a los ya conocidos, pero en su posdata había un párrafo sumamente curioso. Se refería a Anne Catherick.

El contenido del párrafo en cuestión puede resumirse en estas palabras:

Al principio se informaba al señor Fairlie de que Anne Catherick (de quien conocería detalles más completos por la señorita Halcombe cuando ésta llegase a Limmeridge) había sido seguida y detenida en los alrededores de Blackwater Park y por segunda vez se la había puesto al cuidado del médico a cuya vigilancia había escapado hacía algún tiempo.

Ésta era la primera parte de la posdata. La segunda advertía al señor Fairlie de que la enfermedad mental de Anne Catherick se había agravado a consecuencia de haber permanecido fuera de control durante un período prolongado; que el odio y la desconfianza insanos que siempre había profesado a Sir Percival Glyde y que antaño era una de sus manías más marcadas, seguía existiendo pero habían adquirido una forma nueva. Ahora la idea que la desventurada mujer expresaba en relación a Sir Percival era la de angustiar y molestarlo pretendiendo elevarse, como ella suponía, en la estimación de los parientes y enfermeras atribuyéndose la identidad de su difunta esposa; era evidente que tal pretensión se le había ocurrido, después de haber conseguido entrevistarse furtivamente con Lady Glyde, cuando observó el asombroso parecido accidental que existía entre ella y la difunta. Era absolutamente imposible que lograse escapar del sanatorio por segunda vez, pero sí era posible que encontrase algún medio para molestar a la familia de Lady Glyde con cartas; en tal caso el señor Fairlie estaba avisado y sabría cómo recibirlas.

Se enseñó a la señorita Halcombe cuando llegó a Limmeridge la posdata compuesta en estos términos. Igualmente se le entregaron las ropas que llevaba lady Glyde y otras pertenencias que había traído a casa de su tía. madame Fosco las había recogido escrupulosamente para enviarlas a Cumberland.

Tal era el estado de las cosas cuando la señorita Halcombe pisó Limmeridge a primeros de septiembre.

Poco después, una recaída la obligó a guardar cama; sus debilitadas energías físicas cedían ante la severa aflicción mental que estaba experimentando. Cuando un mes más tarde se recuperó de nuevo, su sospecha acerca de las circunstancias que habían acompañado la muerte de su hermana permanecía incólume. En todo aquel tiempo no había sabido nada de Sir Percival Glyde, pero había recibido cartas de madame Fosco que la hacían objeto del afectuoso interés por parte de su esposo y de ella misma. En lugar de contestar, la señorita Halcombe contrató un detective privado para que vigilase la casa de St. John’s Wood y las actividades de sus habitantes.

No se descubrió nada sospechoso. Al mismo resultado llevaron las investigaciones emprendidas secretamente acerca de madame Rubelle. Ésta había llegado a Londres unos seis meses antes, acompañada de su marido. Procedía de Lyon, y tomaron una casa cerca de Leicester Square, con objeto de convertirla en una pensión para los extranjeros que se esperaba que iban a llegar en gran número a Inglaterra para visitar la Exposición de 1851. En el vecindario no se sabía nada ni del marido ni de la mujer. Eran personas tranquilas y se ganaban la vida honestamente. Las últimas investigaciones tuvieron por objeto a Sir Percival Glyde. Se habían instalado en París, donde vivía apaciblemente rodeado de un reducido círculo de amigos ingleses y franceses.

Al fracasar en todas estas empresas, pero incapaz aún de tranquilizarse, la señorita Halcombe decidió luego ir en persona al sanatorio donde se había recluido por segunda vez a Anne Catherick. En el pasado había sentido una fuerte curiosidad por aquella mujer; ahora estaba doblemente interesada en ella: primero quería comprobar si era cierto que pretendía personificar a Lady Glyde, y segundo, (si resultaba que era cierto), quería descubrir cuáles eran los motivos reales que habían impulsado a la pobre criatura a intentar esta ficción.

Aunque la carta del conde Fosco al señor Fairlie no mencionaba las señas del sanatorio, aquella omisión no representaba un obstáculo en el camino de la señorita Halcombe. Cuando el señor Hartright encontró a Anne Catherick en Limmeridge, ella le indicó la localidad donde se hallaba aquella casa, y la señorita Halcombe anotó la dirección en su Diario junto con otros detalles de la conversación, exactamente como lo había oído contar al señor Hartright. Así pues, encontró la anotación, y en ella las señas; llevó consigo la carta del conde Fosco, dirigida al señor Fairlie, como una especie de credencial que podía resultarle útil, y emprendió su viaje al manicomio el día 11 de octubre.

Pasó la noche del día 11 en Londres. Su intención fue dormir en casa de la antigua institutriz de Lady Glyde; pero fue tan desoladora la agitación de la señora Vesey al ver a la amiga más íntima y querida de su inolvidable discípula, que la señorita Halcombe, por consideración, se abstuvo de permanecer en su compañía, y se dirigió a una respetable casa de huéspedes que había en la vecindad y que le recomendó la hermana casada de la señora Vesey. Al día siguiente fue al sanatorio, situado no lejos de Londres, al norte de la metrópoli.

Fue recibida inmediatamente por el dueño del establecimiento.

Al principio, éste se mostró terminantemente reacio a permitirle ver a la paciente. Pero al ver la posdata de la carta del conde Fosco, al recordarle ella que era la «señorita Halcombe», de quien se hablaba en la carta, que era una pariente cercana de Lady Glyde, y, por lo tanto, tenía un interés natural para ver con sus propios ojos la dimensión que había tomado la manía de Anne Catherick que tenía relación con su difunta hermana, el tono y actitud del dueño del sanatorio cambiaron y no insistió en sus objeciones. Probablemente, sintió que el persistir en su negativa, dadas las circunstancias, no sólo habría sido un acto de descortesía por su parte sino que implicaría que los métodos usados en su establecimiento eran de tal naturaleza que no podían exponerse al interés de respetables personas extrañas. La impresión de la señorita Halcombe fue que el dueño del sanatorio no gozaba de la confianza de Sir Percival ni del conde. Parecía ser una prueba de ello el que le hubiera permitido visitar a su paciente, mientras que su disposición a hacer declaraciones que difícilmente hubieran escapado de los labios de un cómplice podían considerarse una confirmación definitiva.

Por ejemplo, en el transcurso de la conversación preliminar comunicó a la señorita Halcombe que el conde Fosco había traído a Anne Catherick al sanatorio junto con la prescripción y certificados necesarios, el veintisiete de julio. El conde presentó una carta con explicaciones e instrucciones firmada por Sir Percival. Al recuperar a su paciente, el dueño del sanatorio observó que en ella se habían producido ciertos curiosos cambios personales. Por supuesto tales cambios no carecían de precedentes en su experiencia con personas mentalmente afectadas. A menudo, sus enfermos no se parecían ni por fuera ni por dentro a cómo eran al día siguiente; en los casos de locura, un cambio para peor o para mejor tendía necesariamente a producir alteraciones en el aspecto exterior. Lo admitía, como también admitía que la manía de Anne Catherick se había modificado, reflejándose, sin duda, en su comportamiento y en su modo de expresarse. Sin embargo en algunas ocasiones le dejaban perplejo ciertas diferencias que había entre la paciente de antes de la fuga y la que le había sido restituida. Aquellas diferencias eran demasiado pequeñas para ser descritas. Desde luego, no podía decir que estaba completamente cambiada en su estatura o complexión o el tono de su tez o el color de sus ojos, y su pelo, o en los trazos generales de su rostro: el cambio era más algo que él sentía pero que no veía. En una palabra, el caso había sido un quebradero de cabeza, desde un principio y ahora se le añadía un motivo más para sentirse desconcertado.

No puede decirse que esta conversación tuviera como resultado que la mente de la señorita Halcombe estuviese, al menos en parte, preparada para lo que iba a suceder. Pero, no obstante, su efecto sobre ella fue muy fuerte. La dejó tan nerviosa que fue necesario esperar unos minutos hasta que recuperó la presencia de ánimo y pudo seguir al dueño del sanatorio hacia aquella parte de la casa donde estaban confinados los enfermos.

Al llegar al lugar fueron informados de que la presunta Anne Catherick estaba paseando por el parque adjunto al establecimiento. Una de las enfermeras se ofreció a guiar hasta allí a la señorita Halcombe; el dueño del sanatorio se quedó unos minutos en la casa para atender un caso que requería su presencia, prometiendo reunirse enseguida con su visitante en el parque.

La enfermera condujo a la señorita Halcombe hacia un extremo del parque, trazado con buen gusto, y tras mirar a su alrededor siguió por un sendero sombreado por arbustos que crecían a ambos lados. A medio camino vieron a dos mujeres que avanzaban lentamente hacia ellas. La enfermera las señaló y dijo: «Aquélla es Anne Catherick señora. Viene con su vigilante, la cual puede contestarle cuantas preguntas desee hacerle». Dichas estas palabras la enfermera la dejó para volver a sus tareas.

La señorita Halcombe avanzó al igual que las dos mujeres. Cuando las separaba una docena de pasos una de ellas se detuvo un instante, miró con ansiedad a la desconocida, se liberó bruscamente de la mano de la enfermera y se abalanzó a los brazos de la señorita Halcombe. En aquel mismo instante, Marian había reconocido a su hermana…, ¡había reconocido a la muerta en vida!

Afortunadamente para el buen éxito de las medidas que se tomaron consecutivamente, nadie, salvo la enfermera, presenció esta escena. Era una mujer joven, que se quedó tan pasmada por el suceso que al principio no fue capaz de intervenir. Cuando pudo hacerlo tuvo que prestar sus servicios a la señorita Halcombe, que sufrió un momentáneo desfallecimiento a pesar de su esfuerzo por conservar su propio juicio ante la conmoción que le causó aquel descubrimiento. Después de descansar unos segundos al aire fresco y en la suave sombra, sus energías y valor la ayudaron y volvió a ser lo suficientemente dueña de sí misma para sentir la necesidad de recobrar la presencia de ánimo, por el bien de su desgraciada hermana.

Consiguió que se le permitiese hablar a solas con la paciente, a condición de que las dos permanecieran a la vista de la enfermera. No había tiempo para hacer preguntas, la señorita Halcombe sólo podía convencer a la desdichada de que era necesario que se dominase; sólo podía asegurarle que entonces podría ayudarla y rescatarla. La idea de que escaparía del sanatorio si obedecía a las indicaciones de su hermana fue suficiente para serenar a Lady Glyde y hacerle comprender lo que se deseaba de ella. La señorita Halcombe se acercó luego a la enfermera, depositó en sus manos todas las monedas de oro que llevaba encima (tres coronas) y le preguntó cuándo y dónde podría hablarle a solas.

La mujer se mostró al principio sorprendida y suspicaz. Pero cuando la señorita Halcombe le declaró que tan sólo quería hacerle algunas preguntas y que ahora estaba demasiado agitada para hablar, que no tenía la intención de inducir a la enfermera a faltar a sus obligaciones, le mujer aceptó el dinero y dijo que podían verse a las tres del día siguiente. A esa hora podía escaparse durante media hora, después de que los pacientes hubieran comido; se verían en un lugar retirado, más allá de la alta tapia del parque que daba al norte. Apenas tuvo tiempo la señorita Halcombe de decir que allí la esperaría y de susurrar a su hermana que al día siguiente tendría noticias suyas, cuando el dueño del sanatorio se reunió con ellas. Advirtió la agitación de la visitante, la que la señorita Halcombe le explicó diciendo que su encuentro con Anne Catherick la había emocionado un poco al principio. Se despidió de él en cuanto pudo, es decir, en cuanto pudo encontrar valor para separarse de su desventurada hermana.

Una reflexión muy breve, cuando la capacidad de reflexionar retornó a ella, la condujo a la convicción de que toda tentativa de identificar a Laura Glyde y de rescatarla por medios legales, incluso si tuviera éxito, supondría un retraso que podía resultar fatal para el juicio de su hermana, que estaba muy excitado por el horror de la situación que se le había impuesto. Al regresar a Londres, la señorita Halcombe había decidido conseguir que Lady Glyde escapase secretamente, con ayuda de la enfermera.

Se dirigió enseguida a casa de su corredor de comercio, y dispuso vender todos sus valores, que sumaron algo menos de setecientas libras. Decidida a pagar el precio de la libertad de su hermana, si fuese necesario, hasta con el último céntimo de cuanto poseía, al día siguiente, provista de todo su dinero en billetes de banco, acudió a la cita junto a la tapia del sanatorio.

La enfermera la estaba esperando. La señorita Halcombe abordó el tema con cautela, hablando de diversas cuestiones preliminares. Entre otras cosas descubrió que la enfermera que antes cuidaba de la verdadera Anne Catherick fue responsable (aunque no podía reprochársele) de la huida de su paciente y en consecuencia perdió su puesto. Se le dijo que el mismo castigo se aplicaría a su interlocutora si la presunta Anne Catherick volvía a desaparecer; además en su caso la enfermera tenía un interés especial por conservar su empleo. Estaba prometida en matrimonio; ella y su futuro marido estaban esperando hasta que entre los dos ahorrasen las doscientas o trescientas libras que necesitaban para montar un pequeño negocio. La enfermera ganaba un buen sueldo y, siguiendo una economía estricta, podía aportar su tributo para completar la suma necesaria al cabo de dos años.

Al oír esto, la señorita Halcombe habló. Le declaró que la supuesta Anne Catherick era pariente suya muy cercana; que por una fatal equivocación había sido recluida en el sanatorio, y que la enfermera cometería una acción buena y cristiana si aceptaba ayudar a que ellas dos volviesen a estar juntas. Antes de que la enfermera tuviese tiempo de pronunciar una sola objeción, la señorita Halcombe sacó de su cartera cuatro billetes de cien libras cada una ofreciéndoselos a la mujer como compensación por el riesgo que iba a correr por la pérdida de su empleo.

La enfermera vacilaba, entre incrédula y sorprendida. La señorita Halcombe insistió con firmeza.

—Va usted a hacer una buena acción —repitió ella—, va usted a ayudar a la más desgraciada y maltratada de todas las mujeres. Aquí está su dote como recompensa. Tráigamela aquí sana y salva, y yo pondré en sus manos estos cuatro billetes antes de llevármela conmigo.

—¿Me dará usted una carta en que lo explique todo para que yo pueda mostrársela a mi novio cuando me pregunte de dónde he sacado el dinero? —preguntó la enfermera.

—Le traeré esa carta, escrita y firmada —contestó la señorita Halcombe.

—Entonces voy a correr ese riesgo —dijo la enfermera.

—¿Cuándo?

—Mañana.

Se apresuraron a acordar que la señorita Halcombe volvería al día siguiente a primera hora de la mañana, y esperaría escondida entre los árboles pero próxima a aquel tranquilo lugar junto a la tapia del lado norte. La enfermera no podía precisar el momento en que aparecerían; la cautela requería que esperase y que se dejase guiar por las circunstancias. Cuando llegaron a aquel acuerdo se despidieron.

La señorita Halcombe, con la carta y los billetes que había prometido estaba al otro día en el lugar señalado antes de las diez de la mañana. Esperó más de hora y media. Al cabo de ese tiempo vio aparecer por la esquina a la enfermera llevando del brazo a Lady Glyde. En el momento de reunirse, la señorita Halcombe puso en sus manos los billetes, y las dos hermanas se encontraron juntas de nuevo.

La enfermera había tenido la excelente idea de vestir a Lady Glyde con ropa suya: un chal y un sombrero con velo. La señorita Halcombe tan sólo se detuvo para explicarle cómo enviar a los perseguidores sobre una pista falsa cuando la fuga fuese descubierta en el sanatorio. Tenía que volver y comentar de modo que las demás enfermeras la oyesen que Anne Catherick había estado preguntando últimamente la distancia que había entre Londres y Hampshire; tenía que esperar hasta el último momento antes de que el descubrimiento se hiciese inevitable y alertar entonces a todos anunciando que Anne Catherick había desaparecido. Cuando se comunicaran al dueño del sanatorio sus presuntas preguntas sobre Hampshire, éste creería que su paciente había vuelto a Blackwater Park, debido a la influencia de su obsesión que la hacía persistir en sus declaraciones de ser ella Lady Glyde; así que, con toda probabilidad, la persecución al principio se dirigiría hacia aquel sitio.

La enfermera prometió seguir estas instrucciones, y estaba tanto más dispuesta a hacerlo por cuanto le ofrecían a ella misma los medios para protegerse contra consecuencias más graves que la pérdida de su empleo, pues si se quedaba en el sanatorio, mantenía al menos la apariencia de su inocencia. Regresó enseguida al sanatorio, y la señorita Halcombe, sin perder tiempo, partió para Londres con su hermana. Cogieron el tren de Carlisle aquella misma tarde y por la noche llegaron sin incidentes ni dificultades de ningún género a Limmeridge.

Durante la última parte del viaje estuvieron solas en su compartimento, y la señorita Halcombe pudo recoger todos los recuerdos sobre el pasado que la memoria confusa e insegura de su hermana retenía aún. La terrible historia de la conspiración fue surgiendo a trozos, incoherentes en su contenido y sin relación entre sí. Pero, por imperfecta que fuera la revelación, debe ser reproducida aquí antes de que se expliquen los acontecimientos sucedidos al día siguiente en Limmeridge.

El relato que sigue comprende todo cuanto pudo averiguar la señorita Halcombe.

Los recuerdos de Lady Glyde referentes a los sucesos ocurridos después de que salió de Blackwater Park, comienzan con su llegada a la terminal londinense del ferrocarril del suroeste. No había anotado la fecha en que emprendió el viaje. Toda esperanza de establecer ese importante dato, por medio de un testimonio suyo o de la señora Michelson, debe considerarse vana.

Al llegar el tren a la estación, Lady Glyde vio que el conde Fosco la estaba esperando. Estuvo frente a la puerta del compartimiento apenas el revisor la abrió. El tren estaba especialmente lleno de gente aquel día y alrededor de los equipajes había un gran tumulto. Un hombre que acompañaba al conde Fosco encontró el equipaje perteneciente a Lady Glyde.

Estaba marcado con su nombre. Ella se marchó con el conde, en un coche en el que no se había fijado entonces.

Su primera pregunta al salir de la estación se refirió a la señorita Halcombe. El conde le dijo que aún no se había marchado a Cumberland; había atendido a los reparos del conde, que encontraba poco prudente hacer un viaje tan largo sin descansar unos días antes.

Lady Glyde le preguntó luego si su hermana vivía en casa del conde. Sus recuerdos de la respuesta eran confusos. La única impresión cierta que guardaba era que el conde le anunció que la llevaba donde estaba la señorita Halcombe. Lady Glyde apenas conocía Londres y no supo decir por qué calles habían pasado. Pero nunca dejaron de ser calles, nunca bordearon algún jardín ni árboles. Cuando el coche se detuvo fue en una calle estrecha, tras una plaza donde se veían tiendas, edificios públicos y bullicio de gente. Estos recuerdos (Lady Glyde estaba segura de ellos) parecían indicar con claridad que el conde Fosco no la llevó nunca a su residencia en el suburbio de St. John’s Wood.

Entraron en la casa y subieron a una habitación trasera que estaba en el primero o segundo piso. Trajeron el equipaje. Les abrió una sirvienta, y un hombre de barba oscura, extranjero a juzgar por su aspecto, los recibió en el vestíbulo y los acompañó arriba. En respuesta a las preguntas de Lady Glyde el conde le aseguró que la señorita Halcombe estaba en aquella casa y que se le haría saber enseguida que su hermana había llegado. El conde y el extranjero se fueron dejándola sola en el cuarto. Estaba pobremente amueblado para servir de salón y daba a los muros traseros de otros edificios.

La casa era notablemente silenciosa, no se oían pasos subiendo o bajando la escalera, tan sólo oyó el rumor sordo e indistinto de voces de hombres que hablaban en la habitación que había debajo de la suya. No estuvo sola mucho tiempo; el conde regresó para decirle que la señorita Halcombe estaba descansando y era preferible no molestarla durante algún tiempo. Había entrado en la habitación acompañada por un caballero (un inglés) al que pidió permiso para presentarlo como a un amigo suyo.

Después de esta singular presentación, durante la cual recordaba bien Lady Glyde que nadie había mencionado nombre alguno, la dejaron sola con el desconocido. La trató con cortesía, pero la asustó y desconcertó haciéndole extrañas preguntas sobre ella mientras la miraba con expresión rara. Salió poco tiempo después; unos minutos más tarde apareció el segundo desconocido, un inglés también. Se presentó como otro amigo del conde Fosco y, a su vez, miró con expresión rara y le hizo preguntas extrañas, —jamás, como pudo recordar luego, llamándola por su nombre— como el primer desconocido; salió poco tiempo después. Esta vez Lady Glyde sintió tanto miedo por sí misma y tanta preocupación por su hermana, que pensó que debía aventurarse a bajar a pedir auxilio a la única mujer que había visto en la casa, a la criada que abrió la puerta.

Apenas se había levantado de la silla, cuando en la habitación entró de nuevo el conde Fosco.

En cuanto apareció le preguntó angustiada cuánto tiempo tenía que esperar aún para ver a su hermana. Al principio le respondió con evasivas; pero cuando ella insistió manifestó, notablemente irritado, que la señorita Halcombe no estaba tan bien como le había dicho en un principio. Su tono y la expresión con que dio su respuesta alarmaron tanto a Lady Glyde, o más bien aumentaron tan dolorosamente el desasosiego que le habían causado las entrevistas con los dos desconocidos, que se sintió desfallecer y se vio obligada a pedir un vaso de agua. El conde gritó desde la puerta que subieran agua y un frasco de sales. Ambas cosas fueron traídas inmediatamente por el hombre de la barba aquél que tenía aspecto de extranjero. El agua, cuando Lady Glyde la probó, resultó tener un sabor tan raro que aumentó su mareo, así que se apresuró a coger el frasco de sales que el conde Fosco le ofrecía y las aspiró. Al instante su cabeza empezó a dar vueltas. El conde recogió el frasco que su mano dejó caer y lo último que Lady Glyde vio antes de perder el conocimiento fue que él aguantaba el frasco junto a su nariz.

Desde ese momento sus recuerdos eran confusos, fragmentarios y difíciles de reconciliar con cualesquiera probabilidades razonables.

Su propia impresión cuando recobró el sentido aquella misma tarde, fue que entonces salió de la casa y que, (como había decidido de antemano desde Blackwater Park), se dirigió a la de la señora Vesey, que allí tomó su té y que pasó la noche bajo su techo. Era completamente incapaz de decir cómo ni cuándo ni con quién dejó la casa a la que el conde Fosco la había traído. Pero persistía en asegurar que había estado en la casa de la señora Vesey y, lo que era más extraordinario aún ¡que madame Rubelle la había ayudado a quitarse el vestido para acostarse! No recordaba tampoco de qué había hablado con la señora Vesey, ni qué otras personas se hallaban en su casa, ni por qué madame Rubelle estuvo allí presente para ayudarla.

Su recuerdo de lo que sucedió la mañana siguiente, aún era más vago e increíble.

Tenía cierta idea confusa de que había salido en coche con el conde Fosco (no podía decir a qué hora) y que madame Rubelle hacía de nuevo las veces de su doncella. Pero no podía decir cuándo ni por qué había dejado a la señora Vesey; tampoco sabía qué dirección siguió el coche ni dónde se apeó, ni si el conde y madame Rubelle permanecieron con ella todo el tiempo que duró el viaje. No podía evocar impresión alguna, por confusa que fuese. No tenía idea si había transcurrido un día o varios hasta que recobró el conocimiento para encontrarse en un sitio extraño rodeada de mujeres desconocidas para ella.

Era el sanatorio. Allí, por primera vez, se oyó llamar por el nombre de Anne Catherick y allí también —la última circunstancia importante para la historia de aquella conspiración— supo por sus propios ojos que llevaba las ropas de Anne Catherick. La primera noche que durmió en el sanatorio, la enfermera le mostró las marcas que tenían todas las prendas de su ropa interior cuando se las había quitado y le dijo, sin mostrarse en absoluto irritada ni descortés: «Mire su propio nombre marcado en sus propias ropas y no nos moleste más diciendo que es usted Lady Glyde. Lady Glyde está muerta y enterrada y usted está viva y sana. ¡Mire, mire sus ropas! Aquí está, marcado con buena tinta, su nombre, el mismo que verá en todas sus antiguas cosas que hemos guardado… Anne Catherick, ¡está bien a la vista!».

Y, en efecto, allí estaba cuando la señorita Halcombe revisó toda la ropa que llevaba su hermana, la noche en que llegaron a Limmeridge.

Éstos fueron todos los recuerdos de Lady Glyde, inciertos todos ellos y contradictorios, que pudieron reconstruirse mediante un interrogatorio cuidadosamente llevado a cabo camino de Cumberland. La señorita Halcombe se abstuvo de preguntarle nada referente a su reclusión en el sanatorio: era más que evidente que su juicio no soportaría la dura prueba de volver a aquellos acontecimientos. Como había declarado por propia voluntad el dueño del manicomio, había ingresado el 27 de julio. Desde entonces hasta el 15 de octubre (día de su rescate) había estado allí recluida; su identidad como Anne Catherick se veía sistemáticamente reafirmada, mientras desde el primer día hasta el último se negaba rotundamente que estuviese en su sano juicio. Facultades menos equilibradas, naturalmente delicadas, hubieran sido afectadas por un tormento de tal índole. Nadie hubiera podido pasar por esa prueba y salir de ella inalterado.

Al llegar a Limmeridge, en la tarde del día 15, la señorita Halcombe tomó la prudente decisión de no intentar establecer la identidad de Lady Glyde hasta el día siguiente.

A primera hora de la mañana fue al cuarto del señor Fairlie y, usando toda clase de precauciones y alusiones preliminares, por fin le contó con todo detalle lo sucedido. En cuanto pasaron el asombro y alarma que estas noticias produjeron en el señor Fairlie, éste, furioso, declaró que la señorita Halcombe se había dejado embaucar por Anne Catherick. Le recordó la carta del conde Fosco, y lo que ella misma le había dicho sobre el parecido físico existente entre Anne y su fallecida sobrina; se negó tajantemente a recibir, siquiera sólo fuese por un minuto, a la loca cuya sola presencia en su casa representaba un insulto y un ultraje.

La señorita Halcombe salió del cuarto, esperó a que pasara el primer arrebato de indignación, y, al reflexionar, decidió que el señor Fairlie debía ver a su sobrina, siquiera por consideraciones de mera humanidad, antes de que le cerrase las puertas como a una extraña, y por tanto, sin una sola palabra de aviso, llevó a Lady Glyde al cuarto de aquél. El criado se hallaba apostado en la puerta para impedirles la entrada, pero la señorita Halcombe se empeñó en pasar adentro y apareció ante el señor Fairlie llevando a su hermana de la mano.

La escena que siguió aunque sólo duró pocos minutos, fue demasiado penosa para ser descrita. La propia señorita Halcombe rehúye contarla. Digamos solamente que el señor Fairlie manifestó, en los términos más positivos, que no reconocía a la mujer que se había introducido en su habitación; que no veía nada en su rostro ni en sus gestos que le hicieran dudar por un instante que su sobrina estaba enterrada en el cementerio de Limmeridge; y que buscaría la protección de la ley si antes de que el sol se pusiese no abandonaba la casa.

Conociendo el egoísmo, la indolencia y la habitual insensibilidad del señor Fairlie en sus peores aspectos, era decididamente imposible suponer que fuera capaz de cometer la infamia de haber reconocido en su fuero interno y desheredar abiertamente a la hija de su hermano. La señorita Halcombe, por su delicadeza y sensibilidad, disculpó su injusticia achacándola a la influencia de los prejuicios que impedían al señor Fairlie cumplir con sus obligaciones detalladamente; así se explicó ella al principio lo que acababa de pasar. Pero cuando acudió al testimonio de los criados y encontró que tampoco ellos estaban seguros, por no decir otra cosa, de si la señora que les presentaban era su joven dueña o Anne Catherick, de cuyo parecido con aquella todos ellos sabían, es inevitable extraer la triste conclusión de que el cambio que se había operado en el rostro y en el comportamiento de Lady Glyde durante su reclusión en el sanatorio era mucho más grave de lo que la señorita Halcombe había supuesto en un principio.

El vil engaño que había afirmado su muerte resultaba indestructible, incluso en la casa donde Lady Glyde había nacido y entre las personas con las que había vivido.

En una situación menos crítica no hubiese sido necesario renunciar a la lucha, incluso entonces.

Por ejemplo, Fanny, la doncella de Lady Glyde, se había ausentado circunstancialmente de Limmeridge, y debía regresar dentro de un par de días, y había cierta posibilidad de que dijese que la reconocía, y los otros habrían seguido su declaración, puesto que había vivido más cerca de su señora y sentía un afecto más cordial por ella que los otros sirvientes. También se podría esconder a Lady Glyde en la casa o en el pueblo hasta que su salud se hubiera restablecido un poco y su juicio recobrase fortaleza. Cuando se pudiese confiar en su memoria, ella misma podría referirse a las personas y los sucesos de su pasado con una seguridad y conocimiento que ninguna impostora hubiera podido simular. De este modo, la identidad que su propio aspecto impedía establecer mediante el testimonio más seguro de sus palabras, hubiese podido ser probada.

Pero las circunstancias bajo las cuales había recuperado la libertad hacían simplemente imposible recurrir a estos medios. La persecución ordenada desde el Sanatorio se había desviado a Hampshire sólo durante un tiempo y era inevitable que se dirigiese a Cumberland. Aquéllos a quienes se había encargado buscar a la fugitiva aparecerían quizá dentro de pocas horas en Limmeridge, y tal como estaba ahora el ánimo del señor Fairlie podían contar con que hiciera uso inmediato de su influencia y autoridad para asistirlos en su tarea. El más elemental sentido común aconsejaba a la señorita Halcombe que, si quería salvar a Lady Glyde del encierro, debería renunciar a la batalla iniciada para restablecer la justicia y sacarla enseguida de aquel lugar que era ahora más peligroso que ningún otro, de las proximidades de su propia casa.

Era obvio que la primera y más sensata medida de seguridad era un regreso inmediato a Londres. En la gran ciudad se podría borrar rápida y fácilmente todo rastro de ellas. Nada tenían que preparar, ni había despedidas que hacer. En la tarde de aquel memorable día 16, la señorita Halcombe animó a su hermana a emprender un último acto de valor y, sin un alma que les dijese adiós, las dos se pusieron en camino y dejaron para siempre Limmeridge.

Habían pasado la colina junto a la iglesia cuando Lady Glyde insistió en volver para ver por última vez la tumba de su madre. La señorita Halcombe trató de disuadirla, mas en aquella única ocasión luchó en vano. Lady Glyde estaba firme en su decisión. Sus ojos apagados se iluminaron con fuego repentino y brillaron detrás del velo con que cubría su rostro; sus dedos, descarnados, apretaron con fuerza al brazo amistoso, sobre el que poco antes se apoyaban indiferentes. Creo con toda mi alma que la mano de Dios les señalaba el camino y la más inocente y desdichada de sus criaturas fue elegida en aquel terrible momento para comprenderlo.

Retrocedieron en su camino, dirigiendo sus pasos al cementerio, y aquel hecho selló el futuro de nuestras vidas.

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