La dama de blanco

V

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La historia de mis primeras pesquisas en Hampshire es muy breve.

Como salí temprano de Londres, antes del mediodía pude llegar a casa del señor Dawson. Nuestra conversación, en lo que concernía al objetivo de mi visita, no aportó ningún resultado satisfactorio.

Los libros del señor Dawson me demostraron ciertamente cuándo había vuelto a Blackwater Park para atender a la señorita Halcombe; pero era imposible retroceder desde esta fecha calculando con exactitud la otra sin que la señora Michelson me ayudase, y ella no era capaz de hacerlo. No podía recordar (¿quién podría hacerlo en un caso similar?) cuántos días habían transcurrido hasta que el médico reanudó la asistencia de su paciente, desde que se había marchado Lady Glyde. Estaba casi segura de haber anunciado que se había marchado, a la señorita Halcombe, al día siguiente, pero no podía precisar aquella fecha, como no podía hacerlo con la del día anterior, cuando Lady Glyde se fue a Londres. Tampoco podía calcular siquiera aproximadamente el tiempo transcurrido desde que se marchó su ama hasta que llegó la carta sin fecha de madame Fosco. Finalmente, para colmo de dificultades, el propio doctor, que estuvo enfermo en aquel período, prescindió de anotar, como solía hacer, el día y el mes en que el jardinero de Blackwater Park vino con el recado de la señora Michelson.

Cuando perdí la esperanza de conseguir la ayuda del señor Dawson, resolví tratar de averiguar la fecha en que Sir Percival llegó a Knowlesbury.

¡Aquello parecía una fatalidad! Al llegar a Knowlesbury me enteré de que se había cerrado la posada, y en los muros de la casa había órdenes judiciales. Había resultado mal negocio, me informaron, desde que construyeron el ferrocarril. El nuevo hotel, situado al lado de la estación, había ido absorbiendo la clientela y la vieja posada (que, como sabíamos, era donde pasó la noche Sir Percival) se cerró hacía dos meses. Su dueño se había marchado del pueblo llevándose todos sus bienes y posesiones y nadie supo decirme con certeza adónde. Las cuatro personas a las que pregunté me dieron diferentes versiones sobre los planes y proyectos que tenía el posadero cuando se fue de Knowlesbury.

Me quedaban algunas horas hasta el último tren que salía para Londres; subí al coche en la estación de Knowlesbury para regresar a Blackwater Park con la intención de interrogar al jardinero y al hombre que vigilaba la puerta de carruajes. Si resultaba que tampoco ellos eran capaces de ayudarme, mis recursos quedarían con ello agotados y debería regresar a la ciudad.

Despedí el coche a una milla de distancia del parque y, siguiendo las indicaciones que me dio el cochero, me encaminé hacia la casa. Al dejar el camino real para entrar en el que llevaba a la puerta vi a un hombre cargado con un maletín que caminaba deprisa delante de mí, y que se dirigía a la puerta de la cochera. Era un hombre bajito, vestido con un desgastado traje negro, y llevaba un sombrero exageradamente grande. Me figuré (por lo que podía juzgar) que sería un pasante de algún abogado, y me detuve para que se alejara de mí. No me había oído, y siguió andando sin volver la cabeza hasta desaparecer detrás del recodo. Cuando poco después llegué a la verja, no lo vi. Evidentemente había entrado en la casa. En la puerta había dos mujeres. Una de ellas era vieja y la otra la reconocí enseguida por la descripción de Marian; era Margaret Porcher. Pregunté si Sir Percival estaba en el parque, y al recibir una respuesta negativa pregunté cuándo se había marchado. Ninguna de ellas pudo decirme más que se había ido el verano pasado. De Margaret Porcher sólo pude obtener sonrisas y cabeceos o despropósitos. La anciana era un poco más razonable y logré hacerle hablar de la forma en que se marchó Sir Percival, y de la alarma que le causó su comportamiento. Recordó cómo su amo la llamó cuando estaba ya en la cama, y cómo la asustó con sus juramentos; pero la fecha en que ocurrió aquello, me informó honestamente, «era algo fuera de mi alcance».

Al salir de la portería vi al jardinero trabajando a poca distancia de allí. Cuando le hablé me miró con desconfianza, pero al oírme mencionar el nombre de la señora Michelson y decir que ella me había hablado de él, se mostró muy dispuesto a entrar en conversación. No necesito describir lo que pasó después: todo termino así, tal como mis otros intentos de descubrir la fecha habían terminado. El jardinero sabía que su amo se había marchado por la noche, «en el mes de julio, en la última quincena o en los últimos diez días, pero nada más».

Mientras hablábamos vi al hombre de negro, llevando su gran sombrero, salir de la casa y quedarse a cierta distancia de nosotros, observándonos.

Ciertas sospechas acerca de su visita a Blackwater Park ya habían cruzado mi mente. En ese instante, en que el jardinero no fue capaz (o no quiso) decirme quién era aquel hombre, mis sospechas aumentaron, y decidí aclararlo yo solo, si podía hablándole directamente. La pregunta más natural que se me ocurrió hacerle, como forastero, era si se enseñaba la casa a los visitantes. Acto seguido me acerqué y lo abordé con aquellas palabras.

Su mirada y su gesto no dejaron lugar a dudas respecto a que él sabía quien era yo y que deseaba irritarme y llegar a un altercado conmigo. Su respuesta fue tan insolente que podría haber conseguido su propósito si no hubiera sido aún mayor mi decisión de dominarme. Así que me dirigí a él con la cortesía más resuelta; me disculpé por mi intrusión involuntaria (que él llamó «entrada ilegal») y salí del parque. Aquello era exactamente lo que había sospechado. Evidentemente, cuando me reconocieron al salir del despacho del señor Kyrle, el hecho se comunicó a Sir Percival, y el hombre de negro fue enviado al parque para anticiparse a mis investigaciones en la casa o en el vecindario. Si le hubiera dado el menor motivo para promover una querella legal contra mí, el magistrado local, sin duda, sería utilizado como un obstáculo en mis pesquisas y como un medio para separarme, siquiera por unos días, de Marian y de Laura.

Estaba preparado para verme vigilado en mi camino de Blackwater Park a la estación, exactamente como me habían vigilado en Londres el día anterior. Sin embargo, ni entonces ni más tarde llegué a descubrir si me habían seguido en aquella ocasión o no. El hombre de negro podía disponer de medios para vigilarme de los que yo no sabía nada, pero no lo vi ni camino de la estación ni más tarde cuando llegué a Londres. Fui a casa andando y antes de acercarme a nuestra puerta tomé la precaución de dar unas vueltas por la calle más desierta del vecindario, deteniéndome de repente para mirar atrás cuando a mis espaldas había suficiente espacio abierto. Había aprendido a usar esta estratagema en los desiertos de Centroamérica, para protegerme contra posibles emboscadas, y ahora volvía a practicarla, con el mismo propósito y con precaución mayor aún, ¡en el corazón de la civilizada ciudad de Londres!

Nada había sucedido que alarmase a Marian durante mi ausencia. Me preguntó con ansia qué resultados había obtenido. Cuando se los conté no pudo disimular su asombro al ver la indiferencia con que le hablaba del fracaso de mis gestiones.

La verdad era que el resultado nulo de mis pesquisas no me desanimaba en absoluto. Las había realizado como una tarea ineludible sin esperar nada de ellas. En el estado de ánimo en que me hallaba, casi era para mí un alivio saber que ahora la lucha se reducía a una prueba de fuerza entre Sir Percival y yo.

Mi inicial deseo de venganza estaba mezclado con otros y mejores motivos y confieso que experimenté una cierta satisfacción al comprobar que la manera más segura —y la única que me quedaba—, de servir a la causa de Laura era sentar mi mano sobre el canalla que la hizo su mujer.

Reconociendo que no era suficientemente fuerte para impedir que el instinto de vengarme se asociase con mis motivos, también puedo añadir honestamente algo que habla en mi favor. Desde el principio, ninguna consideración sobre mis futuras relaciones con Laura ni sobre concesiones privadas o personales a las que pudiese obligar a Sir Percival cuando lo tuviese a mi merced había pasado nunca por mis mientes. Jamás pensé: «Si salgo victorioso, uno de los resultados de mi victoria será impedirle a su marido que vuelva a quitármela. No podía mirarla y pensar en el futuro con semejantes intenciones. La triste contemplación del cambio que se había operado en ella convertía el amor en la ternura y compasión que hubiesen sentido por ella un padre o un hermano, y que, Dios es testigo, yo sentía con todo mi corazón. Mis esperanzas no llegaban por ahora más que al día en que la viera curada. En aquel día, cuando estuviera fuerte y fuera de nuevo feliz, cuando pudiera mirarme como me había mirado antes y hablarme como antes me hablaba, era donde terminaba el futuro de mis pensamientos más felices y de mis deseos más acariciados».

Estas palabras no se han escrito en un empacho de ociosa satisfacción conmigo mismo. Pronto llegarán pasajes de esta narración que demuestren el juicio de los demás sobre mi propia conducta. Y es justo que antes de que llegue este momento se pese fielmente en una balanza lo mejor y lo peor de mí.

La mañana siguiente de mi regreso de Hampshire, pedí a Marian que subiera conmigo a mi cuarto de trabajo y allí le expuse el plan que había elaborado para derrotar a Sir Percival, atacándole en el único punto vulnerable de su vida.

El camino hacia el Secreto estaba oculto en el misterio, impenetrable para nosotros, que rodeaba a la dama de blanco. Este misterio, a su vez, podía alcanzarse si conseguíamos la ayuda de la madre de Anne Catherick; y el único medio posible de convencer a la señora Catherick de actuar o hablar para desvelarlo dependía de si yo lograba descubrir algunos detalles de su vida y de su situación por mediación de la señora Clements. Después de considerarlo detenidamente comprendí que para reanudar mis pesquisas necesitaba ponerme en comunicación con la fiel amiga y protectora de Anne Catherick.

La primera dificultad, por tanto, era encontrar a la señora Clements.

Tuve que agradecer a la rápida inteligencia de Marian la solución inmediata de aquella necesidad con ayuda del medio más sencillo y mejor. Me propuso escribir a la granja cercana a Limmeridge (Todd’s Corner) para preguntar si la señora Todd había tenido noticias de la señora Clements en los últimos meses. Cómo separaron a la señora Clements de Anne, no lo sabíamos pero cuando se logró separarlas la señora Clements seguramente decidió buscar a la desaparecida en los lugares por los que sentía más cariño: las inmediaciones de Limmeridge. Enseguida vi que la idea de Marian nos ofrecía una perspectiva favorable; así, pues, Marian escribió a la señora Todd aquel mismo día.

Mientras esperábamos su respuesta, Marian me puso al corriente de todo cuanto sabía respecto a la familia y al pasado de Sir Percival Glyde. Aunque sólo conocía los hechos de oídas, estaba segura de que lo poco que podía decir sobre el tema era verdad.

Sir Percival fue hijo único. Su padre, Sir Félix Glyde, había sufrido desde su nacimiento una deformación penosa e incurable y desde sus años jóvenes eludía toda vida social. Su único solaz era la música, y se casó con una dama que tenía gustos similares a los suyos y cuyo talento musical estaba comúnmente reconocido. Heredó Blackwater Park cuando aún era muy joven. Ni él ni su mujer, después de tomar posesión de la finca, buscaron acercarse a la sociedad del vecindario, como nadie se preocupó de invitarles a salir de su retiro, con la desastrosa excepción del rector de la parroquia.

Dicho rector era de lo más propenso a cometer inocentemente todo tipo de inconveniencias por su celo excesivo en su misión. Había oído decir que Sir Félix abandonó la universidad con fama de ser poco menos que un revolucionario en política y un díscolo en religión, y en su conciencia llegó a la conclusión de que era su deber y obligación convencer al propietario de Blackwater de que atendiera a las sublimes verdades que se anunciaban en la iglesia parroquial. Sir Félix reaccionó con frenesí ante el propósito, bien intencionado pero mal conducido del clérigo; le insultó en público y con tanta grosería que todas las familias del vecindario enviaron cartas de indignada protesta, y hasta los arrendatarios de Blackwater Park expresaron su opinión con la máxima rotundidad a que podían atreverse. El barón, que no tenía ninguna afición al campo ni cariño alguno a su finca, ni a nadie de los que allí habitasen, declaró que la sociedad de Blackwater jamás tendría una nueva oportunidad para molestarlo, y abandonó aquellos lugares. Después de su corta estancia en Londres él y su mujer se marcharon al continente y jamás volvieron a Inglaterra. Vivieron parte del tiempo en Francia y parte en Alemania, manteniéndose siempre en un estricto aislamiento que la conciencia morbosa de su deformidad había convertido en necesidad para Sir Félix. Su hijo Percival nació en el extranjero y se educó con preceptores particulares. Su madre fue su primera pérdida. Su padre murió algunos años después, en 1825 o 1826. Antes de esa época, el joven Sir Percival estuvo una o dos veces en Inglaterra pero no conoció al difunto señor Fairlie hasta después de la muerte de su padre. Pronto se hicieron íntimos amigos, aunque en aquella época Sir Percival visitaba poco o nunca Limmeridge. El señor Frederick Fairlie podía haberlo encontrado una o dos veces en compañía del señor Philip Fairlie, pero no debía saber mucho de él entonces ni tampoco más tarde. El único amigo íntimo de Sir Percival en la familia Fairlie había sido el padre de Laura.

Ésta fue toda la información que pude saber por Marian. No contenía nada que pudiera serme útil para mi actual propósito, aunque anoté todos los detalles por si en el futuro resultase que tuvieran importancia.

La respuesta de la señora Todd, (dirigida, según le habíamos indicado a una estafeta alejada de nuestra casa) había llegado ya cuando fui a preguntar por ella. El destino, que hasta entonces nos era contrario, a partir de aquél momento empezaba a favorecernos. La carta de la señora Todd contenía el primer fragmento de la información que perseguíamos.

La señora Clements había escrito, en efecto (como habíamos conjeturado) a Todd’s Corner; en primer lugar, se disculpaba por la brusquedad con que ella y Anne abandonaron la granja de sus amigos, (a la mañana siguiente de encontrar yo a la dama de blanco en el cementerio de Limmeridge); y luego comunicaba a la señora Todd la desaparición de Anne suplicando que preguntase en el vecindario por si la muchacha había vuelto a Limmeridge. La señora Clements tuvo a buen cuidado acompañar su ruego con señas, a las cuales podrían avisarla en cualquier momento. Y éstas la señora Todd se las remitía ahora a Marian. La casa estaba en Londres, a media hora de camino de la nuestra.

Estaba decidido, como dice el refrán, a no dejar que la hierba creciese bajo mis pies. A la mañana siguiente me fui en busca de la señora Clements. Ése fue mi primer paso adelante en mi investigación. La historia del desesperado intento que me propongo emprender ahora, comienza aquí.

Las señas enviadas por la señora Todd me llevaron a una casa de alquiler situada en una calle respetable.

Cuando llamé, abrió la puerta la propia señora Clements. No pareció recordarme y me preguntó qué deseaba. Le evoqué nuestro encuentro en el cementerio de Limmeridge al final de mi conversación con la dama de blanco y tuve buen cuidado de hacerle notar que yo fui la persona que ayudó a Anne Catherick (como la propia Anne había declarado) a escapar de sus perseguidores del sanatorio. Era la única razón que pude aducir para ganar la confianza de la señora Clements. Se acordó enseguida y me hizo pasar al salón, llena de ansiedad por saber si le traía algunas noticias de Anne.

Yo no podía descubrirle toda la verdad, sin entrar al mismo tiempo en los detalles de la historia de la conspiración, que hubiera sido peligroso confiar en una persona desconocida. Pero procuré abstenerme con el mayor cuidado de despertar falsas esperanzas, explicándole que el objeto de mi visita era descubrir a las personas que realmente eran responsables de la desaparición de Anne. Incluso añadí, para evitarme duros remordimientos de mi conciencia, que no albergara la menor esperanza de poder encontrarla, que consideraba que nunca volveríamos a verla con vida y que mi mayor interés en aquel asunto era llevar el merecido castigo a dos hombres que sospechaba la habían raptado y de cuyas manos yo mismo y algunos seres queridos por mí habían sufrido un gran agravio. Con esta explicación dejaba a la señora Clements decidir si nuestro interés en el asunto (cualquiera que fuese la diferencia entre los motivos que nos obligaban a actuar) era el mismo, y si tenía algún inconveniente en ayudarme a conseguir mi objetivo proporcionándome cierta información importante para mis pesquisas, de la que ella disponía.

Al principio, la pobre mujer estaba demasiado confusa y emocionada para comprender con claridad lo que le decía. Sólo pudo contestarme que me dijo cualquier cosa en agradecimiento por la bondad que había demostrado con Anne. Pero como era bastante lenta y tenía poca costumbre de hablar con desconocidos me rogaba que le indicara por dónde deseaba que empezase.

Sabiendo por experiencia que el relato más claro que se ha de esperar de personas poco acostumbradas a ordenar sus ideas al narrar es el que se remontaba suficientemente lejos, al comienzo de los acontecimientos, para hacer innecesaria toda retrospección en el curso de la narración, pedí a la señora Clements que empezara por contarme qué había sucedido desde que ella abandonó Limmeridge; y así, guiada por mis preguntas, me expuso, punto por punto, cuanto ocurrió en el tiempo precedente a la desaparición de Anne.

La sustancia de la información que así obtuve fue como sigue:

Al salir de la granja de Todd, la señora Clements y Anne llegaron hasta Derby aquel mismo día y allí permanecieron una semana por deseo de Anne. Luego marcharon a Londres y estuvieron un mes o más en la casa que entonces alquilaba la señora Clements, cuando circunstancias relacionadas con la vivienda y su propietario las obligaron a mudarse. El terror de ser descubierta en Londres o en sus alrededores, que invadía a Anne cada vez que salían de casa, poco a poco fue comunicándose a la señora Clements, al extremo que ésta decidió marcharse a uno de los rincones más olvidados de Inglaterra, el pueblo de Grimsby, en el condado de Lincoln, donde su difunto marido había pasado su juventud. Sus parientes eran personas respetables que estaban allí establecidas; siempre habían tratado a la señora Clements con mucha amabilidad, y ella pensó que no podía hacer otra cosa mejor que ir allá y pedir consejo a los amigos de su marido. Anne no quería ni oír hablar de regresar a casa de su madre, en Welmingham, porque desde allí era desde donde la habían llevado al manicomio, y porque era seguro que Sir Percival volvería allí y la encontraría de nuevo. Esta objeción era de mucho peso y la señora Clements comprendió que no sería fácil rebatirla.

En Grimsby se manifestaron en Anne los primeros síntomas alarmantes de la enfermedad. Aparecieron pronto, después de que la noticia de la boda de lady Glyde se publicó en los periódicos.

El médico a quien mandaron a buscar para que atendiese a la enferma no tardó en descubrir que sufría una grave afección de corazón. La enfermedad se prolongó mucho, la dejó muy débil, y reaparecía a intervalos, aunque la severidad de sus achaques estaba mitigada. Por consiguiente, permanecieron en Grimsby durante la primera mitad del año siguiente, y probablemente hubieran continuado mucho más tiempo si no se hubiera empeñado Anne en volver a Hampshire para obtener una entrevista secreta con Lady Glyde. La señora Clements hizo cuanto estaba en su poder para oponerse a que se llevase a cabo aquel proyecto azaroso y de consecuencias imprevisibles. Anne no le ofreció explicación alguna de sus motivos, y sólo dijo que creía que la muerte no andaba lejos de ella y que antes de morir tenía que comunicar algo a Lady Glyde, en secreto, aun a costa de cualquier riesgo. Estaba tan firme en su decisión de cumplir aquel propósito, que declaró que iría sola a Hampshire si a la señora Clements no le apetecía acompañarla. Se consultó con el médico, y la opinión de éste fue que oponerse a los deseos de Anne podía significar con toda probabilidad una nueva y tal vez fatal recaída en su enfermedad; siguiendo su consejo, la señora Clements se resignó ante la necesidad y una vez más, llena de tristes presentimientos, de angustias y peligros por suceder permitió a Anne Catherick hacer lo que ésta quería.

Durante el viaje desde Londres a Hampshire, la señora Clements se dio cuenta de que uno de sus compañeros de viaje conocía bien la región de Blackwater y podía proporcionarle la necesaria información acerca de los pueblos que había en su vecindad. Así supo que el único sitio donde podrían ir y que no estaba en peligrosa proximidad de la residencia de Sir Percival, era un pueblo llamado Sandon. La distancia entre el pueblo y Blackwater Park era de unas tres o cuatro millas y esta distancia era la que recorría Anne dos veces entre ida y vuelta, cada vez que aparecía junto al lago.

Los pocos días que estuvieron en Sandon sin ser descubiertas vivieron a la salida del pueblo, en la casa de una respetable viuda que alquilaba un dormitorio y cuyo discreto silencio la señora Clements procuró asegurar, al menos durante la primera semana. También hizo grandes esfuerzos para convencer a Anne de que, como primera providencia, se contentara con escribir a Lady Glyde. Pero el fracaso de la advertencia que envió como carta anónima a Limmeridge hizo que esta vez Anne estuviera decidida a hablar y se obstinara en ir sola para hacerlo.

Sin embargo, la señora Clements la siguió de lejos cada vez que fue hacia el lago, aunque nunca se atrevió a acercarse a la caseta de los botes lo suficiente para observar lo que allí sucedía. Cuando Anne volvió la última vez de aquellas peligrosas vecindades, la fatiga que le causaba recorrer día tras día distancias demasiado largas, añadida al efecto agotador de las emociones que experimentaba, condujo al resultado que la señora Clements había temido desde el principio. El dolor de corazón y los demás síntomas de la enfermedad que había padecido en Grimsby volvieron, y Anne se vio obligada a guardar cama confinada en la casa de la viuda.

En estas circunstancias, lo primero que era preciso hacer, como la buena señora Clements sabía por experiencia, era procurar que Anne se calmara. Y para conseguirlo la buena mujer fue al día siguiente ella misma al lago para intentar encontrar a Lady Glyde (quien, como Anne había dicho, seguramente saldría a dar su paseo diario hasta la caseta de los botes) y convencerla de que viniera junto a ella, en secreto, a la casa de las afueras de Sandon. Pero al llegar a las inmediaciones de la plantación la señora Clements no vio allí a Lady Glyde sino a un señor alto, grueso y mayor, que tenía un libro en la mano. En otras palabras, el conde Fosco.

El conde, después de mirarla con mucha atención unos instantes, le preguntó si esperaba encontrarse con alguien, en aquel lugar, y antes de que ella pudiese contestarle añadió que él estaba esperando con un recado de parte de Lady Glyde, pero no estaba muy seguro de si el aspecto de la persona que tenía delante correspondía a la descripción de aquélla con quien deseaba comunicarse.

Entonces la señora Clements le confió su encargo sin pensar más y le suplicó que le diese su recado a ella con lo cual contribuiría a aplacar la ansiedad de Anne. El conde, con toda amabilidad y eficacia, atendió su ruego. El recado, le dijo, era de gran importancia. Lady Glyde rogaba a Anne y a su buena amiga que regresasen inmediatamente a Londres, pues estaba segura de que Sir Percival las iba a descubrir si continuaban más tiempo en las cercanías de Blackwater. Ella misma iría a Londres dentro de poco tiempo, y si la señora Clements y Anne iban antes y le hacían saber sus señas, tendrían sus noticias dentro de quince días o antes. El conde añadió que, aunque había intentado en otra ocasión advertir como amigo a Anne ésta tuvo tanto miedo al ver a un desconocido que no le dejó acercarse para hablarle.

La señora Clements contestó llena de alarma y angustia que no deseaba otra cosa sino llevarse a Anne a Londres, pero que de momento no tenía esperanzas de alejarla de aquellos lugares peligrosos pues estaba enferma y en cama. El conde preguntó si la señora Clements había llamado a algún médico, y al oír que hasta entonces estaba dudando en hacerlo, por miedo a que en el pueblo se conociera su situación, el conde le comunicó que él mismo era médico y que, si ella no tenía nada en contra, iría para ver si podía hacer algo por Anne. La señora Clements, (sintiendo una comprensible confianza en el conde, al que Lady Glyde le había confiado un recado secreto) aceptó la oferta con agradecimiento y juntos se dirigieron a casa de la viuda.

Anne dormía cuando llegaron. El conde se estremeció al verla (indudablemente asombrado de su parecido con Lady Glyde). La pobre señora Clements supuso que estaba simplemente impresionado al ver qué mal estaba la enferma. Él no permitió que se la despertara, le bastaba con hacer alguna pregunta a la señora Clements sobre los síntomas de la enfermedad, con mirar a Anne y con tomarle el pulso apenas rozando su mano. Sandon era un pueblo lo bastante grande como para tener una botica, y el conde se fue allí para escribir la receta y encargar la medicina. Regresó con la medicina hecha y explicó a la señora Clements que era un estimulante potente y que con toda seguridad daría a Anne fuerzas para levantarse y resistir el cansancio de un viaje a Londres, al cabo de unas horas escasas. Se tenía que administrar el remedio a horas determinadas, aquel día y al día siguiente. Al tercer día sería capaz de viajar, y quedó en ver a la señora Clements en la estación de Blackwater, donde cogerían el tren del mediodía. Si ellas no llegaban a la estación comprendería que era porque Anne estaba peor, en cuyo caso volvería enseguida a visitarla.

Como se pudo ver, tal contingencia no se presentó.

La medicina hizo un efecto extraordinario en Anne y sus benignos efectos se vieron reforzados por la promesa que pudo hacer ahora la señora Clements de que pronto vería en Londres a Lady Glyde. El día previsto y a la hora convenida (cuando llegaba a una semana su estancia en Hampshire), volvieron a la estación. El conde las esperaba ya; estaba hablando con una señora mayor que por lo visto también se iba en aquel tren a Londres. Las ayudó con toda amabilidad y las acompañó hasta la puerta del compartimento; rogó a la señora Clements que no olvidara mandar sus señas a Lady Glyde. La señora mayor no fue en el mismo compartimento que ellas y no la volvieron a ver al llegar a la estación de Londres. La señora Clements alquiló una vivienda respetable de un barrio tranquilo y, como había prometido, envió enseguida las señas de Lady Glyde.

Pasó algo más de una quincena, pero no obtuvieron respuesta.

Al cabo de aquel tiempo, una señora (la misma señora mayor que había visto en la estación) vino en un coche de punto y dijo que venía de parte de lady Glyde, que estaba en un hotel de Londres, y deseaba ver a la señora Clements para acordar con ella su próxima entrevista con Anne. La señora Clements expresó su disposición (Anne estaba presente en la conversación y le pidió aceptar la invitación) de acudir a la cita, siempre que no se requiriera de ella ausentarse durante más de media hora. Ella y la señora mayor (la condesa Fosco por supuesto) subieron al coche. Cuando se habían alejado a cierta distancia, la señora hizo detener el coche junto a una tienda, antes de ir al hotel. Le rogó a la señora Clements que la esperase unos minutos mientras hacía un encargo que se le había olvidado. Nunca más volvió a aparecer.

Después de esperar algún tiempo, la señora Clements se alarmó y ordenó al cochero que la volviese a conducir a su casa. Cuando llegó, después de estar ausente bastante más de media hora, Anne había desaparecido.

La única información que pudo obtener en la propia casa la recibió de la criada que limpiaba los apartamentos. Ésta había abierto la puerta a un niño que le dejó una carta para «la joven señorita que vivía en las habitaciones del segundo piso» (las que ocupaba la señora Clements). La criada entregó la carta a su destinataria y volvió a bajar; cinco minutos después vio que Anne abrió el portal con el chal y el sombrero puesto. Probablemente se había llevado la carta, pues no se encontró en casa, por tanto era imposible decir qué pretexto se había empleado para inducirla a salir. Debió de haber sido muy convincente, pues de otra forma jamás se habría aventurado sola por las calles de Londres. Si la señora Clements no lo hubiese sabido nada la hubiera hecho subir al coche, ni siquiera para estar fuera tan poco tiempo, media hora escasa.

En cuanto pudo pensar con calma, lo primero que se le ocurrió a la señora Clements fue indagar en el manicomio, donde temía que hubieran encerrado de nuevo a Anne.

Al día siguiente se dirigió allí: la propia Anne le había dicho dónde se encontraba aquel establecimiento. La respuesta que recibió (sus indagaciones tuvieron lugar con toda probabilidad un día o dos antes de haber recluido en el sanatorio a la falsa Anne Catherick) era que no se había ingresado a tal paciente. Entonces escribió a la señora Catherick a Welmingham para preguntarle si sabía algo de su hija y recibió una respuesta negativa. Después de leer aquella contestación no le quedaba nada más que emprender; desconocía por completo dónde hubiera podido dirigirse o qué hacer. A partir de aquel momento permaneció en la más absoluta ignorancia en cuanto a la causa de la desaparición de Anne y el final de su historia.

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