III
III
Ésta era la historia del pasado, la historia que conocíamos entonces.
Después de escucharla se presentaron ante mí dos conclusiones incontestables. En primer lugar veía oscuramente cuál había sido el objetivo de la conspiración, cómo se habían aprovechado las oportunidades y cómo se habían manejado las circunstancias para dejar impune un delito temerario y complicado. Mientras todos los detalles eran todavía un misterio para mí, estaba fuera de duda que habían explotado inicuamente el parecido físico entre la dama de blanco y Lady Glyde. Estaba claro que Anne Catherick fue conducida a casa del conde Fosco como Lady Glyde; que Lady Glyde ocupó en el sanatorio el lugar de la muerta, efectuándose la sustitución de tal manera que se convirtió a personas inocentes (al doctor y las criadas con toda seguridad y, probablemente, al dueño del sanatorio) en cómplices del crimen.
La segunda conclusión se desprendía como consecuencia necesaria de la primera. No podíamos esperar clemencia de Sir Percival ni del conde Fosco. El éxito de la conspiración había aportado a estos dos hombres el claro beneficio de treinta mil libras; veinte mil a uno y diez mil al otro, por medio de su esposa. Uno de sus intereses era asegurar su impunidad de todo peligro, y no se detendrían ante obstáculo alguno, no ahorrarían sacrificios e intentarían toda argucia posible para descubrir el lugar donde se refugiaba su víctima y separarla de los únicos amigos con que contaba en el mundo: Marian Halcombe y yo.
La comprensión de este grave peligro que corríamos —un peligro que cada día y cada hora que pasaba podía acercársenos más y más—, fue lo único que me inclinó a escoger el sitio donde refugiarnos. Lo encontré en la parte lejana del este de Londres, donde se encontraba menos gente ociosa que diera vueltas por la calle y mirase lo que pasaba a su alrededor. Elegí nuestra casa en un barrio humilde y populoso, pues cuanto más dura fuese la lucha por la existencia de los hombres y mujeres que nos rodeaban, menos riesgo había de que tuvieran tiempo para molestarse en advertir la presencia a su lado de nuevos vecinos ocasionales. Éstas eran las grandes ventajas que yo vi; pero aquel barrio nos ofrecía otro beneficio, no menos apreciable. Podríamos vivir sin grandes gastos con lo que ganaría con mi trabajo diario y podíamos ahorrar hasta el último céntimo de cuanto poseíamos para lograr aquel justo propósito de reparar un agravio infame, el propósito en que yo no dejaba de pensar ni por un instante.
En una semana Marian Halcombe y yo decidimos cómo dirigir el curso de nuestras nuevas vidas.
No había más inquilinos que nosotros en la casa y podíamos entrar y salir sin pasar por la tienda. Convencí a Marian y Laura de que, al menos por ahora, no dieran ni un paso fuera de la casa sin ir acompañadas por mí y que no dejara entrar en las habitaciones a nadie bajo ningún pretexto cuando yo no estuviese. Al establecer esta regla me dirigí a casa de un amigo, a quien había conocido en tiempos mejores, un xilógrafo que tenía una gran clientela, para pedir un empleo, añadiendo que tenía mis razones para no dejar conocer mi nombre.
Enseguida sacó la conclusión de que eran las deudas las que me obligaban a ocultarme, expresó su compasión con las palabras que el caso requería, y se prometió hacer lo que pudiera por ayudarme. No quise rectificar su errónea impresión y acepté el trabajo que tenía para darme. Mi amigo sabía que podía confiar en mi experiencia y habilidad. Yo tenía lo que él exigía, perseverancia y facilidad; y, aunque modestas, mis ganancias nos bastaban para satisfacer nuestras necesidades. Cuando pudimos estar seguros de ello, Marian Halcombe y yo contamos el dinero de que disponíamos. Ella tenía doscientas o trescientas libras que le quedaban de su modesto capital, y la misma cantidad más o menos me quedaba del dinero que conseguí al vender mi puesto de profesor de dibujo con su clientela antes de abandonar Inglaterra. Juntamos más de cuatrocientas libras. Deposité en un banco esta pequeña fortuna, destinada a las pesquisas e investigaciones secretas que estaba decidido a emprender y desarrollar solo, si no encontraba a nadie que nos ayudase. Calculamos nuestros gastos semanales hasta el último céntimo y jamás tocamos nuestro escaso capital a no ser por bien de Laura y para provecho suyo.
Si nos hubiéramos atrevido a tener una persona extraña a nuestro lado, una sirvienta hubiera hecho los trabajos domésticos de los que desde el primer día y por su propia voluntad se encargó Marian Halcombe. «Lo que las manos de mujer puedan hacer —dijo ella—, lo harán, tarde o temprano, estas manos mías».
Sus manos temblaron cuando las tendió ante mí. Sus brazos enflaquecidos dijeron su triste historia pasada, cuando se subió las mangas del vestido pobre y sencillo que llevaba por motivos de seguridad; pero el ánimo inquebrantable de aquella mujer seguía vivo en ella. Vi las lágrimas nublar sus ojos y resbalar lentamente por sus mejillas cuando me miró. Se las secó con su energía de otros tiempos y se sonrío con una expresión en la que se reflejaba vagamente su ánimo de antes. «No dudes de mi valor, Walter —me rogó—, es mi debilidad la que ahora llora, no soy yo. Los trabajos de la casa la acallarán si no puedo yo conseguirlo». Y sostuvo su palabra: la victoria era suya cuando nos vimos aquella noche y se sentó para descansar. Sus ojos negros grandes y fijos me miraron con la inteligente firmeza de otros tiempos. «Todavía no estoy rendida —me dijo—. Aún se me puede confiar mi parte del trabajo». Y antes de que yo la contestase añadió en un susurro: «Y también se me puede confiar mi parte de riesgo y de peligro. ¡Recuérdalo si llega el momento!».
Y lo recordé cuando el momento llegó.
A fines de octubre el curso cotidiano de nuestras vidas seguía la dirección prevista, y los tres estábamos tan completamente aislados en nuestro retiro como si la casa que habitábamos fuera una isla desierta y el enorme laberinto de calles y los millares de semejantes nuestros que nos rodeaban fueran las aguas de un mar infinito. Yo disponía ahora de algunos ratos de ocio para meditar sobre el plan de acción a seguir y cómo armarme en secreto y con mayor seguridad para prepararme a mi futura batalla contra Sir Percival y el conde.
Di por perdida toda esperanza de probar la identidad de Laura alegando que Marian y yo la habíamos reconocido. Si no la hubiéramos amado tanto, si el instinto que aquel amor nos había implantado no hubiera sido tanto más certero que cualquier razonamiento, ni tanto más penetrante que cualquier proceso de observación, incluso nosotros habríamos vacilado al verla por primera vez.
La transformación exterior de Laura, producida por el sufrimiento y horror que había pasado, aumentó espantosa y casi desesperadamente su falso parecido con Anne Catherick. En mi relato sobre los acontecimientos ocurridos durante mi estancia en Limmeridge mencioné mi impresión de observarlas a las dos diciendo que su parecido, asombroso a primera vista, fallaba en muchos detalles de importancia si se lo analizaba detenidamente. En aquellos días pasados de verlas juntas, una al lado de la otra nadie las confundiría por un momento siquiera, como suele ocurrir en caso de los gemelos. Yo no podría mantenerlo ahora. Las penas y las angustias que en otros tiempos me había reprochado asociar en un pensamiento siquiera pasajero con el futuro de Laura Fairlie, ahora sí habían dejado sus marcas profanadoras sobre la belleza y juventud de su rostro, y el parecido fatal que yo un día había visto y que me había hecho estremecerme al verlo y al pensar en él siquiera, era ahora un parecido real y vivo que se presentaba ante mis propios ojos. A extraños, conocidos, amigos que no podían verla como la veíamos nosotros, si se la hubieran mostrado en los primeros días después de ser rescatada del sanatorio hubieran dudado de si sería aquélla la Laura Fairlie que habían conocido en otros tiempos, y no se podrían reprochar sus dudas.
La única posibilidad que nos quedaba, y en la que pensé desde el principio creyendo que podría sernos útil, era la de hacer despertar en ella el recuerdo de personas y hechos que no pudieran ser conocidos por una impostora, pero más tarde nuestra triste experiencia nos mostró que aquella posibilidad no dejaba lugar a esperanzas. Cada una de las preocupaciones con que Marian y yo la tratábamos, cada uno de los remedios con que intentábamos fortalecer y consolidar sus debilitadas e inseguras facultades, eran de por sí una protesta contra el riesgo de hacer retornar su mente hacia su pasado angustioso y terrible.
Los únicos sucesos de días pasados que nos atrevíamos a evocar ante ella eran los comentarios domésticos insignificantes y triviales de aquella época feliz en la que yo llegué por primera vez a Limmeridge para enseñarla a dibujar. El día en que desperté sus recuerdos enseñándole el dibujo del pabellón de verano que me entregó la mañana en que nos despedimos, y que jamás se había separado de mí desde entonces, fue el día en que nació nuestra primera esperanza. Poco a poco y con suavidad, el recuerdo de los paseos a pie y a caballo fue retornando a ella, y sus pobres ojos cansados y lánguidos miraban a Marian y a mí con un interés nuevo, reflejando un pensamiento inseguro que desde aquel instante, acariciamos y mantuvimos despierto. Le compré una pequeña caja de pinturas y un álbum de dibujos parecido a aquel viejo álbum que había visto en sus manos el día que la encontré por primera vez. Una vez más, ¡sí, una vez más!, en medio de la lobreguez de las noches en la pobre habitación londinense, pasaba las horas robadas a mi trabajo sentado a su lado para guiar el trazo tembloroso, para ayudar la mano débil. Día tras día cultivé aquel nuevo interés hasta que su lugar, en el vacío de su existencia, fue por fin asegurado, hasta que pudo pensar en sus dibujos y hablar de ellos y practicarlos con paciencia ella sola mostrando un débil reflejo de inocente placer ante mis palabras de aliento, de regocijo creciente ante sus propios progresos, de débil reflejo de aquello que pertenecía a su vida y su felicidad perdidas en el pasado.
Por este sencillo medio ayudamos lentamente a su inteligencia; salíamos llevándola entre nosotros, a dar un paseo en los días apacibles por una cercana plaza tranquila de la antigua ciudad donde nada podía alarmarla ni atemorizarla; empleamos algunas de nuestras libras depositadas en el Banco en comprarle vino y los alimentos exquisitos y sanos que ella necesitaba; la entreteníamos después de cenar con juegos infantiles de cartas y, así, con libros de modelos que pedí prestados al grabador para quien trabajaba, con ayuda de estos y otros pequeños detalles semejantes, llegamos a serenarla y fortalecerla con la esperanza de que todo lo remediaría el tiempo, los cuidados y el amor que nunca iban a abandonarla ni olvidarse entre nosotros. Pero no nos atrevimos a arrancarla despiadadamente de su retiro y tranquilidad; a presentarse ante extraños o conocidos que eran poco menos que extraños; a despertar en ella impresiones con sumo cuidado; no nos atrevimos a hacer nada de esto por su propio bien. Cualesquiera que fuesen los sacrificios que se nos exigieran, por largos, fatigosos y exasperantes que fuesen los aplazamientos que se produjeran, la injusticia que se había cometido con ella, si había medios humanos para enfrentarla, debía ser combatida sin conocimiento ni ayuda de Lady Glyde.
Una vez tomada esta decisión, era necesario pensar cuál sería el primer riesgo al que nos expondríamos ineludiblemente y por qué procedimiento habíamos de comenzar.
Después de consultarlo con Marian, decidí reunir tantos hechos como es posible conocer y luego pedirle consejo al señor Kyrle (en quien sabíamos que podíamos confiar) para establecer, en primer lugar, si los remedios legales nos eran asequibles. Era mi deber, ante los intereses de Laura, no arriesgar su futuro en tentativas inexpertas mientras hubiera la más remota posibilidad de fortalecer nuestra posición obteniendo alguna asistencia competente.
La primera fuente de información a la que acudí fue al Diario de Marian Halcombe escrito en Blackwater Park. Había en él pasajes dedicados a mí mismo que ella no juzgó conveniente dejarme ver. Por tanto, ella me leía el manuscrito y yo tomaba cuantas notas necesitaba. Sólo podíamos encontrar tiempo para este trabajo permaneciendo despiertos hasta muy tarde. Dedicamos tres noches a esta ocupación que fueron suficientes para informarme sobre todo cuanto Marian podía decir.
Luego quise conseguir tantos testimonios complementarios cuantos pudiera obtener de otras personas, sin despertar sospechas. Me dirigí a casa de la señora Vesey para asegurarme de si era correcta o no la impresión de Laura de que había dormido allí una noche. En este caso, y teniendo en cuenta la edad y la delicada salud de la señora Vesey, como más tarde hice en otros casos semejantes, por precaución, mantuve en secreto nuestra situación real y no olvidé de hablar de Laura como de «la difunta Lady Glyde».
La contestación que me dio la señora Vesey sólo confirmó las dudas que ya tenía: Laura escribió, en efecto, anunciando su propósito de pasar la noche bajo el techo de su vieja amiga, pero no llegó jamás a su casa.
Su imaginación en esta ocasión y, como yo temía, en algunas otras, le presentó confusamente algo que ella solamente se proponía hacer bajo la falsa luz de algo que había hecho en realidad. Era fácil esperar aquellas contradicciones inconvenientes, pero podían conducir a graves consecuencias. Era la piedra que podría hacernos caer y el punto débil de su testimonio, que fácilmente podía volverse contra nosotros.
Cuando pedí la carta que escribió Laura desde Blackwater Park a la señora Vesey, me la entregó sin sobre; lo había tirado a la papelera y hacía mucho que estaba destruido. En la carta no se indicaba fecha alguna, ni siquiera el día de la semana. Sólo contenía estas líneas:
«Queridísima señora Vesey: Estoy pasando momentos malos y llenos de angustia y probablemente mañana por la noche vendré a su casa para pedirle que me deje pasar en ella la noche. No puedo decirle mis motivos en esta carta: tengo tanto miedo de que me descubran escribiéndole que no puedo concentrarme. Por favor, espéreme en casa. Le daré mil besos y se lo contaré todo. Su afectuosa
Laura».
¿De qué nos podían servir estas líneas? De nada.
Al regresar de la casa de la señora Vesey, aconsejé a Marian escribir (siguiendo las mismas precauciones que había tomado yo) a la señora Michelson. Debía expresar cierta sospecha acerca del comportamiento del conde Fosco y pedir al ama de llaves que nos suministrase un relato claro de los acontecimientos con el objetivo de establecer la verdad. Mientras esperábamos su respuesta, que llegó al cabo de una semana, fui a ver al médico de St. John’s Wood; le dije que venía de parte de la señorita Halcombe para recoger, si era posible, más datos sobre la última enfermedad de su hermana que los que el señor Kyrle pudo procurarnos. Con ayuda del señor Goodricke conseguí una copia del certificado de la muerte y me entrevisté con la mujer (Jane Gould) que había preparado el cuerpo para el funeral. Por su mediación encontré el modo de hablar con la criada, Hester Pinhorn. Ésta había dejado su empleo hacía poco, a consecuencia de un altercado con su ama, y vivía en casa de unas personas a las que conocía la señora Gould, en el mismo barrio. Con esto queda explicado cómo obtuve las declaraciones del ama de llaves, del médico, de Jane Gould y de Hester Pinhorn, que anteriormente se han presentado en estas páginas.
Provisto de las evidencias adicionales que proporcionaban aquellos documentos me juzgué suficientemente preparado para consultar con el señor Kyrle; Marian le escribió para presentarme y precisar el día y la hora en que yo le solicitaba ser recibido para hablar de un asunto privado.
Por la mañana tuve tiempo de llevar a Laura a dar nuestro paseo habitual y dejarla después ocupada con sus dibujos. Me miró con una expresión de ansiedad en su rostro cuando me levanté para salir de la habitación; sus dedos empezaron a recorrer, con el movimiento inquieto de viejos tiempos, los pinceles y lápices que tenía delante, sobre la mesa.
—¿No estás cansado de mí todavía? —me dijo—. ¿No te vas porque te has cansado de mí? Trataré de ser mejor, trataré de recuperarme. ¡Walter!, ¿me quieres tanto como me querías antes, ahora que estoy tan pálida y delgada y aprendo a dibujar tan lentamente?
Me habló como lo hubiera hecho un niño y me dejó ver sus pensamientos como un niño los hubiera dejado ver. Esperé unos minutos, esperé para decirle que la quería mucho más entonces de lo que la había querido nunca en el pasado.
—Trata de recuperarte —le dije, alentando la nueva esperanza en el futuro que veía nacer en su ánimo—. Trata de recuperarte por Marian y por mí.
—Sí —se dijo a sí misma, volviendo a sus dibujos—. Tengo que tratar de hacerlo, los dos son tan buenos conmigo —de pronto volvió a levantar sus ojos hacia mí—. ¡No tardes mucho! No puedo dibujar, Walter, cuando no estás aquí para ayudarme.
—Volveré enseguida, querida, para ver cómo lo estás haciendo.
La voz me tembló un poco, bien a pesar mío. Salí del cuarto haciendo un esfuerzo. No era momento de perder el dominio de mí mismo, que debía resultarme útil antes de que terminase el día.
Abrí la puerta e hice señas a Marian de que me siguiese hasta la escalera. Era necesario prepararla con respecto al resultado que tarde o temprano podría seguir a que me dejase ver abiertamente por las calles.
—Con toda probabilidad, dentro de pocas horas estaré de vuelta —le dije— como de costumbre, ten cuidado en no dejar entrar a nadie en casa hasta que vuelva. Pero si algo sucediese…
—¿Qué puede suceder? —me interrumpió enseguida—. Dime francamente Walter, si hay algún peligro para que yo sepa cómo hacerle frente.
—El único peligro —le contesté—, es que Sir Percival Glyde haya vuelto a Londres al saber que Laura se ha escapado. Como sabes, antes de irme de Inglaterra me hizo vigilar y es probable que me conozca de vista, aunque yo no le conozco.
Apoyó su mano en mi hombro y me miró en silencio. Vi que comprendía el grave peligro que nos amenazaba.
—Esto no quiere decir —le dije—, que vayan a descubrirme tan pronto Sir Percival o alguno de sus agentes. Pudiera suceder cualquier accidente. En ese caso no te alarmes si no regreso esta noche, y le das a Laura la mejor disculpa que se te ocurra. Si tengo el menor motivo para sospechar que me vigilan tendré mucho cuidado en que ningún espía me siga hasta nuestra casa. No dudo de que volveré, Marian, aunque me retrase algo, y no temas nada.
—¡No temeré nada! —contestó con firmeza—. Walter, no tendrás que sentir que sólo tengas a una mujer para apoyarte —se calló y me retuvo un instante—. ¡Ten cuidado! —me dijo apretando mi mano ansiosamente—. ¡Ten cuidado!
Me separé de ella para abrir el camino que descubriría la conspiración, el camino oscuro y dudoso que comenzaba en la puerta de la casa del abogado.