IX
IX
En cuanto perdí de vista la iglesia apresuré el paso para llegar pronto a Knowlesbury.
La carretera era en su mayor parte recta y llana. Cada vez que yo volvía la cabeza, podía ver a mis dos espías que me seguían con perseverancia. La mayor parte del tiempo se mantuvieron a cierta distancia de mí. Pero alguna que otra vez apretaron el paso, como si quisieran detenerme, se paraban luego para consultar algo entre los dos y retornaban a su posición inicial. Obviamente, tenían cierta misión y parecía que dudaban o divergían respecto al modo de cumplirla. Yo no llegaba a adivinar cuál podía ser su propósito, pero temí en serio no llegar a Knowlesbury sin tener algún tropiezo. Mi temor se confirmó.
Al llegar a una parte solitaria de la carretera, cerca de un recodo que se veía en lo alto y —que calculando por el tiempo que llevaba andando— debería estar cerca del pueblo, oí de pronto los pasos de los espías justo a mis espaldas.
Antes de que pudiese volver la cabeza, uno de ellos (el que me había seguido en Londres) se encontró a mi izquierda y me empujó con el hombro. Yo estaba más molesto de lo que creía por la forma en que me habían estado pisando los talones todo el camino desde Old Welmingham y, por desgracia, lo aparté de un manotazo. Acto seguido, el hombre se puso a gritar pidiendo socorro. Su compañero, el hombre alto, que iba vestido con uniforme de guardabosque, se puso de un salto a mi derecha y en el instante siguiente los dos canallas me sujetaban en medio de la carretera.
Por suerte, la convicción de que me habían tendido una trampa y la rabia que me producía comprender que yo había caído en ella, me habían impedido empeorar más mi situación intentando una lucha desigual con los dos hombres —uno solo de ellos con toda probabilidad podría acabar conmigo sin ayuda de las armas—. Reprimí mi primer movimiento, con el que había intentado liberarme de ellos, y miré a mi alrededor buscando a alguien a quien pudiese pedir auxilio.
Un labrador que trabajaba en un campo próximo debió de haber presenciado la escena. Lo llamé para que viniese detrás de nosotros al pueblo. Él movió la cabeza con obstinación imperturbable y se alejó dirigiéndose a una caseta cuya parte trasera daba al camino real. Al mismo tiempo, los hombres que me sujetaban me manifestaron su intención de denunciarme por haberlos agredido. Ahora yo tenía la suficiente sangre fría y prudencia para no oponer resistencia. «Suéltenme —les dije—, y prometo ir con ustedes hasta el pueblo. El hombre con uniforme de guardabosques se negó a ello con rudeza. Pero el otro, el más bajo, fue bastante listo para pensar en consecuencias y no dejar que su compañero se comprometiese incurriendo en violencia innecesaria. Hizo una señal al otro y yo me puse en camino entre ellos, pero con las manos libres. Llegamos al recodo de la carretera y allí, delante de nosotros, estaban los arrabales de Knowlesbury. Un policía caminaba por una senda cerca de la carretera. Al verlo, los dos hombres le llamaron; él les contestó que el juez estaba en aquel momento en el ayuntamiento y aconsejó acudir enseguida».
Llegamos al ayuntamiento. El escribano nos tomó declaración y compuso el cargo contra mí con la exageración y tergiversación de la verdad habitual en tales ocasiones. El juez —un hombre malhumorado al que su propio poder causaba un regocijo rabioso— preguntó si había alguien en la carretera o cerca de ella que hubiera presenciado la agresión: y cuál no fue mi sorpresa cuando el demandante admitió la presencia de un labrador que trabajaba en el campo. Sin embargo, las siguientes palabras del juez me indicaron el por qué de aquella declaración. Mandó enseguida llevarme a la cárcel hasta que apareciese el testigo, y al mismo tiempo me dijo que estaba dispuesto a dejarme en libertad condicional si yo pudiese presentar alguna garantía segura de que comparecería en el juicio. Si me hubieran conocido en la ciudad, me habría liberado confiando en mi palabra, pero, tratándose de un perfecto desconocido, era necesario encontrar un fiador de confianza.
Ahora comprendí el objeto de aquella estratagema. Todo estaba organizado de tal modo que me encarcelaran en un pueblo donde nadie me conocía y donde yo no podía esperar que alguien me avalase. Mi encarcelamiento no se prolongaría más de tres días, hasta que se celebrase la próxima sesión del tribunal. Pero, entretanto, mientras yo estaba en la cárcel, Sir Percival podía emplear cualesquiera medios para entorpecer mis futuras investigaciones y tal vez, conseguir que no lo descubriese jamás, todo ello sin tener obstáculo alguno por mi parte. Al transcurrir los tres días el cargo, sin duda, sería retirado y la presencia del testigo se haría completamente innecesaria.
Mi indignación, casi debería decir que mi desesperación, ante esta maligna traba que me impedía todo avance, tan primitiva e insustancial en sí, pero tan descorazonadora y tan seria en cuanto a sus probables resultados, al principio me dejó incapaz de buscar medios para salir del trance en que me encontraba. Llegué a pedir papel y tinta y a pensar en comunicar privadamente al juez mi verdadera situación. La inutilidad y la imprudencia de este paso no se me presentaron hasta que escribí las primeras líneas de la carta. Sólo cuando aparté el papel —aunque me avergüenza decirlo, fue cuando la consciencia de mi impotencia me había dominado casi—, se me ocurrió un curso de acontecimientos que Sir Percival, probablemente, no había previsto y que podría devolverme mi libertad en pocas horas. Decidí hacer saber mi situación al señor Dawson de Oak Lodge.
Como recordará el lector, yo había visitado la casa de este caballero en la época en la que empezaba mis investigaciones en el vecindario de Blackwater Park; y me había presentado ante él con una carta de recomendación de la señorita Halcombe que, en los términos más convincentes, le rogaba prestara su amistosa atención. Ahora escribí recordándole aquella carta y lo que ya le había dicho sobre el carácter delicado y peligroso de mis investigaciones. Entonces no quise revelarle la verdad sobre Laura; me limité a describirle el objetivo de mi viaje como sumamente importante para proteger ciertos intereses de su familia que concernían a la señorita Halcombe. Ahora, empleando la misma precaución, le expliqué mi presencia en Knowlesbury de forma parecida, y dejé al doctor la libertad de decidir si la confianza que en mí había depositado una señorita que él conocía bien, me permitía pedirle que acudiese a socorrerme a un lugar en el cual yo no tenía ni un solo amigo.
Obtuve el permiso para enviar a un mensajero con mi carta y para que partiese en el acto en un carruaje que podría servir para traer al doctor inmediatamente. Oak Lodge estaba en la misma parte de Blackwater Park que Knowlesbury. El cochero me dijo que podía llegar allí en cuarenta minutos y que tardaría otros cuarenta en traer al señor Dawson. Le ordené salir en busca del doctor, donde quiera que estuviera, si no lo encontraba en casa, y me senté a esperar el resultado armándome de paciencia.
No eran la una y media cuando el mensajero se puso en camino. Antes de las tres y media volvió trayendo consigo al doctor. La amabilidad y la gentileza del señor Dawson, que le hacían tratar mi petición de auxilio urgente como una cuestión de deber, me conmovieron profundamente. El aval requerido se ofreció y fue aceptado de inmediato. Antes de las cuatro yo era de nuevo un hombre libre y estrechaba con gratitud la mano del buen viejo en las calles de Knowlesbury.
El hospitalario señor Dawson me invitó a volver con él a Oak Lodge y pasar allí la noche. Lo único que pude contestarte fue que mi tiempo no me pertenecía; y lo único que pude pedirle fue que me permitiese ir a verlo dentro de unos días para expresarle mi agradecimiento una vez más y ofrecerle todas las explicaciones que le debía y que aún no estaba autorizado a darle. Nos despedimos con mutuas expresiones de amistad y me dirigí al despacho del señor Wansborough, situado en la calle principal de Knowlesbury.
Ahora el tiempo era de la mayor importancia.
La noticia de mi liberación condicional llegaría a Sir Percival, no me cabe duda, antes del anochecer. Si las próximas horas no me dejaban en posición de justificar sus peores temores y de tenerle, indefenso, a mi merced, yo podía perder hasta la última pulgada del terreno conquistado para no volver a recuperarlo jamás. La falta de escrúpulos de aquel hombre, la influencia que él tenía en aquellos lugares, el exasperante peligro de quedar desenmascarado o lo que le amenazaban la pesquisas que yo hacía a ciegas, todo ello me advertía de la necesidad de apresurarme para obtener algún descubrimiento definitivo sin demora. Mientras esperaba al doctor Dawson, tuve tiempo de pensar, y no lo desperdicié. Ciertas frases del viejo sacristán hablador que tanto me había aburrido, retornaron ahora a mi memoria con un significado nuevo y acudió a mi mente una sospecha que no se me había ocurrido cuando estaba en la sacristía. Cuando me dirigí a Knowlesbury, mi único propósito era pedir al señor Wansborough informaciones sobre la madre de Sir Percival. Ahora mi objetivo era examinar el duplicado del registro de la iglesia de Old Welmingham.
El señor Wansborough se hallaba en su despacho cuando pregunté por él.
Era un hombre jovial, de rostro arrebatado y de aspecto bonachón, con más traza de señor aldeano que de abogado y parecía que mi petición le resultaba tan sorprendente como divertida. Había oído hablar del duplicado del registro que llevaba su padre, pero nunca lo había visto. Nadie se lo había pedido jamás, y de seguro que estaba en la caja fuerte junto con los demás papeles que no se habían tocado desde la muerte de su padre. Era una pena (decía el señor Wansborough) que el viejo caballero no viviese para oír que por fin alguien preguntaba por su adorado duplicado. Después de eso se hubiera dedicado con más fervor que nunca a su manía favorita. ¿Cómo me enteré yo de que existía semejante copia? ¿Me lo había dicho alguien del pueblo?
Soslayé la pregunta lo mejor que pude. Era imposible ser demasiado cauteloso en esta etapa de la investigación; pero tampoco se podía dejar que el señor Wansborough supiera antes de tiempo que yo había revisado ya el registro original. Por tanto, le dije que investigaba un asunto de familia y que para el éxito de mi misión era de suma importancia ahorrar todo el tiempo posible. Deseaba enviar a Londres, con el correo de aquel mismo día, ciertos detalles que un vistazo a aquel duplicado del registro (pagando, desde luego, los derechos legales) podría aportarme los resultados apetecidos y me evitaría tener que desplazarme a Old Welmingham. Añadí que, en caso de que más tarde precisase una copia del registro original, escribiría al despacho del señor Wansborough para que me facilitase el documento.
Después de dar esta explicación, no se me planteó objeción alguna a la búsqueda del duplicado. Se envió a un escribiente a la caja fuerte y éste al poco rato volvió con el libro. Tenía exactamente el mismo tamaño que el de la sacristía, con la única diferencia de que el duplicado estaba encuadernado con más elegancia. Lo llevé a un escritorio desocupado. Mis manos temblaban, la cabeza me ardía, y antes de abrirlo tuve que hacer un esfuerzo para disimular mi excitación ante las personas que me rodeaban.
En la primera página, en blanco, estaban escritas unas líneas con tinta descolorida. Contenían estas palabras:
«Copia del registro de Matrimonios de la Iglesia Parroquial de Welmingham. Ejecutado bajo mi dirección y luego cotejado por mí, asiento por asiento, con el original. (Firmado). Robert Wansborough, notario parroquial».
Debajo de esta nota estaba añadida una línea escrita con letra diferente y que decía:
«Incluye desde el 1 de enero de 1800 hasta el 30 de junio de 1815».
Busqué el mes de septiembre de mil ochocientos tres. Encontré el matrimonio del hombre que tenía el mismo nombre de pila que yo. Encontré el registro doble del matrimonio de los dos hermanos. Pero, entre estos asientos, el fin de la página…
¡Nada! ¡Ni el menor vestigio de la anotación que en el registro de la iglesia certificaba el matrimonio de Sir Félix Glyde y de Cecilia Jane Elster!
El corazón me dio un salto en el pecho con tal violencia que temía que sus latidos me asfixiasen. Volví a mirar: no podía dar crédito a lo que estaban viendo mis ojos. ¡No! No existía la menor duda. Este casamiento no estaba inscrito. Los asientos de la copia ocupaban exactamente los mismos sitios que en el registro original. El último asiento de una página era el del hombre que tenía el mismo nombre de pila que yo y debajo de él había un espacio en blanco. Era indudable que lo habían dejado porque allí no podía caber el asiento de los matrimonios de los dos hermanos, que tanto en el original como en el duplicado encabezaban la página siguiente. ¡Este trozo de papel blanco descubría toda una historia! Así debía haber estado en el registro de la parroquia desde mil ochocientos tres (cuando se celebraron los matrimonios y se copió en el duplicado) hasta mil ochocientos veintisiete, cuando Sir Percival apareció en Old Welmingham. Aquí, en Knowlesbury, se escondía la copia que probaba la falsificación. ¡Allí, en Old Welmingham, en el registro de la iglesia se perpetró la falsificación!
Mi cabeza me daba vueltas, tuve que apoyarme sobre el escritorio para no caer. De todas las sospechas que aquel hombre exasperado había suscitado en mí, ninguna se había aproximado a la verdad. La idea de que él no fuese Sir Percival Glyde y que no tuviera más derecho a la baronía y a la posesión de Blackwater Park que el más humilde de los labradores que trabajan en sus campos, jamás se me había pasado por la imaginación. En algún tiempo creí que podía ser el padre de Anne Catherick, luego creí que podía haber sido su marido; pero el delito de que realmente era culpable había quedado siempre fuera del alcance de mi imaginación. Los medios despreciables por los que se había efectuado el fraude, la magnitud y la osadía del crimen que el fraude representaba, el horror de las consecuencias que conllevaba su descubrimiento me abrumaban. ¿Quién iba a asombrarse ahora del feroz desasosiego de la vida del truhán, de sus desesperadas transiciones de abyecta duplicidad a violencia irrefrenable, de la locura de conciencia culpable que le había hecho encerrar a Anne Catherick en un manicomio y le había conducido a la vil conspiración contra su mujer, al sospechar que ésta y la otra conocían su terrible secreto? Años atrás, la revelación de este secreto pudiera haberle llevado a la horca; en la actualidad podía significar el destierro vitalicio. Esa revelación, aun cuando las víctimas de sus atropellos le quisieran evitar los rigores de la ley, le despojaría de golpe de su nombre, de su rango, de sus propiedades y de toda aquella existencia social que había usurpado. ¡Éste era el Secreto, y yo lo conocía! ¡Una palabra mía y se vería desposeído de su palacio, sus tierras y sus títulos! ¡Una palabra mía y se convertiría en un proscrito, sin nombre, sin un céntimo y sin amigos! ¡Todo el porvenir de aquel hombre dependía de mis palabras y en estos momentos él lo sabía tan bien como yo!
Este último pensamiento me hizo volver en mí. Intereses mucho más valiosos que los míos estaban supeditados a la cautela que debía guiar mis pasos más irrelevantes. No existía en el mundo traición que Sir Percival no fuera capaz de dirigir en contra mía. En medio de los peligros y lo desesperado de su situación, no se detendría ante riesgo alguno, no retroceder ante cualquier crimen, ni vacilaría ante nada, para quedar a salvo.
Reflexioné unos minutos. Antes que nada necesitaba procurarme una prueba escrita del descubrimiento que acababa de hacer y, en el caso de que me sucediese algún contratiempo, dejar esta evidencia fuera del alcance de Sir Percival Glyde. El duplicado del registro estaba, sin duda, bien protegido en la caja fuerte del señor Wansborough. Pero el original del registro, como había podido comprobar con mis propios ojos, estaba mucho menos seguro en la sacristía.
Ante esta contingencia, resolví volver a la iglesia, encontrar al sacristán y hacer el extracto necesario del registro antes de acostarme. No era consciente entonces de que se precisaba una copia legalizada y de que ningún documento simplemente escrito con mi mano pudiera tener el valor de prueba que se requería. No era consciente de ello, y mi decisión de mantener mis acciones en secreto me impedían hacer preguntas que pudiesen proporcionarme la información necesaria. Mi única ansia era la de regresar a Old Welmingham. Expliqué como mejor pude la alteración de mi rostro y mis gestos que el señor Wansborough había notado, dejé sobre su mesa el importe de los derechos, y anuncié que le escribiría dentro de unos días, y salí de su despacho con la mente alterada y la sangre hirviendo en mis venas.
Empezaba a oscurecer. Se me ocurrió que era probable que me siguieran de nuevo y que podían agredirme otra vez en el camino real.
Mi bastón de paseo era muy ligero, de poca o nula utilidad para defenderme. Antes de salir de Knowlesbury me detuve y compré un fuerte garrote rústico, corto y con un pomo pesado. Con esta arma casera si alguien intenta dispararme, yo podría impedírselo. Si me atacase más de uno, debería huir. De colegial era yo un notable corredor y no me había faltado ejercicio desde entonces, durante mis experiencias en América Central.
Salí del pueblo a paso ligero manteniéndome en el centro de la carretera.
Lloviznaba, y con la niebla no era posible comprobar durante la primera mitad del camino si alguien me seguía. Pero en la segunda mitad, cuando calculaba que estaría a unas dos millas de la iglesia, vi a un hombre que corría tras de mí, en medio de la lluvia y luego oí el ruido de un portillo que se cerraba bruscamente a un lado de la carretera. Yo seguí mi camino, con el garrote preparado en mi mano, oídos aguzados, y esforzándome por ver a través de la niebla y la oscuridad. Antes de que hubiese avanzado cien pasos, escuché un rumor al borde de la carretera, a mi derecha, y tres hombres se abalanzaron sobre mí.
Al instante me aparté del centro del camino. Los dos hombres que iban delante cayeron antes de que tuvieran tiempo de detenerse. El tercero, fue rápido como un rayo. Se detuvo, dio la vuelta y me asestó un golpe con su bastón. Lo había dirigido al azar y no resultó un golpe severo. Cayó sobre mi hombro izquierdo. Se lo devolví con fuerza apuntando a su cabeza. Se tambaleó y tropezó con sus dos compañeros, en el preciso momento en que éstos se arrojaban sobre mí. Esta circunstancia me dio un instante de ventaja. Me deslicé junto a ellos y eché a correr por el centro de la carretera.
Los dos hombres que no estaban heridos me perseguían. Ambos eran buenos corredores; la carretera era lisa y durante los primeros minutos yo tenía la conciencia de que no lograba ganarles terreno. Era peligroso correr mucho tiempo en la oscuridad. Apenas podía distinguir la confusa línea negra de los vallados a ambos lados de mí y cualquier obstáculo accidental que encontrara en el camino me haría caer. De repente sentí que el terreno cambiaba; tras un recodo hubo un descenso y luego una subida. Cuesta abajo los hombres se me acercaron; pero cuesta arriba yo logré aumentar la distancia. Sus pisadas rápidas y regulares eran más lejanas, y por su sonido calculé que me había adelantado a ellos lo suficiente para intentar huir por los campos, pues era probable que en la oscuridad ellos no se percataran de mi desaparición. Llegué al borde del camino, hacia lo que, más que ver, creí que era un hueco en el vallado. Resultó ser un portillo cerrado. Salté por encima de él y me encontré en el campo; empecé a cruzarlo de espaldas a la carretera. Oí a los hombres que pasaron corriendo junto al portillo y, un minuto más tarde, oí que uno de ellos llamaba al otro para que volviera. Pero ahora no me importaba lo que hacían; adonde yo estaba, ellos no podían verme ni oírme. Seguí atravesando el campo y cuando llegué a su final, me detuve un instante para recobrar el aliento.
No podía volver a la carretera; pero, sin embargo, estaba decidido a llegar aquella noche a Old Welmingham.
La luna y las estrellas no aparecieron en el cielo para guiarme. Tan sólo sabía que el viento y la lluvia me azotaban de espalda cuando salí de Knowlesbury y si ahora seguían dándome en la espalda, podía estar seguro por lo menos de que no avanzaba en dirección opuesta.
Crucé la campiña, sin encontrar otros obstáculos que vallados, zanjas y matorrales que de cuando en cuando me obligaban a desviarme brevemente hasta que me encontré en la cuesta de una colina y el terreno que pisaba descendía. Bajé hasta el fondo del barranco. Me abrí paso en una valla y salí al camino. Como al dejar la carretera torcí a la derecha, ahora me fui a la izquierda, pensando volver a la ruta de la que me había apartado. Después de seguir los vericuetos del camino cubierto de lodo unos diez minutos, vi una casa con la luz en una de sus ventanas. La puerta del jardín estaba abierta y entré enseguida para preguntar el camino.
Antes de que pudiese llamar, la puerta se abrió de pronto y salió corriendo un hombre con una linterna encendida en la mano. Se detuvo y levantó la linterna para verme. Los dos estábamos sobresaltados. Mis andanzas me habían conducido hacia los arrabales del pueblo y había llegado a su extremo bajo. Estaba de nuevo en Old Welmingham, y el hombre de la linterna no era otro sino mi conocido de aquella mañana, el sacristán de la parroquia.
Su actitud había sufrido un extraño cambio desde que lo había visto por última vez. Parecía receloso y desconcertado; sus mejillas rosadas estaban congestionadas, y las primeras palabras que me dirigió fueron incomprensibles para mí.
—¿Dónde están las llaves? —me dijo—. ¿Las ha cogido usted?
—¿Qué llaves? —repetí yo—. Acabo de venir de Knowlesbury. ¿A qué llaves se refiere?
—A las llaves de la sacristía. ¡Dios nos ampare y nos proteja! ¡Qué voy a hacer! ¡Las llaves han desaparecido! ¿Comprende? —gritaba el viejo con desesperación, sacudiendo delante de mí su linterna—. Las llaves.
—¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Quién pudo haberlas cogido?
—No lo sé —dijo el sacristán, mirando aterrorizado la oscuridad que le rodeaba—. Acabo de entrar en este momento. Le he dicho esta mañana que tengo mucho que hacer. He cerrado la puerta y he bajado la ventana, y ahora está abierta; ¡mire!, ¡alguien ha entrado por ella y ha cogido las llaves!
Se volvió para mostrarme la ventana abierta de par en par. La puertecita de la linterna se abrió cuando él se volvió bruscamente, y el viento apagó la luz al instante.
—Busque otra luz —le dije—, y vamos los dos a la sacristía. ¡Deprisa, deprisa!
Le hice entrar en casa. Temí que la trampa que podía despojarme de todas las ventajas que había conseguido, estuviera consumándose, quizá en aquellos instantes. Mi impaciencia por llegar a la iglesia era tan grande, que no pude permanecer inactivo dentro de la casa mientras el sacristán volvía a encender la linterna. Salí fuera y por el sendero del jardín llegué al camino.
Antes de que diese diez pasos hacia delante, un hombre, que venía en dirección opuesta de la que llevaba a la iglesia, se me acercó. Me dirigió unas palabras respetuosas cuando estuve delante. Yo no podía ver su rostro, pero a juzgar sólo por su voz era un desconocido para mí.
—Perdón, Sir Percival… —comenzó a decir.
Lo detuve antes de que continuase:
—La oscuridad le ha confundido —le dije—. Yo no soy Sir Percival.
El hombre se cortó al instante.
—Creí que era mi amo —murmuró con tono de confusión y de duda.
—¿Esperaba usted encontrar aquí a su amo?
—Me mandó que esperase en el sendero.
Y diciendo esto volvió sobre sus pasos. Miré atrás hacia la casa, y vi que el sacristán salía con la linterna encendida de nuevo. Cogí al viejo del brazo para ayudarle a caminar más deprisa. Nos apresuramos por el camino y pasando por delante del hombre que me había interpelado. Por lo que pude ver a la luz de la linterna, era un criado sin librea.
—¿Quién es ése? —murmuró el sacristán—. ¿Sabe algo de las llaves?
—No esperemos a que nos lo diga —contesté—. Vámonos antes a la iglesia.
Incluso en pleno día, la iglesia no se veía hasta que no se llegaba al final del camino. Cuando subíamos la cuesta, que llevaba desde allí al edificio, uno de los chiquillos del pueblo se nos acercó, atraído por la luz que llevábamos y reconoció al sacristán.
—Yo creo, señor —dijo, tirando respetuosamente de la levita del sacristán, que en la iglesia debe haber alguien. He oído cómo se abría la puerta, y luego cómo con una cerilla se encendía la luz.
El sacristán se estremeció y se apoyó sobre mí pesadamente.
—¡Vamos, vamos! —le daba yo ánimos—. Aún no es tarde. Cogeremos al hombre, sea quien sea. Sostenga la linterna y sígame lo más deprisa que pueda.
Subí la cuesta corriendo. La mole oscura de la torre de la iglesia fue lo primero que distinguí vagamente sobre el cielo nocturno. Cuando me volví para dar la vuelta y llegar a la sacristía oí unos pasos pesados que se me acercaban. El criado nos había seguido en nuestro camino a la iglesia.
—No tenga miedo —dijo cuando me volví hacia él—. Sólo estoy buscando a mi amo.
El tono en que me habló dejaba ver claramente que estaba asustado. Yo no le hice caso y seguí andando.
En cuanto doblé la esquina y me encontré frente a la sacristía, vi que la claraboya del techo estaba intensamente iluminada, desde dentro. Resplandecía, deslumbrante, sobre el cielo sombrío y sin estrellas.
Me precipité por el cementerio hacia la puerta. Al acercarme noté un extraño olor que inundaba el húmedo aire nocturno. Desde dentro de la sacristía me llegaba un ruido crepitante, vi que la luz de arriba era cada vez más intensa, uno de los cristales crujía… Corrí a la puerta y puse las manos sobre ella. ¡La sacristía estaba ardiendo!
Antes de que pudiera moverme, antes de que pudiera recobrar la respiración que se me cortó ante aquel descubrimiento, el terror me invadió cuando oí fuertes golpes contra la puerta que procedían del interior. Oí que la llave giraba con violencia en la cerradura… oí una voz de hombre que detrás de la puerta lanzaba alaridos escalofriantes, pidiendo socorro.
El criado que me había seguido, retrocedió estremeciéndose y cayó de rodillas.
—¡Dios mío, Dios mío —dijo él— es Sir Percival!
Cuando estas palabras salían de sus labios, el sacristán nos alcanzó y en aquel mismo momento la llave giró en la cerradura produciendo un restallido por última vez.
—¡El señor se apiade de su alma! —dijo el viejo—. ¡Está condenado y muerto! ¡Ha roto la cerradura!
Me abalancé sobre la puerta. El único propósito imperativo, que había llenado todos mis pensamientos, que había controlado todas mis acciones a lo largo de semanas y semanas, se borró de mi mente en un instante. Todo recuerdo del agravio cruel que los crímenes de aquel hombre habían causado, del amor, de la inocencia, de la felicidad que había pisoteado despiadadamente; del juramento que yo me había hecho en mi corazón de someterlo al terrible escarmiento que él había merecido…, todo esto se esfumó de mi memoria como un sueño. No recordaba nada más que el horror de su situación. No sentí más que el impulso natural y humano de salvarle de aquella espantosa muerte.
—¡Trate de forzar la otra puerta! —le grité—. ¡Fuerce la puerta que da a la iglesia! Esta cerradura está rota. Si pierde un minuto más con ella es hombre muerto.
Desde que la llave giró por última vez, no volvieron a escucharse nuevos gritos de socorro. Ahora no llegaba sonido alguno que indicase que continuaba con vida. No oía más que el crepitar creciente de las llamas y los sonoros estallidos de los cristales de la claraboya.
Me volví y miré a mis dos acompañantes. El criado se había puesto de pie, había cogido la linterna y la levantaba con un gesto absurdo, alumbrando la puerta. El terror parecía haberlo sumido en un estado de idiotez absoluta, y no hacía más que seguirme como un perro a cada paso que daba. El sacristán se había acurrucado sobre una de las sepulturas, estaba temblando y lamentándose para sí mismo. Con dirigirles una mirada, comprendí que ninguno de los dos era capaz de hacer algo.
Sin saber apenas qué hacía, obedeciendo al primer impulso que me acometió, así en mis manos al criado y lo empujé hacia la pared de la sacristía.
—¡Agáchate! —le dije—, y apóyate en las piedras. Quiero subir al tejado, voy a romper la claraboya para que le entre un poco de aire.
El hombre tiritaba de pies a cabeza, pero se mantuvo firme. Subí sobre su espalda con mi garrote entre los dientes, me así al borde del tejado con las dos manos y acto seguido ya estaba arriba. En el apresuramiento y agitación irreflexivos del momento no se me ocurrió que serían las llamas las que saldrían hacia fuera, en lugar de que entrase el aire. Di un golpe en la claraboya que bastó para romper el cristal ya resquebrajado y flojo. El fuego se precipitó hacia fuera como una fiera de su jaula. Si, como ocurrió por suerte, el viento no lo hubiera desviado del sitio donde yo estaba, mis trabajos habrían terminado allí. Me acurruqué sobre el tejado mientras el humo, junto con las llamas, parecía envolverme. El resplandor y los reflejos de la luz me dejaron ver el rostro del criado que, inexpresivo, miraba desde el muro hacia arriba; el sacristán que se puso de pie sobre el sepulcro retorciendo las manos con desesperación a los escasos habitantes del pueblo, hombres macilentos y mujeres aterradas que se apiñaban al fondo del cementerio… todos aparecían y desaparecían en el terrible fulgor rojo, en la negrura del humo asfixiante. ¡Y el hombre bajo mis pies! ¡El hombre que se ahogaba, se abrasaba, moría tan cerca de nosotros y, sin embargo, tan lejos de nuestro alcance!
Esta idea casi me hizo enloquecer. Me bajé del tejado aguantándome en mis manos y salté al suelo.
—¡La llave de la iglesia! —grité al sacristán—. Debemos intentarlo, aún podemos salvarlo si conseguimos abrir la puerta interior.
—¡No, no, no! —exclamó el viejo—. ¡No hay esperanza! ¡La llave de la iglesia y la de la sacristía están en el mismo manojo, las dos ahí dentro! ¡Señor, no podemos salvarlo, ahora no es más que polvo y cenizas!
—Desde el pueblo verán el fuego —dijo una voz en el grupo de hombres detrás de mí—. En el pueblo hay bomberos. Ellos salvarán la iglesia.
Llamé a aquel hombre —él no había perdido la cabeza—, y le dije que se acercase. Los bomberos no tardarían menos de un cuarto de hora en llegar del pueblo. El horror de permanecer todo este tiempo inactivo era más de lo que yo podía aguantar. A pesar de lo que me decía la razón, me persuadí yo mismo de que el canalla, condenado y perdido, podía estar aún inconsciente, tendido en el suelo de la sacristía, podía no estar muerto todavía. ¿Podíamos salvarlo si forzábamos la puerta? Conocía la resistencia del pesado cerrojo, conocía el grosor de roble reforzado con clavos, conocía lo descabellado que sería luchar contra las dos cosas con medios habituales. Pero ¿no quedaban vigas de las casas abandonadas que había cerca de la iglesia? ¿Y si buscásemos una y la utilizásemos como ariete contra la puerta?
Esta idea nació en mí con la misma fuerza con que las llamas brotaban de la claraboya rota. Busqué al hombre que habló de los bomberos del pueblo.
—¿Tienen ustedes picos cerca?
Sí, los tenían ahí. También tenían hachas, sierras y un trozo de soga.
Corrí hacia los aldeanos, con la linterna en mi mano.
—¡Cinco chelines al que quiera ayudarme!
Aquellas palabras les devolvieron a la vida. Aquella hambre canina propia de la miseria —el hambre del dinero—, en un momento los sumió en una actividad tumultuosa.
—¡Dos de ustedes vayan a traer más linternas si las tienen! ¡Otros dos, a buscar los picos y herramientas! El resto, que me siga para traer una viga…
Profirieron gritos de júbilo, con voces estridentes y exhaustas. Las mujeres y los niños retrocedieron formando un pasillo. Como un hombre nos precipitamos por el camino del cementerio hacia la casa vacía que estaba más cerca. Detrás no quedaba más que el sacristán… el pobre sacristán, que seguía sollozando y gimiendo por la iglesia, sobre la piedra de un sepulcro. El criado me pisaba los talones; su rostro blanco, con expresión de desamparo y pánico, estaba detrás de mi hombro cuando irrumpimos en la casa. Allí sobre el suelo había vigas del piso de arriba abatido, pero eran demasiado ligeras. Sobre nuestras cabezas cruzaba el espacio una más fuerte que estaba al alcance de nuestros brazos y nuestras hachas; la viga se sostenía por los extremos en los muros ruinosos (libre del peso del techo y del suelo que habían desaparecido por debajo de un gran agujero en el tejado que se abría al cielo). Nos precipitamos sobre la viga atacándola por los dos extremos a la vez. ¡Dios mío! ¡Qué bien aguantaba! ¡Qué resistencia ofrecían el ladrillo y la argamasa de los muros! Al fin cedió un extremo. Las mujeres que se agolpaban en la puerta mirándonos chillaron… Los hombres gritaron; dos de ellos habían caído, pero ninguno estaba herido. Todos a la vez asestaron un golpe más y la viga quedó suelta por los dos extremos. La levantamos y gritamos que nos dejasen pasar por la puerta. «¡Manos a la obra!, ¡a desfondar la puerta!». El fuego fulguraba en el cielo ¡su resplandor intenso nos alumbraba! «¡Adelante, por el camino del cementerio, adelante con la viga, a desfondar la puerta! ¡Una, dos, tres y atrás!». El alborozo volvió a resonar. La hicimos tambalear. «Cederán los goznes, si no cede el cerrojo. ¡Otro empujón con la viga! Una, dos, tres y atrás. ¡Está cediendo!». El fuego, furtivo, nos amenazaba apuntándonos por las rendijas alrededor de la puerta. ¡Un último empujón! La puerta cayó con estruendo sobre aquella hoguera infernal. Un profundo silencio de conmoción, la patética expectación inmóvil se apoderó del ánimo de cada uno de nosotros. Buscamos su cuerpo. El calor que nos abrasaba las caras, nos obligó a retroceder: no vimos nada… arriba, abajo, en todo aquel espacio no vimos más que la cortina de fuego vivo.
—¿Dónde está? —murmuraba el criado, sin apartar su mirada vacía de las llamas.
—¡No es más que polvo y cenizas! —decía el sacristán—. Y los libros son también polvo y cenizas… ¡Oh Dios, pronto lo será también la iglesia!
No habló nadie más. Cuando enmudecieron de nuevo, lo único que se oía en el silencio era el traqueteo y el crepitar de las llamas.
¡Chhist!
Un chirrido estridente se oyó a lo lejos, luego el ruido hueco de los cascos de caballos a galope tendido y, por fin, un rumor bajo, el tumulto imponente de cientos de voces humanas que braman y ululan a la vez. ¡Los bomberos por fin!
La gente que me rodeaba se volvió de espaldas al fuego y, ansiosa, echó a correr hacia la cima de la colina. El viejo sacristán intentó seguirlos; pero las fuerzas le fallaban. Le vi detenerse apoyándose sobre una de las lápidas.
—¡Salvad la iglesia! —exclamó débilmente, como si los bomberos pudieran oírle—. ¡Salvad la iglesia!
El único que permaneció inmóvil, fue el criado. Continuaba en el mismo sitio, con los ojos siempre clavados en aquellas llamas, con una expresión inalterable y vacía. Le hablé. Le sacudí el brazo. No podía oírme. Sólo murmuró una vez más:
—¿Dónde está?
Diez minutos después la bomba quedó montada; el pozo detrás de la iglesia la alimentaba; la manga se acercó a la puerta de la sacristía. Si se hubiera precisado mi colaboración, entonces no habría podido prestarla. Mi voluntad y energía habían desaparecido, mi fuerza estaba agotada, el remolino de mis pensamientos se aplacó con temible prontitud. Me sentía innecesario e impotente, y miraba; miraba la estancia que ardía.
Vi cómo se sofocaba poco a poco el fuego. El resplandor se extinguió, el humo que se elevaba en nubes blancas y los rescoldos centelleantes se amontonaban, rojos y negros, sobre el suelo. Hubo una pausa y, luego, bomberos y policía avanzaron hacia la puerta, se consultaron en voz baja y eligieron a dos hombres que se abrieron paso entre la muchedumbre y salieron del cementerio. La muchedumbre retrocedió formando un pasillo en su camino con un silencio de muerte.
A los pocos momentos, un temblor recorrió a la gente congregada y el camino viviente se abrió de nuevo con lentitud. Los dos hombres volvían trayendo una puerta de alguna de las casas deshabitadas, la llevaron hacia la sacristía y entraron. La policía volvió a la puerta de entrada y se separaron de la muchedumbre y fueron acercándose de uno en uno, algunos aldeanos para ser los primeros en ver lo que sucedía. Otros esperaban cerca, para ser los primeros en oír. Entre estos últimos se hallaban mujeres y niños.
Las noticias que salían de la sacristía comenzaron a cundir entre la muchedumbre, pasando lentamente de boca en boca hasta llegar al lugar en que me encontraba. Oía a mi alrededor las preguntas y las respuestas repitiéndose una y otra vez, con voces bajas y ansiosas.
«¿Lo han encontrado?». «Sí». «¿Dónde?». «En la puerta, tendido bocabajo». «¿Qué puerta?». «La que lleva a la iglesia. Estaba bocabajo, la cabeza junto a la puerta». «¿Tiene la cara quemada?». «No». «Sí, quemada». «No, está chamuscada, pero sin quemar; estaba bocabajo». «¿Quién era?». «¿Que quién era? Dicen que un lord». «No, un lord no. Sir algo. Sir significa que era caballero». «Y barón». «Y barón también». «No». «Sí». «¿Qué quería allí?». «Nada bueno, puede estar seguro». «¿Lo ha hecho a propósito?». «¡Quemarse vivo a propósito!». «No digo quemarse vivo, me refiero a la sacristía». «¡Debió de ser espantoso verlo!». «¡Espantoso!». «¿Pero la cara no tanto?». «No, no, la cara no tanto». «¿Hay alguien que le conozca?». «Ahí está un hombre que dice conocerlo». «¿Quién es?». «Dicen que un criado, pero ha quedado fuera de sí y la policía no le cree». «¿No hay nadie más que le conozca?». «Chitón…». La voz fuerte y clara de una autoridad acalló en un instante los murmullos de voces a mi alrededor.
—¿Dónde está el caballero que intentó salvarle? —dijo la voz.
—¡Aquí ésta, señor, aquí está! —docenas de rostros ansiosos se volvían hacia mí, docenas de brazos ansiosos se levantaron de la muchedumbre.
El hombre dotado de autoridad se acercó a mí con una linterna en la mano.
—Sígame, por favor, —dijo reposadamente.
No fui capaz de contestarle, ni fui capaz de resistirme cuando me cogió por un brazo. Quise decirle que jamás había visto a aquel hombre vivo, que era imposible que yo, un desconocido, lo identificase. Pero las palabras no salieron de mis labios. Me sentía desfallecido, mudo e inútil.
—¿Lo conoce usted, señor?
Yo estaba en medio de un círculo de hombres. Tres de ellos, que estaban enfrente, inclinaban sus linternas hacia el suelo. Sus ojos y los ojos de todos los demás se clavaban en mi rostro en silente expectación. Yo sabía qué había a mis pies, yo sabía por qué bajaban sus linternas hacia el suelo.
—¿Puede usted identificarlo, señor?
Mi mirada bajaba lentamente. Al principio no vi más que un lienzo basto. En medio del terrorífico silencio se oía caer sobre él gotas de lluvia. Deslicé mi mirada a lo largo del lienzo y al final estaba, rígido, torvo y negro bajo la luz amarillenta, su rostro muerto. Así lo vi, por primera y última vez. El Designio del Señor dispuso que hubiéramos de encontrarnos así.