Limmeridge
Día 8 de Noviembre.
El señor Gilmore nos abandonó esta mañana. Es evidente que su entrevista con Laura le ha sorprendido y apenado mucho más de lo que él quisiera reconocer. Me chocaron tanto su aspecto y su actitud cuando nos separamos, que temí que ella, sin darse cuenta, hubiera descubierto el auténtico secreto de su depresión y de mi intranquilidad. Esta duda me atormentaba tanto cuando se marchó, que decliné la invitación de pasear a caballo con Sir Percival y fui en vez de ello al cuarto de Laura.
En lo referente a este difícil y lamentable asunto, experimentaba yo una desolada desconfianza en mí misma desde que me di cuenta de mi ignorancia respecto a lo fuerte que era la desdichada inclinación de Laura. Debí haber pensado que la delicadeza y sensibilidad y el concepto del honor que me habían atraído hacia el pobre Hartright, y que me habían hecho admirarle y respetarle con tanta sinceridad, eran precisamente las cualidades que resultaban más irresistibles para Laura, por su misma naturaleza sensible y generosa. Y sin embargo, hasta que, por su propio deseo, no me descubrió la verdad, no fui capaz de sospechar que este sentimiento, nuevo en ella, había echado tan hondas raíces. Entonces pensé que el tiempo y mis cuidados lo borrarían. Ahora temo que este sentimiento perdurará y alterará su vida. Y el descubrir que he cometido un grave error juzgándola como lo hice me hace dudar ahora de todo lo demás. Dudo de Sir Percival, teniendo delante las pruebas más palpables. Dudo incluso de hablar con Laura. Esta misma mañana, en fin, con la mano en el picaporte, he dudado si debería formular las preguntas que había venido a hacerle.
Cuando al fin entré en su habitación la hallé paseando de un lado a otro de su saloncito con muestras de impaciencia. La excitación había coloreado su rostro; se abalanzó sobre mí antes de que pudiera pronunciar una sola palabra.
—¡Cuánto deseaba que vinieses! —dijo—. Siéntate conmigo en el sofá… ¡Marian!, no puedo resistir más tiempo… Debo y quiero terminar con esta situación.
Había demasiado calor en sus mejillas, demasiada energía en su actitud y demasiada firmeza en su voz. En una mano tenía el álbum de dibujos de Hartright, ese libro fatal sobre el que se pasa las horas soñando siempre que está sola. Empecé por quitárselo con decidida suavidad y lo puse sobre una mesa, lejos de su mirada.
—Cálmate y dime, querida, qué es lo que pretendes hacer —dije—. ¿Es que el señor Gilmore te ha aconsejado algo?
Movió negativamente la cabeza.
—No, no me ha dicho nada respecto a lo que estoy pensando ahora. Fue muy cariñoso y muy bueno conmigo, Marian, y me da vergüenza confesarte que le hice pasar un mal rato, porque me eché a llorar… Soy una desgraciada, no consigo controlarme. Mas por mi bien y por el de todos he de tener el valor suficiente para terminar de una vez.
—¿Quieres decir que necesitas valor para anular el compromiso? —pregunté.
—No —repuso con sencillez—. Valor, querida, para decir la verdad.
Me echó los brazos al cuello y ocultó la cabeza en mi pecho. En la parte opuesta de la habitación había un retrato de su padre. Me incliné sobre ella y vi que no separaba de él su mirada mientras su cabeza descansaba sobre mi pecho.
—No podría pedir jamás que se anulase mi compromiso —continuó—. Cualquiera que sea el final, para mí será desastroso. Lo único que puedo hacer es no agravar el desastre anulando un compromiso olvidando así las últimas palabras de mi padre.
—Entonces, ¿qué te propones? —pregunté.
—Decir la verdad a Sir Percival; decírsela de mis propios labios —contestó—, y si él quiere, que me libere voluntariamente de mi promesa, y no porque yo se lo pida sino porque él lo sabrá todo.
—¿Qué quieres decir con todo? A Sir Percival le bastará saber (él mismo me lo dijo) que el cumplimiento de este compromiso contraría tus deseos.
—¿Cómo voy a decírselo, si fue mi padre quien estableció el compromiso con mi consentimiento? Yo hubiera mantenido mi promesa; sin alegría, siento decirlo, pero en todo caso con satisfacción… —se detuvo, volvió la cabeza hacia mí y apretó su mejilla contra la mía—. Yo hubiera mantenido mi promesa, Marian, si no hubiera invadido mi corazón otro amor que no existía cuando prometí a Sir Percival ser su mujer.
—¡Laura! ¡No te rebajarás hasta el extremo de confesárselo!
—De todos modos me rebajaría a mí misma si consiguiera la anulación a costa de ocultarle lo que tiene perfecto derecho a saber.
—¡No tiene ni un ápice de derecho a enterarse!
—Te equivocas, Marian, te equivocas. No puedo engañar a nadie, y todavía menos al hombre al que me prometió mi padre y a quien me prometí yo por mi voluntad —dijo, besándome—. Querida mía —continuó con dulzura—, me quieres tanto y estás tan orgullosa de mí que incluso olvidas, cuando se trata de mí, lo que nunca olvidarías si se tratase de ti misma. Es mejor que Sir Percival dude de los motivos que tengo y desapruebe mi conducta, a que yo sea hipócrita y me aproveche de una mentira para ser libre.
Me aparté para mirarla con asombro. Por vez primera en la vida se habían cambiado nuestros papeles: ella estaba llena de resolución y yo vacilaba. Miré aquel rostro joven, pálido, triste y resignado; vi aquellos ojos rebosantes de amor que me miraban, el reflejo de un corazón puro e inocente, y las mezquinas advertencias y objeciones terrenales que tenía a flor de labios desfallecieron y murieron en su propio vacío. Incliné la cabeza en silencio. En su lugar el orgullo vil y detestable que hace mentir a muchas mujeres hubiera sido mi orgullo y me hubiera hecho mentir a mí también.
—No te enfades conmigo, Marian —dijo, interpretando mal mi silencio.
Le contesté con un estrecho abrazo, pues tenía miedo de echarme a llorar si hablaba. Mis lágrimas no brotaron con facilidad. Son como las lágrimas de los hombres, sollozos que me destrozan y asustan a cuantos me contemplan.
—Hace muchos días que estoy pensando en esto —continuó diciendo, mientras toqueteaba mis cabellos con aquella infantil impaciencia de sus dedos que la pobre señora Vesey seguía tratando, tan paciente y tan infructuosamente, corregir—. He pensado en ello muy seriamente y estoy convencida de que no me faltará valor si mi conciencia me dice que es eso lo que debo hacer. Deja que le hable mañana, Marian, y delante de ti. No diré nada que no deba, nada que nos haga sentir vergüenza a ti o a mí, pero ¡qué alivio sentirá mi corazón al acabar con estos miserables disimulos! Tan sólo déjame sentir que no tengo ninguna mentira sobre mi conciencia, y cuando me haya escuchado y lo sepa todo, que obre como quiera.
Suspiró y volvió a apoyar la cabeza sobre mi pecho. Me asaltaron tristes pensamientos sobre el porvenir, mas como seguía desconfiando de mis opiniones le dije que haría como ella deseaba. Me dio las gracias, y enseguida hablamos de otras cosas.
A la hora de la cena estuvo con Sir Percival mucho más natural y más a gusto de lo que la había visto hasta entonces. Durante la velada se sentó al piano, pero escogió unas piezas nuevas, más rápidas, menos melódicas que de costumbre y muy sofisticadas. Las encantadoras melodías de Mozart, que tanto entusiasmaban al pobre Hartright, nunca volvieron a sonar desde que él partió. Sus notas han desaparecido del atril. Ella misma quitó de allí el cuaderno para que a nadie se le pudiera ocurrir, al verlo, pedirle que tocara aquella música.
No tuve la ocasión de comprobar si su intención de aquella mañana había cambiado, hasta que al despedirse aquella noche de Sir Percival comprendí por sus propias palabras que seguía firme en su propósito. Le dijo muy serena que desearía hablar con él al día siguiente después de desayunar y que la encontraría junto a mí en su saloncito. Al oír sus palabras, Sir Percival palideció, y noté que su mano temblaba un poco cuando me la dio para desearme buenas noches. A la mañana siguiente se decidiría su futuro, y él indudablemente lo comprendía así.
Como de costumbre, entré por la puerta que comunicaba nuestros dormitorios para dar las buenas noches a Laura antes de que se durmiese. Al inclinarme para darle un beso vi que por debajo de la almohada asomaba el álbum de dibujos de Hartright. Era el mismo sitio en que escondía sus juguetes favoritos cuando era niña. No tuve valor para decirle nada, pero señalando el libro hice un gesto de reproche con la cabeza. Puso las dos manos en mis mejillas, me atrajo hacia sí buscando mis labios y murmuró:
—Déjalo aquí esta noche. Mañana puede ser un día cruel y quizá tenga que despedirme de él para siempre.
Día 9 de Noviembre.
El primer acontecimiento de la mañana no ha sido de los que levantan el ánimo; he recibido una carta del pobre Walter Hartright en respuesta a la mía, en la que le contaba como Sir Percival había disipado las sospechas suscitadas por la carta de Anne Catherick. Habla brevemente y con acritud de las explicaciones de Sir Percival, y sólo dice que él no es nadie para juzgar el comportamiento de personas cuya posición es más elevada que la suya. Todo esto es triste; pero me apena más aún lo poco que me cuenta de sí mismo. Dice que los esfuerzos que hace por retornar a sus costumbres y preocupaciones de antes cada día le resultan más duros en lugar de resultarle más fáciles; y me explica que, si quiero ayudarle, utilice mi influencia para conseguirle una colocación que le obligue a abandonar Inglaterra y lo lleve entre gente y ambientes nuevos. Pero el último párrafo de su carta es el decisivo para que me haya decidido a atender a su ruego, pues me ha alarmado de verdad. Después de comentar que ni ha vuelto a ver a Anne Catherick ni ha oído nada de ella, se interrumpe para dejarme entrever de la manera más misteriosa e inconsecuente que, desde su regreso a Londres, lo vigilan y lo siguen constantemente hombres desconocidos. Reconoce que no puede indicar a ninguna persona en particular para justificar aquella sospecha extravagante, pero asegura que día y noche experimenta la sensación de que le siguen. Me ha asustado, porque parece como si la idea fija de Laura resultara insoportable para su mente. Voy a escribir inmediatamente a Londres a ciertos amigos de mi madre, personas de gran influencia, para suplicarles que le apoyen. Puede ser que cambiar de ambiente y de ocupación sea de verdad su salvación en este momento crítico de su vida.
Con gran alivio para mí, Sir Percival nos mandó decir que no podía desayunar con nosotras. Había tomado una taza de café en su habitación y continuaba allí, pues le faltaban aún algunas cartas por escribir. Si a las once era una hora conveniente, tendría el honor de estar a la disposición de la señorita Fairlie y de la señorita Halcombe.
Mientras nos comunicaban este recado no aparté la mirada del rostro de Laura. La había encontrado extrañamente serena y sosegada cuando fui a su cuarto al levantarme; lo estuvo también durante todo el tiempo en que estuvimos desayunando. Incluso mientras esperábamos a Sir Percival, sentadas en el sofá del saloncito, no perdió su control.
—No te preocupes por mí, Marian —fue todo lo que me dijo—. Puedo dejarme llevar por las penas con un viejo amigo como Gilmore o con una querida hermana como tú, pero delante de Sir Percival sabré dominarme.
La miré y escuché con muda sorpresa. A pesar de tantos años de íntima unión entre las dos, esta fuerza pasiva de su carácter se había mantenido oculta para mí. Oculta incluso para ella misma, hasta que el amor la descubrió y el sufrimiento la forzó a que hiciera uso de ella.
Cuando el reloj de la chimenea dio las once, Sir Percival llamó a nuestra puerta y entró. En todos los rasgos de su fisonomía se leían la agitación y la ansiedad contenidas. Aquella tos seca y aguda que le molestaba con frecuencia parecía asaltarle con más insistencia que nunca. Se sentó frente a nosotras junto a la mesa y Laura continuó a mi lado. Miré a los dos con atención y vi que él estaba más pálido que ella.
Dijo algunas frases sin importancia, haciendo visibles esfuerzos por mantener la habitual soltura de sus maneras. Pero no conseguía que su voz sonase firme ni que desapareciese la inquietud y la consternación de su mirada. Él mismo debió notarlo cuando en medio de una frase se calló bruscamente y desistió de disimular por más tiempo su preocupación.
Hubo un breve instante de mortal silencio antes de que Laura se dirigiese a él.
—Deseo hablar con usted, Sir Percival —dijo— sobre un tema que es de gran importancia para los dos. Mi hermana se halla presente, porque me anima verla conmigo y así estoy más serena. No me ha sugerido ni una sola palabra de lo que voy a decirle. Hablo por propia decisión y no por la suya. Estoy segura de que sabrá usted comprenderlo antes de que prosiga, ¿verdad?
Sir Percival asintió. Ella se había expresado con absoluta serenidad y con perfecta corrección. Laura lo miraba y él le devolvía la mirada. Parecía, al menos a primera vista, que estaban enteramente decididos a comprenderse mutuamente.
—He sabido por Marian —continuó Laura— que sólo con que le pida que me libere de la promesa que le hice me devolverá usted la palabra. Esto demuestra su generosidad y su indulgencia, Sir Percival. Si le digo que le agradezco su proposición, no hago más que estricta justicia a su mérito, y creo que me la hago a mí al decirle que me niego a aceptarla.
El ansioso rostro perdió su tensión. Pero noté que uno de sus pies golpeaba suave e incesantemente en el suelo y comprendí que sin mostrarlo continuaba experimentando la misma ansiedad.
—No he olvidado —prosiguió Laura— que antes de hacerme el honor de solicitar mi mano obtuvo usted la autorización de mi padre. Quizá no habrá olvidado, por su parte, lo que le dije cuando accedí a ello. Me atreví a asegurar que la influencia y el consejo de mi padre eran lo que principalmente me decidía a aceptar el compromiso. Me dejé guiar por mi padre, pues en él encontré siempre al más fiel de los consejeros, al mejor y más cariñoso de los protectores y amigos. Y ahora que le he perdido, sólo puedo amar su memoria; la fe que me inspiró mi querido amigo muerto no ha flaqueado. En este momento estoy convencida, con la misma firmeza de siempre, de que él sabría mejor que nadie lo que más me conviene y que sus deseos y esperanzas deben ser también los míos.
Su voz tembló por primera vez. Sus inquietos dedos se deslizaron por mi manga y estrecharon mi mano.
Hubo otro instante de silencio hasta que habló Sir Percival.
—¿Puedo preguntar —dijo— si es que me he mostrado indigno de la confianza puesta en mí y cuya posesión era mi mayor honor y mi máxima felicidad?
—No hay nada que yo reproche en su conducta —contestó ella—. Siempre me ha tratado con la misma paciencia y delicadeza. Ha merecido usted mi confianza y, lo que es aún más importante para mí, mereció la confianza de mi padre, a cuya sombra ha nacido la mía. No me ha dado usted ningún motivo, aunque quisiera buscarlo para pretender liberarme de nuestro compromiso. Lo que he dicho hasta ahora obedecía a mi deseo de demostrarle que le aprecio profundamente. El respeto a este aprecio, el respeto a la memoria de mi padre, el respeto a mi propia palabra, todo ello me impide dar el primer paso en renunciar a nuestra actual situación. La ruptura de nuestro compromiso debe obedecer enteramente a su voluntad y a su proceder, Sir Percival, y no a los míos.
El nervioso golpeteo del pie en el suelo se detuvo de repente, y él se inclinó sobre la mesa, lleno de ansiedad.
—¿Mi voluntad? —dijo—. ¿Qué razón puede haber por mi parte para romper el compromiso?
Escuché la respiración de Laura acelerarse, sentí que su mano se helaba en la mía. A pesar de lo que me había asegurado empecé a temer por ella. Me equivoqué.
—Una razón que me cuesta confesarle —contestó—. En mí se ha producido un cambio, Sir Percival, un cambio que es lo bastante grave para justificarlo a usted y justificarme a mí misma en caso de que sea roto nuestro compromiso.
Sir Percival palideció de tal modo que hasta sus labios quedaron lívidos. Levantó el brazo que apoyaba en la mesa, se reclinó en su silla y dejó caer la cabeza sobre la mano de modo que sólo podíamos verle el perfil.
—¿Qué cambio? —preguntó.
El tono con que pronunció estas palabras me hizo estremecer, pues traslucía algo que él se esforzaba en evitar y que le dolía.
Laura suspiró profundamente, se inclinó sobre mí y reclinó su hombro en el mío. Sentí cómo temblaba y quise evitarle ese sufrimiento hablando en su lugar. Me detuvo estrechando con más fuerza mi mano, y se dirigió a Sir Percival, pero esta vez sin mirarle.
—He oído decir —comenzó—, y creo en ello, que el amor más entrañable y más verdadero es el que las mujeres deben sentir por sus maridos. Cuando nos prometimos yo hubiera podido ofrecerle ese amor, y usted, si hubiera querido, podría recibirlo. ¿Me perdonará y me permitirá no continuar, Sir Percival si digo que ahora no sucede lo mismo?
Algunas lágrimas nublaron sus ojos y se deslizaron por sus mejillas cuando se detuvo esperando la respuesta. Pero él no pronunció una palabra. Desde que ella había empezado a hablar había ocultado su rostro en la mano en que se apoyaba. Lo único que podía ver era la parte de su cuerpo que se erguía sobre la mesa. Ni un solo músculo se movió en él. Los dedos de la mano en que apoyaba su cabeza estaban hundidos en su pelo. El gesto tanto podía expresar una oculta cólera como dolor, era difícil decidirlo, pues no lo recorría ningún temblor traicionero. Nada, absolutamente nada, descubría el secreto de su pensamientos en aquel momento decisivo que señalaba lo que iba a ser de su vida y de la de ella.
Quise obligarle a hablar para tranquilidad de la pobre Laura.
—¡Sir Percival! —empecé con brusquedad—, ¿no tiene usted nada que decir cuando mi hermana le ha dicho tanto? En mi opinión —añadí dejándome llevar de mi desgraciado temperamento—, mucho más de lo que cualquier hombre del mundo, en sus circunstancias, tiene derecho a oír.
Esta última y apresurada frase le permitía eludir mi pregunta si así lo prefería, y él no tardó en aprovechar aquella circunstancia.
—Perdone, señorita Halcombe —dijo, sin separar la mano de su rostro—, perdone si le recuerdo que yo no he reclamado semejante derecho.
Estaba a punto de dirigirle breves y tajantes palabras que le hubieran hecho volver a la cuestión que esquivaba, cuando Laura habló de nuevo.
—Espero que no habré hecho en vano esta dolorosa confesión —continuó ella—. Espero que seguirá usted concediéndome su completa confianza para lo que tengo que añadir.
—Esté segura de ello, se lo ruego.
Dio esta breve respuesta dejando caer su mano sobre la mesa en un gesto de aliento y volviéndose otra vez frente a nosotras. Si su rostro se había alterado momentos antes, ahora no quedaba ni rastro de ello. Su expresión de seriedad y expectación no reflejaba más que una intensa impaciencia por oír lo que ella iba a decirle.
—Quisiera que se diese usted cuenta de que no he hablado por motivos egoístas —dijo Laura—. Si usted me deja, Sir Percival, después de lo que ha escuchado, no me dejará para casarme con otro hombre, usted me permitirá únicamente permanecer soltera el resto de mi vida. Mi culpa ante usted comienza y termina en mi propio pensamiento. Jamás seguirá adelante. Ni una sola palabra…
Vaciló antes de pronunciar la expresión que iba a emplear, vaciló cediendo a una momentánea confusión; verlo fue muy triste y muy penoso. Luego continuó resuelta y resignada.
—Ni una sola palabra pronunciada por mí o por esa persona, a quien menciono por primera y última vez delante de usted, aludió jamás a lo que yo sentía por él, o él sentía por mí; ni una sola palabra se pronunciará jamás, lo más probable es que no volvamos nunca a vernos en esta vida. Le ruego que me evite continuar y que crea lo que acabo de confesarle. Es la pura verdad, Sir Percival; la verdad que creo tiene derecho a conocer el hombre que está prometido en matrimonio, aunque sea a costa del sacrificio de mi amor propio. Espero de su generosidad que sabrá perdonarme, y de su honor, que sabrá guardar mi secreto.
—Esas dos esperanzas son sagradas para mí y le prometo que las cumpliré con sagrado respeto —dijo.
Después de dar esta respuesta la miró, como esperando oír algo más.
—He dicho todo cuanto deseaba decirle —añadió ella muy serena—. He dicho más de lo necesario para justificar el que usted se retracte de su compromiso.
—Ha dicho usted más que suficiente —contestó— para que la cosa más deseada de mi vida sea mantener el compromiso.
Diciendo esto se levantó de su silla y avanzó algunos pasos hacia Laura.
Ésta se estremeció violentamente y lanzó un débil grito de sorpresa. Cada una de sus palabras habían descubierto inocentemente su pureza y veracidad a un hombre que de sobra comprendía el inapreciable valor de una mujer pura y veraz. Su misma noble conducta fue el enemigo traicionero de todas sus esperanzas. Desde el principio lo temí. Lo hubiera impedido si ella me hubiera dado la menor posibilidad de intervenir. Ahora que el daño estaba hecho, esperé y observé, por si alguna palabra de Sir Percival me permitía ponerlo en apuros.
—Me concede el derecho a renunciar a usted, señorita Fairlie —continuó diciendo— y no tengo tan poco seso como para renunciar a una mujer que ha demostrado ser la más noble de las mujeres.
Habló con tal calor y sentimiento, con tal apasionado entusiasmo, y al mismo tiempo con tanta delicadeza, que ella levantó el rostro, se ruborizó ligeramente y lo miró vivamente con repentino interés.
—¡No! —dijo con firmeza—. La más despreciable de todas, si es que debe ir al matrimonio sin poder ofrecer a su marido su amor.
—¿No podrá dárselo más tarde —preguntó él— si el único objeto de la vida de su marido es merecerlo?
—¡Jamás! —contestó—. Si usted persiste en mantener el compromiso, yo seré su mujer fiel y sumisa, pero conociéndome como me conozco, nunca le amaré, Sir Percival.
Estaba tan bella y tan irresistible al pronunciar estas audaces palabras, que no hay hombre en el mundo cuyo corazón la hubiera rechazado.
Yo me empeñaba en censurar interiormente la conducta de Sir Percival, pero a pesar mío comprendí que le compadecía, como le compadecería cualquier mujer.
—Acepto agradecido su fidelidad y su confianza —dijo—. Ese poco que puede usted ofrecerme significa más para mí que lo mucho que pudiera esperar de cualquier otra mujer en el mundo.
La mano izquierda de Laura seguía asiéndose a la mía, pero la derecha caía cansadamente. Él la llevó a sus labios, rozándola más que besándola, se inclinó frente a mí y, con su habitual elegancia y discreción, salió en silencio de la estancia.
Ella no se movió ni dijo una palabra cuando hubo desaparecido. Siguió a mi lado inerte y fría, con la mirada clavada en el suelo. Comprendí que era inútil hablarle y me contenté con abrazarla en silencio. Permanecimos tanto tiempo inmóviles, tanto y tan largo tiempo, que empecé a sentir angustia y le hablé en voz baja con la esperanza de provocar algún cambio en su actitud.
El sonido de mi voz pareció devolverla a la realidad. De repente se separó de mí y se puso en pie.
—No tengo más remedio que resignarme, Marian —dijo—. Mi nueva vida me impone obligaciones muy duras, y la primera de ellas empieza hoy.
Mientras hablaba fue hasta una mesita que estaba junto a la ventana donde tenía todos sus materiales de dibujo; los recogió con sumo cuidado y los guardó en uno de los cajones de su escritorio. Cerró éste y me entregó a mí la llave.
—Tengo que separarme de todo lo que me lo recuerde —añadió—. Guarda la llave donde quieras, pues nunca te la pediré.
Antes de que pudiese contestarle dio la vuelta y cogió de la librería el álbum de dibujos de Walter Hartright. Vaciló un momento, mirando con ternura el álbum en la mano y luego se lo llevó hasta sus labios y lo besó.
—¡Oh Laura, Laura! —le dije sin enfado y sin reproche, pues en mi voz, como en mi corazón sólo había tristeza.
—Es la última vez, Marian —suplicó—. Me despido para toda la vida.
Dejó el libro sobre la mesa y se desprendió de las peinetas que sujetaban su cabellera. Su hermoso pelo cubrió sus hombros y cayó hasta más allá de la cintura. Apartó un rizo largo y fino, lo cortó y con gran cuidado lo fijó dándole la forma de un anillo, en la primera página en blanco del álbum. Enseguida lo cerró precipitadamente y lo puso en mis manos.
—Tú le escribes y recibes sus cartas —dijo—. Mientras yo viva dile siempre que estoy bien, y nunca le confíes que soy desgraciada. No le entristezcas, Marian, te lo pido por mi propio bien, no le entristezcas. Si muero antes prométeme que le entregarás este álbum con sus dibujos y ese rizo mío. Cuando yo no esté no hay ningún mal en que le digas que lo puse ahí con mis propias manos. Y dile también, Marian, ¡díselo por mí, dile lo que yo no podré decirle nunca, dile que le quería!
Me echó los brazos al cuello y murmuró estas palabras a mi oído con tal pasión que me destrozaba el corazón. Parecía que toda su ternura, tanto tiempo contenida, salía a borbotones en aquella primera y última ocasión. Se separó de mí con vehemencia histérica y cayó en el sofá deshecha en un paroxismo de sollozos y lágrimas que la sacudía de pies a cabeza.
Traté en vano de tranquilizarla y consolarla; mis palabras no podían alcanzarla. Aquél fue el final triste e inesperado, para nosotras dos, de la memorable jornada. Cuando el acceso de desesperación desapareció por sí solo, estaba demasiado extenuada para hablar. Hacia el atardecer se adormiló, y yo guardé el álbum de dibujos para que no lo volviese a ver al despertarse. Cuando abrió los ojos y me buscó con la mirada, mi semblante aparecía tranquilo, a pesar de la tormenta que agitaba mi alma. No hablamos más de la penosa entrevista de la mañana. No mencionamos el nombre de Sir Percival, y ninguna de nosotras se refirió a Walter Hartright en todo el resto del día.
Día 10 de Noviembre.
Encontrándola esta mañana más tranquila y animada me atreví a aludir de nuevo al desdichado tema de ayer, con el solo objeto de convencerla para que me dejase tratarlo con el señor Fairlie y con Sir Percival, pues yo podría hablar con más independencia y claridad que ella respecto de aquel lamentable matrimonio. Sin embargo me interrumpió suave, pero firme, a la mitad de mi discurso.
—Quise que ayer se decidiese —dijo—, y ayer se decidió. Es demasiado tarde para retroceder.
Sir Percival me habló esta tarde de lo sucedido en el cuarto de Laura. Me aseguró que la confianza sin igual que le demostró le inspiraba tal convicción de su integridad y su inocencia, que ni un segundo había pasado por su mente la más remota sombra de celos; ni cuando estuvo con ella ni después. Aunque lamentaba profundamente este desdichado sentimiento de Laura, que había retrasado su avance en ganar su inclinación y estima, creía firmemente que si en el pasado aquel sentimiento había permanecido oculto, en el futuro lo permanecería también, cualesquiera que fuesen las circunstancias que podían presentarse. Tenía la absoluta convicción de ello, y la prueba más irrefutable que daba de su fe en Laura era la de que no tenía la menor curiosidad por conocer al hombre que ella amaba, ni por saber si ese sentimiento era ya viejo o si había surgido hacía poco. Su explícita confianza en la señorita Fairlie le hacía aceptar como bueno todo lo que ella juzgase oportuno descubrirle, siendo él incapaz de sostener la menor curiosidad por saber más.
Al decir esto se detuvo y me miró. Yo estaba tan consciente de la irrazonable desconfianza que me inspiraba, —tan consciente de mis mezquinas sospechas acerca de que él podía contar con que le diese una respuesta impulsiva a sus preguntas— que quise eludir toda referencia a un tema que me llenaba de confusión. Al mismo tiempo estaba dispuesta a no perder la menor oportunidad que se me presentase para abogar por la causa de Laura, y tuve el atrevimiento de decirle que lamentaba que su generosidad no hubiese llegado a mayor altura, dejándola libre y renunciando al matrimonio.
Al llegar a este punto me desarmó como la víspera, pues intentaba defenderse. Tan sólo me hizo notar la diferencia que existía entre consentir que la señorita Fairlie devolviera su palabra, en lo que sólo sería cuestión de resignarse, a que fuese él quien se la devolviera a ella, lo cual, dicho en otras palabras, sería pedirle cometer un suicidio en lo que se refería a sus propias esperanzas. La conducta de su novia en la víspera había engrandecido tanto su constante amor y admiración por ella, después de dos largos años de ilusiones, que cualquier intento de destruir aquellos sentimientos estaba fuera del alcance de sus fuerzas. Yo podría pensar que él era débil, egoísta, insensible con aquella mujer a la que idolatraba. Y él inclinaría la cabeza y se sometería a mi censura, con la mayor resignación; tan sólo me preguntaría si era mucho mejor para Laura un futuro solitario, siempre soñando con un amor imposible que nunca debería ser revelado que una vida junto al hombre que adoraba incluso el suelo que ella pisara. En este último caso había esperanzas, que por remotas que fuesen podían cumplirse con el tiempo, mientras que en el primero no había ninguna, según ella misma confesaba.
Le contesté, y lo hice más bien porque soy mujer y tengo lengua de mujer que porque tuviese algo convincente que decirle. Era más que obvio que la actitud que Laura había adoptado el día anterior le ofrecía ventajas que de él dependía aprovechar y que había optado por hacerlo así. Lo pensé entonces, como lo pienso ahora que estoy escribiendo estas líneas sola en mi cuarto. La única esperanza que me queda es la de suponer que sus motivos se basan, como él dice, en la fuerza irresistible de su amor por Laura.
Antes de terminar mi Diario esta noche, quiero recordar que he escrito hoy a dos antiguos amigos de mi madre, personas de gran posición e influencia en Londres, para pedirles ayuda para el pobre Hartright. Si pueden hacer algo por él estoy segura de que lo harán. Después de Laura, Walter es la persona que me preocupa más en este mundo. Todo lo sucedido desde que nos dejó ha fortalecido mi simpatía y confianza por él. Espero obrar bien ayudándole a encontrar empleo fuera de Inglaterra, y espero con sinceridad e impaciencia que todo sea para su bien.
Día 11 de Noviembre.
Sir Percival ha tenido una entrevista con el señor Fairlie, y me han llamado para que yo estuviera presente.
Encontré al señor Fairlie sumamente satisfecho por haber solucionado al fin aquel «problema de familia» (como tuvo la oportunidad de definir el enlace de su sobrina). No esperaba que me hubiese llamado para darle mi opinión sobre el tema, pero cuando comenzó a insinuar de la manera más impertinente y lánguida que convenía fijar enseguida la fecha de la boda, accediendo a los deseos de Sir Percival, tuve el gusto de atormentar el sistema nervioso del señor Fairlie protestando con toda la energía que puede expresarse mediante palabras, contra cualquier intento de apresurar la decisión de Laura. Sir Percival me aseguró al instante que comprendía la razón de mis objeciones y me rogaba creerle que la sugerencia se hacía sin presión alguna por su parte. El señor Fairlie se apoyó en el respaldo de la butaca, cerró los ojos, dijo que nosotros dos honrábamos al género humano y repitió su propuesta con tanta indolencia como si ni Sir Percival ni yo hubiésemos hecho la menor observación sobre el asunto. Todo acabó cuando me negué rotundamente a mencionarle el tema a Laura, salvo si ella lo abordase por su propia iniciativa. Enseguida, después de hacer esta declaración, salí del cuarto. Sir Percival parecía estupefacto de enojo. El señor Fairlie estiró sus perezosas piernas sobre su escabel de terciopelo y dijo:
—Querida Marian, ¡cómo envidio el equilibrio de tu sistema nervioso! No cierres la puerta de golpe, por favor.
Cuando me dirigía al cuarto de Laura me dijeron que ella me había buscado y que la señora Vesey le había informado que estaba con el señor Fairlie. Me preguntó inmediatamente para qué me había llamado, y le conté todo lo sucedido, sin ocultarle la indignación y rabia que me dominaban. Su respuesta me sorprendió y entristeció indeciblemente, pues era lo último que esperaba oír.
—Mi tío tiene razón —dijo—. Bastantes preocupaciones y disgustos habéis tenido todos por mi culpa. Acabemos con ello, Marian, dejemos que decida Sir Percival.
La amonesté cariñosamente, pero todo cuanto pude decirle no le hizo cambiar de parecer.
—Mi compromiso me obliga —contestó—. He roto con mi vida pasada. El día fatal ha de llegar, aunque nos empeñemos en retrasarlo. ¡No, Marian! Una vez más mi tío tiene razón. Os he proporcionado bastantes molestias y bastantes angustias. No quiero causaros más.
Ella, que era la docilidad en persona, se mostraba ahora inflexible en la misma resignada pasividad; mejor dicho, en su desesperación. Con todo lo que yo la quería hubiese preferido verla nerviosa y agitada, tan poco propio de su carácter era mostrarse fría e insensible, tal como la veía ahora.
Día l2 de Noviembre.
Durante el desayuno, Sir Percival me interrogó sobre Laura de tal modo que no tuve más remedio que confesarle lo que me había dicho.
Mientras hablábamos de ello, bajó Laura y se sentó con nosotros. Delante de Sir Percival siguió mostrándose tan extrañamente serena como lo fue conmigo. Cuando terminamos el desayuno, pudo decirle él algunas palabras en el recodo de una de las ventanas. No estuvieron solos ni tres minutos y, al separarse, ella salió de la estancia con la señora Vesey y Sir Percival se acercó a mí. Me dijo que le había rogado conservar su privilegio de que ella eligiera la fecha de la boda cuando mejor le pareciese. Ella le contestó con palabras de agradecimiento y le recomendó comunicar a la señorita Halcombe sus deseos al respecto.
No tengo paciencia para seguir escribiendo. En este detalle, como en todos los restantes, Sir Percival ha hecho lo que se proponía sin dar motivo para desconfiar de sus intenciones, pese a cuanto pueda yo decir y hacer. Desde luego sus deseos siguen siendo los mismos que tenía cuando vino aquí por primera vez, y Laura después de haber aceptado el inevitable sacrifico de casarse con él sigue con la misma fría desesperación y tan resignada como siempre. Al separarse de los pocos recuerdos y reliquias que poseía de Hartright, parece haberse separado también de toda su ternura y sensibilidad. No son más que las tres de la tarde cuando estoy escribiendo estas líneas, y ya Sir Percival nos ha dejado con la prisa ilusionada del novio para prepararse a recibir a la novia en su residencia de Hampshire. A menos que suceda algún suceso extraordinario que lo impida, se casarán exactamente cuando él deseaba celebrar la boda: antes de fin de año. ¡Me queman los dedos escribiendo esto!
Día l3 de Noviembre.
He tenido una noche de insomnio pensando en Laura. Ya de madrugada tomé la decisión de que cambiar de aire puede resultar benéfico para ella. Seguro que sale de esa rígida insensibilidad si me la llevo de Limmeridge, si se ve rodeada del cariño de viejos amigos. Después de dar algunas vueltas, decidí escribir a Yorkshire, a los Arnold. Son gentes sencillas, cordiales y hospitalarias. Ella los conoce desde niña. Se lo dije después de echar la carta al buzón. Hubiera sido para mí un alivio que hubiera protestado o me hubiera objetado inconvenientes. Pero no fue así, únicamente dijo:
—Contigo iré a todas partes, Marian. Si tú lo propones estoy segura que estarás acertada. El cambio de ambiente ha de sentarme bien.
Día 14 de Noviembre.
He escrito unas líneas al señor Gilmore anunciándole que parecía que el desdichado matrimonio iba a celebrarse de verdad y también que pienso sacar de aquí a Laura. No he tenido ánimo para darle detalles. Ya habrá tiempo para ello cuando el final del año esté más cerca.
Día 15 de Noviembre.
Tres cartas para mí. Una de los Arnold, encantados con la idea de vernos a Laura y a mí. Otra de uno de los señores a quienes recomendé el asunto de Walter Hartright, comunicándome que ha tenido suerte en sus gestiones y que han encontrado la oportunidad de complacerme. La tercera del mismo Walter, dándome las gracias, ¡pobre criatura!, de la manera más efusiva por la ayuda que le he prestado para dejar su patria, su madre y sus amigos. Una expedición privada que va a hacer excavaciones en las ruinas de algunas ciudades de América Central está a punto, según parece, de embarcar en Liverpool. El delineante que estaba contratado no se atrevió a participar y lo anunció a última hora, y Walter ocupará su puesto. Ha firmado un contrato por seis meses, contados desde el momento en que desembarquen en Honduras y prorrogable por un año si las excavaciones tienen éxito y les alcanzan los fondos. Termina su carta prometiéndome escribir unas líneas de despedida cuando esté a bordo y el piloto les deje. Sólo deseo y espero que tanto él como yo obremos con acierto. Es un paso tan definitivo para él, que tiemblo al pensarlo. Y sin embargo, en la desgraciada situación en que se halla, ¿cómo voy a desear que se quede en Inglaterra?
Día 16 de Noviembre.
El coche espera a la puerta. Laura y yo emprendemos nuestro viaje para visitar a los Arnold.