II
El curso de esta narración que avanza irrefrenable, me separa de los días primeros de nuestro matrimonio y me lleva adelante, hacia el fin.
Quince días después estábamos los tres de vuelta en Londres y sobre nosotros se cernía la sombra de la próxima batalla.
Marian y yo estuvimos atentos a mantener a Laura en ignorancia de la causa que había precipitado nuestro regreso, la necesidad de no perder al conde. Estábamos a comienzos de mayo y el plazo de su alquiler de la casa en Forest Road expiraba en junio. Si lo renovaba (y yo tenía motivos que no tardaré en explicar, para creer que así lo haría), podía estar seguro de que no se escaparía. Pero, si por algún motivo, el conde defraudase mis expectativas y abandonase el país entonces yo no tendría tiempo que perder para prepararme al enfrentamiento lo mejor posible.
En la primera plenitud de mi nueva felicidad hubo momentos en que mi resolución tambaleaba, momentos, cuando me tentaba la idea de vivir seguro y contento, ahora que la aspiración más acariciada de mi vida se había consumado por fin con la posesión del amor de Laura. Por primera vez pensé, con el corazón en vilo, en que el riesgo era grande, en las adversidades que me esperaban; en la hermosa promesa de nuestra nueva vida y en el peligro en que podía poner la felicidad que nos habíamos ganado con tantas dificultades. ¡Sí! Permítanme reconocerlo honestamente. Por un tiempo erré, dulcemente guiado por el amor, lejos del propósito al que había sido fiel bajo la disciplina más rigurosa y en los días más oscuros. Con inocencia, Laura me había tentado de apartarme del camino arduo; con inocencia, le estaba destinado llevarme hacia él de nuevo.
A veces, visiones del terrible pasado, sueltas, le recordaban aún, en el misterio del sueño, los sucesos que se habían perdido para que su memoria renaciera sin dejar rastro. Una noche (dos semanas escasas después de nuestra boda) la observaba dormir cuando vi lágrimas asomarse lentamente en sus párpados cerrados y oí palabras que ella susurraba apagadamente y que me dijeron que su espíritu retornaba de nuevo al viaje fatídico desde Blackwater Park. Aquella queja inconsciente, tan conmovedora y tan horrible en medio de su sueño sagrado me abrasó como el fuego. Al día siguiente regresamos a Londres; fue el día en que la resolución volvió a mí, diez veces más firme.
Lo primero que necesitaba era saber algo de aquel hombre. Hasta entonces, la verdadera historia de su vida era para mí un secreto impenetrable.
Comencé a revisar las escasas fuentes de información que tenía a mi alcance. El importante relato del señor Frederick Fairlie (que Marian había obtenido siguiendo las indicaciones que le había dado en invierno) resultó no tener valor para el objetivo especial que yo perseguía estudiándolo ahora. Al leerlo pensé de nuevo en el ardid que me reveló la señora Clements, en la retahíla de engaños que habían atraído a Anne Catherick a Londres y que la sometieron a los intereses de la conspiración. Aquí, una vez más, estaba fuera de mi alcance para que yo pudiese sacar algún provecho práctico.
Luego pensé en las páginas del Diario de Marian escritas en Blackwater Park. Le pedí volver a leerme el fragmento en que se hablaba de su antigua curiosidad por el conde y de algunos detalles de su vida que ella había descubierto.
El pasaje al que me refiero se encuentra en aquella parte de su diario que traza su carácter y su aspecto físico. Marian dice de él que «desde hace muchos años no ha cruzado las fronteras de su patria», que «le preocupa saber si en la ciudad más próxima a Blackwater Park vivían algunos caballeros italianos» y que «recibe cartas que llevan toda clase de estampillas a cual más rara y una vez recibió una con un sello grande que parecía oficial». Marian se inclina a considerar que su prolongada ausencia de su patria puede explicarse si suponemos que es un exiliado político. Pero por otra parte no consigue conciliar esta idea con el hecho de que haya recibido del extranjero aquella carta con un «sello grande que parecía oficial», pues las cartas del continente dirigidas a exiliados políticos suelen ser las últimas que los correos extranjeros honoren de esta forma.
Estas consideraciones que leí en el Diario, junto a algunas conjeturas que hice al conocerlas, me sugirieron una conclusión que sorprendentemente, no se me había ocurrido antes. Ahora me dije a mí mismo la frase que Laura un día había pronunciado ante Marian en Blackwater Park, aquella frase que madame Fosco había oído cuando escuchó detrás de su puerta: ¡el conde es un espía!
Laura le aplicó aquella palabra al azar, llevada por la natural indignación ante la manera en que se había portado con ella. Yo se la apliqué con el consciente convencimiento de que su vocación en la vida era la de un Espía. Suponiéndolo así la razón por la que el conde se quedaba en Inglaterra tanto tiempo después de que los objetivos de la conspiración habían sido alcanzados, se me presentaba más que comprensible.
Estoy hablando del año en que se celebró la famosa Exposición del Palacio de Cristal de Hyde Park. A Inglaterra habían llegado, y seguían llegando todavía visitantes extranjeros en un número extraordinario. Se encontraban entre nosotros miles de hombres a los cuales la desconfianza incesante había seguido en secreto, por medio de agentes especialmente designados a nuestros puertos. En mis conjeturas, ni por un momento incluía al hombre de capacidades y de la situación social que poseía el conde en la categoría y clase de ordinarios espías extranjeros. Sospeché que él ocupaba una posición de autoridad, que el gobierno al que secretamente servía, le había confiado organizar y dirigir a los agentes enviados a este país, tanto hombres como mujeres; pensé que la señora Rubelle, a la que con tanta oportunidad encontraron para que desempeñase el papel de enfermera en Blackwater Park, era con toda probabilidad una de éstos.
Suponiendo que mi idea fuese cierta, la situación del conde pudiera resultar más precaria de lo que hasta entonces me permitía creer. ¿A quién deberé acudir yo ahora para aprender algo más sobre la historia de aquel hombre y sobre el hombre mismo, de lo que yo sabía entonces?
En tal contingencia, se me ocurrió, naturalmente, que un compatriota suyo en quien yo podía confiar era la persona más indicada para ayudarme. El primero en quien pensé en aquellas circunstancias era también el único italiano con quien me unía íntima amistad… mi extravagante y diminuto amigo, el profesor Pesca.
El profesor ha estado tanto tiempo ausente de estas páginas que hay cierto riesgo de que se le haya olvidado al lector.
Es una ley necesaria de una historia como la mía que las personas relacionadas con ella aparezcan cuando el curso de los acontecimientos los alcanzan; ellos van y vienen, no al antojo de mi parcialidad personal, sino por el derecho de su relación directa con las circunstancias que se han de precisar. Por esta razón Pesca, lo mismo que mi madre y mi hermana, han quedado lejos, al fondo de este relato. Mis visitas a la casa de Hampstead; la creencia de mi madre en la privación de Laura de su identidad que la conspiración había consumido; mis esfuerzos vanos por derrotar el prejuicio del que su celoso efecto para mí las mantenía partidarias; la necesidad dolorosa, que aquel prejuicio me imponía de ocultarles mi matrimonio hasta que ellas pudieran hacer justicia a mi mujer… todos estos pequeños incidentes domésticos no se han contado porque no eran esenciales para el interés principal de la historia. No añadieron nada a mis ansiedades ni amargaron más mis contratiempos. El desarrollo pertinaz de los acontecimientos los ha pasado, inexorable, de largo.
Por la misma razón no he dicho aquí nada sobre el consuelo que encontré en el afecto fraternal de Pesca por mí, cuando volví a verlo después del repentino final de mi residencia en Limmeridge. No he mencionado la lealtad que me mostró mi cariñoso amigo acompañándome hasta el embarcadero cuando me marchaba a América Central; ni la explosión estridente de júbilo con que me recibió cuando nos encontramos en Londres de nuevo. Si me hubiese parecido justificado aceptar las ofertas de empleo que él me hizo, a mi regreso, ya habría reaparecido hace mucho tiempo. Pero, aunque yo sabía que podía confiar en su honor y en su valentía incondicionalmente, no tenía la misma seguridad en lo que concernía a su discreción; y por esta razón únicamente, continuaba sólo el curso de mis investigaciones. Ahora debe quedar claro que Pesca no estaba apartado de toda relación conmigo ni con mis intereses, si bien hasta ahora estaba apartado de toda relación con el avance de este relato. Seguía siendo mi amigo, tan bueno y tan comprensivo como lo había sido siempre en su vida.
Antes de pedir a Pesca su ayuda necesitaba ver con mis propios ojos quien era el hombre al que me iba a enfrentar. Hasta aquel entonces jamás había puesto la vista en el conde Fosco.
Tres días después de mi regreso, junto con Laura y Marian, a Londres, salí a dar un paseo solitario por Forest Road en St. John’s Wood, entre las diez y las once de la mañana. El día era espléndido, yo tenía unas cuantas horas por delante y me pareció probable que si esperase un poco, vería al conde salir de casa. No tenía especiales motivos para temer que me conociese a la luz del día ya que la única vez que me había visto fue cuando me siguió hasta mi casa por la noche.
No vi a nadie en las ventanas que daban a la calle. Di una vuelta alrededor de la casa y miré por encima de la tapia baja del jardín. Una de las ventanas traseras de la planta baja estaba subida y en el hueco estaba tendida una red. No vi a nadie, pero de la habitación me llegaron primero un silbido estridente y el cantar de los pájaros y luego la voz sonora y retumbante —que me era familiar por la descripción de Marian—: «Venid aquí, a mi dedo, pre-pre-preciosos míos —gritaba la voz—. ¡Venid, trepad aquí! Una, dos, tres, ¡pío, pío, pío!». El conde estaba amaestrando a sus canarios, como solía amaestrarlos en Blackwater Park en tiempo de Marian.
Esperé un poco más y cesaron el cantar y el silbar «¡Venid aquí, dadme un besito preciosos míos!» continuó diciendo aquella voz profunda. Luego oí gorjeos y trinos que le respondían. Una risa baja y untuosa. Silencio por un minuto. Y luego oí abrirse la puerta de la casa. Di la vuelta y eché a andar. La magnífica melodía del Sacerdote de «Moisés» de Rossini, cantada por una sonora voz de bajo, resonó majestuosa en medio del silencio de suburbio que reinaba en aquel lugar. La puerta del jardín se abrió y volvió a cerrarse. El conde salía a la calle.
Cruzó la calzada y se dirigió hacia la parte occidental del Regent’s Park. Yo me quedé al otro lado de la calle a cierta distancia de él y me encaminé en la misma dirección.
Marian me había advertido de su alta estatura, su monstruosa corpulencia y su ostentoso atuendo de luto, pero no de la horrible lozanía, vigor y vitalidad de aquel hombre. Llevaba sus sesenta años como si no llegaran a cuarenta. Caminaba con paso ligero y arrogante, y sombrero ladeado balanceando su gran bastón, canturreando por lo bajo y mirando de vez en cuando hacia las casas y jardines que se enfilaban a los lados del camino, con soberbia y risueña superioridad. Si dijeran a un extraño que todo el vecindario le pertenecía, este extraño no se sorprendería al oírlo. No miró ni una vez atrás ni demostró prestar atención ni a mí ni a nadie de los que pasaban por su lado, excepto cuando, de cuando en cuando, sonreía o gorjeaba con un buen humor paternal y bonachón, a las nodrizas y niños que encontraba en su camino. Así llegamos hasta las numerosas tiendas instaladas en la parte exterior de las terrazas del oeste del parque.
Allí se detuvo ante una pastelería, entró (quizá para hacer un encargo) y salió enseguida con una tarta en la mano. Un italiano hacía sonar un organillo frente a la tienda y un mono miserable y encogido se sentaba encima del instrumento. El conde se detuvo, rompió un trocito de la tarta para sí y con aire de seriedad entregó al mono el resto «¡Mi pobre pequeño! —le dijo con grotesca ternura—. Creo que tienes hambre. ¡En el sagrado nombre de la humanidad te ofrezco este almuerzo!». El organillero dirigió al caritativo caballero un ruego quejumbroso, pidiéndole un penique. El conde se encogió de hombros con desdén y pasó de largo.
Cruzamos los barrios más lujosos y con tiendas mejores, entre New Road y Oxford Street. El conde se detuvo una vez más y entró en una pequeña tienda de óptica con un letrero en el escaparate anunciando que allí se hacían reparaciones. Salió con unos gemelos de teatro en la mano, dio unos pasos y se paró ante un cartel de la Opera colocado en la entrada de una tienda de música. Leyó el cartel con atención, se quedó pensativo un instante y luego llamó a un coche vacío que pasaba a su lado. Al teatro la Opera, al despacho de billetes, dijo al cochero y el coche se puso en marcha.
Yo crucé la calle y miré a mi vez el cartel. Se anunciaba la representación de «Lucrecia Borgia» que tendría lugar aquella noche. Los gemelos del teatro en la mano del conde, la atención con que estuvo leyendo el cartel y la dirección que dio al cochero, todo indicaba que el conde se proponía engrosar el número de espectadores. Yo tenía la posibilidad de conseguir un pase para dos personas para estar detrás de las butacas por medio de uno de los pintores del decorado del teatro que antaño había sido un buen amigo mío. Cuando menos, existía una posibilidad de que pudiera ver bien al conde entre el público y de que pudiera verlo también mi acompañante; y en este caso aquella misma noche yo iba a saber si Pesca conocía a aquel compatriota suyo.
Esta consideración fue la que me decidió sobre mis planes para aquella noche. Conseguí las entradas y por el camino dejé una nota en casa del profesor. A las ocho menos cuarto fui a recogerlo para llevarlo al teatro. Encontré a mi diminuto amigo en un estado de gran excitación, con una festiva flor en el ojal y, bajo su brazo, los gemelos más grandes que he visto en mi vida.
—¿Está usted preparado? —le pregunté.
—Perfectamente —dijo Pesca.
Nos dirigimos al teatro.