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Ciertas razones locales que pesaban sobre el juez de instrucción y las autoridades del pueblo hicieron que se apurase la encuesta. El juicio se celebró la tarde siguiente. Por fuerza, fui de los testigos citados a prestar declaración.
Lo primero que hice aquella mañana, fue ir a correos y preguntar por la carta que esperaba recibir de Marian. Ningún cambio de circunstancias, por extraordinarias que fueran, podían apartar de mi mente la única preocupación que se apoderaba de mí mientras se prolongaba mi ausencia de Londres. Y la carta de la mañana que era la única confirmación que yo podía recibir de que no había ocurrido desgracia alguna, cuando yo estaba fuera, seguía absorbiendo mi interés desde que empezaba el día.
Fue un alivio encontrar que la carta de Marian me esperaba en correos.
Nada había ocurrido. Ambas estaban tan sanas y salvas como cuando yo las había dejado. Laura me enviaba su cariño y me rogaba que avisase mi regreso con un día de antelación. Su hermana añadía, explicando esta petición, que había ahorrado «casi una libra» de su dinero particular y que había reclamado el privilegio de encargar y ofrecer la cena para festejar mi regreso. Leí estas humildes confidencias domésticas a la luz radiante de la mañana mientras en mi memoria persistía vivo el terrible recuerdo de lo que ocurrió la noche anterior. La necesidad de evitar a Laura una repentina revelación de la verdad fue la primera consideración que la carta me inspiró. Escribí enseguida a Marian para contarle lo que ya he narrado en estas páginas, presentándole las nuevas con toda la cautela y delicadeza de que fui capaz y aconsejándole que vigilase que ningún periódico cayese en las manos de Laura mientras yo estaba ausente. Si se hubiese tratado de otra mujer, menos valiente y menos merecedora de confianza, hubiese vacilado antes de revelarle toda la verdad sin reservas. Pero mis recuerdos del pasado me hacían confiar en Marian como en mí mismo.
La carta tuvo, pues, que ser larga. Me dediqué a escribir hasta que fue hora de ir al juzgado.
El objeto de la encuesta legal presentó forzosamente ciertas complicaciones y dificultades. Además de investigar las circunstancias en que el difunto había encontrado su muerte, había serias preguntas que aclarar acerca de la causa del incendio, la desaparición de las llaves y la presencia de un extraño en la sacristía, cuando allí surgió el fuego. Incluso la identificación del cadáver no se había ultimado. La condición de ineptitud del criado había hecho a la policía desconfiar de él cuando declaró que reconocía a su amo. Se había ido a Knowlesbury a buscar testigos que hubieran conocido en vida a Sir Percival Glyde, y a primera hora de la mañana se mandó recado a Blackwater Park. Estas precauciones permitieron al juez de instrucción y al jurado aclarar la cuestión de la identidad y confirmar las aseveraciones del criado; testigos competentes y el descubrimiento de ciertos hechos disiparon las dudas, y la conclusión se corroboró cuando se examinó el reloj del muerto. En la parte interior de su tapa estaban grabados el escudo y el nombre de Sir Percival Glyde.
Las investigaciones siguientes se dedicaron al incendio.
El criado, el muchacho que había oído prender fuego en la sacristía, y yo, fuimos los primeros testigos que declaramos. El muchacho contestaba con suficiente claridad; pero la mente del criado no se había recuperado aún del choque sufrido, y el hombre era simplemente incapaz de satisfacer los deseos del jurado y se pidió retirarlo.
Para mí fue un alivio el que mi interrogatorio no fuera largo. Yo no conocía al muerto; no lo había visto nunca; no sabía que estuviese en Old Welmingham y no me encontraba en la sacristía cuando el cuerpo fue encontrado. Todo cuanto pude declarar, fue que había entrado en la casa del sacristán para preguntarle el camino; que por él supe de la pérdida de las llaves; que lo acompañé a la iglesia para ayudarle en lo que pudiese; que vi el fuego; que oí cómo alguien desconocido intentaba en vano abrir la puerta desde dentro de la sacristía, y que hice cuanto pude, como acto de humanidad, por salvarlo. A otros testigos que habían conocido al difunto se les preguntó si podían explicar el misterio del robo de las llaves que él presuntamente había cometido y su presencia en la estancia incendiada. Pero el juez parecía dar por sentado, como era natural, que yo, un completo forastero en el vecindario y un completo desconocido para Sir Percival Glyde, no estaba en condiciones de ofrecer aclaración alguna sobre estos dos puntos.
En cuanto a lo que debía emprender cuando mi interrogatorio formal hubo concluido, me parecía bastante claro. No me sentía llamado a ofrecer declaraciones basadas en mis propias convicciones; en primer lugar porque hacerlo no habría servido para nada, cuando toda prueba que pudiese corroborar cualquiera de mis conjeturas se había quemado junto con el registro; en segundo lugar, porque no podía presentar mi opinión. Una opinión sin demostrar de forma inteligible, sin revelar toda la historia de la conspiración, con lo que produciría, sin duda, el mismo efecto desfavorable sobre el juez de instrucción y el jurado que había producido anteriormente sobre el señor Kyrle.
Sin embargo, en estas páginas, ahora que ha transcurrido tiempo, las precauciones y reservas que acabo de mencionar no deben impedir que exprese libremente mi opinión. En breves palabras, antes de que mi pluma se ocupe de otros sucesos, diré cómo creo yo que ocurrieron el robo de las llaves, el incendio y la muerte de aquel hombre.
La nueva de mi libertad condicional, llevó a Sir Percival Glyde, como yo había supuesto, a echar mano de los últimos medios que quedaban a su disposición. El asalto fallido en la carretera fue uno de ellos; y la supresión de toda evidencia real de su crimen mediante la destrucción de la página del registro con la que se había perpetrado la falsificación fue el otro, y el más seguro de los dos. Si yo no pudiera presentar un extracto del registro original para compararlo con la copia legalizada en Knowlesbury, no podría presentar evidencia positiva alguna y no podría amenazarle con un desenmascaramiento fatal. Todo cuanto precisaba para conseguir su fin era penetrar en la sacristía sin ser visto, arrancar tal página del registro y dejar la sacristía desapercibido, tal como había entrado.
Por todo esto es fácil comprender por qué había esperado a que oscureciese antes de emprender su intento y por qué se aprovechó de la ausencia del sacristán para apoderarse de sus llaves. Necesitó encender una cerilla para encontrar el registro correspondiente y, por precaución, se encerró por dentro con llave, para prevenir la intrusión de algún curioso o de mí mismo, si yo me encontraba a aquella hora en el pueblo.
No creo que tuviese intención de aparentar que la destrucción del registro era resultado de un accidente y prender por ello fuego a la sacristía. La simple casualidad podía hacer que el auxilio llegase demasiado pronto si, por una posibilidad remota, el libro podía salvarse, así que esta consideración debía de alejarle semejante idea de la mente. Recordando la cantidad de objetos inflamables que se hallaban en la sacristía, la paja, los papeles, los arcones, la madera seca y las alacenas carcomidas, todo parecía indicar que el incendio fue resultado de un accidente, provocado por sus cerillas y por su lumbre.
Sin duda, su primer impulso en estas circunstancias fue intentar sofocar las llamas y, cuando fracasó en ello, —puesto que no sabía nada del estado de la cerradura—, trató de salir por la puerta por la que había entrado. Cuando yo le llamé, las llamas debían haber alcanzado la puerta que llevaba a la iglesia, a ambos lados de la cual se situaban las alacenas y junto a la que había más objetos inflamables. Con toda probabilidad, el humo y las llamas —que pronto llenaron el reducido espacio— eran demasiado densos para él cuando intentó salir por la puerta interior. Debió de desfallecer, cayendo en el sitio donde se le encontró, en el momento en que subí al tejado para romper los cristales de la claraboya. Incluso si después hubiésemos podido penetrar en la iglesia y desfondar la puerta desde allí, la dilación hubiera sido fatal. Entonces, hubiera sido ya demasiado tarde para poder salvarle. Sólo habríamos conseguido que las llamas entrasen libremente en la iglesia, hasta entonces indemne, y que en aquel caso, hubiera compartido el destino de la sacristía. Para mí no hay duda —ni puede haberla para nadie— de que estaba muerto antes incluso de que entrásemos en la casa abandonada y emprendiéramos nuestro trabajo de derribar la puerta.
Ésta es la versión más probable que yo puedo ofrecer para explicar lo ocurrido. Nosotros, desde fuera, hemos vivido los sucesos así, como los he descrito. Su cuerpo fue hallado tal como he relatado.
La encuesta fue aplazada por un día; hasta entonces no se pudo descubrir explicación alguna que pudiera satisfacer a las autoridades, para aclarar las misteriosas circunstancias que rodeaban el suceso.
Se convino en convocar más testigos e invitar al procurador londinense del difunto. Se encomendó a un médico examinar las capacidades mentales del criado al que parecía necesario liberar por ahora de la obligación de prestar testimonio. Tan sólo pudo declarar, tartamudeando, que la noche del incendio se le había ordenado esperar en el camino y que no sabía nada más, a excepción de que el difunto era, con toda seguridad, su amo.
Mi propia impresión fue que al principio se le encargó, (sin que él fuera consciente de hacer algo malo), comprobar que el sacristán había salido de la casa la noche anterior; y después se le ordenó que esperase en las cercanías de la iglesia (pero en un lugar desde donde no podía ver la sacristía) para ayudar a su amo en el caso de que yo escapase de la agresión en la carretera y llegase a enfrentarme con Sir Percival. No es necesario añadir que al hombre jamás se le pidió una declaración que confirmase estas conjeturas mías. El informe médico manifestaba que las pocas facultades mentales que poseía estaban seriamente conmovidas; en la encuesta aplazada no se pudo conseguir de él nada positivo y, según mis noticias, hasta el día de hoy no se ha recuperado.
Volví al hotel de Welmingham tan rendido de cuerpo y de espíritu, tan debilitado y deprimido por todo aquello que había tenido que resistir, que no estaba en condiciones de arrastrar la curiosidad pueblerina sobre la encuesta ni de contestar las triviales preguntas que mis comensales me dirigieron en el salón de café. Abandoné mi frugal cena y subí a mi barata buhardilla deseando sosegarme un poco y pensar, sin que nadie me estorbase, en Laura y Marian.
Si hubiera sido rico hubiese regresado a Londres para regocijarme con la vista de aquellos dos rostros. Pero si me citasen, estaría obligado a comparecer en el juicio aplazado; además, estaba doblemente obligado a cumplir con las condiciones de mi liberación ante el magistrado de Knowlesbury. Nuestros escasos recursos estaban mermados ya, y el dudoso porvenir —ahora más dudoso que nunca— no me dejaba atreverme a disminuir nuestros medios sin necesidad y permitirme un capricho incluso al bajo precio de un viaje de ida y vuelta en tren, en coche de segunda clase.
El día siguiente —víspera del juicio— quedaba a mi entera disposición. Empecé la mañana acudiendo de nuevo a correos para recoger la habitual comunicación de Marian. Como en la anterior, me estaba esperando y, desde el principio hasta el fin, reflejaba ánimo y buen humor. Leí la carta con sentimiento de gratitud, y luego resolví, tranquilizado mi espíritu el resto del día, volver a Old Welmingham para ver el escenario del incendio a la luz de la mañana.
¡Qué cambios encontré al llegar allí!
A través de todos los caminos de nuestro mundo incomprensible, lo terrible y lo trivial siempre caminan juntos. En ello, la ironía de las circunstancias no perdona catástrofe mortal alguna. Cuando llegué a la iglesia, las pisadas en el suelo del cementerio fueron la única marca considerable que podía hablar del fuego y de la muerte. Delante de la puerta de la sacristía habían puesto una tosca empalizada de madera. Sobre ella había ya unas caricaturas rudas y los chiquillos del pueblo estaban forcejeando y chillando por apoderarse de la mejor mirilla y ver lo que había detrás. En el lugar desde el que yo escuché el grito en demanda de auxilio procedente de la estancia en llamas, en el lugar donde el criado presa de pánico, había caído de rodillas, varias gallinas cloqueaban ahora disputándose los mejores gusanos que habían salido después de la lluvia; y en la tierra debajo de mis pies, donde se había colocado la puerta y su horrible carga, la merienda de un obrero lo esperaba, preparada en el cuenco amarillo, y su fiel chucho, encargado de vigilarla, ladraba por haberme acercado a la comida. El viejo sacristán que miraba impasible el lento comienzo de las obras, ahora sólo estaba interesado en defenderse de cualquier reproche que se le hiciera en relación con el accidente ocurrido. Una de las mujeres del pueblo, cuyo rostro blanco y descompuesto recordaba como la imagen de terror en aquellos instantes en que derribamos la viga, estaba riéndose junto con otra mujer, que era la viva imagen de la pacatería. ¡No hay seriedad entre los mortales! Salomón con toda su gloria, ¡fue un Salomón con argucias miserables, ocultas en cada uno de los pliegues de sus vestiduras y en cada uno de los rincones de su palacio!
Al alejarme de allí, mis pensamientos volvieron, una vez más, al derrumbamiento que —con la muerte de Sir Percival— habían sufrido mis esperanzas de restablecer la identidad de Laura. Él había desaparecido, y con él había desaparecido la ocasión que constituía el único objeto de mis trabajos y de mis esperanzas.
¿Podía mirar mi fracaso desde otro punto de vista?
Suponiendo que él estuviese vivo, ¿alteraría eso el resultado? ¿Hubiera podido yo convertir mi descubrimiento en un objeto de negociación, aun por el bien de Laura, desde que supe que lo esencial del crimen de Sir Percival era haber robado los derechos a otra persona? ¿Podría yo ofrecerle el precio de su silencio por su confesión de la conspiración, si el resultado de este silencio hubiera sido mantener al verdadero heredero apartado de sus propiedades y al verdadero dueño, de su nombre? ¡Imposible! Si Sir Percival estuviese vivo, el descubrimiento del que —ignorando su verdadera naturaleza— yo había esperado tanto, no hubiera podido depender de mi voluntad para callarlo o hacerlo público, para reivindicar los derechos de Laura. Obedeciendo a las leyes de honestidad y de honor, debería acudir enseguida ante el desconocido cuyo derecho natural había sido usurpado, debería renunciar a mi victoria en el momento de conseguirla, entregando mi descubrimiento, incondicionalmente en las manos de aquel desconocido, y debería afrontar de nuevo todas las dificultades que me separaban del único objeto de mi vida. ¡Y es así como había resuelto, en lo más íntimo de mi corazón, afrontarlas ahora!
Regresé a Welmingham más sereno y sintiéndome más seguro de mí mismo y de mi resolución.
Camino del hotel pasé por la plaza donde vivía la señora Catherick. ¿Debía volver a intentar verla de nuevo? No. Las noticias de la muerte de Sir Percival, las últimas que ella podía esperar que recibiese un día, debían haberle llegado hacía horas. Todo cuanto había ocurrido en el juzgado, salió en el periódico local aquella mañana, no había nada que yo le pudiese comunicar que ella no supiese ya. Mi interés por hacerla hablar se había apagado. Recordé el odio furtivo en su rostro cuando me dijo: «No hay noticias de Sir Percival que yo no espere…, excepto la noticia de su muerte». Recordé el repentino interés que brilló en sus ojos cuando, al despedirnos, pronunció aquellas palabras. Un instinto profundamente oculto que yo sentía en mi corazón me hizo ver con repugnancia la perspectiva de volver a aparecer ante ella, y me alejé de la plaza para volver inmediatamente al hotel.
Unas horas después, cuando descansaba en el salón de café, el camarero me entregó una carta. Llevaba escrito mi nombre y, al preguntar, me dijeron que una mujer la había dejado en la barra, cuando empezaba a oscurecer poco antes de que encendieran el gas. No dijo nada y se marchó antes de que tuvieran tiempo de preguntarle algo, ni siquiera de fijarse en ella.
Abrí la carta. No llevaba fecha ni estaba firmada y la letra estaba obviamente disimulada. Sin embargo antes de leer la primera frase supe quién me escribía. Era la señora Catherick.
La carta, —la reproduzco con exactitud, palabra por palabra— decía lo siguiente:
»Señor: No ha vuelto usted a mi casa, a pesar de que me lo prometió. No importa; me he enterado de la noticia y por eso le escribo. ¿Vio usted algo extraño en mi expresión cuando nos separamos? Estaba pensando si por fin había llegado la hora de que él cayera y si usted era el instrumento elegido para conseguirlo. Como me han dicho, fue usted suficientemente débil para intentar salvarlo. Si usted lo hubiera conseguido sería para mí un enemigo. Pero usted ha fracasado y le considero mi amigo. Sus investigaciones le asustaron y le llevaron aquella noche a la sacristía. Sus investigaciones, sin darse usted cuenta, y contra su voluntad, han servido a mi odio y han consumado la venganza guardados durante veintitrés años. Muchas gracias, señor, muchas gracias, aunque sea a pesar suyo.
»Estoy en deuda con usted. ¿Cómo puedo agradecérselo? Si aún fuese joven, le diría: “¡Ven!, estréchame si quieres entre tus brazos y bésame”. Mi agradecimiento llegaría hasta ahí. Y usted hubiese aceptado mi invitación. Sí, ¡usted la hubiese aceptado, sí, hace veintitrés años! Pero ahora soy vieja. Por el contrario, puedo satisfacer su curiosidad, y de este modo pagarle mi deuda; usted tenía una gran curiosidad por conocer ciertos asuntos privados míos cuando vino a verme. Asuntos privados que ni siquiera su sagacidad puede averiguar y que aún no ha descubierto. Podrá descubrirlos ahora; su curiosidad será satisfecha. ¡Estoy dispuesta a tomarme cualquier molestia para complacerle, mi estimado y joven amigo!
»Supongo que era usted un niño en el año veintisiete. En aquel entonces yo era una muchacha guapa y vivía en Old Welmingham. Tenía por marido a un necio miserable. Tenía también el honor de conocer (no importa cómo) a un elegante caballero (no importa quién). No voy a llamarle por su nombre. ¿Por qué iba a hacerlo? Aquel nombre no le pertenecía. Él nunca tuvo un nombre; a estas horas lo sabe usted tan bien como yo.
»Tendrá más sentido contarle cómo había ganado mi gracia. Yo nací con los gustos de una verdadera señora y él supo fomentarlos. En otras palabras, me admiraba y me hacía regalos. No hay mujer que resista a la admiración y a los regalos; sobre todo a los regalos si resulta que son precisamente los que él desea. Él era bastante perspicaz para saberlo, pues lo sabe la mayor parte de los hombres. Desde luego, quería recibir algo a cambio… pues todos los hombres lo quieren. Y ¿qué cree usted que fue ese algo? Una perfecta nadería. Sólo la llave de la sacristía y la de la alacena para que se las diese a espaldas de mi marido. Por supuesto que mintió cuando yo le pregunté que para qué quería que se las diese secretamente. Podría haberse ahorrado la molestia porque no le creí. Pero me gustaban sus regalos y quería más. Así que le di las llaves sin que mi marido lo supiese, y lo vigilé sin que lo supiese él. Una, dos, cuatro veces lo estuve espiando, y a la cuarta averigüé sus propósitos.
»Los asuntos de los demás nunca me han causado escrúpulos; tampoco sentí escrúpulos porque añadiese por su cuenta un matrimonio más a los inscritos en el registro.
»Por supuesto, comprendí que estaba mal hecho; pero a mí no me perjudicaba, ésta fue una buena razón para no alborotar el cortijo. Y aún no tenía el reloj de oro con su cadena, y ésta fue la segunda razón, y más importante. Además, sólo un día antes, me había prometido traérmelos de Londres, y ésta fue la tercera, la mejor de todas. Si yo hubiese sabido cómo considera la ley tal crimen y cómo lo castiga, me hubiera preocupado por mí debidamente y le hubiera delatado entonces mismo. Pero yo no sabía nada y quería el reloj de oro. Las condiciones que le impuse fueron únicamente que me confiase su secreto y que me lo contase todo. Sentía entonces tanta curiosidad por sus asuntos como usted siente ahora por los míos. Aceptó mis condiciones, y ahora verá por qué.
»Esto fue, en breves palabras lo que me contó. Todo lo que le estoy relatando aquí, no me lo dijo de buena gana. Una parte se la saqué a base de persuasión, y otro tanto, con preguntas. Estaba decidida a conocer toda la verdad y creo haberlo conseguido.
»El mismo no sabía más que los otros cómo estaban las cosas en realidad en lo que se refería a las relaciones entre su padre y su madre, hasta que ésta murió. Entonces, su padre se lo confesó, prometiéndole hacer lo posible por su hijo. Pero murió antes de haber hecho nada, ni siquiera el testamento. El hijo (¿quién puede criticarle por eso?) supo defenderse por sí solo. Vino enseguida de Londres y tomó posesión de su hacienda. Nadie sospechó de él y nadie le dijo que no. Su padre y su madre vivieron siempre como marido y mujer y a nadie de la poca gente que los frecuentaba se le ocurrió suponer jamás que no lo fuesen. La persona que tenía derecho a reclamar la posesión (si se hubiera sabido la verdad) era un pariente lejano que no pensaba siquiera que un día podría recibirla y que a la muerte del padre de Sir Percival se hallaba navegando. Así, pues, no encontró dificultad alguna para posesionarse de la finca como la cosa más natural del mundo. Más lo que no podía hacer como la cosa más natural del mundo era hipotecarla. Para ello se precisaban dos cosas. Una era su partida de nacimiento y la otra, el certificado de matrimonio de sus padres. Su partida de nacimiento no fue difícil de conseguir, pues había nacido en el extranjero y el documento estaba compuesto en debida forma. Pero lo otro representaba una dificultad, y esta dificultad fue lo que le trajo a Old Welmingham.
»Pero hubo un motivo por el que podía, en vez de venir aquí, haberse dirigido a Knowlesbury.
»Su madre vivió aquí antes de conocer a su padre. Vivía usando su nombre de soltera; mas la verdad era que en realidad se había casado en Irlanda donde su marido la estuvo maltratando y al final la abandonó para irse con otra mujer. Le hablo de un hecho que sé de buena tinta; Sir Félix lo mencionó ante su hijo como la razón por la que no se casaron. Usted puede preguntar, ¿por qué el hijo, sabiendo que sus padres se habían conocido en Knowlesbury, empezó intentando falsear el registro de aquella parroquia, pues era de presumir que fuese en ella donde se hubieran casado? La razón era que el pastor que regentaba la parroquia de Knowlesbury en el año mil ochocientos tres (cuando, conforme a su partida de nacimiento se hubiesen casado sus padres) vivía aún cuando Sir Percival tomó posesión de su herencia el día de Año Nuevo de mil ochocientos veintisiete. Esta molesta circunstancia hizo que él ampliara sus búsquedas a las cercanías. En nuestra parroquia no existía peligro alguno pues el antiguo párroco había muerto hacía unos años.
»Old Welmingham convenía a su propósito tanto como Knowlesbury. Su padre llevó a su mujer de Knowlesbury a una casita de la ribera, cerca de nuestro pueblo. La gente que lo había conocido como un solitario cuando era soltero, no se extrañó que siguiera siendo solitario después de que supuestamente se había casado. Si no hubiera tenido apariencias tan repulsivas su retraimiento compartido con una mujer hubiera podido despertar sospechas. Pero, tal como estaban las cosas, a nadie le extrañó el que ocultase la fealdad y desfiguración en el recogimiento más estricto. Vivió cerca de nuestro pueblo hasta que heredó Blackwater Park. Después de que hubieran pasado veintitrés o veinticuatro años ¿quién iba a decir (una vez muerto el párroco) que su casamiento no había sido tan privado como lo fue toda su vida y que no había tenido lugar en la parroquia de Old Welmingham?
»Como le digo, su hijo pensó que el lugar más seguro que podría escoger para arreglar las cosas a su gusto era este pueblo. ¿Se extrañará usted si le digo que lo que hizo en el registro se le ocurrió al momento y que lo pensó en un segundo?
»Su primera idea fue tan sólo arrancar la hoja del mes y del año convenientes, destruirla en secreto, volver a Londres y pedir a los abogados que le trajesen el certificado del matrimonio de sus padres, indicándoles inocentemente la fecha que correspondiese, por supuesto, a la hoja del registro que faltaba. Después de esto, nadie podría decir que sus padres no estaban casados pero si por alguna circunstancia se le pusieran trabas para concederle el préstamo (él creía que así ocurriría) tenía la respuesta preparada para todos los casos, si se llegasen a discutir sus derechos al nombre y a la propiedad.
»Mas cuando examinó el registro encontró al final de una de las páginas correspondientes al año ochocientos tres un espacio en blanco, sin duda porque no era suficiente para aquel asiento largo que se inscribió al principio de la página siguiente. Al encontrarse con aquella oportunidad alteró todos los planes. Fue una suerte que jamás hubiera esperado, con la que no soñaba. Y se aprovechó de ella usted sabe cómo. El espacio en blanco, para corresponder con su partida de nacimiento, debería situarse en las páginas del registro llenadas en el mes de julio. Pero estaba en la de septiembre. Sin embargo, en este caso, si se le hacía alguna pregunta suspicaz, no era difícil encontrar la respuesta. Sólo debía afirmar que era sietemesino.
»Cuando me contó su historia fui tan tonta que no pude menos de sentir por él interés y compasión que era justamente en lo que él había basado sus cálculos, como usted verá. Pensé que había tenido mala suerte. ¿Qué culpa tenía él de que su padre y su madre no se hubiesen casado, como tampoco la tenían sus padres? Una mujer más escrupulosa que yo, que no hubiese puesto sus miras en un reloj y una cadena de oro, también le hubiera encontrado disculpas. Sea como fuere, yo me callé y le ayudé a guardar sus propósitos en secreto.
»Él pasó algún tiempo intentando obtener la tinta de color preciso (mezclando y volviendo a mezclar en mis potes y frascos), y luego, un tiempo más aprendiendo a imitar la letra. Pero al final lo consiguió y convirtió a su madre en una mujer honrada, ¡cuando ésta yacía ya en su tumba! En aquella circunstancia no niego que me trataba con honestidad. Me regaló mi reloj y la cadena y los escogió sin reparar en gastos; las dos cosas eran de un trabajo soberbio y muy costosas. Aún las conservo y el reloj marcha de maravillas.
»Dijo usted el otro día que la señora Clements le contó todo lo que sabía. En tal caso no tengo necesidad de escribirle sobre el ridículo escándalo cuya víctima fui, una víctima inocente, se lo aseguro. Usted sabe tan bien como yo qué idea se metió en la cabeza de mi marido cuando descubrió que yo me vería con mi aristocrático amigo a solas y que teníamos secretos de qué hablar. Pero lo que usted no sabe es cómo terminamos este caballero aristócrata y yo. Léalo y vea cómo se portó conmigo.
»Las primeras palabras que le dirigí cuando vi el cariz que tomaban las cosas fueron éstas: “Hágame justicia y líbreme de una mancha que usted sabe bien que no merezco. No le pido que haga una confesión a mi marido, sino que le diga bajo su palabra de honor que está equivocado y que no merezco los reproches que él cree justos. Hágalo en pago de todo lo que yo he hecho por usted”. Se negó en redondo sin darme largas explicaciones. Me dijo simplemente que le interesaba hacer creer su error a mi marido y a mis vecinos, porque mientras lo creyesen no sospecharían la verdad. Yo no daba mi brazo a torcer y le dije que sabrían la verdad por mi propia boca. Su respuesta fue breve y taxativa. Si hablaba era mujer perdida en la misma medida en que él era hombre perdido.
»¡Sí! ¡A eso habíamos llegado! Me engañó en cuanto al riesgo que corría al ayudarle. Se había aprovechado de mi ignorancia; me tentó con sus regalos y ganó mi interés con su historia…, y el resultado de todo ello fue que me había convertido en su cómplice. Lo reconoció fríamente y terminó diciéndome por primera vez qué temible castigo se imponía por tal fraude y por la complicidad de aquellos que ayudaban a perpetrarlo. En aquellos días la Ley no tenía un corazón tan blando como, según tengo entendido, lo tiene ahora. No se ahorcaba únicamente a los asesinos y no se trataba a las mujeres convictas como si fueran señoras que se habían encontrado en un apuro. Confieso que me asustó. ¡Impostor ruin! ¡Cobarde canalla! ¿Comprende usted ahora cuándo le odiaba? ¿Comprende por qué me tomo esta molestia —por agradecimiento hacia usted—, para saciar la curiosidad del virtuoso joven que lo ha atrapado?
»Bien, continuemos. Él no era tan insensato como para sumirme en desesperación absoluta. Yo no era de aquellas mujeres que se dejan coger con facilidad entre la espada y la pared, él lo sabía y me tranquilizó astutamente haciéndome ciertas proposiciones referentes al futuro.
»Yo merecía algún premio (tuvo la gentileza de confesarlo) por el servicio que le había prestado, y alguna indemnización (tuvo también la amabilidad de añadir) por todo lo que había sufrido. Estaba dispuesto, ¡generosidad de un depravado!, a señalarme una pensión anual que yo cobraría cada trimestre, pero con dos condiciones: La primera, era que yo tenía que callar la boca tanto en su interés como en el mío, y la segunda, que no podría moverme de Welmingham sin pedirle antes permiso y esperar a que me lo concediese. En mi propio vecindario era imposible que alguna amiga virtuosa me tentara a participar en peligrosos cotilleos alrededor de una taza de té. En mi propio vecindario, y siempre sabría donde encontrarme. Esta última condición era muy dura, pero la acepté.
»¿Qué otra cosa podía hacer? Me hallaba desamparada y con la perspectiva de una nueva complicación por venir que era una hija. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Dejarme vivir gracias a la merced del idiota de mi marido, aquel marido desertor que era quien había desatado el escándalo contra mí? Antes me hubiera dejado morir. Además, su pensión era buena. Yo tenía mejores rentas, mejor techo sobre mi cabeza, mejores alfombras en el suelo que la mayor parte de las mujeres que ponían los ojos en blanco en cuanto me veían. La vestidura de la virtud en nuestro medio social era de percalina y yo la tenía de seda.
»Así que acepté las condiciones que él me ofrecía, saqué de ellas el mejor partido posible, di la batalla a mi respetable vecindario en su propio terreno y con el tiempo la he ganado, como ha podido usted comprobar. Cómo guardar su Secreto (y el mío) en todos estos años y si mi difunta hija Anne, de veras me lo sonsacó y compartió el Secreto conmigo, son preguntas cuyas respuestas me atrevo a creer, tendrá usted curiosidad por escuchar. Bueno. Mi gratitud no puede negarle nada. Voy a dar la vuelta a la hoja y le daré la respuesta enseguida.
»Debo empezar esta nueva página, señor Hartright, expresándole mi sorpresa al saber el interés que usted manifiesta tener por mi difunta hija. Para mí es algo incomprensible. Si este interés le lleva a preocuparse por sus primeros años, le aconsejo que acuda a la señora Clements, que puede darle más detalles que yo sobre el tema. Le ruego que comprenda por qué no pretendo declarar que amaba más de lo posible a mi hija. Fue desde el principio un estorbo para mí, con la desventaja adicional de sufrir un retraso mental. Usted es amigo de la verdad, y espero que esta explicación pueda satisfacerle.
»No necesito molestarle con ciertos particulares referentes a tiempos pasados. Será suficiente decirle que yo cumplí mi compromiso y que disfruté cómodamente de mi renta, que me pagaba con toda puntualidad cada tres meses.
»De cuando en cuando me iba de viaje y cambiaba de ambiente por un tiempo breve, aunque siempre pedía antes permiso a mi amo y señor, que casi siempre me lo concedía. No fue tan insensato, como le he advertido antes, para tratarme con excesiva dureza, y con razón él podía confiar en que yo callaría por mi bien si no lo hubiera hecho por el suyo. Una de las excursiones más largas que hice fue el viaje a Limmeridge para asistir a mi hermanastra que se estaba muriendo. Decían que dejaba algunos ahorros y quise tomar mis precauciones (para el caso de que por cualquier accidente me quedase sin rentas) y hacer algo por mis intereses en este sentido. Pero resultó que mis molestias fueron inútiles y, como nada tenía, nada pudo dejarme.
»Yo me había llevado a Anne conmigo al norte, pues de cuando en cuando me encaprichaba con la niña y tenía celos de la influencia que ejercía sobre ella la señora Clements. A mí nunca me gustó la señora Clements. Era una pobre mujer tonta y blanda —aquello que se llama esclava nata— y en ocasiones no me repugnaba irritarla y quitarle a Anne. No sabiendo qué hacer con la niña mientras yo asistía a mi hermana en Cumberland, la llevé a la escuela de Limmeridge. La señora del castillo, la señora Fairlie (una mujer de aspecto extraordinariamente insignificante y que había cazado al hombre más guapo de Inglaterra hasta conseguir que se casase con ella) me divertía mucho, porque se había encaprichado con mi niña. En consecuencia, no aprendió nada en la escuela y la mimaron demasiado en el castillo de Limmeridge. Entre otras tonterías que le enseñaron, le metió en la cabeza la fantasía de que fuese siempre vestida de blanco. A mí me gustaban los colores vivos y odiaba el blanco y me propuse quitarle semejante absurdo de la cabeza cuando volviésemos a casa.
»Por extraño que parezca, mi hija opuso una decidida resistencia. Cuando se le metía una idea en la cabeza era, como todos los chiflados, más obstinado que una mula. Nos peleábamos constantemente y la señora Clements, a quien creo no gustaba nada verlo, se ofreció a llevarse a Anne a Londres. Yo debí haber contestado “sí”, si la señora Clements no se hubiese puesto de parte de mi hija en su obsesión por ir vestida de blanco. Pero como yo estaba decidida a que no se vistiese de blanco, y como no me gustaba nada la señora Clements y mucho menos después de que se hubiera opuesto a mí, le dije que “no”, y me mantuve en que “no”. La consecuencia fue que mi hija se quedó conmigo y, a su vez, la consecuencia de esto fue la primera pelea seria a cuenta del secreto.
»El hecho sucedió bastante tiempo después de estos días que estoy describiendo. Hacía años que yo me había instalado en el pueblo moderno, me esmeraba en hacer olvidar mi mala fama e iba ganándome confianza entre las gentes honorables de aquí. El tener a mi hija a mi lado me ayudó mucho a conseguir mi objetivo. Su inocencia y su fantasía por ir vestida de blanco inspiraban simpatía a muchos. Dejé de oponerme a su capricho por eso, pues estaba segura de que con el tiempo una parte de aquella simpatía se destinaría a mí. Fue así, en efecto. Cuento la fecha de aquella época a partir de que me designaron los dos mejores sitios en la iglesia, y el primer saludo que me dirigió el párroco data del día en el que tuve aquellos asientos.
»Estando así las cosas recibí un día una carta de aquel aristocrático caballero (hoy fallecido) en contestación a otra mía, en la que le avisaba, de acuerdo con lo convenido, que quería dejar por algún tiempo aquel pueblo para cambiar de ambiente.
»Indudablemente mi carta hizo que saliera a flote toda la parte depravada de su naturaleza, pues me contestaba con una negativa que expresaba con un lenguaje tan abominable e insolente que perdí por completo el dominio sobre mí misma y no pude menos de insultarle en voz alta en presencia de mi hija tratándole de “impostor ruin y miserable al que podría destruir de por vida si quisiera abrir la boca y divulgar su secreto”. No dije más. Pues me arrepentí en cuanto se me escaparon aquellas palabras, al ver los ojos de mi hija que se clavaban en los míos con ansiosa curiosidad. Le mandé que saliese del cuarto inmediatamente hasta que yo me tranquilizase.
»Le confieso a usted que no experimenté placer cuando reflexioné sobre mi ligereza. Aquel año Anne se había mostrado más rara y más fantasiosa que nunca y me aterró pensar que se le ocurriera repetir mis palabras en el pueblo mencionando el nombre de él, si algún curioso quisiera preguntarle más cosas y me quedé completamente aterrada al figurarme las posibles consecuencias. En mis peores temores por mí misma, en mis peores ideas acerca de lo que se podía hacer, no llegué más lejos. Estaba totalmente desprevenida para aquello que sucedió en realidad, ya al día siguiente.
»Ese día, sin haberme avisado, se presentó él en mi casa.
»Sus primeras palabras y el tono con que me habló, me demostraron claramente que venía arrepentido de su respuesta grosera a mi petición y que había venido, de mala gana, para intentar arreglarlo del mejor modo antes de que fuese demasiado tarde. Al ver que mi hija estaba en el cuarto junto conmigo (temía dejarla sola después de lo sucedido el día anterior), le mandó que saliese. No se querían mutuamente, y él descargó sobre ella el mal humor que no se atrevía a mostrar ante mí.
»—Déjanos solos —dijo mirándola por encima del hombro.
»Ella le miró por encima de su hombro, y se quedó sin molestarse en obedecerle.
»—¿Has oído? —bramó él—. ¡Sal de este cuarto!
»—Hábleme con más cortesía —le dijo ella, poniéndose roja de indignación.
»—¡Echa de aquí a esta idiota! —me dijo a mí.
»Anne siempre tenía nociones raras de lo que era la dignidad de su persona, y la palabra “idiota” le hizo perder el dominio de sí misma al instante. Antes de que yo pudiese intervenir se le acercó llena de ira.
»—¡Pídame perdón ahora mismo —le dijo—, o de lo contrario pobre de usted! ¡Divulgaré su Secreto! Puedo destruirlo de por vida si abro la boca.
»¡Repitió exactamente mis palabras del día anterior! Y las repitió en mi presencia como si se le ocurriesen en aquel momento. Él se quedó sin habla y se puso más blanco que el papel en que estoy escribiendo, hasta que, a empujones, eché a Anne del cuarto. Cuando mi amo recobró los sentidos…
»¡No! Soy una mujer tan honorable como para no repetir lo que dijo. La pluma es la pluma de una asociada a la congregación parroquial y suscriptora de la revista “Lectura de viernes sobre justificación de la fe”. ¿Cómo cree usted que voy a emplearla para repetir su lenguaje obsceno? Supóngase el frente rabioso y soez del rufián más vil de Inglaterra y sigamos para hablar de cómo terminó aquello.
»Como usted habrá supuesto ya, todo terminó empeñándose él en que la encerrase en un manicomio para estar más seguros.
»Traté de convencerle. Le dije que ella sólo había repetido como un loro unas palabras que me oyó pronunciar y que ignoraba cualquier detalle, puesto que yo no había mencionado ninguno. Le expliqué que ella fingía, para contrariarle, saber aquello que en realidad no sabía, que sólo había querido amenazarle y castigarle por haberle hablado como él acababa de hacerle; que mis desdichadas palabras le dieron ocasión para atormentarle, que era lo único que ella deseaba. Le conté otras manías suyas, le hablé de las extrañezas de los chiflados de las que él mismo debía haber oído, pero todo aquello no sirvió de nada. No me hubiera creído ni si se lo hubiera jurado, estaba absolutamente convencido de que yo había revelado el Secreto. Total, que no quiso hablar más que de encerrarla.
»En tales circunstancias cumplí con mi deber de madre.
»—Nada de asilos de caridad —le dije—. No la dejaré entrar en un asilo de caridad. Una clínica privada, si le parece. Tengo mis sentimientos como madre y quiero mantener mi reputación en el pueblo; no daré mi consentimiento si no es un sanatorio privado como el que escogerían para sus familiares enfermos mis honorables vecinos.
Éstas fueron mis palabras. Me agrada pensar que cumplí mis deberes. A pesar de que jamás quise mucho a mi difunta hija, la traté con debida dignidad. Ni una mancha de miseria, gracias a mi tenacidad y a mi decisión, jamás fue vista sobre mi hija.
»Cuando se hizo lo que yo había deseado (que resultó ser más sencillo, a consecuencia de las facilidades que ofrecían los sanatorios privados), no pude menos de reconocer que el haberla encerrado suponía algunas ventajas para mí. En primer lugar, estaba perfectamente atendida y la trataban (como me ocupé yo de que se supiera en el pueblo) como una señora de cuna noble. En segundo lugar, estaba fuera de Welmingham, donde existía el peligro de que despertase sospechas y preguntas de la gente si se le ocurría repetir mis insensatas palabras.
»El único inconveniente de haberla ingresado era leve. Simplemente convertimos su declaración infundada de que conocía el Secreto en una manía fija. Después de haberse desbocado con el hombre que la ofendió, fue lo bastante perspicaz para darse cuenta de que le había amedrentado en serio, y bastante lista para descubrir luego que él había tomado parte en su encierro. Se despertó en ella un odio frenético contra aquel hombre, y en cuanto llegó al manicomio lo primero que dijo a las enfermeras cuando la serenaron fue que la habían mandado allí porque conocía un secreto de él, pero que pensaba destruir a aquel hombre de por vida y abrir la boca en cuanto llegase el momento.
»Diría lo mismo cuando usted con tanta imprudencia le ayudó en su fuga. Y lo dijo (como me enteré el verano pasado) a aquella desgraciada mujer que se casó con nuestro caballero bonachón y anónimo recientemente fallecido. Si esa desventurada señora o usted mismo hubiesen insistido con mi hija para que les explicara a qué se refería, la hubieran visto perder su seguridad de pronto y volverse indecisa, nerviosa y perpleja; ustedes hubieran descubierto que lo que yo estoy diciendo ahora es la pura verdad. Sabía que existía un secreto, sabía quién estaba relacionado con él y a quién perjudicaría si se descubriera, pero, aparte de éstos, por muchos misterios que hubiese anunciado a quienes no la conocían, hasta el día de su muerte no llegó a saber más.
»¿He satisfecho su curiosidad? Sea como fuere, me he esmerado bastante por satisfacerla. En realidad no queda nada por decir ni de mí ni de mi hija. En lo que a ella se refiere, mi única culpa es la de haber accedido a encerrarla. Me dieron el texto de la carta sobre las circunstancias en que mi hija fue recluida en el manicomio, que yo debía escribir en respuesta a la de una cierta señorita Halcombe, quien se interesó por aquella historia y quien, seguramente había oído muchas mentiras sobre mi persona, mentiras que le contaría una lengua muy acostumbrada a decirlas. Luego hice lo que pude por encontrar a mi hija perdida e impedir que hiciera algún daño, indagué en el pueblo donde, como me habían dicho erróneamente, se la había visto. Más todas estas pequeñeces tendrán poco interés o ninguno para usted después de lo que sabe.
Hasta aquí me he dirigido a usted en términos más amistosos. Pero no puedo terminar esta carta sin dirigirle una palabra de reproche o de censura.
»En el curso de nuestra conversación se refirió usted con atrevimiento a la paternidad de mi difunta hija, como si su origen pudiera ponerse en duda. ¡Fue sumamente inoportuno y muy poco propio de un caballero por su parte! Si alguna vez volvemos a vernos, haga el favor de recordar que no admitiré que se trate mi reputación con libertades, y que la atmósfera moral de Welmingham (usando una frase favorita de mi amigo el rector) no debe mancharse con conversaciones frívolas de cualquier género. Si usted se permite dudar de que mi marido fue el padre de Anne me insulta del modo más grosero. Si usted ha experimentado y si continúa aún experimentando una morbosa curiosidad por este tema, le aconsejo que deseche esa curiosidad para siempre en su propio interés. A este lado de la tumba, señor Hartright, si bien al otro puede ocurrir algo distinto, nunca verá usted satisfecha su curiosidad sobre esa materia.
»Quizá, después de lo que acabo de decirle, considere usted oportuno disculparse conmigo. Hágalo y recibiré gustosa sus disculpas. Después, si desea una segunda entrevista, daré un paso más y le recibiré a usted también. Sí puedo permitirme el lujo de invitarle a tomar té y no porque las circunstancias hayan empeorado para mí. Creo haberle dicho que he vivido siempre con holgura de mis rentas, y en estos últimos veinte años he ahorrado un capital suficiente para todo el resto de mi vida. No pienso irme de Welmingham. Me quedan una o dos ventajas que no he conseguido tener aún en este pueblo. El pastor me saluda, como usted ha comprobado. Está casado, y su mujer no es tan amable como él. Pienso ingresar en la Sociedad de Dorcas, y entonces la mujer del pastor estará obligada a saludarme.
»Si usted me honra con su visita no olvide que la conversación versará sobre temas indiferentes. No intente aludir a esta carta, será inútil, estoy decidida a negar el hecho de haberla escrito. La evidencia está destruida por el incendio, lo sé, pero me parece deseable, no obstante, obrar con cautela.
»Por eso no menciono aquí nombres ni hay firma debajo de estas líneas; he cambiado la letra desde el principio hasta el fin, y yo misma llevaré la carta cuando sea posible impedir que alguien me siga hasta mi casa. Usted no tiene motivo para quejarse de estas precauciones, pues no afectan la información que le proporciono considerando que le debo este servicio especial. Mi hora del té son las cinco y media, y mis tostadas con mantequilla no esperan a nadie».