III
Después de regresar de París pasaron el verano y el otoño, que no trajeron ningún cambio digno de mención. Vivíamos con tanta sencillez y quietud, que mis ingresos, que ahora eran fijos, resultaban suficientes para atender a todas nuestras necesidades. En febrero del nuevo año nació nuestro primer hijo. Mi madre, mi hermana y la señora Vesey fueron nuestros invitados en la pequeña fiesta con que celebramos el bautizo. La señora Clements estuvo también presente para asistir a mi mujer en aquella ocasión. Marian fue la madrina de nuestro hijo; Pesca y el señor Gilmore (este último actuando en rebeldía) fueron sus padrinos. He de añadir aquí que cuando el señor Gilmore volvió a Inglaterra un año más tarde, y a petición mía, me ayudó a componer estas páginas escribiendo la narración que apareció al principio de esta historia y lleva su nombre, y que aunque por el orden de sucesión es la primera de esta forma, por el orden de las fechas fue la última que llegó a mis manos. El único acontecimiento de nuestras vidas que ahora queda por relatar sucedió cuando nuestro pequeño Walter contaba seis meses de edad. En aquella época me enviaron a Irlanda para hacer bosquejos para preparar unas ilustraciones del periódico en que yo estaba empleado. Estuve ausente cerca de dos semanas y me comunicaba con regularidad con mi mujer y con Marian excepto durante los tres últimos días de mi viaje, cuando mi itinerario era demasiado inseguro para permitirme recibir cartas. Hice el último tramo de mi camino de vuelta por la noche y cuando llegué a mi casa por la mañana ante mi inefable asombro, en casa no había nadie. Laura, Marian y el niño se habían marchado el día anterior a mi regreso. La criada me entregó una esquela de mi mujer que sólo aumento mi sorpresa. Me informaba que habían ido a Limmeridge. Marian le había prohibido que me diese más explicaciones por escrito y se me pedía ponerme en camino en cuanto volviese a casa para reunirme con ellas. En Cumberland me esperaban explicaciones completas y se me aseguraba que no debía preocuparme en lo más mínimo. Aquí terminaba la carta. Era aún temprano y pude coger el tren de la mañana. Aquella misma tarde llegué a Limmeridge. Mi mujer y Marian estaban arriba. Se habían instalado (para el colmo de mi asombro) en el cuartillo que antaño se me había asignado como estudio cuando estaba trabajando con los dibujos del señor Fairlie. En la misma silla que yo solía ocupar mientras trabajaba, estaba ahora sentada Marian con el niño sobre sus rodillas, que con destreza se refrescaba con su chupete, mientras que Laura junto a la mesa de dibujo tan familiar y que tanto había utilizado, hojeaba el álbum que en otros tiempos yo había llenado de dibujos para ella.
—Pero, en nombre del Cielo, ¿qué os ha traído hasta aquí? —les pregunté—. ¿Lo sabe el señor Fairlie?… Marian me cortó las palabras en mis labios diciendo que el señor Fairlie había muerto. Había sufrido una parálisis y después del ataque jamás volvió a restablecerse. El señor Kyrle les había avisado de su fallecimiento recomendándoles que vinieran inmediatamente al castillo de Limmeridge. Cierta premonición confusa de un gran cambio despuntó en mi mente. Laura habló antes de que yo fuera del todo consciente de ello. Se puso más cerca de mí para disfrutar de la sorpresa que permanecía en mi rostro.
—Walter, mi vida —dijo—, ¿de veras crees que hemos venido aquí por capricho? Me temo amor mío, que sólo puedo explicártelo si quebranto nuestra regla y te hablo del pasado.
—No hay la menor necesidad de hacer cosa semejante —dijo Marian—. Podemos ser igualmente explícitas y resultará mucho más interesante si hablamos del futuro. Se levantó y me mostró al niño que pataleaba y gorjeaba entre sus brazos:
—¿Sabes quién es, Walter? —me dijo, llorando de felicidad—. Incluso mi turbación tiene sus límites —contesté—. Creo que todavía soy capaz de conocer a mi propio hijo.
—¡Tu hijo! —exclamó con la vivaz animación de los viejos tiempos—. ¿Te atreves a hablar con familiaridad de uno de los hacendados más opulentos de Inglaterra? ¿Te das cuenta, cuando te dejo ver a este ilustre bebé, delante de quién te encuentras? ¡Veo que no! Permíteme que haga la presentación de dos personajes eminentes: Señor Walter Hartright, el Heredero de Limmeridge.
Así me habló Marian.
Al escribir estas últimas palabras he terminado mi tarea. La pluma tiembla en mi mano; ¡el trabajo largo y feliz ha concluido! Marian fue el ángel bueno de nuestras vidas, que sea Marian la que termine nuestra historia.
FIN