La gran desventura de mi vida…
La gran desventura de mi vida es que nadie quiere dejarme en paz. ¿Por qué les pregunto a todos, por qué me molestan? Nadie responde a esta pregunta y nadie quiere dejarme en paz. Parientes, amigos y extraños se confabulan para molestarme. ¿Qué he hecho? Me lo pregunto a mí mismo, se lo pregunto a mi criado Louis cincuenta veces al día… ¿Qué he hecho yo? Y ninguno de los dos lo podemos explicar. ¡Qué cosa más extraña!
La última molestia con que me han asaltado es la de pedirme que escriba este relato. ¿Acaso un hombre, cuyos nervios están tan desequilibrados, es capaz de escribir historias? Cuando alego estas excusas, sumamente razonables, se me contesta que han sucedido ciertos graves acontecimientos que atañen a mi sobrina y de los que soy sabedor; que soy la persona indicada para descubrirlos por escrito. Y en caso de negarme a cumplir dicho requerimiento me amenazan con tales consecuencias que sólo pensar en ellas me lleva a un estado de postración total. De hecho no hay necesidad de que me amenacen. Destrozado como estoy por el miserable estado de mi salud y por las preocupaciones familiares, no soy capaz de oponer resistencia. Si ustedes insisten, se toman sobre mí una ventaja injusta y yo cedo al momento. Trataré de recordar lo que pueda (de mal grado) y de escribir lo que pueda (de mal grado también), y lo que no pueda recordar ni escribir lo recordará y escribirá Louis. Él es un asno y yo soy un pobre inválido, y es probable que entre los dos cometamos todos los errores posibles. ¡Qué humillación!
Se me conmina a que recuerde las fechas. ¡Santo Dios! Jamás hice cosa semejante en mi vida, ¿cómo quieren que lo haga ahora?
He preguntado a Louis. No es tan asno como yo suponía hasta ahora. Recuerda la fecha del suceso, con aproximación de una o dos semanas, y yo recuerdo el nombre de la persona. La fecha fue hacia fines de junio o principios de julio; el nombre, —en mi opinión, especialmente vulgar— era Fanny.
A fines de junio o principios de julio, pues, me hallaba reclinado en mi butaca, como suelo estar siempre, rodeado de varios objetos de arte que he reunido en torno mío para mejorar el gusto estético de los bárbaros que me rodean. Es decir, tenía delante de mí fotografías de mis pinturas, grabados, monedas, etcétera, que pretendo presentar (me refiero a las monedas, si la tosca lengua inglesa me permite referirme a algo) al Instituto de Carlisle (¡un lugar terrible!), con el objeto de refinar el gusto de sus miembros (vándalos y caníbales todos sin excepción). Se podrá suponer que un hombre que estaba tratando de proporcionar un gran beneficio a sus compatriotas era la última persona del mundo a quién debiera molestarse sin consideración a causa de asuntos privados y problemas de familia. Sería un error, se lo aseguro, tratándose de mí.
Así que, estaba yo reclinado, rodeado de mis tesoros artísticos y con la esperanza de gozar de una mañana tranquila. Dado que deseaba una mañana tranquila, por supuesto vino Louis. Era absolutamente natural que le preguntase qué demonios significaba su aparición, si yo no había tocado la campanilla. Rara vez lanzo un juramento, pues es una costumbre poco digna de un caballero; pero cuando Louis respondió a mi pregunta con una sonrisa, creo que era bastante lógico que le dedicase una maldición. En cualquier caso, así lo hice.
He observado que esta forma severa de tratar a las gentes de baja estofa suele hacerles volver en sí. También a Louis le hizo volver en sí. Tuvo la gentileza de dejar de sonreír, y me dijo que una joven deseaba verme. Añadió (con esa odiosa locuacidad propia de la servidumbre) que la joven se llamaba Fanny.
—¿Quién es Fanny?
—La doncella de Lady Glyde, señor.
—¿Qué quiere de mí la doncella de Lady Glyde?
—Trae una carta, señor.
—Que se la deje a usted.
—Se niega a entregarla a nadie más que al señor.
—¿Quién envía esa carta?
—La señorita Halcombe.
En cuanto oí el nombre de la señorita Halcombe, cedí. Es mi costumbre ceder ante la señorita Halcombe. Sé por experiencia que ello me evita jaleos. Cedí en esta ocasión también. ¡Querida Marian!
—Diga a la doncella de Lady Glyde que entre, Louis. ¡Espere! ¿Rechinan sus zapatos?
Estaba obligado a hacer esta pregunta. Unos zapatos que rechinan me dejan trastornado para el resto del día. Me había resignado a recibir a la joven, pero no a que sus zapatos me trastornasen. Incluso mi tolerancia tiene un límite.
Louis me aseguró que sus zapatos merecían toda confianza. Hice una seña con la mano. Él la hizo pasar. ¿Será necesario consignar que demostró su aturdimiento cerrando la boca y resollando por la nariz? De seguro que no es necesario para quien ha estudiado la naturaleza femenina entre las gentes modestas.
Permítanme hacer justicia a la joven. Sus zapatos no rechinaban. Mas ¿por qué todas las jóvenes sirvientas tiene manos sudorosas? ¿Por qué todas tienen narices gordas y mejillas ásperas? Y ¿por qué sus rostros parecen imperfectos especialmente en las comisuras de los párpados? No estoy lo bastante fuerte como para pensar con profundidad en estas materias, pero apelo a que lo haga un profesional. ¿Por qué la tribu de las jóvenes sirvientas no ofrece variedad?
—¿Tiene usted una carta para mí de la señorita Halcombe? Póngala sobre la mesa, por favor, y no estropee nada. ¿Cómo está la señorita Halcombe?
—Muy bien, gracias señor.
—Y ¿Lady Glyde?
No obtuve respuesta. El rostro de la joven se hizo más imperfecto que nunca y creo que se echó a llorar. Estoy seguro de que vi algo húmedo en sus ojos. ¿Lágrimas o transpiración? Louis (al que he consultado ahora mismo) se inclina a pensar que eran lágrimas. Él, que pertenece a su misma esfera, lo sabe mejor. Supongamos que fueron lágrimas.
Salvo cuando el proceso refinado del Arte les quita todo parecido con la Naturaleza, yo estoy totalmente en contra de las lágrimas. Las lágrimas se describen científicamente como una secreción. Comprendo que una secreción sea sana o insana, pero no veo qué interés puede presentar una secreción desde el punto de vista sentimental. Quizá, como mis propias secreciones funcionan todas mal, tengo ciertos prejuicios respecto a ellas. No importa. En esta ocasión me comporté con toda la propiedad y comprensión posibles. Cerré los ojos y le dije a Louis:
—Trata de averiguar qué quiere decir.
Louis trató de averiguarlo, y la joven de decirlo. Los dos consiguieron confundirse el uno al otro hasta tal extremo que el más elemental sentimiento de gratitud me obliga a decir que me proporcionaron unos momentos realmente divertidos. Me parece que cuando me encuentre decaído los enviaré a buscar. Acabo de mencionárselo a Louis. Por extraño que parezca, la idea no pareció resultarle agradable. ¡Pobre diablo!
No creo que se espere de mí que repita la explicación que dio de sus lágrimas la doncella de mi sobrina tal como yo la escuché, traducida al inglés de mi criado suizo. Esto, obviamente, es imposible. Puedo transcribir mis propias impresiones y quizá mis sentimientos. ¿Bastará esto? Por favor, digan que «sí».
Me parece que empezó a decirme (por medio de Louis) que su amo la había despedido del servicio de su señora. (Observen la extraña inconsecuencia de la joven. ¿Qué culpa tenía yo de que ella hubiera perdido su colocación? Cuando la despidieron se fue a dormir a la posada. Yo no soy el dueño de la posada, ¿por qué me la menciona?). Entre las seis y las siete llegó a la posada la señorita Halcombe para despedirse de ella y entregarle dos cartas, una para mí y otra para un señor de Londres. (Yo no soy un señor de Londres, ¡al diablo con el señor de Londres!). Guardó las cartas con mucho cuidado en su corpiño (¿Qué tengo yo que ver con su corpiño?); se quedó muy triste cuando se marchó la señorita Halcombe y no tuvo ánimos ni para probar bocado hasta casi la hora de acostarse, y cerca de las nueve pensó que podía tomar una taza de té. (¿Tengo yo la responsabilidad de estas vulgares fluctuaciones que empiezan con desdichas y terminan con el té?). En el preciso instante en que estaba calentando la tetera (reproduzco estas palabras confiando en la competencia de Louis que dice saber lo que significa y desea explicármelas, pero le hago callar por principio), pues, cuando ella estaba calentando la tetera, se abrió la puerta y se quedó de una pieza (de nuevo, son sus propias palabras, esta vez tan ininteligibles para Louis como para mí) al ver aparecer en el zaguán de la posada a su excelencia, la señora condesa. Repito el título de mi hermana, que me describió la doncella de mi sobrina con la sensación de un gran alivio. Mi pobre hermana es una mujer insoportable que se casó con un extranjero. En resumidas cuentas: la puerta se abrió, su excelencia la señora condesa apareció en el zaguán y la joven se quedó de una pieza. ¡Algo notable!
No tengo más remedio que reposar unos instantes antes de continuar. Después de haber descansado un rato con los ojos cerrados y de que Louis refresque con agua de colonia mis cansadas sienes, creo que estaré en condiciones de seguir.
Su excelencia la señora condesa…
No. Estoy en condiciones de seguir, pero no de enderezarme. Voy a continuar apoyado en el respaldo de la butaca y dictaré a Louis, que tiene un acento espantoso, pero que conoce nuestra lengua y puede escribir. ¡Qué conveniente!
Su excelencia la señora condesa explicó su inesperada aparición en la posada diciendo a Fanny que había venido para darle unos recados de la señorita Halcombe, que ésta había olvidado con las prisas. La joven esperó con ansiedad que le dijese cuales eran los recados, pero la condesa no parecía muy dispuesta a hablar de ellos, (¡muy propio de mi insoportable hermana!), hasta que Fanny hubiese tomado el té. Su excelencia estuvo sorprendentemente amable y considerada (algo sumamente impropio de mi hermana), y le dijo:
«¡Pobre muchacha! Estoy segura de que desea tomar su té. Los recados pueden esperar. Vamos, vamos, si no le importa, voy a preparárselo yo misma y tomaremos una taza juntas». Me parece que éstas son las palabras exactas que repitió, excitada, la joven delante de mí. Sea como fuere, la condesa insistió en hacer ella misma el té, y llevó su demostración de humildad hasta el extremo de tomar ella una taza y obligar a la joven a que tomase otra. La joven bebió el té, y, según dijo, para solemnizar tan extraordinario acontecimiento cinco minutos después de beberlo le dio un síncope por primera vez en su vida, y cayó redonda. Aquí vuelvo a usar sus propias palabras. Louis añade que las acompañó una abundante secreción de lágrimas. No puedo asegurar. El esfuerzo que me requería escucharla era tan grande que estaba obligado a tener los ojos cerrados.
¿Dónde estábamos? ¡Ah!, sí… Después de tomar con la condesa una taza de té, se desmayó, cosa que me hubiera interesado de haber sido yo su médico, pero como no lo soy, oírlo no hizo más que aburrirme. Eso fue todo. Cuando media hora después volvió en sí, estaba tendida sobre el sofá, y no había en el cuarto nadie más que la posadera. A la condesa se le hacía tarde para quedarse más tiempo en la posada y se marchó en cuanto la joven dio las primeras señales de recobrar el conocimiento: la posadera fue tan amable que la ayudó a subir a su dormitorio. Cuando se quedó sola enseguida buscó en su corpiño (lamento tener que referirme por segunda vez a esta parte del tema) y comprobó que las dos cartas seguían allí. Pero estaban extrañamente arrugadas. Durante la noche se sintió atontada, pero por la mañana estaba lo bastante repuesta como para viajar. Echó al buzón la carta dirigida a ese desconocido inoportuno, el caballero de Londres; acababa de entregar la segunda carta en propia mano como le habían ordenado. Ésta era la pura verdad, y, a pesar de que ella no podía reprocharse ningún descuido intencionado, estaba realmente trastornada y necesitaba seriamente que le dieran algún consejo. Al llegar a este punto, Louis cree que las secreciones comenzaron de nuevo. Quizá fuera así, pero tiene una importancia infinitamente mayor el que en aquel momento yo perdí la paciencia, abrí los ojos e intervine en la conversación.
—¿Y con qué fin me cuenta todo esto?
La inconsecuente doncella de mi sobrina me miró y no contestó nada.
—Procure explicármelo, —dije a mi sirviente—, tradúzcamelo, Louis.
Louis lo procuró y me lo tradujo. En otras palabras, descendió inmediatamente a las profundidades abismales de la confusión y la joven le siguió en su descenso. La verdad es que no recuerdo haberme divertido nunca tanto. A lo que los dejé en el fondo del precipicio, mientras me hacían gracia. Cuando me aburrí, hice uso de mi inteligencia y los saqué a la superficie.
No será necesario advertir que mi intervención me permitió, a su debido tiempo, comprender el propósito del discurso de la joven. Descubrí que estaba preocupada porque el curso de los acontecimientos que me había descrito le impidió enterarse de los encargos suplementarios que la señorita Halcombe había confiado a la condesa. Temía que estos encargos fuesen de gran importancia para su señora. El miedo que le inspiraba Sir Percival la hizo renunciar a la idea de volver aquella noche a última hora a Blackwater Park para preguntar por ellos, y como la señorita Halcombe le había dicho que no perdiese el tren de la mañana, no se atrevió a quedarse un día más en la posada. Estaba consternada pensando que su desdichado desmayo la llevara a otra desdicha de la de que su señora la creyera negligente, y me rogaba humildemente que yo le dijese si debería escribir enseguida a la señorita Halcombe para que le comunicara sus recados por carta, si no era demasiado tarde. No pido disculpas por este párrafo extremadamente prosaico. Me han ordenado escribirlo. Hay gente que, por incomprensible que parezca, se interesa mucho más en lo que dijo la doncella de mi sobrina que en lo que yo le dije a ella. ¡Qué aberraciones más divertidas!
—Le quedaría muy agradecida, señor, si tuviese usted la amabilidad de indicarme qué debo hacer —me suplicó la joven.
—Deje las cosas como están —le contesté, adaptando mi lenguaje a las capacidades de mi interlocutora—. Yo dejo siempre que las cosas estén como están… Sí. ¿Algo más?
—Si usted cree que me tomaré demasiada libertad si escribo, señor, por supuesto no me atreveré a hacerlo. Pero tengo tanto afán en servir a mi señora con la mayor lealtad…
Las personas de la clase baja no saben nunca cuándo ni cómo deben salir de una habitación. Invariablemente necesitan que un ser superior les ayude a retirarse. Yo creí llegado el momento de prestar este auxilio a la joven. Lo hice pronunciando estas dos prudentes palabras:
—Buenos días.
En el interior o en el exterior de esta singular muchacha algo crujió de repente. Louis, que la estaba mirando (cosa que yo no hacía), dice que crujió cuando hizo la reverencia. ¡Qué curioso! ¿Serían sus zapatos, sus ballenas o sus huesos? Louis cree que fueron sus ballenas. ¡Qué cosa más extraordinaria!
En cuanto me quedé solo eché una cabezada. Realmente lo necesitaba, y cuando me desperté vi la carta de mi querida Marian. Si hubiera tenido la menor idea de su contenido, estoy seguro de que jamás la hubiera abierto. Pero como desgraciadamente soy incapaz de cualquier sospecha, leí la carta. Me dejó trastornado para todo el día.
Por naturaleza soy una de las personas más indulgentes que jamás ha habido, disculpo a todos y no guardo rencor por nada. Pero, como ya he dicho anteriormente, mi paciencia tiene límites. Dejé a un lado la carta de Marian, y me sentí, simplemente me sentí, un hombre ofendido.
Quiero hacer una observación. Por supuesto, en relación con el grave problema del que estamos hablando, pues en otro caso no me la hubiera permitido.
Nada en mi opinión deja el abominable egoísmo del género humano bajo una luz tan viva y repugnante como el tratamiento que en todas las clases de la sociedad reciben los solteros de parte de los casados. Cuando una persona se ha mostrado demasiado considerada y abnegada para añadir una familia más a la suya, a la población ya excesiva de sus amigos casados, que no han tenido similar consideración y abnegación, la marcan con su vengativo repudio, designándole servir de recipiente de la mitad de sus problemas conyugales y un amigo nato de todos sus hijos. Los maridos y las mujeres hablan de las preocupaciones de la vida matrimonial, y los solteros las sobrellevan. Aquí tienen mi propio caso. Consideradamente, me quedo soltero y mi pobre hermano Philip desconsideradamente, se casa. ¿Qué hace cuando muere? Me deja encargado de su hija. Es una muchacha encantadora. Pero es también una horrible responsabilidad. ¿Por qué debe recaer sobre mis hombros? Porque dada mi condición inofensiva de soltero tengo la obligación de resolver todas las preocupaciones de mis parientes casados. Hago todo lo posible por cumplir con la responsabilidad que me dejó mi hermano; caso a mi sobrina, después de infinitas dificultades y fatigas con el hombre que eligió para ella su padre. Ella y su marido no se llevan bien, aparecen consecuencias desagradables. ¿Qué hace ella con estas consecuencias? Me las transmite a mí. ¿Por qué me las transmite a mí? Porque, en mi condición inofensiva de hombre soltero, tengo la obligación de resolver todas las preocupaciones de mis parientes ¡Pobres solteros! ¡Pobre naturaleza humana!
Es completamente innecesario añadir que la carta de Marian me amenazaba. Todo el mundo me amenaza. Toda clase de horrores caerían sobre mi pobre cabeza si vacilara en convertir Limmeridge en un asilo para mi sobrina en sus desdichas. Sin embargo, yo vacilaba.
He advertido que hasta entonces tenía por costumbre ceder ante mi querida Marian y de este modo evitar complicaciones. Pero en aquella ocasión las consecuencias que implicaba su proposición, en extremo desconsiderada, eran de tal naturaleza que me hacían pensar. Si abriese las puertas de Limmeridge a Lady Glyde ofreciéndole un asilo, ¿quién me aseguraría que Sir Percival no la siguiera hasta aquí lleno de furioso resentimiento contra mí por haber protegido a su mujer? Vi que tal procedimiento entrañaba un laberinto de preocupaciones y decidí tantear el terreno. Escribí luego a mi querida Marian para pedirle (pues no tenía ningún marido que la reclamase) que viniese antes ella sola a Limmeridge y tratase el asunto conmigo. Si podía contestar satisfactoriamente a mis reparos, yo le aseguraba que recibiría con mucho gusto a nuestra encantadora Laura, siempre que cumpliera esta condición.
A la vez me daba cuenta, desde luego, de que este aplazamiento por mi parte podría traer a Marian aquí, y que, llena de justa indignación, se pondría a dar portazos. Mas el otro procedimiento podría traer aquí, también en estado de justa indignación, a Sir Percival, quien también se pondría a dar portazos, y entre las dos indignaciones y los dos tipos de portazos, preferí la de Marian porque estaba acostumbrado a ella. Por consiguiente, envié mi carta a vuelta de correo. Sea como fuere, ganaba tiempo con ello y ¡Dios mío!, por lo pronto, era una ventaja.
Como estaba totalmente postrado (¿he mencionado que la carta de Marian me dejó totalmente postrado?), necesité tres días para recuperarme. Fui irrazonable: esperaba disponer de tres días de tranquilidad. Por supuesto no los tuve.
Al tercer día me llegó por correo una carta extremadamente impertinente de una persona que no conozco en absoluto. Se presentaba a sí mismo como el socio y sucesor de nuestro abogado, de nuestro querido Gilmore, nuestro viejo cabezota Gilmore, y me informaba haber recibido últimamente un sobre escrito de puño y letra de Marian. Cual no fue su sorpresa cuando, al abrir el sobre, no halló otra cosa que un pliego de papel en blanco. Esta circunstancia le pareció tan sospechosa (pues sugería a su incansable imaginación legalista que la carta había sido manipulada), que escribió enseguida a la señorita Halcombe y a vuelta de correo no recibió respuesta. Ante esta situación, en vez de obrar como una persona sensata y dejar las cosas seguir su camino, el siguiente absurdo que cometió por propia iniciativa fue molestarme escribiéndome para preguntarme si sabía yo algo de lo que pasaba. ¿Qué demonios iba yo a saber de todo esto? ¿Qué necesidad tenía de alarmarme además de alarmarse él mismo? Le contesté expresándome en este sentido. Fue una de mis cartas más mordaces. No he escrito ninguna epístola tan desabrida desde la que dirigí a aquella persona tan impertinente que se llamaba Walter Hartright comunicándole que estaba despedido.
Mi carta surtió efecto. No volví a tener noticias del abogado.
Esto quizá no es muy extraño. Pero sí lo es la circunstancia de que no recibí la respuesta de Marian ni señales que me anunciasen su venida. Su inesperado silencio me hizo un bien extraordinario. Fue agradable y reconfortante deducir (como yo hice, por supuesto) que mis parientes casados volvían a dejarme en paz. Cinco días de tranquilidad inalterable, de deliciosa soledad bendita, consiguieron reponerme. Al sexto día me sentí con fuerzas suficientes para enviar a buscar a mi fotógrafo, quien reanudó su labor de preparar las copias de mis cuadros, mis tesoros artísticos, con el fin, como ya lo había dicho, de mejorar los gustos de mi vandálico vecindario. Acababa de iniciarle en su tarea y me hallaba solo coqueteando con mis monedas cuando inesperadamente Louis apareció en la puerta, trayéndome una tarjeta en la mano.
—¿Otra joven? —le pregunté—. No deseo verla. En mi estado de salud, las jóvenes no me son apropiadas. No estoy en casa.
—Esta vez se trata de un caballero, señor.
Un caballero, desde luego, era otra cosa. Leí la tarjeta.
¡Dios del cielo! Era el marido extranjero de mi insoportable hermana, el conde Fosco.
¿Es necesario que aclare cuál fue mi primera impresión en cuanto vi la tarjeta del visitante? Seguramente no. Habiéndose casado mi hermana con un extranjero, no había más que una impresión que pudiera experimentar cualquier hombre en buen uso de sus facultades. Estaba claro que el conde había venido a pedirme dinero prestado.
—Louis —dije al criado—. ¿Cree que se iría si usted le diera cinco chelines?
Louis pareció desconcertado. Me causó un asombro inefable cuando me declaró que el marido extranjero de mi hermana estaba exquisitamente vestido y que era la viva estampa de la prosperidad. En estas circunstancias, varió un poco mi primera impresión. Dí por hecho que el conde tenía también dificultades matrimoniales y que había venido dispuesto, como todos los demás, a ponerlas sobre mis espaldas.
—¿Dijo a qué venía? —pregunté.
—El conde Fosco ha dicho que ha venido aquí, señor, porque la señorita Halcombe no estaba en condiciones de ausentarse de Blackwater Park.
Al parecer, nuevas preocupaciones. No exactamente suyas, como yo había supuesto sino que venían de la querida Marian. Fueran cuales fueren, eran preocupaciones. ¡Dios!
—Hágale pasar —ordené, con resignación.
A primera vista, el aspecto del conde me sobresaltó. Era una persona tan alarmantemente voluminosa que me estremecí. Creí ciertamente que haría temblar el suelo y que destrozaría mis tesoros artísticos. Mas no hizo ni una cosa ni otra. Estaba vestido con un ligero traje de verano; sus modales denotaban una deliciosa seguridad en sí mismo, su sonrisa era encantadora. Mi primera impresión resultó altamente favorable. Reconocerlo no hace mucho honor a mi perspicacia, como se verá por lo que luego pasó, pero yo soy un hombre cándido por naturaleza y así lo reconozco, a pesar de todo.
—Permítame que me presente yo mismo señor Fairlie —dijo—. Vengo de Blackwater Park y tengo el honor y la felicidad de ser el marido de la señora Fosco. Quisiera aprovechar esta ventajosa circunstancia para pedirle que no me trate como a un extraño. Le ruego que no se mueva.
—Es usted muy amable —le contesté—. Lo que yo desearía es tener fuerzas para levantarme. Encantado de verle en Limmeridge. Siéntese, por favor.
—Temo que hoy esté usted pasando un mal día, —dijo el conde.
—Como siempre —le dije—. No soy más que un manojo de nervios vestido y arreglado para que parezca que soy un hombre.