Siento mucho decir que nunca he aprendido a leer…
Siento mucho decir que nunca he aprendido a leer y escribir. He pasado toda mi vida trabajando duramente y todos saben que soy una mujer honrada. Sé que es un pecado y una bajeza asegurar una cosa que no es cierta, así que trataré de no hacerlo en esta ocasión. Diré todo lo que sé y ruego humildemente al señor que vaya a escribir lo que yo diga que corrija mi lenguaje y que me perdone si no tengo estudios.
El verano pasado estaba yo sin colocación (y no por mi culpa) cuando oí hablar de que en el número cinco de Forest Road, St. John’s Wood, necesitaban una cocinera. Me coloqué a prueba. Mi amo se llamaba Fosco. Mi ama era una dama inglesa. Él era conde y ella condesa. Cuando llegué había ya una doncella, que no era ni muy ordenada ni muy limpia, pero no era mala persona. Ella y yo éramos toda la servidumbre de la casa.
Nuestros amos vinieron después que nos instalamos. En cuanto llegaron nos dijeron en la cocina que esperaban una visita desde un pueblo de otro condado.
La visita era una sobrina de mi ama y se le preparó el dormitorio en la parte de atrás de la casa. Mi ama me dijo que Lady Glyde (éste fue su nombre) tenía mala salud y que, por tanto, habría yo de preocuparme que sus comidas estuvieran bien sazonadas. Me parece que llegó aquel mismo día, pero, por si acaso, no se fíen demasiado de mi memoria. Siento decir que es inútil preguntarme los días del mes y cosas semejantes. De no ser los domingos, la mitad de mi tiempo no me doy cuenta, pues soy una mujer que trabaja duramente y no tengo estudios. Todo lo que sé es que Lady Glyde llegó, y cuando lo hizo me dio un buen susto. Yo no sé cómo la trajo mi amo hasta casa, pues entonces estaba yo trabajando; pero creo que la trajo por la tarde, les abrió la puerta la doncella y les condujo al vestíbulo. A poco de volver mi compañera a la cocina oímos arriba un alboroto y enseguida la campanilla del vestíbulo que tocaba como loca y la voz de mi ama pidiendo auxilio.
Las dos subimos corriendo y vimos a la señora sobrina tendida en el suelo, con su rostro terriblemente blanco, con los puños cerrados y la cabeza vuelta hacia la pared. Dijo mi ama que de repente le había dado un ataque de terror y dijo mi amo que eran convulsiones. Salí corriendo de casa, pues conocía mejor que los demás aquellos alrededores, para traer al médico que estuviese más cerca. Los más próximos eran los doctores Goodricke y Garth, que trabajaban juntos y eran socios, y que tenían buen nombre y mucha clientela en la barriada de St. John’s Wood. El señor Goodricke estaba en casa y vino inmediatamente conmigo.
Pasó algún tiempo antes de que el médico pudiera hacer algo. La pobre señora salía de un ataque para entrar en otro y estuvo así hasta que se quedó agotada y tan indefensa como un niño recién nacido. La acostamos y el doctor Goodricke fue a su casa para traer medicinas, y volvió al cabo de un cuarto de hora o antes. Además de las medicinas trajo una varita de caoba hueca por dentro y tallada como una trompeta, y, después de esperar un poco, puso un extremo sobre el corazón de la señora y acercó al otro su oído, y se quedó escuchando con mucha atención.
Cuando terminó, dice a mi señora, que se hallaba en el cuarto: «Es un caso muy grave —le dice—. Le recomiendo que avise inmediatamente a los amigos de Lady Glyde». Mi señora le dice: «¿Es una enfermedad de corazón?» y él dice: «Sí, una enfermedad de corazón y de las más peligrosas». Le explicó en detalle en lo que consistía la enfermedad, pero yo no soy lo bastante inteligente para entenderlo. Sólo me acuerdo que dijo que temía que ni él ni ningún otro médico tendrían mucho que hacer allí.
Mi señora tomó la cosa con más tranquilidad que mi señor. Él era un viejo gordo alto y raro que tenía pájaros y ratones blancos y les hablaba como si fueran criaturas humanas. Se quedó terriblemente alarmado cuando ojeó aquellas noticias. «¡Pobre Lady Glyde, pobre y querida Lady Glyde!», dice él. Se puso a dar vueltas y a retorcer sus gordas manos, así que parecía más bien un cómico que un caballero. Por cada pregunta que hiciera mi señora al médico sobre la enfermedad, le preguntaba él cincuenta cosas. Le diré que nos agobió a todos y, cuando por fin se tranquilizó, salió al pequeño jardín que había detrás de la casa, hizo unos ramilletes muy feos y me mandó que los subiese y adornase el cuarto de la enferma con ellos. ¡Como si aquello fuera de alguna ayuda! Creo que a veces debía andar mal de la cabeza. Pero no era un mal amo. Tenía una gracia increíble y era alegre, bonachón y amable y hablaba divinamente. Yo le quería mucho más que a la señora, que era de lo más tierno que cabe.
Hacia el anochecer, la enferma se animó un poco. Había estado tan débil hasta ahora, por aquello de las convulsiones, que ni siquiera podía mover la mano o el pie ni decir una palabra a nadie. Ahora se movió en la cama y miraba la habitación y a los que allí estábamos. Debió haber sido una señora guapa cuando estaba sana, pues tenía el pelo claro y ojos azules, ya saben. Durante la noche durmió muy agitada, al menos eso nos dijo la señora, que fue quien la veló sola. Yo sólo fui una vez a su cuarto antes de acostarme por si me necesitaban y la oí hablar consigo misma de un modo atropellado y confuso. Parece que quería hablar con alguien que no estaba ya con ella. La primera vez no pude distinguir el nombre y la segunda fue cuando mi señor llamó a la puerta para hacer más preguntas y dejar otro de sus feos ramilletes. Cuando volví a subir por la mañana, al día siguiente, vi que la señora enferma estaba otra vez débil y su sueño parecía un desmayo. El doctor Goodricke llegó acompañado de su socio el señor Garth, para consultar con éste. Dijeron que bajo ningún pretexto se la molestara ni se interrumpiera su descanso. Hicieron muchas preguntas a mi señora en un rincón de la habitación, para saber cómo había sido la salud de la enferma antes, quién la había atendido y si había sufrido algún trastorno mental. Recuerdo que a esta última pregunta mi señora contestó que sí. El señor Goodricke miró al señor Garth y se encogió de hombros; el señor Garth miró al señor Goodricke y se encogió de hombros. Parecía que querían decir que el trastorno tenía relación con su enfermedad del corazón. ¡Pobre criatura, qué frágil parecía! No era fuerte, eso se veía, no era fuerte.
Aquella misma mañana, más tarde, cuando despertó, pareció mejorar de repente. Ni a mí ni a la doncella nos dejaron verla porque, decían, los extraños podían alterarla. Yo supe por mi amo que estaba mejor. Aquel cambio lo puso de muy buen humor y se asomó a la ventana de la cocina, desde el jardín; iba a salir y llevaba su enorme sombrero blanco de alas anchas.
—Buenos días, señora cocinera —me dijo—. Lady Glyde está mejor. Me siento más tranquilo de lo que estaba y quiero estirar un poco mis grandes piernas y dar un pequeño paseo al sol de verano. ¿Quiere que encargue algo para usted, quiere que haga alguna compra, señora cocinera? ¿Qué está usted haciendo? ¿Una buena tarta para la cena? Hágala muy tostada, por favor, muy tostada y crujiente, querida, para que se deshaga en la boca deliciosamente.
Así solía ser él. Tenía más de sesenta años y le entusiasmaba el dulce. ¡Quién lo creería!
Aquella mañana, el doctor volvió otra vez y vio por sí mismo a Lady Glyde, que se había despertado con mejoría. Nos prohibió que le hablásemos ni que nos hablase ella en el caso de que estuviera dispuesta a hacerlo; dijo que antes que nada debíamos procurar que estuviese tranquila y que durmiese lo mejor posible. Ella no parecía tener ganas de hablar, excepto la noche anterior cuando no pude distinguir lo que decía; estaba demasiado débil. El señor Goodricke no estaba tan satisfecho con su mejoría como mi amo. No dijo nada cuando bajó de su habitación, excepto que volvería a las cinco. Hacia esa hora (antes de que hubiese vuelto mi amo), sonó la campanilla del dormitorio y la señora salió corriendo al rellano de la escalera y me gritó que fuese enseguida a buscar al médico y le dijese que su sobrina se había desmayado. Me puse el chal y la capota cuando, por fortuna, el médico llegó para hacer la visita que había prometido.
Le abrí la puerta y lo acompañé arriba. Mi señora le dice desde la puerta: «Lady Glyde estaba como antes, despierta, y miraba a su alrededor de una forma extraña como si estuviera asustada, cuando la oí gemir y enseguida se desvaneció». El médico se acercó a la cama y se inclinó sobre la enferma. Se puso de pronto muy serio cuando la miraba y le colocó la mano sobre el corazón.
Mi ama no apartaba sus ojos del rostro del señor Goodricke y, temblando de pies a cabeza, le dice en susurros: «¿No está muerta?».
—¡Sí! —dice el doctor serio e inmóvil—. Está muerta. Yo temía que esto sucediese de repente cuando escuché su corazón ayer. Mi señora retrocedió a un paso de la cama mientras el doctor hablaba y se estremeció una y otra vez: ¡Muerta! —se murmura a sí misma—. ¡Muerta tan de repente! ¡Muerta tan pronto! ¿Qué dirá el conde?
El señor Goodricke le aconsejó que bajase y que se tranquilizase un poco. «Ha estado usted velando toda la noche —le dice—, y tiene los nervios deshechos. Esta joven puede quedarse en el cuarto —dice, señalándome a mí—, hasta que yo envíe a buscar la ayuda necesaria. Mi señora hizo como él le dijo». «Tengo que preparar al conde —dice—. Tengo que preparar al conde con cuidado». Y nos dejó temblando de pies a cabeza, y salió de la casa.
—Su amo es extranjero —dice el señor Goodricke—. ¿Sabrá lo que hay que hacer para registrar este fallecimiento? «No lo puedo decir, señor —le digo— pero creo que no». El doctor lo pensó unos momentos y luego dice: «No suelo ocuparme de estas cosas —dice—, pero en este caso se podrá evitar una seria molestia para los señores si me encargo de registrar el deceso. Dentro de media hora tengo que estar cerca del registro, y no me cuesta mucho pasar por ahí. Dígaselo a sus señores». «Si señor, —le digo— y gracias, estoy segura de que le agradecerán esta amabilidad». «¿No tiene usted inconveniente en quedarse aquí hasta que yo envíe quien la sustituya?» —me dice—. «No, señor; —digo— yo me quedaré con la pobre señora. Creo que no se ha podido hacer más de lo que hicimos ¿verdad, señor?» —le digo—. «No, y estoy seguro de que ha debido sufrir mucho antes de que yo la viera; el caso era desesperado cuando enviaron a buscarme. ¡Ay, Dios mío! Antes o después, todos tenemos que terminar así ¿verdad, señor?» —le digo—. Me parece que no tenía ganas de hablar. Me dijo: «Buenas tardes» y se marchó.
Estuve en el cuarto hasta que llegó la ayudante que el señor Goodricke me había prometido. Su nombre era Jane Gould. Me pareció una mujer respetable. No hizo comentario alguno, y tan sólo dijo que sabía para qué la habían llamado y que en su tiempo los había enfundado a miles.
No se cómo aceptó el amo la noticia, cuando la escuchó por primera vez, porque yo no estaba presente. Cuando le vi le encontré muy afectado por ello. Estaba sentado en un rincón, sus manos gordas caían de sus gruesas rodillas, tenía la cabeza baja y sus ojos miraban al vacío. Más que triste, parecía estar espantado y asombrado por lo sucedido. Mi señora se ocupó de los preparativos para el funeral. Debió haber costado toda una fortuna, sobre todo el féretro que era hermoso. El marido de la señora muerta estaba, según habíamos oído decir, viajando por países extranjeros. Pero mi ama (que era tía de la difunta), lo arregló todo con sus amigos de aquel pueblo de otro condado (Cumberland, creo) para que se enterrase allí, al lado de la tumba de su madre. Como les digo, el funeral se preparó de la mejor manera, y mi amo se marchó para asistir al entierro. Estaba muy imponente vestido de luto, con su rostro tan solemne y tan lleno, con su andar lento y llevando aquella ancha banda en el sombrero, ¡muy imponente!
Por último, he de decir, en respuesta a las preguntas que me han hecho:
1.º Que ni mi compañera ni yo vimos que el señor diese personalmente medicina alguna a Lady Glyde.
2.º Que según lo que yo sé y creo, no se quedó nunca solo con Lady Glyde.
3.º Que no puedo decir qué causa motivó el susto repentino que me dio mi ama que había asaltado a Lady Glyde en cuanto entró en la casa. Nada nos explicó su causa ni a mí ni a mi compañera.
Las anteriores declaraciones han sido leídas en mi presencia, y no tengo nada que añadir ni nada que corregir en ellas. Lo repito bajo juramento por la fe de cristiana. Ésta es la verdad fiel.
Hester Pinhorn, que estampa su cruz.