La dama de blanco

IV

Como salí temprano de Londres, llegué a Limmeridge a la hora de cenar. La casa, vacía y oscura, me pareció deprimente. Creí que la señora Vesey me haría compañía en ausencia de las señoritas, pero no salió de su cuarto a causa de un fuerte catarro. Los criados se sorprendieron de verme llegar y echaron a corretear y a dar voces sin orden ni concierto, haciendo numerosas y molestas sandeces. Incluso el mayordomo, que era lo bastante viejo para saber lo que hacía, me trajo una botella de Oporto completamente helada. Las noticias sobre la salud del señor Fairlie eran las de siempre. Y a mi aviso de que deseaba verle me contestó que estaría encantado de recibirme al día siguiente, pero que la impresión recibida por mi súbita aparición lo había postrado, víctima de palpitaciones, para el resto del día. Durante toda la noche el viento aulló funestamente y la casa vacía se llenó de extraños crujidos y chirridos que procedían de todas partes. Dormí lo peor que cabe y me levanté por la mañana malhumorado, para desayunar en solitario.

A las diez me vinieron a buscar para conducirme a las habitaciones del señor Fairlie. Se hallaba en la habitación de siempre, en la butaca de siempre y en un estado de ánimo y de salud tan preocupante como siempre. Cuando entré, su ayuda de cámara estaba a su lado, sosteniendo para que lo mirase un grueso álbum de grabados, tan largo y ancho como el tablero de mi escritorio. El infeliz criado extranjero, con el rostro crispado en la muerte más miserable, estaba a punto de desfallecer mientras su amo hojeaba con elegancia los grabados ayudándose de una lupa para descubrir sus ocultas bellezas.

—Mi querido, mi buen y viejo amigo —dijo el señor Fairlie reclinándose perezosamente en su sillón para verme mejor—. ¿Está usted bien? Qué amable es por su parte venir a visitarme y alegrar mi soledad. ¡Querido Gilmore!

Esperaba que al entrar yo, ordenase al criado marcharse pero no sucedió tal cosa. Seguía erguido delante de su amo temblando bajo el peso del álbum mientras el señor Fairlie seguía en su sillón y sus blancos dedos jugueteaban tranquilamente con la lupa.

—He venido a tratar con usted de un tema muy importante —dije— y me perdonará si le digo que preferiría que hablásemos a solas.

El desdichado sirviente me miró con agradecimiento. El señor Fairlie repitió débilmente mis últimas palabras: «Preferiría que hablásemos a solas», con las señales del más profundo asombro.

No me encontraba yo de humor para seguir perdiendo el tiempo, y decidí hacerle comprender a qué me refería.

—Tenga la amabilidad de decir a este hombre que se marche —le dije, señalando al criado.

El señor Fairlie arqueó las cejas y frunció los labios con expresión de sarcástica sorpresa.

—¿Hombre? —repitió—. Me irrita usted, Gilmore. ¿En qué piensa usted llamando hombre a esto? No tiene nada de un hombre. Quizá fuese hombre hace media hora, cuando le pedí mis grabados, y quizá sea un hombre media hora después, cuando ya no lo necesite. Ahora no es más que un atril para sostener mis libros. ¿Qué puede importarle, Gilmore, un atril?

—Me importa. Por tercera vez, señor Fairlie, le ruego que comprenda que debemos hablar a solas.

Mi tono y mi actitud no le dieron alternativa para otra cosa, y tuvo que complacerme. Miró al criado y señaló perezosamente una silla a su lado.

—Deje el álbum y váyase —dijo al criado—. No me disguste perdiendo el punto en que estoy. ¿No lo habrá perdido? ¿Está seguro de que no lo ha perdido? ¿Ha dejado la campanilla a mi alcance? ¿Sí? ¿Pues entonces por qué no se va ya de una vez?

El criado salió. El señor Fairlie se acomodó en el sillón, limpió la lupa con un fino pañuelo de batista y se recreó echando una mirada de reojo al abierto álbum de grabados. No me fue fácil contener mi enojo viendo todo aquello, pero lo conseguí.

—He venido aquí a pesar de grandes inconvenientes personales —dije— para salvar los intereses de su sobrina y de su familia y creo que tengo algún derecho para que usted me conceda un poco de atención.

—¡No me censure! —exclamó el señor Fairlie cayendo hacia atrás con desmayo y cerrando los ojos—. ¡Por favor no me censure! No tengo fuerzas para resistirlo.

Estaba resuelto a no dejarme llevar de mi indignación por el bien de Laura Fairlie.

—Lo que pretendo —continué— es rogarle que vuelva a considerar su carta y no me obligue a despreciar los justos derechos de su sobrina y de sus familiares y amigos. Deje que vuelva a exponerle el caso y ésta será la última vez.

El señor Fairlie movió la cabeza y suspiró lastimosamente.

—No tiene usted corazón, Gilmore —dijo—, no lo tiene. Pero no importa… Continúe.

Le expuse con la mayor claridad el estado de las cosas; se lo presenté desde todos los puntos de vista imaginables. Todo el tiempo que estuve hablando siguió apoyado en el respaldo de la butaca, con los ojos cerrados. Cuando terminé los abrió indolentemente, cogió su frasco de plata con sales que tenía sobre la mesa y las aspiró con expresión de gozo placentero.

—¡Qué bueno es usted Gilmore —decía mientras las olfateaba—, qué amable es por su parte hacerlo! ¡Consigue usted que uno se reconcilie con la naturaleza humana!

—Señor Fairlie… le ruego que me conteste con la misma claridad con que yo le pregunto. Vuelvo a repetirle que Sir Percival no tiene el menor derecho a pretender otra cosa que las rentas del capital. El capital en sí, en caso de que su sobrina no tuviera hijos, debe pasar a las personas de su familia. Si usted muestra firmeza, Sir Percival tendrá que ceder, no tiene más remedio que ceder, se lo aseguro, pues de otro modo se expone a despertar sospechas de que se casa con la señorita Fairlie por razones exclusivamente de interés.

El señor Fairlie sacudió el frasco de plata con un gesto de amenaza burlona.

—Mi querido viejo Gilmore… ¡Lo que usted odia es todo lo que sea nombre y rango en sociedad!… Usted detesta a Glyde sencillamente porque lleva el título de barón. ¡Es usted un radical! Oh, Dios mío, ¡es usted un radical!

¡¡¡Un radical!!! Podría aguantarle muchas impertinencias pero habiendo sostenido toda la vida los principios más conservadores no pude resistir el oír llamarme radical. Sentí que la sangre me hervía, salté de la silla y me quedé mudo de indignación.

—¡No dé golpes en el suelo! —gimió el señor Fairlie—. ¡Por amor de Dios, no dé golpes en el suelo! ¡Dignísimo entre todos los Gilmores posibles! No he querido ofenderle. Yo mismo tengo unas ideas tan sumamente liberales que creo que también yo soy un radical. Sí. Somos una buena pareja de radicales. Por favor no se enfade. No estoy en condiciones de discutir…, no tengo suficiente vitalidad para ello. ¿Dejamos este tema? Sí. Acérquese a comprender la pureza divina de estas líneas ¡Por favor, sea bueno querido Gilmore!

Mientras balbuceaba estas palabras yo, por suerte para mi capacidad de respetarme a mí mismo, fui recobrando mis sentidos. Cuando volví a hablar tuve el suficiente dominio de mí para contestar a sus impertinencias con el tácito desprecio que merecían.

—Está usted totalmente equivocado, señor —le dije—, suponiendo que mantengo el menor prejuicio contra Sir Percival Glyde. Lamento que se haya confiado a ciegas a su abogado para tratar esta cuestión, hasta el punto de ser imposible acercársele para tratarla; pero no tengo ningún prejuicio contra él. Lo que sostengo se lo diría de cualquiera que se encontrase en su situación, sea cual fuere su posición social. El principio que mantengo es reconocido por todos. Si usted acudiese al primer abogado serio que encontrase en el primer pueblo que se le ocurra le diría, sin conocerle, lo mismo que yo le digo como amigo. Le haría saber que ese absoluto abandono del capital de la mujer en manos del hombre con que se casa va contra todas las leyes. Se negaría con la prudencia jurídica más elemental a dar al marido, sean cuales fueren las circunstancias, la posibilidad de ser dueño de veinte mil libras a la muerte de su mujer.

—¿Haría eso realmente, Gilmore? —dijo el señor Fairlie—. Con que dijese algo que fuera la mitad de horrible le aseguro a usted que yo tocaría la campanilla y ordenaría a Louis que le echara inmediatamente de mi casa.

—No conseguirá usted alterarme, señor Fairlie. Por el bien de su sobrina y por la memoria de su padre no me hará perder los estribos. Antes de abandonar esta habitación descargaré sobre usted toda la responsabilidad de este contrato ignominioso.

—¡No…, por favor! —dijo el señor Fairlie—. Piense que su tiempo es precioso, Gilmore; no lo malgaste. Yo discutiría con usted si pudiese, pero no puedo, no tengo suficiente vitalidad. Quiere trastornarme, trastornarse a sí mismo, trastornar a Glyde y trastornar a Laura; y… ¡Válgame Dios!, todo por causa de algo que no tiene la menor probabilidad del mundo de suceder. No, amigo mío, no… En bien de la paz y de la tranquilidad, positivamente. No.

—¿Debo entender entonces que sigue firme en la decisión expresada en su carta?

—Sí, por favor. Encantado de que al fin nos entendamos. Siéntese, se lo pido.

Al momento me dirigí a la puerta, y el señor Fairlie agitó con resignación su campanilla. Antes de salir me volví y le hablé por última vez.

—Pase lo que pase en el futuro, señor —le dije—, recuerde que he cumplido con mi obligación de prevenirle a usted. Antes de marcharme quiero decirle también como fiel amigo y servidor de su familia, que jamás permitiría que una hija mía se casase con ningún hombre del mundo con base en un contrato semejante al que me obliga usted a hacer para la señorita Fairlie.

Se abrió la puerta y el criado esperó en el umbral.

—Louis —dijo el señor Fairlie—; acompañe abajo al señor Gilmore y vuelva luego para sostenerme el libro de grabados. Haga que le sirvan un buen almuerzo, Gilmore. Sí, haga que estos bestias de criados que tengo le sirvan un buen almuerzo.

Me encontraba demasiado desanimado para contestar, así que di media vuelta y me marché en silencio. A las dos de la tarde había un tren para Londres y en él regresé a mi casa.

El martes envié el contrato modificado, en el que, prácticamente, desheredaba a las personas a las que la propia señorita Fairlie me había dicho que deseaba beneficiar. No tenía otro remedio. Si me hubiese negado a ello, otro abogado hubiera consumado el hecho.

Ha terminado mi tarea. La parte que tomé en esta historia de familia no alcanza más que a lo que acabo de relatar. Otras plumas distintas contarán los extraños acontecimientos que siguen. Con tristeza y con solemnidad concluyo este breve atestado. Con tristeza y con solemnidad repito ahora las palabras con que me despedí en Limmeridge: «Jamás una hija mía se hubiese casado con ningún hombre del mundo con base en un contrato semejante al que yo estaba obligado a hacer para Laura Fairlie».

Descargar Newt

Lleva La dama de blanco contigo