XI
XI
En cuanto leí la extraordinaria misiva de la señora Catherick, mi primer impulso fue destruirla. La abierta y desvergonzada depravación que llevaba aquella narración desde el principio al fin, la atroz perversidad de sentimientos que me asociaba con insistencia responsable a una tragedia de la que no era responsable y a una muerte por la que expuse mi propia vida para evitarla, me produjeron tal aversión que estuve a punto de romper la carta, cuando se me ocurrió una consideración que me hizo no apresurarme a destruirla.
Aquella consideración no tenía nada que ver con Sir Percival. La información que se me comunicaba en relación con él apenas era más que una confirmación de aquellas conclusiones a las que ya había llegado.
Sir Percival cometió su delito tal y como yo suponía; y el que la señora Catherick no hiciera referencia alguna al duplicado del registro que se guardaba en Knowlesbury me reafirmó en la convicción de que la existencia del libro, junto con el riesgo que ello implicaba, debían ser necesariamente desconocidos para Sir Percival. Mi interés por la historia de la falsificación había llegado ahora a su fin; y mi único objetivo al conservar la carta era utilizarla en alguna forma en el futuro para esclarecer el último misterio que seguía sin resolver, el origen de Anne Catherick por la línea de padre. Su madre había deslizado en su relato dos o tres frases que podría resultar útil recordar en su día cuando asuntos de importancia más inmediata me permitieran disponer de ocio y buscar la prueba que faltaba. No había perdido la esperanza de encontrar aún aquella prueba, como no había perdido mi ansiedad por descubrirlo puesto que no había menguado mi interés por averiguar quién era el padre de la pobre criatura que ahora descansaba en paz junto a la tumba de la señora Fairlie.
Así pues cerré la carta y la guardé en mi cartera hasta cuando llegase la hora de abrirla de nuevo.
El día siguiente era el último de mi estancia en Hampshire. Después de aparecer ante el magistrado de Knowlesbury, y después de comparecer en la encuesta aplazada, estaría libre para regresar a Londres con el tren de la tarde o de la noche.
Mi primer cuidado por la mañana fue, como siempre, ir a correos. La carta de Marian estaba ahí; pero cuando me la entregaron pensé que era desacostumbradamente ligera. Abrí el sobre con ansiedad. Dentro no había más que un trozo de papel doblado. Las breves líneas trazadas con prisa sobre el papel decían:
«Vuelve lo antes que puedas. He tenido que mudarme de casa. Dirígete a Gower’s Walk Fulham, (número 5). Estaré esperándote aquí. No te preocupes por nosotras. Las dos seguimos sanas y salvas. Sólo te pido que vuelvas. Marian».
La noticia que contenían aquellas líneas, que relacioné enseguida con algún intento de nueva felonía por parte del conde Fosco, me sobresaltó. Me quedé inmóvil y sin respirar estrujando el papel en mi mano. ¿Qué había sucedido? ¿Qué villanía sutil había planeado y llevado a cabo el conde aprovechando mi ausencia? Había pasado una noche desde que Marian escribió aquella carta, y transcurrirían varias horas más para que yo volviera a reunirme con ellas. Y para entonces podía haber ocurrido algún nuevo desastre que yo desconocía. ¡Y tenía que seguir aquí a millas y millas de distancia, sumiso, doblemente sumiso a lo que disponía la ley!
No sé a qué olvido de mis obligaciones me hubieran conducido mi ansiedad y mi alarma, si no hubiese sido por la influencia tranquilizadora de mi fe en Marian. La absoluta confianza que sentía por ella fue la única consideración terrenal que me ayudó a dominarme y me animó a esperar. La encuesta fue el primero de los impedimentos que estaba en mi camino de libertad de acción. Me presenté allí a la hora estipulada; las formalidades legales requerían mi presencia en la corte, pero resultó que no era para que yo volviese a prestar mi declaración. Aquella dilación innecesaria fue una prueba dura, aunque hice lo posible para aplacar mi impaciencia siguiendo el juicio con la mayor atención.
El procurador londinense del muerto (el señor Merriman) se hallaba entre los testigos. Pero resultó totalmente incapaz de asistir los propósitos de la encuesta. Lo único que pudo decir, fue que estaba inefablemente impresionado y asombrado, y que no podía arrojar luz alguna sobre las misteriosas circunstancias del caso. De cuando en cuando en el transcurso de la encuesta aplazada, sugería preguntas que el juez de instrucción planteaba luego, pero que no condujeron a ninguna parte. Después de un interrogatorio paciente que se prolongó casi tres horas y que agotó toda fuente de información asequible el jurado pronunció el veredicto habitual en los casos de muerte repentina por accidente. Se añadió a la decisión formal una declaración que indicaba que no había pruebas que demostrasen la forma en que se habían robado las llaves ni qué causó el incendio, ni con qué finalidad el difunto había entrado en la sacristía. Este acto cerraba el juicio. El representante legal del difunto se quedó para cumplir con los requisitos de los preparativos para el entierro y los testigos quedamos en libertad para retirarnos.
Resuelto a no perder un minuto en presentarme en Knowlesbury, pagué mi cuenta del hotel y alquilé un cabriolé que debía conducirme hasta aquella ciudad. Un señor que me oyó dar esta orden y que vio que estaba solo, me dijo que vivía en las afueras de Knowlesbury y preguntó si yo tenía algo en contra si él compartía el cabriolé para volver a su casa. Por supuesto, acepté su proposición.
Durante el camino nuestra conversación giró, naturalmente, alrededor del único tema apasionante de interés local.
Mi nuevo amigo conocía un poco al procurador del difunto Sir Percival, y el señor Merriman había estado hablando con él del estado en que se encontraban los asuntos del caballero difunto y de la sucesión de sus propiedades. Los problemas de Sir Percival eran bien conocidos por todo el condado, a lo que su procurador hizo de la necesidad una virtud y reconoció su existencia. Sir Percival había muerto sin dejar testamento y no dejaba posesiones personales que hubiera podido legar; la fortuna que había heredado de su mujer se la tragaron sus acreedores. El heredero de su finca (ya que Sir Percival no dejó descendencia) era el hijo de un primo de Sir Félix Glyde, oficial de la Marina que mandaba entonces uno de los buques que hacen el comercio con la India. Iba a encontrarse su inesperada herencia embargada de deudas, pero con el tiempo las posesiones se restablecerían y, si «el capitán» era hombre habilidoso, antes de morir podría ser rico.
Aunque absorto en mis pensamientos sobre el regreso a Londres, esta información (que los acontecimientos confirmaron por entero) tenía un aspecto interesante que atrajo mi atención. Pensé que aquello me justificaba el mantener en secreto mi descubrimiento del fraude de Sir Percival. El heredero cuyos derechos éste había usurpado era el mismo que ahora entraría en posesión de la finca. Sus rentas de veintitrés años, que debieron haber sido las que el difunto había derrochado hasta el último penique, habían volado irrecuperablemente. Si yo hablaba mi declaración no favorecería a nadie. Si guardaba el secreto, ocultaría la villanía del hombre que con engaños indujo a Laura a casarse con él. Por el bien de Laura deseaba ocultarla, y por su bien también cuento esta historia con nombres supuestos.
Me despedí de mi ocasional compañero al llegar a Knowlesbury y me dirigí enseguida al municipio. Como era de esperar, nadie se había presentado para mantener la acusación. Se cumplieron las formalidades necesarias y quedé absuelto. Al salir del juzgado me entregaron una carta del señor Dawson. Me comunicaba que por motivos profesionales estaba ausente de la ciudad y me repetía su ofrecimiento de brindarme toda la ayuda que estuviese en su mano. Le escribí una contestación expresándole mi cordial agradecimiento por su amabilidad y disculpándome por no poder darle las gracias personalmente a causa de que un asunto apremiante reclamaba mi regreso inmediato a Londres.
Media hora después me dirigía a Londres en el tren expreso.
Llegué a Fulham entre nueve y diez de la noche; y no tardé en encontrar Gower’s Walk.
Laura y Marian salieron juntas a recibirme a la puerta. Creo que no habíamos sospechado qué fuerte lazo nos ataba a los tres, hasta que llegó aquella noche que volvía a unirnos. Nos encontramos como si hubieran pasado meses sin vernos, y no unos pocos días. El rostro de Marian estaba fatigado y lleno de ansiedad. En el momento en que la miré, vi a quien sabía todos los peligros y soportaba todas las angustias durante mi ausencia. Un aspecto más animado y un espíritu más alegre que observé en Laura me dijeron con qué cuidado se le había ahorrado todo conocimiento de la espantosa muerte acaecida en Welmingham y de la verdadera razón por la que habíamos cambiado de casa.
El ajetreo del traslado pareció divertirla y atraerla. Hablaba de ello como si fuera una feliz ocurrencia de Marian para darme una sorpresa, para que yo, al volver, encontrase aquel cambio de una calle estrecha y ruidosa por una agradable vecindad, de árboles, prados y un río. Estaba llena de proyectos para el futuro: dibujos que iba a terminar, los compradores que yo había encontrado durante mi viaje, los chelines y peniques que tenía ahorrados y que abultaban tanto su bolso que pidió, con orgullo, sopesarlo en mi propia mano. Aquella maravillosa transformación que se había apoderado de ella durante mi ausencia, fue para mí una sorpresa a la que yo no estaba preparado y era al valor de Marian y al amor de Marian a lo que yo debía la indecible felicidad de observarla.
Cuando Laura nos dejó y pudimos hablar sin disimulos, intenté expresar de alguna forma la gratitud y la admiración que llenaba mi corazón. Pero aquella criatura generosa no quiso escucharme. Esta abnegación sublime de las mujeres, que da tanto y pide tan poco, volvió todos los pensamientos de Marian desde su propia persona hacia mí.
—Tenía sólo un momento hasta que saliera el correo —me dijo—; si no, te hubiera escrito con más detalles. Pareces cansado y deshecho, Walter, ¿será que mi carta te ha alarmado tanto?
—Sólo al principio —contesté—. Mi confianza en ti, Marian, serenó mis pensamientos. ¿He estado en lo cierto al atribuir este inesperado cambio de casa a alguna amenaza odiosa del conde Fosco?
—Estás en lo cierto —me dijo—. Le vi ayer, y peor aún, Walter: hablé con él.
—¿Hablaste con él? ¿Sabía él dónde vivíamos? ¿Fue a nuestra casa?
—Sí. Vino a casa, pero no subió. Laura no lo vio; ella no sospecha nada. Voy a contarte cómo ocurrió: el peligro, creo y espero, ha pasado para siempre. Ayer yo estaba en el salón, en nuestra antigua casa. Laura estaba sentada a la mesa y dibujaba, yo hacía la limpieza. Hubo un momento en que pasé delante de la ventana y al pasar miré a la calle. Allí en la acera de enfrente vi al conde Fosco hablando con un hombre…
—¿Te vio él a ti en la ventana?
—No… por lo menos eso creí. Verlo me sobresaltó tanto que no podía estar segura.
—¿Quién era el otro? ¿Lo conocías?
—Sí, lo conocí, Walter. En cuanto pude respirar de nuevo lo reconocí. Era el dueño del manicomio.
—¿El conde le estaba señalando nuestra casa?
—No. Hablaban como si se hubieran encontrado en la calle por casualidad. Me quedé junto a la ventana mirándolos desde detrás de los visillos. Si hubiera dado la vuelta, y si Laura hubiera visto mi cara en aquel momento… ¡Pero gracias a Dios estaba absorta en sus dibujos! Pronto se despidieron. El dueño del manicomio se dirigió a una parte y el conde, a la otra. Tuve la esperanza de que estuvieran en aquella calle por casualidad, hasta que vi que el conde volvía. Se paró de nuevo frente a nuestra casa, sacó su agenda y el lápiz, escribió algo y cruzó la calle dirigiéndose a la tienda que hay en la planta baja. Salí corriendo del cuarto, así que Laura no tuvo tiempo de mirarme y le dije que se me había olvidado una cosa arriba. En cuanto cerré la puerta de la habitación, bajé hasta el primer piso y quedé a la espera: estaba decidida a pararle si intentaba subir. Pero no intentó hacerlo. La criada de la tienda salió a la escalera con la tarjeta en la mano. Era una tarjeta grande y dorada con su nombre y una coronita encima y abajo estaban escritas con lápiz estas líneas: «Querida señorita (¡así!, el muy villano se atrevía aún a dirigirse a mí de este modo): querida señorita, le suplico una entrevista para tratar un asunto importante para los dos. Si uno es capaz de pensar, ante graves dificultades piensa con rapidez».
Creí que podía ser un error fatal callarme yo y dejarte a ti en oscuridad cuando se trataba de un asunto relacionado con una persona como el conde. Sentí que el temor acerca de lo que él podía emprender mientras tú no estabas, me sería diez veces más insoportable si me negaba a verlo que si consentía. «Dígale al señor que me espere en la tienda —dije—. Iré enseguida». Subí corriendo a buscar mi capota, resuelta a no dejarle hablar conmigo dentro de la casa. Yo reconocía su voz profunda y estridente y temía que Laura pudiera oírla incluso desde la tienda. En menos de un minuto ya estaba de nuevo en la escalera y abrí la puerta de la calle. Él salió de la tienda y se dirigió hacia mí. Era él, vestido de luto riguroso, con su elegante saludo y su sonrisa asesina, rodeado de unos niños y mujeres ociosas que contemplaban con la boca abierta su gordura, sus caras ropas negras y su largo bastón con puño de oro. Los horrorosos tiempos de Blackwater retornaron a mí en cuanto lo vi. La antigua repulsión me invadió en cuanto se quitó su sombrero con adornos y me habló como si el día anterior nos hubiéramos separado en los términos más cordiales.
—¿Recuerdas lo que te dijo?
—No te lo puedo repetir, Walter. Tan sólo vas a saber qué me dijo de ti pero no puedo repetir lo que me dijo de mí. Fue aún peor que la refinada insolencia de su carta. Si fuera hombre, le habría golpeado. Aplaqué el prurito con mis manos rompiendo en mil pedazos su tarjeta debajo de mi chal. Sin contestarle una palabra eché a andar para alejarme de la casa (por temor a que Laura nos viese); él me siguió sin dejar de protestar débilmente. En la primera bocacalle me volví hacia él y le pregunté qué quería de mí. Quería dos cosas: la primera si yo no veía en ello inconveniente, expresarme sus sentimientos. Me negué a conocerlos. La segunda, repetirme la advertencia que me había hecho en su carta. Le pregunté cual era el motivo para repetirla. Se inclinó, sonrió, y dijo que me lo iba a explicar. Sus explicaciones confirman por completo los temores de que te hablé cuando te marchabas. Te acordarás que te dije que Sir Percival era demasiado terco para seguir el consejo de su amigo en lo que se refería a ti; y que no había peligro que temer del conde mientras nada amenazase sus propios intereses, que sería cuando él actuase por su cuenta.
—Lo recuerdo Marian.
—Bueno, resultó ser cierto. El conde ofreció su consejo que fue rechazado. Sir Percival no quiso consultar más que con su violencia, su obstinación y su odio hacia ti. El conde le dejó hacer, pero antes, para el caso de que algo amenazara luego sus propios intereses, se enteró en secreto de dónde vivíamos nosotros. Los hombres del abogado te siguieron cuando volviste a casa después de tu primer viaje a Hampshire, en la primera parte de tu camino desde la estación, y el propio conde luego, y llegó hasta la puerta de la casa. Cómo consiguió que tú no lo vieses, eso no me lo dijo; pero lo cierto es que nos encontró entonces y de esta manera. Cuando nos descubrió, no se aprovechó de lo que sabía hasta que recibió la noticia de la muerte de Sir Percival, y entonces, como te dije, decidió actuar por su cuenta dando por hecho que ahora te volverías contra él, que fue cómplice del difunto en la conspiración. Sin tardar convino una entrevista con el dueño del manicomio en Londres y lo llevó adonde se ocultaba su enferma prófuga, creyendo que cualquiera que fuese el resultado, te verías envuelto en un sinfín de disputas y complicaciones legales y tendrías las manos atadas para emprender algo contra él. Éste era su propósito, tal como él mismo me lo confesó. La única consideración que le hizo vacilar en el último momento…
—¿Sí?
—Walter, es muy duro reconocerlo, pero ¡debo hacerlo! Yo fui aquella única consideración. No encuentro palabras para decir qué humillada me siento en mi propia estimación cuando pienso en eso, pero el único punto débil del carácter férreo de este hombre es la horrible admiración que le inspiro. Por respeto a mí misma yo procuraba no verlo mientras podía; pero sus miradas y sus actos me obligan a reconocer la vergonzosa verdad. Los ojos de ese monstruo de maldad se humedecieron cuando me hablaba. ¡Sí, Walter! Me declaró que en el momento de mostrar al doctor nuestra casa pensó en la angustia que me produciría estar separada de Laura, en mi castigo si me llamasen a contestar por haber organizado su fuga…, y se expuso a lo peor que tú puedas hacerle, y es la segunda vez que se arriesga por mi bien. Todo lo que me pedía, era que no olvidase su sacrificio y que moderase tu ímpetu, pues sería en su propio interés el interés que, tal vez, no sería capaz de tener en cuenta en la próxima ocasión. No se lo prometí, antes prefería morir. Pero le crea o no, sea verdad o mentira que dio al doctor una excusa para alejarle, una cosa es indudable: vi al médico marcharse sin dirigir siquiera una ojeada a nuestra ventana ni hacia nuestra casa.
—Lo creo, Marian. Los hombres mejores, ¿no son capaces de caer alguna vez? ¿Por qué los peores no van a dejarse llevar alguna vez por el bien? Al mismo tiempo sospecho que él sólo pretende asustarte amenazándote con aquello que en realidad no puede hacer. Dudo de que pudiera perjudicarnos con ayuda del dueño del manicomio, ahora que Sir Percival está muerto y que nadie manda sobre la señora Catherick. Pero continúa. ¿Qué te dijo de mí el conde?
—Por fin habló de ti. Sus ojos se encendieron y endurecieron y su tono volvió a ser como yo lo recordaba de otros tiempos, con esa mezcla de resolución despiadada y de burla escarnecedora que hace imposible comprender sus intenciones. «¡Advierte al señor Hartright! —me dijo con la mayor solemnidad—. Tendrá que tratar con un hombre de cabeza, un hombre al que le importan dos cominos las leyes y convenios sociales si se enfrenta conmigo. Si mi llorado amigo hubiera hecho caso, el asunto de la encuesta se hubiera dedicado al cuerpo del señor Hartright. Pero mi llorado amigo era terco. ¡Vea usted! Llevo luto por él, en mi alma, por dentro, y por fuera, sobre mi sombrero. Esta gasa trivial habla de unos sentimientos ante los que yo exijo al señor Hartright respeto. ¡Se trasformarían en una enemistad inconmensurable si él intenta perturbarlos! Que se contente con poseer lo que posee, con lo que lo dejo intacto a él y a usted, por consideración a usted. Dígale (saludándole en mi nombre) que si me molesta se enfrentará con Fosco. Hablando con lenguaje del pueblo, le anuncio que Fosco no le teme a nadie». Sus fríos ojos grises se clavaron en mi rostro, se quitó el sombrero solemnemente, se inclinó ante mí y me dejó sola.
—¿No volvió?, ¿no dijo otras palabras de despedida?
—Llegó a la esquina, me saludó con la mano y luego la llevó al corazón con gesto teatral. Después de esto le perdí de vista. Se marchó en la dirección opuesta a nuestra casa y yo volví corriendo. Antes de entrar en casa había decidido que debíamos marcharnos. Aquella casa, (sobre todo cuando no estabas tú) era un sitio peligroso en lugar de servirnos de refugio, desde que el conde lo había descubierto. Si hubiese estado segura de que ibas a volver quizá me hubiera arriesgado a esperar tu llegada. Pero no estaba segura de nada y obraba obedeciendo al primer impulso. Tú habías hablado, antes de irte, de mudarnos a un lugar más tranquilo, donde el aire fuese más puro, que sería bueno para la salud de Laura. Me bastó recordárselo y sugerirle que te sorprenderíamos y te ahorraríamos trabajo si arregláramos el traslado en tu ausencia, para que Laura desease que nos mudáramos tanto como yo. Me ayudó a empaquetar tus cosas y ella las ha ordenado en tu nuevo cuarto de trabajo que tienen aquí.
—¿Qué te hizo pensar en venir a este sitio?
—Mi desconocimiento de otros suburbios de Londres. Sentía la necesidad de alejarnos lo más posible de nuestro antiguo alojamiento; yo conocía un poco Fulham, pues de niña estuve en un colegio de aquí. Así que envié recado por un mensajero para ver si el colegio existía aún. Resultó que sí: las hijas de mi antigua maestra eran las que lo regentaban ahora, y fueron ellas las que encontraron esta casa siguiendo las indicaciones que yo les había hecho llegar. Fue precisamente a la hora de salir el correo cuando llegó el mensajero trayendo las señas de esta casa. Nos pusimos en camino al oscurecer y llegamos aquí sin que nadie nos viera. ¿He hecho bien, Walter? ¿He justificado tu confianza en mí?
Le contesté con calor y agradecimiento, las palabras me salían de corazón. Pero mientras yo hablaba la expresión de ansiedad no desaparecía de su rostro, y la primera pregunta que me hizo cuando terminé, se refería al conde Fosco.
Vi que había cambiado su idea sobre él. No manifestaba nuevos accesos de ira contra él, no volvía a implorarme apresurar mi ajuste de cuentas con él.
Su convicción de que la horrenda admiración que le inspiraba a aquel hombre, era de veras sincera, parecía haber aumentado cien veces su desconfianza ante sus impenetrables argucias, parecía haber ahondado su terror innato ante la energía perniciosa y el dominio que aquel hombre tenía sobre todas sus facultades. Su voz sonaba baja, su tono era vacilante, sus ojos escudriñaron los míos con ansia y temor cuando me preguntó qué opinaba yo sobre aquel mensaje, qué pensaba hacer ahora, después de conocerlo.
—No han pasado muchas semanas, Marian —le contesté—, desde que tuve mi entrevista con el señor Kyrle. Cuando nos separamos, las últimas palabras sobre Laura que le dirigí fueron éstas: «La casa de su tío se abrirá para recibirla en presencia de todos y cada uno de los que siguieron la falsa procesión fúnebre hasta la tumba; la mentira que atestigua su muerte ha de arrancarse públicamente de las piedras del sepulcro con autorización del cabeza de familia y esos dos hombres que la han ofendido responderán ante mí de su crimen aunque la justicia que se sienta en los tribunales sea impotente para perseguirlos». Uno de estos hombres no puede ser castigado por los mortales. Queda el otro y mi resolución sigue siendo la misma.
Sus ojos brillaron, sus mejillas se encendieron. No dijo nada, pero vi en su rostro que la llenaban los mismos sentimientos que a mí.
—No voy a ocultarte ni a ocultarme a mí mismo —proseguí—, que tenemos delante una perspectiva más que dudosa. Los riesgos que hasta ahora hemos corrido son, quizá, baladíes comparados con los riesgos que nos amenazan en el futuro, pero se debe probar suerte, Marian, a pesar de todo. No soy suficientemente fuerte para enfrentarme a un hombre como el conde, si no me preparo para luchar con él. He aprendido a tener paciencia; puedo esperar. Que crea que sus advertencias han producido efecto; que no vuelva a saber ni a oír nada de nosotros; que tenga todo el tiempo que necesite para sentirse seguro, y su propia naturaleza petulante, a no ser que me equivoque, precipitará el resultado. Ésta es una razón para que esperemos; pero también hay otra más poderosa aún. Mi situación, Marian, respecto a Laura y respecto a ti, debería estar más fortalecida de lo que está ahora, antes de que yo pruebe nuestra suerte por última vez.
Se inclinó hacia mí con expresión de sorpresa.
—¿Cómo se puede fortalecerla?
—Te lo diré —contesté—, cuando llegue la hora. No ha llegado todavía y quizá no llegue jamás. Tal vez se lo calle a Laura siempre; debo callártelo ahora incluso a ti, hasta que esté convencido de que puedo hablar sin perjudicar a nadie y con toda nobleza. Dejemos este tema. Existe otro que reclama nuestra atención con la mayor urgencia. Tú le has ocultado a Laura piadosamente la muerte de su marido…
—Walter, creo que pasará mucho tiempo antes de que podamos decírselo, ¿verdad?
—No, Marian. Es mejor que tú se lo reveles ahora antes de que una casualidad que nunca se puede prever se lo revele en un futuro. Ahórrale todos los detalles, explícaselo poco a poco, pero dile que ha muerto.
—¿Tienes alguna otra razón, Walter, para desear que conozca la muerte de su marido, además de la que acabas de darme?
—Sí, la tengo.
—¿Una razón que está relacionada con ese tema del que no podemos hablar nosotros y del que quizá nunca puedas hablar con Laura?
Recalcó especialmente estas últimas palabras. Cuando le di la respuesta afirmativa, las recalqué yo también.
Su rostro palideció. Durante unos instantes estuvo mirándome con un interés triste e inseguro. Una ternura desacostumbrada resplandeció en sus ojos oscuros y ablandó sus firmes labios, cuando lanzó una mirada a la silla vacía en la que solía sentarse la compañera querida de todas nuestras penas y alegrías.
—Creo que lo entiendo —dijo—. Creo que es mi deber ante ella y ante Walter contarle la muerte de su marido.
Suspiró, apretó mi mano por un momento, la soltó enseguida y salió de la estancia. Al día siguiente supo Laura que la muerte la había redimido y que la desgracia y equivocación de su vida yacían enterradas en la tumba de su esposo.
Su nombre no volvió a pronunciarse entre nosotros. Desde aquel momento rehuíamos la menor aproximación al tema de su muerte; y con el mismo escrupuloso empeño, Marian y yo evitamos toda mención de aquel otro tema que de mutuo acuerdo no se debía tocar aún. No estaba por ello más apartado de nuestras mentes, más bien estaba vivo en ellas a fuerza de la prohibición que nos habíamos impuesto. Los dos observábamos a Laura con más afán que nunca; esperando a veces con ilusión, a veces con miedo, que llegase la hora.
Poco a poco habíamos vuelto a llevar nuestra vida de siempre. Retomé mis trabajos que había suspendido durante mi viaje a Hampshire. Nuestra nueva casa nos costaba más que las habitaciones, más pequeñas y menos cómodas, que habíamos dejado; ello requería de mí esfuerzos más grandes, requerimiento que un futuro que se nos presentaba lleno de dudas hacía más apremiante. Podían surgir contingencias que agotarían nuestro modesto capital depositado en el banco, y el trabajo de mis manos podía resultar un día el único medio que nos quedase para mantenernos. Un empleo más seguro y más lucrativo que aquél del que yo disponía, era una necesidad, dada nuestra situación; una necesidad que me apliqué ahora a satisfacer.
No se debe concluir que el intervalo de descanso y de retraimiento que estoy describiendo, hubiese suspendido del todo, por mi parte, toda persecución del único propósito imperante con el que en estas páginas van unidos mis pensamientos y mis actos. Debían pasar meses y meses desde entonces, para que aquel propósito me dejase libre de su poder. Su lento madurar aún me dejará tomar alguna medida de precaución, cumplir con alguna obligación de gratitud y resolver alguna cuestión dudosa.
La medida preventiva estaba relacionada con el conde. Era de suma importancia averiguar si entraba en sus planes permanecer en Inglaterra o, dicho en otras palabras, permanecer a mi alcance. Pude aclarar esta duda con medios muy sencillos. Puesto que conocía su dirección en St. John’s Wood, fui a indagar en aquel barrio y encontré al agente que administraba la casa amueblada donde vivía el conde, pregunté si era posible que el número cinco de Forest Road estuviese en alquiler dentro de un tiempo razonable. Recibí una respuesta negativa. Se me informó que el caballero extranjero que residía entonces en la casa había renovado su contrato prolongándolo por otros seis meses y que ocuparía la finca hasta finales de junio del año siguiente. Estábamos a comienzos de diciembre. Dejé al administrador liberado de mis temores de que el conde se escapara.
La obligación de gratitud que me quedaba por cumplir me llevó una vez más a casa de la señora Clements. Le había prometido volver y contarle aquellos detalles relacionados con la muerte y entierro de Anne Catherick, que había tenido que silenciar durante nuestra primera entrevista. Ahora que las circunstancias habían cambiado no había inconveniente alguno para que yo confiase a esta buena mujer aquella parte de la historia de la conspiración que es preciso referirle. Tenía todas las razones que la compasión y el sentido amistoso pudieran proporcionar para darme prisa en cumplir mi promesa, y la cumplí a conciencia y con esmero. No hay necesidad de lastrar estas páginas describiendo cuanto pasó en el curso de aquella entrevista. Será más oportuno decir que la propia entrevista trajo a mi mente la única cuestión dudosa que quedaba aún por resolver: ¿cuál era el origen de Anne Catherick por línea paterna?
Multitud de distintas consideraciones en relación con este tema —de por sí bastante insignificantes, pero inmensamente importantes si se las examinaba en su conjunto— me habían llevado en los últimos tiempos a una conclusión que decidí comprobar. Obtuve permiso de Marian para escribir al comandante Donthorne, de Varneck Hall (en cuya casa la señora Catherick había vivido durante años antes de casarse). Se las planteé en nombre de Marian explicando, para justificar mi intención, que estaban relacionadas con ciertos asuntos de su familia que sólo tenían un interés personal. Cuando escribía la carta, no sabía a ciencia cierta si el comandante Donthorne vivía todavía, y eso contando con la posibilidad de que así fuese y de que él estuviese en condiciones y tuviese deseos de contestarme.
Al cabo de dos días llegó la prueba, en forma de una carta, de que el coronel estaba vivo y dispuesto a ayudarnos.
La idea que yo tenía en la cabeza al escribirle y el carácter de mis preguntas podrán deducirse fácilmente de su respuesta. Su carta contestaba a mis preguntas comunicándome los siguientes hechos importantes:
En primer lugar, que el difunto Sir Percival Glyde, de Blackwater Park, no había puesto jamás los pies en Varneck Hall. Aquel caballero era un perfecto desconocido para el comandante Donthorne y para toda su familia.
En segundo lugar, que el difunto señor Philip Fairlie, de Limmeridge House, durante su juventud fue íntimo amigo y constante huésped del comandante Donthorne. Tras refrescar su memoria consultando cartas viejas y otros papeles, el comandante podía afirmar con toda seguridad que el señor Philip Fairlie estuvo en Varneck Hall en el mes de agosto de mil ochocientos veintiséis y que permaneció allí para participar en la cacería todo el mes de septiembre y parte de octubre siguiente. Entonces se fue, por lo que el comandante sabía a Escocia y no retornó a Varneck Hall hasta tiempo después, cuando llegó allí estando ya casado.
Esta información, considerada aisladamente, tenía tal vez poca importancia positiva; pero relacionándola con algunos hechos que Marian y yo sabíamos que eran ciertos, sugería una conclusión palmaria que se nos presentaba como irrefutable.
Ahora sabíamos que el señor Philip Fairlie estuvo en Varneck Hall en el otoño de mil ochocientos veintiséis, y en la misma época estaba allí de doncella la señora Catherick; sabíamos también: primero, que Anne nació en junio de mil ochocientos veintisiete; segundo, que desde siempre presentaba una semejanza extraordinaria con Laura, y tercero, que, a su vez, Laura se parecía de manera increíble a su padre. El señor Philip Fairlie había sido en su tiempo uno de los hombres más famosos por su apostura. De natural completamente distinto a su hermano Frederick, era el niño mimado de la sociedad, sobre todo entre las mujeres, un hombre apacible, despreocupado, impulsivo y afectuoso, generoso hasta el derroche, de principios lasos por naturaleza y notoriamente indolente ante las obligaciones morales cuando se trataba de mujeres. Tales eran los hechos que sabíamos; y tal el carácter del hombre. Seguramente no hace falta aclarar a qué conclusión natural nos llevaba aquello.
Bajo la nueva luz que me alumbraba ahora, incluso la carta de la señora Catherick, en contra de su intención, aportó su grano de arena en fortalecer la suposición a la que yo había llegado. Había descrito a la señora Fairlie (en su carta a mí) como «de aspecto insignificante» que «había logrado pescar, hasta obligar a casarse con ella, al hombre más guapo de Inglaterra». Ambas afirmaciones se hacían de forma gratuita y las dos eran falsas. Los celos (que, en una mujer como la señora Catherick se expresarían más bien llena de malicia mezquina antes que quedar silenciados) me parecieron el único motivo razonable de aquella peculiar insolencia con que ella se refería a la señora Fairlie, cuando las circunstancias no le exigían hacer referencia alguna a aquélla.
Esta mención del nombre de la señora Fairlie sugiere obviamente otra pregunta. ¿Sospechó ella quién podría ser el padre de la niña que trajeron a su escuela de Limmeridge?
Marian no tenía dudas al respecto. La carta de la señora Fairlie dirigida a su marido, aquella que Marian me había leído otrora —la carta en que se describía el parecido entre Anne y Laura y se hablaba de su interés afectuoso por la pequeña forastera— fue escrita, sin duda alguna, con la mayor inocencia del alma. Pensándolo bien, resulta poco probable que el mismo señor Fairlie estuviese más cerca que su mujer de sospechar la verdad. Las circunstancias tristemente engañosas en que la señora Catherick se casó, el propósito de ocultación que aquel matrimonio debía conseguir, bien podía hacerla callar por precaución y también, quizá, por resguardar su propio orgullo, asumiendo incluso que ella tuviera a su disposición medios para comunicarse con el padre de su futuro hijo cuando aquél se había marchado.
Cuando esta suposición se asomó a mi mente, brotó de mi memoria la evocación de la condena en la que todos hemos pensado en su día con extrañeza y con pavor: «la iniquidad de los padres recaerá sobre los hijos». Si no hubiera habido aquel parecido fatal entre las dos hijas de un mismo padre, la conspiración de la que Anne fue instrumento inocente y Laura la inocente víctima jamás hubiera podido ser planteada: ¡Con qué rigor terrible e infalible la larga cadena de circunstancias condujo desde el mal que el padre había cometido por ligereza, hasta el ultraje desalmado infligido a su hija!
Estos pensamientos me asaltaron como tantos y tantos otros que llevaban mi imaginación hasta el pequeño cementerio de Cumberland, donde reposaba ahora Anne Catherick. Recordé los días pasados cuando la vi junto a la tumba de la señora Fairlie, cuando la vi por última vez. Pensé en sus pobres manos débiles acariciando la lápida y en sus palabras de súplica fatigosa que le murmuraba a los restos de su protectora y su amiga. «¡Oh, si pudiera morir y descansar contigo!». Había transcurrido poco más de un año desde que ella pronunció aquel deseo, y, ¡de qué manera tan inexorable y tan terrible se había cumplido! Las palabras que dijo a Laura a la orilla del lago, eran ahora realidad. «¡Si pudiera enterrarme junto a su madre! ¡Si pudiera despertar a su lado cuando la trompeta del ángel resuene y nuestras tumbas cedan a sus muertos a la resurrección!». ¡A través de cuántos crímenes y horrores mortales, a través de cuántos vericuetos tenebrosos del camino que lleva a la Muerte, Dios guió a aquella criatura abandonada hacia su última morada que en vida jamás hubiera esperado alcanzar! Ahí (lo digo en mi corazón), ahí —si yo tuviera poder de disponerlo así— sus restos mortales deben permanecer componiendo la sepultura con la amada amiga de su infancia, con el recuerdo querido de su vida. ¡Este reposo debe ser sagrado, esta compañía debe ser perdurable!
Así la figura fantasmal, recurrente en estas páginas, recurrente en mi vida, desciende a las Tinieblas impenetrables. Por vez primera vino a mí como una Sombra en la soledad de la noche. Como una Sombra se aleja en la soledad de la muerte.
¡Adelante ahora! Adelante en el camino que pasa por otras escenas y nos conduce a tiempos más radiantes.
FIN DE LA SEGUNDA PARTE