La dama de blanco

III

Resonaban las últimas notas de la obertura de la ópera y todos los asientos detrás de las butacas estaban ocupados, cuando Pesca y yo llegamos al teatro.

Sin embargo, había mucho sitio en el pasillo que rodeaba el patio de butacas que era precisamente la posición más indicada para el propósito que me había conducido allí. Al principio me acerqué a la barrera que nos separaba de los palcos y busqué al conde en esta parte del teatro. Él no estaba allí. Avancé por el pasillo que estaba a la izquierda del escenario, mirando con atención a mi alrededor y lo vi sentado en una butaca. Ocupaba un sitio excelente, a unos doce o catorce asientos del pasillo y a tres filas de los palcos. Me situé exactamente a la altura de su asiento y Pesca se puso a mi lado. El profesor no sabía aún por qué lo había traído al teatro y estaba bastante sorprendido al ver que no nos acercábamos más al escenario.

Se levantó el telón y comenzó la ópera.

Durante todo el primer acto nos quedamos en el mismo sitio; el conde, absorta su atención en la orquesta y el escenario, no nos dirigió ni una mirada distraída. No perdía ni una nota de la deliciosa música de Donizetti. Sentado en su butaca, mucho más alto que sus vecinos, sonreía y de vez en cuando movía su enorme cabeza con gesto de deleitación. Cuando los que estaban a su lado aplaudían al final de un aria (como tiene que aplaudir el público inglés en tales circunstancias siempre), sin la menor consideración para el tiempo orquestal que sigue inmediatamente después, el conde miraba a sus vecinos con una expresión de asesinato y levantaba una mano en señal de súplica cortés. A los pasajes más refinados del canto, a las frases más delicadas de la música que no despertaban aplausos de los demás, sus gordas manos adornadas con guantes de cabritilla negra, perfectamente ajustados, esbozaban unas palmadas que denotaban la apreciación culta de un conocedor de la música. En estos momentos su untuoso murmullo de aprobación «¡Bravo! ¡Bravo!» resonaba en el silencio como el ronquido de un gato gigantesco. Los que estaban sentados más cerca de él, gente de las provincias, de caras ingenuas y sonrosadas que, perplejas, se calentaban a la luz del sol del elegante Londres, esta gente, al verlo y al oírlo, empezó a seguir su pauta. Muchos aplausos del patio de butacas pendieron aquella noche del palmoteo suave y confortable de aquellas manos embutidas en guantes negros. La vanidad voraz de aquel hombre devoraba aquel tributo impuesto por él a su supremacía de situación y de juicio crítico, y lo hacía sin disimular el placer inmenso que ello le producía. Las sonrisas no cesaban de contorsionar su grueso rostro. Cuando la orquesta hacía una pausa, el conde echaba una ojeada en torno suyo, con la serena satisfacción que le producían él mismo y sus prójimos. «¡Ya! ¡Ya! Estos ingleses, estos bárbaros están aprendiendo algo de MI. ¡Aquí, allí y acullá, yo —Fosco— soy una influencia que se deja sentir, un hombre que ocupa un sitio soberano!». Si los rostros hablasen, el suyo hablaría entonces, y éstas serían las expresiones que emplease.

Cayó el telón al terminar el primer acto y el público se levantó para salir de la sala. Este momento era el que yo esperaba, el momento de comprobar si Pesca lo conocía.

El conde se levantó como los demás y pasó majestuosamente revista a los ocupantes de los palcos, armados con sus gemelos de teatro. Al principio me daba la espalda, pero luego se volvió para mirar a los palcos que estaban encima de nosotros usando sus gemelos durante unos minutos, apartándolos luego, pero mirando siempre hacia arriba. Éste fue el momento que elegí, mientras se podía ver bien su rostro, para llamar la atención de Pesca.

—¿Conoce usted a ese hombre? —le pregunté.

—¿Qué hombre, amigo mío?

—Ese hombre alto y grueso que está ahí de pie con la cara hacia nosotros.

Pesca se puso de puntillas y miró al conde.

—No —contestó el profesor—. Ese hombre grande y grueso me es desconocido. ¿Es alguien famoso? ¿Por qué me lo señala?

—Porque tengo razones particulares para desear saber algo de él. Es un compatriota suyo y se llama el conde Fosco. ¿Le suena ese nombre?

—Tampoco, Walter. Tanto el nombre como la persona me son desconocidos.

—¿Está usted seguro de no conocerle? Mírelo otra vez, mírelo con atención. Cuando salgamos del teatro le diré por qué me preocupa esto tanto. Espere y suba aquí, le ayudo, así podrá verlo mejor.

Ayudé al hombrecillo a encaramarse sobre el borde de la plataforma sobre la que estaban colocadas las butacas. Allí, la baja estatura de mi amigo dejaba de ser una dificultad; desde allí podía mirar por encima de las cabezas de las mujeres que se sentaban más cerca de nosotros.

Un hombre delgado, de pelo ralo, que estaba junto a nosotros, y a quien yo no había advertido antes, un hombre con una cicatriz en la mejilla izquierda miró con atención a Pesca cuando le ayudé a subir arriba, y luego miró con más atención aún, siguiendo la dirección de los ojos de Pesca, al conde. Nuestra conversación debió de haber alcanzado sus oídos —ésta fue la sensación que me dio— y debió de despertar su curiosidad.

Mientras tanto, Pesca, con la mayor serenidad, clavó sus ojos en aquel rostro ancho, lleno, sonriente, ligeramente vuelto hacia arriba, exactamente frente a Pesca.

—No —me dijo—. Jamás en mi vida he puesto mis ojos en ese hombre alto y gordo.

Cuando habló, el conde bajó su mirada para examinar los palcos del anfiteatro, situados a nuestras espaldas.

Los ojos de los dos italianos se encontraron.

Hacía un instante yo estaba perfectamente convencido con sus propias reiteradas afirmaciones de que Pesca no conocía al conde. ¡Y un instante después estaba igualmente convencido de que el conde conocía a Pesca!

¡Lo conocía!… Y lo que era más asombroso aún ¡le temía! No podía haber error ante el cambio que se produjo en el rostro del bellaco. El color plomizo que en un instante alteró su tez cetrina, la repentina rigidez de sus facciones, el escrutinio furtivo de sus fríos ojos grises, la inmovilidad que paralizó su cuerpo de pies a cabeza, lo dijeron todo. ¡Un terror de muerte se había adueñado de él —de su cuerpo y de su alma— y la causa era el haber reconocido a Pesca!

El hombre delgado de la cicatriz en la mejilla, seguía a nuestro lado. Es obvio que también él sacó su conclusión del efecto que había producido en el conde la presencia de Pesca, como yo había sacado la mía. Parecía una persona afable y caballerosa, su aspecto hacía pensar que era extranjero; y su interés por nuestro comportamiento no se expresaba de una manera que pudiese considerarse ofensiva.

En cuanto a mí, estaba tan impresionado por la transformación que observaba en el rostro del conde, tan desconcertado por el cariz enteramente inesperado que habían tomado los acontecimientos, que no supe ni qué hacer ni qué decir. Pesca me hizo volver en mí cuando se puso de nuevo a mi lado y me habló primero.

—¡Cómo me está mirando este gordinflón! —exclamó—. ¿Me mira a mí? ¿Soy famoso? ¿Cómo puede conocerme si yo no le conozco a él?

Yo continuaba con los ojos fijos en el conde. Vi que no se movió hasta que se movió Pesca; entonces para no perder de vista al hombrecillo, se agachó ahora que Pesca se había bajado. Yo quería ver qué sucedería si Pesca dejaba de mirarlo y por eso pregunté al profesor si entre las damas que ocupaban aquella noche los palcos reconocía alguna alumna suya. Acto seguido Pesca llevó sus gemelos a los ojos y con lentitud empezó a moverlos siguiendo los palcos que se hallaban arriba buscando a sus alumnos por medio del escrutinio más concienzudo.

En el momento en que se dedicó a esta tarea, el conde dio la vuelta, se deslizó junto a quienes se sentaban entre él y el pasillo opuesto a nosotros y desapareció en el que había en medio del patio de butacas. Cogí a Pesca del brazo y, ante su asombro indescriptible, lo llevé apresuradamente hacia el fondo del patio de butacas, para interceptar al conde antes de que pudiera llegar a la puerta. Me sorprendió un poco ver que el hombre delgado se nos adelantó eludiendo a un grupo de gente que salía al pasillo donde estábamos nosotros y que nos obligaron a Pesca y a mí a detenernos. Cuando llegamos al vestíbulo, el conde había desaparecido y el hombre de la cicatriz tampoco estaba allí.

—¡Dios mío, que Dios me ampare! —gimió el profesor en un estado de perplejidad total—. Pero ¿qué es lo que está pasando?

Eché a andar sin contestarle. Las circunstancias en que el conde había abandonado el teatro me hacían pensar en que su extraordinario deseo de eludir a Pesca podía llevarlo a emprender actos más extremos aún. Podía eludirme a mí también y salir de Londres. No me fiaba del futuro si le dejaba un solo día en libertad de acción. No me fiaba de aquel extranjero que había escuchado nuestra conversación y que, como yo sospechaba, había seguido al conde intencionadamente.

Con esta doble desconfianza en mi mente, no tardé en hacer comprender a Pesca qué quería de él. En cuanto nos encontramos en su habitación, aumenté cien veces su confusión y sobresalto al explicarle cuál era mi propósito con toda la claridad y sinceridad con que he hablado de él aquí.

—Amigo mío, ¿qué puedo hacer yo? —imploró el profesor tendiendo hacia mí sus brazos con gesto suplicante—. ¡Qué diantre, qué diantre! ¿Cómo puedo ayudarle, Walter, si no conozco a ese hombre?

—Él le conoce a usted; le tiene miedo; se ha marchado del teatro para eludirle. ¡Pesca! Para ello debe haber algún motivo. Mire hacia atrás, mire en su propia vida anterior a su llegada a Inglaterra. Usted salió de Italia, como usted mismo me lo ha dicho, por motivos políticos. Nunca me ha mencionado estos motivos; y no se los pregunto ahora tampoco. Sólo le pido revisar sus propios recuerdos y decirme si le sugieren que en su pasado haya causa para el terror que haya podido producir en aquel hombre tan sólo verle a usted.

Para mi indecible sorpresa, estas palabras, que me parecían inocentes, tuvieron el mismo extraño efecto sobre Pesca que la vista de Pesca había tenido en el conde. La cara sonrosada de mi diminuto amigo palideció al instante y él retrocedió lentamente, temblando de pies a cabeza.

—¡Walter! —me dijo—. ¡No sabe lo que me pide!

Hablaba en un susurro, me miraba como si de pronto yo le hubiera revelado que nos estaba amenazando algún peligro oculto. En menos de un minuto aquel hombrecillo alegre, vivaz, fantasioso, que conocía desde siempre, había cambiado tanto que de haberlo encontrado en la calle, tal como lo veía ahora con toda probabilidad no lo hubiera reconocido.

—Perdóneme, si sin querer le he causado pena y sobresalto —contesté—. Recuerde la cruel afrenta que mi esposa ha sufrido de las manos del conde Fosco. Recuerde que la afrenta puede quedar impune si no consigo los medios que le obliguen a reparar el daño que hizo. Hablo en interés de mi esposa, Pesca, le ruego una vez más que me perdone, no sé qué más decirle.

Me levanté para marcharme. Me detuvo antes de que yo llegase a la puerta.

—Espere —me dijo—. Me ha conmovido usted hasta el fondo del alma. Usted no sabe cómo y por qué abandoné mi patria. Deje que me serene y déjeme pensar si puedo hacerlo.

Volví a sentarme. Él paseaba arriba y abajo por el cuarto, hablando sin coherencia consigo mismo en su propia lengua. Después de dar unas cuantas vueltas se me acercó y puso sus pequeñas manos, con insólita ternura y solemnidad sobre mi pecho.

—Dígame con el corazón en la mano, Walter —me dijo—, ¿no existe otro camino para llegar hasta ese hombre más que valiéndose de mí?

—No existe otro camino —contesté.

Se separó de mí de nuevo, abrió la puerta de la habitación, y con cautela se asomó para mirar al pasillo, volvió a cerrarla y regresó a mi lado.

—Usted ganó sus derechos sobre mí, Walter —me dijo—, el día en que me salvó la vida. Fueron suyos desde aquel instante para que los aprovechase usted cuando quisiera. Aprovéchelos ahora. ¡Sí! Sé lo que le digo. Y las palabras que escuchará ahora, tan verídicas como hay Dios, dejarán mi Vida en sus manos.

La seriedad sobrecogedora con que pronunció esta extraordinaria advertencia me convenció de que lo que decía era verdad.

—¡Piense en esto! —prosiguió, agitando con vehemencia sus manos—. No puedo concebir qué conexión puede haber entre este hombre, Fosco, y mi vida pasada que usted me hace recordar. Si encuentra usted la conexión guárdesela y no me diga nada… Le ruego y le imploro de rodillas que me deje seguir ignorándola, que me deje seguir inocente, que me deje seguir ciego en todos los tiempos futuros, ¡que me deje estar como estoy ahora!

Dijo algunas palabras más, vacilantes y confusas, y luego volvió a detenerse.

Vi que el esfuerzo que le costaba expresarse en inglés en una ocasión demasiado seria para permitirle recurrir a gritos extravagantes y frases de su habitual vocabulario, incrementaba de forma dolorosa la dificultad que él experimentó desde el principio al tener que hablarme. Como había aprendido a leer y comprender su idioma materno (aunque no a hablarlo) en los tiempos en que nuestra amistad empezaba a ser íntima le ofrecí ahora que me hablase en italiano si bien yo utilizaría el inglés para hacerle cualesquiera preguntas que me fuesen necesarias para comprenderlo mejor. Él aceptó mi proposición. En su idioma melodioso y fluido hablado con agitación vehemente que se manifestaba en gestos incesantes de su rostro, me llegaban ahora las palabras que me animaron a emprender la última batalla que queda por narrar en estas páginas[2].

—Lo único que sabe usted del motivo por el que abandoné Italia —empezó él— es que fue por motivos políticos. Si yo hubiese venido a este país perseguido por mi gobierno, no hubiera ocultado esos motivos ni a usted ni a nadie. Pero los oculté porque ninguna autoridad gubernamental ha dictaminado la sentencia de mi exilio. ¿Ha oído usted hablar alguna vez, Walter, de esas Sociedades políticas que se esconden en todas las grandes ciudades del continente europeo? Pues yo pertenecía en Italia a una de estas sociedades y sigo perteneciendo aún aquí en Inglaterra. Cuando llegué a este país, vine enviado por el mandato del Maestre. Fui muy celoso en mis años jóvenes y me exponía al riesgo de comprometerme a mí mismo y a los otros. Por este motivo me ordenaron emigrar a Inglaterra y esperar. Emigré. He esperado. Y aún continúo esperando. Tal vez, mañana me llamen de nuevo, o me llamen dentro de diez años. Para mí es lo mismo, aquí estoy, me mantengo gracias a mis clases y espero. No falto a ningún juramento —sabrá ahora, por qué— al completar mi confesión diciéndole el nombre de la sociedad a la que pertenezco. No hago más que dejar mi vida en sus manos. Si alguien se entera un día que lo que le estoy contando ha salido de mi boca, tan seguro como los dos estamos ahora aquí, que soy hombre muerto.

Continuó su relato murmurando en mi oído. Guardo el secreto que así se me comunicó. La sociedad a la que él pertenecía quedará suficientemente definida para lo que constituye el objeto de este relato, si la llamo «La Hermandad» en las pocas ocasiones en las que sea necesaria una referencia a este tema.

—El objeto de La Hermandad —continuó Pesca—, es en breves palabras el de cualquier otra sociedad política de esta índole: la destrucción de las tiranías y la defensa de los derechos del pueblo. Los principios de La Hermandad son dos. En tanto y mientras la vida de un hombre sea útil o siquiera inofensiva, tiene derecho de gozar de ella. Pero si su vida inflige agravios para el bienestar de sus prójimos, a partir de este momento pierde el derecho, y no sólo no es un crimen, sino un mérito positivo, quitárselo. No soy yo quien debe decir en qué circunstancias horribles de sufrimientos y de sus opresiones salió a la luz la Sociedad. Y no son ustedes, los ingleses que han conquistado su libertad hace tantos años y que por comodidad han olvidado la sangre que derramaron y los extremos a que llegaron al conquistarla, y no son ustedes los que puedan comprender hasta dónde puede llevar la más profunda de las desesperaciones humanas a los hombres trastornados de una nación esclavizada. El hierro que se ha metido hasta el fondo de nuestras almas ha penetrado con demasiada profundidad para que ustedes puedan encontrarlo. ¡Dejen en soledad al refugiado! Ríanse de él, desconfíen de él, abran sus ojos con asombro ante este «yo» secreto que late en él, algunas veces bajo las cotidianas apariencias tranquilas y respetables de un hombre como yo y otras bajo la pobreza vergonzante y la escualidez altanera de hombres menos venturosos, menos pacientes y menos flexibles que yo, ¡pero no nos juzguen! En la época de su rey Carlos I ustedes nos hubieran hecho justicia; ahora acostumbrados al lujo de sus largos años de libertad, son incapaces de hacerlo.

Sus sentimientos más escondidos parecían abrirse camino para salir a flote en estas palabras, todo su corazón se vaciaba ante mí por primera vez en nuestras vidas, y sin embargo su voz no se levantaba; su temor ante la terrible revelación que me estaba haciendo no lo abandonaba.

—Hasta aquí —continuó—, le parecerá que la Sociedad se asemeja a las otras Sociedades. Su objetivo (en opinión de ustedes los ingleses) es anarquía y revolución. Arrebatar las vidas de un mal rey o de un mal ministro es como si el uno y el otro fueran bestias salvajes que se deben cazar a la primera oportunidad. Le concedo eso, pero las leyes de «La Hermandad» son las leyes que no rigen en ninguna otra sociedad política que haya sobre la faz de la Tierra. Sus miembros no se conocen unos a otros. Hay un Presidente en Italia y hay Presidentes en el extranjero. Cada uno de ellos tiene su Secretario. Los presidentes y los Secretarios conocen a todos los miembros, pero éstos no se conocen entre sí, a no ser que su Maestre considere oportuno por la necesidad política de la época, o por la particular de la Sociedad, hacer que se conozcan. Con semejante salvaguardia no se nos exige ningún juramento en el acto de admisión. Nos identifica una marca secreta que todos llevamos y que dura mientras duran nuestras vidas. Nos dedicamos a nuestros quehaceres y sólo debemos comparecer ante el Presidente o el Secretario cuatro veces al año, para el caso de que se requieran nuestros servicios. Se nos advierte que si traicionamos a la Hermandad o si la ofendemos por servir otras causas, moriremos, de acuerdo con los principios de la Hermandad; moriremos a manos de un extraño que puede venir enviado del otro extremo del mundo para asestar el golpe, o de la mano de nuestro más íntimo amigo, quien puede ser miembro sin que lo sepamos a lo largo de los años de nuestra amistad. A veces se dilata la muerte, otras sigue inmediatamente a la traición. Nuestro primer deber es saber esperar y nuestro segundo deber es saber obedecer cuando la orden está pronunciada. Algunos de nosotros pueden pasar esperando su vida entera sin que se les reclame. Otros pueden ser llamados al trabajo o a preparar un trabajo el día de la admisión. Yo mismo…, este hombre pequeño parlanchín y campechano que ya usted conoce, quien, por su voluntad, no sacará un pañuelo para matar una mosca que vuela junto a su cara…, yo mismo, en mi juventud, por provocaciones tan horribles que no quiero ni hablarle ahora de ellas, ingresé en la Hermandad llevado de un impulso, como pudiera, llevado de un impulso, haberme matado. Ahora tengo que permanecer en ella, me posee, piense lo que piense de ella ahora que mis circunstancias son mejores y mi hombría es menos ardiente, y me poseerá hasta mi último día. Estando en Italia fui elegido Secretario y todos los miembros de aquella época que fueron presentados al Presidente, también me fueron presentados a mí.

Yo empezaba a comprenderlo; vi adónde conducía su extraordinaria declaración. Pesca esperó unos instantes, observándome con gravedad, observándome hasta que vislumbró qué estaba pasando por mi imaginación, y sólo entonces volvió a hablar.

—Usted ha sacado ya sus conclusiones —dijo—. Lo leo en sus ojos. No me diga nada; déjeme apartado del secreto de sus pensamientos. Déjeme hacer un último sacrificio por su propio bien… Y cuando acabemos con este tema no volvamos jamás a él en nuestra vida.

Me hizo señas de que no respondiese nada; se levantó, se despojó de su chaqueta y arremangándose las mangas de la camisa me mostró el brazo izquierdo.

—Le he prometido que esta confesión sería completa —murmuró de nuevo a mi oído mientras mis ojos estaban fijos en la puerta—. Suceda lo que suceda nunca podrá usted reprocharme que le haya ocultado nada que fuese necesario conocer para servir a sus intereses. Le he dicho que la Hermandad identifica a sus miembros por una marca que pesa sobre su cuerpo toda la vida. Va a ver usted mismo la marca en el sitio en que la señalan.

Levantó su brazo y vi que en la parte de arriba y en el lado interior se le destacaba la cicatriz rojiza de una quemadura profunda. Me abstengo de describir el lema que representaba. Bastará con decir que era redonda y tan pequeña que desaparecería debajo de la moneda de un chelín.

—Todo hombre que lleve esta señal estampada en este sitio —dijo, volviendo a bajar la manga—, es miembro de la Hermandad. Y el hombre que ha faltado a la Hermandad, más tarde o más temprano es descubierto por los maestres que lo conocen bien sea por un presidente o bien por un secretario. Y un hombre a quien los Maestres han descubierto, es hombre muerto. No hay leyes humanas que puedan protegerle. Recuerde lo que ha oído y lo que ha visto; saque las conclusiones que quiera, actúe como mejor le parezca. ¡Pero en nombre del Cielo, descubra lo que descubra, haga lo que haga no me diga nada! Déjeme libre de una responsabilidad, cuya sola idea me aterra, y que, lo sé en mi conciencia, ahora no es mi responsabilidad. Por última vez se lo digo por mi honor de caballero, por mis promesas de cristiano, que si el hombre que usted me señaló en la Opera me conoce, debe estar tan desfigurado o tan cambiado que yo no le conozco a él. Ignoro cuáles serán sus procedimientos o sus propósitos en Inglaterra. No le he visto nunca, no he oído nunca que yo sepa, pronunciar el nombre que está usando hasta esta noche. No tengo más que decir. Déjeme solo, Walter. Estoy abrumado por lo que ha sucedido, estoy asustado por lo que he dicho. Deje que intente ser yo mismo de nuevo para cuando volvamos a encontrarnos.

Se dejó caer en una silla y dándome la espalda ocultó su rostro entre las manos. Abrí la puerta con suavidad para no perturbarle, y me despedí de él hablando en voz baja, con palabras que él podía recoger o no, según quisiese.

—Guardaré en los más profundo de mi corazón lo que ha sucedido esta noche —le dije—. Jamás tendrá que arrepentirse de la confianza que ha depositado en mí. ¿Puedo volver mañana? ¿Puedo volver por la mañana a las nueve?

—Sí, Walter —contestó mirándome afectuosamente y hablándome de nuevo en inglés como si su única preocupación ahora fuera retornar a nuestras relaciones de antes—. Venga a compartir mi modesto desayuno antes de que yo salga para emprenderla con mis alumnos.

—Buenas noches, Pesca.

—Buenas noches, amigo mío.

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