La dama de blanco

Se me requiere para que atestigüe…

Se me requiere para que atestigüe con franqueza lo que sé sobre el transcurso de la enfermedad de la señorita Halcombe y sobre las circunstancias en que Lady Glyde salió de Blackwater Park hacia Londres.

La razón que alegan para hacerme esta petición es que mi testimonio es necesario para restablecer la verdad. Soy la viuda de un clérigo de la Iglesia Anglicana (obligada infortunadamente a aceptar un empleo) y me han enseñado que la verdad debe estar por encima de cualquier otra consideración. Por eso accedo a satisfacer este requerimiento que, en otras circunstancias, habría vacilado en cumplir, no queriendo inmiscuirme en tristes asuntos familiares.

No lo anoté en aquel tiempo y, por tanto, no puedo estar segura de la fecha, pero creo que no me equivoco afirmando que la grave enfermedad de la señorita Halcombe empezó en los últimos diez o quince días de junio. En Blackwater Park se desayunaba tarde, a veces a las diez y nunca antes de las nueve y media. La mañana a que me refiero, la señorita Halcombe (que era siempre la primera que bajaba) no apareció en el comedor. Después de haberla esperado durante un cuarto de hora fue enviada una criada a buscarla, y la muchacha salió corriendo del cuarto, con aspecto de gran alarma. La encontré en la escalera y entré enseguida para ver que sucedía. La pobre señorita Halcombe no era capaz de decírmelo. Daba vueltas por su habitación, con una pluma en la mano; estaba delirando, la fiebre la consumía.

Lady Glyde (como ya no estoy al servicio de Sir Percival puedo, sin cometer incorrección, llamar a mi antigua señora por su nombre en vez de decir «Milady») fue la primera en acudir, viniendo de su propio dormitorio. Se alarmó y preocupó tanto que no me sirvió de gran ayuda. El conde Fosco y su esposa, que subieron inmediatamente después, se mostraron muy serviciales y atentos. madame me ayudó a acostar a la señorita Halcombe, y el señor conde esperó en el salón; mandó a buscar el botiquín y preparó un jarabe para la señorita Halcombe y una loción refrescante para aplicarle en la cabeza, para no perder el tiempo hasta que llegase el médico. No hubo modo de que consintiese en tomar el jarabe, así que tan sólo pudimos aplicarle la loción. Sir Percival se encargó de enviar a buscar al médico. Dijo al mozo de cuadra que fuera a caballo a casa del médico que vivía más cerca, en Oak Lodge, el señor Dawson.

El señor Dawson llegó antes de una hora. Era un hombre anciano y respetable, muy conocido en toda aquella región, y nos alarmó mucho cuando dijo que consideraba el caso muy grave.

El señor conde entabló una conversación afable con el doctor y dio su opinión con prudente desenvoltura. El señor Dawson, con escasa amabilidad, le preguntó si era médico; y cuando se le contestó que eran consejos de alguien que había estudiado medicina por afición, el doctor repuso que no acostumbraba consultar con aficionados. El conde sonrió, demostrando una verdadera humildad cristiana, y salió del cuarto. Antes de irse me dijo que si preguntaban por él, estaría en la caseta de los botes, a orillas del lago, donde pensaba pasar el día. El por qué quería ir allí, lo ignoro. Pero se fue y pasó en ese lugar todo el día hasta las siete de la tarde, hora de la cena. Quizá quería dar el ejemplo de mantener en casa el mayor silencio posible, algo muy propio de su carácter. Era un caballero muy considerado.

La señorita Halcombe pasó muy mala noche; la fiebre subía y bajaba, y a la madrugada no se puso mejor, sino peor. Como en el vecindario no teníamos a mano una enfermera que pudiese asistirla, nos turnamos la condesa y yo para hacerlo. Lady Glyde insistió en la imprudencia de acompañarnos. Estaba demasiado nerviosa y su salud era demasiado delicada para soportar la angustia que le causaba la enfermedad de su hermana. Sólo se perjudicaba a sí misma, sin prestarnos alguna ayuda real. No existe una señora más cariñosa y más afable; pero estaba llorando, asustada, y estas dos debilidades hacían su presencia en el cuarto de la enferma completamente inconvenientes.

Sir Percival y el conde vinieron por la mañana a preguntar.

Sir Percival (me figuro que apenado ante la aflicción de su señora y la enfermedad de la señorita Halcombe) parecía perplejo y alterado. En cambio su señoría el conde manifestaba serena dignidad y compasión. En una mano llevaba un sombrero de paja y en la otra un libro, y delante de mí dijo a Sir Percival que se iba al lago a estudiar.

—Vamos a dejar tranquila la casa y a no fumar dentro, ahora que la señorita Halcombe está enferma. Usted se va por su lado y yo por el mío. Cuando estudio me gusta estar solo. Buenos días, señora Michelson.

Sir Percival no era tan amable, —quizá, para ser justa, deba decir tan sereno— para despedirse de mí con la misma cortesía y atención. La verdad es que la única persona de la casa que, tanto entonces como siempre, me trató como a una señora que se encuentra en circunstancias adversas fue el conde. Sus modales eran los de un auténtico caballero, y con todos mostraba la mayor consideración. Incluso la joven (llamada Fanny) que servía a Lady Glyde, pasó inadvertida para él. Cuando Sir Percival la despidió, el conde (al mismo tiempo que me enseñaba sus preciosos pajaritos) me estuvo preguntando por ella, vivamente interesado por saber qué había sido de ella, adonde fue cuando abandonó Blackwater Park, y otras cosas. En estos pequeños detalles se conoce a las personas de noble cuna. No quiero disculparme por este inciso; estas consideraciones particulares deben hacer justicia al señor conde, pues hay algunos que lo juzgan, y lo sé muy bien, con bastante dureza. Un caballero que sabe respetar a una señora que se encuentra en circunstancias adversas, un caballero que se preocupa paternalmente por la suerte de una humilde sirvienta demuestra tener sentimientos y principios de orden superior que no pueden ser puestos en duda a la ligera. No intento adelantar juicios; no hago más que presentar hechos. Mi divisa en la vida es no juzgar para no ser juzgada. Uno de los sermones más preciosos de mi querido esposo se basaba en estas palabras. Lo leía constantemente —tengo un ejemplar de la edición que se hizo por suscripción, en los primeros días de mi viudez— y cada vez que vuelvo a leerlo me aporta un beneficio espiritual enorme y edificante.

La señorita Halcombe no experimentaba mejoría alguna, y la segunda noche fue aún peor que la primera. El señor Dawson la visitaba con regularidad. Los cuidados de la enfermera seguían compartidos entre la condesa y yo; Lady Glyde persistía en su idea de acompañarnos, aunque nosotras dos la persuadíamos para que descansara un poco.

—Mi sitio está junto a Marian —era su invariable respuesta—. Puedo estar bien o mal, pero nada me obligará a apartarme de ella.

Hacia el mediodía bajé para atender algunas de mis obligaciones cotidianas. Una hora después, cuando regresaba al cuarto de la enferma, vi al conde (que había salido de casa temprano, por tercera vez) que entraba en el vestíbulo con todo el aspecto de estar de muy buen humor. En aquel mismo instante Sir Percival asomó la cabeza por la puerta de la biblioteca y se dirigió a su noble amigo con extrema ansiedad, pronunciando estas palabras:

—¿La ha encontrado?

El rostro esférico del señor conde se llenó de hoyuelos: sonreía plácidamente, sin decir palabra en respuesta. Al mismo tiempo, Sir Percival volvió la cabeza, me vio dirigirme hacia la escalera y me miró con ceño y rabia máximos.

—Venga aquí y dígame que ha pasado —dijo al conde—. Cuando en una casa hay mujeres, siempre hay alguna que sube o baja escaleras.

—Mi querido Percival —objetó con voz suave el señor conde—. La señorita Michelson tiene obligaciones que cumplir. Por favor, reconozca que las cumple a la perfección como lo hago yo sinceramente. ¿Cómo está la enferma, señora Michelson?

—Siento decirle que no mejora, señor.

—¡Qué cosa más triste! —observó el conde—. La encuentro cansada, señora Michelson. Ya es hora de que usted y mi mujer tengan a alguien que las ayude a cuidar de la señorita Halcombe. Creo que podré proporcionarle esta ayuda. Han surgido ciertas circunstancias que obligarán a madame Fosco a hacer el viaje a Londres mañana o pasado. Se irá por la mañana y volverá por la noche, y traerá consigo, para que usted pueda descansar, a una enfermera de excelente conducta y competencia que ahora está desocupada. Mi mujer la conoce como una persona digna de toda confianza. Le ruego que no diga nada de esto al médico antes de que ella esté aquí, pues siendo cosa que he propuesto yo estoy seguro de que lo verá con malos ojos. Ella misma se presentará cuando venga, y el señor Dawson tendrá que reconocer que no hay motivo para no aceptar sus servicios. Lo mismo dirá Lady Glyde. Tenga la bondad de presentar a su señora mis respetos.

Expresé al señor conde mi agradecimiento por sus amables atenciones. Sir Percival me interrumpió llamando a su noble amigo (empleando, lamento decirlo, una expresión blasfema) para que entrase en la biblioteca y no le hiciese esperar más tiempo.

Subí. Somos pobres criaturas erráticas; y por principios que tenga una mujer, no siempre puede estar alerta ante la tentación de sucumbir a una ociosa curiosidad. Me avergüenza decir que, en aquella ocasión, una ociosa curiosidad se sobrepuso a mis principios y me hizo preguntarme sin razón a qué se refería la pregunta de Sir Percival que hizo a su noble amigo desde la puerta de la biblioteca. ¿A quién esperaba encontrar el conde cuando por la mañana se dirigió a orillas del lago para dedicarse al estudio? Podría presumirse que se trataba de una mujer, a juzgar por la pregunta de Sir Percival. No sospeché del conde que hubiese cometido una inconveniencia; conocía demasiado bien la moralidad. La única pregunta que me hacía era: «¿La ha encontrado?».

Para abreviar: la noche pasó como de costumbre, sin que se apreciase la menor variación en el estado de la señorita Halcombe. Al día siguiente pareció que se notaba una ligera mejoría, y la señora condesa, sin decir a nadie, y menos en mi presencia, el objeto de su viaje, tomó el tren de la mañana para Londres; su noble esposo, tan atento como siempre, la acompañó a la estación.

Por tanto, quedé yo sola a cargo de la señorita Halcombe, con todas las apariencias de que me sustituyera algún rato Lady Glyde, en vista de su propósito de no separarse nunca de su hermana.

El único suceso digno de mención ocurrido durante el día, fue que entre el conde y el doctor hubo otro desagradable altercado.

Al volver de la estación, su excelencia se detuvo en el salón de la señorita Halcombe para interesarse por ella. Salí del dormitorio para darle noticias aprovechando que en aquel momento Lady Glyde y el señor Dawson estaban al lado de la enferma. El conde me estuvo haciendo preguntas sobre el tratamiento y sobre los síntomas. Le dije que el tratamiento empleado era el llamado salino y que los síntomas que se observaban entre ataques de fiebre eran una debilidad creciente y el agotamiento. En el momento en que estaba diciendo esto, el señor Dawson salió del dormitorio.

—Buenos días —le dijo su excelencia saliendo hacia delante con la mayor urbanidad y deteniendo al doctor con una delicada resolución imposible de resistir—. Temo mucho que hoy no ha vislumbrado usted mejoría alguna en los síntomas ¿verdad?

—He encontrado una mejoría apreciable —contestó el doctor Dawson.

—¿Persiste usted en su tratamiento para combatir la fiebre? —continuó el señor conde.

—Persisto en él, pues está justificado por mi propia experiencia profesional —contestó el doctor Dawson.

—Permítame que le haga una pregunta respecto al amplio concepto de experiencia profesional —repuso el conde—. No pretendo darle consejos, sólo deseo averiguar una cosa. Usted vive a cierta distancia de los gigantescos centros de actividad científica, que son Londres y París. ¿No ha oído usted hablar de cómo pueden combatirse los efectos devastadores de la fiebre administrando con discreción y entendimiento al enfermo extenuado coñac, vino, amoníaco y quinina para fortalecerlo? ¿Ha llegado alguna vez a sus oídos esta nueva herejía de las autoridades médicas más ilustres, sí o no?

—Si un profesional me hiciera esta pregunta se la contestaría con placer —dijo el doctor abriendo la puerta para salir—. Usted no es un profesional y me permito dejarle sin respuesta.

Al recibir esta bofetada imperdonablemente villana en una mejilla, el conde, como un cristiano practicante, inmediatamente ofreció la otra y dijo con la mayor dulzura:

—Buenos días, señor Dawson.

Si mi difunto y amado esposo hubiera tenido la suerte de conocer a su excelencia, ¡en qué estimación tan alta se habrían tenido el uno al otro!

Su excelencia la condesa volvió aquella noche en el último tren, acompañada de la enfermera de Londres. Me dijeron que se llamaba la señora Rubelle. Su aspecto y su acento al hablar inglés me demostraron que era extranjera.

Siempre he pretendido ser humana e indulgente con los extranjeros. Ellos no tienen nuestras virtudes y nuestras ventajas, pues casi todos se han educado en los errores ciegos del papismo. También seguía en mi vida el precepto, como lo siguió mi llorado esposo (véase el sermón XXIX de la colección del reverendo Samuel Michelson, Magistrado de Artes, que en paz descanse), tratar a los demás como quería que me tratasen a mí. Teniendo en cuenta estas dos consideraciones no diré que la señora Rubelle era una persona bajita, enjuta y maliciosa de unos cincuenta años, con una tez oscura o de complexión de criolla, y con ojos observadores de color gris claro. Tampoco quiero mencionar, por las razones que he alegado, que pensé que su vestido, aunque era una discreta seda negra, era excesivamente lujoso en su calidad e innecesariamente refinado en sus adornos y hechuras para una persona de su posición. No me gustaría que se dijesen de mí estas cosas y, por tanto, no debo decirlas de la señora Rubelle. Tan sólo mencionaré que sus modales eran —aunque quizá, nada desagradables en su reserva— demasiado reposados y modestos, y que miraba mucho a su alrededor y hablaba muy poco, cosa que se debía, sin duda a la misma modestia de su posición y a su desconfianza al verse en Blackwater Park y que ella declinó mi invitación a cenar (cosa quizá extraña pero nada sospechosa, ¿verdad?), aunque yo la hice con cortesía.

Por indicación expresa del conde (¡tan propia de su indulgente delicadeza!) se decidió que la señora Rubelle no empezaría a desempeñar sus obligaciones de enfermera hasta que el doctor la conociese y diese el visto bueno, a la mañana siguiente. Aquella noche me quedé yo velando a la enferma. Lady Glyde parecía contrariada por la idea de que la nueva enfermera se ocupase de la señorita Halcombe. Esta intransigencia hacia una extranjera manifestada por una persona de su educación y de su refinamiento me sorprendió. Me aventuré a decirle:

—Señora, no debemos precipitarnos en nuestros juicios respecto a nuestros inferiores, sobre todo cuando vienen de países extraños.

Lady Glyde no pareció escucharme. Suspiró y besó la mano de la señorita Halcombe, que descansaba sobre la colcha. Un gesto escasamente prudente para hacerlo en el cuarto de una enferma a la que no convenía excitar en modo alguno. Pero la pobre Lady Glyde no sabía nada de cómo se cuida a los enfermos, no lo sabía ni remotamente, siento decirlo.

A la mañana siguiente ordenaron a la señora Rubelle que fuese al salón para presentarse al doctor cuando éste se dirigiese al dormitorio.

Dejé a la señorita Halcombe con Lady Glyde, que estaba dormitando, y me reuní con la señora Rubelle para ayudarle a no sentirse extraña ni preocupada a causa de la inseguridad de su situación. Pero aparentemente ella no lo veía de este modo. Tenía un aire de satisfacción anticipado por el hecho de que el médico iba a aprobar su presencia, y estaba sentada tranquilamente junto a la ventana tomando el aire de campo que parecía agradarle en extremo. Ciertas personas quizá hubieran considerado esta actitud como una muestra de insolencia. Permítanme decir que yo la juzgué con más liberalismo atribuyéndola a una extraordinaria presencia de ánimo.

En lugar de venir el doctor donde estábamos me avisaron para que fuese yo en su busca. Pensé que había algo raro en aquel cambio, pero parecía que a la señora Rubelle aquello no la afectaba en absoluto. Salí mientras ella seguía mirando tranquilamente por la ventana, gozando del aire campestre.

El señor Dawson me estaba esperando en el salón del desayuno; estaba solo.

—Quiero hablarle de la nueva enfermera, señora Michelson —dijo el médico.

—Usted dirá, señor.

—Veo que la ha traído de Londres la mujer de ese extranjero viejo y gordo que siempre busca motivos para discutir conmigo. Señora Michelson, ese extranjero viejo y gordo es un charlatán.

Aquello era muy rudo. Como es natural, me indigné.

—¿Se da usted cuenta señor —le dije—, de que está hablando de un caballero?

—¡Bah! No es el primer charlatán que comercia con su nombre. Todos ellos son condes, ¡que el diablo los lleve!

—No sería amigo de Sir Percival, señor, si no perteneciera a la más alta aristocracia, exceptuando la aristocracia inglesa, por supuesto.

—Muy bien, señora Michelson; llámele como guste y volvamos a la enfermera. Ya he expresado mi objeción contra su presencia.

—¿Antes de haberla visto, señor?

—Sí, antes de haberla visto. Podrá ser la mejor enfermera que exista, pero no es una persona recomendada por mí. He expuesto esta objeción a Sir Percival como dueño de la casa. Pero no me ha hecho caso. Dice que una persona recomendada por mí también hubiera sido una extranjera traída aquí desde Londres; cree que hay que probarla, ya que la tía de su mujer se ha molestado en ir a Londres para buscarla. En parte tiene razón, y no tengo un motivo decente para decir que no. Pero he puesto la condición de que dejará enseguida su puesto si me da el menor motivo de queja. Como tengo cierto derecho, en mi calidad de médico de cabecera, a proponer este acuerdo, Sir Percival lo ha aceptado. Señora Michelson, sé que puedo confiar en usted y quiero que durante los dos o tres primeros días observe a la enfermera con atención y vigile que no dé a la señorita Halcombe otros medicamentos que no sean míos. Su caballero extranjero se muere de ganas de probar sus remedios de charlatán (mesmerismo incluido) con mi paciente, y la enfermera traída por su mujer puede estar demasiado dispuesta a ayudarle. ¿Comprende usted? Muy bien, entonces podemos subir. ¿Está allí la enfermera? Quiero decirle dos palabras antes de permitirle que entre en el cuarto de la enferma.

Encontramos a la señora Rubelle disfrutando del aire junto a la ventana como cuando me había ido. Al presentarle al señor Dawson no pareció dejarse cohibir ni por las miradas suspicaces del doctor ni por sus preguntas inquisitivas. Le contestaba con calma en un inglés calamitoso y, a pesar de que el médico hizo lo posible por desconcertarla, en ningún momento demostró ignorar el menor detalle de sus obligaciones. Sin duda su calma era el resultado de su presencia de ánimo como he dicho antes, y no de la insolencia.

Entramos juntos en el dormitorio.

La señora Rubelle miró con mucha atención a la enferma; hizo una reverencia a Lady Glyde; devolvió dos o tres cosas a su sitio y se sentó en un rincón a esperar tranquilamente que se necesitase de sus servicios. Mi señora parecía angustiada y molesta por la presencia de la desconocida enfermera. Nadie decía nada por temor a despertar a la señorita Halcombe, que seguía dormitando, menos el doctor, que susurró una pregunta sobre cómo había pasado la noche:

—Como siempre —contesté en voz baja; y el señor Dawson salió de la estancia.

Lady Glyde le siguió me figuro que para hablar de la señora Rubelle. Por mi parte, estaba segura de que aquella extranjera llena de calma se haría dueña de la situación. Era una mujer despierta y no había duda de que conocía su trabajo. En todo caso, no creo que yo hubiese podido asistir mejor a la enferma.

Los tres o cuatro primeros días, recordando la advertencia del doctor, sometí a la señora Rubelle a una rigurosa observación, tan frecuente como era posible. Entré una y otra vez en el cuarto de repente y sin hacer ruido, y nunca la sorprendí en alguna actividad sospechosa. Lady Glyde, que la vigilaba con tanta atención como yo, tampoco descubrió nada. Jamás observé señales de que hubiera tocado los frascos de las medicinas; jamás vi a la señora Rubelle dirigir palabra al conde, ni al conde hablar con ella. Cuidaba de la señorita Halcombe con atención y delicadeza indiscutibles. La pobre señorita se agitaba dando vueltas en la cama; ora se sumergía en una especie de agotamiento somnoliento entre desfallecida y dormitando, ora los ataques de fiebre le hacían delirar. La señora Rubelle jamás la molestó en el primer caso, ni la asustó con la aparición demasiado súbita de una extraña a su lado en el segundo. Honremos al que lo merece (sea extranjero o inglés) y yo, con imparcialidad, reconozco los méritos de la señora Rubelle. Era extraordinariamente reservada en todo lo que se refería a ella misma y mostraba una excesiva independencia y serenidad ante cualquier consejo de las personas experimentadas que conocían cómo se debe cuidar a una enferma, pero a pesar de estos dos inconvenientes era una buena enfermera. No dio jamás el más ligero motivo de queja ni a Lady Glyde ni al doctor Dawson.

Otro acontecimiento de importancia que ocurrió en la casa poco después fue la breve ausencia del conde, a quien sus asuntos obligaron a desplazarse a Londres. Se fue por la mañana del cuarto día de la llegada de la señora Rubelle (creo yo); y al irse habló en mi presencia muy seriamente con Lady Glyde sobre la enfermedad de la señorita Halcombe.

—Confiese unos días más, si lo prefiere, al doctor Dawson. Pero si en este tiempo no se ve mejoría alguna, avise a Londres para que venga otro médico en consulta, a quien esa mula de Dawson tendrá que aceptar a pesar suyo. Ofenda al señor Dawson y salve a la señorita Halcombe. Se lo digo en serio, y le doy mi palabra de honor de que se lo digo de corazón.

Su excelencia habló con verdadero afecto y emoción. Pero la pobre Laura Glyde tenía los nervios tan destrozados que se asustó sólo de oírle. Se puso a temblar de pies a cabeza y le dejó marchar sin contestarle palabra. Se volvió a mí en cuanto hubo salido, y me dijo:

—Señora Michelson, ¡tengo destrozado el corazón pensando en mi hermana, y no tengo un amigo que me aconseje! ¿Cree usted también que el doctor Dawson está equivocado? Esta misma mañana me dijo que no corría peligro y que no había necesidad de llamar a otro médico.

—Con todos los respetos hacia el doctor Dawson, —le respondí—, yo en su lugar, milady, pensaría en el consejo del conde.

Lady Glyde me dio la espalda bruscamente con expresión de desesperación, que no me pude explicar.

—¡Su consejo! —dijo a sí misma—. Dios nos ayude… ¡Su consejo!

Si no recuerdo mal, el conde estuvo ausente de Blackwater Park cerca de una semana.

Sir Percival parecía echarle de menos; en varias ocasiones estuvo muy abatido y preocupado, creía yo que por el ambiente triste de la casa. Algunas veces se ponía tan inquieto que no podía por menos que darme cuenta de ello; iba y venía de una parte a otra y pasaba días andando arriba y abajo por el parque. Preguntaba con detalle sobre el estado de la señorita Halcombe y de su esposa (cuya salud peligraba, lo cual parecía causarle una sincera preocupación). Yo creo que su corazón se había ablandado mucho. Si hubiera tenido a su lado a un amigo clérigo —un amigo como el que hubiera encontrado en su excelente esposa— se habría producido en Sir Percival un saludable progreso moral. Rara vez me equivoco en esta clase de juicios, pues durante los felices días de mi matrimonio adquirí la experiencia que me guía.

Su excelencia la condesa, que era la única que podía acompañar entonces a Sir Percival en los salones de la planta baja, me parecía que más bien lo descuidaba. O quizá fuese él quien la descuidaba a ella. Un extraño se hubiera inclinado a pensar que procuraban evitarse el uno al otro, ahora que estaban solos. Más, desde luego, no era esto. Sin embargo, ocurría que la condesa cenaba a la hora de merendar y al atardecer subía al cuarto de la enferma, a pesar de que la señora Rubelle se había hecho cargo de todas sus antiguas obligaciones. Sir Percival cenaba solo y una vez oí decir a William (su criado) que su amo se había puesto a media ración de comida y a doble de bebida. No doy importancia a una observación tan insolente como ésta, hecha por un sirviente. La reproché entonces y espero que me comprendan si en la presente ocasión repito que la repruebo.

Durante el curso de los días siguientes la señorita Halcombe pareció mejorar algo. Nuestra confianza en el señor Dawson renació. Él parecía estar seguro del caso y manifestó a Lady Glyde, cuando ella le mencionó el tema, que en el instante en que tuviera la más ligera duda sobre lo que se debía hacer enviaría a buscar a otro médico en consulta.

La única persona que no pareció animarse con estas palabras fue la condesa. Me dijo en privado que no podía estar tranquila, mientras la señorita Halcombe estaba confinada a la autoridad del señor Dawson, y que esperaba con ansia que su marido, al regreso, diese su opinión. Debía regresar, según anunciaba en sus cartas, en dos o tres días. El conde y la condesa se escribían cada mañana, mientras su excelencia estaba ausente. En este detalle, como en los demás, eran un modelo de matrimonio.

La tarde del tercer día noté un cambio en la señorita Halcombe que me produjo una profunda preocupación. La señora Rubelle lo notó también. No dijimos nada a Lady Glyde, que en aquel momento estaba durmiendo, vencida por el agotamiento, en el sofá del salón.

El señor Dawson vino aquel día más tarde que de costumbre, y en cuando vio a la enferma su rostro se alteró. Trató de disimular, pero parecía alarmado y al mismo tiempo desconcertado. Envió a su casa en busca del botiquín, y ordenó que se hiciesen preparativos para desinfectar el cuarto y se preparase una cama en la casa.

—¿Ha causado la fiebre una infección? —le pregunté en un susurro.

—Temo que sí —me contestó—. Mañana lo sabremos con seguridad.

Por indicación del propio señor Dawson se mantuvo a Lady Glyde en ignorancia sobre el empeoramiento. Él mismo le prohibió rotundamente, pretextando su propio estado de salud, reunirse con nosotros en el dormitorio aquella tarde. Ella intentó oponerse —aquélla fue una escena triste—, pero el doctor alegó su autoridad médica y se salió con la suya.

A la mañana siguiente, a las once, se envió a Londres un criado con una carta para un médico de la ciudad y con las órdenes de volver con el nuevo doctor en el primer tren que saliese. Media hora después de haberse ido el criado llegó el conde a Blackwater Park.

La condesa, bajo su propia responsabilidad, lo llevó inmediatamente a ver a la paciente. Yo no encontré nada impropio en que ella se tomara aquella libertad. Su excelencia era un hombre casado que por edad podía haber sido el padre de la señorita Halcombe y la veía delante de una pariente: su esposa y tía de Lady Glyde. Sin embargo, el señor Dawson protestó contra su presencia en la habitación, pero, como pude observar claramente, estaba demasiado alarmado para oponer una seria resistencia en aquella ocasión.

La pobre enferma no conocía bien a los que la rodeábamos. Parecía creer que sus amigos eran enemigos. Cuando el conde se acercó a su cama, sus ojos —que constantemente habían estado hasta entonces dando vueltas por todo su cuarto— se fijaron en su rostro con tal expresión de terror que mientras viva no podré olvidar aquella mirada. El conde se sentó junto a ella, le tomó el pulso y puso la mano sobre la frente y luego se volvió hacia el doctor, contemplándolo con tal indignación y desprecio que las palabras murieron en la boca del señor Dawson y durante unos momentos se quedó inmóvil, pálido de ira y desasosiego, pálido y sin poder decir palabra.

Luego su excelencia me miró a mí.

—¿Cuándo se produjo el cambio? —me preguntó.

Se lo dije.

—Desde entonces, ¿ha entrado en este cuarto Lady Glyde?

Le contesté que no. La noche anterior el doctor había prohibido terminantemente entrar en la habitación y había reiterado la orden aquella mañana.

—¿Se han dado cuenta usted y la señora Rubelle de la gravedad de esta recaída? —fue su siguiente pregunta.

Le respondí que sabíamos que era una enfermedad infecciosa. Me detuvo antes de que yo pudiera continuar.

—Es el tifus —dijo.

Durante los pocos minutos en que se sucedían estas preguntas y respuestas el señor Dawson se había repuesto y se dirigió al conde con su acostumbrada firmeza.

—No es tifus —dijo secamente—, y protesto contra su intrusión. Nadie tiene aquí derecho a hacer preguntas más que yo. He cumplido con mi obligación empleando todas mis habilidades…

El conde le interrumpió, no con palabras, sino simplemente señalando a la enferma.

El señor Dawson pareció entender aquella objeción silenciosa como dirigida contra la afirmación de sus habilidades y ello aumentó su indignación.

—He dicho que he cumplido con mi obligación —repitió—. Se ha enviado a buscar un médico a Londres. Consultaré con él sobre la naturaleza de esta fiebre y con nadie más. Insisto en que salga de este cuarto.

—He entrado en este cuarto en nombre de sagrados deberes de humanidad, señor —respondió el conde—, y en nombre de esos mismos deberes volveré a entrar si por algún motivo el médico tarda en llegar. Le vuelvo a repetir que la fiebre ha evolucionado en tifus y que con su tratamiento se ha hecho usted responsable de este lamentable cambio. Si esta desgraciada joven se muriese, yo testimoniaré ante los tribunales por su ignorancia y su obstinación, que habrán sido la causa de su fallecimiento.

Antes de que el señor Dawson pudiese contestar y de que el conde saliese de la habitación, se abrió la puerta y apareció Lady Glyde en el umbral.

—Debo y quiero entrar —dijo, con extraordinaria firmeza.

En lugar de detenerla, el conde le cedió el paso y salió al salón. En cualquier otra circunstancia era el último ser humano que se hubiera olvidado de algo, pero con la sorpresa del momento aparentemente no pensó en el peligro de una infección de tifus y en la urgente necesidad de obligar a Lady Glyde a tomar el debido cuidado de sí misma.

Ante mi asombro, el señor Dawson mostró mayor presencia de ánimo y detuvo a milady cuando dio el primer paso para acercarse a la cama.

—Estoy desolado, lo siento en el alma —le dijo—. Temo mucho que la fiebre sea infecciosa. Hasta que tenga completa seguridad de que no lo es le suplico que no aparezca en este cuarto.

Lady Glyde intentó luchar, pero de repente dejó caer los brazos y se tambaleó. Se había desmayado. La condesa y yo la cogimos de brazos del doctor y la llevamos a su cuarto. El conde nos precedió y esperó en el pasillo hasta que yo salí y le dije que habíamos conseguido que recobrase el conocimiento.

Fui a ver al médico para decirle de parte de Lady Glyde que deseaba hablarle inmediatamente. Aquél acudió enseguida para tranquilizarla y para asegurarle que en pocas horas estaría allí el médico londinense. Aquellas horas transcurrieron con lentitud. El conde y Sir Percival estuvieron abajo y de cuando en cuando mandaban a pedir noticias. Por fin, entre cinco y seis de la tarde, y con gran alivio por nuestra parte, llegó el médico.

Era más joven que el señor Dawson; era un hombre serio y decidido. No puedo decir qué pensaría del tratamiento que se había seguido pero me extrañó que nos preguntase más detalles a la señora Rubelle y a mí que al mismo doctor, y no pareció prestar gran atención a lo que decía el señor Dawson mientras examinaba a su paciente. Empecé a sospechar al ver todo aquello que el conde tenía razón desde el principio en todo lo que decía acerca de la enfermedad; y me confirmé en esta opinión cuando por fin el señor Dawson hizo la única pregunta importante que se esperaba que contestase el doctor de Londres, para lo cual se lo había hecho venir.

—¿Qué opina usted de la fiebre? —preguntó.

—Es tifus —dijo el médico—. Es tifus, sin duda alguna.

Aquella silenciosa extranjera, la señora Rubelle, cruzó sus manos morenas y delgadas y me miró con una sonrisa significativa. El propio conde difícilmente se hubiera mostrado más satisfecho si hubiese estado presente en la habitación y si hubiese oído confirmada su propia opinión.

Después de habernos hecho algunas indicaciones útiles para tratar a la enferma y prometiendo volver dentro de cinco días, el doctor se retiró para consultar el caso privadamente con el señor Dawson. No quiso opinar sobre las posibilidades de recuperación que tenía la señorita Halcombe: dijo que en aquel período de la enfermedad no era posible pronunciarse en un sentido o en otro.

Los cinco días transcurrieron llenos de ansiedad.

La condesa Fosco y yo nos turnábamos para relevar a la señora Rubelle. El estado de la señorita Halcombe empeoraba cada día y necesitaba el máximo de nuestros cuidados y nuestra atención. Fueron unos días terriblemente inquietantes. Lady Glyde (sostenida, como decía el señor Dawson, por la constante tensión que le causaba la preocupación por su hermana) se recuperó de un modo extraordinario y mostraba una firmeza y una determinación que jamás hubiese yo sospechado en ella. Se empeñó en entrar en el cuarto de la enferma dos o tres veces al día para ver con sus propios ojos a la señorita Halcombe, prometiendo no acercarse demasiado a la cama si el doctor accedía a su ruego de verla. El señor Dawson accedió de muy mala voluntad; creo que comprendía que discutir con ella era inútil. Lady Glyde entraba cada día y mantenía su palabra abnegadamente. Me entristecía (me recordaba mi propia aflicción durante la última enfermedad de mi esposo) ver como sufría en semejantes circunstancias, y ruego que se me permita no detenerme más en esta parte de mi relato. Me resulta más agradable mencionar que entre el conde y el señor Dawson no hubo más disputas. Su excelencia se enteraba del curso de la enfermedad mediante terceras personas, y se encontraba todo el tiempo abajo, en compañía de Sir Percival.

Al quinto día volvió el médico y nos dio una ligera esperanza. Dijo que el décimo día después de que se manifestaron los primeros síntomas del tifus sería probablemente decisivo para el desenlace de la enfermedad, y anunció una tercera visita para aquella fecha. El tiempo pasó sin novedad alguna, excepto que el conde de nuevo fue una mañana a Londres y regresó por la noche.

Al décimo día la Divina Providencia quiso librarnos de aquella ansiedad y desasosiego. El médico aseguró positivamente que la señorita Halcombe se hallaba fuera de peligro. «Ahora no necesita médicos, todo lo que le hace falta por ahora es una atenta observación y cuidados, y veo que los tiene». Éstas fueron sus palabras. Aquella noche leí el emocionante sermón de mi esposo sobre «La convalecencia en la enfermedad», y recibí una felicidad y provecho (desde el punto de vista espiritual) que no recuerdo haber recibido de su lectura anteriormente.

El efecto de estas buenas noticias resultó, lamento decirlo, funesto para Lady Glyde. Estaba demasiado agotada para aguantar una reacción violenta y, al cabo de uno o dos días, se sumió en un estado de debilidad y de depresión que la obligó a recluirse en su cuarto. Descanso y quietud y más tarde, cambio de aire, fueron los mejores remedios que pudo aconsejarle el doctor. Afortunadamente no era nada grave pues el mismo día en que se quedó en su cuarto el conde y el señor Dawson tuvieron otra desavenencia; y esta vez la discusión fue de carácter tan serio que el señor Dawson abandonó la casa.

Yo no presencié la escena, pero tengo entendido que el objeto de la discusión fue la cantidad de alimentos que se precisaban para ayudar a la convalecencia de la señorita Halcombe, extenuada por la fiebre. Viendo a su paciente fuera de peligro, el señor Dawson estaba menos dispuesto que nunca a aceptar la injerencia de un profano, y el conde (no consigo comprender por qué) perdió el dominio de sí mismo que tan juiciosamente mantenía en anteriores ocasiones, reprendiendo al doctor una y otra vez por su equivocación al respecto de la fiebre que se transformó en tifus. Ese desgraciado incidente terminó con que el señor Dawson exigiera la presencia de Sir Percival para amenazar (ahora que podía marcharse sin poner en peligro alguno a la señorita Halcombe, con dejar de visitar Blackwater Park, si no se suprimían para siempre, a partir de aquel momento, las injerencias del conde). La respuesta de Sir Percival (aunque sin intención de ser descortés) sólo puso las cosas peor; y al escucharla, el señor Dawson abandonó la casa en un estado de indignación extrema ante la forma de ser tratado por el conde, y a la mañana siguiente envió su factura.

Por tanto, nos quedamos sin la asistencia de un médico. Aunque realmente no había necesidad de otro doctor, pues, como nos dijo el médico de Londres, todo lo que necesitaba la señorita Halcombe eran la observación y los cuidados. Si hubiesen consultado mi opinión, de todas formas hubiera procurado una asistencia profesional dirigiéndome a alguna localidad cercana, siquiera por guardar las apariencias.

Sir Percival no compartía mi opinión sobre el asunto. Declaró que habría tiempo de llamar a otro médico si la señorita Halcombe manifestaba algún síntoma de recaída. Mientras tanto podíamos consultar al conde cualquier dificultad menor y no debíamos molestar sin necesidad a nuestra paciente, dado su actual estado de agotamiento y nerviosismo, pues la presencia de un extraño a su lado la sobresaltaría. En gran parte eran razonables estas consideraciones, pero no obstante me dejaron un tanto intranquila. Tampoco me pareció muy acertado ocultar, tal como hicimos a Lady Glyde, la ausencia del señor Dawson. Admito que era un engaño piadoso, pues ella no estaba en condiciones de recibir más disgustos. Pero a pesar de todo era un engaño, y como tal, para una persona de mis principios, significaba un procedimiento dudoso.

Otra circunstancia desconcertante que tuvo lugar aquel mismo día y que me cogió por completo de sorpresa, aumentó notablemente la sensación de angustia que empezaba a adueñarse de mí.

Enviaron a buscarme para que fuese a la biblioteca a hablar con Sir Percival. El conde, que estaba con él cuando llegué, se levantó inmediatamente y nos dejó solos. Sir Percival me pidió con gran amabilidad que me sentase y luego se dirigió a mí en los siguientes términos, que me dejaron atónita:

—Deseo hablar con usted, señora Michelson, de un asunto que había pensado ya hace algún tiempo y que, si no se lo había planteado antes, fue a causa de la enfermedad y el desasosiego que reinan en la casa. En pocas palabras, tengo razones para marcharme de aquí inmediatamente, encargándole la vigilancia de la casa, como siempre. En cuanto Lady Glyde y la señorita Halcombe estén en condiciones de ponerse en camino, las dos deberán hacerlo para cambiar de aires. Antes de ello mis amigos, el conde Fosco y la condesa, nos dejarán para instalarse en los alrededores de Londres. Y tengo razones para no ofrecer mi casa a otros invitados, con el fin de ahorrar en lo que pueda. No lo digo como reproche, pero mis gastos aquí son realmente excesivos. Abreviando: voy a vender los caballos y despedir a todos los criados. Como saben, yo nunca hago las cosas a medias y mañana a esta hora quiero tener la casa limpia de toda esa gente inútil.

Yo le escuchaba absolutamente perpleja.

—¿Quiere decir, Sir Percival, que tengo que despedir a los criados que están a mi cargo sin avisarles, como se acostumbra hacer, un mes antes? —pregunté.

—Por supuesto que es eso lo que le digo. Todos estaremos fuera de esta casa antes de un mes y no pienso dejar aquí a los criados vagueando y sin nadie que los vigile.

—¿Quién va a guisar, señor, mientras estén ustedes aquí?

—Margaret Porcher sabe freír y cocer, dígale que se quede. ¿Para qué quiero yo una cocinera si no pienso dar fiestas con cenas?

—La criada a que se refiere es la más torpe de toda la casa, Sir Percival…

—Pues le digo que se quede ella y busque en el pueblo a una mujer para que de vez en cuando venga a limpiar. Mi gasto semanal tiene que disminuir inmediatamente. No la he llamado a usted para que me discuta, señora Michelson, sino para que aplique mis planes de ahorro. Despida mañana a toda esa ralea de criados holgazanes, excepto a Porcher. Es fuerte como una mula y hágala trabajar como tal.

—Me va a perdonar que le recuerde, Sir Percival, que si los criados se van mañana tienen que cobrar el sueldo de un mes, por no avisarles con un mes de antelación.

—¡Déselo! Un mes de sueldo vale menos que un mes de gasto y de glotonería de la servidumbre.

Esta última observación envolvía una crítica muy ofensiva a mi administración. Yo me tenía demasiado respeto para defenderme contra una acusación tan injusta. La consideración cristiana que me merecía la desgraciada situación de la señorita Halcombe y Lady Glyde, y los serios inconvenientes con que tropezarían si yo me marchase repentinamente de la casa, fue lo único que me detuvo para no renunciar a mi puesto en aquel momento. Me levanté bruscamente. Me hubiera rebajado en mi propia estimación permitir que aquella entrevista se prolongase un instante más.

—Después de esta última observación no tengo nada que decirle, señor. Se cumplirán sus órdenes —con estas palabras me incliné con el respeto más frío— saliendo de la estancia.

Al día siguiente se fue toda la servidumbre. El mismo Sir Percival despidió a los mozos de cuadras y cocheros; debían llevar a Londres todos los caballos menos uno. De todo el servicio de la casa y de la finca no quedábamos más que yo, Margaret Porcher y el jardinero; este último vivía en su propia casita y se le necesitaba para cuidar del único caballo que quedaba en las cuadras.

Con la casa reducida a aquella condición extraña y solitaria, su dueña enferma y encerrada en su cuarto, la señorita Halcombe que continuaba tan indefensa como una niña, y la asistencia del médico que nos había sido retirada por motivo de una discordia, no era extraño que todo ello me produjese desaliento y que me resultara difícil mantener mi acostumbrada entereza. Deseaba que las dos pobres jóvenes se recuperasen pronto, y me hubiera gustado verme lejos de Blackwater Park.

El acontecimiento siguiente fue de naturaleza tan singular que me hubiese causado una sensación de supersticiosa sorpresa de no haber estado fortalecida mi mente por mis principios contra cualquier debilidad pagana de esta especie. A la sensación inconfortable de que algo malo ocurría en aquella familia, que me había hecho desear verme fuera de Blackwater Park, siguió, por extraño que parezca, mi ausencia de aquella casa. Es cierto que fue sólo por un tiempo breve, pero no por eso menos digna creo yo, de hacerse notar esta coincidencia.

Tuve que marcharme de casa en las siguientes circunstancias: un día o dos después de que se fueran todos los criados me volvió a llamar Sir Percival. El inmerecido reproche que había lanzado sobre mi manera de llevar la casa no logró, y me complazco en declararlo, que yo dejase de devolverle bien por mal, y acudí a su llamada con la misma prontitud y respeto de siempre. Tuve que luchar con esta parte de perdición que todos llevamos dentro, hasta que pude sobreponerme a mis sentimientos. Como estoy acostumbrada a la disciplina moral, fui capaz de realizar este sacrificio.

Encontré, como la otra vez, a Sir Percival y al conde Fosco sentados juntos. Esta vez su excelencia permaneció presente durante la entrevista y apoyó los deseos de Sir Percival.

El asunto que ahora debía ocupar mi atención estaba relacionado con el saludable cambio de aire del que, como todos esperábamos, la señorita Halcombe y Lady Glyde pronto serían capaces de beneficiarse. Sir Percival dijo que las señoras probablemente pasarían el otoño (invitadas por el señor Frederick Fairlie) en Limmeridge, Cumberland. Pero, antes de ir allí, él era de la opinión, compartida por el conde Fosco (quien intervino en aquel momento en la conversación y continuó hablando hasta el final), de que podrían disfrutar primero de una breve estancia en Torquay, cuyo clima era tan benigno. La importante tarea era, pues, encontrar un alojamiento en aquella localidad que reuniese todas las comodidades y ventajas que necesitaban las señoras; y la importante dificultad era encontrar a una persona experimentada que fuera capaz de escoger el alojamiento propicio. Ante esta apremiante situación, el conde Fosco, con la anuencia del señor, me suplicaba que le dijera si yo tendría algún inconveniente en proporcionar a las señoras el beneficio de mi asistencia, desplazándome a Torquay para atender sus intereses.

Era imposible, para una persona en mi situación, contestar a una propuesta expresada en términos semejantes con una rotunda negativa.

Tan sólo me atreví a mencionar que era sumamente inconveniente que no abandonara Blackwater Park cuando todos los criados, a excepción de Margaret Porcher, estaban ausentes. Pero Sir Percival y su excelencia declararon que estaban dispuestos a sufrir este inconveniente por el bien de las pacientes. Entonces, y con todo respeto, sugerí que se podía escribir a un agente de Torquay; pero me salieron al paso explicándome qué imprudencia era tomar una casa sin haberla visto. Me dijeron también que la condesa (que en otras circunstancias hubiese ido ella misma a Devonshire) no podía trasladarse, dado el estado actual de Lady Glyde y que el conde y Sir Percival tenían que tratar ciertos asuntos de negocios que les impedían ausentarse de Blackwater Park. En una palabra, se me demostró con claridad que si no emprendía yo el viaje, no había otra persona a quien confiar aquel cometido. En aquellas circunstancias lo único que me quedaba era manifestar a Sir Percival que estaba a disposición de Lady Glyde y de la señorita Halcombe para todo lo que necesitasen.

Se acordó que me pondría en camino a la mañana siguiente, que me dedicaría uno o dos días a mirar las casas más apropiadas de Torquay, y que volvería con mi informe tan pronto como la hubiese hallado. Su excelencia escribió para mí una nota indicándome diversas condiciones que debería reunir el alojamiento, y Sir Percival me dio otra con el precio máximo que yo no debo sobrepasar.

Pensé al leer aquellas instrucciones que no sería posible encontrar una residencia que correspondiese a aquella descripción en ningún balneario de Inglaterra, y que si casualmente la encontrara seguramente sería imposible contratarla al precio que estaba autorizada a ofrecer, aun por breve tiempo. Hice una alusión a ambos señores sobre estas dificultades; pero Sir Percival (quien habló esta vez) no parecía verlas. No me sentí con derecho a discutir aquel asunto. No dije nada más, pero tuve el fuerte convencimiento de que me encomendaban una cosa poco menos que imposible y que mi viaje estaba destinado desde el principio a resultar infructuoso.

Antes de marcharme quise asegurarme de que la señorita Halcombe seguía mejorando.

En su rostro había una expresión de sufrimiento que me hizo temer que al recobrar el conocimiento, su ánimo estuviera atormentado. Pero no obstante iba mejorando con mayor rapidez de lo que cabía esperar, y estaba en condiciones de darme recados para Lady Glyde diciéndole que estaba recobrándose más cada día y que la señora debía atender a su ruego y no levantarse demasiado pronto. La dejé a cargo de la señora Rubelle, que seguía mostrando la misma tranquila independencia ante todos los habitantes de la casa. Cuando llamé a la puerta de Lady Glyde antes de marcharme de viaje, la condesa, que estaba con ella, me comunicó que aún se hallaba muy débil y deprimida. Sir Percival y el conde paseaban por el camino que llevaba a la carretera cuando salí en el carricoche. Los saludé con la cabeza y me fui de aquella casa, en la que de todos los sirvientes sólo quedaba Margaret Porcher.

Cualquiera debería sentir lo que yo sentí entonces: que aquellas circunstancias eran más que extrañas, eran casi sospechosas. Pero permítanme repetir que, en mi posición de inferioridad, no me era posible actuar de otro modo.

El resultado de mi peregrinación en Torquay fue exactamente el que me había esperado. En todo el pueblo no existía una residencia como la que pretendía buscar, aunque si hubiese sido capaz de encontrarla el precio que me habían permitido ofrecer habría sido demasiado bajo. Así pues, retorné a Blackwater Park e informé a Sir Percival, quien salió a recibirme en la puerta, que mi viaje había sido inútil. Parecía estar demasiado ocupado en algún otro asunto para pensar en el fracaso de mi misión, y con sus primeras palabras me comunicó que durante mi breve ausencia de la casa había ocurrido otra novedad importante.

El conde y la condesa Fosco habían dejado Blackwater Park para instalarse en su nueva residencia de St. John’s Wood.

No me explicó el motivo por el que se habían marchado con tanta precipitación y sólo me dijo que el conde había encargado expresamente que me saludaran en su nombre. Cuando me atreví a preguntar a Sir Percival si había alguien que atendiese a Lady Glyde en ausencia de la condesa, me contestó que tenía a Margaret Porcher para servirla, añadiendo que había venido una mujer del pueblo para ayudar en la cocina.

Su contestación me causó verdadero asombro, pues era enteramente inconveniente que una criada de cocina atendiese a Lady Glyde como si fuera su doncella de confianza. Subí enseguida y encontré a Margaret en el rellano frente al dormitorio. No había necesidad de sus servicios (y con razón); su señora había mejorado lo bastante como para dejar la cama aquella mañana. Luego le pregunté por la señorita Halcombe y me contestó con uno de sus gruñidos ininteligibles, que me dejó tan poco enterada como antes. No traté, sin embargo, de repetir la pregunta, pues me exponía a recibir una respuesta impertinente. En todos los sentidos, para una persona de mi posición, era más apropiado presentarme al momento en el cuarto de Lady Glyde.

Encontré que había mejorado en los últimos tres días. Aunque se encontraba aún muy débil y nerviosa podía valerse por sí misma para levantarse a pasear despacito por el cuarto sin que el esfuerzo le causase otro efecto que una ligera sensación de fatiga. Aquella mañana estaba un poco inquieta, pues nadie le había hecho llegar noticias de la señorita Halcombe.

Pensé que era un descuido imperdonable de la señora Rubelle, pero no dije nada y me quedé con Lady Glyde para ayudarle a vestirse. Cuando estuvo arreglada, salimos las dos y nos dirigimos al cuarto de la señorita Halcombe.

En el pasillo nos detuvo Sir Percival. Parecía que había estado esperándonos a propósito.

—¿Dónde vas? —le dijo a Lady Glyde.

—Al cuarto de Marian —contestó ella.

—Te evitaré un desencanto —observó Sir Percival— si te digo ahora mismo que no vas a encontrarla.

—¡Que no voy a encontrarla!

—No. Se marchó ayer por la mañana con el conde Fosco y su mujer.

Lady Glyde no estaba lo bastante fuerte para resistir la sorpresa de una noticia semejante. Se puso terriblemente pálida y se apoyó en la pared, mirando a Sir Percival en silencio.

Yo también estaba tan asombrada que no supe qué decir. Pregunté a Sir Percival si de veras sus palabras significaban que la señorita Halcombe se había marchado de Blackwater Park.

—Por supuesto —me contestó.

—¡En su estado, Sir Percival! ¡Sin advertir sus intenciones a Lady Glyde!

Antes de que pudiese contestarme, la señora se repuso un poco y habló.

—¡Es imposible! —exclamó, horrorizada y dando un paso hacia delante. ¿Dónde estaba el señor Dawson cuando Marian se fue?

—El señor Dawson no era necesario y no se hallaba aquí —dijo Sir Percival—. Dejó de venir cuando le pareció, lo que demuestra que la consideraba repuesta para ponerse en camino… ¡Qué modo de mirarme!… Si no crees lo que te digo, compruébalo tú misma… Abre la puerta de su cuarto y las de todos los demás.

Le tomó la palabra y yo la seguí. En el cuarto de la señorita Halcombe no había nadie más que Margaret Porcher, que estaba limpiando. Tampoco en los cuartos de los huéspedes ni en los de tocador, cuando entramos a mirar, había un alma. Sir Percival nos esperaba en el pasillo. Cuando salíamos del último cuarto, Lady Glyde me susurró:

—¡No se vaya, señora Michelson! ¡No me deje, por amor de Dios!

Antes de que pudiese contestarle había vuelto al pasillo y hablaba a su esposo.

—¿Qué significa esto, Sir Percival? ¡Insisto… le pido, le suplico que me lo diga!

—Significa —contestó él—, que la señorita Halcombe se encontró ayer por la mañana lo bastante bien para levantarse y vestirse, e insistió en aprovechar el viaje de Fosco para ir a Londres con él —contestó Percival.

—¿A Londres?

—Sí…, de paso para Limmeridge.

Lady Glyde se volvió hacia mí, diciéndome:

—Usted es la última que vio a la señorita Halcombe. Dígame francamente, señora Michelson, si cree que estaba en condiciones de emprender un viaje.

—A mi juicio, no, señora —repuse.

Sir Percival, a su vez, se volvió instantáneamente y me dijo:

—Antes de irse, ¿no indicó usted a la enferma que la señorita Halcombe parecía estar mucho más fuerte y de mejor aspecto?

—Es cierto que hice esa observación, Sir Percival.

Volvió a dirigirse a Lady Glyde apenas escuchó mi respuesta.

—Coteja una observación de la señora Michelson con la otra —dijo—, y procura ser razonable con una cosa tan simple. Si no hubiera estado bien para ponerse en camino, ¿crees que se lo hubiésemos permitido? Tiene tres personas competentes para cuidarla: Fosco, tu tía y la señora Rubelle, que se fue con ellos expresamente para eso. Ayer tomaron un compartimiento reservado y le prepararon la cama en el asiento por si se cansaba. Hoy la acompañarán Fosco y la señora Rubelle hasta Cumberland…

—¿Por qué se fue Marian a Limmeridge y me dejó a mí sola? —dijo la señora, interrumpiendo a Sir Percival.

—Porque su tío no quiere que vayas hasta hablar antes con la hermana —replicó él—. ¿Has olvidado la carta que su tío le escribió el día en que cayó enferma? Te la enseñamos, la leíste y debes recordarla.

—La recuerdo.

—Si la recuerdas, ¿por qué te sorprende que se haya marchado? ¿Quieres ir a Limmeridge y tu hermana ha ido por delante para acordar con tu tío tu estancia?

Los ojos de la pobre Lady Glyde se llenaron de lágrimas.

—Marian nunca me dejaría sin despedirse antes de mí.

—Y se hubiese despedido esta vez —contestó Sir Percival— si no hubiera temido la emoción de ambas. Comprendía que tú intentarías detenerla y que tus lágrimas la trastornarían. ¿Necesitas más explicaciones? Pues si las quieres, baja al comedor y haz tus preguntas allí. Todos estos problemas me cansan. Necesito un vaso de vino.

Y se marchó repentinamente.

Durante esta extraña conversación se comportaba de un modo muy distinto al habitual en él. A veces parecía estar casi tan nervioso y angustiado como la propia señora. Jamás hubiera supuesto que su salud fuese tan delicada y que fuera tan fácil alterar su serenidad.

Traté de convencer a Lady Glyde para que volviese a su cuarto, pero fue inútil. Se detuvo en el pasillo; su mirada era la de una mujer que se siente invadida por el pánico.

—¡A mi hermana le ha sucedido algo! —exclamó.

—Recuerde señora, la sorprendente energía que posee la señorita Halcombe —sugerí—. Es capaz de emprender un esfuerzo que ninguna otra dama, en sus condiciones, hubiera podido realizar. Creo y espero que no haya sucedido nada malo, lo creo de veras.

—¡Tengo que ir donde está Marian! —dijo su señoría, con la misma mirada de pánico—. Tengo que ir donde ella se ha ido; tengo que ver con mis propios ojos que está viva y sana. ¡Venga, vamos abajo, tengo que hablar con Sir Percival!

Vacilé, temiendo que mi presencia pudiera ser considerada como una intromisión. Traté de hacérselo ver así a la señora, pero no me escuchó. Y en ese momento en que abrí la puerta del comedor seguía aferrándose a mi brazo con todas sus escasas fuerzas.

Sir Percival estaba sentado a la mesa con una jarra de vino frente a él. Cuando entramos se llevó el vaso a los labios y lo bebió de un trago. Viendo yo que me miraba furiosamente cuando lo puso sobre la mesa, intenté disculpar mi presencia accidental en el comedor.

—¿Se figura que hay algún secreto en todo eso? —prorrumpió—; pues no hay secretos. No hay disimulos. No se oculta nada, ni a usted ni a nadie.

Después de pronunciar estas extrañas palabras en voz alta y con aspereza se sirvió otro vaso de vino y preguntó a Lady Glyde qué deseaba de él.

—Si mi hermana está en condiciones de viajar también lo estoy yo —dijo la señora, con más firmeza de la que había mostrado hasta entonces—. Vengo a pedirte que comprendas mi preocupación por Marian y me dejes seguirla inmediatamente, en el tren de la tarde.

—Tienes que esperar a mañana —contestó Sir Percival—, y si no hay inconveniente podrás irte. Y como supongo que no lo habrá, voy a escribir al conde Fosco en el correo de esta noche.

Dijo estas últimas palabras levantando el vaso a la luz y contemplando el vino, en lugar de mirar a Lady Glyde. De hecho, a lo largo de la conversación no la miró ni una sola vez. Tal falta de corrección en un caballero de su rango fue tan singular que me impresionó, debo reconocerlo, de modo muy doloroso.

—¿Por qué tienes que escribir al conde Fosco? —preguntó Lady Glyde, completamente asombrada.

—Para decirle que llegas en el tren del mediodía —respondió Sir Percival. Te recogerá en la estación cuando llegues a Londres, y te llevará hasta St. John’s Wood a la casa de tu tía, donde pasarás la noche.

La mano de Lady Glyde, que apretaba mi brazo, empezó a temblar violentamente, yo no llegaba a comprender por qué.

—No es necesario que el conde Fosco me espere —afirmó—. Prefiero no detenerme en Londres durante la noche.

—Tienes que hacerlo. No puedes realizar el viaje hasta Cumberland en un solo día. Necesitas descansar una noche en Londres y no quiero que la pases sola en un hotel. Fosco habló a tu tío de ofrecerte su casa para que descansaras una noche, y tu tío lo aceptó. ¡Por cierto, aquí hay una carta de él dirigida a ti! Debí habértela dado esta mañana, pero se me olvidó. Lee y mira lo que le dice el mismo señor Fairlie.

Lady Glyde miró un momento la carta y luego la puso en mis manos.

—Léala usted —me dijo, débilmente—. No sé que me pasa. Soy incapaz de leerla yo misma.

Era una nota de cuatro líneas, tan breve y tan fría que me extrañó. Si no recuerdo mal, no contenía más que estas palabras:

«Queridísima Laura: Ven a esta casa en cuanto quieras. Descansa de la primera etapa del viaje deteniéndote en Londres, en casa de tu tío. Estoy muy afectado por las noticias de la enfermedad de nuestra querida Marian. Tu tío que te quiere mucho, Frederick Fairlie».

—No quiero ir allí, no quiero pasar la noche en Londres —exclamó la señora con ansiedad, antes de que yo terminase de leer aquella nota breve—. ¡No escribas al conde Fosco! ¡Te ruego, te ruego que no le escribas!

Sir Percival se sirvió otro vaso con tal torpeza, que lo volcó, derramando todo el vino sobre la mesa.

—Creo que me está fallando la vista —murmuró para sí con una voz rara y empañada. Levantó el vaso con lentitud, volvió a llenarlo y lo bebió de un trago. Empecé a temer, por su mirada y sus gestos, que el vino se le estaba subiendo a la cabeza.

—¡Te ruego que no escribas al conde Fosco! —repitió Lady Glyde más gravemente que antes.

—Y ¿por qué no?, quisiera yo saber —gritó Sir Percival, en un repentino arrebato de cólera que nos sobresaltó a las dos—. ¿Dónde estarás mejor, si vas a Londres, que en el sitio que tu tío ha buscado para ti en la casa de tu tía? Pregúntaselo a la señora Michelson.

Lo que proponía el señor era tan indiscutiblemente correcto y apropiado que no pude objetar nada en contra. Por mucho que yo simpatizase con Lady Glyde en otros aspectos no podía compartir con ella su injusta prevención contra el conde Fosco. No había tropezado nunca con una dama de su alcurnia que tuviese aquella lamentable falta de tolerancia para comprender a los extranjeros. Ni la nota de su tío ni la creciente impaciencia de su marido parecían hacerle el menor efecto. Siguió oponiéndose a la idea de pasar una noche en Londres; siguió suplicando a su esposo que no escribiera al conde.

—¡Déjalo! —dijo Sir Percival dándonos la espalda groseramente—. Si no tienes suficiente razón para saber qué es lo que te conviene, otros lo saben mejor. Todo está arreglado y no se hable más. No vas a hacer más que lo que ha hecho Marian antes que tú…

—¿Marian? —repitió Lady Glyde con espanto—. ¡Marian ha dormido en casa del conde Fosco!

—Sí, en casa del conde Fosco. Durmió allí anoche, camino de Limmeridge. Tú seguirás su ejemplo y harás lo que desea tu tío. Tienes que dormir en casa de Fosco camino de Limmeridge, como lo hizo tu hermana. ¡No me pongas más obstáculos! ¡No me obligues a que me arrepienta por dejarte marchar!

Se puso en pie y de pronto salió a la galería por la puerta acristalada que estaba abierta.

—¿Me permite la señora el consejo de que no esperemos aquí hasta que Sir Percival vuelva? —susurré—. Temo que el vino le haya excitado mucho.

Débil y ausente, accedió a salir de la habitación.

En cuanto nos vimos a salvo en su cuarto hice lo posible por tranquilizar el ánimo de la señora. Le recordé que las cartas del señor Fairlie, tanto la suya como la dirigida a la señorita Halcombe autorizaban e incluso podían hacer necesario, tarde o temprano, seguir aquel proyecto. Estuvo de acuerdo y hasta admitió que las dos cartas correspondían estrictamente al estilo de su tío. Pero su miedo por la señorita Halcombe y su inexplicable terror ante la idea de pasar una noche en la casa londinense del conde permanecían inalterables, a pesar de todas las consideraciones que se me ocurrió exponerle. Creí que era mi obligación protestar contra la desfavorable opinión que Lady Glyde tenía del señor conde; y así lo hice, con la debida circunspección y respeto.

—La señora me perdonará esta licencia —le dije por último—, pero como dice el refrán, «por la fruta se conoce al árbol». El conde ha sido tan cariñoso y atento desde el primer día de la enfermedad de la señorita Halcombe, que merece nuestra mayor confianza y respeto. Incluso su grave malentendido con el doctor Dawson se debió enteramente a su misma preocupación por la señorita Halcombe.

—¿Qué malentendido? —preguntó con expresión de súbito interés Lady Glyde. Le referí todas las desgraciadas circunstancias que obligaron al señor Dawson a retirar su asistencia, contándoselo con la mejor disposición, pues desaprobaba que Sir Percival continuara ocultando todo lo que pasó (como acababa de hacerlo delante de mí) al conocimiento de Lady Glyde.

La señora se levantó con señales de estar más alarmada e inquieta después de escuchar mis explicaciones.

—¡Es peor! ¡Es peor de lo que pensaba! —dijo, dando vueltas por la habitación—. El conde sabía que el señor Dawson nunca iba a acceder a que Marian hiciese este viaje e insultó al doctor a propósito para obligarle a salir de aquí.

—¡Señora, señora! —protesté yo.

—Señora Michelson —continuó con vehemencia—, no hay palabras que puedan persuadirme de que mi hermana se ha puesto en manos de ese hombre y ha entrado en su casa por su propia voluntad. Es tal el horror que me produjo que ni las cartas de mi tío, ni todo lo que pueda decirme Sir Percival podría obligarme, mientras tenga uso de mis facultades, a comer, a beber o a dormir bajo su techo. Pero mi ansiedad por Marian me da valor para seguirla adonde sea, para seguirla incluso a la casa del conde Fosco.

Me pareció conveniente recordarle en aquel momento que la señorita Halcombe ya estaría en Cumberland, a juzgar por las explicaciones de Sir Percival.

—¡Me asusta creerlo! —contestó la señora—. Me asusta pensar que todavía esté en casa de ese hombre. Pero si me equivoco y si de veras está en Limmeridge, estoy resuelta a no dormir mañana bajo el mismo techo del conde Fosco. La amiga que más quiero en el mundo, después de mi hermana, vive cerca de Londres. ¿No nos ha oído hablar de la señora Vesey a mí y a la señorita Halcombe? Quiero escribirle y anunciarle que dormiré en su casa. No sé cómo podré llegar allí, no sé cómo podré eludir al conde, pero de algún modo me escaparé para alcanzar aquel refugio si mi hermana ha ido a Cumberland. Todo lo que le pido ahora es procurar que mi carta a la señora Vesey salga esta noche para Londres con la misma seguridad con la que saldrá la carta de Sir Percival para el conde Fosco. Tengo motivos para no fiarme del buzón de abajo. ¿Quiere guardarme usted este secreto y ayudarme en esto? Quizá sea el último favor que le pida.

Vacilé. Todo aquello era muy extraño y temí que el juicio de la señora estuviera algo afectado por sus recientes penas y preocupaciones. Pero por fin decidí correr el riesgo y complacerla. Si la carta estuviese dirigida a un extraño o a alguien distinto a la señora Vesey, a quien tanto conocía de oídas, me hubiera negado. Doy gracias a Dios, recordando lo que ocurrió después, ¡doy gracias a Dios de no haber contrariado ese deseo ni ningún otro de los que Lady Glyde me expresó el último día de su estancia en Blackwater Park!

Escribió la carta y me la entregó. Yo misma la eché al buzón del pueblo aquella tarde.

De Sir Percival no supimos nada en todo el resto del día.

Por expreso deseo de Lady Glyde, dormí en un cuarto contiguo al suyo y dejamos abierta la puerta entre las dos. Había algo tan extraño y terrible en la soledad y el vacío de la casa que, por mi parte, estaba feliz por tener a alguien a mi lado. La señora estuvo despierta hasta muy tarde, leyendo y quemando cartas y vaciando cajones llenos de pequeñas cosas de su aprecio, como si no pensara volver a Blackwater Park. Cuando se acostó, su sueño fue agitado; la oí gritar una vez tan alto que se despertó. Sean cuales fueren sus pesadillas no me habló de ellas. Tal vez, dada mi situación, yo no tenía derecho a esperar que lo hiciera. Eso importa poco ahora. A pesar de todo, sentí pena por ella, de todo corazón sentí una profunda pena.

El día siguiente amaneció soleado y hermoso. Sir Percival subió después del desayuno a decirme que a las doce menos cuarto el tílburi esperaría a la puerta; el tren de Londres llegaba a nuestra estación veinte minutos más tarde. Informó a Lady Glyde que tenía necesidad de ausentarse, pero añadió que esperaba estar de vuelta antes de que ella se marchara. Pero si algún accidente imprevisto le entretuviese, yo tenía que acompañarla a la estación y preocuparme de que llegase a tiempo para coger el tren. Sir Percival hizo estas indicaciones apresuradamente; iba y venía por la habitación sin detenerse en ningún momento. La señora lo seguía con su atenta mirada. Él, en cambio, nunca le devolvió la mirada.

Lady Glyde no dijo nada hasta que él terminó de hablar, y entonces le detuvo con un movimiento de la mano cuando se acercó a la puerta.

—No te volveré a ver —dijo, acentuando mucho sus palabras—. Ésta es nuestra despedida, quizá para siempre. ¿Tratarás de perdonarme, Percival, como yo te perdono a ti de todo corazón?

El rostro de Sir Percival se tornó terriblemente lívido y su frente se cubrió de gruesas gotas de sudor.

—Volveré —dijo, y se dirigió deprisa a la puerta, como si huyera espantado por las palabras de despedida que pronunció su esposa.

Nunca me había gustado Sir Percival pero la forma en que se despidió de Lady Glyde me hizo avergonzarme de haber comido su pan y de haber estado a su servicio. Quise decir unas cristianas palabras de consuelo a la pobre señora; pero en su rostro, cuando miraba cerrarse la puerta detrás de su esposo, vi algo que me hizo cambiar de idea y guardar silencio.

A la hora convenida nos esperaba el tílburi. La señora tenía razón, Sir Percival no llegó. Lo estuve esperando hasta el último momento, y esperé en vano.

Sobre mis hombros no pesaba la menor responsabilidad; sin embargo, no tenía la conciencia tranquila.

—¿La señora va —dije cuando el tílburi pasaba por la puerta—, por su propia libre voluntad a Londres?

—Iría a cualquier sitio —contestó ella—, con tal de terminar de una vez con la espantosa pesadilla que me está atormentando.

Había conseguido ponerme a mí casi tan intranquila e insegura como lo estaba ella misma respecto a la señorita Halcombe.

Me atreví a pedirle que me escribiese unas líneas si le iba todo bien en Londres.

—Lo haré con mucho gusto, señora Michelson —me contestó.

—Todos tenemos nuestra cruz, señora —le dije, viendo que después de prometerme escribir se quedaba triste y pensativa.

No me respondió: parecía estar demasiado absorta en sus propios pensamientos para oírme.

—Me temo que la señora ha descansado poco esta noche —observé, después de una pausa.

—Sí, tuve pesadillas horribles…

—¿Pesadillas, señora? —creí que quería contarme sus sueños; pero no fue así, y cuando habló fue para hacerme una pregunta.

—¿Echó usted con sus propias manos mi carta al correo?

—Sí, señora.

—¿No dijo ayer Sir Percival que el conde Fosco vendría a esperarme a la estación de Londres?

—Sí, señora; eso dijo.

Lanzó un profundo suspiro al escuchar esta respuesta y no volvió a hablar.

Cuando llegamos a la estación faltaban apenas dos minutos para la llegada del tren. El jardinero (que había conducido el coche) se ocupó del equipaje mientras yo tomaba el billete. Se oía ya el silbato del tren cuando me reuní con la señora en el andén. Tenía una expresión extraña, y apretaba una mano contra el pecho como si un repentino dolor o miedo se apoderara de ella en aquel momento.

—¡Quisiera que viniese conmigo! —dijo, asiendo mi brazo con ansiedad.

Si hubiese habido tiempo, si el día anterior hubiera sentido lo que estaba sintiendo entonces hubiese hecho lo necesario para acompañarla, aunque hubiese tenido que abandonar a Sir Percival sin previo aviso. Pero como me expresó sus deseos en el último momento, era demasiado tarde para poder complacerla. Pareció comprenderlo antes de que pudiera explicárselo y no me repitió que quería tenerme por compañera de viaje. El tren llegó al andén. Dio al jardinero un presente para sus niños y tomó mi mano con su estilo sencillo y cordial antes de subir al vagón.

—Ha sido usted muy buena conmigo y con mi hermana —dijo—, cuando no teníamos amigos a nuestro lado. La recordaré siempre con gratitud mientras viva y pueda guardar recuerdos. ¡Adiós, y que Dios la bendiga!

Pronunció aquellas palabras con un tono y una mirada que llenaron mis ojos de lágrimas; las pronunció como si se despidiera de mí para siempre.

—Adiós señora —dije ayudándola a entrar en el vagón y tratando de darle ánimos—, adiós sólo por ahora ¡Adiós y que lleguen tiempos más felices, se lo deseo de corazón!

Bajó la cabeza; se estremeció cuando se encontró dentro. El revisor cerró la puerta.

—¿Cree usted en los sueños? —me dijo desde la ventana—. Mis sueños de esta noche eran como jamás había tenido antes. Aún estoy horrorizada.

Sonó el silbido antes de que pudiese contestarle, y el tren se puso en marcha. Su rostro pálido e inmóvil me miraba por última vez desde la ventana, me miraba con dolor y gravedad; agitó la mano, y no la vi más.

Hacia las cinco de la tarde del mismo día, cuando mis obligaciones, tan numerosas, me dejaron un minuto libre, me retiré a mi cuarto para purificar y serenar mi espíritu leyendo los sermones de mi esposo. Por primera vez en mi vida no lograba fijar mi atención en aquellas palabras pías y alentadoras. Decidí que la despedida de Lady Glyde me había afectado mucho más de lo que yo suponía, dejé el libro de lado y salí a dar una vuelta por el jardín. Sir Percival no había regresado todavía, que yo supiera, así que no vacilé en disfrutar de un paseo.

Cuando doblé la esquina de la casa y ante mi vista apareció el jardín, me sorprendió ver pasear por él a una persona desconocida. Era una mujer que seguía el sendero dándome la espalda y cogiendo flores.

Cuando me acerqué, me oyó y volvió la cabeza. La sangre se me heló en las venas. ¡La mujer desconocida era la señora Rubelle!

No pude moverme ni hablar. Vino hacia mí, tan serena como siempre, con sus flores en las manos.

—¿Qué pasa, señora? —dijo sin inmutarse.

—¿Usted aquí? —se me ahogaba la voz—. ¡No se ha ido a Londres! ¡No se ha ido a Cumberland!

La señora Rubelle olisqueó sus flores con una sonrisa de conmiseración maliciosa.

—Claro que no —dijo—. No he salido de Blackwater Park.

Reuní aliento y valor para hacerle otra pregunta:

—¿Dónde está la señorita Halcombe?

La señora Rubelle se me rió en la cara y contestó con estas palabras:

—La señorita Halcombe tampoco ha salido de Blackwater Park, señora.

¡La señorita Halcombe no había salido de Blackwater Park!

Al escuchar aquellas palabras, mis pensamientos volvieron al instante de mi despedida de Lady Glyde. No puedo decir que me reprochara algo, pero hubiera dado mis ahorros duramente ganados durante años por haberme enterado cuatro horas antes de lo que acababa de enterarme en ese momento.

La señora Rubelle esperaba, arreglando con tranquilidad su ramillete, como si quisiera que le dijese algo.

Yo no podía decir una palabra. Pensaba en las fuerzas agotadas y en la débil salud de Lady Glyde; me estremecí al imaginar el momento en que enfrentase el golpe del descubrimiento que yo acababa de hacer. Por unos minutos mis temores por las pobres jóvenes me hicieron callar. Luego la señora Rubelle levantó su mirada de las flores, volvió la cabeza y dijo:

—Ahí está Sir Percival, señora, ha vuelto de su paseo.

Lo vi en el mismo instante que ella. Se acercaba a nosotras golpeando distraídamente las flores con su fusta. Cuando estuvo lo bastante cerca para ver mi rostro, se detuvo, golpeó con su fusta la punta de sus botas y rompió a dar con tal sarcasmo y violencia que los pájaros que se posaban en el árbol junto al que estaba, asustados, levantaron el vuelo.

—Bueno, señora Michelson —dijo—, ya veo que al fin lo ha descubierto, ¿cierto?

No le contesté. Se volvió hacia la señora Rubelle.

—¿Cuándo salió usted al jardín?

—Hace media hora aproximadamente, señor. Me dijo usted que podía hacer lo que quisiera en cuanto se fuese Lady Glyde a Londres.

—Me acuerdo. No le reprocho nada, es sólo una pregunta.

Esperó un momento y volvió a dirigirse a mí.

—No puede usted creerlo, ¿verdad? —me dijo con burla—. ¡Vamos! Venga conmigo y véalo con sus ojos.

Se dirigió hacia la parte delantera de la casa. Le seguí; y la señora Rubelle me siguió a mí. Cuando cruzamos la puerta de hierro se detuvo y señaló con su fusta el ala central del edificio, la que no se usaba.

—¡Ahí! —dijo—. Fíjese en el primer piso. ¿Conoce los antiguos dormitorios de la reina Isabel? La señorita Halcombe se halla sana y salva en uno de los mejores de ellos. Acompañe a la señora Michelson dentro, señora Rubelle. ¿Tiene usted la llave? Acompáñela dentro y deje que sus propios ojos le confirmen que esta vez nadie la engaña. El tono en que me habló y los breves momentos que transcurrieron desde que dejamos el jardín me dieron fuerzas para recobrar mis ánimos. No puedo decir qué hubiera hecho si toda mi vida hubiese sido un sirvienta. Pero poseyendo los sentimientos, los principios y la educación de una dama, no podía vacilar ante lo que debía hacer. Mi obligación ante mí misma y ante Lady Glyde me impedían permanecer al servicio de un hombre que nos había engañado vergonzosamente a las dos con ayuda de tantas falsedades atroces.

—Le ruego que me permita, Sir Percival, decirle unas palabras en privado —le dije—. Luego estaré dispuesta a ir con esta mujer hasta el cuarto de la señorita Halcombe.

La señora Rubelle, a la que indiqué con un ligero movimiento de cabeza, resopló con insolencia en su ramillete y se dirigió lentamente hacia la puerta de la casa.

—Bien —contestó con brusquedad Sir Percival—. ¿Qué ocurre?

—Deseo comunicarle señor que tengo la intención de dejar el puesto que ahora ocupo en Blackwater Park.

Éstas fueron mis palabras exactas. Había decidido que las primeras palabras que le dirigiría al quedarme a solas con él, debían expresar mi propósito de abandonar su servicio.

Me dirigió una de sus miradas más hostiles, metiendo las manos en los bolsillos de su levita con un gesto de ira.

—¿Por qué? —me dijo—. ¿Por qué? Me gustaría saberlo.

—No soy yo la indicada, Sir Percival, para opinar sobre lo que ha sucedido últimamente en esta casa. No deseo acusar a nadie. Tan sólo quiero decir que no considero compatible con mis obligaciones ante Lady Glyde y ante mí continuar por más tiempo a su servicio.

—¿Acaso es compatible con su obligación ante mí echarme en cara sus sospechas? —prorrumpió lleno de cólera—. Veo adónde quiere llegar. Ha formado su propia opinión, absurda e infundada, sobre un inocente engaño que hemos utilizado con Lady Glyde por su propio bien. Era esencial para su salud que cambiase de aires y —usted lo sabe tan bien como yo— jamás se hubiese marchado sabiendo que la señorita Halcombe se quedaba aquí. La hemos engañado por su propio bien, y a mí no me importa si alguien lo sabe. Váyase si quiere, hay muchas amas de llaves tan buenas como usted que vendrán con sus manos lavadas. Váyase, si quiere, pero tenga cuidado con difundir rumores sobre mí y sobre mis asuntos cuando deje mi servicio. Diga la verdad y nada más que la verdad o ¡será peor para usted! Vea por sí misma a la señorita Halcombe y compruebe que tan bien cuidada está en un cuarto como en otro. Recuerde los consejos del propio doctor que dijo que Lady Glyde debería cambiar de aire lo más pronto posible. Piénselo bien en todo caso, y luego ¡atrévase a decir algo en contra mía o en contra de mis procedimientos!

Pronunció estas palabras con furia, en un resuello, paseando arriba y abajo y azotando el aire con su fusta.

Nada de lo que hizo ni de lo que dijo pudo cambiar mi opinión sobre las muchas y tristes falsedades que había pronunciado el día anterior delante de mí, o sobre el cruel engaño al que recurrió para separar a Lady Glyde de su hermana y para enviarla inútilmente a Londres, cuando estaba medio enloquecida de temor por la señorita Halcombe. Como es natural, guardé estos pensamientos para mí y no dije nada que pudiera irritarle; pero no por eso fui menos firme en perseguir mi propósito. La blanda respuesta quita la ira; y me sobrepuse a mis sentimientos cuando me llegó el turno de hablar.

—¿Cuándo quiere usted irse? —preguntó, interrumpiéndome sin consideraciones—. No vaya a suponer que tengo interés en conservarla, no vaya a suponer que me importa que deje esta casa. En esta cuestión soy honesto y franco desde el principio hasta el fin. ¿Cuándo quiere marcharse?

—Desearía irme tan pronto como le parezca conveniente, Sir Percival.

—Mi conveniencia no tiene nada que ver. Mañana por la mañana no estará en casa y esta noche puedo hacerle sus cuentas. Si a usted le interesa preocuparse de la conveniencia de alguien, preocúpese de la señorita Halcombe. Hoy es el último día que la señora Rubelle está aquí, pues tiene necesidad de regresar esta noche a Londres. Si usted se marcha enseguida, la señorita Halcombe no tendrá ni un alma que se ocupe de ella.

Sobra decir que fui incapaz de abandonar a la señorita Halcombe en las circunstancias en que se encontraban Lady Glyde y ella. Así que, después de que Sir Percival me confirmó que la señora Rubelle se marcharía tan pronto como la sustituyese en su puesto, y después de obtener su permiso para arreglar que el doctor Dawson volviera a atender a su paciente, accedí a permanecer en Blackwater Park hasta que la señorita Halcombe pudiese prescindir de mis servicios.

Quedamos en que avisaría al procurador de Sir Percival una semana antes de marcharme y que éste se encargaría de buscar mi sustituta. Todo ello fue acordado con muy pocas palabras. Cuando terminábamos, Sir Percival nos dio la espalda bruscamente y yo fui a reunirme con la señora Rubelle. Aquella singular extranjera había estado sentada todo el tiempo en el escalón de la entrada esperando tranquilamente hasta que pudiera seguirla al cuarto de la señorita Halcombe.

Apenas llegué a medio camino hacia la casa cuando Sir Percival, que se había marchado en dirección opuesta, se detuvo de repente y me llamó:

—¿Por qué quiere dejar mi servicio? —me preguntó.

Era tan extraña su pregunta, después de lo que acababa de pasar entre nosotros, que no supe qué contestar.

—¡Piénselo! Yo no sé por qué se va —prosiguió—. Tendrá que dar usted un motivo por haberme dejado, supongo, si encuentra colocación. ¿Qué causa alegaría? ¿La separación del matrimonio? ¿Es eso?

—No se puede objetar nada, Sir Percival, contra esa razón…

—¡Muy bien! Esto es todo lo que necesitaba saber. Si alguien le pide avales, ésta será la causa indicada por usted misma. Se va a consecuencia de la separación del matrimonio.

Dio media vuelta antes de que pudiera decir algo más y pronto desapareció en el parque. Su comportamiento era tan extraño como su lenguaje. Reconozco que me había alarmado.

Incluso la paciencia de la señora Rubelle empezaba a agotarse cuando me reuní con ella en la puerta de la casa.

—Parto por fin —dijo encogiéndose de hombros, aquellos hombros extranjeros.

Me condujo hacia la parte deshabitada de la casa; subimos la escalera y, al extremo del pasillo que llevaba hacia las antiguas habitaciones de la reina Isabel se hallaba una puerta, que desde que yo estaba en Blackwater Park no se había utilizado jamás. Las habitaciones las conocía bien porque en varias ocasiones había entrado en ellas por la otra parte de la casa. La señora Rubelle se detuvo ante la tercera puerta de las que daban a la antigua galería, me entregó la llave de la habitación junto con la de la puerta de la galería y me dijo que allí encontraría a la señorita Halcombe. Antes de entrar pensé que sería deseable dejarle entender que su servicio había terminado. Por tanto le advertí que desde aquel instante, me encargaría yo plenamente de la enferma.

—Me alegra oírlo, señora —contestó la señora Rubelle—. Tengo muchas ganas de irme.

—¿Se va usted hoy? —le pregunté.

—Ahora que se ha encargado usted de todo, me marcho dentro de media hora. Sir Percival ha tenido la amabilidad de dejar a mi disposición al jardinero y el tílburi, para cuando los necesite. Los necesito dentro de media hora para ir a la estación. Ya tengo hecho el equipaje. Buenos días señora.

Se inclinó con vivacidad para hacerme una reverencia y se fue por la galería tarareando una tonada y llevando el compás con su ramillete. Tengo el sincero gusto de decir que fue aquélla la última vez que vi a la señora Rubelle.

Cuando entré en el cuarto, la señorita Halcombe estaba durmiendo. Con ansiedad la observé mientras yacía en una cama antigua, incómoda y alta. No parecía estar peor que la última vez que la vi. No advertí nada que indicase que había estado descuidada; tengo que admitirlo. El cuarto era triste, oscuro y polvoriento pero la ventana (que daba a un patio solitario que había detrás de la casa) se hallaba abierta para que entrase el aire fresco, y se había hecho todo lo posible para que la estancia fuera confortable. Toda la crueldad de las mentiras de Sir Percival había caído sobre la pobre Lady Glyde. Y el único perjuicio que él o la señora Rubelle habían infligido a la señorita Halcombe era, por lo que pude observar, haberla ocultado.

Dejando a la enferma sumida en un apacible sueño, salí para enviar al jardinero a buscar al doctor. Le dije que después de dejar en la estación a la señora Rubelle, fuese a casa del señor Dawson y le dejara un mensaje de mi parte, pidiéndole que viniese a verme. Sabía que vendría si era yo quien se lo pedía y también sabía que al comprobar que Fosco se había marchado de la casa, se quedaría.

Cuando volvió, el jardinero me dijo que, después de dejar a la señora Rubelle en la estación, llegó a la residencia del señor Dawson. El médico le había encargado decir que se sentía mal pero procuraría venir a la mañana siguiente.

Al transmitirme el mensaje, el jardinero iba a retirarse, pero le detuve para pedirle que volviera antes del oscurecer y que se quedara aquella noche en uno de los dormitorios vacíos de al lado, para que pudiese llamarlo en caso de necesidad. Comprendió mis temores a quedarme sola toda la noche en la parte más solitaria de aquella solitaria casa y acordamos que volvería entre las ocho y las nueve.

Vino puntual y tuve motivos para celebrar haber tomado la precaución de llamarlo. Antes de la media noche el extraño temperamento de Sir Percival se manifestó de la forma más violenta y alarmante, y si el jardinero no hubiese estado alertado para calmarlo al instante, me asusta pensar siquiera qué hubiera podido suceder.

Casi todo el tiempo, después que cayó la noche, estuvo andando por la casa y por el parque excitado y lleno de desasosiego, con toda probabilidad, pensaba yo, por haber tomado vino con exceso durante la cena solitaria. Fuera como fuese lo cierto es que le oí gritar con furia en el ala nueva, cuando, antes de acostarme, salí a dar una vuelta por la galería. Inmediatamente, el jardinero bajó corriendo para ver qué ocurría, y yo cerré la puerta de la galería para evitar que el alboroto alcanzase los oídos de la señorita Halcombe. Pasó más de media hora antes de que volviese el jardinero. Me dijo que su amo estaba por completo fuera de sí, no por la excitación de la bebida, como yo había supuesto sino presa de un pánico o frenesí inexplicable. Encontró a Sir Percival dando vueltas por el vestíbulo desierto, jurando con señales del apasionamiento más violento que no iba a quedarse ni un minuto más en aquel calabozo que era su casa y que se pondría en camino inmediatamente, aunque hacía noche cerrada. En cuanto el jardinero se le acercó le ordenó, con maldiciones y juramentos, que preparase enseguida el tílburi y el caballo. Un cuarto de hora después, Sir Percival salió de la casa, —bajo la luz de la luna su rostro tenía una palidez mortecina—, se metió en el tílburi, puso el caballo al galope y desapareció. El jardinero le oyó gritar y maldecir al portero para que se levantara y abriera la puerta; oyó el furioso traqueteo de las ruedas en la quietud de la noche, cuando la puerta se abrió; y pronto no oyó nada más.

Al día siguiente o dos días después, no lo recuerdo bien, llegó el tilbury conducido por el dueño de la vieja posada de Knowlesbury, el pueblo más cercano a Blackwater Park. Sir Percival se había detenido allí para coger luego un tren, cuyo destino el hombre desconocía. Nunca supe qué ocurrió después, ni por el propio Sir Percival ni por alguna otra persona; en este momento no sé siquiera si está en Inglaterra o fuera. No le he vuelto a ver desde la noche en que se marchó de su propia casa como un criminal fugitivo, y mi ferviente deseo y anhelo es no volver a verle jamás.

Toca a su fin la parte que me corresponde relatar en esta triste historia de familia.

Se me ha dicho que los detalles de lo que sucedió entre la señorita Halcombe y yo, cuando al despertar me encontró sentada junto a su cama, no son sustanciales para el propósito que cumple el presente relato. Será suficiente que diga que no tenía conciencia de los medios empleados para traerla de la parte habitada de la casa a la deshabitada. Se hallaba entonces profundamente dormida, no pudo decirme si con sueño natural o producido por medios artificiales. Mientras yo estuve en Torquay, y en ausencia de todos los criados, excepto Margaret Porcher (que perpetuamente comía, bebía o dormía cuando no trabajaba), fue, sin duda, fácil trasladar a la señorita Halcombe de una parte de la casa a otra. La señora Rubelle (como descubrí al examinar la habitación, tenía provisiones y otras cosas necesarias, incluidos los medios para calentar el agua el caldo, etc.), sin encender el fuego que se había puesto a su disposición durante aquellos días que duró su aprisionamiento junto a la enferma. No había querido contestar las preguntas que le hizo, como era lógico, la señorita Halcombe, pero tampoco en todo lo demás la había tratado con negligencia o falta de consideración. Su deshonra de prestarse a participar en un engaño es la única de la que puede acusarse en conciencia a la señora Rubelle.

No necesito dar detalles (y es para mí un alivio saberlo) del efecto que produjo en la señorita Halcombe la noticia de que Lady Glyde se había marchado, ni las nuevas mucho más tristes que muy pronto llegaron a Blackwater Park. En ambos casos traté de prepararla con la máxima delicadeza y cuidado, pero tan sólo tuve la asistencia y el consejo del señor Dawson cuando llegó la última de aquellas noticias, pues no estuvo bueno para venir a visitarnos hasta unos días después de enviarle yo mi recado. Aquéllos fueron días tristes, sobre los que me aflige pensar o escribir. Los consuelos benditos y preciosos de nuestra religión que procuré buscar tardaron en llegar al corazón de la señorita Halcombe, pero creo y espero que al fin la alcanzaron. No me separé de ella hasta que sus fuerzas estuvieron restablecidas. El tren que me llevó lejos de aquella desgraciada casa la llevó también a ella. En Londres, llenas de pesadumbre, nos separamos. Ella se fue a Cumberland, a casa del señor Fairlie, y yo me quedé en la de unos parientes de Islington.

Sólo quiero añadir unas líneas más a este triste relato. Están dictadas por mi sentido del deber.

En primer lugar, he de hacer constar que personalmente estoy persuadida de que no se puede reprochar nada al conde Fosco en relación con los sucesos que acabo de relatar. Me han dicho que pesa sobre él una tremenda sospecha y que se han detectado intenciones perversas en su conducta. Sin embargo, mi convicción de la inocencia del conde permanece incólume. Si ayudó a Sir Percival en su proyecto de enviarme a Torquay fue porque estaba engañado y por eso no se le puede culpar, pues es un forastero y además extranjero. Si tuvo que ver con la aparición de la señora Rubelle en Blackwater Park, fue su desventura y no su falta, cuando aquella extranjera se prestó a participar en el engaño concebido y perpetrado por el amo de la casa. Protesto en interés de la moralidad contra las acusaciones que gratuita y arbitrariamente se lanzan contra el comportamiento del conde.

En segundo lugar, quiero expresar mi sentimiento por no poder acordarme con exactitud del día en que Lady Glyde se marchó de Blackwater Park a Londres. Me dicen que es de máxima importancia conocer la fecha exacta en que tuvo lugar ese lamentable viaje y he alertado con vehemente anhelo mi memoria para recordarlo. El esfuerzo ha sido en vano. Sólo recuerdo que fue a finales de julio. Todos sabemos qué difícil es al transcurrir un lapso de tiempo y acordarse con exactitud de una fecha pasada si no se ha anotado en su día. Es mucho más difícil en mi caso, a causa de tantos sucesos inquietantes y confusos que ocurrieron en el período en que Lady Glyde se fue. Lamento de corazón no haber anotado la fecha a tiempo. Lamento que el recuerdo de esa fecha no esté tan vivo como el del rostro de la pobre señora cuando me miró con tristeza desde la ventana del vagón por última vez.

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