La dama de blanco

IV

IV

Hasta que llegué al despacho de los señores Gilmore y Kyrle, en Chancery Lane, no sucedió nada digno de mención.

Cuando entregué mi tarjeta al criado del señor Kyrle, se me ocurrió una consideración que me hizo lamentar profundamente no haber pensado en ello antes. La información que contenía el diario de Marian dejaba bien claro que el conde Fosco había abierto su primera carta enviada al señor Kyrle desde Blackwater Park y, ayudado por su mujer, había interceptado la segunda. Por tanto, conocía muy bien la dirección de este despacho y naturalmente había deducido que si Marian necesitase consejo y ayuda después de que Laura escapara del sanatorio, acudiría una vez más a la experiencia del señor Kyrle. En este caso, el despacho de Chancery Lane era el primer sitio que el conde y Sir Percival habrían ordenado vigilar, y si habían encomendado la tarea a los mismos hombres que habían empleado para seguirme antes de que yo saliera de Inglaterra, el que yo había regresado se habría conocido, con toda probabilidad, aquel mismo día. Había pensado que podían reconocerme en las calles de la ciudad, pero hasta aquel momento jamás se me ocurrió pensar en el riesgo especialmente grave que significaba visitar aquel despacho. Era demasiado tarde para arrepentirme de que no había establecido la cita con el abogado en algún lugar previa y secretamente convenido. Lo único que podía hacer era tomar las mayores precauciones al salir de Chancery Lane y no dirigirme a casa, en ningún caso, directamente.

Después de esperar unos minutos fui introducido en el salón particular del señor Kyrle. Él era un hombre pálido, delgado, reposado y de gran dominio de sí mismo; sus ojos eran muy penetrantes, su voz muy baja, y sus gestos muy parcos; no era (como yo juzgué) dado a mostrarse compasivo con desconocidos; ni a dejar ver perturbada su compostura profesional. Difícilmente se hubiera podido encontrar una persona más conveniente para mi propósito. Si accedía a tomar una decisión, y si esta decisión era favorable, a partir de aquel momento podíamos considerar que nuestro caso estaba ganado.

—Antes de entrar en materia de la cuestión que me ha traído aquí —le dije— debo advertirle, señor Kyrle, que por breve que sea en exponérsela voy a entretenerle algún tiempo.

—Mi tiempo está a disposición de la señorita Halcombe —contestó—. En todo lo que concierne a sus intereses, represento a mi socio, tanto personal como profesionalmente. Él me pidió actuar así cuando dejó de participar en forma activa en nuestro trabajo.

—¿Puedo preguntar si el señor Gilmore está en Inglaterra?

—No. Vive en Alemania con unos parientes suyos. Se encuentra mejor de salud, pero aún es incierta la fecha de su vuelta.

Mientras intercambiábamos estas breves palabras preliminares, el señor Kyrle estuvo rebuscando entre los papeles que tenía delante hasta que sacó al fin una carta lacrada. Yo creí que iba a dármela. Pero aparentemente cambió de idea y la dejó sobre la mesa, se acomodó en el sillón y esperó en silencio a que yo le expusiera lo que quería decirle.

Sin perder tiempo en preámbulos de ninguna clase, empecé mi relato; lo puse al corriente de todos los acontecimientos que ya han sido relatados en estas páginas.

A pesar de que era abogado hasta la médula de los huesos le hice olvidar su compostura profesional. Varias veces interrumpió mi relato con exclamaciones de incredulidad y de sorpresa que no pudo dominar. Mas yo continuaba y al llegar hasta el fin le planteé la única pregunta importante:

—¿Qué opina usted de todo esto, señor Kyrle?

Era demasiado cauto para aventurar una respuesta antes de tomarse tiempo para recobrar su serenidad.

—Antes de darle mi opinión —me dijo— quiero que me permita hacerle algunas preguntas, para aclarar la situación del todo.

Me hizo en efecto preguntas penetrantes, suspicaces, incrédulas, que nos dejaron ver con claridad que me consideraba víctima de una obsesión y que, si no me hubiese presentado la señorita Halcombe, podría dudar de si yo intentaba perpetrar un fraude concebido con astucia.

—¿Usted cree que le he dicho la verdad, señor Kyrle? —le pregunté cuando acabó de examinarme.

—En lo que concierne a su propia convicción, estoy seguro de que me ha dicho la verdad —respondió—. Tengo en la mayor estima a la señorita Halcombe, y por lo tanto tengo motivos más que suficientes para dar crédito a un caballero a cuya mediación ella confía un asunto de esta índole. Aún puedo ir más lejos si le parece, y admitiré en honor a la cortesía y la razón, que la identidad de Lady Glyde como una persona viva sea un hecho irrefutable para la señorita Halcombe y para usted. Pero ustedes pretenden de mí una opinión legal. Como jurista y sólo como jurista, es mi obligación decirle, señor Hartright, que no tiene usted ni sombra de posibilidades de poder entablar una causa legal.

—Lo dice usted con toda dureza, señor Kyrle.

—Trataré de decirlo con toda claridad también. La evidencia de la muerte de Lady Glyde es, a primera vista, clara y satisfactoria. Existe el testimonio de su tía, que confirma que llegó a casa del conde Fosco, que allí se puso enferma y falleció. Existe el certificado médico que prueba el fallecimiento y lo atribuye a causas naturales. Existe el hecho de los funerales celebrados en Limmeridge y allí mismo está el epitafio donde consta su nombre. Éstos son los datos que usted pretende rebatir. ¿Qué razones puede usted alegar por su parte para asegurar que la persona que murió y fue enterrada no era Lady Glyde? Vamos a revisar los puntos principales de su declaración y veamos qué valor pueden tener. La señorita Halcombe va a cierto sanatorio particular y allí ve a una cierta paciente. Se sabe que una mujer llamada Anne Catherick, que tiene un parecido extraordinario con Lady Glyde, se escapó del sanatorio. Se sabe también que la mujer admitida allí en el pasado mes de julio, fue admitida como la Anne Catherick a la que consiguieron encontrar; se sabe que el caballero que la restituyó al sanatorio advirtió al señor Fairlie que una manifestación de su locura era la de hacerse pasar por su difunta sobrina; y se sabe que en el sanatorio (donde nadie la creyó), declaró repetidas veces que era Lady Glyde. Éstos son los hechos. ¿Qué puede usted alegar en contra de ellos? El hecho de que la reconociera la señorita Halcombe, que los acontecimientos posteriores inhabilitan o contradicen. ¿Es que la señorita Halcombe comunica la identidad de su supuesta hermana al dueño del sanatorio y acude a medios legales para rescatarla? No: soborna secretamente a una enfermera para que le ayude a escapar. Cuando la enferma está liberada de este modo tan sospechoso y se la presenta al señor Fairlie, ¿la reconoce él? ¿Vacila un momento siquiera su creencia en la muerte de su sobrina? ¿La reconocen los criados? ¿Permanece cerca de su casa para probar su personalidad y para someterse a otras pruebas? No: se la lleva en secreto a Londres. Entretanto también usted la ha reconocido; pero no es usted pariente, ni siquiera un antiguo amigo de la familia. La opinión de los criados contradice a la suya y la del señor Fairlie a la de la señorita Halcombe. La supuesta Lady Glyde se contradice a sí misma. Declara que pasó una noche en Londres en determinada casa. Usted mismo comprueba que jamás se acercó a ella. Usted mismo admite que el estado de su mente le obliga a abstenerse de presentarla en público para someterla a un interrogatorio y dejarla hablar por su cuenta. Paso por alto detalles de menor importancia para no perder tiempo, y le pregunto, si este caso se presenta ahora ante un tribunal de justicia, ante un jurado que debe considerar los hechos según parezcan ser más razonables, ¿dónde están sus pruebas?

Tuve que esperar hasta que pude pensar en algo antes de contestarle. Es la primera vez que la historia de Laura y la de Marian se me presentaba desde el punto de vista de un extraño, la primera vez que los obstáculos terribles que había en nuestro camino se me aparecían en su auténtica dimensión.

—No cabe duda —le dije— que los hechos tal y como usted los ha presentado parecen hablar en contra nuestra, pero…

—Pero usted piensa que pueden interpretarse de otro modo —me interrumpió el señor Kyrle—. Deje que le explique el resultado de mi experiencia en este sentido. Cuando un jurado inglés tiene que elegir entre un hecho simple que está en la superficie y una larga explicación que subyace bajo ella, se decide siempre por el hecho, prefiriéndolo a la explicación. Por ejemplo, Laura Glyde (llamo a la dama que usted representa por este nombre para facilitar la argumentación) declara que ha dormido en cierta casa y se demuestra que no ha dormido allí. Usted explica esta circunstancia aduciendo el estado de su mente y saca una conclusión metafísica. No quiero decir que esta conclusión esté equivocada. Sólo digo que el jurado, el tribunal, aceptaría el hecho de que ella se contradice con preferencia a cualquier razón que pueda ofrecer usted para explicar esta contradicción.

—Pero ¿no es posible —argüí— a fuerza de paciencia y de esfuerzos, descubrir otras evidencias? La señorita Halcombe y yo disponemos de unos cientos de libras…

Me miró con compasión mal disimulada y negó con la cabeza.

—Considere el caso, señor Hartright, desde su mismo punto de vista —respondió—. Si usted está en lo cierto respecto a Sir Percival Glyde y al conde Fosco (lo que yo, y perdone, no creo), todas las dificultades imaginables estarán puestas en su camino de conseguir alguna nueva evidencia. Se usará cualquier obstáculo para impedir el litigio, sus argumentos se rebatirán punto por punto, y cuando hayamos gastado miles y miles en lugar de cientos de libras, el resultado final será con toda probabilidad contrario a nosotros. Las cuestiones de identidad, cuando conciernen al parecido físico, son de por sí las más arduas de resolver, incluso cuando están libres de las complicaciones que rodean el caso que ahora nos ocupa. En realidad, no veo posibilidad alguna de arrojar luz sobre este extraordinario asunto. Incluso si la persona enterrada en el cementerio de Limmeridge no fuese Lady Glyde, ella tenía en vida, como usted mismo ha manifestado, tal parecido con aquélla que no ganaríamos nada aun si consiguiéramos la disposición de que se exhumase el cadáver. En resumen, aquí no hay causa, señor Hartright, aquí de verdad no hay causa.

Yo estaba decidido a creer que sí la había, y movido por esta decisión, renové mi argumentación desde otra posición:

—¿No existen otras pruebas que podamos aportar, además de la prueba de identidad? —le pregunté.

—No en su situación —me repuso—. La prueba más segura y más sencilla sería la comparación de las fechas y, según tengo entendido, esta prueba se hará fuera de su alcance. Si usted pudiera advertir alguna discrepancia entre la fecha del certificado del doctor y la del viaje de Lady Glyde a Londres, el asunto revestiría un aspecto totalmente distinto y yo sería el primero en decirle: vamos adelante.

—Pues estas fechas pueden establecerse aún, señor Kyrle.

—El día en que se establezcan, señor Hartright, tendrá usted la causa legal. Si usted tiene en este momento alguna esperanza de saber la fecha, dígamelo y veremos qué puedo aconsejarle.

Medité. El ama de llaves no podía ayudarnos. Laura no podía ayudarme, Marian no podía ayudarnos. Con toda probabilidad, las únicas personas que conocían la fecha eran Sir Percival y el conde Fosco.

—De momento no se me ocurre ningún medio de averiguar esta fecha —le dije— pues no sé quién, además del conde o Sir Percival, pueda conocerla con seguridad.

En el rostro sereno y atento del señor Kyrle se dibujó por primera vez una sonrisa.

—Con la opinión que a usted le merecen esos dos caballeros —me dijo— supongo que no esperará ayuda por ese lado. Si han conseguido hacerse con buenas cantidades de dinero por medio de una conspiración, es poco probable que estén dispuestos a confesarlo.

—¿Se les puede forzar a confesarlo, señor Kyrle?

—¿Quién lo hará?

—Yo.

Ambos nos pusimos en pie. Me miró fijamente y con más interés que el que me había demostrado hasta entonces. Pude ver que le dejé algo perplejo.

—Está usted muy resuelto —me dijo—. Sin duda tiene usted algún motivo personal para proceder así, sobre el que no tengo derecho a indagar. Si en el futuro se puede instruir la causa, sólo puedo decirle que me tiene usted a su entera disposición. Al mismo tiempo debo advertirle, pues las cuestiones de dinero siempre son cuestiones legales, que tengo muy pocas esperanzas de que se pueda recobrar la fortuna de Lady Glyde, aun en el caso de que consiga establecer el hecho de que está viva. El extranjero, probablemente, saldría de Inglaterra antes de que comenzase el proceso, y en cuanto a Sir Percival, sus dificultades económicas son tantas y tan apremiantes que todo el dinero que llegue a él pasará a manos de sus acreedores. Estará usted enterado, por supuesto, de…

Al llegar a este punto le interrumpí.

—Le ruego que no discutamos los asuntos financieros de Lady Glyde —le dije—. En el pasado nunca he sabido nada de ellos, ni sé nada ahora, salvo que ha perdido su fortuna. Está usted en lo cierto al suponer que tengo motivos personales para encargarme de esta empresa. Deseo que estos motivos sean siempre tan desinteresados como lo son ahora…

El abogado trató de interrumpirme para dar sus explicaciones. Supongo que me acaloré al comprender que dudaba de mí y continué hablando con empeño, sin escucharlo.

—No hay interés monetario —dije—, ni pensamiento de alguna ventaja personal en el servicio que pretendo rendir a Lady Glyde. Ha sido expulsada como una extraña de la casa en que nació, una mentira que atestigua su muerte está inscrita sobre la tumba de su madre, y de todo ello son responsables dos hombres que siguen vivos e impunes. Las puertas de su casa volverán a abrirse para recibirla ante todas y cada una de las personas que acompañaron el tal entierro hasta la tumba; la mentira se arrancará públicamente de las piedras del sepulcro en presencia del cabeza de familia, y esos dos hombres responderán ante mí de su crimen, aunque la justicia que impera en los tribunales sea impotente para perseguirlos. He consagrado mi vida a este propósito y tan sólo tal como estoy ahora, si Dios me ayuda, lo lograré.

Regresó a su mesa y no dijo nada. Su rostro demostraba claramente que estaba pensando que mi obsesión había triunfado sobre mi razón y que consideraba completamente inútil darme más consejos.

—Cada uno de nosotros conservamos nuestra opinión, señor Kyrle —añadí—, y hemos de esperar a que los acontecimientos futuros den la razón a uno o a otro. Mientras tanto, le agradezco mucho la atención que ha prestado a mis declaraciones. Me ha demostrado usted que los procedimientos legales están, en el sentido más amplio de las palabras, fuera de nuestro alcance. No podemos presentar las pruebas para satisfacer la ley ni somos suficientemente ricos para pagar los gastos que ella pide. Ya es algo saberlo.

Saludé y me dirigí hacia la puerta. Me llamó de nuevo y me entregó la carta que le había visto colocar sobre la mesa al comienzo de la entrevista.

—La recibí por correo hace unos días —me dijo—. ¿Le molestaría a usted hacerla llegar a su destinataria? Tenga la amabilidad de decirle a la señorita Halcombe que siento sinceramente no poder ayudarla, de no ser con mi consejo que, mucho me temo, no le será más grato que a usted.

Miré el sobre mientras hablaba. Iba dirigida a «Señorita Halcombe. Entregar a los señores Gilmore y Kyrle, Chancery Lane». La letra me era totalmente desconocida.

Antes de salir le hice una última pregunta:

—¿Sabe usted por casualidad —dije—, si continúa en París Sir Percival Glyde?

—Ha vuelto a Londres —me contestó el señor Kyrle—. Al menos eso me dijo su procurador, al que encontré ayer.

Después de recibir esta respuesta me marché.

La primera precaución que tomé al salir del despacho fue la de abstenerme de atraer la atención deteniéndome y mirando a mi alrededor. Me dirigí hacia una de las amplias plazas más tranquilas al norte de Holborn, luego me detuve de repente y di la vuelta cuando a mis espaldas quedaba un trozo largo del pavimento.

En la esquina de la plaza había dos hombres que se habían parado también y estaban conversando. Después de reflexionar un momento volví atrás para pasar junto a ellos. Uno de los dos echó a andar cuando me acerqué, dobló una esquina de la plaza y salió a la calle. El otro permaneció en su sitio. Lo miré al pasar, y reconocí enseguida a uno de los hombres que me habían estado vigilando hasta que me fui de Inglaterra.

Si hubiera gozado de libertad para seguir mi propio instinto, probablemente hubiera empezado hablando con el hombre y terminado tumbándolo de un golpe. Pero debía tener en consideración las consecuencias. Si cometía una falta en público sólo proporcionaría con ello a Sir Percival armas contra mí. No tenía otra opción que contestar a un artificio con otro. Entré en la calle por donde había desaparecido el otro hombre, y pasé a su lado mientras él estaba esperando en un portal. Yo no lo conocía y me alegré de saber cómo era por si llegaba otra contingencia desagradable. Después de hacerlo volví a dirigirme hacia el norte hasta que llegué al camino Nuevo. Allí torcí al oeste (los dos hombres me seguían todo aquel tiempo) y me quedé esperando, en un lugar que sabía próximo a una parada de coches de punto, a que pasara por mi lado un ligero cabriolé vacío. Al cabo de pocos minutos apareció uno. Subí de un salto y le dije al cochero que me llevase de prisa hacia Hyde Park. Detrás no venía ningún otro coche rápido que pudieran coger mis espías. Los vi abalanzarse al otro lado de la calle, seguirme corriendo, tratando de encontrar en su camino otro coche o una parada. Pero me fui alejando de ellos y cuando mandé al cochero detenerse para bajarme, no los vi. Crucé Hyde Park y me aseguré, en campo abierto, que estaba libre. Al fin dirigí mis pasos hacia nuestra casa, varias horas más tarde, cuando había anochecido ya.

Encontré a Marian esperándome sola en nuestro saloncito. Había convencido a Laura de que se acostase después de prometerle que me enseñaría sus dibujos en cuanto yo regresase. El dibujo torpe, mísero y borroso, tan mediocre de por sí, tan conmovedor en las asociaciones que despertaba, estaba cuidadosamente expuesto sobre la mesa apoyado en dos libros y situado de modo que la débil luz de la única vela que nos podíamos permitir lo iluminase con la mayor claridad. Me senté para verlo mejor y, susurrando, conté a Marian todo lo que había sucedido. La pared que nos separaba de la habitación contigua era tan poco sólida que casi podíamos oír respirar a Laura y la habríamos despertado si hubiéramos hablado en voz alta.

Marian no se alteró mientras le describía mi entrevista con el señor Kyrle, pero su rostro reflejó alarma cuando le hablé de los hombres que me siguieron desde el despacho del abogado y cuando le comuniqué el regreso de Sir Percival.

—Malas noticias, Walter —me dijo—. Las peores que podías traerme. ¿No tienes nada más que decirme?

—Tengo algo que entregarte —repliqué, alargándole la carta que me había confiado el señor Kyrle.

Miró las señas, y al instante conoció la letra.

—¿Sabes de quién es? —le dije.

—Demasiado bien —contestó—. Es del conde Fosco.

Al darme esta respuesta, abrió el sobre. Sus mejillas ardían y sus ojos brillaron de rabia, cuando me la entregó para que yo la leyese a mi vez.

La carta contenía estas líneas:

»Empujado por la admiración, honrosa para mí y para usted misma, le escribo, maravillosa Marian, en interés de su tranquilidad y para dedicarle unas palabras de consuelo.

»¡No tema nada!

»Obre conforme a su extraordinario sentido común y permanezca en su retiro. ¡Mujer querida y admirada!, no se exponga a la peligrosa publicidad. La resignación es sublime. Adóptela. El remanso humilde del hogar es eternamente confortante. Disfrute de él. Las Tormentas de la vida pasan sin causar perjuicio sobre el valle de la Reclusión. Deténgase, querida amiga, en este valle.

»Hágalo y yo le garantizo que no tendrá nada que temer. No volverá a lacerar su sensibilidad ninguna nueva desdicha. ¡Su sensibilidad que, para mí, es más preciosa que la mía propia! No se la molestará a usted más; la bellísima compañera de su retiro no será perseguida. Ha encontrado un nuevo refugio y un nuevo sanatorio en su corazón. ¡Refugio inapreciable! La envidio y la dejo descansar en él.

»Una última palabra de cariñosa advertencia, de precaución paternal, y dejo, a la fuerza, el hechizo de hablar con usted. Cierro estas líneas fervorosas.

»No avance más de lo que ha avanzado hasta ahora. No comprometa intereses demasiado serios, no amenace a nadie. Le ruego que no me obligue a actuar a mí, al hombre de acción, cuando el acariciado objeto de mis ambiciones es permanecer inactivo y restringir el vasto alcance de mis energías y de mi ingenio, por el bien de usted. Si tiene usted amigos vehementes, modere su deplorable ardor. Si el señor Hartright retorna a Inglaterra, no se comunique con él. Yo camino por mi propia senda y Percival sigue mis pasos. El día en que el señor Hartright se cruce en este camino es hombre perdido».

Por toda firma aquellas líneas llevaban una inicial, una F rodeada de intrincados rasgos floreados. Tiré la carta sobre la mesa con todo el desprecio que sentía por ella.

—Trata de asustarme —dije—, y es señal evidente de que el que tiene miedo es él.

Ella era demasiado femenina para tratar la carta como yo la había tratado. La insolente familiaridad de su lenguaje le hizo perder el dominio de sí misma. Cuando me miró, por encima de la mesa, sus manos se entrelazaron sobre su regazo, y su temperamento de antes, apasionado y feroz, volvió a fulgurar con fogosidad en sus mejillas y en sus ojos.

—¡Walter! —dijo—. ¡Si alguna vez esos dos hombres estuviesen a tu merced y te vieses forzado a perdonar a uno de ellos, por favor, que éste no sea el conde!

—Guardaré esta carta, Marian, para que me sirva de recordatorio cuando llegue el momento.

Me miró con atención mientras guardé la carta en mi cartera.

—¿Cuando llegue el momento? —repitió—. ¿Puedes hablar del futuro como si estuvieras seguro de él? ¿Después de lo que ha dicho el señor Kyrle y de lo que ha sucedido hoy?

—No cuento nuestro tiempo desde hoy, Marian. Todo lo que hoy he hecho ha sido pedir a un hombre que actúe por mí. Cuento nuestro tiempo desde mañana…

—¿Por qué desde mañana?

—Porque mañana pienso actuar yo mismo.

—¿Cómo?

—Iré a Blackwater Park en el primer tren, y espero volver por la noche.

—¡A Blackwater!

—Sí. He tenido tiempo para pensar desde que dejé al señor Kyrle. En ese punto su opinión confirma la mía. Debemos perseverar en nuestro intento de averiguar la fecha del viaje de Laura. Es el único punto débil de la conspiración, y probablemente nuestra única posibilidad de demostrar que está viva radica en descubrir esta fecha.

—¿Quieres decir —preguntó Marian— descubrir que Laura no salió de Blackwater Park hasta después de la fecha indicada en el certificado de defunción?

—En efecto.

—¿Qué te hace pensar que fue después? Laura no puede decirnos nada de su estancia en Londres.

—Pero el dueño del sanatorio te dijo que había ingresado el veintisiete de julio. Dudo que la habilidad del conde Fosco alcanzase a tenerla escondida en Londres, insensible a todo lo que pasaba a su alrededor, más de una noche. En ese caso debió de salir el veintiséis y llegar a Londres un día después de la fecha que atestigua su muerte en el certificado médico. Si podemos demostrar esta fecha demostraremos nuestra acusación contra el conde y Sir Percival.

—¡Sí, sí; lo veo claro! ¿Cómo conseguir las pruebas?

—El relato de la señora Michelson me ha sugerido dos maneras de obtenerlo. Una de ellas es la de preguntar al médico, el señor Dawson, que sabrá el día en que volvió a Blackwater Park después de que Laura dejara la casa. La otra es preguntar en la posada en que Sir Percival pasó la noche cuando se marchó. Sabemos que se fue después de Laura, con un lapso de tiempo de pocas horas y por ello podemos establecer la fecha. Al menos es una tentativa que merece la pena, y estoy decidido a ponerla en práctica mañana.

—Pero supón que eso falla…, me preparo para lo peor, Walter, por ahora, pero si tenemos que enfrentarnos con desgracias, pensaré en el éxito. Supón que nadie puede ayudarte en Blackwater…

—En Londres hay dos hombres que pueden ayudarme y lo harán. Son Sir Percival y el conde. Las personas inocentes pueden olvidar la fecha fácilmente, pero ellos son culpables y lo saben. Si me falla todo lo demás, obligaré a uno de ellos, o a los dos, a que me la digan, empleando métodos propios.

Toda la feminidad que Marian llevaba dentro ardió en sus mejillas.

—¡Empieza por el conde! —me susurró con ansiedad—. ¡Hazlo por mí; empieza por el conde!

—Por el bien de Laura, hemos de comenzar donde veamos más probabilidades de éxito —le dije.

El color desapareció de sus mejillas, y moviendo con tristeza la cabeza, dijo:

—Sí, tienes razón. ¡Qué mezquino y miserable por mi parte haber dicho eso! Trataré de tener paciencia, Walter, y conseguir algo más de lo que pude conseguir en épocas más felices. Pero aún me queda algo de mi temperamento. ¡Cuando pienso en el conde no puedo contenerme!

—Le llegará su turno —le contesté—. Pero recuerda que ambos conocemos un punto débil de su pasado.

Callé, esperando a que se serenase y entonces pronuncié las palabras decisivas:

—¡Marian! Hay un punto débil en el pasado de Sir Percival y nosotros dos lo sabemos…

—¿Te refieres al Secreto?

—Sí, al Secreto. Es lo único seguro que podemos emplear contra él. Sin recurrir a otros medios, puedo forzarle a abandonar su seguridad, puedo arrastrarlo a él y su villanía a la luz del día. Sea lo que fuere lo que el conde ha hecho, Sir Percival ha consentido la conspiración contra Laura, impulsado por otro motivo, además del lucro. ¿No le oíste decir al conde que creía que la mujer conocía lo bastante como para hundirlo? ¿No le oíste decir que era hombre perdido si se conocía el secreto de Anne Catherick?

—¡Sí, sí! Lo oí.

—Pues bien Marian, si nos fallan los demás recursos, me propongo conocer el secreto. Aun ahora, mi vieja superstición me asedia. Vuelvo a repetir que la dama de blanco encarna la influencia que rige sobre nuestras tres vidas. El Fin decretado nos acecha, ¡y Anne Catherick, desde su tumba, sigue marcándonos el camino que nos conducirá hasta él!

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