David Copperfield

XXI La pequeña Emily

XXI

Había en la casa un criado que, según tengo entendido, había entrado al servicio de Steerforth en la universidad y solía acompañarlo siempre en sus desplazamientos. Aquel hombre era, al parecer, un modelo de respetabilidad. No creo que haya existido jamás, entre la gente de su condición, alguien más respetable que él. Era taciturno, respetuoso, atento, de andares silenciosos y ademanes tranquilos; siempre estaba a mano cuando era necesario y desaparecía cuando podía molestar. Y, sin embargo, la mayor de sus virtudes era la respetabilidad. La expresión de su rostro no era nada servil, llevaba muy erguidos el cuello y la cabeza –con dos mechones de pelo muy cortos a los lados, que adornaban sus sienes–, hablaba suavemente y tenía una manera muy particular de arrastrar las eses, tan marcadamente que parecía que las empleaba con más frecuencia que nadie; pero todas esas peculiaridades contribuían a hacer de él un hombre respetable. Si su nariz hubiera estado del revés, habría encontrado el modo de parecer aún más respetable. Se había rodeado de una atmósfera de respetabilidad, y se movía dentro de ella como pez en el agua. Habría sido casi imposible sospechar nada malo de él, ¡era tan respetable! A nadie se le habría ocurrido vestirlo con una librea, ¡su respetabilidad era tan grande! Imponerle una tarea vulgar habría sido un insulto gratuito a los sentimientos de un hombre tan respetable. Me di cuenta de que las criadas de la casa lo habían comprendido muy bien, de forma intuitiva, pues siempre se encargaban ellas de esa clase de trabajos mientras él, generalmente, leía el periódico junto al fuego.

Nunca vi a un hombre más reservado que él, aunque esta particularidad, como todas las otras, aumentaba su respetabilidad. Incluso el hecho de que nadie conociera su nombre de pila parecía formar parte de su respetabilidad. Nada podía objetarse a su apellido, Littimer, como todos lo llamaban. Un Peter podía terminar en la horca o un Tom, deportado; pero Littimer era perfectamente respetable.

Supongo que era debido al carácter venerable de la respetabilidad en abstracto, pero yo me sentía especialmente imberbe en presencia de aquel hombre. En cuanto a su edad, era imposible de adivinar, lo que no hacía sino acrecentar la esencia de su personalidad; pues en la calma de su respetabilidad lo mismo podía tener cincuenta que treinta años.

A la mañana siguiente, antes de que yo me levantara, Littimer estaba ya en mi dormitorio con el agua de afeitar (lo que supuso una nueva humillación para mí) y empezaba a preparar mi ropa. Cuando descorrí las cortinas y lo miré desde la cama, el termómetro de su respetabilidad seguía invariable, sin que el viento del este del mes de enero pareciera afectarle ni helara siquiera su aliento. Colocaba mis botas a derecha e izquierda, en la primera posición de baile, y quitaba el polvo de mi chaqueta soplando suavemente, al tiempo que la extendía como si fuera un recién nacido.

Le di los buenos días y le pregunté qué hora era. Sacó de su bolsillo el reloj de cazador más respetable que he visto jamás y, evitando con su pulgar que la tapa se abriera demasiado, consultó la esfera como si ésta fuese una ostra profética; después lo cerró y me respondió que, con mi permiso, eran las ocho y media.

–El señor Steerforth se alegrará de saber cómo ha dormido usted, señor.

–Muy bien, gracias –contesté–. ¿Qué tal se encuentra el señor Steerforth?

–El señor Steerforth está bastante bien, gracias.

Otra de sus características era no emplear jamás superlativos. Siempre un frío y tranquilo término medio.

–¿Hay algo más que pueda tener el honor de hacer por usted, señor? La campana sonará a las nueve; la familia desayuna a las nueve y media.

–Nada más, muchas gracias.

–Soy quien le da las gracias, si me lo permite, señor.

Y con estas palabras y una ligera inclinación de cabeza al pasar por delante de mi cama, como si quisiera disculparse por aquella puntualización, salió del dormitorio, cerrando la puerta con tanta suavidad como si yo acabara de sumirme en un sueño muy dulce del que dependiera mi vida.

Todas las mañanas sostuvimos exactamente la misma conversación: ni una palabra menos, ni una palabra más; y sin embargo, por mucho que yo hubiera progresado la noche anterior y que hubiera madurado con la compañía de Steerforth, con las confidencias de la señora Steerforth o con las conversaciones de la señorita Dartle, siempre que me hallaba en presencia de aquel hombre tan respetable volvía a ser «de nuevo un niño», tal como cantan nuestros poetas menores.

Littimer trajo dos caballos, y Steerforth, que sabía de todo, me enseñó a montar. Nos proporcionó, asimismo, floretes, y Steerforth me dio lecciones de esgrima; guantes, y, con el mismo maestro, empecé a mejorar en el boxeo. No me preocupaba que Steerforth me encontrase un novato en esas ciencias, pero me resultaba insoportable mostrar mi falta de habilidad ante el respetable Littimer. No tenía ninguna razón para creer que él entendiese de aquellas artes; jamás hizo nada que me indujera a pensar nada semejante, si exceptuamos la vibración de una de sus respetables pestañas; y, sin embargo, siempre que estaba presente mientras practicábamos, yo me sentía el más joven e inexperto de los mortales.

Si describo con tanto detalle a este personaje es por la extraña impresión que causó entonces en mí, así como por lo que ocurrió más adelante.

La semana transcurrió del modo más encantador. Como puede suponerse, pasó volando para un joven como yo, fascinado por todo lo que le rodeaba; y me ofreció tantas oportunidades de conocer mejor a Steerforth y de admirarle más en multitud de aspectos que, al final, tuve la impresión de haber disfrutado de su compañía mucho más tiempo. Tenía una forma cautivadora de tratarme, como si fuera un juguete, que me agradaba mucho más que cualquier otra actitud que hubiera podido adoptar. Me recordaba nuestra vieja amistad, y me parecía una consecuencia natural de ésta; me confirmaba que él no había cambiado; me impedía sentir el desasosiego que de otro modo habría experimentado al comparar mis méritos a los suyos y al sopesar mi derecho a su amistad, como si fuéramos iguales; y, por encima de todo, era un modo de comportarse familiar, espontáneo, cariñoso que no tenía con ninguna otra persona. Al igual que en Salem House me había tratado de distinta manera que a los demás, me satisfacía pensar que en la vida seguía conduciéndose conmigo de un modo muy especial. Creía estar más cerca de su corazón que cualquier otro amigo, y mi corazón rebosaba de cariño por él.

Decidió, pues, acompañarme en mi viaje, y llegó el día de nuestra marcha. Al principio dudó si llevarse o no con él a Littimer, pero resolvió dejarlo en Highgate. Aquel respetable personaje, satisfecho siempre con su suerte, fuera ésta cual fuera, colocó nuestros baúles en el pequeño carruaje que nos llevaría a Londres, como si tuvieran que resistir los baches de varios siglos; y recibió sin inmutarse la propina que modestamente le di.

Nos despedimos de la señora Steerforth y de la señorita Dartle; yo me mostré muy agradecido y la devota madre, muy amable. Lo último que vi fue la mirada imperturbable de Littimer; y percibí en ella la muda convicción de que yo era decididamente muy joven.

No intentaré describir mis sentimientos al regresar con tan buenos augurios a los lugares de mi infancia. Viajamos allí en diligencia. Recuerdo que la reputación de Yarmouth me tenía tan preocupado que cuando Steerforth me dijo, al atravesar sus oscuras callejuelas en dirección a la posada, que, por lo que podía ver, se trataba de un bonito y curioso agujero, alejado del mundo, me sentí sumamente complacido. Nos acostamos nada más llegar (vi unas polainas y un par de zapatos sucios al pasar por delante de la habitación de mi viejo amigo el «Delfín»), y desayunamos bastante tarde al día siguiente. Steerforth, que se hallaba de un humor excelente, había estado paseando por la playa antes de que yo me levantara, y había conocido, según me explicó, a casi todos los pescadores del lugar. Además, había divisado en la lejanía lo que estaba seguro que era la casa del señor Peggotty, con el humo saliendo por la chimenea; y me contó que había estado a punto de entrar en ella y de jurarles que era yo, irreconocible por lo mucho que había crecido.

–¿Cuándo tienes intención de presentarme, Daisy? –inquirió–. Estoy a tu disposición. Organízalo como quieras.

–Pensaba que esta noche sería un buen momento, Steerforth; cuando estén todos alrededor del fuego. Me gustaría enseñarte la casa cuando resulta más acogedora, ¡es un lugar tan curioso!

–Me parece muy bien –repuso Steerforth–. ¡Que sea esta noche!

–No les avisaré de nuestra llegada –expliqué, divertido–. Les daremos una sorpresa.

–¡Oh! ¡Por supuesto! –exclamó Steerforth–. De lo contrario, no tendría gracia. Conozcamos a los aborígenes en su estado natural.

–Aunque esa clase de personas a las que te referiste –señalé.

–¡Ajá! De modo que recuerdas mis escaramuzas con Rosa, ¿no es así? –afirmó, dirigiéndome una mirada muy significativa–. ¡Maldita muchacha! Casi me da miedo. Es como si ejerciera una influencia maléfica sobre mí. Pero será mejor que la olvidemos. ¿Qué vas a hacer ahora? Supongo que visitar a tu niñera, ¿no?

–Naturalmente –respondí–. Lo primero de todo es visitar a Peggotty.

–De acuerdo –dijo Steerforth, mirando su reloj–. ¿Qué tal si te dejo libre dos horas para que llores con ella? ¿Será suficiente tiempo?

Le contesté riendo que creía que sí nos bastaría, pero que también él tenía que venir; pues su fama le había precedido y en casa de Peggotty era un personaje casi tan importante como yo.

–Iré donde quieras –repuso Steerforth–, y haré lo que me digas. Dame la dirección, y dentro de dos horas me presentaré allí en el estado de ánimo que prefieras, cómico o sentimental.

Le expliqué dónde residía el señor Barkis, carretero de Blunderstone y sus alrededores. Una vez hecho esto, me marché solo. El viento era frío y tonificante; el suelo estaba seco, y la mar, clara y rizada; el sol apenas calentaba, pero difundía por doquier su resplandor; y todo parecía nuevo y lleno de vida. Me sentía tan fresco y animado, por la alegría de encontrarme allí, que habría sido capaz de detener a los demás transeúntes para estrecharles la mano.

Las calles me parecieron angostas, como es natural. Creo que las calles que sólo hemos conocido de niños nos dan siempre esa impresión cuando, al cabo de los años, regresamos a ellas. Pero recordaba todos sus detalles y no encontré nada cambiado, hasta que llegué a la tienda del señor Omer. Ahora se leía «Omer y Joram» donde antes estaba escrito «Omer»; pero la inscripción «Pañería, Sastrería, Mercería, Pompas Fúnebres» seguía siendo la misma.

Mis pasos parecieron llevarme de forma tan natural hacia la puerta de la tienda, después de leer aquellas palabras desde la acera de enfrente, que crucé la calle y miré en su interior. En la trastienda, una mujer muy bonita bailaba con un bebé en los brazos, mientras otro pequeño se aferraba a su delantal. No tuve la menor dificultad en reconocer a Minnie y a sus hijos. La puerta acristalada de la sala no estaba abierta; pero en el taller, al otro lado del patio, se oía el viejo compás, como si jamás hubiera cesado.

–¿Está el señor Omer en casa? –pregunté, entrando–. De ser así, me gustaría hablar un momento con él.

–Sí está, señor –respondió Minnie–; su asma le impide salir a la calle con este tiempo. Avisa al abuelo, Joe.

El niño, que se aferraba a su delantal, lanzó un grito tan fuerte que él mismo se sintió intimidado, y ocultó el rostro entre las faldas de su madre, ante la admiración de ésta. Oí cómo se acercaba alguien entre jadeos y resoplidos, y no tardó en presentarse ante mí el señor Omer, más corto de resuello que antaño, aunque no mucho más envejecido.

–A su servicio, señor –dijo el señor Omer–. ¿En qué puedo ayudarle?

–Puede estrecharme la mano, señor Omer, si le parece bien –dije, tendiéndole la mía–. En cierta ocasión fue usted muy bondadoso conmigo, y temo que no supe agradecérselo.

–¿De veras? –repuso el anciano–. Me alegro de oírlo, pero no recuerdo cuándo pudo ser. ¿Está seguro de que era yo?

–Completamente.

–Creo que mi memoria se ha vuelto tan corta como mi resuello –afirmó el señor Omer, mirándome y sacudiendo la cabeza–, pues no lo reconozco.

–¿Acaso no recuerda que vino a buscarme a la diligencia, que desayuné aquí y que después fuimos a Blunderstone juntos, usted, yo, la señora Joram y también el señor Joram, que entonces no era su marido?

–¡Bendito sea Dios! –exclamó el anciano, después de sufrir un ataque de tos a causa de la sorpresa–. ¡Será posible! Minnie, querida, ¿te acuerdas? ¡Claro que sí! Se trataba de una dama, ¿no es cierto?

–Era mi madre –contesté.

–En efecto –manifestó el señor Omer, tocando mi chaleco con su dedo índice–; y había también un niño pequeño… Eran dos personas. Las enterramos juntas. Y fue en Blunderstone, por supuesto. ¡Santo Cielo! ¿Y qué tal le ha ido desde entonces?

Le respondí que muy bien, dándole las gracias, y le dije que esperaba que también a él le hubieran ido bien las cosas.

–La verdad es que no puedo quejarme –aseguró el anciano–. Cada vez me falta más el aliento, aunque rara vez ocurre lo contrario cuando uno envejece. Tomo las cosas como vienen, y trato de sacarles el mejor partido. Es lo mejor que puede hacerse, ¿no le parece?

El señor Omer volvió a toser, a consecuencia de sus carcajadas; y Minnie, que estaba junto a nosotros, haciendo bailar a su bebé sobre el mostrador, corrió en su ayuda.

–¡Ay! –exclamó el anciano–. Sí, lo recuerdo bien, ¡dos personas! ¿Puede usted creer que en aquel mismo viaje decidimos la fecha en que mi Minnie se casaría con Joram? «Fije el día, señor», dice Joram. «Sí, padre», insiste Minnie. Y ahora es mi socio… ¡Mire! ¡Aquí está su benjamín!

Minnie rompió a reír y se atusó los cabellos que llevaba recogidos sobre las sienes, mientras su padre ofrecía uno de sus gruesos dedos al pequeño que bailaba en el mostrador.

–En efecto, ¡dos personas! –rememoró el señor Omer, asintiendo con la cabeza–. ¡Exactamente! Y en estos momentos Joram está fabricando uno gris con clavos plateados, al que le faltan dos buenas pulgadas para llegar a su altura –agregó, señalando al chiquillo que bailaba en el mostrador–. Pero ¿quiere usted tomar algo?

Le di las gracias, y rehusé su ofrecimiento.

–Veamos –continuó el anciano–. La mujer de Barkis, el carretero, hermana del señor Peggotty, el pescador, ¿no tenía algo que ver con su familia? ¿No estaba sirviendo allí?

Mi respuesta afirmativa le complació sobremanera.

–Puesto que estoy recobrando la memoria, supongo que no tardaré en respirar mucho mejor –bromeó el señor Omer–. Pues bien, señor, tenemos aquí de aprendiza a una sobrina suya, una joven de gusto tan refinado en la confección de vestidos que estoy seguro de que no existe en toda Inglaterra una duquesa que pueda rivalizar con ella.

–¿No será la pequeña Emily? –pregunté, de forma involuntaria.

–Se llama Emily –repuso el señor Omer–, y es muy menuda. Pero, créame tiene un rostro que envidian la mitad de las mujeres de esta ciudad.

–¡Qué tontería, padre! –exclamó Minnie.

–Querida –precisó el señor Omer, guiñándome un ojo–, ya sé que no es tu caso, pero la mitad de las mujeres de Yarmouth, y de cinco millas a la redonda, están furiosas con ella.

–Es que Emily debería saber cuál es su lugar, padre –afirmó Minnie–, y no haberles dado motivo para que murmuraran de ella; entonces no habrían podido criticarla.

–¿Eso crees, querida? –dijo el anciano–. ¿Que entonces no habrían podido criticarla? ¿Es ésa experiencia de la vida? ¿Hay algo que una mujer no sea capaz de hacer… especialmente cuando se trata de la belleza de otra?

Creí que había llegado la última hora del señor Omer después de esta ocurrencia tan difamatoria. Empezó a toser tan fuerte y a tener tantas dificultades para recuperar el aliento, a pesar de todos sus esfuerzos, que pensé que vería desaparecer su cabeza detrás del mostrador, mientras sus pequeños calzones negros, con los gastados cintajos en las rodillas, se agitaban en el aire en un último e inútil esfuerzo. Finalmente, sin embargo, se recuperó, pero jadeaba tanto y estaba tan extenuado que tuvo que sentarse en un taburete del mostrador.

–Como ve usted –dijo, enjugándose el rostro y respirando a duras penas–, Emily no ha hecho demasiadas buenas migas con sus compañeras de aquí, ni ha entablado amistad con otras personas, ni se ha preocupado de encontrar novio… Por ese motivo, empezó a circular el infame rumor de que aspiraba a convertirse en una dama. En mi opinión, todo se debe a que en el colegio decía que, si algún día era una señora, haría esto y lo otro por su tío, y le regalaría toda clase de cosas bonitas.

–Puedo asegurarle, señor Omer, que me decía lo mismo cuando éramos niños –exclamé con vehemencia.

El anciano asintió con la cabeza y se frotó la barbilla.

–Precisamente. Además, ella sabía vestirse con cualquier cosa mejor que otras que se gastaban mucho dinero, lo que no hizo sino empeorar la situación. Por otra parte, era lo que podría llamarse una joven voluntariosa… incluso me atrevería a afirmar, lo que yo llamo una joven voluntariosa –afirmó el señor Omer–; y no sabía bien lo que quería, pues era un poco mimada y, al principio, era incapaz de ceder. Pero no se ha dicho nada más contra ella, ¿verdad, Minnie?

–No, padre –replicó la señora Joram–. Creo que ésas han sido las peores habladurías.

–Por eso, cuando logró colocarse de señorita de compañía en casa de una dama muy anciana, que estaba siempre malhumorada, y tuvieron algunas diferencias, ella se marchó. Finalmente, vino aquí para trabajar como aprendiza durante tres años. Ya han transcurrido casi dos, y le aseguro que es la mejor chica que hemos tenido jamás. ¡Vale por seis! Minnie, ¿no es cierto que ahora vale por seis?

–Sí, padre –contestó Minnie–. ¡No quisiera quitarle ningún mérito!

–Muy bien –manifestó el señor Omer–. Así me gusta. Y ahora, joven caballero –agregó, después de frotarse unos instantes más la barbilla–, como no quiero que piense que tengo tan larga la lengua como corto el resuello, será mejor que me calle.

Como al hablar de Emily lo hacían en voz muy baja, tuve la certeza de que ésta se encontraba cerca. Se lo pregunté al señor Omer, que asintió con la cabeza y señaló en dirección a la puerta de la sala. Me apresuré a pedirle permiso para echar un vistazo y, cuando me lo concedió, miré por el cristal y la vi allí sentada trabajando. Me pareció la más hermosa de las criaturas, con aquellos ojos azules y serenos que habían llegado hasta el fondo de mi corazón infantil y que ahora volvía sonrientes hacia otro hijo de Minnie, que jugaba a su lado. La expresión decidida de su alegre rostro justificaba cuanto acababan de decirme, si bien aún quedaba en ella una buena parte de la timidez y de la coquetería de antaño. Pero no había nada en su belleza, estoy seguro, que no estuviera destinado a la bondad y a la felicidad, siguiendo un camino bueno y dichoso.

Durante todo ese tiempo, el viejo compás siguió sonando al otro lado del patio, como si no hubiera cesado nunca. ¡Ay! Para nuestra desdicha, se trataba de una melodía que jamás se interrumpe.

–¿No quiere entrar y hablar con ella? –inquirió el señor Omer–. ¡Vamos, señor! Considérese en su casa.

Sin embargo, era demasiado tímido para hacerlo; no sólo tenía miedo de que ella se ruborizara, sino también de no poder disimular mi embarazo. Pero me informé de la hora a la que salía del taller, a fin de que estuviera presente en nuestra visita; y, despidiéndome del señor Omer, de su preciosa hija y de sus nietos, me dirigí a casa de mi vieja y querida Peggotty.

¡Allí estaba, en su cocina embaldosada, preparando el almuerzo! Llamé a la puerta y me abrió en seguida, preguntándome qué deseaba. La miré con una sonrisa, que ella no me devolvió. Yo no había dejado de escribirle, pero debíamos de llevar siete años sin vernos.

–¿Está el señor Barkis en casa? –pregunté, fingiendo cierta rudeza.

–En efecto, señor –respondió Peggotty–; pero su reumatismo le obliga a guardar cama.

–¿Sigue viajando a Blunderstone? –inquirí.

–Cuando su salud se lo permite –contestó.

–Y usted, señora Barkis, ¿va alguna vez allí?

Me miró con más atención, y observé que se apresuraba a juntar las manos.

–Me gustaría preguntarle por una casa llamada… ¿Cuál era su nombre? Rookery –exclamé.

Dio un paso atrás y extendió las manos, con aire temeroso e indeciso, como si quisiera mantenerme alejado.

–¡Peggotty! –le grité.

–¡Mi querido niño! –exclamó ella.

Y rompimos en llanto, el uno en brazos del otro.

No tengo corazón para relatar las extravagancias que cometió; se reía y lloraba a la vez; se sentía orgullosa, y muy feliz, aunque le apenaba profundamente que no pudiera estrecharme entre sus brazos aquella de quien yo habría sido el orgullo y la alegría. Ni se me pasó por la imaginación que pudiera resultar pueril responder a sus muestras de cariño. Me atrevo a decir que jamás había reído y llorado con más libertad que aquella mañana, ni siquiera delante de ella.

–¡Barkis se alegrará tanto de verlo! –afirmó Peggotty, enjugándose las lágrimas con el delantal–. Esta visita le sentará mucho mejor que todos sus linimentos. ¿Puedo ir a decirle que está aquí? ¿Quiere subir a verlo, tesoro mío?

Naturalmente que quería. Pero a Peggotty no le fue tan fácil salir de la habitación como ella pensaba, pues, cada vez que llegaba a la puerta y se volvía para mirarme, corría hacia mí de nuevo para reír y llorar sobre mi hombro. Finalmente, a fin de facilitarle las cosas, subí las escaleras con ella; y, después de esperar fuera unos instantes, mientras ella le anunciaba mi visita, me presenté delante del enfermo.

Me recibió con el mayor entusiasmo. Como estaba demasiado dolorido para estrecharme la mano, me pidió que sacudiera la borla de su gorro de dormir, lo que hice del modo más efusivo. Cuando me senté junto a su cama, dijo que le sentaba muy bien tener la sensación de que me conducía nuevamente a Blunderstone. Así acostado, con el rostro hacia arriba, tan tapado que daba la impresión de no ser más que una cara –como un querubín convencional–, parecía el objeto más extraño que he contemplado jamás.

–¿Cuál fue el nombre que escribí en el carromato, señor? –preguntó el señor Barkis, con una pobre sonrisa de reumático.

–¡Ah! Qué largas conversaciones tuvimos sobre ese asunto, ¿verdad, señor Barkis?

–Estuve disponible durante mucho tiempo, ¿no cree, señor?

–Así es, durante mucho tiempo –respondí.

–Y no lo lamento –dijo el señor Barkis–. ¿Se acuerda de aquella vez que me dijo que era ella la que hacía los pasteles de manzana y la que preparaba las comidas?

–Lo recuerdo muy bien –repuse.

–Era tan cierto como que el sol sale por las mañanas –afirmó el señor Barkis, moviendo su gorro de dormir (lo único que podía hacer para dar mayor énfasis a sus palabras)–. Tan cierto como que existen los impuestos… Y ¿qué puede haber más real que los impuestos?

El señor Barkis volvió sus ojos hacia mí, como si necesitara mi beneplácito; naturalmente, se lo di.

–No hay nada más real que ellos –insistió el señor Barkis–; es algo que un hombre tan pobre como yo descubre cuando está enfermo. Porque soy un hombre muy pobre, señor.

–No sabe cuánto lo siento, señor Barkis.

–Un hombre muy pobre, eso es lo que soy –repitió él.

Sacó entonces, con mucha lentitud y esfuerzo, su brazo derecho de debajo las sábanas y, con mano insegura y vacilante, cogió un bastón que había colgado a un lado de la cama. Después de buscar algo a tientas con él, mientras su rostro adoptaba las más variadas expresiones de angustia, el señor Barkis se topó con una caja, cuyo extremo yo no había dejado de ver todo el tiempo. Sólo entonces pareció tranquilizarse.

–Ropa vieja –señaló el carretero.

–¡Ah! –contesté.

–¡Ojalá fuera dinero, señor Copperfield! –exclamó el señor Barkis.

–¡Ojalá! –respondí.

–Pero no lo es –aseguró, abriendo los ojos cuanto pudo.

Le dije que estaba convencido de eso, y el señor Barkis, dulcificando la mirada, se volvió hacia Peggotty y dijo:

–Es la mujer más trabajadora y bondadosa que existe, C.P. Barkis. Merece todos los elogios que puedan hacerse de ella, ¡y muchos más! Querida, prepararás un buen almuerzo para nuestro invitado; algo delicioso para comer y beber, ¿eh?

Tendría que haber protestado contra aquella innecesaria demostración en mi honor, pero me di cuenta de que Peggotty, que se hallaba al otro lado de la cama, estaba deseosa de que no lo hiciera. Así que guardé silencio.

–Tengo un poco de dinero por aquí, querida –exclamó el señor Barkis–, pero estoy algo cansado. Si el señor David y tú me dejáis echarme una pequeña siesta, intentaré encontrarlo cuando me despierte.

Obedeciendo sus deseos, salimos de la habitación. Peggotty me contó que su marido era ahora «un poquito más agarrado» de lo que era antes, que siempre recurría a la misma estratagema antes de sacar una moneda, y que sufría unos dolores terribles al arrastrarse fuera de la cama y sacar el dinero de aquella maldita caja. En efecto, no tardamos en oír unos gemidos ahogados sumamente lúgubres, pues aquel comportamiento de urraca era una especie de tortura para todas sus articulaciones; los ojos de Peggotty reflejaban una gran compasión por su marido, pero me dijo que aquel impulso de generosidad le sentaría muy bien, y que era mejor seguirle la corriente. De modo que el señor Barkis siguió gimiendo hasta que logró acostarse de nuevo, padeciendo sin duda un verdadero martirio; luego nos llamó, como si acabara de despertarse de un sueño reparador, y sacó una guinea de debajo de la almohada. La satisfacción de haber conseguido engañarnos con éxito, y de conservar el secreto impenetrable de su caja, parecieron compensar con creces todos sus tormentos.

Avisé a Peggotty de la llegada de Steerforth, que no tardó en presentarse. Estoy convencido de que a ella le hubiera dado lo mismo que se tratara de un benefactor suyo o de un buen amigo mío; en los dos casos, lo habría recibido con la mayor gratitud y el mayor respeto. Pero el buen humor de mi amigo, sus modales educados, sus hermosas facciones, su don natural para adaptarse a quien quisiera agradar y para llegar al corazón ajeno, conquistaron a Peggotty en menos de cinco minutos. La actitud de Steerforth conmigo habría bastado para ganar el afecto de mi vieja y querida niñera; sin embargo, al sumarse tantas buenas razones, creo sinceramente que, antes de que se despidiera aquella noche, ella sentía ya una especie de adoración por él.

Se quedó a cenar con nosotros. Si dijera que lo hizo de buena gana, no reflejaría ni la mitad de su entusiasmo y disposición. Cuando entró en el cuarto del señor Barkis, fue como si entraran en él el aire y la luz, iluminándolo y refrescándolo todo como si llegara el buen tiempo. No hubo ruido, ni esfuerzo, ni arrogancia en nada de lo que hizo. Se comportó con una sencillez asombrosa, como si fuera incapaz de obrar de un modo diferente o mejor; fue tan cortés, tan natural y tan afable que, incluso hoy en día, me emociono al recordarlo.

Pasamos un rato muy alegre en la pequeña sala, donde el , que nadie había vuelto a hojear desde mi marcha, continuaba encima del escritorio como en los viejos tiempos; lo abrí para mirar sus terribles ilustraciones, tratando de rememorar las sensaciones que habían despertado en mí, aunque sin poderlas experimentar de nuevo. Cuando Peggotty habló del cuarto que ella consideraba mío, asegurando que estaba preparado para recibirme y que esperaba que durmiese allí, Steerforth, antes de que yo le mirara con aire indeciso, se hizo dueño de la situación:

–Naturalmente –exclamó–. Durante nuestra estancia en Yarmouth, tú dormirás aquí y yo, en el hotel.

–Pero no me parece de buen compañero traerte tan lejos para luego abandonarte, Steerforth –afirmé.

–¡En nombre del Cielo! ¿Acaso no es tu lugar natural? ¿Qué importancia tiene lo que te «parece»?

Y el asunto quedó zanjado.

Estuvo encantador hasta el último momento, es decir hasta que, a las ocho en punto, nos dirigimos a la gabarra del señor Peggotty. Su atractivo fue en aumento a medida que pasaban las horas, y ya entonces me percaté de algo de lo que estoy convencido ahora: en su afán por agradar, la conciencia de su éxito volvía aún más fina su percepción, sutil por naturaleza. Si alguien me hubiera dicho esa noche que todo aquello no era más que un brillante juego al que se abandonaba por la simple excitación del momento, para huir del aburrimiento y probar su superioridad, en un empeño estéril y vacío por conquistar algo que no tenía valor para él y abandonarlo un instante después… Si alguien me hubiera contado semejante mentira esa noche, ¡no sé de qué modo habría desahogado mi indignación!

Tal vez sólo se habrían acrecentado, de ser posible, los románticos sentimientos de lealtad y de amistad que albergaba en mi pecho mientras caminaba a su lado, por el frío y oscuro arenal, hacia la vieja gabarra; el viento susurraba incluso más lúgubremente que la noche en que, por primera vez, crucé el umbral del señor Peggotty.

–¡Qué lugar tan salvaje! ¿No te parece, Steerforth?

–Resulta bastante tétrico en la oscuridad –contestó mi amigo–; y la mar ruge como si sintiera hambre al vernos. Aquella luz de allí, ¿no es la barca del señor Peggotty?

–Sí, sí que lo es.

–Es la misma barca de esta mañana –exclamó mi amigo–. Supongo que el instinto me llevó hacia ella.

No hablamos más mientras nos acercábamos a la luz, y nos dirigimos silenciosos a la puerta. Puse la mano sobre el picaporte y, susurrando a Steerforth que me siguiera, entré.

Desde fuera habíamos oído un murmullo de voces y, en el instante de entrar, unos aplausos; me sorprendió comprobar que ese último sonido procedía de la casi siempre inconsolable señora Gummidge. Pero no sólo la anciana se mostraba más excitada de lo habitual. El señor Peggotty, radiante de felicidad y riéndose a carcajadas, esperaba con los brazos abiertos a que la pequeña Emily corriera a refugiarse en ellos; Ham, con una expresión en la que se mezclaba la admiración, la alegría y una especie de paralizante timidez que le sentaba muy bien, le daba la mano a Emily, como si estuviera presentando a la muchacha al señor Peggotty; y ella, con las mejillas encendidas por el rubor, pero dichosa de ver la satisfacción de su tío, como reflejaba su mirada risueña, a punto estaba de escapar de Ham para precipitarse en brazos del señor Peggotty, algo, sin embargo, que nuestra llegada le impidió (pues fue la primera en vernos). Y ése fue el espectáculo que apareció ante nuestros ojos en el momento en que pasamos de la noche oscura y fría a la estancia caldeada y llena de luz. La señora Gummidge, al fondo, aplaudía como una loca.

Cuando entramos en la barca, aquella pequeña escena se deshizo, y uno habría dudado de que hubiera existido jamás. Me encontraba en medio de la sorprendida familia, frente al señor Peggotty y tendiéndole la mano, cuando Ham gritó:

–¡El señorito Davy! ¡Es el señorito Davy!

Un instante después, todos estábamos estrechándonos las manos, preguntándonos qué tal nos iba, diciéndonos lo contentos que estábamos de vernos, y hablando al unísono. El señor Peggotty estaba tan orgulloso y tan feliz de nuestra visita que no sabía qué decir ni qué hacer; me estrechaba la mano una y otra vez, y luego hacía lo mismo con Steerforth, despeinándose la hirsuta pelambrera que le cubría la cabeza y soltando unas risotadas tan alegres y estrepitosas que daba gusto verlo.

–Que unos caballeros… unos caballeros hechos y derechos… hayan venido a mi casa precisamente esta noche, entre todas las noches de mi vida –exclamó el señor Peggotty–, es algo extraordinario. ¡Vaya si lo es! ¡Emily, tesoro, ven aquí! ¡Ven aquí, brujita mía! ¡Éste es el amigo del señorito Davy, pequeña! ¡Éste es el caballero de quien tanto has oído hablar, Emily! Viene a verte, con el señorito Davy, en la noche más hermosa que tu tío ha visto o verá en su vida. ¡Hurra!

Llegamos inesperadamente al hogar del señor Peggotty

Después de pronunciar este discurso de un tirón, con enorme entusiasmo, cogió con sus manazas la cara de su sobrina, la besó una docena de veces, la apoyó con ternura y con orgullo en su ancho pecho, y la acarició con la misma dulzura que si su mano fuera la de una dama. Después la dejó marchar; y, mientras ella corría a su pequeña habitación, la misma que yo había ocupado de niño, él se volvió a mirarnos, sofocado y sin aliento de lo grande que era su alegría.

–Si estos dos caballeros… unos caballeros hechos y derechos, y ¡qué caballeros!… –empezó a decir.

–¡Eso es lo que son! –exclamó Ham–. ¡Bien dicho! ¡Eso es lo que son! Sí, señorito Davy, ¡dos caballeros hechos y derechos!

–Si estos dos caballeros, hechos y derechos –prosiguió el señor Peggotty–, no me disculpan por hallarme en este estado cuando se enteren de lo que ocurre, les pediré perdón. ¡Emily, tesoro! Ella sabe lo que voy a decirles, por eso se ha escondido… –señaló, soltando otra carcajada–. ¿Tendría la bondad de ir a ver qué hace, señora Gummidge?

La anciana asintió con la cabeza y desapareció.

–Si ésta no es la noche más hermosa de mi vida –afirmó el señor Peggotty, sentándose entre nosotros delante del fuego–, es que soy un crustáceo… y además cocido… Es lo único que puedo decir. Esta pequeña Emily, señor –comentó en voz baja a Steerforth–, la que acaba usted de ver roja como la grana…

Steerforth se limitó a asentir con la cabeza; pero parecía tan interesado y tan complacido con las confidencias del señor Peggotty, que éste último le contestó como si hubiera hablado.

–Sí –continuó nuestro anfitrión–. Así es ella. Gracias, señor.

Ham me miró varias veces, asintiendo con la cabeza, como si quisiera confirmar las palabras de su tío.

–Esta pequeña Emily nuestra –prosiguió el señor Peggotty– ha sido en esta casa… soy un hombre ignorante, pero ésta es mi opinión… lo que sólo una criaturita de ojos brillantes ser en una casa. No es hija mía, yo nunca tuve hijos; pero no podría quererla más. ¿Comprende lo que le digo? ¡No podría!

–Le entiendo muy bien –respondió Steerforth.

–Lo sé, señor –añadió el señor Peggotty–, y se lo agradezco de nuevo. El señorito Davy puede recordar lo que era Emily; usted puede juzgar por sí mismo lo que es; pero ninguno de los dos será capaz de comprender lo que la pequeña Emily ha sido y será para mi tierno corazón. Soy un hombre rudo, señor –continuó el señor Peggotty–, tan rudo y áspero como un erizo de mar; pero nadie, excepto quizá una mujer, puede saber lo que la pequeña Emily significa para mí. Y, entre nosotros –agregó, hablando todavía más bajo–, mujer no sería tampoco la señora Gummidge, aunque tiene un montón de cualidades.

El señor Peggotty volvió a alborotar sus cabellos con sus gruesos dedos, como si quisiera prepararse para lo que iba a decir, y prosiguió con una mano apoyada en cada rodilla:

–Había cierta persona que conocía a nuestra Emily desde los tiempos en que su padre se ahogó; que la había visto todos los días: de chiquilla, de jovencita, de mujer. No es que sea muy buen mozo, que no lo es –exclamó el señor Peggotty–, se parece bastante a mí… un hombre rudo… como el viento del sudoeste… un verdadero lobo de mar… Pero, en conjunto, un muchacho muy honrado, con el corazón en su sitio.

Creo que jamás había visto a Ham sonreír tan abiertamente como en aquellos momentos.

–Y ¿qué hace ese bendito marinero sino entregar ese corazón suyo a nuestra pequeña Emily? –afirmó el señor Peggotty, en el cenit de su alegría–. La sigue a todas partes, se convierte en una especie de criado para ella, llega incluso a perder el apetito, y, al final, decide contarme lo que le sucede. Yo deseaba que nuestra pequeña Emily encontrara ya un buen marido. En todo caso, quería verla comprometida con un hombre honrado que pudiera protegerla. Ignoro cuánto tiempo viviré, o si he de morir pronto; sólo sé que si una noche un golpe de viento volcara mi barca y viera por última vez las luces de Yarmouth, brillando por encima de unas olas a las que no pudiera remontar, me iría al fondo mucho más tranquilo si pudiera pensar: «Hay un hombre en tierra firme, que será siempre leal a mi pequeña Emily ¡Dios la bendiga! ¡Nada malo le ocurrirá a mi niña mientras él siga con vida!».

El señor Peggotty, llevado por la emoción, agitó su mano derecha como si dijera adiós a las luces de la ciudad; cuando su mirada se cruzó con la de Ham, los dos hicieron un gesto de asentimiento y nuestro anfitrión prosiguió:

–Entonces le aconsejo que hable con Emily. Ya es todo un hombre, pero es más tímido que un chiquillo, y no le gusta mi idea. Así que soy quien se lo cuenta a ella. «¿Qué? ¿?», exclama Emily. «¿, a quien conozco desde hace tantos años, y a quien tengo tanto cariño? ¡Oh, tío! Nunca podré casarme con . ¡Es tan buen muchacho!» Le doy un beso y me limito a decirle: «Mi niña, haces bien en contestar así, tienes que elegir tú misma, eres tan libre como un pajarillo». Luego vuelvo a hablar con él y le digo: «Me habría gustado mucho, pero no es posible. Podéis seguir los dos como hasta ahora, y hazme caso, pórtate como un hombre, no dejes que cambie nada entre vosotros». Y él me responde, estrechando mi mano: «¡Así lo haré!». Y, durante dos años, fue un hombre fuerte y leal, y siguió siendo en casa el mismo de siempre.

El rostro del señor Peggotty, que había ido cambiando de expresión a medida que avanzaba su relato, recuperó toda su alegría triunfal y, con una mano sobre mi rodilla y otra sobre la de Steerforth (se las había humedecido antes para dar mayor énfasis a sus palabras), prosiguió su narración:

–De pronto, una noche, que bien podría ser ésta, llega la pequeña Emily de su trabajo y ¡él la acompaña! No hay nada raro en , me dirán. No, pues él cuida de ella como un hermano, cuando anochece, y antes de que anochezca, y a todas horas. Pero este rudo marinero le coge la mano y me anuncia muy contento: «¡Mire! ¡Aquí tiene a mi futura mujercita!». Y ella dice, entre atrevida y vergonzosa, medio riendo y medio llorando: «¡Sí, tío! Si le parece bien». ¡Que si me parece bien! –exclamó el señor Peggotty, moviendo la cabeza extasiado–. ¡Señor, como si pudiera parecerme otra cosa! «Si le parece bien, me he vuelto más sensata, y lo he pensado mejor; haré cuanto esté en mis manos por ser una buena mujercita para él, ¡es tan bueno y lo quiero tanto!» Entonces la señora Gummidge empieza a aplaudir como en el teatro y entran ustedes, caballeros. ¡Y eso es todo! ¡Se descubrió el pastel! –bromeó el señor Peggotty–. La escena acaba de ocurrir; y éste es el hombre que se casará con ella en cuanto acabe su aprendizaje de modista.

Ham se tambaleó, lo que no tuvo nada de sorprendente, bajo el manotazo que el señor Peggotty, llevado de su infinita alegría, le dio en señal de confianza y amistad; pero creyendo que había llegado su turno de hablar, nos dijo, titubeando y con mucha dificultad:

–No era más alta que usted, señorito Davy… la primera vez que vino… cuando se me ocurrió imaginarla de mayor. Y la vi crecer, caballeros… como una flor. Daría mi vida por ella, señorito Davy. ¡Y con la mayor alegría! Ella es para mí, caballeros… más que todo lo que pueda desear, y más de lo que… jamás podría expresar. La quiero con toda mi alma. No hay caballero sobre la tierra… ni tampoco sobre el mar… que pueda querer a su dama más que yo… Aunque muchos hombres sencillos… dirían mejor que yo… lo que sienten.

Me pareció enternecedor ver a un joven tan robusto como Ham temblando por la intensidad de su amor por la hermosa criaturita que se había adueñado de su corazón. Pensé que la confianza que tanto él como el señor Peggotty habían depositado en nosotros era, de por sí, conmovedora. La historia me emocionó. No sé hasta qué punto influían en mi ánimo los recuerdos de mi infancia, ni si había llegado con alguna vaga idea de seguir amando a la pequeña Emily. Sólo sé que me sentía muy complacido; aunque, al principio, mi alegría estuvo teñida de una emoción indescriptible, y habría bastado muy poco para que se convirtiera en dolor.

Por ese motivo, si hubiera dependido de mí hacer vibrar la cuerda sensible de todos los presentes con algún comentario, mi intervención habría sido poco afortunada. Pero ese honor le correspondía a Steerforth; y lo hizo con tanta maestría que, en pocos minutos, nos sentimos todo lo felices y contentos que podíamos llegar a sentirnos.

–Señor Peggotty –dijo–, es usted un hombre excelente y merece ser siempre tan feliz como esta noche. ¡Choque esa mano! Ham, muchacho, ¡enhorabuena! ¡Choque también esa mano! Daisy, aviva el fuego, ¡consigue que arda con brío! Y, señor Peggotty, si no logra usted convencer a su encantadora sobrina (a quien dejo este sitio en el rincón) de que vuelva, me marcharé. No quisiera, ni por todas las riquezas de las Indias, ser la causa de que, en una noche como ésta, faltara alguien junto a la chimenea, y mucho menos ella.

De modo que el señor Peggotty fue a mi viejo dormitorio a buscar a la pequeña Emily. Al principio, no quería venir, y Ham tuvo que ir también a convencerla. En seguida la trajeron junto a la lumbre, muy confusa e intimidada, pero no tardó en recobrar la seguridad cuando vio lo amable y respetuoso que era Steerforth con ella; con qué delicadeza eludía cuanto pudiera incomodarla; cómo conversaba con el señor Peggotty de botes, barcos, mareas y peces; cómo hablaba de mí en la época en que había conocido al señor Peggotty en Salem House; lo encantado que estaba con la gabarra y con cuanto había en su interior; la gracia y la desenvoltura con que llevó la conversación hasta encerrarnos, poco a poco, en un círculo encantado, donde todos hablábamos sin reservas.

La pequeña Emily apenas despegó los labios en toda la velada; pero miraba, escuchaba, su rostro se animaba, y no podía estar más encantadora. A raíz de su conversación con el señor Peggotty, Steerforth nos contó la historia de un terrible naufragio, igual que si lo estuviera viendo en esos instantes; la pequeña Emily lo contemplaba absorta, como si también ella tuviera aquella escena ante sus ojos. Para aliviar la tensión, Steerforth nos relató una cómica aventura que le había tocado vivir, y lo hizo con el mismo regocijo que si aquella anécdota fuera tan nueva para él como para nosotros. Y la pequeña Emily rió hasta que la barca empezó a vibrar con tan musical sonido, y, contagiados por su alegría y despreocupación, todos la imitamos, incluido Steerforth. Éste convenció al señor Peggotty de que cantara, o más bien bramara: «Cuando los vientos huracanados soplan, soplan, soplan»; y después entonó él mismo una canción de marineros, con tanto sentimiento y con una voz tan hermosa que tuve la sensación de que el viento, rondando lúgubremente alrededor de la casa y susurrando quedamente en medio de nuestro silencio, nos escuchaba.

Steerforth logró sacar a la señora Gummidge de su abatimiento, algo que nadie había conseguido jamás (según me informó el señor Peggotty) desde la muerte de su marido. Le dejó tan poco tiempo para pensar en sus desgracias que, al día siguiente, la anciana decidió que la había embrujado.

Pero no monopolizó ni la atención general, ni la conversación. Estuvo callado y muy atento, mirándonos pensativo, cuando la pequeña Emily se armó de valor y me habló (todavía con timidez) desde el otro lado de la lumbre de nuestros viejos paseos por la playa en busca de conchas y guijarros, y yo le pregunté si se acordaba de cuánto la quería entonces, y los dos nos ruborizamos y rompimos a reír al evocar aquellos tiempos tan felices que ahora nos parecían irreales. Durante toda la velada, la pequeña Emily estuvo sentada en el pequeño cajón junto al fuego, y Ham a su lado, en el lugar que yo solía ocupar. No logré adivinar si no dejaba de arrimarse a la pared, alejada de él, para hacerle sufrir un poco o por pudor ante nuestra presencia; pero observé que siguió así durante toda nuestra visita.

Creo recordar que era casi medianoche cuando nos despedimos. Habíamos cenado algunas galletas y pescado en salazón, y Steerforth había sacado de su bolsillo una petaca llena de ginebra de Holanda, que los hombres (ahora puedo decir «hombres» sin sonrojarme) habíamos vaciado. Nos dijimos adiós alegremente; y, cuando todos se agolparon en la puerta para alumbrar nuestro camino lo más posible, vi los ojos azules de la pequeña Emily asomarse para mirarnos con dulzura por detrás de Ham, y oí su melodiosa voz gritarnos que tuviéramos cuidado.

–¡Qué criatura tan hermosa y tan encantadora! –exclamó Steerforth, cogiéndome del brazo–. ¡En fin! Un lugar pintoresco, y una compañía de lo más curiosa; tratar con ellos ha sido toda una experiencia.

–¡Qué suerte hemos tenido –respondí yo– de llegar a tiempo para ser testigos de su felicidad ante la perspectiva de ese matrimonio! Jamás había visto a nadie tan dichoso. Ha sido un placer contemplar esa escena y participar de su honesta alegría, como lo hemos hecho.

–El muchacho es un poco simple para ella, ¿no es cierto? –comentó Steerforth.

Se había mostrado tan cordial con Ham y con todos ellos que aquel comentario frío e inesperado me desagradó. Pero, al volverme hacia él y ver una sonrisa en sus ojos, me tranquilicé.

–¡Ay, Steerforth! ¡Mira que bromear a costa de los pobres! Puedes discutir con la señorita Dartle, o intentar ocultar tus simpatías para burlarte de mí, pero te conozco mejor de lo que crees. Cuando veo lo bien que los comprendes, con qué delicadeza compartes su júbilo, como acabas de hacerlo con ese sencillo pescador, o cuánto te conmueve el amor de mi vieja niñera, sé que no puede resultarte indiferente ninguna alegría, ninguna pena, ninguna emoción de esa gente. ¡Y por eso te quiero y te admiro, Steerforth, veinte veces más!

Entonces se detuvo y, mirándome a la cara, dijo:

–Daisy, estoy convencido de que hablas en serio y de que eres bueno. ¡Ojalá todos fuéramos así!

Un instante después entonaba alegremente la canción del señor Peggotty, mientras andábamos a buen paso de regreso a Yarmouth.

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