David Copperfield

XXX Una pérdida

XXX

Llegué a Yarmouth al anochecer y me dirigí a la posada. Sabía que la habitación libre de Peggotty, mi dormitorio, no tardaría en ser ocupada si el terrible Visitante, ante el que todos los vivos deben inclinarse, no estaba ya en la casa; de modo que entré en la posada, cené y reservé un cuarto.

Eran las diez cuando salí a la calle. Apenas quedaban comercios abiertos y la ciudad parecía desierta. Al llegar a la altura de Omer y Joram, vi que los postigos de las ventanas estaban cerrados, pero no la puerta. Como distinguí la figura del señor Omer en el interior, fumando su pipa junto a la puerta de la trastienda, decidí entrar y preguntarle qué tal estaba.

–¡Caramba! –dijo el señor Omer–. ¿Cómo se encuentra usted? Siéntese. No le molesta el humo, ¿verdad?

–En absoluto –contesté–. Me gusta… en la pipa de otros.

–Y no en la suya, ¿eh? –exclamó el señor Omer, riéndose–. ¡Tanto mejor, señor! Es una mala costumbre para un joven. Siéntese. Yo fumo por el asma.

El señor Omer me hizo sitio y trajo una silla. Tomó asiento de nuevo, sin resuello, aspirando el tabaco de su pipa como si fuera a suministrarle el aire que le impediría irse al otro mundo.

–He oído con pesar malas noticias del señor Barkis –señalé.

El señor Omer me miró gravemente y movió la cabeza.

–¿Sabe usted cómo se encuentra esta noche? –inquirí.

–Si no se lo he preguntado yo, ha sido por delicadeza –respondió el anciano–. Es uno de los inconvenientes de nuestro negocio. Cuando alguien enferma, no interesarnos por su salud.

Era un problema que no se me había ocurrido; aunque también yo, al entrar en la tienda, había temido oír el viejo martilleo. Comprendí, sin embargo, que el señor Omer tenía razón, y se lo dije.

–Sí, sí, usted me entiende –exclamó el anciano, moviendo la cabeza–. No nos atrevemos. Créame, casi nadie se recuperaría del susto si nos oyera decir: «Omer y Joram le envían saludos y desean saber cómo se encuentra esta mañana»… o esta tarde… según la ocasión.

Los dos asentimos, y el señor Omer tomó aliento con la ayuda de su pipa.

–Es algo que impide a la gente de mi profesión ser todo lo amable que desearía –prosiguió el señor Omer–. Fíjese en mi caso, por ejemplo. No se trata de una amistad de un año, ¡llevo más de cuarenta años saludando a Barkis cuando pasa por aquí! Y, sin embargo, ni siquiera puedo preguntar por su salud.

Me pareció bastante doloroso para él, y se lo dije.

–No creo ser más egoísta que los demás –dijo–. ¡Fíjese en mí! En cualquier momento puede faltarme la respiración, ¿cómo voy a ser egoísta en semejantes circunstancias? Sería extraño en un hombre que sabe que su respiración está a punto de fallar, al igual que un fuelle al que dieran un corte, y que además es abuelo.

–Tiene razón.

–Y no es que me queje de mi trabajo –añadió el señor Omer–. No se trata de eso. Tiene cosas buenas y cosas malas, como todas las profesiones. Lo que me gustaría es que la gente tuviera más temple.

El señor Omer, con rostro afable y satisfecho, dio algunas bocanadas en silencio.

–Así, pues, nos vemos obligados a contentarnos con las noticias del señor Barkis que nos da Emily. Ella sabe cuáles son nuestras verdaderas intenciones, y no le inspiramos más temores o recelos que si fuéramos simples corderos. Todas las tardes va a ayudar un poco a su tía, después del trabajo, y Minnie y Joram acaban de ir allí, a fin de preguntarle cómo se encuentra esta noche. Si quiere esperar hasta que regresen, le darán toda clase de detalles. ¿Le apetece tomar algo? ¿Un vaso de ponche con agua? Yo siempre bebo un poco mientras fumo –exclamó, cogiendo su vaso–, pues dicen que suaviza las vías por donde pasa esa maldita respiración mía. Pero no son éstas las que se hallan en mal estado –aseguró con voz ronca–. Como le digo a mi hija Minnie, ¡que me den el aire suficiente, y ya me encargaré yo de encontrarle paso!

Lo cierto es que andaba tan corto de aliento que resultaba de lo más alarmante verlo reír. Cuando estuvo de nuevo en condiciones de que le hablaran, le di las gracias por su ofrecimiento, que rehusé explicándole que acababa de cenar. Después de añadir que esperaría el regreso de su hija y de su yerno, ya que tenía la amabilidad de invitarme, le pregunté por la pequeña Emily.

–Para serle sincero, señor –respondió el señor Omer, retirando la pipa de su boca para rascarse la barbilla–, me alegrará mucho verla casada.

–¿Por qué motivo? –inquirí.

–Porque está muy inquieta –contestó el anciano–. No es que no siga tan hermosa como siempre… puedo asegurarle que cada día está más hermosa. No es que no trabaje tan bien como antes, porque lo hace igual. Antes valía por seis, y ahora continúa valiendo por seis. Y, sin embargo, es como si le faltara entusiasmo. No sé si comprenderá usted lo que quiero decir con la expresión: «¡Un último esfuerzo! ¡Vamos, muchachos! ¡Hurra!» –prosiguió el señor Omer, rascándose de nuevo la barbilla con aire pensativo–. Y eso es, en términos generales, lo que echo de menos en Emily.

El rostro y los ademanes del señor Omer fueron tan expresivos que asentí con la cabeza, como si adivinase lo que quería dar a entender. Mi rapidez de comprensión pareció satisfacerle, y prosiguió.

–Pues bien, considero que todo eso se debe principalmente a lo incierto de su situación. He hablado mucho del asunto con su tío y con su novio, después del trabajo; y mi opinión es que necesita establecerse. No debemos olvidar –dijo el señor Omer– que Emily es una criatura extraordinariamente cariñosa. Dice el refrán que no puede hacerse una bolsa de seda con la oreja de una cerda. La verdad es que no lo sé. Pienso que tal vez sea posible si se empieza a una edad temprana. Esa vieja gabarra se ha convertido para ella en un hogar más precioso que un palacio de mármol y de piedra.

–¡Estoy convencido! –exclamé.

–El afecto que esa linda criatura siente por su tío –continuó el señor Omer–, y el modo en que se abraza a él, cada vez con más fuerza, resulta conmovedor. Ya sabe usted que, cuando ocurre algo así, se está librando una lucha interior. ¿Por qué prolongarla entonces más de lo necesario?

Yo escuchaba atentamente al bondadoso anciano y aprobaba de todo corazón sus palabras.

–Por ese motivo les dije lo siguiente –señaló el señor Omer, con sencillez–: «No piensen que Emily debe cumplir hasta el fin su contrato de aprendizaje. Puede dejarlo cuando quiera. Sus servicios han sido mucho más valiosos de lo que esperábamos; ha aprendido con mayor rapidez de lo habitual. Omer y Joram pueden suprimir de un plumazo el tiempo que aún le queda por cumplir. La joven estará libre en cuanto ustedes lo deseen. Si después de la boda quiere hacer algunos pequeños trabajos en su casa, muy bien; de lo contrario, también muy bien. En cualquier caso, habremos salido ganando». Pues, como podrá comprender –prosiguió el anciano, tocándome con el extremo de su pipa–, un hombre tan escaso de resuello como yo, y que además es abuelo, no puede tener el menor interés en importunar a una hermosa criaturita de ojos azules como .

–¡Desde luego! No me cabe la menor duda –exclamé.

–¡En efecto! –afirmó el señor Omer–. Verá, señor, su primo… porque sabe que ella va a casarse con su primo, ¿no?

–¡Oh, sí! –respondí–. Lo conozco muy bien.

–Por supuesto, por supuesto –dijo el señor Omer–. Pues bien, señor, su primo, que al parecer tiene un buen trabajo y dispone de medios, me dio las gracias con mucha educación (lo cierto es que me he formado una elevada opinión de él a raíz de su comportamiento) y se apresuró a alquilar una casita con todas las comodidades que uno pueda imaginar. Y ya la tiene amueblada, de arriba abajo, con el mismo primor que si fuera una casa de muñecas; y de no haber empeorado Barkis, pobre muchacho, yo diría que a estas horas ya serían marido y mujer. Pero no han tenido más remedio que retrasar la ceremonia.

–¿Y Emily, señor Omer? –pregunté–. ¿Está más tranquila?

–No creo que podamos hacernos muchas ilusiones –contestó el anciano, rascándose de nuevo la papada–. La perspectiva de ese cambio, de esa separación, y todo lo que conlleva, está al mismo tiempo muy cerca y muy lejos de ella. La muerte de Barkis no retrasaría demasiado las cosas, pero si su enfermedad se prolonga… En cualquier caso, la situación es muy incierta.

–Comprendo –dije.

–Por ese motivo –continuó el señor Omer–, Emily sigue algo nerviosa y abatida; tal vez un poco más que antes. Cada día parece sentirse más unida a su tío y lamentar más abandonarnos. Basta una palabra cariñosa por mi parte para que las lágrimas asomen a sus ojos; y, si pudiera usted verla con la niña de Minnie, jamás lo olvidaría. ¡Bendito sea Dios! –exclamó, pensativo–. ¡Cuánto quiere a esa pequeña!

Me pareció una buena ocasión para preguntarle al señor Omer, antes de que Minnie y su marido interrumpieran nuestra conversación, si tenía alguna noticia de Martha.

–¡Ah! –respondió, moviendo la cabeza y con expresión muy afligida–. Nada bueno. Es una triste historia, señor, se mire como se mire. Nunca pensé que hubiera nada malo en aquella muchacha. No me gustaría hablar de este asunto delante de mi hija Minnie… seguro que se enfadaría… pero lo cierto es que jamás imaginé algo así. Ni yo, ni ninguno de nosotros…

El señor Omer oyó los pasos de su hija antes que yo y, dándome un golpecito con su pipa, me guiñó un ojo a modo de advertencia. Minnie y su marido entraron en seguida.

Traían la noticia de que el señor Barkis estaba «todo lo mal que podía estar»; que se hallaba inconsciente; y que el señor Chillip les había dicho muy apesadumbrado en la cocina, justo antes de marcharse, que ni el Colegio de Médicos, ni el Colegio de Cirujanos, ni la Escuela de Farmacéuticos podrían ayudarle, aunque fueran consultados a la vez. Los colegios no tenían nada que hacer y la escuela sólo podía envenenarle.

Al oír aquellas palabras y enterarme de que el señor Peggotty se encontraba en ella, decidí ir inmediatamente a la casa. Di las buenas noches al señor Omer, y al señor y a la señora Joram, y me dirigí al hogar de mi vieja niñera, con una solemnidad que convertía al señor Barkis en un hombre nuevo y muy diferente del que conocía.

Llamé suavemente a la puerta y me abrió el señor Peggotty. Su sorpresa fue menor de lo que yo había esperado. Tuve la misma impresión al saludar a Peggotty, cuando ésta bajó las escaleras. Y es algo que he experimentado después en otras ocasiones; creo que, cuando se espera esa terrible sorpresa que es la muerte, cualquier otro cambio o sorpresa carecen de importancia.

Estreché la mano del señor Peggotty y entré en la cocina, mientras él cerraba cuidadosamente la puerta. La pequeña Emily estaba sentada junto al fuego, tapándose el rostro con las manos; Ham se hallaba en pie, a su lado.

Hablamos en voz muy baja, atentos a cualquier sonido que llegara del piso superior. No me había dado cuenta en mi última visita, pero ¡cuán extraño me pareció ahora no encontrar al señor Barkis en la cocina!

–Ha sido muy amable viniendo, señorito Davy –dijo el señor Peggotty.

–Realmente amable –aseguró Ham.

–Emily, querida –exclamó el señor Peggotty–. ¡Mira! ¡Ha venido el señorito Davy! ¡Vamos, preciosa, levanta ese ánimo! ¿No vas a decir nada al señorito Davy?

Todavía puedo ver cómo temblaba. Y recuerdo su mano helada, que sólo pareció cobrar vida para rechazar la mía. Luego se levantó de la silla y, colocándose al otro lado de su tío, se apoyó en su pecho, sin pronunciar una sola palabra y sin dejar de temblar.

–Es tan sensible y cariñosa –señaló el señor Peggotty, acariciando la abundante cabellera de la joven con su mano callosa– que no puede soportar tanto dolor. Es algo natural en los jóvenes, señorito Davy, cuando se enfrentan por primera vez a esta clase de desgracias… sobre todo si son tímidos como mi pequeño pajarillo. ¡Es natural!

Emily se apretó más contra él, pero ni levantó la cabeza ni dijo nada.

–Se hace tarde, mi amor –exclamó el señor Peggotty–, y ha venido Ham para acompañarte a casa. ¡Vamos! ¡Ve con ese otro ser entrañable! ¿Qué respondes, Emily, tesoro mío?

El sonido de su voz no llegó hasta mí, pero él inclinó la cabeza como si la estuviera escuchando.

–¿Que te deje quedarte con tu tío? ¡No puedes pedirme eso! ¿Cómo vas a quedarte con tu tío, muñeca? ¿Acaso no ves que ha venido a llevarte a casa el que pronto será tu marido? Nadie lo creería, viendo a esta mujercita al lado de un viejo lobo de mar como yo –afirmó el señor Peggotty, mirándonos a los dos sin disimular su orgullo–, pero lo cierto es que no hay más sal en la mar que cariño por su tío en el corazón de esta pequeña tontuela.

–Emily tiene razón en eso, señorito Davy –aseguró Ham–. Puesto que lo desea y además está inquieta y asustada, la dejaré aquí hasta mañana. ¡Y yo me quedaré con ella!

–No, no –respondió el señor Peggotty–. No debes hacerlo… un hombre casado… o a punto de serlo… no debe perder un día de trabajo. Y no puedes pasar la noche en vela y después ir a trabajar. No es bueno. Será mejor que vuelvas a casa y te acuestes. Ya sabes que cuidaremos bien de Emily.

Ham se dejó convencer y cogió el sombrero para marcharse. E incluso, cuando se despidió de ella con un beso (siempre que le veía acercarse a Emily pensaba que la naturaleza le había dado un alma de caballero), tuve la impresión de que la joven se apretaba más contra el señor Peggotty, como si quisiera alejarse de su futuro marido. Cerré la puerta tras él, a fin de que ningún ruido turbara el silencio que nos rodeaba; y, cuando me di la vuelta, vi que el señor Peggotty seguía hablando con Emily.

–Ahora subiré a decirle a tu tía que el señorito Davy está aquí, y eso la animará un poco –afirmó–. Siéntate junto al fuego mientras tanto, querida, y calienta tus manos heladas. No debes asustarte tanto, ni sentirte tan afligida. ¿Cómo? ¿Que quieres venir conmigo? ¡Vamos, pues! Si su tío se quedara en la calle, señorito Davy, y se viera obligado a dormir en la cuneta, ¡estoy seguro de que ella lo acompañaría! –dijo el señor Peggotty, con el mismo orgullo que antes–. Pero pronto habrá alguien más… ¡muy pronto, Emily!

Más tarde, cuando subí al piso de arriba y pasé por delante de mi pequeño dormitorio, en el que reinaba la oscuridad, creí distinguir la figura de Emily tendida en el suelo. Pero no sé si era realmente ella o tan sólo un juego de sombras en el interior de la habitación.

Tuve mucho tiempo para pensar, al calor de la lumbre, en el miedo que inspiraba la muerte a la pequeña y hermosa Emily, y que parecía explicar, unido a lo que el señor Omer me había contado, el cambio que se había operado en ella. Y, antes de que Peggotty bajara, pude juzgar esa debilidad con más indulgencia, mientras oía el tictac del reloj y sentía crecer a mi alrededor un sobrecogedor silencio. Peggotty me estrechó en sus brazos y me bendijo, agradeciéndome una y otra vez ser un consuelo tan grande para ella (éstas fueron sus palabras). Después me pidió que la acompañara arriba, diciendo entre sollozos que el señor Barkis siempre me había querido y admirado mucho; que había hablado a menudo de mí, antes de perder el conocimiento; y que estaba convencida de que, si volvía a recobrarlo, se alegraría muchísimo de verme, si es que todavía había algo en este mundo que pudiera alegrarlo.

Cuando vi el estado en que se hallaba, las probabilidades de que esto ocurriera me parecieron muy escasas. Yacía con la cabeza y los hombros fuera de la cama, en una posición sumamente incómoda, medio apoyado en la caja que tantos quebraderos de cabeza le había causado. Peggotty me explicó que, el día en que no pudo deslizarse bajo el colchón para abrirla, ni asegurarse de que se hallaba a buen recaudo con la ayuda de su bastón, como yo le había visto hacer, había pedido que la colocaran encima de una silla, junto a su cabecera; y desde entonces había vivido abrazado a ella, noche y día. En aquellos momentos, la rodeaba con su brazo. El tiempo y el mundo se le escapaban, pero la caja seguía allí; y las últimas palabras que había pronunciado –a modo de explicación– habían sido: «¡Ropa vieja!».

–¡Barkis, querido! –exclamó Peggotty casi con alegría, al tiempo que se inclinaba sobre él mientras su hermano y yo continuábamos a los pies de la cama–. Aquí está mi niño… mi querido niño, ¡sin él no nos hubiéramos conocido, Barkis! ¿Te acuerdas de que me enviabas mensajes a través de él? ¿Es que no piensas hablar con el señorito Davy?

Siguió tan mudo e insensible como la caja, que era lo único que daba alguna expresión a su figura.

–Se irá con la marea –me dijo el señor Peggotty, tapándose la boca con la mano para que no le oyeran.

Yo estaba al borde de las lágrimas, al igual que el señor Peggotty, pero logré musitar:

–¿Con la marea?

–La gente que vive en la costa –repuso él– siempre muere cuando baja la marea. Y nace con la pleamar… sólo nace bien con la pleamar. Barkis se irá con la marea. La bajamar será a las tres y media, y el agua no volverá a subir hasta media hora después. Si para entonces sigue entre nosotros, seguirá en este mundo hasta que pase la pleamar, y luego se irá cuando la marea baje de nuevo.

Nos quedamos junto a él durante mucho tiempo… horas y horas. No pretendo decir que mi presencia ejerciera una influencia misteriosa sobre él, dadas las condiciones en que se hallaba; pero lo cierto es que, cuando finalmente empezó a delirar, parecía creer que me llevaba al colegio.

Encuentro al señor Barkis «yéndose con la marea»

–Está volviendo en sí –anunció Peggotty.

Su hermano me tocó el brazo y murmuró lleno de temor y de respeto:

–No tardará en irse con la marea.

–¡Barkis, querido! –dijo Peggotty.

–C.P. Barkis –exclamó él, con voz muy débil–. ¡La mejor esposa del mundo!

–¡Mira! ¡Ha venido el señorito Davy! –señaló Peggotty, cuando le vio abrir los ojos.

Cuando estaba a punto de preguntarle si me reconocía, él intentó extender el brazo y me dijo, claramente, con una amable sonrisa:

–¡Barkis está disponible!

Y al bajar las aguas, se fue con la marea.

Descargar Newt

Lleva David Copperfield contigo