XIII Las consecuencias de mi decisión
XIII
Creo que, cuando abandoné la persecución del joven del carro y emprendí el camino hacia Greenwich, tuve la idea disparatada de seguir corriendo hasta Dover. Pero no tardé en recobrar el juicio, pues hice un alto en la carretera de Kent, junto a una hilera de casas con un estanque delante, que tenía en el centro una ridícula estatua de gran tamaño, soplando una caracola. Me senté en el peldaño de una puerta, completamente extenuado y casi sin fuerzas para llorar por la pérdida de mi baúl y de mi media guinea.
Había oscurecido; oí que los relojes daban las diez, mientras descansaba un poco. Pero, por fortuna, era una noche de verano y hacía buen tiempo. Cuando logré reponerme, y la sensación de ahogo desapareció de mi garganta, me puse en pie y seguí mi camino. En medio de mi aflicción, ni por un momento se me pasó por la cabeza regresar. Y no creo que lo hubiera hecho, aunque hubiese caído una copiosa nevada en la carretera de Kent.
Pero no por eso dejaba de inquietarme que mi única riqueza en este mundo fueran tres monedas de medio penique (¡me asombra que siguieran en mi bolsillo un sábado por la noche!). Empecé a imaginar mi nombre entre las noticias de escasa importancia del periódico, después de aparecer muerto, uno o dos días más tarde, debajo de algún seto; y caminé desconsolado, tan rápido como pude, hasta pasar por delante de una pequeña tienda con un rótulo donde se indicaba que compraban ropa de señora y de caballero y que pagaban muy buenos precios por trapos, huesos y utensilios de cocina. El dueño fumaba sentado en la puerta, en mangas de camisa; y, como colgaban del techo gran número de chaquetas y de pantalones y sólo dos velas iluminaban débilmente su interior, se me antojó que era un hombre de carácter vengativo, que había ahorcado a todos sus enemigos y se encontraba ahora saboreando su triunfo.
Mi experiencia reciente con el señor y la señora Micawber me ayudó a comprender que aquel podía ser un buen medio para alejar al lobo durante algún tiempo. Me metí en la primera callejuela, me quité el chaleco y, doblándolo cuidadosamente bajo mi brazo, regresé a la entrada de la tienda.
–Perdone, señor –exclamé–; deseo vender esto por un precio justo.
El señor Dolloby (o al menos ése era el nombre que figuraba en el exterior) cogió el chaleco, apoyó su pipa boca abajo en una de las jambas de la puerta y entró en la tienda, seguido de mí; despabiló las dos velas con sus dedos, extendió la prenda sobre el mostrador y la contempló; la puso a contraluz, y volvió a contemplarla.
–¿Y qué le parece justo por este pequeño chaleco? –preguntó, finalmente.
–Será mejor que lo diga usted, señor –respondí con modestia.
–No puedo ser comprador y vendedor al mismo tiempo –señaló el señor Dolloby–. Póngale un precio.
–¿Dieciocho peniques serían…? –insinué, después de alguna vacilación.
El señor Dolloby lo dobló de nuevo y me lo devolvió.
–Si le diera nueve peniques por él, estaría robando a mi familia –exclamó.
Era un modo muy incómodo de plantear el asunto; pues yo, un completo desconocido, me veía en la obligación de pedirle al señor Dolloby algo tan desagradable como que robara a su familia en provecho mío. Mis circunstancias eran tan apremiantes, sin embargo, que le dije que aceptaría nueve peniques, si él estaba de acuerdo. El señor Dolloby me los entregó, refunfuñando. Le di las buenas noches y salí de su tienda, con ese dinero de más y un chaleco de menos. Pero cuando me abotoné la chaqueta, no me pareció tan grave.
Presentía de hecho que la chaqueta no tardaría en correr la misma suerte, y que tendría que hacer la mayor parte del camino hasta Dover en mangas de camisa y pantalones, e incluso sentirme muy afortunado si llegaba con ellos. Pero no me preocupaba tanto como cabría esperar. Tenía la impresión de que la distancia era grande y de que el joven del carro se había portado cruelmente conmigo, pero, cuando reanudé la marcha con mis nueve peniques en el bolsillo, no creo que fuera demasiado consciente de las dificultades que me aguardaban.
Se me había ocurrido una idea para pasar la noche, y pensaba ponerla en práctica. Me acostaría detrás del muro que rodeaba mi antiguo internado, en un rincón donde normalmente había un montón de heno. Imaginaba que, al estar tan cerca de los niños y del dormitorio donde tantas historias había contado, me sentiría menos solo; aunque los niños ignorasen mi presencia y el dormitorio no me diese cobijo.
Había sido un día muy duro y, cuando llegué a la altura de Blackheath, después de subir y subir, estaba agotado. Me costó bastante encontrar Salem House, pero lo logré; había un montón de heno en el rincón y, después de rodear el muro, mirar hacia las ventanas y comprobar que todo estaba oscuro y silencioso, me tumbé sobre él. ¡Jamás olvidaré mi sensación de soledad al acostarme por primera vez sin un techo que me resguardara!
El sueño se apoderó de mí como de tantos otros desgraciados sin hogar a los que se cerraban las puertas de las casas y a los que ladraban los perros. Y soñé que dormía en mi vieja cama del internado, y que hablaba con los muchachos de mi dormitorio; y me desperté sobresaltado, con el nombre de Steerforth en los labios, mirando asustado las estrellas que brillaban y titilaban encima de mí. Cuando recordé dónde me encontraba a una hora tan intempestiva, me levanté y eché a andar, temeroso no sé de qué. Pero el resplandor cada vez más débil de las estrellas y la pálida luz que anunciaba el nuevo día me tranquilizaron; y, como me caía de sueño, me acosté de nuevo y me quedé dormido (aunque sin perder la sensación de que hacía frío), hasta que los tibios rayos del sol y la campana que levantaba a los muchachos en Salem House me despertaron. Si hubiera tenido la menor esperanza de encontrar a Steerforth allí, me habría quedado escondido hasta verlo aparecer solo; pero estaba convencido de que hacía mucho tiempo que había dejado el internado. Quizá Traddles siguiera allí, pero era muy poco probable; y, aunque estaba seguro de su bondad, no confiaba lo bastante en su discreción o en su buena suerte, para sentir deseos de contarle mi situación. Así, pues, me alejé sigilosamente, mientras los muchachos del señor Creakle se desperezaban, y cogí el largo camino polvoriento que conocía como la carretera de Dover desde los tiempos en que yo también estudiaba allí; ¡qué poco había sospechado entonces que alguien me vería viajar de ese modo por ella!
¡Qué mañana de domingo tan distinta a las que había pasado antaño en Yarmouth! Mientras avanzaba lentamente, oí tocar las campanas de las iglesias, me crucé con las buenas gentes que se dirigían a ellas, pasé por delante de uno o dos lugares donde los fieles estaban reunidos; y el rumor de sus cánticos salía a la luz del sol, mientras el sacristán tomaba el fresco, sentado a la sombra del porche o bajo las ramas de un tejo, con la mano en la frente, lanzando una mirada furiosa a mi paso. Pero se respiraba la paz y el sosiego de las antiguas mañanas de domingo en todas partes, excepto en mi corazón. Ésa era la diferencia. Me sentí como un maleante, sucio y polvoriento, con el cabello enmarañado. De no haber sido por el recuerdo de mi madre, tan joven y tan hermosa, llorando junto al fuego de la chimenea, y de mi tía, enterneciéndose al verla, no creo que hubiera tenido el coraje de continuar hasta el día siguiente. Pero esa imagen iba siempre por delante de mí, y yo la seguía.
Aquel domingo caminé veintitrés millas, aunque con dificultad, pues no estaba acostumbrado a semejante esfuerzo. Todavía puedo verme, al caer la noche, atravesando el puente de Rochester, extenuado y con los pies doloridos, mientras devoraba el pan que había comprado para la cena. Había sentido la tentación de entrar en dos o tres pequeñas casas donde se leía: «Habitaciones para viajeros»; pero temía gastar los escasos peniques que me quedaban, y me inspiraba aún más terror el aspecto siniestro de los caminantes con que me había cruzado. No busqué, pues, otro cobijo que el del cielo. Cuando logré, no sin esfuerzo, llegar a Chatham (un lugar fantasmagórico en medio de la noche, con puentes levadizos y barcos sin mástiles y con techos que recordaban el arca de Noé, sobre un río fangoso), me deslicé hasta una especie de fortificación cubierta de hierba, desde la que se dominaba un sendero por el que iba y venía un centinela. Allí me tumbé, cerca de un cañón; y dormí profundamente hasta el amanecer, contento de oír los pasos del vigilante, aunque éste ignorara mi presencia de igual modo que lo habían hecho los muchachos de Salem House.
Al día siguiente, tenía el cuerpo entumecido y me dolían los pies; estaba aturdido por el redoble de los tambores y el desfile de las tropas, que parecían rodearme por todas partes mientras bajaba de mi escondite y me dirigía hacia una calle larga y estrecha. Comprendí que aquel día no podría ir muy lejos caminando, si deseaba guardar fuerzas para llegar al final del viaje, por lo que decidí consagrar la jornada a la venta de mi chaqueta. Por ese motivo, me la quité, a fin de acostumbrarme a estar sin ella; y, colocándola bajo mi brazo, empecé a inspeccionar las tiendas de compraventa de ropa.
Parecía un buen lugar para deshacerse de una chaqueta; los comercios de segunda mano eran muy numerosos, y casi todos los dueños estaban en el umbral de la puerta, al acecho de los clientes. Sin embargo, como la mayoría de ellos tenían entre sus mercancías algún uniforme de oficial, con sus charreteras y todo, me intimidó ver que negociaban con artículos tan caros, y estuve dando vueltas un buen rato sin decidirme a ofrecer la chaqueta a nadie.
La modestia que me caracteriza me llevó a fijarme en las tiendas de efectos navales y en las que presentaban cierto parecido con la del señor Dolloby, y a olvidar las normales. Finalmente, descubrí una con un aspecto que me pareció muy prometedor, en la esquina de una sucia callejuela, que terminaba en un cercado repleto de ortigas, y en cuyas estacas se balanceaban algunas ropas usadas de marinero, que parecían haberse desbordado del interior de la tienda, entre fusiles herrumbrosos, cunas, gorros de tela encerados y algunas bandejas llenas de tal cantidad de llaves roñosas de todos los tamaños, que parecían bastar para abrir todas las puertas del mundo.
Era una tienda pequeña y de techo muy bajo, ensombrecida más que iluminada por un ventanuco donde colgaban algunas prendas. Después de bajar unos peldaños, entré con el corazón palpitante. Mi temor aumentó cuando un horrible viejo, de barba hirsuta y gris, salió precipitadamente de un sucio cuchitril y me agarró del pelo. Su aspecto era terrorífico, con aquel mugriento chaleco de franela, y olía espantosamente a ron. Una colcha andrajosa y arrugada –fabricada con retales– cubría su cama en el interior del sucio cuchitril, donde otra pequeña ventana dejaba ver un campo de ortigas y un burro cojo.
–¿Qué quiere? –gimió el viejo, con expresión feroz–. ¡Ay, mis ojos! ¡Ay, mis brazos y mis piernas! ¿Qué quiere? ¡Ay, mis pulmones y mi hígado! ¿Qué quiere? ¡Ay, gorú, gorú!
Me aterrorizaron de tal modo sus palabras, y sobre todo la repetición de esta última, que además de ser desconocida para mí era como un estertor en su garganta, que fui incapaz de contestar. El anciano, que seguía sin soltarme los cabellos, se apresuró a repetir:
–¿Qué es lo que quiere? ¡Ay, mis ojos! ¡Ay, mis brazos y mis piernas! Pero ¿qué quiere? ¡Ay, gorú! –y pareció costarle tanto pronunciar esa palabra que los ojos se le salieron de las órbitas.
–Quería saber –respondí nervioso– si me compraría una chaqueta.
–¡Veamos la chaqueta! –gritó el viejo–. ¡Ay, me arde el corazón! ¡Muéstremela! ¡Ay, mis ojos! ¡Ay, mis brazos y mis piernas! ¡Saque la chaqueta!
Y retiró de mi pelo sus manos temblorosas, que parecían las garras de un gran pájaro; y se colocó unos lentes que no mejoraron el aspecto de sus ojos inflamados.
–¡Ay! ¿Cuánto quiere por la chaqueta? –exclamó, después de examinarla–. ¡Ay, gorú! ¿Cuánto quiere por la chaqueta?
–Media corona –contesté, sobreponiéndome.
–¡Ay, mis pulmones y mi hígado! –se quejó el viejo–. ¡No! ¡Ay, mis ojos! ¡No! ¡Ay, mis brazos y mis piernas! ¡No! Dieciocho peniques. ¡Gorú!
Cada vez que soltaba esta exclamación, parecía que iban a saltársele los ojos; y pronunciaba todas las frases con el mismo soniquete, que se asemejaba al de una ráfaga de viento, que empieza suavemente y sopla cada vez más fuerte, hasta aminorar de nuevo.
–Está bien –repliqué, contento por haber cerrado el trato–. Aceptaré los dieciocho peniques.
–¡Ay, mi hígado! –gritó el viejo, arrojando la chaqueta encima de un estante–. ¡Salga de la tienda! ¡Ay, mis pulmones! ¡Salga de la tienda! ¡Ay, mis brazos y mis piernas! ¡Gorú! No me pida dinero; hagamos un trueque.
Nunca he estado tan asustado en toda mi vida, ni antes ni después. Le dije humildemente que necesitaba dinero, y que ninguna otra cosa me resultaría de utilidad, pero que esperaría fuera, si lo deseaba, pues no deseaba meterle prisa. De modo que salí y me senté a la sombra, en una esquina. Y estuve tantas horas allí que la sombra se convirtió en sol, y el sol se convirtió nuevamente en sombra, y yo seguía sentado esperando el dinero.
No creo que haya existido jamás un hombre más loco y más borracho dentro de ese gremio. No tardé en comprender que era muy conocido en la vecindad, y que gozaba de la reputación de haber vendido su alma al diablo; pues los niños no dejaban de alborotar alrededor de la tienda, echándoselo en cara y gritando que sacara el oro escondido.
–Usted sabe que no es pobre, Charley; deje de fingir. Saque su oro. Enséñenos el oro que el diablo le ha dado a cambio de su alma. ¡Vamos! Está en el forro del colchón, Charley. ¡Rómpalo de una vez y denos un poco!
Aquellos gritos, así como las continuas ofertas de prestarle un cuchillo para que rasgara el colchón, irritaron tanto al viejo que pasó la jornada persiguiendo a los niños, mientras éstos huían de él. A veces, cegado por la ira, me confundía con uno de ellos y venía hacia mí, al tiempo que gesticulaba como si fuese a hacerme pedazos. Entonces recordaba quién era, justo a tiempo, entraba de nuevo en la tienda y se echaba en su cama –o eso parecía por el sonido de su voz–, entonando a gritos e intercalando un «¡Ay!» delante de cada verso, así como innumerables «¡Gorú!», siempre con aquel soniquete que tanto recordaba al quejido del viento. Para colmo de males, los niños creyeron que yo tenía algo que ver con su establecimiento, debido a la paciencia y a la perseverancia con que esperaba fuera, a medio vestir, y me tiraron piedras y no cesaron de maltratarme en todo el día.
El viejo intentó varias veces convencerme de que hiciera un cambio con él: salió con una caña de pescar, con un violín, con un sombrero de tres picos y con una flauta. Pero resistí todas sus propuestas; y seguí allí, desesperado, suplicándole con lágrimas en los ojos que me diera la chaqueta o el dinero. Finalmente, empezó a pagarme de medio en medio penique; y pasaron dos horas antes de que llegásemos a un chelín.
–¡Ay, mis ojos! ¡Ay, mis brazos y mis piernas! –exclamó, asomando su horrible cabeza por la puerta de la tienda, tras un largo intervalo–. ¿Se marchará con dos peniques más?
–No puedo –contesté–; moriría de hambre.
–¡Ay, mis pulmones y mi hígado! ¿Y con tres peniques?
–Me marcharía sin pedirle nada, si pudiera –dije–, pero necesito terriblemente ese dinero.
–¡Ay, gorú! –es imposible explicar el modo en que profería esa exclamación, medio escondido tras la jamba de la puerta, asomando únicamente su rostro viejo y astuto–. ¿Se marchará con cuatro peniques más?
Estaba tan maltrecho y agotado que acepté su oferta; y, cogiendo tembloroso el dinero de sus garras, me marché poco antes de que oscureciera, más hambriento y sediento que nunca. Pero recuperé en seguida mis fuerzas, tras el desembolso de tres peniques; y, mucho más animado, caminé siete millas cojeando.
Pasé la noche bajo otro almiar, donde descansé cómodamente, después de haber lavado en un arroyo las ampollas de mis pies, que envolví lo mejor que pude con algunas hojas frescas. Cuando volví a ponerme en camino, al día siguiente, vi que la carretera serpenteaba entre huertos y campos de lúpulo. Como la estación estaba bastante avanzada, las manzanas maduras teñían los huertos de color rojizo; y en algunos lugares había empezado la recolección. Todo me pareció muy hermoso, y decidí dormir aquella noche en los campos de lúpulo, convencido de que las largas hileras de palos donde las hojas se enroscaban serían una alegre compañía.
Aquel día, los hombres con quienes me crucé me parecieron más peligrosos que nunca, y me inspiraron un terror que continúa fresco en mi memoria. Algunos de ellos, rufianes de aspecto feroz, me observaban fijamente cuando pasaba a su lado; y a veces se detenían, y me pedían que regresara y hablase con ellos; y, cuando yo me escabullía, me arrojaban piedras. Me acuerdo de un joven –hojalatero, supongo, a juzgar por su morral y su hornillo– que iba acompañado de una mujer: volvió su rostro hacia mí y, después de contemplarme un buen rato, me gritó que retrocediera con una voz tan estentórea que me detuve y le miré.
–Acérquese cuando le llamen –exclamó el hojalatero–, si no quiere que le corte el cuello.
Me pareció más prudente obedecerle. Mientras me acercaba a él, intentando que se apiadara de mí, me percaté de que la mujer tenía un ojo morado.
–¿Dónde se dirige? –preguntó el hojalatero, agarrando la pechera de mi camisa con su mano ennegrecida.
–A Dover –respondí.
–¿De dónde viene? –inquirió, cogiendo con más fuerza mi camisa para impedirme escapar.
–De Londres.
–¿Y a qué se dedica? –quiso saber–. ¿No será un pequeño ratero?
–N… no –contesté.
–¿Que no? ¡Maldita sea! Como presuma de honrado conmigo, le romperé la cabeza –aseguró el hojalatero.
Hizo ademán de pegarme con la mano libre, y luego me miró de arriba abajo.
–¿Lleva encima dinero para una pinta de cerveza? –preguntó–. Si es así, démelo en seguida, antes de que se lo quite.
Estoy seguro de que se lo habría entregado, de no haberme encontrado con la mirada de la mujer, que me hizo un gesto imperceptible con la cabeza y dijo «no» con un simple movimiento de sus labios.
–Soy muy pobre –afirmé, tratando de sonreír–, y no tengo dinero.
–¡Cómo! ¿Qué significa esto? –exclamó el hojalatero, contemplándome con tanta severidad que temí que hubiera visto las monedas que llevaba en el bolsillo.
–¡Señor! –balbucí.
–¿Qué significa esto? –repitió–. ¿Por qué lleva el pañuelo de seda de mi hermano? ¡Démelo ahora mismo!
Y en un instante me lo quitó del cuello y se lo tiró a la mujer.
Ésta rompió a reír, como si fuera una broma y, arrojándomelo de nuevo, me hizo una señal con la cabeza, tan imperceptible como antes, y me indicó moviendo los labios que me marchara. Antes de que yo pudiera obedecerla, sin embargo, el hojalatero me arrebató el pañuelo de la mano con tanta brutalidad que me derribó como si fuera una pluma; y, después de anudárselo al cuello, se volvió hacia la mujer lanzando un juramento y la tiró al suelo de un puñetazo. Jamás olvidaré lo que sentí al verla caer de espaldas sobre las piedras de la carretera, donde quedó tendida sin su sombrero, con los cabellos cubiertos de polvo; ni cuando me volví a mirarla desde lejos, y la vi sentada en un pequeño declive, al borde del camino, enjugándose la sangre de su rostro con un extremo del chal, mientras él seguía adelante.
Esta aventura me asustó de tal modo que, a partir de entonces, cada vez que veía acercarse a un desconocido, retrocedía hasta encontrar un escondite, y me ocultaba allí hasta que desaparecía de mi vista; y, al repetir tantas veces esta maniobra, mi viaje se retrasó seriamente. Pero en todas mis dificultades parecía sostenerme y guiarme la imagen de mi madre en su juventud, tal como era antes de que yo viniese al mundo. Siempre me acompañaba. Estaba allí, en medio de los campos de lúpulo, cuando me tendía en el suelo para dormir. Seguía conmigo por la mañana, al despertar; y caminaba delante de mí toda la jornada. Desde entonces, su recuerdo está asociado en mi memoria a las calles soleadas de Canterbury, que parecían dormitar bajo un sol abrasador; al espectáculo de las viejas casas y sus verjas, de la majestuosa catedral de piedra gris, y de los grajos que volaban alrededor de sus torres. Cuando llegué, finalmente, a las pequeñas y desnudas colinas cercanas a Dover, la imagen de mi madre me ayudó a no perder la esperanza en medio de aquel paisaje tan desolador; y no me abandonó hasta que alcancé el primer objetivo importante de mi viaje, y pisé la ciudad, seis días después de mi huida. Pero en ese momento, cosa extraña, cuando me vi –con los zapatos destrozados, polvoriento, quemado por el sol y medio desnudo– en el lugar que tanto había deseado alcanzar, ésta pareció desvanecerse como en un sueño y dejarme solo, indefenso y muy abatido.
Al principio, pregunté por mi tía a los barqueros, que me dieron toda clase de respuestas. Uno me dijo que vivía en el faro del Cabo Sur y que se había chamuscado los bigotes; otro, que la habían atado a la enorme boya que había fuera del puerto, y sólo podía recibir visitas cuando bajaba la marea; un tercero, que estaba encerrada en la cárcel de Maidstone por robar niños; un cuarto, que en el último temporal, la habían visto montar en una escoba y dirigirse a Calais. Los cocheros, a quienes pregunté después, se mostraron igual de bromistas e irrespetuosos; y los tenderos, a los que no agradó mi aspecto, respondieron en su mayoría que no tenían nada que darme, sin dignarse siquiera escuchar mis palabras. Me sentí más triste y desvalido que en ningún otro momento de mi viaje. No me quedaba dinero, ni nada que vender; estaba hambriento, sediento y extenuado; y tenía la impresión de hallarme tan lejos de mi destino como si jamás hubiese salido de Londres.
Había pasado toda la mañana con esas pesquisas, y estaba sentado en los escalones de una tienda vacía, en una esquina cercana a la plaza del mercado, pensando si debía andar a la ventura hasta las otras poblaciones de las que me había hablado Peggotty, cuando un cochero pasó junto a mí y se le cayó la manta del caballo. Al devolvérsela, la expresión bondadosa de su rostro me animó a preguntarle si conocía el lugar de residencia de la señorita Trotwood; aunque había repetido esas palabras tantas veces que casi murieron en mis labios.
–¿Trotwood? –exclamó–. Déjeme pensar. Me suena ese nombre. ¿Es una dama de edad avanzada?
–Sí –respondí–. Bastante mayor.
–¿Y anda muy erguida? –dijo, poniéndose derecho.
–Sí –contesté–. No me extrañaría nada.
–¿Y lleva un bolso… un bolso muy grande, y es un poco gruñona y trata a la gente con brusquedad?
Se me encogió el corazón al oír una descripción tan exacta de mi tía.
–Pues bien. Si sube por ese camino –dijo, señalando con el látigo hacia las colinas–, y continúa derecho hasta unas casas que dan al mar, creo que le será fácil encontrarla. En mi opinión, no le dará nada, así que tome este penique.
Acepté agradecido su regalo y me compré un panecillo con él. Mientras lo devoraba, seguí la dirección que mi amigo me había indicado, y anduve un buen trecho sin llegar a las casas de las que había hablado. Finalmente, las divisé; y, cuando estuve muy cerca de ellas, entré en una pequeña tienda (donde vendían las cosas más variadas) y pregunté si alguien sería tan amable de decirme dónde vivía la señorita Trotwood. Me dirigí a un hombre que estaba detrás del mostrador, pesando un poco de arroz para una joven; pero esta última pareció darse por aludida y se volvió hacia mí.
–¿Mi señora? –exclamó–. ¿Y qué quiere de ella, muchacho?
–Por favor, tengo que hablarle –repliqué.
–Para pedirle limosna, ¿no?
–De ningún modo –protesté.
Pero de pronto me percaté de que, en realidad, ése era mi único objetivo, así que me callé, confuso, y sentí cómo me ruborizaba.
La criada de mi tía, según deduje por sus palabras, guardó el arroz en una pequeña cesta y salió de la tienda, diciendo que fuese tras ella si deseaba saber dónde vivía la señorita Trotwood. No necesité que me lo repitiera, a pesar de que estaba tan nervioso y desesperado que se me doblaban las piernas. Seguí a la joven, y no tardamos en llegar a una casita muy hermosa, con alegres ventanales; tenía delante un pequeño patio cubierto de grava y un diminuto jardín, cuyas flores, amorosamente cuidadas, exhalaban un perfume delicioso.
–Ésa es la casa de la señorita Trotwood –señaló la joven–. Ya sabe dónde está; no tengo nada más que decirle.
Y, después de pronunciar estas palabras, se apresuró a entrar en la casa, como si quisiera eludir cualquier responsabilidad por mi presencia; y me dejó en la entrada del jardín, mirando desconsolado por encima de la verja hacia la ventana de la sala, donde una cortina de muselina entreabierta, una enorme pantalla o abanico verde sujeto al alféizar de la ventana, una mesa pequeña y una silla de gran tamaño, me empujaron a pensar que mi tía quizá estuviera allí sentada, de pésimo humor.
Mis zapatos se hallaban en un estado lamentable. Las suelas se habían ido deshaciendo, poco a poco; y el cuero, además de cuartearse, había reventado hasta perder por completo su forma. Mi sombrero (que también me había servido de gorro de dormir) estaba tan aplastado y deforme que ninguna vieja cacerola abollada y sin mango, arrojada a un estercolero, se habría avergonzado de rivalizar con él. Mi camisa y mis pantalones, manchados de sudor, de rocío, de la hierba y de la tierra de Kent sobre las que había dormido –además de desgarrados–, habrían podido servir para espantar a los pájaros del jardín de mi tía, mientras yo estaba en la puerta. Mis cabellos no habían visto un peine o un cepillo desde que salí de Londres. Mi rostro, mi cuello y mis manos, nada habituados al aire y al sol, se habían quemado. Estaba cubierto de polvo blanquecino de la cabeza a los pies, al igual que si hubiera salido de un horno de cal. En ese estado, del que era perfectamente consciente, esperé el momento de presentarme ante mi formidable tía y causar en ella la primera impresión.
Me doy a conocer ante mi tía
No se movía nada en la ventana del salón y, al cabo de un rato, llegué a la conclusión de que la señorita Betsey no se encontraba allí; dirigí la mirada hacia la ventana del piso superior y vi en ella a un caballero de cara sonrosada, aspecto agradable y cabellos grises, que me guiñó un ojo de manera grotesca, asintió y negó con la cabeza, empezó a reírse y se esfumó.
Aquella sorprendente aparición me dejó aún más desconcertado que antes, y estaba a punto de huir para meditar lo que debía hacer, cuando salió de la casa una dama con un pañuelo atado alrededor del sombrero; llevaba unos guantes de jardinería, un delantal con un bolsillo muy grande –como los encargados de cobrar los peajes– y un cuchillo enorme. Me di cuenta en seguida de que era la señorita Trotwood, pues se acercaba con el mismo paso majestuoso que mi madre había descrito tantas veces al recordar su llegada a Rookery, en Blunderstone.
–¡Fuera de aquí! –dijo la señorita Betsey, moviendo la cabeza y agitando el cuchillo en el aire–. ¡Márchate! ¡No queremos niños por aquí!
La contemplé, con el corazón en un puño, mientras se dirigía con paso firme a un rincón de su jardín y se agachaba para arrancar alguna pequeña raíz. Entonces, sin un ápice de valor, pero empujado por la desesperación, entré silenciosamente en el jardín, me coloqué a su lado y la toqué con el dedo.
–Por favor, señora –empecé a decir.
Ella se sobresaltó y levantó la mirada.
–Por favor, tía.
–¿Cómo? –exclamó la señorita Betsey, en un tono de sorpresa que jamás he vuelto a oír ni por asomo.
–Por favor, tía, soy su sobrino.
–¡Dios mío! –dijo la señorita Trotwood.
Y cayó sentada en el sendero.
–Soy David Copperfield, de Blunderstone, en Suffolk… donde usted acudió la noche en que nací para visitar a mi querida madre. He sido muy desgraciado desde que ella murió. Me han dejado de lado, han descuidado mi educación, me han abandonado a mi suerte y me han buscado un empleo muy poco apropiado para mí. Por eso me escapé para venir a verla. Me robaron antes de salir de Londres, he hecho todo el camino a pie, y no he dormido en una cama desde que empecé el viaje.
Al llegar aquí, mi estoicismo me abandonó y, haciendo un gesto con las manos para mostrarle mis harapos, y que éstos confirmaran mi sufrimiento, rompí a llorar a lágrima viva, después de haberme reprimido toda la semana.
Cualquier expresión que no fuera la de asombro había desaparecido del rostro de mi tía, que siguió sentada sobre la grava, con los ojos clavados en mí, hasta que estallé en llanto; se apresuró, entonces, a ponerse en pie y, después de agarrarme del cuello, me condujo a la sala. La primera medida que tomó fue abrir un gran armario, sacar varias botellas y verter en mi boca una parte de su contenido. Tengo la impresión de que las eligió al azar, pues estoy seguro de haber probado agua de anís, salsa de anchoas y un aliño para la ensalada. Cuando me hubo administrado todos esos reconstituyentes, al ver que seguía en el mismo estado de histerismo, incapaz de contener mis sollozos, me tendió encima del sofá y colocó un chal bajo mi cabeza y el pañuelo que llevaba en el sombrero bajo mis pies, a fin de que no ensuciara la tapicería; después, se sentó detrás del abanico verde que he mencionado antes, lo que me impedía ver su rostro.
–¡Que el Señor se apiade de nosotros! –decía de vez en cuando.
Y lanzaba esas exclamaciones como si fueran los disparos regulares de un fusil.
Al cabo de un rato, tocó la campanilla.
–Janet –ordenó mi tía, cuando la criada acudió–. Sube arriba, saluda al señor Dick de mi parte y dile que deseo hablar con él.
Janet pareció algo sorprendida de verme inmóvil en el sofá (no me atrevía a cambiar de postura para no disgustar a mi tía), pero se fue a cumplir el encargo. La señorita Betsey iba y venía de un extremo a otro de la sala, con las manos a la espalda; por fin el caballero que me había guiñado el ojo desde la ventana del piso superior entró riéndose.
–Señor Dick –dijo mi tía–, no se haga el tonto, pues, cuando quiere, puede ser más sensato que nadie. Todos lo sabemos. Así que, sea cual sea su actitud, no se haga el tonto.
El caballero se puso muy serio y me miró, como si quisiera pedirme que no mencionara el episodio de la ventana.
–Señor Dick –prosiguió la señorita Betsey–, ¿me ha oído hablar de David Copperfield? Y nada de fingir que no tiene memoria; usted y yo sabemos que no es cierto.
–¿David Copperfield? –repitió el señor Dick, que me dio la impresión de no recordar gran cosa–. ¿David Copperfield? ¡Oh, sí! Por supuesto, David.
–Pues bien –afirmó mi tía–, aquí tiene a su hijo. Sería exactamente igual que su padre, si no se pareciese tanto a su madre.
–¿Su hijo? –exclamó el señor Dirk–. ¿El hijo de David? ¡Claro que sí!
–Sí –continuó mi tía–, y ha organizado un buen lío: se ha escapado. ¡Ay! Su hermana Betsey Trotwood nunca lo habría hecho.
Y movió enérgicamente la cabeza, como si estuviera muy segura del carácter y del comportamiento de una niña que jamás había nacido.
–¡Oh! ¿Entonces piensa que ella nunca se habría escapado? –preguntó el señor Dick.
–¡Dios mío! ¡Qué cosas dice este hombre! –exclamó la señorita Betsey con acritud–. ¿Acaso duda de mis palabras? Habría vivido con su madrina, y las dos habríamos estado muy unidas. Por lo que más quiera, ¿de dónde o hacia dónde habría querido huir su hermana Betsey?
–Tiene usted razón –contestó el señor Dick.
–Entonces –dijo mi tía, ablandada por su respuesta–, ¿por qué pretende estar en la luna, cuando tiene usted el ingenio más afilado que un bisturí de cirujano? Tiene ante sus ojos al joven David Copperfield, y mi pregunta es: ¿qué debo hacer con él?
–¿Qué debe hacer con él? –repitió el señor Dick, suavemente, rascándose la cabeza–. ¡Oh! ¿Hacer con él?
–Sí –afirmó mi tía con expresión grave, al tiempo que alzaba su dedo índice–. ¡Vamos! Necesito un buen consejo.
–Esta bien; si yo fuera usted –musitó el señor Dick, reflexionando y mirándome con aire ausente–. Yo…
Y el hecho de contemplarme pareció servirle de repentina inspiración.
–Yo lo lavaría –añadió con vivacidad.
–Janet –exclamó mi tía, volviéndose con un aire de sereno triunfo que entonces no alcancé a comprender–, el señor Dick siempre tiene razón. ¡Calienta el baño!
A pesar de que ese diálogo me interesaba profundamente, no pude evitar fijarme, entretanto, en mi tía, en el señor Dick y en Janet, y terminar de inspeccionar la estancia.
La señorita Betsey era una mujer alta y de facciones duras, aunque en absoluto desagradables. Había cierta firmeza en su rostro, en su voz, en sus gestos y en su modo de andar, que explicaba el efecto que había causado en una criatura tan dulce como mi madre; pero sus rasgos eran más bien hermosos, aunque austeros y poco afables. Sus ojos expresivos y brillantes llamaron poderosamente mi atención. Sus cabellos grises estaban peinados con una raya al medio, bajo una especie de cofia; me refiero a un tocado que entonces se veía con más frecuencia que ahora, con dos cintas laterales que se ataban por debajo de la barbilla. Su vestido, del color de la lavanda, estaba impecablemente limpio; y era muy sencillo, como si mi tía deseara estar lo más cómoda posible. Me acuerdo de que, por su forma, me pareció más bien un traje de amazona, al que hubieran quitado la falda superior. Llevaba en un costado un reloj de oro de caballero, a juzgar por el tamaño y la hechura, con su correspondiente cadena; el cuello y los puños se asemejaban a los de una camisa de hombre.
El señor Dick, tal como he dicho antes, tenía los cabellos grises y las mejillas sonrosadas; con estas palabras habría terminado de describirlo, si no hubiera llevado la cabeza curiosamente inclinada (no por la edad; me recordaba a los muchachos del señor Creakle después de recibir una paliza). Además, sus ojos grises, grandes y saltones, tenían un extraño brillo acuoso que, en combinación con su expresión distraída, su sumisión a mi tía y su alegría infantil cuando ésta lo elogiaba, me hicieron sospechar que estaba un poco loco; aunque, de ser así, me intrigaba mucho su presencia en aquella casa. Vestía como cualquier caballero corriente, una amplia chaqueta gris de mañana y unos pantalones blancos, y guardaba el reloj en un pequeño bolsillo del chaleco; recuerdo que hacía tintinear su dinero como si estuviera muy orgulloso de tenerlo.
Janet era una muchacha muy bonita, de diecinueve o veinte años de edad, sumamente pulcra y aseada. Aunque en aquellos momentos no me percaté de nada más, puedo decir aquí lo que descubrí más tarde: que era una más de una larga lista de protegidas que mi tía había tomado a su servicio con el único fin de educarlas en la renuncia a los hombres, y que, por lo general, completaban su abjuración casándose con el panadero.
La estancia estaba tan limpia y reluciente como Janet y mi tía. Cuando, hace unos instantes, dejé la pluma sobre la mesa para pensar en ella, volví a sentir el soplo de la brisa marina entremezclada con el aroma de las flores. Y volví a contemplar sus muebles anticuados, pulidos y brillantes; la silla y la mesa que sólo mi tía tenía derecho a utilizar, detrás del abanico verde junto al ventanal; la alfombra con listas y flores de diversos colores, el gato, la funda de la tetera, los dos canarios, la vieja porcelana, la ponchera llena de pétalos de rosa secos, el gran armario donde se guardaban tarros y botellas y, desentonando de modo asombroso con el resto, mi sucia y polvorienta presencia en el sofá, tomando nota de todo.
Janet se había marchado a preparar el baño, cuando mi tía, con gran alarma por mi parte, enrojeció de ira y apenas tuvo voz para gritar:
–¡Janet! ¡Los burros!
Al oír esto, Janet subió corriendo las escaleras, como si la casa estuviera ardiendo, se precipitó a un pequeño prado que había delante de la casa y ahuyentó a dos asnos montados por dos damas, que habían tenido el atrevimiento de pisar el césped. Entretanto, mi tía salió apresuradamente de la casa, agarró las bridas de un tercer animal, que llevaba un niño a lomos, y le obligó a dar la vuelta; después de conducirlo fuera de aquellos sagrados límites, dio un cachete al infortunado pequeño que había osado profanar tan sacrosanto terreno.
Todavía ignoro si mi tía tenía derecho de paso sobre aquella pequeña pradera, pero ella estaba convencida de que así era, y con eso bastaba. El mayor ultraje que podían hacerle, y que exigía una venganza inmediata, era que pasara un burro por aquel espacio inmaculado. Cualquiera que fuese su ocupación, por muy interesante que resultara la conversación que estuviese teniendo, un burro era suficiente para alterar el curso de sus ideas y, sin pensarlo un instante, se lanzaba en su persecución. Guardaba en lugares secretos jarros de agua y regaderas, listos para ser derramados sobre los jóvenes ofensores; escondía palos detrás de las puertas; realizaba batidas a todas horas: era un estado de guerra permanente. Tal vez aquello era emocionante para los muchachos que los guiaban; o quizá los burros más inteligentes, conscientes de lo que ocurría, se empeñaban –con su obstinación natural– en pasar por allí. Sólo sé que hubo tres alarmas antes de que el baño estuviera listo; y que en la última de todas, que fue la más temible, vi a mi tía atacar, ella sola, a un mocetón de quince años, y golpear su cabeza de cabellos trigueños contra la puerta del jardín, antes de que él pudiese comprender lo que sucedía. Esas interrupciones me parecían tanto más grotescas porque en aquellos momentos mi tía estaba dándome cucharadas de caldo (convencida de que estaba a punto de morir de inanición, por lo que sólo podía recibir alimentos en pequeñas dosis); y, cuando yo estaba con la boca abierta, dejaba la cuchara en el plato y gritaba: «¡Janet! ¡Los burros!». Y se lanzaba al asalto.
El baño me reconfortó. Pues había empezado a tener los miembros muy doloridos, después de tantas noches a la intemperie; y estaba tan cansado y alicaído que apenas podía tener los ojos abiertos cinco minutos seguidos. Una vez limpio, la señorita Betsey y Janet me pusieron una camisa y unos pantalones del señor Dick y me envolvieron en dos o tres chales de gran tamaño. No sé qué clase de paquete parecería, pero sin duda uno muy caliente. Como me sentía muy débil y somnoliento, me tendí de nuevo en el sofá y me quedé dormido.
Es posible que fuera un sueño, nacido de la fantasía que había ocupado tanto tiempo mi pensamiento, pero me desperté con la impresión de que mi tía se había acercado e inclinado sobre mí, había apartado los cabellos de mi rostro, colocado mi cabeza para que estuviera más cómodo y se había quedado un rato contemplándome. Las palabras «hermoso muchacho» y «pobre pequeño» parecían resonar también en mis oídos; pero lo cierto es que, cuando desperté, no vi nada que pudiera inducirme a creer que mi tía las había pronunciado, pues seguía mirando el mar sentada junto al ventanal, detrás del abanico verde, cuya base era una especie de pivote que giraba en todas direcciones.
Nada más despertarme, comimos pollo asado y un budín; yo sentado a la mesa, como si también fuera un ave espetada, moviendo los brazos con dificultad. Pero, como era mi tía la que me había empaquetado de ese modo, no me atreví a quejarme. Durante todo ese tiempo, estaba muy preocupado por saber qué pensaba hacer conmigo; pero ella comió en el más profundo silencio, aunque de vez en cuando clavaba sus ojos en mí, que estaba frente a ella, y exclamaba: «¡Que el Señor se apiade de nosotros!», lo que no paliaba en absoluto mi inquietud.
Una vez que retiraron el mantel y trajeron el jerez (también a mí me sirvieron un vaso), la señorita Betsey envió de nuevo a buscar al señor Dick, que se reunió con nosotros y asintió con la mayor seriedad cuando ella le pidió que escuchara mi relato. Respondí una tras otra a las preguntas de mi tía, contándoles, de ese modo, mi historia. Mientras yo hablaba, ella miraba fijamente al señor Dick, que, de lo contrario, creo que se hubiera dormido; y siempre que éste esbozaba una sonrisa, mi tía fruncía el ceño para llamarlo al orden.
–No puedo comprender por qué esa desdichada niña se casó de nuevo –exclamó la señorita Trotwood, cuando hube terminado.
–Tal vez se enamoró de su segundo marido –sugirió el señor Dick.
–¿Enamorarse? –preguntó mi tía–. ¿Qué quiere decir? ¿Qué necesidad tenía de hacerlo?
–Quizá disfrutó con ello –respondió el señor Dick con sonrisa bobalicona, después de unos instantes de reflexión.
–¡Claro está! ¡Disfrutó con ello! –repitió la señorita Betsey–. Menuda felicidad para la pobre niña, entregar su corazón a un indeseable que, de un modo u otro, iba a maltratarla. Me gustaría saber qué pretendía. Ya había tenido un marido. Había visto morir a David Copperfield, que estuvo persiguiendo muñecas de porcelana desde que vino al mundo. Tenía un hijo pequeño. Recuerdo que cuando este muchacho nació, un viernes por la noche, pensé que había dos bebés en la casa… ¿Qué más podía desear?
El señor Dick me hizo un gesto con la cabeza, a escondidas, como si aquél fuera un razonamiento irrefutable.
–Ni siquiera pudo tener una niña como todo el mundo –afirmó mi tía–. ¿Dónde estaba Betsey Trotwood, la hermana de este muchacho? Nunca nació. ¡Calle, no me diga nada!
El señor Dick pareció muy asustado.
–Y aquel pequeño médico que caminaba con la cabeza ladeada –prosiguió mi tía–, Jellips o como se llamara, ¿qué hacía allí? Lo único que pudo decirme, con su aspecto de petirrojo… sí, eso es lo que era, fue: «¡Es un niño!». ¡Un niño! ¡Bah! ¡Menuda pandilla de necios!
Y pronunció esas palabras con tanta vehemencia que el señor Dick se estremeció; y yo también, para ser sincero.
–Y después, como si todo eso no bastara, y no hubiera perjudicado suficiente a Betsey Trotwood, la hermana de este muchacho –continuó mi tía–, se casa por segunda vez con un hombre apellidado Murderer, o algo parecido, y ¡perjudica a este pobre niño! Y la consecuencia natural, que sólo alguien tan infantil como ella habría sido incapaz de prever, es que su hijo se ve obligado a vagar por el mundo, al igual que Caín, antes de convertirse en un hombre.
El señor Dick me observó, como si quisiera asegurarse de que respondía a ese retrato.
–Y luego esa mujer de nombre pagano –dijo mi tía–, esa tal Peggotty, va y se casa también. Como si no hubiera visto los males que acompañan al matrimonio, va y se casa, según cuenta este pequeño. Lo único que espero –prosiguió, moviendo la cabeza– es que su marido sea uno de esos hombres que pegan palizas a sus mujeres, de los que tanto hablan los periódicos.
No pude soportar que criticaran a mi vieja niñera, ni que le desearan algo tan terrible. Le dije a mi tía que estaba equivocada. Que Peggotty era la mejor amiga y criada del mundo, la más sincera, la más leal, la más abnegada y la más generosa; que siempre nos había querido de todo corazón tanto a mi madre como a mí; que había sostenido en su brazo la cabeza de mi madre agonizante y había recibido de ésta su último beso. Y, al recordar a las dos mujeres, me embargó la emoción y empecé a llorar, mientras trataba de decirle que el hogar de Peggotty era el mío, y que todo lo que poseía era mío, y que habría ido a refugiarme a su casa, si no hubiera temido ponerla en un aprieto dada su humilde condición, pero estallé en llanto mientras intentaba decirle todo eso y recosté mi cabeza sobre la mesa, con el rostro escondido entre las manos.
–¡Está bien! –dijo mi tía–. El muchacho tiene razón en defender a las personas que quiere. ¡Janet! ¡Los burros!
Estoy convencido de que, sin aquellos desgraciados asnos, nos habríamos entendido bien; pues mi tía había colocado su mano encima de mi hombro y yo, envalentonado por su gesto, había sentido el impulso de besarla y de pedirle su protección. Pero aquella interrupción, y lo alterados que quedaron sus nervios después del combate, pusieron fin a cualquier pensamiento más tierno; y mi tía, presa de gran indignación, aseguró una y otra vez al señor Dick que estaba decidida a apelar a los tribunales y acusar de allanamiento de morada a todos los propietarios de burros de Dover. Y no dejó de hacerlo hasta la hora del té.
Después de merendar nos sentamos junto a la ventana, al acecho de nuevos invasores (a juzgar por la expresión vigilante de la señorita Betsey), hasta que oscureció. Entonces Janet encendió las velas, colocó un tablero de sobre la mesa y bajó las persianas.
–Y ahora, señor Dick –exclamó mi tía, con aire solemne y el dedo índice nuevamente levantado–; quisiera preguntarle otra cosa. Mire a este niño.
–¿El hijo de David? –inquirió el señor Dick, con rostro atento y confundido.
–En efecto –contestó la señorita Betsey–. ¿Qué haría ahora con él?
–¿Con el hijo de David?
–Sí –replicó mi tía–. Con el hijo de David.
–¡Oh! –dijo el señor Dick–. Yo, yo… lo acostaría.
–¡Janet! –gritó mi tía, con el mismo aire triunfal que he señalado antes–. El señor Dick tiene razón. Si la cama está preparada, le llevaremos a ella.
Cuando la joven anunció que el dormitorio estaba listo, me condujeron hasta él; amablemente, pero como una especie de prisionero: la señorita Betsey me precedía y Janet cerraba la marcha. El único detalle que me hizo concebir alguna esperanza fue ver que mi tía se paraba en las escaleras para preguntar de dónde venía cierto olor a chamuscado, y que Janet le respondía que acababa de quemar mi vieja camisa en la cocina. Pero no había más ropa en mi cuarto que el extraño montón de prendas que yo vestía; y cuando me dejaron allí, con una pequeña vela que, según advirtió mi tía, se consumiría en cinco minutos, les oí cerrar la puerta con llave. Y se me ocurrió pensar que la señorita Betsey, al no saber nada de mí, quizá temiera que tuviese la costumbre de escaparme, y hubiera decidido tomar precauciones y ponerme a buen recaudo.
Mi dormitorio era muy bonito; estaba situado en el piso superior y daba al mar, en cuya superficie se reflejaba la brillante luz de la luna. Cuando recé mis oraciones y me quedé a oscuras, recuerdo que estuve contemplando su resplandor en el agua, como si fuera un libro luminoso donde pudiera leer mi destino; o como si fuera a ver descender del cielo a mi madre con su niño en brazos, para mirarme del modo en que lo hizo la última vez que contemplé su dulce rostro. Recuerdo que el sentimiento solemne con que finalmente aparté mis ojos de aquel espectáculo dio paso a una sensación de gratitud y bienestar, al ver mi lecho rodeado de hermosos cortinajes; y que ésta se incrementó al acurrucarme entre las sábanas, también blancas como la nieve. Recuerdo que pensé en todos los lugares solitarios donde había dormido bajo el cielo nocturno, y cuánto había rezado para no volver a hallarme sin cobijo, ni olvidar jamás a los que carecían de él. Recuerdo que entonces me sentí flotar por aquel sendero glorioso y melancólico sobre el mar, hasta perderme en el mundo de los sueños.