David Copperfield

XXVI Caigo cautivo

XXVI

No volví a ver a Uriah Heep hasta el día en que Agnes abandonó la ciudad. Yo estaba en las oficinas de la diligencia para despedirme de ella y verla marchar, cuando apareció él, que regresaba a Canterbury en el mismo vehículo. Sentí cierto consuelo al percatarme de que su sobretodo, de cintura estrecha, altos hombros y color morado, se hallaba colocado en el techo del carruaje, junto a un paraguas que parecía una pequeña tienda de campaña, en el borde del asiento trasero, mientras que Agnes, como es natural, viajaba en el interior; pero el esfuerzo que me vi obligado a hacer para ser amable con él, mientras Agnes me miraba, tal vez mereciera aquella pequeña recompensa. En la ventanilla de la diligencia, al igual que durante la cena de los señores Waterbrook, su figura parecía cernirse sobre nosotros sin descanso, como un enorme buitre: devorando cada una de las palabras que yo le decía a Agnes o que ella me decía a mí.

En medio de la confusión en que me habían sumido las confidencias de Uriah, había meditado mucho sobre las palabras que había empleado Agnes al hablar de la asociación: «Hice lo que consideré mi deber. Convencida de que ese sacrificio era necesario para la tranquilidad de papá, le supliqué que lo hiciera». Yo albergaba el doloroso presentimiento de que ella cedería nuevamente a ese impulso y estaría dispuesta a hacer cualquier sacrificio por su padre; y, desde que comprendí esto, la angustia me atenazaba. Sabía cuánto lo amaba y hasta dónde llegaba su lealtad. Había oído de sus propios labios que se consideraba la causa involuntaria de sus errores, y que tenía una deuda con él que deseaba fervientemente pagar. No me sirvió de consuelo ver la diferencia que existía entre ella y aquel odioso Rufus del sobretodo color morado; pues me di cuenta de que era precisamente en ese contraste entre el alma pura y abnegada de Agnes y la sórdida ruindad de Uriah donde estaba el mayor peligro. También él sabía todo aquello, no me cabe la menor duda; y lo había sopesado astutamente.

Y, sin embargo, yo estaba seguro de que la posibilidad de semejante sacrificio, por muy lejana que fuera, destruiría la felicidad de Agnes; y su actitud reflejaba con tanta claridad que no estaba al corriente de nada, y que aquella sombra todavía no había caído sobre su alma, que habría preferido herirla que advertirla del peligro que la amenazaba. Por ese motivo, nos despedimos sin la menor explicación; ella me decía adiós con la mano, sonriendo desde la ventanilla de la diligencia, mientras su genio maligno se retorcía encima del techo del carruaje, como si ya la tuviera en sus garras, victorioso.

Aquella escena me persiguió durante mucho tiempo. Cuando Agnes me escribió para comunicarme que había llegado sana y salva, me sentí tan desdichado como en el momento de su partida. Siempre que me abandonaba a mis pensamientos, sabía con certeza que aquella imagen se presentaría de nuevo, redoblando mi sufrimiento. A duras penas pasaba una noche sin que soñara con eso. Se convirtió en una parte de mi vida, tan inseparable de ella como mi cabeza.

Tuve tiempo de sobra para torturarme con ese recuerdo, pues Steerforth estaba en Oxford, según me escribió, y cuando no me encontraba en los Commons, pasaba mucho tiempo solo. Creo que, por aquel entonces, empecé a sentir cierta desconfianza hacia Steerforth. Respondí cariñosamente a su carta, pero supongo que en el fondo me alegré de que no pudiera venir a Londres. Sospecho que la verdadera razón era la influencia que Agnes ejercía sobre mí en ausencia de Steerforth, que ahora era más fuerte que nunca, ya que la joven ocupaba la mayor parte de mis pensamientos y preocupaciones.

Entretanto, fueron pasando los días y las semanas. Firmé mi contrato con Spenlow y Jorkins. Recibía noventa libras anuales de mi tía, sin contar el alquiler de la casa y otros gastos extra. Mi apartamento estaba arrendado al menos por doce meses; y, aunque las veladas seguían pareciéndome tristes y largas, me quedaba allí, sumido en una especie de tranquila melancolía, y me contentaba con tomar café; si no recuerdo mal, en aquella época de mi vida debí de beberlo por galones. Creo que también fue entonces cuando hice tres descubrimientos: el primero, que la señora Crupp padecía un extraño mal que ella denominaba «los espasmos», que iban generalmente acompañados de una irritación de nariz que necesitaba ser tratada con menta; el segundo, que, por alguna peculiaridad de la temperatura de mi despensa, las botellas de coñac estallaban en su interior; y el tercero, que estaba solo en el mundo, y sentía una profunda inclinación a dejar constancia de tal circunstancia en fragmentos de versificación inglesa.

El día en que regularicé el contrato, me limité a celebrarlo invitando a los empleados de la oficina a unos sándwiches y a un trago de jerez, y yendo por la noche solo al teatro. Fui a ver , algo muy indicado para un hombre de los Commons, y salí tan apesadumbrado de la obra que, cuando volví a casa, apenas reconocí mi rostro en el espejo. En el momento de firmar, el señor Spenlow aseguró que le habría gustado mucho invitarme a su casa de Norwood para celebrar nuestra nueva relación, pero que en su hogar reinaba cierto desorden a causa del inminente regreso de su hija, que acababa de terminar su educación en París. No obstante, me dio a entender que, cuando la joven llegase, sería un placer para él recibirme. Yo sabía que era viudo y no tenía más que una hija, y le expresé mi agradecimiento.

El señor Spenlow cumplió su palabra. Una semana o dos después me recordó su promesa, diciendo que, si le hacía el honor de ir a su casa desde el sábado hasta el lunes siguiente, se sentiría muy feliz. Como es natural, acepté; y convinimos en que le acompañaría en su faetón, tanto a la ida como a la vuelta.

Cuando llegó el gran día, hasta mi equipaje se convirtió en objeto de veneración para los empleados que recibían un estipendio, para quienes la casa de Norwood era un misterio sagrado. Uno de ellos me comunicó que había oído decir que el señor Spenlow comía siempre en vajillas de plata y de porcelana; otro insinuó que en su mesa se bebía champaña como si fuera cerveza de barril. El viejo escribiente de la peluca, el señor Tiffey, había ido varias veces a lo largo de los años, por asuntos de trabajo, y siempre lo habían conducido hasta una pequeña sala donde se servían los desayunos. La describió como una estancia de lo más suntuosa, y aseguró que le habían dado a beber un licor oscuro de las Indias Orientales, tan delicioso que sólo podía degustarse cerrando los ojos.

Aquel día se celebraba la vista de una causa aplazada en el Tribunal del Consistorio: se trataba de excomulgar a un panadero que se había negado a pagar su parte del adoquinado en una asamblea de feligreses. Y, como las declaraciones fueron el doble de largas que , según unos cálculos que efectué, no terminamos hasta una hora muy avanzada. Logramos, sin embargo, que se le excomulgara durante seis semanas y que fuera condenado a pagar todas las costas; y entonces el procurador del panadero, el juez y los abogados de las dos partes (que eran muy amigos) se fueron juntos a la ciudad, y el señor Spenlow y yo nos marchamos en el faetón.

Éste era verdaderamente magnífico; los caballos arqueaban el cuello y elevaban las patas como si supieran que pertenecían a los Doctors’ Commons. Lo cierto es que, en cuanto a ostentación, existía una gran rivalidad entre los miembros de este tribunal, tal como ponían de manifiesto algunos de sus elegantes carruajes. Aunque yo siempre he creído y seguiré creyendo que, en aquellos tiempos, el artículo de mayor competencia era el almidón; y no creo que ningún ser humano pudiera llevar un cuello tan duro como el de las camisas de los procuradores.

Conversamos agradablemente durante el trayecto, y el señor Spenlow me proporcionó algunos datos relacionados con mi profesión. Dijo que era la más distinguida del mundo, y que no debía confundirse, bajo ningún concepto, con la de abogado; pues era totalmente diferente, infinitamente más selecta, menos mecánica y más lucrativa. En los Commons nos tomábamos las cosas con mucha más filosofía que en cualquier otra parte, señaló, lo que nos convertía en una clase privilegiada, separada del resto. Añadió que era imposible negar el hecho, bastante desagradable, de que eran sobre todo los abogados quienes nos daban trabajo; pero me dio a entender que se trataba de una raza inferior de hombres, universalmente menospreciados por todos los procuradores que se preciaran de serlo.

Le pregunté al señor Spenlow qué clase de asuntos le parecían más interesantes en nuestra profesión. Me respondió que un buen proceso entablado a causa de un testamento, en el que estuviera en juego una pequeña fortuna de treinta o cuarenta mil libras, era quizá lo mejor de todo. Los casos así no sólo reportaban muy buenas ganancias, gracias a los alegatos en las distintas fases del pleito y a las montañas de declaraciones a lo largo de los interrogatorios y de los contrainterrogatorios (por no hablar de la apelación, primero a los delegados y después a los lores); sino que también, al tener la seguridad de que las costas acabarían descontándose de la herencia, ninguna de las dos partes se amilanaba, ni reparaba en gastos. Entonces se lanzó a hacer un panegírico general de los Commons. Su característica más admirable era la solidez, afirmó. Se trataba del lugar mejor organizado del mundo. Era la encarnación del bienestar. Eso lo decía todo. Por ejemplo, usted entabla un caso de divorcio o de indemnización en el Consistorio. ¡Bien! Su caso se juzga en este tribunal. Juega usted una pequeña partida de cartas, con toda tranquilidad, como si estuviera en familia. Supongamos que no queda satisfecho con la sentencia, ¿qué puede hacer? Recurre al Tribunal de los Arcos. ¿Y qué son los Arcos? Pues el mismo tribunal, en la misma sala, con el mismo cuerpo de abogados… pero con otro juez, pues el juez del Consistorio puede comparecer allí como abogado cuando lo desee. Ahora bien, usted ha vuelto a jugar y tampoco está de acuerdo con el resultado. ¿Cuál es el siguiente paso? Pues dirigirse a los delegados. ¿Quiénes son éstos? Los delegados eclesiásticos son los abogados que han asistido como espectadores a las pequeñas partidas que se han jugado en las otras dos salas, que han visto cómo se barajaban y cortaban las cartas, que han hablado con todos los jugadores… y que ahora se presentan como jueces, frescos y lozanos, ¡a fin de encontrar una solución que agrade a todos! Los descontentos podrán hablar de la corrupción de los Commons, de su aislamiento y de su necesidad de reforma –concluyó gravemente el señor Spenlow–, pero cuanto más sube el precio del trigo, más trabajo tienen los Commons; y podría gritarse al mundo entero, sin temor a mentir: «Tocad los Commons y el país se vendrá abajo».

Escuché todo esto con mucha atención; y, aunque debo reconocer que no estaba nada convencido de que el país tuviera tanto que agradecer a los Commons como decía el señor Spenlow, me mostré respetuosamente de acuerdo con él. En cuanto al precio del trigo, era un asunto que me sobrepasaba de tal modo que lo di por zanjado. Y es algo que todavía hoy no he logrado comprender, y que, a lo largo de mi vida, ha reaparecido una y otra vez y me ha anonadado, ya fuera relacionado con un asunto o con otro. No sé exactamente qué tiene que ver esa cuestión conmigo, o qué derecho tiene a aplastarme en las circunstancias más variadas; pero, siempre que alguien saca el tema a colación, doy la batalla por perdida.

Pero esto es una digresión. Desde luego, no sería quien tocara los Commons y arruinara el país. Expresé respetuosamente, a través de mi silencio, mi conformidad con las palabras de mi superior, tanto en años como en conocimientos; y hablamos de , de teatro y de los dos caballos, hasta que nos detuvimos frente a la verja del señor Spenlow.

Un hermoso jardín rodeaba la casa y, a pesar de que no era la mejor época del año para verlo, estaba tan bien cuidado que me encantó. Tenía un bonito césped, grupos de árboles y unos senderos que entreveía en la oscuridad, cubiertos con pérgolas, por las que trepaban los arbustos y las flores al llegar la primavera.

«¡Oh, Cielos! La señorita Spenlow debe de pasear sola por aquí», pensé.

Nos dirigimos a la casa, alegremente iluminada, y entramos en un vestíbulo donde había toda clase de sombreros, gorras, sobretodos, mantas escocesas, guantes, látigos y bastones.

–¿Dónde está la señorita Dora? –preguntó el señor Spenlow al criado.

«¡Dora! –pensé–. ¡Qué hermoso nombre!»

Pasamos a una habitación contigua (creo que era la famosa salita donde el viejo escribiente había bebido el licor oscuro de las Indias Orientales) y oí una voz que decía:

–Señor Copperfield, le presento a mi hija Dora y a su dama de compañía.

No hay duda de que era la voz del señor Spenlow, pero yo no la reconocí, y además me resultaba indiferente. Todo había ocurrido en un instante. Mi destino se había cumplido. Era un cautivo y un esclavo. ¡Amaba a Dora Spenlow con locura!

Ella me pareció un ser sobrenatural. Un hada, una sílfide, no se qué… la encarnación de lo que nadie había visto y todo el mundo deseaba. En un abrir y cerrar de ojos me vi hundido en un abismo de amor. No pude detenerme en su borde; ni mirar hacia abajo, ni mirar atrás; caí de cabeza antes de poder decirle una sola palabra.

–Ya conozco al señor Copperfield –exclamó una voz que yo recordaba muy bien, mientras me inclinaba y trataba de balbucir algo.

La que hablaba no era Dora. No; era su dama de compañía: ¡la señorita Murdstone!

No creo que me sorprendiera mucho. Según mi leal saber y entender, había perdido la capacidad de asombro. En el mundo material, lo único que podía maravillarme era Dora Spenlow.

–¿Cómo está, señorita Murdstone? –inquirí–. Espero que se encuentre bien.

–Así es –contestó.

–¿Y cómo está el señor Murdstone? –añadí.

–Mi hermano goza de buena salud, gracias.

El señor Spenlow pareció extrañarse de que nos hubiéramos visto antes.

–Me alegra comprobar, señor Copperfield –dijo–, que usted y la señorita Murdstone sean amigos.

–El señor Copperfield y yo –puntualizó la señorita Murdstone, con su acostumbrada calma y severidad– somos parientes. Pero apenas nos hemos visto antes; sólo cuando él era niño. Las circunstancias nos han separado desde entonces. Ni siquiera lo habría reconocido.

Respondí que yo la habría reconocido en cualquier parte. Y no mentía.

–La señorita Murdstone ha tenido la bondad –señaló el señor Spenlow– de aceptar el puesto (si puede llamarse así) de dama de compañía de mi hija. Como Dora, por desgracia, no tiene madre, la señorita Murdstone se ha prestado amablemente a ser su amiga y protectora.

Tuve el pensamiento fugaz de que la señorita Murdstone, al igual que esas armas de bolsillo llamadas cachiporras, parecía mucho más capacitada para el ataque que para la defensa. Pero, como todas las ideas que pasaban por mi cabeza eran pasajeras, excepto si guardaban relación con Dora, me apresuré a mirar a ésta; y estaba empezando a comprender, por su expresión adorablemente irritada, que no se sentía inclinada a hacer demasiadas confidencias a su amiga y protectora, cuando sonó una campanilla. El señor Spenlow me explicó que era la primera llamada para la cena, y me acompañó fuera de la sala para que me cambiara.

En mi estado de enamoramiento, la idea de vestirme de etiqueta o de realizar cualquier otra acción resultaba demasiado ridícula. Lo único que podía hacer era sentarme junto a la chimenea, mordisquear la llave de mi maleta y pensar en los brillantes ojos de la joven, encantadora y hermosa Dora. ¡Qué figura! ¡Qué rostro! ¡Qué modales tan delicados, espontáneos y cautivadores!

La campanilla volvió a sonar tan pronto que, en lugar de acicalarme con esmero, como me habría gustado en aquellas circunstancias, me vi obligado a vestirme a toda prisa. Bajé las escaleras. En el comedor había algunos invitados. Dora conversaba con un anciano de pelo gris. A pesar de sus canas… y de que ya era bisabuelo, según afirmó, creí enloquecer de celos.

¡Vaya un estado el mío! Tenía celos de todo el mundo. No podía soportar que nadie conociera al señor Spenlow mejor que yo. Era una tortura para mí oír contar anécdotas en las que yo no había intervenido. Cuando un caballero muy amable, y de calva brillante, me preguntó, desde el otro lado de la mesa, si aquella era la primera vez que visitaba Norwood, habría sido capaz de descargar sobre él la peor de las venganzas.

No recuerdo a ninguno de los comensales, excepto a Dora. No tengo la menor idea de lo que comimos, sólo Dora. Tengo la sensación de que mi único alimento fue Dora, y de que el criado me quitó media docena de platos que ni siquiera había probado. Me sentaron a su lado. Hablé con ella. Tenía la voz más dulce, la risa más alegre, los modales más agradables y fascinantes que jamás hayan logrado reducir a un pobre joven a una esclavitud sin esperanzas. Todo en ella era diminuto; y eso la haría más preciosa a mis ojos.

Caigo cautivo

Cuando salió del comedor en compañía de la señorita Murdstone (pues eran las únicas damas), me sumí en una especie de ensueño, sólo turbado por la cruel inquietud de que la señorita Murdstone le hablara mal de mí. El amable caballero de la calva brillante me contó una larga historia, que creo que guardaba relación con la jardinería. Tengo la impresión de haberle oído decir en varias ocasiones: «mi jardinero». Yo fingía escucharlo con la mayor atención, pero, mientras tanto, recorría con Dora el jardín del Edén.

El temor a ser calumniado ante el objeto de mi apasionado amor se avivó cuando entramos en el salón, por culpa del aspecto ceñudo y reservado de la señorita Murdstone. Pero mis miedos desapareciron del modo más inesperado.

–David Copperfield –dijo la señorita Murdstone, haciéndome señas para que me acercara con ella a una ventana–. Unas palabras…

Me encontré solo ante la señorita Murdstone.

–David Copperfield –prosiguió–. No es necesario que me extienda sobre nuestras circunstancias familiares. No es un asunto demasiado agradable.

–Lejos de eso, señora –respondí.

–Lejos de eso –repitió–. No deseo revivir las viejas querellas, ni las viejas ofensas. Fui insultada por una persona (una mujer, y siento decirlo por el honor de mi sexo) de la que no puedo hablar sin desprecio ni aversión; por ese motivo, prefiero no mencionarla.

Aquella alusión a mi tía me indignó; pero le dije que, efectivamente, sería mejor que la nombrara. Pues no habría aguantado que le faltara al respeto en mi presencia, añadí, sin expresarle lo que pensaba.

La señorita Murdstone cerró los ojos e inclinó desdeñosamente la cabeza, antes de volverlos a abrir.

–David Copperfield –continuó–, no trataré de ocultar que en su niñez me formé una opinión muy desfavorable de su carácter. Es posible que me equivocara o que usted haya dejado de merecerla. No es algo que debamos discutir ahora. Soy miembro de una familia notable por su firmeza; no soy de las que cambian según la situación. Puedo tener mi opinión de usted, como usted puede tenerla de mí.

Incliné la cabeza, a mi vez.

–Pero no es necesario –agregó la señorita Murdstone– que esas opiniones entren ahora en conflicto. En las actuales circunstancias, es mejor para todos que eso no ocurra. Puesto que el destino ha vuelto a reunirnos, y quizá lo haga de nuevo, sugiero que nos tratemos como parientes lejanos. Las circunstancias familiares son motivo más que suficiente para que actuemos así, y es de todo punto innecesario que ninguno de los dos ponga al otro en evidencia.

–Señorita Murdstone –respondí–, creo que usted y el señor Murdstone fueron muy crueles conmigo y trataron con enorme dureza a mi madre. Es algo que pensaré mientras viva. Pero estoy de acuerdo con su propuesta.

La señorita Murdstone cerró los ojos de nuevo e inclinó la cabeza. Después de rozar la palma de mi mano con la punta de sus dedos, rígidos y helados, se alejó de la ventana arreglándose las pequeñas cadenas que adornaban sus muñecas y su cuello; y éstas parecían ser las mismas, y seguir exactamente en el mismo estado que la última vez que la vi. Y, dado el carácter de la señorita Murdstone, no pudieron sino recordarme a las cadenas de la puerta de una cárcel, que muestran a quienes las ven desde fuera lo que les espera en su interior.

Lo único que sé del resto de la velada es que oí cantar en francés a la reina de mi corazón, que acompañaba sus hermosas baladas con un glorioso instrumento que debía de ser una guitarra; sus letras parecían indicar que, pasara lo que pasara, siempre teníamos que bailar… tralalá, tralalá. Que me sumí en un delirio de felicidad. Que rehusé todas las bebidas que me ofrecieron. Que sentí especial repugnancia por el ponche. Que, cuando la señorita Murdstone la tomó bajo su custodia y se retiró con ella, la joven me sonrió y me dio su encantadora mano. Que vi mi imagen reflejada en el espejo y tenía el aspecto de un perfecto imbécil. Que me acosté de lo más lacrimoso, y me levanté dominado por una lánguida pasión.

Hacía una hermosa mañana, era temprano y decidí salir a pasear bajo las bonitas pérgolas de los senderos, mientras daba rienda suelta a mi amor pensando en Dora. Cuando cruzaba el vestíbulo, me encontré con su perrito, al que llamaban Jip, diminutivo de Gipsy. Me acerqué cariñosamente, pues mi amor se había hecho extensible a él; pero me enseñó todos los dientes, se metió debajo de una silla expresamente para gruñir y no quiso aceptar la menor familiaridad.

Hacía frío y el jardín estaba desierto. Estuve caminando un rato, intentando imaginar mi felicidad si algún día llegaba a convertirme en el prometido de aquella maravillosa joven. En cuanto al matrimonio, el dinero y todas esas cosas, creo que era casi tan cándido e inocente como cuando adoraba a la pequeña Emily. Poder llamarla Dora, escribirle o idolatrarla, tener razones para creer que se preocuparía de mí, incluso en compañía de otras personas, me pareció el súmmum de la ambición humana… y, desde luego, lo era de la mía. No hay duda de que yo languidecía de amor; pero mi pasión era tan pura que soy incapaz de recordarla con desprecio o de burlarme de ella.

No llevaba mucho tiempo paseando cuando, al doblar una esquina, me tropecé con Dora. Todavía siento un hormigueo, de la cabeza a los pies, cuando evoco ese momento; e incluso la pluma tiembla en mi mano.

–Ha… salido… muy temprano, señorita Spenlow –exclamé.

–Es tan aburrido quedarse en casa –replicó ella–, y la señorita Murdstone ¡es tan ridícula! Dice unas tonterías… Según ella, no debo salir al jardín hasta que no se haya aireado el día. ¡Aireado el día! –y rompió a reír del modo más melodioso–. Los domingos por la mañana, cuando no toco el piano, tengo que hacer algo… Así que ayer por la noche le dije a papá que que salir. Además, es la hora más luminosa del día, ¿no cree usted?

Me atreví a insinuar con valentía (aunque no sin ciertos balbuceos) que me parecía sumamente luminosa, aunque tan sólo unos instantes antes fuera negra como la noche.

–¿Se trata de un cumplido? –preguntó Dora–. ¿O es que el tiempo ha cambiado de verdad?

Le contesté, balbuceando más que antes, que no era ningún cumplido sino la pura verdad, a pesar de que no había advertido el menor cambio en el tiempo. El cambio se había producido únicamente en mis sentimientos, añadí cohibido, concluyendo así mi explicación.

Jamás había visto unos rizos como los que ella sacudió para ocultar su rubor… ¿Y cómo habría podido verlos si no existían otros equiparables? En cuanto al sombrero de paja y a las cintas azules que los coronaban, si hubiera podido colgarlos en mi habitación de Buckingham Street, ¡qué tesoro tan inestimable habrían constituido para mí!

–Acaba usted de volver de París, ¿no es cierto? –inquirí.

–Sí –repuso ella–. ¿Ha estado alguna vez?

–No.

–¡Oh! Espero que pueda ir pronto. ¡Le encantará!

La angustia más profunda se reflejó en mi rostro. El hecho de que ella esperara que yo fuese, de que ella creyera posible que yo ir, me resultó insoportable. Empecé a hablar mal de París; a hablar mal de Francia. Dije que de ningún modo abandonaría Inglaterra en las actuales circunstancias. Nada me induciría a hacerlo. En pocas palabras, ella estaba sacudiendo sus rizos de nuevo cuando el perrito, para alivio de ambos, se acercó corriendo.

Estaba terriblemente celoso de mí e insistió en ladrarme. Dora lo cogió en sus brazos (¡Oh, Dios mío!), y lo acarició; pero siguió ladrando. Cuando intenté tocarlo, me lo impidió; y entonces ella se enfadó con él. Mi sufrimiento aumentó al ver los golpecitos que le propinaba, a modo de castigo, en su chato hocico, mientras él cerraba los ojos y lamía su mano sin dejar de gruñir entre dientes, como un contrabajo. Finalmente, se tranquilizó, y es natural que lo hiciera, al sentir sobre su cabeza el hoyuelo de la barbilla de su ama; y entonces fuimos a visitar un invernadero.

–No tiene usted mucha amistad con la señorita Murdstone, ¿verdad? –quiso saber Dora–. ¡Tesoro mío!

Estas dos últimas palabras se dirigían al perro. ¡Ay, si me las hubiera dedicado a mí!

–No –respondí–. Ninguna.

–¡Qué mujer tan insoportable! –exclamó la joven–. No entiendo en qué pensaba papá al elegir a una criatura tan irritante como señorita de compañía. ¿Y quién necesita protección? Estoy seguro de que no. Jip puede protegerme mucho mejor que la señorita Murdstone, ¿verdad que sí, mi querido Jip?

Éste se limitó a entornar perezosamente los ojos cuando Dora le besó la bola que tenía por cabeza.

–Papá la llama mi mejor amiga, pero evidentemente no lo es, ¿verdad, Jip? Mi perrito y yo no confiaremos nuestros secretos a una persona tan desagradable. Depositaremos nuestra confianza en quien nos plazca y buscaremos nuestros propios amigos, ¿no es cierto, Jip?

El pequeño can emitió un ruidito de satisfacción, similar al silbido de una tetera cuando hierve. En cuanto a mí, cada palabra de Dora era una nuevo eslabón en la cadena que se sumaba a los que ya me aprisionaban.

–Es injusto que, por no tener una bondadosa mamá, nos veamos obligados a aguantar a una vieja solterona, triste y malhumorada, como la señorita Murdstone, siempre pisándonos los talones, ¿verdad, Jip? Pero no importa. No le contaremos nada, y seremos todo lo felices que podamos, a pesar de ella; y la haremos rabiar, y no seremos amables con ella… ¿estás de acuerdo, Jip?

Si ese diálogo hubiera durado más tiempo, creo que no habría podido evitar caer de rodillas en la grava, con muchas posibilidades de llenarme de rasguños y de ser expulsado inmediatamente de la casa. Pero, por suerte, el invernadero no estaba lejos, y llegamos en aquel preciso momento.

En su interior había una verdadera exhibición de hermosos geranios. Caminamos lentamente junto a ellos; y Dora se detenía a menudo para admirar uno u otro, mientras yo admiraba siempre el mismo. Dora, con gesto infantil, sostenía al perro en sus brazos, riendo, a fin de que olfateara las flores. Si no estábamos los tres en el país de las hadas, por mi parte sí lo estaba. Todavía me sorprende, medio en serio medio en broma, el efecto que obra en mí el olor de una hoja de geranio; veo entonces un sombrero de paja y unas cintas azules, una profusión de rizos y un pequeño perro negro que dos gráciles brazos sostienen en alto, junto a un montón de flores y de hojas brillantes.

La señorita Murdstone nos había estado buscando. Nos encontró allí; y le ofreció a Dora su desagradable mejilla y sus pequeñas arrugas llenas de polvos de arroz para que las besara. Luego cogió del brazo a su protegida y nos acompañó a desayunar, como si nos dirigiéramos al funeral de un soldado.

No sabría decir cuántas tazas de té tomé, únicamente porque Dora lo había preparado. Pero recuerdo que lo bebí en grandes cantidades, hasta que mi sistema nervioso, si es que lo tenía por aquel entonces, se vino abajo. Poco después fuimos a la iglesia. La señorita Murdstone se sentó entre los dos; pero oí cantar a Dora y el resto de los feligreses desaparecieron. Hubo un sermón –sobre Dora, por supuesto– y mucho me temo que no sé nada más de aquel oficio religioso.

Pasamos un día muy tranquilo. No hubo visitas, dimos un paseo, comimos los cuatro en familia y pasamos la velada admirando libros y grabados; la señorita Murdstone, con una homilía delante, no nos quitó el ojo de encima. ¡Ay! ¡Qué poco imaginaba el señor Spenlow, al que tuve sentado enfrente después de la cena, cubriéndose la cabeza con un pañuelo, con qué devoción le abrazaba en mi imaginación como si fuera su yerno! ¡Qué lejos estaba de pensar, cuando me despedí de él aquella noche, que acababa de dar su consentimiento a mi compromiso con Dora! Y yo no podía sino pedir a Dios que derramara bendiciones sobre su cabeza.

Nos marchamos al día siguiente muy temprano, pues teníamos que juzgar un caso en el Tribunal del Almirantazgo, que requería un conocimiento bastante preciso del arte de la navegación, para lo que el juez (como no podía esperarse que en los Commons fuéramos demasiado expertos en la materia) había rogado a dos viejas autoridades de Trinity House que acudieran por caridad a ayudarle. Dora estaba, sin embargo, en la mesa del desayuno, preparándonos de nuevo el té; y tuve el melancólico placer de decirle adiós desde el faetón, quitándome el sombrero, mientras ella estaba en el umbral de la puerta con Jip en sus brazos.

No haré inútiles esfuerzos por describir lo que el Almirantazgo significó para mí ese día; las tonterías que se me pasaron por la cabeza mientras escuchaba a los demás; cómo vi el nombre de DORA grabado en el remo de plata que colocaron encima de la mesa, a modo de emblema de aquella elevada jurisdicción; y lo mal que me sentí cuando el señor Spenlow se marchó a su casa sin mí (había abrigado la loca esperanza de que volviera a llevarme con él), como un marinero al que su barco hubiera abandonado en una isla desierta. Si aquel viejo y somnoliento tribunal pudiera despertar y presentar de forma visible todos los sueños que en él yo había tenido despierto, pensando en Dora, sólo entonces se conocería mi verdad.

Y no estoy hablando únicamente de las fantasías que tuve aquella mañana, sino de las que imaginé día tras día, semana tras semana, trimestre tras trimestre. No iba a los Commons para prestar atención a lo que allí ocurría, sino para pensar en Dora. Si dediqué algún pensamiento a los procesos que se tramitaban lentamente en mi presencia, fue sólo para preguntarme, en los pleitos matrimoniales (recordando a Dora), cómo era posible que las parejas fueran desgraciadas; y, cuando se trataba de una herencia, meditaba sobre los pasos que daría en relación con Dora si me hubieran legado aquel dinero a mí. Durante la primera semana de enamoramiento, me compré cuatro elegantes chalecos… no por mí, que no sentía el menor orgullo al llevarlos, sino por Dora; me aficioné a llevar guantes de cabritilla de color crema para salir, y eché los cimientos de todos los callos que he padecido después. Si las botas que calzaba entonces pudieran exhibirse y compararse con el tamaño real de mis pies, tendríamos una muestra conmovedora del estado en que se hallaba mi corazón.

Y, a pesar de que con este acto de amor a Dora me convertía en un pobre lisiado, caminaba diariamente millas y millas con la única esperanza de verla. No sólo en seguida fui tan conocido en Norwood como los carteros de la zona, sino que también invadí las calles de Londres. Deambulaba por los alrededores de las tiendas más elegantes, andaba por el Bazar como un alma en pena, atravesaba el parque una y otra vez hasta quedar exhausto. En raras ocasiones y muy de tarde en tarde, me la encontraba. A veces veía su guante, saludándome desde la ventanilla de un carruaje; o me tropezaba con ella y con la señorita Murdstone, y las acompañaba un rato mientras conversábamos. Siempre que ocurría esto, me sentía después muy desgraciado, porque no le había dicho lo que debía, o porque ella desconocía el alcance de mi afecto, o porque creía serle indiferente. Como puede suponerse, vivía esperando otra invitación del señor Spenlow. Y no sufría más que decepciones, porque no recibí ninguna.

La señora Crupp debía de ser una mujer muy perspicaz; pues llevaba apenas unas semanas enamorado, y lo único que había tenido el valor de escribirle a Agnes era que había estado en casa del señor Spenlow, «cuya familia se componía de una sola hija»… Como iba diciendo, la señora Crupp debía de ser una mujer muy perspicaz, porque, ya en esos primeros días, lo descubrió. Subió a verme una tarde en que yo estaba muy abatido para pedirme (puesto que sufría espasmos) un poco de tintura de cardamomo mezclada con ruibarbo y aromatizada con siete gotas de esencia de clavo, que era el mejor medicamento para su dolencia; o, si no disponía de semejante remedio, un poco de coñac, que tampoco le sentaba mal. Esto último no le gustaba tanto, según declaró, pero era lo más indicado después del fármaco que había venido a buscar. Como jamás había oído hablar de este preparado, y siempre tenía un poco de coñac en la alacena, le serví un vaso, y ella empezó a beberlo en mi presencia, para que no me cupiera la menor duda del buen uso que hacía de él.

–Anímese, señor –dijo–, no puedo soportar verle en ese estado; recuerde que yo también soy madre.

No entendí qué relación guardaba eso conmigo, pero sonreí a mi casera con toda la afabilidad que pude.

–¡Vamos, señor! –insistió–. Disculpe, pero sé lo que le ocurre. Hay una joven dama de por medio.

–¡Señora Crupp! –exclamé, ruborizándome.

–¡Válgame Dios! ¡No se desanime, señor! –prosiguió, alentándome con la cabeza–. ¡No se rinda! Si ella no le sonríe, ya le sonreirán muchas otras. Es usted un joven caballero que merece que le sonrían, señor Copperfull, y debe usted saber lo que vale, señor.

La señora Crupp siempre me llamaba señor Copperfull. En primer lugar, y sin duda alguna, porque no era mi nombre; y en segundo lugar, supongo que por alguna vaga asociación con el día de la colada.

–¿Qué le hace pensar que hay alguna joven de por medio, señora Crupp? –pregunté.

–Señor Copperfull –respondió con convicción–, también yo soy madre.

Durante algún tiempo, la señora Crupp no pudo hacer otra cosa que apoyar su mano en la pechera de nanquín y evitar nuevos dolores con algunos traguitos de su medicina.

–Cuando su querida tía alquiló estas habitaciones para usted –dijo, finalmente–, di gracias al Cielo por tener alguien a quien cuidar; y recuerdo que lo comenté en voz alta. No come usted bastante, señor; y tampoco bebe.

–¿En eso basa sus suposiciones, señora Crupp? –inquirí.

–Señor –exclamó casi con severidad–, he lavado la ropa de otros caballeros, además de la de usted. Hay jóvenes que se preocupan demasiado por su aspecto y jóvenes muy desaliñados. Pueden peinarse continuamente o con muy poca regularidad. Pueden llevar las botas demasiado grandes o demasiado pequeñas. Depende del carácter de cada uno. Pero, siempre que un joven caballero cae en uno de esos extremos, hay una joven de por medio.

La señora Crupp movió la cabeza con tanta determinación que me sentí acorralado.

–El caballero que murió aquí, antes de que llegara usted –señaló–, se enamoró de una camarera y, a pesar de lo hinchado que estaba por la bebida, ordenó que le estrecharan sus chalecos.

–Señora Crupp –protesté–, le ruego que no relacione a la joven en cuestión con una camarera, ni con nada por el estilo, si no le importa.

–Señor Copperfull –respondió ella–, le recuerdo que soy madre; no tiene usted nada que temer. Le pido que me disculpe, señor, si resulto entrometida. No me gustaría meterme donde no me llaman. Pero es usted joven, señor Copperfull, y mi consejo es que se anime, que no se descorazone y que sepa usted lo que vale. Si se aficionara a algo, señor –continuó mi casera–, si se aficionara a los bolos, por ejemplo, que es un juego muy sano, tal vez se distrajera y le sentase bien.

Y, después de pronunciar estas palabras, la señora Crupp, simulando tener mucho cuidado con el coñac –del que no quedaba ni una sola gota–, me dio las gracias con una majestuosa reverencia y se retiró. Mientras su figura desaparecía en la oscuridad de la entrada, comprendí que la señora Crupp se había tomado una pequeña libertad conmigo al darme aquel consejo; pero, al mismo tiempo, me alegré de recibirlo. Hombre prevenido vale por dos, pensé; y, en el futuro, procuraría guardar mejor mi secreto.

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