XLVIII Vida doméstica
XLVIII
Trabajé de firme en mi libro, sin dejar que interfiriera en el puntual cumplimiento de mis deberes de estenógrafo; y se publicó y obtuvo un gran éxito. No dejé que me aturdiesen los elogios que resonaban en mis oídos, aunque fui muy consciente de ellos, y estoy convencido de que nadie tenía mejor opinión de mi obra que yo. He observado siempre en la naturaleza humana que el hombre que tiene buenas razones para creer en sí mismo jamás presume delante de los demás para que también crean en él. Por ese motivo, conservé la modestia por simple dignidad; y cuanto más me elogiaban, más esfuerzo hacía por merecer los elogios.
No tengo intención de contar en este relato, aunque en todos los demás aspectos esenciales sea mi memoria escrita, la historia de mis obras de ficción. Ellas hablan por sí solas, y las dejo en libertad para hacerlo. Si las menciono, ocasionalmente, es sólo porque forman parte de mi evolución.
Como para entonces tenía algunas razones para creer que la naturaleza y las circunstancias habían hecho de mí un escritor, seguí mi vocación con confianza. De no haber tenido esa seguridad, estoy convencido de que la hubiera abandonado; y habría puesto todas mis energías en alguna otra ocupación. Habría tratado de descubrir lo que la naturaleza y las circunstancias habían hecho de mí, para ser eso, y nada más que eso.
Mis artículos en los periódicos y demás publicaciones habían tenido tanto éxito que, tras mi nuevo triunfo, consideré llegado el momento de librarme de los aburridos debates. Una alegre noche anoté, así, por última vez la música de las gaitas parlamentarias, y desde entonces no he vuelto a escucharla jamás; aunque todavía reconozco su viejo zumbido en los periódicos, sin que haya variado de forma sustancial (excepto, tal vez, que su duración es mayor) en toda la santa sesión.
Hacía más o menos un año y medio que me había casado. Después de varios experimentos, habíamos renunciado a la organización de nuestra casa; era un mal negocio. Ésta marchaba por sí sola, y habíamos contratado a un joven criado. Su ocupación principal era la de pelearse con la cocinera; en ese sentido, era un Whittington perfecto, aunque sin su gato y sin la más remota posibilidad de convertirse en alcalde.
Tengo la impresión de que aquel muchacho vivía en medio de una lluvia de tapas de cacerola. Su existencia era una refriega perpetua. Gritaba pidiendo ayuda en los momentos más inoportunos –por ejemplo, cuando dábamos una pequeña cena o teníamos amigos pasando la velada en casa–, y salía de la cocina dando tumbos, seguido de una avalancha de proyectiles. Nos habría gustado despedirlo, pero se había encariñado mucho con nosotros y no quería marcharse. Era un joven muy llorón y, cada vez que le insinuábamos el cese de nuestras relaciones, prorrumpía en tan terribles lamentos que nos veíamos obligados a quedarnos con él. No tenía madre, ni ningún otro pariente cuya existencia yo pudiera descubrir, si exceptuamos una hermana que se había marchado a América en cuanto se lo quitamos de las manos; y fue a parar a nuestra casa como si fuera un horrible niño que hubiésemos cambiado por otro. Tenía una conciencia muy clara de su infortunio, y estaba siempre frotándose los ojos con la manga de la chaqueta, o agachándose para sonar su nariz con la punta de un pequeño pañuelo, que nunca sacaba por completo del bolsillo, por razones de discreción y economía.
Aquel infortunado muchacho, en mala hora contratado por seis libras y diez chelines al año, era para mí una fuente de constantes preocupaciones. Le observaba crecer –y lo hacía como las alubias rojas–, temiendo que llegase el día en que empezara a afeitarse; o incluso en que se quedara calvo, o peinase canas. No veía la menor posibilidad de deshacerme jamás de él; e, imaginando el futuro, pensaba cuánto nos estorbaría cuando fuera viejo.
No esperaba en absoluto el medio del que se valió el infeliz para sacarme del atolladero. Robó el reloj de Dora, que, como el resto de nuestras pertenencias, no tenía sitio fijo; y, después de convertirlo en dinero, se lo gastó (nunca brilló por su inteligencia) en viajar una y otra vez en la imperial de la diligencia que cubría el trayecto entre Londres y Uxbridge. Le condujeron a Bow Street, si mal no recuerdo, al finalizar el decimoquinto viaje. Llevaba encima cuatro chelines y seis peniques, además de un pífano de segunda mano que no sabía tocar.
La sorpresa y sus consecuencias habrían sido mucho menos desagradables para mí si el muchacho no se hubiera arrepentido. Pero sí lo hizo, y su contrición, verdaderamente notable, se manifestó de un modo bastante extraño… no de golpe, sino por etapas. Por ejemplo, al día siguiente de que yo presentara mi denuncia contra él, hizo determinadas declaraciones relacionadas con un cesto que había en el sótano, y que nosotros creíamos lleno de vino, pero que sólo contenía botellas vacías y corchos. Supusimos que había tranquilizado su conciencia, después de contar lo peor que sabía de la cocinera; pero un día o dos más tarde, sus escrúpulos le obligaron a revelar que la cocinera tenía una hija pequeña que venía todas las mañanas temprano y se llevaba nuestro pan; y que él mismo se había dejado sobornar por el lechero para abastecerlo de carbón. Transcurridos dos o tres días, las autoridades me informaron de que las declaraciones del muchacho les habían llevado a descubrir solomillos de vaca entre los cacharros de la cocina, y sábanas dentro de la bolsa de los retales. Poco después, se lanzó en una dirección completamente nueva, y confesó saber que se preparaba un robo en nuestra casa, y que su autor sería el mozo de la taberna, quien fue inmediatamente arrestado. Acabé sintiéndome tan avergonzado de mi papel de víctima que habría sido capaz de darle el dinero que fuera para que se callase, o de sobornar a la policía para que le permitiera fugarse. Para colmo de males, el muchacho no tenía la menor sospecha de esto, y creía resarcirme del daño que me había ocasionado con cada nueva revelación; es más, estaba convencido de que yo terminaría en deuda con él.
Al final, yo salía huyendo cada vez que veía acercarse a un emisario de la policía con nuevas noticias; y llevé una vida clandestina hasta que lo juzgaron y condenaron a la deportación. Pero ni siquiera entonces logró calmarse, y constantemente nos escribía cartas; deseaba tanto ver a Dora antes de su partida que ella le visitó, y se desmayó al verse entre rejas. En una palabra, no conocí la tranquilidad hasta que fue expatriado y se convirtió (según me enteré después) en pastor en un lugar al norte de algún país; no tengo la menor noción geográfica de dónde.
Todo esto me empujó a reflexionar muy seriamente, y me hizo ver nuestros errores bajo una luz nueva; no pude evitar hablar con Dora una noche, a pesar de mi ternura por ella.
–Mi amor –le dije–, me resulta muy doloroso pensar que nuestra falta de organización no sólo nos afecta a nosotros (que ya nos hemos acostumbrado) sino también a otras personas.
–Llevabas mucho tiempo sin hablar de eso, ¿vas a enfadarte conmigo ahora? –preguntó.
–¡De ningún modo, querida! Déjame explicarte lo que quiero decir.
–Prefiero no saberlo –respondió.
–Pero quiero que lo sepas, mi amor. Deja a Jip en el suelo.
Dora acercó el hocico de Jip a mi nariz y exclamó: «¡Buh!» en un intento de hacerme reír; pero, al ver que no lo conseguía, ordenó a su mascota que entrara en la pagoda y se quedó mirándome, con las manos entrelazadas y una expresión resignada en el rostro.
–El hecho es, querida mía –empecé a decir–, que estamos infectados. Contagiamos a cuantos nos rodean.
Habría seguido expresándome en sentido figurado si no hubiera leído en el rostro de mi mujer que esperaba, maravillada, que yo le proporcionara una nueva vacuna o algún otro medicamento para curar aquella enfermedad infecciosa que padecíamos. Por ese motivo, me detuve y se lo expliqué con más claridad.
–No se trata sólo, corazón –proseguí–, de que perdamos dinero y comodidades, y a veces incluso el buen humor, por no aprender a ser más cuidadosos; se trata de que incurrimos, asimismo, en la grave responsabilidad de echar a perder a todos los que entran a nuestro servicio, o tienen algún trato con nosotros. Empiezo a pensar que la culpa no es siempre de los de un lado, y que, si todos esos individuos obran mal, es porque nosotros no obramos precisamente bien.
–¡Oh! ¡Qué acusación! –exclamó Dora, abriendo mucho los ojos–. ¿Acaso me has visto robar alguna vez relojes de oro? ¡Oh!
–Querida –protesté–, ¡no digas tonterías! ¿Quién ha hecho aquí la menor alusión a unos relojes de oro?
–Tú –contestó ella–. Sabes que tengo razón. Has dicho que yo no he obrado bien, y me has comparado con él.
–¿Con quién? –inquirí.
–Con nuestro criado –sollozó Dora–. ¡Qué malo eres! ¡Comparar a tu cariñosa mujer con un criado deportado! ¿Por qué no me diste tu opinión antes de casarnos? ¿Por qué no dijiste, despiadado, que creías que yo era peor que un criado deportado? ¡Oh! ¡Qué opinión tan terrible tienes de mí! ¡Oh, Dios mío!
–Vamos, Dora, querida –le respondí, tratando de quitarle dulcemente el pañuelo que se había llevado a los ojos–, tus palabras no sólo son ridículas, sino también injustas. En primer lugar, no es verdad.
–Siempre asegurabas que él era un mentiroso –se lamentó–. ¡Y ahora dices lo mismo de mí! ¡Oh! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?
–¡Tesoro mío! –repliqué–. Debo suplicarte que seas razonable y escuches lo que he dicho antes y lo que digo ahora. Mi querida Dora, si no aprendemos a cumplir con los deberes que hemos contraído respecto a nuestros criados, ellos no aprenderán jamás a cumplir con sus deberes respecto a nosotros. Me temo que les damos la oportunidad de obrar mal, y es algo que deberíamos evitar. Aunque eligiéramos libremente ser tan poco exigentes (que no es el caso), o nos resultara agradable serlo (que tampoco es cierto), estoy convencido de que no tenemos derecho a continuar así. No hay duda de que estamos corrompiendo a la gente. Es preciso que meditemos sobre eso. No puedo evitar pensarlo, Dora. Es algo que no logro apartar de mi imaginación, y que a veces me atormenta. Y ya está, querida, ya he terminado. ¡Vamos! ¡No seas tonta!
Pero Dora no consintió que le quitara el pañuelo en mucho tiempo. Siguió sollozando y murmurando tras él que, si tan mal me sentía, ¿por qué me había casado? ¿Por qué no le había dicho, incluso la víspera de ir a la iglesia, que sabía que iba a ser desgraciado y prefería no contraer matrimonio? Si no podía soportarla, ¿por qué no la había enviado a Putney con sus tías, o a la India con Julia Mills? Julia se alegraría de verla, y no la trataría como a una criada deportada; Julia nunca la había tratado así. En una palabra, Dora estaba tan afligida, y yo me afligí tanto al ver su estado, que comprendí que no tenía sentido repetir esos esfuerzos, a pesar de todos mis miramientos, y que debía actuar de otro modo.
Y ¿de qué otro modo podía actuar? ¿«Moldeando su espíritu»? Era una frase de uso frecuente que sonaba sensata y muy prometedora, así que decidí «moldear el espíritu de Dora».
Empecé inmediatamente. Cuando Dora se mostraba muy infantil, y yo habría dado cualquier cosa por prestarme a sus caprichos, procuraba adoptar un aire severo… y ella se quedaba desconcertada, y yo también. Le hablaba de los asuntos que ocupaban mis pensamientos; y le leía a Shakespeare… hasta agotarla. Me acostumbré a darle, de manera fortuita, pequeños datos que podrían serle útiles, y ciertas opiniones razonables… que ella recibía con el mismo sobresalto que si hubieran sido petardos. Por muy incidental o naturalmente que yo tratara de moldear el espíritu de mi mujercita, no podía evitar darme cuenta de que ella comprendía de forma instintiva mis intenciones, y era presa de los más vivos temores. Percibí con claridad que Shakespeare le parecía un individuo especialmente terrible. La formación de Dora prosiguió muy lentamente.
Sin que él fuera consciente, enrolé a Traddles en aquella empresa; y, siempre que venía a vernos, hacía saltar mis minas bajo sus pies para la indirecta edificación de Dora. La suma de conocimientos prácticos que ofrecí a Traddles de ese modo fue ingente, y de la mejor calidad; pero el único efecto que causaban en Dora era el de entristecerla y ponerla nerviosa, temiendo que después llegase su turno. Yo tenía la impresión de ser un maestro de escuela, una trampa, un cepo; de querer atrapar a Dora, como si fuera una mosca, en mi telaraña, siempre dispuesto a lanzarme sobre ella para su gran desazón.
Con todo, esperando ilusionado el día en que, superada aquella etapa intermedia, yo consiguiese «moldear su espíritu» a mi entera satisfacción y la armonía fuera perfecta entre los dos, perseveré en mi empeño durante varios meses. Al percatarme finalmente, sin embargo, de que, a pesar de haberme comportado como un verdadero erizo o puerco espín, con las púas de mi determinación siempre erizadas, no había conseguido nada, empecé a pensar que tal vez el espíritu de Dora estuviera ya moldeado.
Después de reflexionar más a fondo sobre el asunto, aquella idea me pareció tan probable que abandoné mi plan, mucho más prometedor en la teoría que en la práctica. Decidí contentarme en lo sucesivo con mi mujer-niña, y no emplear ningún otro procedimiento para intentar transformarla en lo que no era. Estaba verdaderamente agotado de mi sagacidad y de mi prudencia, así como de ver a mi adorable mujercita tan cohibida; de modo que compré unos bonitos pendientes para ella y un collar para Jip, y un día regresé a casa decidido a ser agradable.
Dora se mostró encantada con los regalos, y me besó alegremente; pero quedaba una sombra entre nosotros, aunque muy pequeña, y yo me había propuesto hacerla desaparecer. Si en el futuro tenía que estar en algún lugar, la guardaría dentro de mi pecho.
Me senté en el sofá al lado de mi mujer y le puse los pendientes; luego le dije que, en los últimos tiempos, habíamos estado menos unidos de lo habitual y que toda la culpa era mía. Algo que creía sinceramente, y que sin duda era cierto.
–Dora, querida –exclamé–, la verdad es que he intentado ser razonable.
–Y que yo también lo fuera –añadió ella, tímidamente–, ¿no es cierto, Doady?
Respondí con un gesto de asentimiento a la pregunta de sus hermosas cejas arqueadas, y besé sus labios entreabiertos.
–No sirve para nada –dijo, moviendo la cabeza hasta que los pendientes tintinearon–. Ya sabes lo infantil que soy, y cómo quería que me llamaras desde el principio. Si no puedes hacerlo, temo que no llegarás a quererme jamás. ¿Estás seguro de que a veces no piensas que habría sido mejor…?
–¿Qué, tesoro? –inquirí, pues había dejado la frase a medias.
–¡Nada! –respondió ella.
–¿Nada? –repetí.
Dora me abrazó, se echó a reír y dijo que tenía la cabeza llena de pájaros, una de sus frases favoritas; después ocultó su cara en mi hombro en medio de una profusión tal de rizos que no me resultó fácil apartarlos para verle nuevamente el rostro.
–¿Que si no pienso que habría sido mejor no haber hecho nada en vez de intentar moldear el espíritu de mi mujercita? –exclamé, riéndome de mí mismo–. ¿Era ésa tu pregunta? Sí, claro que lo pienso.
–¿Era eso lo que tratabas de hacer? –dijo, Dora–. ¡Oh! ¡Eres horrible!
–Pero no volveré a intentarlo –afirmé–. Pues la quiero con toda el alma tal como es.
–¿Seguro que no es un cuento? –quiso saber Dora, apretándose más contra mí.
–¿Por qué pretender cambiar lo que durante tanto tiempo ha sido tan precioso para mí? Nada te sienta mejor que ser tú misma, mi dulce Dora; nos dejaremos de estúpidos experimentos, recuperaremos nuestras viejas costumbres y seremos felices.
–¡Y seremos felices! –repitió–. ¡Sí! ¡Todo el día! Y no te importará que a veces haya un poco de desorden, ¿verdad?
–No, no –contesté–. Trataremos de hacerlo lo mejor posible.
–Y no me dirás nunca más que empujamos a los demás a obrar mal –exclamó en tono mimoso–; ¡es tan espantoso!
–No, no –repliqué.
–Es mejor que sea estúpida que desagradable, ¿no crees? –dijo Dora.
–Es mejor que seas sencillamente Dora que cualquier otra persona en el mundo.
–¿En el mundo? ¡Oh, Doady, el mundo es muy grande!
Movió la cabeza, volvió sus radiantes ojos hacia mí, me besó, estalló en alegres carcajadas y corrió a ponerle a Jip su nuevo collar.
Y así terminó mi última tentativa de cambiar a Dora. Había sido muy desgraciado al intentarlo; no podía soportar mi sabiduría solitaria; era incapaz de reconciliarla con su deseo de seguir siendo mi mujer-niña. Decidí hacer, con discreción, cuanto estuviera en mis manos para mejorar nuestro modo de proceder; pero presentía que mis esfuerzos no servirían de mucho, o que volvería a convertirme en aquella araña siempre al acecho.
Y esa sombra que he mencionado antes, que no debía volver a interponerse entre nosotros sino quedarse en el fondo de mi corazón, ¿cómo se adentró en él?
La vieja sensación de que me faltaba algo impregnaba mi vida. Se había hecho más profunda, si había cambiado en algo; pero seguía siendo tan indefinible como siempre, y llegaba hasta mí como una triste melodía que escuchara a lo lejos en mitad de la noche. Yo amaba tiernamente a mi mujer y era dichoso; pero la felicidad con que había soñado en otro tiempo no era la felicidad que disfrutaba, y siempre parecía echar de menos algo.
Para ser fiel a la promesa que me he hecho a mí mismo de reflejar en este escrito mi alma, vuelvo a examinarla cuidadosamente y saco a la luz sus secretos. Lo que echaba en falta era algo que yo seguía considerando –y siempre consideré– un sueño de mi fantasía juvenil; un sueño que, no sin dolor, ahora descubría irrealizable, como les sucede al resto de los hombres. Pero era consciente de que habría sido mejor para mí que mi mujer me hubiera ayudado un poco más, y hubiese compartido conmigo los innumerables pensamientos que guardaba en mi interior; y esto habría podido ser así, lo sabía.
Yo me balanceaba, curiosamente, entre estas dos conclusiones irreconciliables: que lo que sentía era general e inevitable, pero que existía algo que sólo me incumbía a mí y que habría podido ser diferente; y era incapaz de percibir con claridad que ambas se contradecían. Cuando pensaba en los etéreos sueños de mi juventud, que ahora sabía irrealizables, recordaba los años felices de la adolescencia que, desgraciadamente, había dejado atrás; y los maravillosos días pasados con Agnes en la vieja y querida casa surgían ante mí al igual que fantasmas, que tal vez podrían renacer en otro mundo, pero que nunca revivirían en éste.
Algunas veces, intentaba figurarme lo que habría podido ocurrir o lo que habría ocurrido si Dora y yo no nos hubiéramos conocido. Pero ella estaba tan unida a mi existencia que semejante suposición resultaba insostenible, y se alejaba fuera de mi alcance y de mi vista, como hilos de telaraña flotando en el aire.
Siempre la amé. Lo que ahora describo dormitaba en el fondo de mi corazón, y a veces se medio despertaba y volvía a quedarse dormido. Yo no era consciente de ello; y no creo que tuviera la menor influencia en mis palabras o en mis acciones. Yo llevaba el peso de nuestras pequeñas preocupaciones y de mis proyectos; Dora se ocupaba de las plumas; y los dos sentíamos que nuestra carga era proporcional a nuestras fuerzas. Ella me quería de veras, y estaba muy orgullosa de mí; y cuando Agnes le hablaba emocionada en sus cartas del orgullo e interés con que mis viejos amigos se enteraban de mi fama creciente, o leían mi libro creyendo escuchar mi voz, Dora me lo contaba con lágrimas de alegría en sus brillantes ojos, y decía que yo era su viejo, querido, inteligente y famoso muchacho.
«El primer impulso erróneo de un corazón indisciplinado». Esas palabras de la señora Strong acudían por aquel entonces constantemente a mi pensamiento; y casi siempre estaba dándoles vueltas en mi cabeza. Me despertaba a menudo en mitad de la noche escuchándolas; y recuerdo que incluso llegué a leerlas, en sueños, escritas en las paredes de las casas. Pues ahora sabía que mi corazón había sido indisciplinado cuando conoció a Dora; y que, si hubiera sido disciplinado, jamás habría sentido, una vez casados, lo que secretamente sentía.
«No existe mayor disparidad en un matrimonio que la causada por incompatibilidad de ideas y caracteres». Tampoco había olvidado esas palabras. Había tratado de que Dora se adaptara a mí, pero mis esfuerzos habían fracasado. No me quedaba otro remedio que adaptarme yo a Dora; compartir con ella lo que pudiera, y ser feliz; llevar sobre mis hombros el peso que debía soportar, y ser feliz a pesar de todo. Ésa fue la disciplina que intenté imponerme cuando empecé a reflexionar. Y, gracias a ella, mi segundo año de matrimonio fue mucho más feliz que el primero; y lo que era aún mejor, la vida de Dora se volvió mucho más luminosa.
Pero, a medida que fue pasando ese año, la salud de Dora se debilitó. Yo había esperado que unas manos más delicadas que las mías me ayudarían a moldear su carácter, y que la sonrisa de un bebé en su pecho convertiría a mi mujer-niña en una mujer. Pero no pudo ser. El pequeño espíritu aleteó durante un instante en el umbral de su prisión y, antes de conocer su cautiverio, alzó el vuelo.
–Cuando pueda volver a correr como antes, tía –dijo Dora–, obligaré a Jip a hacer ejercicio. Se está volviendo muy lento y perezoso.
–Sospecho, querida mía –respondió mi tía, que trabajaba tranquilamente a su lado–, que le ocurre algo peor. Son los años, Dora.
–¿Cree usted que es viejo? –preguntó Dora, con asombro–. ¡Oh! ¡Qué extraño me parece que Jip sea viejo!
–Es un mal del que nadie se libra, pequeña, con el paso del tiempo –exclamó alegremente mi tía–. Me resiento de él mucho más que antes, te lo aseguro.
–Pero Jip –dijo Dora, mirándolo compasiva–, ¡incluso el pequeño Jip! ¡Pobrecillo!
–Estoy convencida de que aún vivirá mucho tiempo, Pequeña Flor –aseguró mi tía, acariciando su mejilla.
Dora se había inclinado sobre el borde del sofá para mirar a Jip, que se irguió sobre sus patas traseras y fracasó en sus intentos asmáticos de trepar junto a ella.
–Le pondremos un trozo de franela en su casa este invierno –prosiguió mi tía–, y no me extrañaría verle salir otra vez fresco y lozano como las flores en primavera. ¡Caramba con el perrito! –exclamó–. Si tuviera tantas vidas como un gato, y estuviera a punto de perderlas todas, ¡creo que su último aliento le serviría para ladrarme!
Dora había ayudado a Jip a subir al sofá, desde el que desafiaba a mi tía con tanta furia que, incapaz de mantener el equilibrio, seguía ladrando de costado. Cuanto más le miraba mi tía, más se enfadaba él; pues últimamente llevaba gafas y, por alguna razón inexplicable, Jip las consideraba un insulto personal.
Dora consiguió, no sin esfuerzo, que se tumbara a su lado; y, cuando se calmó, acarició una de sus largas orejas con la mano y repitió con aire pensativo:
–¡Incluso el pequeño Jip! ¡Pobrecillo!
–Sus pulmones están perfectamente –dijo mi tía, alborozada–, y sus antipatías no se han debilitado nada. Le quedan muchos años por delante, sin duda. Pero si quieres un perro para hacer carreras con él, Pequeña Flor, Jip ha vivido demasiado bien para eso. Ya te regalaré yo uno.
–Gracias, tía –repuso Dora, débilmente–. Pero no lo haga, se lo ruego.
–¿No? –exclamó mi tía, quitándose las gafas.
–No podría tener otro perro. ¡Sería demasiado cruel para Jip! Además, sería incapaz de quererle tanto como a él; porque no me habría conocido antes de casarme, ni habría ladrado a Doady la primera vez que vino a nuestra casa. Me temo, tía, que no me gustaría tener otro perro que no fuera Jip.
–¡Por supuesto! –dijo mi tía, acariciándole nuevamente la mejilla–. Tienes toda la razón.
–No se ha ofendido, ¿verdad? –quiso saber Dora.
–Pero ¡qué muñeca tan sensible! –exclamó mi tía, inclinándose sobre ella afectuosamente–. ¡Pensar que yo podría ofenderme!
–No, la verdad es que no lo pensaba –contestó Dora–; pero estoy un poco cansada, y por eso he dicho tantas tonterías. Siempre soy un poco tonta, ya lo sabe, pero en esta ocasión lo he sido más al hablar de Jip. Él sabe todo lo que me ha pasado, ¿no es cierto, Jip? Y no podría soportar menospreciarlo porque haya cambiado un poco, ¿a que no podría, Jip?
Jip se arrimó aún más a su dueña, y le lamió perezosamente la mano.
–No eres tan viejo para querer abandonarme, ¿verdad, Jip? –dijo ella–. ¡Nos haremos compañía el uno al otro un poco más de tiempo!
¡Mi hermosa Dora! Cuando el domingo siguiente bajó a comer, y se alegró tanto de ver al viejo Traddles (que comía con nosotros todos los domingos), pensamos que en pocos días «estaría correteando como antes». Pero nos dijeron: «Esperen unos días más»; y después nos repitieron: «Esperen unos días más»; y ella ni corría ni caminaba. Estaba muy bonita y parecía muy feliz; pero los pequeños pies que antes bailaban ágilmente alrededor de Jip estaban torpes e inertes.
Empecé a bajarla en brazos al salón por las mañanas y a subirla al dormitorio por las noches. Ella se agarraba a mi cuello y se reía, entretanto, como si yo lo hiciera para ganar una apuesta. Jip ladraba y brincaba a nuestro alrededor, y nos adelantaba corriendo, y se daba media vuelta, jadeando, para ver si le seguíamos. Mi tía, la mejor y más animosa de las enfermeras, avanzaba con dificultad tras nosotros, con un verdadero cargamento de chales y de almohadas. El señor Dick no habría cedido a nadie el derecho de abrir la marcha con una vela en la mano. Traddles se quedaba a menudo al pie de la escalera, contemplándonos, y se encargaba de escuchar los cómicos mensajes que Dora enviaba «a la muchacha más encantadora del mundo». Formábamos un alegre cortejo, y mi mujer-niña era la más dichosa de todos.
Sin embargo, algunas veces, cuando la llevaba al piso superior y sentía su peso cada vez más ligero, una extraña sensación de frío se apoderaba de mí, como si me acercara a una región helada, aún invisible, que entumeciese mi vida. Evité dar un nombre a este sentimiento, o analizarlo en mi interior; hasta que una noche en que lo había experimentado con más intensidad que nunca, cuando mi tía se despidió con su grito de: «¡Buenas noches, Pequeña Flor!», me senté solo ante mi mesa de trabajo y rompí a llorar pensando en aquel nombre tan funesto, y en ¡cómo la hermosa flor había perdido su lozanía!