XLV El señor Dick cumple las predicciones de mi tía
XLV
Hacía ya algún tiempo que no trabajaba con el doctor. Como vivía muy cerca, le veía a menudo; y todos nosotros fuimos a su casa en dos o tres ocasiones para almorzar o tomar el té. El Viejo Soldado residía permanentemente bajo su techo. Seguía siendo la misma de siempre, con aquellas mariposas inmortales flotando en el aire por encima de su sombrero.
Al igual que muchas otras madres que he conocido a lo largo de mi vida, la señora Markleham era mucho más aficionada a las diversiones que su hija. Necesitaba tener continuas distracciones, y, como un viejo y astuto soldado, al seguir sus inclinaciones, fingía sacrificarse por Annie. El deseo del doctor de que su mujer estuviera entretenida resultaba, así, especialmente grato para esta excelente madre, que aprobaba incondicionalmente su buen juicio.
Estoy seguro de que, sin saberlo, la señora Markleham ponía el dedo en la llaga del doctor. Al elogiarle tanto por querer aligerar el peso de la vida de Annie (y sin que hubiera en sus palabras más que cierto egoísmo y frivolidad, no siempre inseparables de la edad madura), no hacía sino confirmar sus temores de que él era un obstáculo para la joven, y de que sus caracteres no podían congeniar.
–Ya sabe, querido –le dijo un día en mi presencia–, que sería un poco agobiante para Annie estar siempre encerrada aquí.
El doctor asintió con su bondadosa cabeza.
–Cuando tenga la edad de su madre –prosiguió la señora Markleham, agitando el abanico–, las cosas serán muy diferentes. A mí podrían meterme en una celda, bien acompañada y con unos naipes, y me daría igual no volver a salir. Pero no soy Annie, ¿sabe?; y Annie no es su madre.
–Ciertamente, ciertamente –respondió mi viejo maestro.
–Es usted el mejor de los hombres… ¡perdone que insista! –exclamó, al ver que el doctor rechazaba con un gesto sus palabras–. Debo decírselo a la cara, de igual modo que lo he dicho siempre a sus espaldas: es usted el mejor de los hombres; pero, como es natural, no puede tener… ¿verdad que no?… los mismos gustos y aficiones que Annie.
–No –contestó su yerno, en tono apesadumbrado.
–No, desde luego que no –replicó el Viejo Soldado–. Tomemos su diccionario como ejemplo. ¡Es un trabajo tan útil! ¡Es un trabajo tan necesario! ¡El significado de las palabras! Sin el doctor Johnson, y esa clase de hombres, es posible que en estos momentos estuviéramos llamando «hierro italiano» a un armazón de cama. Pero no podemos esperar que a Annie le interese un diccionario, ¿verdad? Especialmente cuando se está redactando…
El doctor movió la cabeza.
–Por ese motivo, celebro que se muestre tan considerado –continuó la señora Markleham, dándole golpecitos en el hombro con el abanico cerrado–. Es una prueba de que no espera encontrar, como muchas personas mayores, cabezas viejas sobre hombros jóvenes. Ha estudiado el carácter de Annie y lo comprende. ¡Y eso es lo que me parece encantador!
Tuve la impresión de que incluso el rostro sereno y paciente del doctor Strong reflejaba cierto sufrimiento por tener que escuchar aquellos cumplidos.
–Por consiguiente, mi querido doctor –dijo el Soldado, dándole de nuevo unos golpecitos cariñosos–, puede disponer de mí a cualquier hora y en todas las estaciones. Comprenda que estoy enteramente a su servicio. Estoy dispuesta a ir con Annie a óperas, conciertos, exposiciones y toda clase de lugares; y nunca me oirá quejarme de cansancio. El deber, mi querido doctor, ¡no hay nada más importante en este mundo!
Lo cierto es que cumplía su palabra. Era una de esas personas capaces de soportar una gran cantidad de diversiones y, en su perseverancia, jamás abandonaba una causa. Rara vez cogía el periódico (que leía todos los días, durante dos horas y con la ayuda de un monóculo, sentada cómodamente en la mejor butaca de la casa) sin descubrir algo que a Annie le encantaría ver. Resultaba en vano que ésta protestara diciendo que estaba cansada de tales cosas. Su madre siempre la reconvenía con estas palabras:
–Vamos, mi querida Annie, tienes que ser más razonable; debo decirte, mi amor, que ése no es modo de corresponder a la amabilidad de tu marido.
Lo decía normalmente en presencia del doctor, y parecía ser el principal argumento para que Annie retirara sus objeciones, cuando hacía alguna. Pero, por lo general, la joven se sometía a la voluntad de su madre, e iba allí donde el Viejo Soldado la llevaba.
Era muy raro que el señor Maldon las acompañara. A veces se lo pedían a mi tía y a Dora, y éstas aceptaban. En ocasiones, sólo invitaban a Dora. Hubo un tiempo en que me habría inquietado que fuera en su compañía; pero el recuerdo de lo ocurrido aquella noche en el despacho del doctor había disipado mis dudas. Estaba convencido de que mi viejo maestro tenía razón, y mis peores sospechas se habían desvanecido.
Algunas veces, cuando estábamos a solas, mi tía se frotaba la nariz y me decía que era incapaz de comprenderlo; deseaba que aquel matrimonio fuera más feliz; no creía que nuestra marcial amiga (así llamaba siempre al Viejo Soldado) contribuyera a mejorar las cosas. Opinaba, asimismo, que «si nuestra marcial amiga se cortara las mariposas del sombrero y se las regalase a algún deshollinador para la fiesta del uno de mayo», quizá empezase a dar muestras de sensatez.
Pero en quien mi tía confiaba plenamente era en el señor Dick. Era evidente que ese hombre tenía una idea en la cabeza, decía; y si por una sola vez lograra arrinconarla donde no pudiese escapar, que era su gran dificultad, llegaría a distinguirse de un modo extraordinario.
Ajeno a esas predicciones, el señor Dick siguió ocupando exactamente el mismo lugar en relación con el doctor Strong y con su esposa. No parecía avanzar ni retroceder. Era como si descansara sobre sus cimientos originales, al igual que un edificio; y he de confesar que mis esperanzas de que algún día se moviera de allí no eran mucho mayores que si se tratara de uno de ellos.
Pero una noche, cuando llevaba ya casado algunos meses, el señor Dick se asomó a la sala donde yo estaba escribiendo a solas (pues Dora había ido con mi tía a tomar el té en casa de los dos pajaritos) y me dijo con un carraspeo muy significativo:
–¿Te molestaría dedicarme unos minutos, Trotwood?
–De ningún modo, señor Dick –respondí–; ¡entre, por favor!
–Trotwood –exclamó, apoyando su dedo índice en un lado de la nariz, después de estrecharme la mano–, antes de tomar asiento, deseo hacer una observación. ¿Conoces a tu tía?
–Un poco –repuse.
–¡Es la mujer más maravillosa del mundo!
Después de desprenderse de esa frase como si hubiese sido una gran carga para él, el señor Dick se sentó con mayor gravedad de la habitual y me miró.
–Y ahora, muchacho –prosiguió–, te preguntaré una cosa.
–Todas las que quiera, señor Dick.
–¿Qué piensas de mí? –inquirió, cruzando los brazos.
–Que es un viejo y querido amigo.
–Gracias, Trotwood –dijo riendo, mientras se acercaba con gran júbilo a darme un apretón de manos–. Pero lo que yo quiero saber, muchacho –continuó con seriedad–, es qué te parezco en este sentido –y se tocó la frente.
No sabía qué contestar, pero él me ayudó con una palabra:
–¿Débil?
–Bueno –dije indeciso–, más bien sí.
–¡Exactamente! –exclamó el señor Dick, que parecía encantado con mi respuesta–. Eso significa que, cuando sacaron algunas de las preocupaciones de la cabeza de ya sabe quién y las introdujeron ya sabe dónde, tuvieron… –el señor Dick hizo girar sus manos con gran rapidez, una sobre otra, infinidad de veces, y luego dio una palmada con fuerza y siguió moviéndolas de idéntico modo para expresar su confusión–. Tuvieron que hacerme algo, ¿no crees?
Hice un gesto de asentimiento, que él me devolvió.
–En pocas palabras, muchacho –prosiguió, bajando la voz hasta convertirla en un murmullo–, que soy un simple.
Yo habría suavizado esa conclusión, pero él me detuvo.
–¡Sí, lo soy! Tu tía afirma que no es cierto. No quiere ni oír hablar de este asunto; pero lo soy. Sé que lo soy. Si no hubiera contado con su amistad, habría vivido tristemente encerrado durante todos estos años. ¡Pero no permitiré que le falte de nada! Jamás gasto el dinero de las copias. Lo escondo en una caja. He hecho testamento y se lo dejo todo a ella. ¡Será rica… y noble!
El señor Dick sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó los ojos. Después lo dobló con gran cuidado y, aplastándolo bien con las manos, volvió a guardarlo; mi tía pareció desaparecer con él.
–Eres un hombre instruido, Trotwood –continuo–, un hombre muy instruido. Sabes que el doctor es un verdadero erudito, además de una gran persona. Sabes cuánto me ha honrado siempre su amistad. La sabiduría no le ha vuelto orgulloso. Es humilde, humilde… incluso con el pobre Dick, que no es más que un simple y un ignorante. He enviado su nombre al cielo, en un pedazo de papel, en dirección a la cometa, a lo largo del cordel, mientras ésta volaba en lo alto, entre las alondras. La cometa se ha sentido muy dichosa de recibirlo, y el cielo se ha vuelto más luminoso con él.
Se alegró mucho de que le dijera con entusiasmo que el doctor merecía todo nuestro respeto y nuestra estima.
–Y su hermosa mujer es una estrella –exclamó–. Una estrella muy brillante. Yo la he visto resplandecer –añadió, acercando más su silla y poniéndome una mano en la rodilla–. Pero… hay nubes, señor…, hay nubes.
Contesté a la preocupación que se dibujaba en su rostro, repitiendo la misma expresión y moviendo la cabeza.
–¿Qué nubes? –quiso saber el señor Dick.
Me miró con tanta tristeza, y pareció tan deseoso de entenderlo, que puse especial cuidado en explicárselo, despacio y con claridad, como si se tratara de un niño.
–Existe entre ellos alguna desafortunada discrepancia –dije–. Alguna dolorosa causa de separación. Un secreto. Es posible que esté muy relacionado con la diferencia de edad que hay entre los dos. Es posible que haya surgido de algo sin importancia.
El señor Dick asentía pensativo a cada una de mis frases, y dejó de mover la cabeza cuando acabé de hablar; se quedó meditando, con la vista fija en mí y la mano sobre mi rodilla.
–¿El doctor no está enfadado con ella, Trotwood? –preguntó al cabo de un rato.
–No. La quiere con toda su alma.
–¡Entonces, ya lo tengo, muchacho! –exclamó.
La súbita alegría con que me dio una palmada en la rodilla y se recostó en el respaldo de la butaca, enarcando las cejas cuanto pudo, me empujó a pensar que desvariaba más que nunca. De pronto recobró la seriedad e, inclinándose de nuevo hacia delante, me dijo (sacando antes respetuosamente su pañuelo de bolsillo, como si en verdad representara a mi tía):
–La mujer más maravillosa del mundo, Trotwood. ¿Por qué no ha hecho algo para arreglar las cosas?
–Es un asunto demasiado delicado y difícil para entrometerse en él –repliqué.
–Y el hombre instruido –añadió el señor Dick, tocándome con el dedo–, ¿por qué no ha hecho nada?
–Por el mismo motivo –respondí.
–¡Entonces ya lo tengo, muchacho! –repitió mi amigo.
Y se puso en pie delante de mí, más eufórico que antes, asintiendo con la cabeza y golpeándose repetidas veces en el pecho, hasta dar la sensación de que, a fuerza de cabezadas y de golpes, se había quedado sin aliento.
–Un pobre individuo algo trastornado –prosiguió el señor Dick–, un simple, un débil mental… estoy hablando de mí, ¿sabes? –afirmó, golpeándose de nuevo en el pecho–, es capaz de hacer lo que no pueden hacer las personas más maravillosas. Yo los reconciliaré, muchacho. Lo intentaré. A mí no me echarán la culpa. Ni me pondrán reparos. Si meto la pata, no les importará. Sólo soy el señor Dick. ¿Y quién se preocupa de Dick? ¡Dick no es nadie! ¡Bah!
Y resopló con desprecio, como si no sólo quisiera expulsar el aire sino también el resto de su ser.
Fue una suerte que hubiera descifrado hasta ese punto el misterio, pues en ese momento oímos cómo se detenía en la pequeña puerta del jardín el carruaje que traía a Dora y a mi tía.
–¡Ni una palabra de esto, muchacho! –continuó en voz baja–. Deja que el único culpable sea Dick… el simple de Dick… el loco de Dick. Sabía desde hace algún tiempo que estaba a punto de encontrar una solución, y ya la tengo. Después de lo que me has explicado, estoy seguro de que ya la tengo. ¡Bien!
El señor Dick no dijo ni una palabra más sobre el asunto; pero se convirtió en un verdadero telégrafo durante la siguiente media hora (con gran alarma de mi tía), a fin de imponerme su inviolable secreto.
Para mi sorpresa, no volví a oír hablar del tema durante dos o tres semanas, a pesar de lo mucho que me interesaba el resultado de sus esfuerzos, advirtiendo un sorprendente destello de buen juicio –y no digo de buenos sentimientos, pues éstos siempre estaban presentes– en la conclusión a la que había llegado. Al final, empecé a pensar que, dado su desequilibrio y su inconstancia, había desistido u olvidado sus intenciones.
Un bonito atardecer en que Dora no tenía ganas de salir, mi tía y yo fuimos paseando a casa del doctor. Era otoño, una época en la que los debates parlamentarios no agitan el aire vespertino; y recuerdo que las hojas olían igual que en nuestro jardín de Blunderstone cuando las pisábamos, y que los gemidos del viento parecían traer la tristeza de antaño.
Estaba anocheciendo cuando llegamos a la casa. La señora Strong estaba a punto de abandonar el jardín, donde el señor Dick seguía muy ocupado con su navaja, ayudando al jardinero a afilar algunas estacas. El doctor tenía una visita en su despacho; pero la señora Strong aseguró que no tardaría en marcharse y nos rogó que esperáramos para saludar a su marido. La seguimos al salón, y nos sentamos junto a la ventana, cada vez más envuelta en la oscuridad. No había el menor protocolo en las visitas de unos viejos amigos y vecinos como nosotros.
Llevábamos sólo unos minutos sentados cuando la señora Markleham, que siempre se las arreglaba para armar un escándalo por algo, entró como una exhalación, con el periódico en la mano.
–¡Válgame Dios, Annie! –exclamó, casi sin aliento–. ¿Por qué no me has dicho que había alguien en el despacho?
–Querida mamá –respondió ella dulcemente–, ¿cómo iba a adivinar que quería saberlo?
–¡Que quería saberlo! –repitió la señora Markleham, desplomándose en el sofá–. ¡Jamás me había llevado un susto tan grande!
–Entonces, ¿ha entrado en el despacho, mamá? –preguntó Annie.
–¿Que si he entrado en el despacho? –contestó, recalcando sus palabras–. ¡Desde luego que sí! Justo en el momento en que ese bondadoso ser… imagínense mis sentimientos, señorita Trotwood y David… redactaba su testamento.
Su hija se apresuró a mirar a uno y otro lado, desde la ventana.
–Justo en el momento, mi querida Annie –repitió la señora Markleham, extendiendo el periódico sobre su regazo como si fuera un mantel y poniendo las manos encima–, en que redactaba sus últimas voluntades, su testamento. ¡Qué previsión y qué cariño el del querido doctor! Tengo que contarles lo ocurrido. Me veo obligada a hacerlo, aunque sólo sea para hacer justicia a ese hombre adorable… sí, eso es lo que es. Tal vez sepa, señorita Trotwood, que en esta casa jamás se enciende una vela hasta que a uno se le caen literalmente los ojos tratando de leer el periódico. Y que tampoco existe un solo sillón en el que uno pueda hojearlo cómodamente, si exceptuamos el que hay en el despacho. Por eso me dirigí allí, donde había visto luz, y abrí la puerta. El doctor se hallaba en compañía de dos caballeros, sin duda expertos en cuestiones legales, y los tres estaban en pie delante de la mesa. Nuestro querido doctor con una pluma en la mano. «¿Expresa esto con claridad –decía el doctor (Annie, mi amor, presta atención a sus palabras)–, expresa esto con claridad, caballeros, la confianza que tengo en la señora Strong, y que todo se lo dejo a ella, sin condiciones?» Uno de los hombres de leyes asintió: «Y que todo se lo deja a ella, sin condiciones». Al oír aquella frase, empujada por los sentimientos propios de una madre, exclamé: «¡Santo Cielo! ¡Perdonen!». Y luego tropecé con el peldaño de la puerta y me alejé por el pequeño pasillo de la parte de atrás, donde está la despensa.
La señora Strong abrió el ventanal y salió al porche, donde se apoyó en una columna.
–Y ¿no le parece, señorita Trotwood, no le parece, David –prosiguió la señora Markleham, siguiéndola instintivamente con la mirada–, reconfortante ver a un hombre de la edad del doctor Strong con la suficiente firmeza de carácter para hacer algo semejante? No es sino una prueba de que yo estaba en lo cierto. Cuando el doctor Strong me hizo aquella visita tan halagadora y me pidió la mano de mi hija, yo le dije a Annie: «Querida, no me cabe la menor duda de que el doctor Strong hará mucho más por ti, a la hora de asegurarte el porvenir, de lo que considere su obligación».
En aquel momento sonó la campanilla, y oímos los pasos de los visitantes que se alejaban.
–Todo ha terminado, sin duda –señaló el Viejo Soldado, después de quedarse un momento escuchando–; el bondadoso doctor ha firmado, lacrado y entregado el testamento, y ahora tiene la conciencia tranquila. ¡Y no le falta razón! ¡Qué clarividencia! Annie, mi amor, me voy al despacho con el periódico, pues no soy nadie sin noticias. Señorita Trotwood, David, les ruego que me acompañen a saludar al doctor.
Cuando la seguimos, vi al señor Dick cerrando su navaja en un oscuro rincón; y a mi tía frotándose la nariz violentamente, como si ese gesto le sirviera para desahogar su furia contra nuestra marcial amiga. Sin embargo, he olvidado, si es que alguna vez lo supe, quién entró primero en el despacho, o el modo en que la señora Markleham se instaló rápidamente en su butaca, o por qué mi tía y yo nos quedamos cerca de la puerta (a no ser que sus ojos fueran más rápidos que los míos y ella me retuviera allí). Lo que sí recuerdo es que vimos al doctor antes de que él advirtiera nuestra presencia, sentado delante de su mesa, en medio de los enormes volúmenes que tanto amaba, con la cabeza apoyada tranquilamente en su mano. Que, en ese mismo instante, entró la señora Strong, pálida y temblorosa. Que se apoyaba en el brazo del señor Dick. Que éste puso su otra mano sobre el brazo del doctor, lo que le obligó a levantar la vista con aire distraído. Que, mientras el doctor movía la cabeza, Annie cayó de rodillas a sus pies y, juntando las manos implorante, clavó en él aquella mirada memorable que nunca he podido olvidar. Que ante aquel espectáculo, la señora Markleham soltó el periódico y los contempló como si fuera el mascarón de proa de un barco llamado (no se me ocurre mejor comparación).
La dulzura de los ademanes del doctor y su sorpresa, la dignidad que se mezclaba con la actitud suplicante de su esposa, el amable interés del señor Dick, y la vehemencia con que mi tía exclamó para sí misma: «¡Y dicen que está loco!» (palabras con las que se vanagloriaba de haberle salvado de una vida llena de sufrimiento)… son cosas que me parece ver y oír, más que recordar, mientras dejo correr la pluma.
El señor Dick cumple las predicciones de mi tía
–¡Doctor! –dijo el señor Dick–. ¿Ocurre algo? ¡Mire!
–¡Annie! –exclamó el doctor–. ¡A mis pies no, querida!
–¡Sí! –respondió ella–. ¡Que no salga nadie de la habitación! ¡Se lo suplico! ¡Oh, esposo y padre mío, rompamos ya este largo silencio! ¡Sepamos de una vez qué se ha interpuesto entre nosotros!
La señora Markleham, que para entonces había recobrado el habla, pareció rebosar orgullo familiar e indignación maternal.
–Annie –gritó–, levántate inmediatamente y no avergüences a ninguno de los tuyos humillándote de ese modo, a menos que desees que me vuelva loca en este instante.
–¡Mamá! –contestó Annie–. No malgaste sus palabras conmigo, pues he apelado a mi marido, y ni siquiera usted tiene nada que decir.
–¡Nada! –exclamó la señora Markleham–. ¡Que no tengo nada que decir! ¡Esta niña ha perdido el juicio! ¡Que alguien me traiga un vaso de agua, por favor!
Yo estaba demasiado pendiente del doctor y de su mujer para hacer caso de su petición; y nadie pareció dar importancia a sus palabras; así que la señora Markleham se vio obligada a jadear, a mirarnos con sorpresa y a abanicarse.
–¡Annie! –dijo el doctor, cogiéndola dulcemente con sus manos–. ¡Amor mío! Si se ha producido un cambio inevitable en nuestra vida conyugal, no debes sentirte culpable. El error es mío y sólo mío. Mi cariño, mi admiración y mi respeto son los mismos de siempre. Sólo deseo hacerte feliz. Te amo y te venero con todo mi corazón. ¡Levántate, Annie, te lo ruego!
Pero ella no se levantó. Después de mirarle durante unos instantes, se inclinó más sobre él, apoyó el brazo en su rodilla y, recostando la cabeza en ella, exclamó:
–Si tengo aquí algún amigo que pueda hablar en mi favor o en el de mi marido en este asunto; si tengo aquí algún amigo capaz de expresar con palabras esa sospecha que en ocasiones mi corazón me ha susurrado; si tengo aquí algún amigo que admire al doctor o que alguna vez me haya querido… y ese amigo sabe algo, sea lo que fuere, que ayude a reconciliarnos, ¡le suplico que no se calle!
Hubo un profundo silencio, que rompí tras unos segundos de dolorosa indecisión.
–Señora Strong –dije–, sé algo que su marido me había pedido encarecidamente que ocultara, y que he guardado en secreto hasta esta noche. Pero creo que, en estos momentos, sería un acto equivocado de lealtad y de delicadeza seguir haciéndolo, y que su ruego me libera de esa obligación.
Annie volvió un instante su rostro hacia mí, y yo comprendí que no me equivocaba. No hubiera podido resistir su mirada suplicante, aunque hubiese sido menos elocuente.
–Tal vez esté en sus manos nuestra paz futura –exclamó–. Confío plenamente en que no omitirá nada. Sé de antemano que nada de lo que usted u otra persona pueda decirme mostrará el noble corazón de mi marido bajo una luz diferente. Por mucho que me hieran sus palabras, haga caso omiso de ello. Después hablaré en mi defensa, primero ante él y luego ante Dios.
Ante la vehemencia de su súplica, sin pedir permiso al doctor Strong y alejándome únicamente de la verdad para dulcificar un poco la grosería de Uriah Heep, relaté con toda franqueza lo ocurrido aquella noche en ese mismo despacho. Resulta imposible describir el asombro de la señora Markleham durante toda la narración, y las estridentes exclamaciones con que de vez en cuando la interrumpía.
Cuando hube terminado, Annie se quedó durante unos momentos en silencio, con la cabeza inclinada, tal como he descrito antes. Entonces cogió la mano del doctor (que seguía sentado en la misma postura que cuando habíamos entrado), la estrechó contra su pecho y la besó. El señor Dick levantó a la joven con suavidad; y, una vez en pie, Annie empezó a hablar, apoyándose en él y sin apartar un solo instante los ojos de su marido:
–Voy a contarles todo lo que ha pasado por mi imaginación desde que me casé –dijo en voz baja, sumisa y tierna–; desnudaré mi alma ante ustedes. Sabiendo lo que ahora sé, no podría vivir callándome nada.
–No, Annie –exclamó el doctor con dulzura–, jamás he dudado de ti, hija mía. No es necesario que lo hagas; no es necesario, de veras.
–Es muy necesario –respondió ella, en el mismo tono–; debo abrir mi corazón ante el alma misma de la generosidad y de la verdad, a quien, año tras año y día tras día, he amado y venerado cada vez más ¡Dios es testigo de ello!
–Francamente –interrumpió la señora Markleham–, si hay algo de discreción en mí…
–Lo que no es sino una mentira, aguafiestas –masculló mi tía, indignada.
–… permitánme señalar que no me parece preciso entrar en esos detalles.
–Mi marido es el único que puede juzgar eso, mamá –afirmó Annie, sin apartar la mirada del doctor–, y él querrá escucharme. Perdone si digo algo doloroso para usted, mamá. Yo también he sufrido a menudo, durante mucho tiempo.
–¡Caramba! –exclamó la señora Markleham con voz entrecortada.
–Cuando yo era muy pequeña –prosiguió Annie–, tan sólo una niña, mis primeros conocimientos en todas las materias me los transmitió un amigo y maestro muy paciente… el amigo de mi difunto padre… alguien a quien siempre quise mucho. No recuerdo haber aprendido nada sin su ayuda. El doctor trajo a mi espíritu los primeros tesoros que almacené en él, y les imprimió su carácter. Creo que jamás habrían sido tan buenos para mí, si los hubiera recibido de otras manos.
–¡Como si su madre fuera un cero a la izquierda! –protestó la señora Markleham.
–No es cierto, mamá –repuso Annie–; me limito a explicar lo que el doctor significó para mí. Debo hacerlo. A medida que fui creciendo, él continuó siendo el mismo para mí. Yo estaba orgullosa de su interés por mí; me sentía profundamente unida y agradecida a él. Lo miraba de un modo que me resulta difícil describir… como a un padre, como a un guía, como a un hombre cuyos elogios eran para mí distintos de todos los demás, y en quien habría podido confiar, aunque hubiese dudado de todo el mundo. Ya sabe, mamá, que era muy joven y carecía de experiencia cuando usted me lo presentó, súbitamente, como enamorado.
–¡Es algo que he comentado más de cincuenta veces delante de todos los presentes! –exclamó la señora Markleham.
(–¡Entonces cállese de una vez, por amor de Dios, y no vuelva a repetirlo! –murmuró de nuevo mi tía).
–Fue un cambio muy grande para mí. Al principio –dijo Annie, con la misma mirada e idéntico tono de voz–, tuve la impresión de haber perdido algo tan importante que no pude evitar sentirme inquieta y afligida. No era más que una niña; y cuando se produjo un cambio tan radical en la naturaleza de nuestras relaciones, supongo que me entristecí. Pero nada hubiera podido hacer que él volviese a ser el mismo de antes para mí; y me sentí orgullosa de que me creyera digna de él, y nos casamos.
–En la iglesia de Saint Alphage, en Canterbury –añadió la señora Markleham.
(–¡Maldita mujer! –dijo mi tía entre dientes–. ¡No hay forma de que se calle!)
–Jamás pensé –prosiguió Annie, ruborizándose– en los bienes materiales que mi marido me proporcionaría. No cabía nada tan mezquino en mi joven corazón. Mamá, perdóneme si digo que fue la primera que me hizo comprender que alguien podía cometer la injusticia, no sólo conmigo sino también con él, de abrigar esa sospecha cruel.
–¡Yo! –gritó la señora Markleham.
(–¡Ah! ¡Fue usted, naturalmente! –masculló mi tía–. ¡Es algo que no podrá negar por mucho que se abanique, mi marcial amiga!)
–Fue el primer disgusto de mi nueva vida –señaló Annie–, el punto de partida de todos los momentos infelices que he conocido después. Y últimamente han sido tantos que soy incapaz de contarlos; pero no por la razón que supones tú, mi generoso marido, pues en mi corazón no hay un pensamiento, un recuerdo o una esperanza que no estén inquebrantablemente unidos a ti.
La señora Strong levantó los ojos y juntó las manos, y a mí me pareció tan hermosa y sincera como un ángel. A partir de entonces, el doctor la miró con la misma intensidad con que ella le miraba a él.
–No puedo reprocharle a mamá –prosiguió– que te haya pedido algo para sí misma, y estoy convencida de que sus intenciones han sido siempre buenas… pero cuando vi las continuas y molestas peticiones que te hacían en mi nombre; el modo en que, por mi culpa, se aprovechaban de ti; lo generoso que eras, y cuánto irritaba aquella situación al señor Wickfield –que se preocupaba muchísimo por tu bienestar–, sentí por primera vez que existía la ruin sospecha de que yo había vendido mi amor… y precisamente a ti, el hombre que más quiero en el mundo… y aquella ignominia que no merecía, y en la que te obligaba a tomar parte, cayó sobre mí. No tengo palabras para explicarte cuánto me atormentó (mamá no se lo puede imaginar) llevar siempre ese temor y ese malestar en el corazón, aunque en el fondo de mi alma sabía que el día de mi boda había coronado el amor y el honor de mi vida.
–¡He aquí una muestra de agradecimiento por haber cuidado de toda la familia! –dijo la señora Markleham, llorando–. ¡Ojalá fuese turca!
(–¡Ojalá lo fuera… y no hubiese salido de su país natal! –murmuró mi tía).
–En aquella época mi madre se hallaba muy preocupada por mi primo Maldon. Yo le había querido mucho –explicó con dulzura, pero abiertamente y sin el menor titubeo–. En nuestra infancia, habíamos estado algo enamorados. Si las circunstancias hubieran sido diferentes, quizá hubiese acabado por convencerme de que realmente le amaba, y quizá me hubiera casado con él y hubiera sido muy desgraciada. No existe mayor disparidad en un matrimonio que la causada por la incompatibilidad de ideas y caracteres.
A pesar de que seguí escuchando con atención a Annie, aquellas palabras me dieron mucho en que pensar, como si encerraran un interés especial o tuvieran alguna extraña aplicación que yo fuera incapaz de adivinar. «No existe mayor disparidad en un matrimonio que la causada por la incompatibilidad de ideas y caracteres… No existe mayor disparidad en un matrimonio que la causada por la incompatibilidad de ideas y caracteres».
–El señor Maldon y yo no tenemos nada en común –prosiguió la joven–. Lo descubrí hace mucho tiempo. Si no tuviera nada más que agradecer a mi marido, al que debo tantísimas cosas, tendría que darle las gracias por haberme salvado del primer impulso erróneo de mi corazón indisciplinado.
Continuaba inmóvil delante del doctor, y hablaba con una seriedad que me conmovió. Sin embargo, su voz era tan dulce como antes.
–Mientras él esperaba convertirse en el objeto de esa generosidad que le prodigabas por amor a mí, yo sufría por la máscara de mercenaria que me obligaban a llevar y pensaba que habría sido mejor para él abrirse camino en la vida por sí mismo. Estaba convencida de que si yo hubiera estado en su lugar, lo habría intentado, a costa de casi cualquier sufrimiento. Pero no pensaba nada peor de él hasta el día en que partió para la India. Aquella noche comprendí que tenía un corazón traidor y desagradecido. Y también me di cuenta de la desconfianza con que el señor Wickfield me examinaba. Fue entonces cuando se despertó en mí, por primera vez, la oscura sospecha que ensombreció mi vida.
–¡Sospecha, Annie! –exclamó el doctor–. ¡No, no, no!
–¡Ya sé, esposo mío, que no la hubo en tu pensamiento! –respondió ella–. Y cuando aquella noche me acerqué a ti para librarme del peso de mi dolor y de mi vergüenza, y supe que tenía que contarte que, bajo nuestro mismo techo, uno de mis parientes, al que habías convertido en tu protegido por amor a mí, se había atrevido a decirme unas palabras que jamás hubiera debido pronunciar, aunque yo hubiera sido la mujer despreciable e interesada que él creía… sentí que todo mi ser se negaba a mancillar tus oídos con semejante confesión. Ésta murió en mis labios, y desde entonces hasta ahora jamás ha salido de ellos.
La señora Markleham se recostó en la butaca dejando escapar un breve gemido; y se retiró tras su abanico, como si pretendiera quedarse allí para siempre.
–No he vuelto a cruzar una palabra con él desde aquel día, excepto en tu presencia; y sólo cuando era necesario para evitar esta explicación. Han pasado años desde que le comuniqué cuál era su situación en esta casa. Todos los favores que le has hecho en secreto para que prosperara en la vida, y que luego me anunciabas, con el fin de sorprenderme y alegrarme, no han hecho sino agravar el sufrimiento y el peso de mi secreto.
Se dejó caer dulcemente a los pies del doctor, aunque éste hizo cuanto pudo para impedirlo; y, mirándole con los ojos llenos de lágrimas, le dijo:
–¡No digas nada todavía! ¡Déjame explicarte algo más! Para bien o para mal, si todo volviese a empezar, creo que actuaría del mismo modo. No puedes imaginar lo que era quererte con devoción y recordar aquello; descubrir que alguien podía llegar a ser tan cruel que creyera que te había traicionado, y estar rodeada de apariencias que confirmaban esa idea. Era muy joven y no tenía nadie a quien pedir consejo. Entre mamá y yo, en todo cuanto se relacionaba contigo, mediaba un abismo. Si me encerré en mí misma, ocultando la ofensa que me habían infligido, fue por lo mucho que te respetaba y por lo mucho que deseaba que tú me respetaras a mí.
–¡Tu corazón es tan puro! –exclamó el doctor–. ¡Annie, amor mío!
–¡Tan sólo unas palabras más! Antes pensaba que habrías podido casarte con muchas mujeres que no te causaran tales disgustos y preocupaciones, y que hicieran más digno tu hogar. Tenía la dolorosa sensación de que habría sido mejor continuar siendo tu alumna, casi tu hija. Temía no ser la esposa que convenía a tus conocimientos y a tu sabiduría. Si todo esto me empujó a encerrarme en mí misma (como así ocurrió) cuando tenía tanto que contarte, fue también por lo mucho que te respetaba y porque deseaba que algún día pudieras respetarme a mí.
–Ese día empezó a brillar hace mucho tiempo, Annie –dijo el doctor–, y no dejará de hacerlo hasta que llegue la noche más larga, querida mía.
–¡Unas palabras más! Entonces tomé la firme decisión de soportar todo el peso de la indignidad de un hombre con quien te habías mostrado tan bondadoso. ¡Y, ahora, una última palabra, mi mejor y más querido amigo! Esta noche he visto con claridad cuál era la causa del cambio que, con tanto dolor y pesadumbre, había observado en ti, y que unas veces achaqué a mis viejos temores y otras a vagas suposiciones más cercanas a la verdad. Y he sabido, asimismo, por casualidad hasta dónde llegaba tu fe en mí, aun estando equivocado. No creo que todo el amor y toda la lealtad que yo pueda ofrecerte consigan hacerme digna de tu inapreciable confianza; aunque, sabiendo lo que ahora sé, pueda levantar mis ojos hacia ese amado rostro –venerado como padre, amado como esposo, sagrado en mi niñez como amigo– y declarar solemnemente que jamás te he ofendido, ni con el más leve pensamiento; y que el amor y la fidelidad que te debo jamás han flaqueado.
Annie tenía los brazos alrededor del cuello del doctor, que inclinó su cabeza sobre la de ella, mezclando sus cabellos grises con las trenzas color castaño oscuro de la joven.
–¡Estréchame contra tu corazón, esposo mío! ¡Y nunca me alejes de ti! No pienses ni hables de disparidades entre nosotros, pues lo único que nos separa son mis numerosas imperfecciones. A medida que han pasado los años, he ido comprendiéndolo y queriéndote cada vez más. ¡Oh, llévame junto a tu corazón, esposo mío, porque mi amor está edificado sobre una roca, y perdurará!
En medio del silencio que siguió, mi tía avanzó gravemente hasta el señor Dick, con mucha parsimonia, y le dio un abrazo y un sonoro beso. Y fue una suerte para la reputación de nuestro amigo; pues estoy seguro de que, para expresar convenientemente su satisfacción, estaba a punto de ponerse a la pata coja.
–¡Es usted un hombre extraordinario, señor Dick! –exclamó mi tía, en un tono muy firme de aprobación–. ¡Y no simule nunca lo contrario, porque le conozco bien!
Después de pronunciar estas palabras, mi tía le tiró de la manga y me hizo un gesto con la cabeza; los tres salimos sigilosamente del despacho y abandonamos la casa.
–Todo esto le bajará los humos a nuestra marcial amiga –señaló mi tía, en el camino de regreso–. Y eso bastaría para que yo durmiera mejor, aunque no tuviéramos nada más de que alegrarnos.
–Me temo que parecía muy abatida –dijo el señor Dick, con aire compasivo.
–¿Cómo? ¿Acaso has visto alguna vez un cocodrilo muy abatido? –preguntó mi tía.
–No creo haber visto nunca un cocodrilo –respondió apaciblemente el señor Dick.
–Nada habría pasado sin ese viejo animal –aseguró mi tía, recalcando mucho su observación–. Sería muy deseable que algunas madres dejaran solas a sus hijas después de contraer matrimonio, y no se mostraran tan violentamente apegadas a ellas. Es como si pensaran que la única recompensa por haber traído al mundo a una infortunada joven (¡cómo si ésta hubiera pedido que la trajeran o hubiese querido venir!) fuera disponer de entera libertad para atormentarla hasta que lo abandonase. ¿En qué piensas, Trot?
Pensaba en todo lo que acababa de oír. Mi cerebro seguía dando vueltas a algunas de las expresiones pronunciadas. «No existe mayor disparidad en un matrimonio que la causada por la incompatibilidad de ideas y caracteres». «El primer impulso erróneo de mi corazón indisciplinado». «Mi amor está edificado sobre una roca». Pero habíamos llegado a casa; y las hojas secas yacían bajo mis pies, y soplaba el viento del otoño.