XI Empiezo a vivir por mi cuenta, y no me gusta
XI
Conozco ya lo suficiente el mundo para haber casi perdido la capacidad de sorprenderme demasiado por algo; pero sigo aún sin comprender con qué facilidad me abandonaron a tan corta edad. Me cuesta creer que nadie intercediera por un niño inteligente, observador, perspicaz, apasionado, vulnerable y sensible. Sin embargo, así fue; y a los diez años me convertí en el último peón al servicio de Murdstone y Grinby.
Los almacenes estaban situados a orillas del Támesis, en Blackfriars. Recientes reformas han transformado el lugar; pero entonces era la última casa de una torcida callejuela que descendía hasta el río, con unos escalones al final, que servían de embarcadero. Era un edificio viejo y destartalado que tenía su propio muelle, próximo al agua cuando la marea era alta y al fango cuando era baja, y literalmente invadido por las ratas. Sus habitaciones, recubiertas con paneles de madera y descoloridas por el humo y por la suciedad de más de un siglo; las escaleras y los entarimados podridos; los chillidos y las peleas de las viejas ratas grises en la bodega; y la falta de limpieza y la podredumbre del lugar, continúan presentes en mi imaginación, del mismo modo que si, en vez de pertenecer al pasado, estuvieran en este instante ante mis ojos. Y aparecen ante mí, como en aquella hora aciaga en que entré allí por primera vez y le di una mano temblorosa al señor Quinion.
Murdstone y Grinby comerciaban con gente de toda clase y condición, pero el suministro de vinos y licores a ciertos paquebotes constituía una parte importante de su negocio. He olvidado su destino, pero creo que algunos de ellos iban a las Indias Orientales y a las Indias Occidentales. Sé que una gran cantidad de botellas vacías eran consecuencia de ese tráfico, y que se necesitaba un elevado número de hombres y de niños para examinarlas a contraluz, desechar las que tenían grietas, y limpiar y lavar las que estaban bien. Cuando éstas escaseaban, había etiquetas que pegar en las botellas llenas, o corchos que ajustar, o precintos que poner, o botellas ya listas que colocar dentro de las cajas. Y ése era mi trabajo, así como el de otros niños.
Éramos tres o cuatro, incluyéndome a mí. Mi lugar estaba en un rincón del almacén, donde el señor Quinion podía verme siempre que lo deseaba, subiéndose al travesaño inferior del taburete que tenía en su despacho y mirando por el cristal que había encima de su mesa. Fue allí donde conocí, la mañana de mi llegada (cuando, con tan buenos auspicios, empezaba a vivir por mi cuenta), al muchacho más antiguo de Murdstone y Grinby, a quien encargaron que me enseñase mi trabajo. Se llamaba Mick Walker y llevaba un delantal andrajoso y un gorro de papel. Me contó que su padre tenía una barcaza y desfilaba con un sombrero de terciopelo negro en la fiesta del señor alcalde. También me dijo que nuestro principal compañero de trabajo sería otro niño, que me presentó con el extraño apelativo de Patata Enharinada. Descubrí, sin embargo, que ése no era su nombre de pila, sino un apodo que le habían puesto en el almacén, a causa de su tez pálida como la harina. El padre de Patata Enharinada era aguador, además de tener el honor de ser bombero en uno de los teatros más grandes de la ciudad; donde una joven familiar de nuestro amigo –creo que su hermana menor– hacía el papel de duende en las pantomimas.
No existen palabras para expresar la angustia que sentí al verme arrojado entre aquellos muchachos; comparé a los que iban a ser mis nuevos compañeros, día tras día, con aquellos otros de mi infancia más feliz… y no digamos con Steerforth, Traddles y los demás niños del internado; y todos mis anhelos de llegar a ser un hombre culto y distinguido murieron dentro de mí. Es imposible describir mi desesperanza; la vergüenza que me inspiraba mi situación; el dolor de pensar que cuanto había aprendido y meditado, cuanto me había hecho feliz, cuanto había estimulado mi imaginación y mi ambición, iría borrándose poco a poco, antes de caer para siempre en el olvido. En el curso de aquella mañana, siempre que Mick Walker me dejaba solo, mezclaba mis lágrimas con el agua de fregar botellas; y sollozaba como si también mi corazón se hubiera agrietado y corriese peligro de estallar.
El reloj del despacho marcaba las doce y media y la gente se preparaba para salir a almorzar, cuando el señor Quinion golpeó en el cristal y me hizo señas para que fuera a verlo. Al entrar en su oficina, encontré a un caballero de mediana edad, más bien corpulento, que vestía un sobretodo marrón, unos pantalones negros bastante ajustados y unos zapatos oscuros; y tenía menos cabellos en la cabeza (enorme y muy brillante) que un huevo. El desconocido volvió su ancho rostro hacia mí. Su ropa estaba vieja y desgastada, pero lucía un espectacular cuello de camisa. Tenía un elegante bastón, del que colgaban dos borlas ajadas, y un monóculo por fuera de su chaqueta; aunque, según me enteré después, sólo era un adorno, pues rara vez lo utilizaba y, cuando lo hacía, no veía nada en absoluto.
–He aquí al muchacho –dijo el señor Quinion, señalándome.
–Así que éste es el señor Copperfield –exclamó el desconocido, con cierta condescendencia en su voz, y adoptando el aire, difícil de describir, de persona muy distinguida (que me impresionó sobremanera)–. ¿Cómo está, caballero?
Le contesté que muy bien, y que esperaba que también él lo estuviera. Sabe Dios que me encontraba bastante mal; pero en aquella época de mi vida, no tenía por costumbre quejarme, de modo que le dije que estaba muy bien y que esperaba que también él lo estuviera.
–Gracias a Dios, me encuentro perfectamente –respondió el caballero–. He recibido una carta del señor Murdstone en la que me pide que le hospede en una habitación de la parte trasera de la casa, que en estos momentos está desocupada; en una palabra, que pienso alquilar como… dormitorio –añadió sonriendo, en un arranque de confianza– al joven aprendiz a quien ahora tengo el gusto de…
Y el desconocido hizo un gesto con la mano y hundió su barbilla en el cuello de la camisa.
–Le presento al señor Micawber –dijo el señor Quinion.
–¡Ejem! –exclamó el caballero–. Ése es mi nombre.
–El señor Micawber –prosiguió el señor Quinion– es un conocido del señor Murdstone. Recibe una comisión por los pedidos que hace a nuestra empresa, si es que logra hacer alguno. El señor Murdstone le ha escrito para pedirle que le alojara, de modo que será su inquilino.
–Mi dirección –señaló el señor Micawber– es Windsor Terrace, City Road. Yo… en una palabra –prosiguió con el mismo aire distinguido y en un nuevo arranque de confianza–, vivo allí.
Le saludé con una ligera inclinación.
–Como tengo la impresión de que sus peregrinaciones por esta metrópoli han sido hasta ahora muy escasas, y de que no le resultará fácil penetrar en los laberintos de la moderna Babilonia para dirigirse a City Road… En una palabra –agregó el señor Micawber en otro arranque de confianza–, para que no se pierda, será un placer para mí venir a buscarle esta noche, a fin de señalarle el camino más corto.
Le di las gracias de todo corazón, pues era muy amable por su parte tomarse tantas molestias.
–¿A qué hora –inquirió el señor Micawber– debo…?
–A eso de las ocho –repuso Quinion.
–A eso de las ocho. Le deseo muy buenos días, señor Quinion. No le importunaré más.
Después de ponerse el sombrero, se marchó con el bastón bajo el brazo, muy erguido; y, en cuanto salió del despacho, empezó a tararear una canción.
El señor Quinion aprovechó la ocasión para aconsejarme que trabajara de firme en el almacén de Murdstone y Grinby, por un salario de seis chelines a la semana. No recuerdo con exactitud si eran seis o siete. Me inclino a pensar que al principio eran seis y después, siete. Me pagó una semana por adelantado (de su propio bolsillo, según creo), y yo le entregué seis peniques a Patata Enharinada para que me llevara aquella noche el baúl a Windsor Terrace, ya que, a pesar de lo pequeño que era, pesaba demasiado para mí. Pagué otros seis peniques por el almuerzo, un pastel de carne y una ronda en la bomba de agua cercana; y paseé por las calles hasta que terminó la hora que nos daban libre para comer.
El señor Micawber reapareció a la hora acordada. Me lavé el rostro y las manos, en honor a su elegancia, y nos encaminamos juntos a nuestra casa, pues supongo que es así como debo llamarla ahora. A medida que avanzábamos, mi acompañante iba señalando los nombres de las calles y el aspecto de las casas que formaban las esquinas, con el fin de que por la mañana encontrase sin dificultad el camino de vuelta.
Cuando llegamos a Windsor Terrace (cuyo aspecto me pareció tan desastroso y, al mismo tiempo, tan extravagante como el propio señor Micawber), me presentó a su mujer, una dama delgada y marchita, nada joven, que lo esperaba sentada en la sala, amamantando a un bebé (el primer piso carecía de muebles, y las persianas estaban bajadas para engañar al vecindario). Este niño era uno de los gemelos; y he de señalar aquí que, mientras viví con esa familia, rara vez vi a los dos pequeños separados al mismo tiempo de la señora Micawber. Siempre había uno de ellos alimentándose.
Tenían otros dos hijos: el señorito Micawber, de unos cuatro años de edad, y la señorita Micawber, de alrededor de tres. Completaba el cuadro familiar una criada joven y morena, que acostumbraba a resoplar; no había transcurrido ni media hora desde mi llegada y ya me había informado de que era huérfana y de que procedía del hospicio de San Lucas. Mi dormitorio estaba en el último piso, en la parte trasera de la casa: una habitación mal ventilada, con escaso mobiliario y las paredes recubiertas de un papel en el que mi imaginación infantil veía infinidad de pequeños bizcochos azules.
–Jamás se me ocurrió pensar antes de casarme –dijo la señora Micawber, cuando subió, naturalmente con uno de sus gemelos, a enseñarme el dormitorio y se sentó para recobrar el aliento–, mientras vivía con papá y con mamá, que algún día necesitaría coger inquilinos. Pero el señor Micawber se encuentra en dificultades, así que habrá que olvidar los sentimientos personales.
–Sí, señora –asentí.
–En este momento, las dificultades del señor Micawber son abrumadoras; no sé si podrá salir a flote. Cuando vivía con papá y con mamá, no creo que hubiera entendido el significado de esa palabra, en el sentido en que ahora la empleo; pero, como decía papá, la experiencia enseña.
No podría asegurar si fue ella quien me contó que el señor Micawber había sido oficial de Marina, o si lo imaginé yo. Pero siempre he estado convencido de que en algún momento perteneció a la Armada, sin saber bien por qué. Ahora hacía recados para distintos comercios de la ciudad, aunque me temo que aquello apenas le producía ganancias.
–Si los acreedores del señor Micawber no le conceden más tiempo –prosiguió su esposa– tendrán que afrontar las consecuencias; y cuanto antes termine todo, tanto mejor. No se puede sacar sangre de una piedra; y tampoco se puede sacar nada a cuenta del señor Micawber en estos momentos (por no hablar de los costes legales).
Nunca he podido comprender si fue mi precoz independencia lo que indujo a la señora Micawber a olvidar mi edad, o si aquel asunto la atormentaba de tal modo que habría sido capaz de hablar de él incluso a los gemelos, de no haber tenido otro interlocutor; en cualquier caso, ésa fue su pauta de comportamiento durante el tiempo en que la traté.
¡Pobre señora Micawber! Aseguraba haberlo intentado todo; y sin duda era cierto. En la puerta de la calle había una gran placa de bronce donde podía leerse: «Internado para señoritas de la señora Micawber». Pero nunca supe de ninguna joven que hubiera acudido a recibir lecciones; de ninguna joven que hubiese entrado allí, o tuviera intención de hacerlo. Y jamás se hizo el menor preparativo para recibir a una de esas señoritas. Los únicos visitantes que vi y oí en aquella casa fueron los acreedores. Solían venir a todas horas, y algunos parecían furiosos. Un hombre con la cara muy sucia, zapatero, según creo, acostumbraba a ponerse en el pasillo de entrada a las siete de la mañana, y vociferaba por las escaleras:
–¡Vamos, Micawber! Sé que no ha salido todavía. ¿Quiere pagarnos de una vez? No se esconda, es una ruindad. Si yo fuese usted, no me comportaría así. ¿Es que no piensa pagarnos? ¡Vamos, páguenos de una vez!
Al ver que sus reproches no obtenían respuesta, su ira aumentaba y pasaba a los insultos:
–¡Estafadores! ¡Ladrones!
Y, como tampoco éstos surtían efecto, a veces cruzaba la calle y gritaba enfurecido mirando hacia las ventanas del segundo piso, donde sabía que se encontraba el señor Micawber. Mientras tanto, éste parecía sumirse en la desesperación y llegaba incluso a amenazar con cortarse el cuello con una navaja de afeitar (me enteré en una ocasión, al oír los gritos de su mujer); pero, media hora después, sacaba brillo a sus zapatos con gran esmero y se marchaba, tarareando una canción, con un aire más distinguido que nunca. La señora Micawber era tan acomodaticia como él. La he visto perder el conocimiento a las tres de la tarde, porque venía el recaudador de impuestos, y comer chuletas de cordero empanadas y beber cerveza tibia (compradas después de empeñar dos cucharillas de té) a las cuatro. Cierto día en que embargaron la casa y yo regresé casualmente antes de lo habitual, a las seis en punto, la encontré tendida en el suelo (con uno de los gemelos, por supuesto), desvanecida a los pies de la chimenea, con los cabellos cubriéndole el rostro; y, sin embargo, jamás la he visto tan contenta como aquella misma noche, saboreando sus costillas de ternera delante del fuego de la cocina, mientras me contaba historias de su papá y de su mamá, así como de la gente con la que solían alternar.
Pasaba mis horas libres en aquel hogar y con aquella familia. Me veía obligado a comprar mi propio desayuno, que consistía en un penique de pan y otro de leche. Para cenar, cuando volvía del trabajo, guardaba un pequeño panecillo con un poquito de queso en un estante especial de una alacena especial. Eso reducía los seis o siete chelines, lo sé muy bien; y estaba todo el día en el almacén, y tenía que mantenerme toda la semana con aquel dinero. Desde el lunes por la mañana hasta el sábado por la noche, nadie me daba consejos, ni me infundía ánimos, ni me ofrecía consuelo, apoyo o ayuda. ¡Y eso es tan cierto como mi esperanza de ir al Cielo!
Era tan joven e inexperto, y estaba tan poco preparado (¿cómo podía ser de otro modo?) para tomar las riendas de mi propia vida que, a menudo, cuando me dirigía a Murdstone y Grinby por las mañanas, no podía resistir la tentación de comprarme los dulces ya pasados, que vendían a mitad de precio en las puertas de las pastelerías, y me gastaba en ellos el dinero del almuerzo. Entonces me quedaba sin comer, o compraba un panecillo o un pedazo de budín. Me acuerdo de dos tiendas donde vendían budín, que yo frecuentaba alternativamente, según el estado de mis finanzas. La primera, que ya no existe, estaba situada en una pequeña plaza cerca de la iglesia de San Martín, en la parte trasera de ésta. Su especialidad era el budín de grosellas, delicioso pero muy caro, pues la misma porción que en otros lugares valía un penique, allí costaba dos. La segunda era un buen establecimiento para comprar budines más corrientes y se encontraba en el Strand, en uno de los edificios que más tarde fueron reconstruidos. Era un budín pálido, compacto, soso e indigesto, con enormes pasas muy espaciadas. Todos los días acababa de salir del horno cuando yo pasaba, y con frecuencia se convertía en mi almuerzo. Cuando hacía una comida digna de ese nombre, ésta consistía en una salchicha seca y un pan de un penique, o un plato de carne de buey de cuatro peniques que compraba en una casa de comidas; o pan con queso y un vaso de cerveza, de una miserable taberna que había enfrente de nuestro almacén, y que todos llamaban El León o El León y No-sé-qué; lo he olvidado. Recuerdo un día en que me llevé mi pan debajo del brazo (lo había traído desde casa), envuelto en un trozo de papel, como si fuera un libro, y me fui solo a una casa muy famosa por su estofado de vaca , cerca de Drury Lane, donde pedí un «pequeño plato» de esa exquisitez para acompañarlo. Ignoro qué pensaría el camarero de aquella extraña y diminuta aparición; pero aún puedo ver cómo me miraba con asombro mientras comía, y cómo llamó a su compañero para que no se perdiera la escena. Le di medio penique de propina, y ojalá no lo hubiera aceptado.
Creo que nos dejaban media hora libre para tomar el té. Cuando tenía suficiente dinero, me compraba media pinta de café y una rodaja de pan con mantequilla. Cuando no era así, solía contemplar el escaparate de una tienda donde vendían carne de venado en Fleet Street; o iba caminando hasta el mercado de Covent Garden y admiraba las piñas tropicales. Me gustaba pasear por los alrededores del Adelphi, pues me parecía un lugar misterioso, con aquellos arcos tan oscuros. Me veo pasar bajo ellos, un atardecer, y llegar a una pequeña taberna junto al río. Tenía una explanada delante, donde unos descargadores de carbón bailaban, y yo me senté en un banco para mirarlos. Me gustaría saber qué pensarían de mí.
Era tan pequeño y tan niño que, con frecuencia, cuando me acercaba al mostrador de una casa de bebidas desconocida y pedía un vaso de cerveza rubia o negra para mojar en ella mi comida, tenían miedo de dármela. Me acuerdo de una calurosa noche en que entré en una taberna y dije al dueño:
–¿Cuánto cuesta un vaso de vuestra mejor… cerveza?
Pues se trataba de una ocasión especial. No sé cuál. Es posible que fuera mi cumpleaños.
Mi magnífica petición en la taberna
–Dos peniques y medio –contestó–; es el precio de la cerveza «Auténtico Prodigio».
–Entonces –exclamé yo, sacando el dinero–, sírvame una jarra de ella, con mucha espuma.
El tabernero me miró de arriba abajo, por encima de la barra, con una extraña sonrisa en los labios; y, en lugar de darme la cerveza, miró detrás de una mampara y comentó algo a su mujer. Ésta apareció con su labor en la mano, y se puso también a examinarme. Todavía me parece vernos a los tres. El tabernero en mangas de camisa, apoyado en el marco de la ventana; su mujer mirando por encima del mostrador; y yo, bastante desconcertado, contemplándolos desde el otro lado. Me hicieron muchas preguntas: cómo me llamaba, qué edad tenía, dónde vivía, cuál era mi empleo y cómo había llegado allí.
Para no comprometer a nadie, me temo que inventé las respuestas más oportunas. Me sirvieron la cerveza, aunque sospecho que no era la «Auténtico Prodigio»; y la esposa del tabernero, abriendo la tapa del mostrador, me devolvió el dinero y me dio un beso, entre admirada y compasiva. Estoy seguro de que puso en él toda su ternura.
Sé que no exagero, de forma involuntaria o inconsciente, la escasez de mis ingresos o las dificultades de mi vida. Sé que, si alguna vez el señor Quinion me daba un chelín, me lo gastaba en una comida o en un té. Sé que trabajaba desde la mañana hasta la noche, casi en harapos, con hombres y con niños de condición humilde. Sé que deambulaba por las calles, escasamente alimentado. Sé que estaba tan desvalido que, sin la misericordia divina, podía haberme convertido fácilmente en un ladrón o en un vagabundo.
Con todo, en Murdstone y Grinby me trataban con cierto respeto. El señor Quinion me consideró siempre diferente de los demás, a pesar de ser un hombre superficial y muy ocupado, enfrentado a un hecho tan anómalo; y yo jamás le conté a nadie, hombre o niño, por qué estaba allí, ni dejé que sospecharan lo desgraciado que me sentía. Sufría en secreto, y únicamente yo sabía con cuánta intensidad. Como he explicado ya, me resulta imposible describir mi profundo desconsuelo. Pero me lo guardé para mí e hice mi trabajo. Desde el principio comprendí que, si no era capaz de hacer lo que me ordenaban tan bien como los demás, nadie me libraría de las burlas y del desprecio de mis compañeros. No tardé en ser al menos tan rápido y tan hábil como cualquiera de los otros niños. Aunque me dirigía a ellos con familiaridad, mi conducta y mis modales se diferenciaban lo bastante de los suyos para que guardaran las distancias. Todos me conocían como «el pequeño caballero» o «el joven de Suffolk». Sólo Gregory, el capataz de los embaladores, y Tipp, un carretero que vestía una chaqueta roja, me llamaban a veces «David»; pero era sobre todo en los momentos de mayor intimidad, cuando yo había intentado distraerlos, mientras trabajábamos, con algunas de mis viejas lecturas, que iban borrándose rápidamente de mi memoria. Patata Enharinada protestó en una ocasión por la deferencia con que me trataban; pero Mick Walker lo calmó en seguida.
No albergaba la menor esperanza de que alguien me rescatara de aquella vida, así que abandoné toda expectativa. Estoy profundamente convencido de que jamás me resigné a mi suerte, y de que siempre me sentí muy desgraciado; pero lo soporté. Y ni siquiera le conté la verdad a Peggotty en mis cartas (aunque nos escribíamos a menudo), en parte por amor a ella, en parte por vergüenza.
Las dificultades del señor Micawber se sumaron a mis preocupaciones. Me sentía tan abandonado que tomé mucho cariño a su familia, y solía ir de un lado a otro, calculando los medios y los ingresos de la señora Micawber, agobiado por el peso de las deudas de su marido. El sábado por la noche, que era mi gran día –no sólo porque llevaba seis o siete chelines en el bolsillo, e iba mirando los escaparates y pensando qué podría comprarme con ellos, sino también porque regresaba a casa más temprano–, la señora Micawber me hacía las confidencias más dolorosas. Lo mismo ocurría el domingo por la mañana, cuando me preparaba la ración de té o de café que había comprado la noche anterior y me sentaba tranquilamente a desayunar. No era nada extraño que el señor Micawber empezara nuestras conversaciones del sábado entre violentos sollozos, aunque acabase la noche cantando la canción de la hermosa Nan y de Jack, su feliz enamorado. Lo he visto llegar a la hora de la cena deshecho en llanto, declarando que no tenía otra opción que ir a la cárcel; y acostarse calculando cuánto costaría colocar ventanas saledizas en la casa, «en caso de que surgiera algo», su expresión favorita. Y la señora Micawber era exactamente igual que su marido.
Entre esas personas y yo se estableció una curiosa camaradería, originada, supongo, por nuestras circunstancias respectivas, a pesar de la cómica disparidad de nuestras edades. Sin embargo, jamás consentí que me invitaran a comer o a beber (conociendo sus desavenencias con el carnicero y con el panadero, y que apenas tenían lo necesario), hasta que la señora Micawber me abrió su corazón. Y lo hizo una noche, de la manera siguiente:
–Señor Copperfield –dijo la señora Micawber–, como le considero casi un miembro de la familia, le diré que las dificultades del señor Micawber están a punto de hacer crisis.
Me entristeció mucho oír aquello, y miré los ojos enrojecidos de la señora Micawber con la máxima condolencia.
–Si exceptuamos la corteza de un queso holandés, que no sirve para satisfacer las necesidades de unos niños –afirmó–, no queda absolutamente nada en nuestra despensa. Cuando yo vivía con papá y con mamá, acostumbraba a hablar de la despensa de forma casi inconsciente. Lo que quiero decir es que no hay nada que comer en casa.
–¡Santo Dios! –exclamé, muy alarmado.
Yo tenía en el bolsillo dos o tres chelines de mi paga semanal (por lo que deduzco que debía de ser un miércoles por la noche); me apresuré a sacarlos y, con sincera emoción, rogué a la señora Micawber que los aceptara como un préstamo. Pero ella me besó y me obligó a guardarlos de nuevo, asegurando que no podía consentirlo.
–No, mi querido señor Copperfield –añadió–, ¡nada más lejos de mi pensamiento! Pero tiene usted más discernimiento que cualquier joven de su edad y, si lo desea, puede prestarme otro servicio por el que le estaré muy agradecida.
Pedí a la señora Micawber que me dijese cuál era.
–Yo me he desprendido ya de la vajilla –replicó–. He empeñado personalmente, sin que nadie se entere, seis cucharillas de té, dos de sal y unas pinzas de azúcar. Pero estoy muy atareada con los gemelos; y, cuando recuerdo la vida que llevaba con papá y con mamá, estas transacciones me resultan muy dolorosas. Todavía me quedan algunas bagatelas de las que podríamos desprendernos. El señor Micawber sería incapaz de deshacerse de ellas, sufriría demasiado; y Clickett, la muchacha del hospicio, es tan vulgar que, si yo le hiciera demasiadas confidencias, se tomaría unas libertades que me resultarían muy dolorosas. Señor Copperfield, si pudiera pedirle…
Comprendí entonces lo que la señora Micawber quería decir, y le ofrecí sinceramente mis servicios. Empecé aquella misma noche a llevarme los objetos más manejables; y casi todas las mañanas realizaba alguna expedición de esa naturaleza antes de dirigirme a Murdstone y Grinby.
El señor Micawber tenía algunos libros en una pequeña alacena que él denominaba su biblioteca, y empezamos por ellos. Los llevé, uno tras otro, a un pequeño puesto que había en City Road (la parte más cercana a nuestro domicilio estaba llena de puestos de pájaros y de libros) y los vendí por lo que su dueño quiso darme. Este librero, que vivía en una casita detrás del puesto, solía emborracharse por las noches y recibir una violenta reprimenda de su mujer por las mañanas. En más de una ocasión, cuando yo iba muy temprano, me recibía en una cama plegable con un corte en la frente o un ojo morado, que atestiguaban sus excesos nocturnos (me temo que, cuando bebía, se volvía muy pendenciero); y buscaba los chelines que debía pagarme con mano temblorosa en los bolsillos de su ropa, que estaba tirada en el suelo, mientras su mujer, mal vestida y con un bebé en los brazos, le reñía sin cesar. A veces había perdido el dinero, y entonces me pedía que volviera más tarde; pero su mujer siempre tenía alguna moneda –tal vez se las quitara a él cuando estaba borracho– y salía conmigo a las escaleras para concluir el negocio a sus espaldas.
También empecé a ser muy conocido en la casa de empeños. El caballero que solía estar detrás del mostrador se interesaba mucho por mí; y recuerdo que a menudo me hacía declinar un sustantivo o un adjetivo latino, o conjugar un verbo, mientras él despachaba mis asuntos. Después de aquellas transacciones, a la señora Micawber le gustaba tener un detalle conmigo, y casi siempre me invitaba a cenar; aquellas veladas tenían un encanto muy especial.
Finalmente, las dificultades del señor Micawber hicieron crisis, y una mañana fue arrestado y conducido a la prisión de King’s Bench. Cuando abandonaba la casa, me dijo que el Dios del día jamás saldría de nuevo para él; y tuve el convencimiento de que su corazón estaba destrozado, al igual que el mío. Pero después me enteré de que, antes del mediodía, lo habían visto jugar muy animado una partida de bolos.
El primer domingo tras su detención, fui a visitarlo y a almorzar con él. Tuve que preguntar el camino, y me explicaron que, justo antes de llegar, encontraría otro edificio, y muy cerca de éste, un patio que debía cruzar, antes de seguir recto hasta encontrar a un vigilante. Seguí todas esas indicaciones; y, cuando por fin di con él (¡pobre de mí! ¡Era tan pequeño!), recordé que Roderick Random, durante su estancia en la cárcel por deudas, había visto a un hombre que sólo cubría su cuerpo con una vieja manta. Y el corazón me latía tan fuerte que sólo percibí una imagen borrosa del carcelero.
El señor Micawber me esperaba al otro lado de la puerta; subimos a su habitación (en el penúltimo piso) y lloramos mucho juntos. Me suplicó que aprendiese de sus errores; y que no olvidara jamás que, si un hombre tenía una renta anual de veinte libras y gastaba diecinueve libras, diecinueve chelines y medio penique, sería feliz, pero si gastaba veintiuna libras, sería muy desgraciado. Acto seguido, me pidió prestado un chelín para comprar cerveza negra, redactó un pagaré para que la señora Micawber me abonara dicha cantidad, guardó el pañuelo en su bolsillo y recuperó el buen humor.
Nos sentamos junto a un pequeño fuego, con dos ladrillos bajo una oxidada parrilla, uno a cada lado, para no consumir demasiado carbón; hasta que otro condenado por deudas, que compartía alojamiento con el señor Micawber, llegó de la panadería con las chuletas que íbamos a comer. Después me enviaron a la habitación del «capitán Hopkins», en el piso de arriba, para saludarle de parte del señor Micawber, explicarle que yo era un joven amigo suyo y rogarle que me prestara un cuchillo y un tenedor.
El capitán Hopkins me dejó los cubiertos, presentando también sus respetos al señor Micawber. En su pequeño cuarto, había una mujer muy sucia y dos niñas pálidas y flacas con los cabellos despeinados. Pensé que era mejor pedirle el cuchillo y el tenedor que el peine. El propio capitán tenía un aspecto de lo más desaliñado, con sus enormes bigotes y un viejísimo gabán de color marrón, sin más ropa de abrigo debajo. Vi su colchón enrollado en un rincón; y todos sus platos, fuentes y pucheros, encima de un estante; y adiviné (¡Dios sabe cómo!) que, aunque las dos niñas de las greñas eran hijas suyas, la señora sucia no estaba casada con él. Me quedé tímidamente en el umbral, dos minutos como mucho; pero volví a bajar las escaleras tan seguro de lo que acabo de escribir, como que el cuchillo y el tenedor estaban en mi mano.
Hubo algo de bohemio y de muy agradable en nuestro almuerzo. Devolví al capitán Hopkins su cuchillo y su tenedor a primera hora de la tarde, y regresé a casa para consolar a la señora Micawber con el relato de mi visita. Se desmayó al verme entrar, pero luego preparó una pequeña jarra de ponche con huevo para animarnos mientras hablábamos.
Ignoro cómo se vendieron los muebles en beneficio de la familia, o quién se ocupó de ello; sólo sé que no fui yo. En cualquier caso, se llevaron todo en un carro de mudanzas, excepto la cama, unas pocas sillas y la mesa de la cocina. Con estas pertenencias, la señora Micawber, los niños, la joven huérfana y yo acampamos, si así puede llamarse, en los dos salones vacíos de Windsor Terrace; y vivíamos en aquellas estancias noche y día. No recuerdo cuánto duró esa situación, aunque creo que bastante tiempo. Finalmente, la señora Micawber decidió trasladarse a la prisión, donde su marido había conseguido un cuarto para él solo. Entregué, pues, la llave de la casa a su propietario, que se puso muy contento de recuperarla; y enviamos todas las camas a King’s Bench, a excepción de la mía. Alquilé una pequeña habitación en las cercanías de esa institución, lo que me alegró sobremanera, pues los Micawber y yo estábamos demasiado habituados a vivir juntos y a compartir nuestras desgracias para separarnos. También la joven huérfana encontró un alojamiento muy barato en la vecindad. El mío era una tranquila buhardilla, en la parte trasera de un inmueble, con el techo inclinado y bonitas vistas a un almacén de madera. Y, cuando tomé posesión de él, pensando que por fin las dificultades del señor Micawber habían hecho crisis, me pareció un verdadero paraíso.
Entretanto, seguía en Murdstone y Grinby, dedicado a las mismas tareas vulgares, con los mismos compañeros vulgares, y con el mismo sentimiento de degradación inmerecida que tuve desde el principio. Sin embargo, por suerte para mí, jamás hice una sola amistad, ni hablé con ninguno de los numerosos muchachos que encontraba diariamente al dirigirme al almacén, al salir de él, o al vagar por las calles durante las horas de la comida. Continué llevando la misma vida triste y solitaria, sin depender de nadie. Los únicos cambios de los que soy consciente fueron, en primer lugar, que mi apariencia se volvió cada día más harapienta y, en segundo lugar, que me sentí muy aliviado al librarme de las preocupaciones del señor y de la señora Micawber; pues algunos parientes o amigos habían acudido en su ayuda en aquel difícil trance, y lo cierto es que llevaban mucho tiempo sin vivir con tanta comodidad como en la cárcel. Yo desayunaba con ellos todos los días, en virtud de algún trato cuyos detalles he olvidado. Tampoco recuerdo la hora en que abrían la verja de entrada, para dejarme pasar; sólo sé que me levantaba a menudo a las seis de la mañana, y que mi lugar de espera preferido era el viejo Puente de Londres. Me acuerdo de que solía sentarme en uno de sus huecos de piedra, contemplando a los viandantes, y que me asomaba por encima del pretil para mirar el sol, que brillaba en el agua e iluminaba las llamas doradas en lo alto del Monumento. Algunas veces, la joven huérfana me acompañaba y yo le contaba historias fabulosas de los muelles y de la Torre; y lo único que puedo decir de esos relatos es que supongo que yo también me los creía. Por las noches, tenía la costumbre de volver a la prisión; y caminaba de un extremo a otro del paseo con el señor Micawber, o jugaba al casino con la señora Micawber, mientras me contaba sus recuerdos de papá y de mamá. No podría decir si el señor Murdstone sabía dónde me hospedaba. Jamás dije nada en Murdstone y Grinby.
Los asuntos del señor Micawber, a pesar de haber hecho crisis, tenían difícil solución debido a cierta «escritura», de la que yo oía hablar muy a menudo. En la actualidad, estoy convencido de que se trataba de un acuerdo anterior con los acreedores; pero, en aquel entonces, estaba tan lejos de poder comprenderlo, que soy consciente de haber confundido el documento en cuestión con ciertos pergaminos satánicos, antaño tan extendidos en Alemania. Finalmente, aquel escrito desapareció, ignoro por qué motivo; en cualquier caso, dejó de ser un escollo. Y la señora Micawber me contó que «su familia» había decidido que el señor Micawber solicitara la libertad, recurriendo a la ley de deudores insolventes, por lo que podría ser excarcelado en seis semanas.
–Y, si Dios quiere –exclamó su marido, que se hallaba también presente–, estoy convencido de que todo irá bien y de que viviremos de un modo muy diferente… en una palabra, «si surge algo».
Para no omitir nada, diré que el señor Micawber, por aquel entonces, redactó una petición dirigida a la Cámara de los Comunes, en la que solicitaba que modificaran la ley de encarcelamiento por deudas. Si traigo a colación este recuerdo es porque me parece un ejemplo de cómo apliqué mis antiguas lecturas a mi nueva vida, y empecé a inventar mis propias historias a partir de las calles, de los hombres y de las mujeres; y de cómo algunos rasgos determinantes de mi carácter, que iré desvelando inconscientemente, supongo, al escribir mi vida, iban formándose poco a poco mientras tanto.
Había un club dentro de la prisión, en el que el señor Micawber, en su condición de caballero, era un personaje importante. Cuando expuso allí la idea de su petición, sus compañeros aprobaron la iniciativa entusiasmados. En consecuencia, el señor Micawber (que era el mejor de los hombres, además del más activo, salvo en lo concerniente a sus propios asuntos, y que jamás se sentía tan feliz como cuando trabajaba en algo que no le reportaba beneficios) se puso manos a la obra: escribió la solicitud, la copió en grandes letras en una gigantesca hoja de papel, la extendió sobre una mesa, y convocó a los miembros del club, así como a los demás habitantes de la cárcel, a firmar el documento en su habitación, si lo deseaban.
Aunque ya conocía a la mayor parte de los reclusos, y ellos me conocían a mí, cuando me enteré de la proximidad de dicha ceremonia, sentí tantos deseos de verlos llegar, uno tras otro, que conseguí una hora libre en Murdstone y Grinby, y me situé en un rincón para no perderme detalle. Los miembros más destacados del club que pudieron entrar en la habitación sin llenarla del todo estamparon su firma junto a la del señor Micawber, mientras mi viejo amigo el capitán Hopkins (que se había lavado para hacer honor a la ocasión) se colocaba a su lado con el fin de leer la petición a cuantos no conocieran el contenido. Abrieron entonces la puerta de par en par, y empezaron a entrar los otros presos, que formaban una larga cola; pasaban de uno en uno, firmaban y volvían a salir, mientras los demás esperaban fuera. El capitán Hopkins iba preguntando a todos:
–¿Lo ha leído?
–No.
–¿Quiere que se lo lea?
Si el interrogado mostraba la menor disposición a escucharle, el capitán Hopkins le leía la solicitud de cabo a rabo, con voz fuerte y sonora. Y lo habría hecho veinte mil veces seguidas, si veinte mil personas hubieran deseado oírle. Recuerdo el énfasis con que pronunciaba algunas frases como «Los representantes del pueblo reunidos en el Parlamento», «Por todo ello los solicitantes se dirigen humildemente a vuestra honorable casa», «Los infortunados súbditos de Vuestra Graciosa Majestad», como si esas palabras fueran un manjar exquisito que él saboreara con deleite. El señor Micawber, entretanto, le escuchaba con la vanidad del autor y contemplaba (con aire indulgente) los clavos de la pared de enfrente.
En mis idas y venidas diarias de Southwark a Blackfriars, y en mi deambular a la hora del almuerzo por calles oscuras –cuyas piedras aún hoy, por lo que sé, pueden conservar huellas de mis pasos infantiles–, ¡me asombro de cuánta gente necesitada componía aquella multitud que volvía a desfilar ante mí, al oír el eco de la voz del capitán Hopkins! Cuando mis pensamientos vuelven ahora a la lenta agonía de mi juventud, ¡me asombro de cuántas historias de las que yo inventé sobre aquella gente flotan como una bruma de fantasía por encima de los hechos que recuerdo con exactitud! Y cuando vuelvo a pisar aquel viejo suelo, ¡no me asombra que me parezca ver, andando delante de mí, a un niño inocente y soñador, al que compadezco, y que va creando un mundo imaginario a partir de tan extrañas experiencias y tantas cosas sórdidas!