David Copperfield

III Cambio de vida

III

El caballo del carretero debía de ser el más perezoso del mundo, pues avanzaba con paso cansino y la cabeza gacha, como si le agradara hacer esperar a la gente a quien iban destinados los paquetes. A decir verdad, hubo momentos en los que me pareció que el noble bruto se reía, pero el conductor nos dijo que sólo tenía un poco de tos.

Aquel hombre tenía una forma peculiar de agachar la cabeza, como su caballo, y de inclinar el cuerpo hacia delante mientras conducía, con aire adormilado, apoyando un brazo en cada rodilla. Y digo «conducía», porque tenía la impresión de que el carro habría podido ir a Yarmouth sin él, pues era el caballo el que lo hacía todo; en cuanto a conversación, el carretero sólo sabía silbar.

Peggotty llevaba sobre sus rodillas una cesta de provisiones, que habrían podido durarnos hasta Londres en caso de que hubiéramos seguido hasta allí en el mismo medio de transporte. Comimos y dormimos mucho durante el trayecto. Peggotty siempre se dormía con la barbilla apoyada en el asa de la cesta, que no soltaba nunca; y, de no haberlo oído yo mismo, jamás hubiera creído posible que una inofensiva mujer roncara de aquel modo.

Subimos y bajamos por tantos caminos, y perdimos tanto tiempo entregando el armazón de una cama en una posada y deteniéndonos en otros lugares, que yo estaba completamente extenuado y me alegré de veras cuando divisamos Yarmouth. Mientras recorría con la mirada aquel enorme y monótono arenal, al otro lado del río, pensé que parecía un lugar realmente húmedo y pantanoso; y si el mundo era tan redondo como afirmaba mi libro de geografía, ¿cómo podía ser tan llana una de sus partes? Aunque quizá Yarmouth estuviera situado en uno de sus polos, y eso lo explicaría todo.

A medida que nos fuimos acercando y avistamos todo el panorama adyacente –una línea recta y lisa bajo el cielo–, le insinué a Peggotty que una o dos pequeñas colinas habrían embellecido el paisaje; también le dije que, si la tierra hubiera estado más separada del mar, y la ciudad y las mareas no se hubiesen entremezclado de aquel modo, como el agua fría y el pan caliente, el lugar habría sido más bonito. Pero Peggotty me contestó, con mayor hincapié del habitual, que teníamos que aceptar las cosas tal como eran y que ella, por su parte, estaba orgullosa de ser un «arenque ahumado» de Yarmouth.

Llegamos a la calle principal (que me llenó de asombro) y sentí el olor del pescado, de la brea, de la estopa y de la pez, y contemplé el ir y venir de los pescadores y oí el traqueteo de los carros sobre el empedrado; comprendí entonces que había sido injusto con una ciudad tan bulliciosa, y me apresuré a decírselo a Peggotty, que escuchó con satisfacción mis palabras de entusiasmo y añadió que todo el mundo sabía (supongo que se refería a los que tenían la fortuna de ser arenques ahumados) que Yarmouth era, en su conjunto, el sitio más hermoso del universo.

–¡Ahí está mi Am! –gritó Peggotty–. ¡Pero si ha crecido tanto que apenas lo reconozco!

Ham estaba esperándonos, en efecto, delante de la posada; y se interesó por mi salud como si fuera un viejo amigo. Al principio tuve la sensación de que no le conocía tan bien como él a mí, pues, aunque nunca había vuelto a nuestro hogar, el hecho de haber estado allí la noche de mi nacimiento le daba cierta ventaja. Pero nuestra amistad creció rápidamente cuando me cargó sobre sus espaldas para llevarme a casa. Se había convertido en un joven fornido de seis pies de estatura, más bien corpulento y de anchas espaldas; pero la expresión infantil de su rostro y los cabellos rubios y rizados resaltaban su ingenuidad y su timidez. Vestía una chaqueta de lona, y unos pantalones tan tiesos que habrían podido mantenerse en pie sin necesidad de sus piernas. Y no podía decirse que llevara sombrero, pues, al igual que una vieja construcción, se cubría la cabeza con una especie de brea.

Ham me cargó sobre sus espaldas y se colocó uno de nuestros pequeños baúles bajo el brazo, mientras Peggotty cogía el otro; bajamos por unos senderos cubiertos de astillas y de pequeños montones de arena, y pasamos por delante de una fábrica de gas, de cordelerías, astilleros, carpinterías de ribera, talleres de desguace, arsenales de calafateo, almacenes de aparejos, herrerías y otros lugares semejantes, hasta llegar al inmenso arenal que había contemplado desde la lejanía.

–¡Ahí está nuestra casa, señorito Davy! –exclamó entonces Ham.

Miré en todas direcciones, tan lejos como podía alcanzar mi vista; pero no conseguí descubrir ninguna casa en aquel paraje solitario, ni en el mar, ni en el río. Lo único que divisé fue una especie de gabarra negra o vieja embarcación, clavada en la arena, de donde salía —a modo de chimenea— un tubo de hierro que humeaba apaciblemente; era el único lugar habitable que aparecía ante mis ojos.

–¿No será aquello? –pregunté–. Aquello que parece un barco…

–Sí, señorito Davy –respondió Ham.

Supongo que no me habría fascinado más la romántica idea de vivir en él si hubiera sido el palacio de Aladino, con huevo de ruc incluido. Tenía una graciosa puerta en un costado, y un tejado y unas ventanas diminutas; pero su mayor encanto residía en que era un barco de verdad, que sin duda había navegado cientos de veces sobre las olas, y que no habían construido para ser habitado en tierra firme. Y eso fue precisamente lo que me cautivó. Si hubiera estado destinado a servir de vivienda, tal vez lo habría encontrado pequeño, o incómodo, o solitario; pero, al no haberse previsto semejante fin, resultaba una morada perfecta.

El interior resplandecía de limpio, y no podía estar más ordenado. Había una mesa, un reloj holandés y una cómoda; y sobre ésta, una bandeja de té, en la que aparecía pintada una dama con sombrilla que paseaba junto a un niño con aire marcial que jugaba al aro. Una Biblia impedía que la bandeja se cayera; pues, de haber ocurrido así, se hubieran hecho añicos las tazas, los platillos y la tetera agrupados alrededor del libro. En las paredes había láminas enmarcadas con algunas escenas famosas de las Sagradas Escrituras; y siempre que las he vuelto a ver en manos de algún buhonero, acude a mi pensamiento el interior de la casa del hermano de Peggotty. Abraham, en rojo, disponiéndose a sacrificar a Isaac, en azul; y Daniel, en amarillo, arrojado a una fosa de leones verdes, eran las dos que llamaban más poderosamente la atención. Sobre la pequeña repisa de la chimenea, había un cuadro del lugre , construido en Sunderland, al que habían incrustado una pequeña popa de madera; una obra de arte, en la que se combinaban carpintería y pintura, y que yo consideraba uno de los bienes más codiciables que el mundo podía ofrecer. En las vigas del techo había varios ganchos, cuya utilidad fui incapaz de adivinar entonces. Cofres y cajones servían de asiento y suplían la falta de sillas.

El señor Peggotty me brinda su hospitalidad

Vi todo esto en cuanto crucé el umbral de la puerta –algo natural en un niño, según mi teoría–, y entonces Peggotty abrió una pequeña puerta y me enseñó mi dormitorio. Era el rincón más maravilloso que ha existido jamás, y se encontraba en la popa del barco. Tenía una ventana diminuta en el lugar que antes atravesaba el timón; un espejito clavado en la pared, justo a mi altura, con un marco de conchas de ostra; una pequeña cama con el espacio suficiente para tenderme en ella; y un ramillete de algas marinas en un jarro azul, encima de la mesa. Las paredes, encaladas, eran blancas como la leche; y la colcha de retales pareció deslumbrarme con su colorido. Me di cuenta de que aquella bonita casa olía mucho a pescado, de un modo tan penetrante que, cuando saqué el pañuelo para limpiarme la nariz, éste parecía haber servido para envolver una langosta. Al comunicarle este descubrimiento a Peggotty, de forma confidencial, me dijo que su hermano se dedicaba a la venta de langostas y cangrejos; más tarde averigüé que un pequeño cobertizo de madera, donde se guardaban ollas y cazuelas, estaba siempre lleno de estos crustáceos, asombrosamente pegados entre sí y agarrando con sus pinzas cuanto encontraban a su paso.

Nos dio la bienvenida una mujer muy amable con un delantal blanco, que nos había estado saludando desde la puerta cuando aún estábamos a un cuarto de milla de distancia y Ham me llevaba sobre sus espaldas. También nos recibió una niña muy hermosa (o así me lo pareció) con un collar de cuentas azules, que impidió que la besara cuando me disponía a hacerlo y corrió a esconderse. Más tarde, después de una opípara cena en la que nos ofrecieron lenguados hervidos, mantequilla derretida y patatas, además de una chuleta que sirvieron en mi plato, llegó un hombre de rostro bonachón y abundante cabellera. Llamó a Peggotty «chiquilla» y le dio un sonoro y efusivo beso en la mejilla. Como la conducta de ésta siempre era intachable, no tuve la menor duda de que se trataba de su hermano; y no me equivoqué, pues no tardaron en presentármelo como el señor Peggotty, el dueño de la casa.

–Me alegro de conocerle, señorito Davy –exclamó–. Le pareceremos algo toscos, pero intentaremos hacer agradable su estancia.

Le di las gracias, y le aseguré que sería muy feliz entre ellos.

–¿Qué tal se encuentra su madre? –preguntó a continuación–. ¿La ha dejado bien de salud?

Le respondí educadamente que la había dejado todo lo bien que podía desear, y que ella me había encargado que le transmitiera sus saludos, lo cual era una mentira por mi parte.

–No sabe cuánto se lo agradezco –dijo el señor Peggotty–. Pues bien, si puede usted pasar quince días aquí con ella –añadió, señalando con la cabeza a su hermana–, con Ham y con la pequeña Emily, nos sentiremos muy honrados con su compañía.

Después de hacerme los honores de la casa con tan hospitalarias palabras, el señor Peggotty salió a lavarse con agua caliente, afirmando que el agua fría no podía quitar una suciedad como la suya. No tardó en entrar de nuevo, con mucho mejor aspecto, aunque su rostro era tan rubicundo que no pude dejar de pensar que tenía algo en común con langostas y cangrejos, pues se metía negro en agua caliente y salía muy colorado de ella.

Después del té, cuando la puerta estuvo cerrada y la estancia bien caliente (pues las noches eran frías y brumosas), me pareció el refugio más delicioso que la imaginación humana podía concebir. Oír el viento levantándose en el mar, saber que la niebla se extendía lentamente por aquella llanura desolada, contemplar el fuego, pensar que no había ninguna otra casa en los alrededores y que estábamos en un barco: había algo mágico en todo aquello. La pequeña Emily había vencido su timidez y se sentaba a mi lado en el cajón más bajo y endeble de la sala, que era suficientemente ancho para los dos y encajaba justo en el rincón de la chimenea. La señora Peggotty, con su delantal blanco, tejía frente al fuego. Peggotty parecía sentirse en su propia casa mientras cosía con la catedral de Saint Paul y el pedacito de cera en su regazo, como si estos objetos hubieran estado siempre bajo aquel techo. Ham, que había estado enseñándome a jugar a con una baraja mugrienta, trataba de recordar cómo se echaban las cartas para adivinar el porvenir, e iba dejando la marca de su pulgar pegajoso en el dorso de todas ellas. El señor Peggotty fumaba su pipa. Sentí que había llegado la hora de conversar y de hacernos confidencias.

–Señor Peggotty –empecé a decir.

–¡Sí, señorito Davy! –contestó.

–¿Puso a su hijo el nombre de Ham porque vive en una especie de arca?

Mi reflexión debió parecerle bastante profunda, pero respondió:

–No, yo no le puse ningún nombre.

–Entonces, ¿quién lo hizo? –pregunté, formulando a mi anfitrión la segunda pregunta del catecismo.

–Pues quién iba a ser sino su padre –exclamó el señor Peggotty.

–Creía que usted era su padre…

–Mi hermano Joe era padre –afirmó.

–¿Acaso murió, señor Peggotty? –inquirí tras un respetuoso silencio.

–Pereció ahogado.

Me sorprendió enterarme de que el señor Peggotty no era el padre de Ham, y empecé a pensar si no estaría equivocado respecto al parentesco que le unía a todos los demás. Tenía tanta curiosidad por averiguarlo, que decidí preguntárselo a él.

–La pequeña Emily –dije, mirando a la niña– es hija suya, ¿verdad, señor Peggotty?

–No, señorito Davy; mi cuñado Tom era padre.

No tenía más remedio que seguir adelante.

–¿Y él murió? –pregunté, después de otro respetuoso silencio.

–Pereció ahogado.

Comprendí cuán difícil sería recuperar el hilo de nuestra conversación; pero aún no había llegado al fondo del asunto y estaba decidido a hacerlo.

–Señor Peggotty, ¿tiene usted hijo?

–No, señorito Davy –me contestó con una carcajada–. Soy un hombre soltero.

–¡Soltero! –exclamé asombrado–. Entonces ¿quién es ella, señor Peggotty?

Y señalé con el dedo a la mujer del delantal, quien seguía tejiendo.

–Es la señora Gummidge –repuso mi anfitrión.

–¿Gummidge, señor Peggotty?

Pero al llegar a ese punto, Peggotty –y me refiero a mi Peggotty particular– empezó a hacer unos gestos tan exagerados para que me callara que me vi obligado a observar sentado y sin hacer nada a mis silenciosos acompañantes hasta la hora de acostarnos. Una vez en la intimidad de mi pequeño camarote, Peggotty me contó que Ham y Emily eran dos sobrinos huérfanos, a los que su hermano había adoptado siendo niños, en épocas diferentes, cuando se quedaron solos en el mundo; y que la señora Gummidge era la viuda de un compañero suyo de pesca, que había muerto en la miseria. Según Peggotty, él también era muy pobre, pero tenía un corazón de oro y era un hombre de una pieza. Me dijo, asimismo, que lo único que le sacaba de quicio era que alguien mencionara su generosidad; si eso ocurría, daba un violento puñetazo en la mesa con la mano derecha (que una vez se le rompió) y juraba enfurecido que se largaría para siempre si volvían a hablar de ello. Al parecer, nadie entendía demasiado bien sus amenazas, pero no podían concebir la existencia de otras peores.

Me sentí muy conmovido por la bondad de mi anfitrión, y oí acostarse a las mujeres en un pequeño camarote como el mío, en el otro extremo del barco, y al señor Peggotty y a Ham, que colgaron dos hamacas de los ganchos que había visto en las vigas del techo; el cansancio parecía acrecentar mi felicidad. Y mientras el sueño se iba apoderando de mí, percibí el ulular del viento en alta mar; y avanzaba con tanta furia sobre el arenal que sentí el vago temor de que las profundidades marinas se desbordaran en medio de la noche. Pero pensé que estaba en un barco, después de todo, y que, si ocurría algo, teníamos a un hombre como el señor Peggotty a bordo.

No pasó nada, sin embargo, hasta que llegó el amanecer. En cuanto la luz del sol se reflejó en el marco de conchas de mi espejo, salté de la cama y salí con la pequeña Emily a recoger guijarros por la playa.

–Eres buena marinera, ¿verdad? –pregunté a la niña.

No creo que pensara semejante cosa, pero mi galantería me empujó a hablar; y la blancura deslumbrante de una vela que pasaba en aquel momento cerca de nosotros se reflejaba de un modo tan hermoso en sus ojos claros, que me vinieron esas palabras a la cabeza.

–No –se apresuró a responder ella–. Tengo demasiado miedo al mar.

–¿Miedo? –protesté con la audacia que el momento requería, mientras miraba desafiante el inmenso océano–. Pues a mí no me asusta.

–¡Es tan terrible! –exclamó Emily–. He visto lo cruel que era con algunos de nuestros hombres. He visto cómo destrozaba un barco tan grande como nuestra casa.

–Espero que no fuese el barco en el que…

–¿En el que se ahogó mi padre? –dijo la niña–. No, ése no. Jamás vi ese barco.

–¿Y tampoco a él? –inquirí.

La pequeña Emily negó con la cabeza.

–Que yo recuerde, no.

¡Aquello sí que era coincidencia! Me apresuré a explicarle que yo nunca había conocido a mi padre; que mi madre y yo habíamos vivido solos y seguiríamos haciéndolo eternamente, sin que fuera posible imaginar mayor felicidad; que la tumba de mi padre estaba en el cementerio que había junto a nuestra casa, a la sombra de un árbol, bajo cuyas ramas yo acostumbraba a pasear por las mañanas –si el tiempo era bueno– mientras oía los trinos de los pájaros. Pero, al parecer, había algunas diferencias entre la orfandad de Emily y la mía. Ella había perdido a su madre antes que a su padre; y lo único que se sabía de la tumba de este último era que estaba en el fondo del mar.

–Además –añadió la niña, mientras buscaba conchas y guijarros–, su padre era un caballero y su madre es una dama; y mi padre era pescador, mi madre hija de pescador, y es pescador también mi tío Dan.

–Dan es el señor Peggotty, ¿no es así? –pregunté.

–El tío Dan… aquel de allí –respondió Emily, señalando con la cabeza la casa-barco.

–Sí, me refiero a él. Debe ser un hombre muy bueno, ¿verdad?

–¿Bueno? –repitió la pequeña Emily–. Si algún día fuera una dama, le regalaría una chaqueta de color azul celeste con botones de diamantes, unos pantalones de nanquín, un chaleco de terciopelo rojo, un sombrero de tres picos, un enorme reloj de oro, una pipa de plata y un cofre lleno de monedas.

Le dije que estaba seguro de que el señor Peggotty merecía aquellos tesoros, a pesar de que me costaba imaginarlo cómodo con la indumentaria que su agradecida sobrina proponía, y de que tenía serias dudas de que el sombrero de tres picos fuera a sentarle bien; pero preferí guardar esos pensamientos para mí. La pequeña Emily se había detenido, y miraba el cielo mientras enumeraba aquellas prendas, como si se tratara de una visión celestial. Continuamos entonces la búsqueda de conchas y guijarros.

–¿Te gustaría ser una dama? –quise saber.

Emily me miró, se echó a reír y me contestó que sí.

–Me encantaría. Así todos seríamos gente de buena familia. Yo, mi tío, Ham y la señora Gummidge. Y no nos inquietaría que llegara el mal tiempo… No por nosotros, claro está, sino por los pobres pescadores, a los que ayudaríamos con dinero cuando les ocurriera alguna desgracia.

Su descripción me agradó sobremanera, además de parecerme bastante probable. Expresé mi satisfacción, y la pequeña Emily se atrevió a decir, tímidamente:

–Y ahora, ¿no cree usted tener miedo del mar?

Me tranquilizó comprobar que éste se hallaba en calma, pues no hay duda de que, si hubiera visto romper cerca de mí una ola medianamente grande, habría salido corriendo como alma que lleva el diablo ante el pavoroso recuerdo de sus parientes ahogados. Sin embargo, le contesté que no y añadí:

–Tampoco tú pareces temerlo, aunque digas lo contrario.

Pues lo cierto es que caminaba demasiado cerca del borde de una especie de viejo muelle o malecón de madera, y yo tenía miedo de que se cayera al mar.

–Cuando está así no me asusta –dijo la pequeña Emily–. Pero siempre me despierto cuando sopla el viento, y tiemblo al pensar en el peligro que corren el tío Dan y Ham, y me parece oír sus gritos de socorro. Por eso me gustaría tanto ser una dama. Pero, cuando está así, no me asusta nada, ni una pizca. ¡Mire!

Se alejó de mí y corrió por un madero podrido que, sin pretil alguno, se adentraba a cierta altura en las profundas aguas. Este incidente quedó tan vivamente grabado en mi memoria que, si yo fuera pintor, aún hoy sería capaz de reproducirlo con fidelidad: la pequeña Emily avanzando rauda a su destrucción (así lo creía yo) con una mirada que nunca olvidaré, perdida en la lontananza.

La figurita esbelta, audaz y saltarina se dio la vuelta y regresó; y no tardé en reírme de mis temores y del grito que se me había escapado (inútilmente, pues no había nadie cerca de nosotros). Pero ha habido veces, muchas veces, en las que he pensado, siendo ya un hombre, si no sería factible que, entre las posibilidades que encierran las cosas ocultas, aquel repentino impulso de la niña y su mirada perdida en la lejanía fueran el reflejo de cierta atracción por el peligro y de una llamada de su difunto padre para que se reuniera con él, a fin de que su vida tuviera la suerte de terminar aquel día. Hubo un tiempo en que me pregunté si, de haber sabido imaginar en aquel momento de mi vida el destino que la aguardaba, y de haber dependido su salvación de un movimiento de mi mano, yo hubiera debido salvarla o no. Y hubo un tiempo –no digo que durase mucho, pero existió– en que me pregunté si no habría sido mejor para la pequeña Emily desaparecer entre las olas aquella mañana, ante mis ojos; y sin duda la respuesta era que habría sido mejor para ella.

Tal vez estas palabras resulten prematuras. Quizá las haya escrito demasiado pronto. Pero ahí están.

Dimos un largo paseo, durante el cual recogimos cuanto nos parecía curioso; pusimos cuidadosamente en el agua algunas estrellas de mar que las olas habían dejado en la playa –aunque no sé lo suficiente de estos animales para afirmar si debían o no sentirse agradecidos por nuestra conducta–, y nos encaminamos a la vivienda del señor Peggotty. Nos detuvimos al abrigo del cobertizo de las langostas para darnos un beso inocente y entramos a desayunar, rebosantes de salud y de alegría.

–Como dos tortolitos –dijo el señor Peggotty. Yo sabía que en nuestro dialecto local eso significaba como dos zorzales, y me pareció un bonito cumplido.

Naturalmente, estaba enamorado de la pequeña Emily. Y estoy seguro de que la quería con la misma ternura y sinceridad, aunque con mayor desinterés y pureza, que puede darse entre dos personas de más edad, por muy noble y elevado que sea su amor. Estoy convencido de que mi fantasía convirtió a aquella niña de ojos azules en un ser etéreo como un ángel. Y si una mañana soleada hubiera desplegado sus alas y se hubiera alejado volando ante mis ojos, no creo que semejante visión me hubiese sorprendido.

Solíamos pasear horas y horas, como dos enamorados, por el viejo arenal de Yarmouth. Y los días transcurrían alegremente, como si el Tiempo tampoco hubiera envejecido y jugara siempre como un niño. Le decía a Emily que la adoraba y que si ella no me correspondía, me vería obligado a morir clavándome una espada. Ella me respondía que sí, y sé que no mentía.

No nos preocupaban las desigualdades sociales, ni nuestra juventud, ni ningún otro obstáculo, pues el futuro no existía para nosotros. Nos importaba tan poco lo que fuéramos a hacer después, como lo que habíamos hecho antes. Despertábamos la admiración de la señora Gummidge y de Peggotty, que, cuando nos veían por las noches sentados amorosamente en nuestro pequeño cajón, cuchicheaban entre sí: «¡Dios mío! ¿Acaso no es hermoso?». El señor Peggotty nos sonreía detrás de su pipa, mientras Ham se pasaba toda la velada con una expresión burlona en el rostro. Supongo que experimentaban con nosotros un placer muy similar al que hubiera podido depararles un bonito juguete o una reproducción en miniatura del Coliseo.

Pronto me di cuenta de que la señora Gummidge no era siempre todo lo amable que cabía esperar, dadas las circunstancias en que vivía en casa del señor Peggotty. Solía estar de mal humor, y a veces se quejaba de un modo que resultaba molesto para los demás habitantes de tan reducida vivienda. Yo sentía lástima de ella; pero había momentos en los que pensaba que habría sido mejor para todos que la señora Gummidge tuviera un cómodo aposento donde retirarse, y del que no pudiese salir hasta haber recuperado el optimismo.

A veces el señor Peggotty iba a una taberna llamada La Voluntad. Lo descubrí cuando se ausentó la segunda o tercera noche después de nuestra llegada; y la señora Gummidge no cesó de mirar el reloj holandés, entre las ocho y las nueve, mientras insistía en decirnos que él estaba allí y, lo que es más, que ella había sabido desde por la mañana que el señor Peggotty iría a ese lugar.

La señora Gummidge había pasado un mal día, y había estallado en llanto por la mañana al ver que la chimenea humeaba.

–Soy una pobre criatura, sola y desamparada –exclamó cuando ocurrió tan desagradable incidente–. Todo se pone en contra mía.

–Vamos, señora Gummidge; pronto pasará –dijo Peggotty (y me refiero a nuestra Peggotty)–. Además, es igual de molesto para todos.

–Pero a mí me afecta más –aseguró la anciana.

Era un día muy frío, con intensas y aceradas ráfagas de viento. A mí me parecía que el rincón que la señora Gummidge solía ocupar junto a la lumbre era el mejor y más abrigado, y que su silla era sin duda la más cómoda, pero aquel día nada le parecía bien. Se quejaba constantemente del frío, así como del dolor de espalda que éste le ocasionaba, y que denominaba «hormigueo». Finalmente, se deshizo en lágrimas por ese motivo, y volvió a decir que era «una pobre criatura, sola y desamparada» y que todo se ponía en contra suya.

–Es cierto que hace mucho frío –afirmó Peggotty–. A nadie puede pasarle desapercibido.

–Pero a mí me afecta más que a los demás –añadió la señora Gummidge.

Y siguió así durante la cena; en ella la anciana se servía inmediatamente después de mí, que siempre lo hacía en primer lugar como si fuera un invitado muy distinguido. El pescado era pequeño y con muchas espinas, y las patatas estaban algo quemadas. Todos reconocimos estar un poco decepcionados; pero la señora Gummidge aseguró sentirlo más que nadie, y empezó a llorar de nuevo, mientras repetía sus palabras con gran amargura.

Por ese motivo, cuando el señor Peggotty regresó a casa hacia las nueve, la infortunada señora Gummidge hacía punto en su rincón, muy triste y abatida. Peggotty trabajaba alegremente; Ham remendaba un par de botas de agua; y yo leía en voz alta, sentado junto a la pequeña Emily. La señora Gummidge sólo había vuelto a abrir la boca para exhalar un acongojado suspiro, y ni siquiera había movido un ojo desde la hora del té.

–Y bien, amigos –exclamó el señor Peggotty, mientras ocupaba su asiento–, ¿qué tal están?

Todos respondimos algo, o le hicimos un gesto de bienvenida, excepto la señora Gummidge, que se limitó a mover la cabeza sin levantar la vista de su labor.

–¿Qué le pasa? –preguntó el señor Peggotty con una palmada–. ¡Anímese, vieja amiga!

La señora Gummidge no parecía capaz de animarse. Sacó de su bolsillo un viejo pañuelo negro de seda y se enjugó las lágrimas, pero, en lugar de guardarlo nuevamente, se las volvió a enjugar; y siguió con él en la mano, preparada para utilizarlo en cualquier momento.

–Vamos, mujer, ¿qué sucede? –insistió el señor Peggotty.

–Nada –dijo la anciana–. ¿Viene de La Voluntad, Daniel?

–Pues sí, he pasado por allí esta noche –respondió el señor Peggotty.

–Cuánto siento haberle empujado a ello –afirmó la señora Gummidge.

–¿Empujado? No necesito que nadie me empuje –repuso el señor Peggotty riendo de todo corazón–. Me gusta demasiado.

–En efecto –dijo la señora Gummidge, moviendo la cabeza y secándose los ojos–, le gusta demasiado. Y yo siento que sea así por mi culpa.

–¿Por su culpa? ¡Pero si no es por su culpa! –exclamó el señor Peggotty–. Ni se le ocurra pensar semejante tontería.

–Sí, sí lo es –respondió ella–. Me conozco bien. Sé que soy una mujer sola y desamparada, y que no sólo todo me lleva la contraria sino que yo llevo la contraria a los demás. Sí, sí. Soy más sensible que las demás personas y no puedo evitar exteriorizarlo. Ésa es mi desgracia.

No pude sino pensar, mientras la escuchaba, que también era una desgracia para algunos miembros de aquella familia, además de para la señora Gummidge. Pero no fue eso lo que contestó el señor Peggotty, que se limitó a pedirle nuevamente a la anciana que levantara el ánimo.

–No soy como me gustaría ser –añadió la señora Gummidge–. Ni de lejos. Pero me conozco. Las desgracias han agriado mi carácter. Me atormentan de tal modo que nada me parece bien. Me gustaría no sufrir tanto por ellas, pero no puedo. ¡Ojalá fuera más fuerte y las sobrellevara mejor! Soy un estorbo para todos; y no me extraña. Durante todo el día no he hecho más que importunar a su hermana y al señorito Davy.

–No es cierto, señora Gummidge –grité con gran desasosiego, pues sus palabras me habían conmovido.

–No está bien que me comporte así –continuó diciendo la anciana–. No es justo después de lo que ha hecho usted por mí. Sería mejor que me marchara al asilo y muriera allí. Soy una mujer sola y desamparada y no tengo por qué amargarle la vida a nadie en esta casa. Todo me lleva la contraria y, puesto que yo llevo la contraria a los demás, déjeme que lo haga en el asilo de mi parroquia. Daniel, prefiero ir allí, morirme y liberarle de mí para siempre.

Y después de decir estas palabras, la señora Gummidge se retiró a dormir. Cuando se hubo marchado, el señor Peggotty, que no había podido mostrarse más bondadoso con ella, nos miró con compasión, movió la cabeza y murmuró:

–¡Ha estado pensando en el viejo!

Yo no acababa de entender qué viejo podía haber ocupado los pensamientos de la señora Gummidge, hasta que Peggotty, al acompañarme a la cama, me explicó que se trataba del difunto señor Gummidge; y que su hermano siempre daba por supuesto que la anciana pensaba en él en semejantes situaciones, y que jamás dejaba de emocionarse por ello. Esa misma noche, un poco después de acostarse en su hamaca, yo mismo oí cómo volvía a decirle a Ham:

–¡Pobre mujer! ¡Ha estado pensando en el viejo!

Y, durante el resto de nuestra estancia, cada vez que la señora Gummidge tenía uno de esos ataques (lo que ocurría a veces), el señor Peggotty decía lo mismo para disculparla, y siempre con la mayor conmiseración.

Así transcurrieron los quince días, sin más variaciones que las de las mareas, que alteraban las horas de ir y venir del señor Peggotty, del mismo modo que las ocupaciones de Ham. Cuando este último no estaba trabajando, a veces paseaba con nosotros para mostrarnos los botes y los barcos; y una o dos veces nos llevó a navegar. Desconozco por qué motivo ciertas impresiones sin importancia se asocian más a un lugar que a otro, aunque creo que eso le ocurre a la mayoría de la gente, sobre todo cuando recuerda su niñez. Yo no puedo oír o leer el nombre de Yarmouth sin que acuda a mi memoria cierta mañana de domingo en la playa: las campanas repicaban, la pequeña Emily se apoyaba en mi hombro, Ham tiraba perezosamente guijarros al mar, y el sol, en la lejanía, se abría paso entre la espesa niebla, mostrándonos los barcos como si fueran tan sólo sombras de sí mismos.

Finalmente, llegó el día de volver a casa. Decir adiós al señor Peggotty y a la señora Gummidge resultaba soportable, pero alejarme de la pequeña Emily era un verdadero suplicio para mí. Caminamos cogidos del brazo hasta la posada donde se detenía el cochero y, mientras nos dirigíamos allí, le prometí que le escribiría (algo que cumplí más adelante, con letras más grandes que las que suelen anunciar el alquiler de una vivienda). No pudimos contener las lágrimas al despedirnos; y si alguna vez en la vida he sentido un vacío en mi corazón, fue aquel día.

Lo cierto es que, dando muestras de ingratitud, apenas había pensado en mi hogar durante el tiempo que duró mi estancia en Yarmouth. Pero, en cuanto emprendí el camino de regreso, mi joven conciencia, cargada de reproches, pareció apuntar en esa dirección con dedo firme; y sentí –quizá con mayor intensidad por la tristeza que me embargaba– que aquél era mi refugio, y mi madre, mi consuelo y mi amiga.

Estos sentimientos se fueron intensificando a medida que avanzábamos; y cuanto más nos íbamos acercando y más familiares nos resultaban los objetos que veíamos, mayor era mi impaciencia por llegar y arrojarme en brazos de mi madre. Peggotty, sin embargo, en lugar de compartir mi excitación, trataba de calmarme (aunque con mucha ternura) y parecía confusa y abatida.

Pero el Rookery de Blunderstone aparecería ante nuestros ojos, muy a su pesar, en cuanto quisiera el caballo del cochero; y eso fue lo que ocurrió. ¡Qué bien lo recuerdo, en medio de aquella tarde gris y fría, bajo un cielo sombrío que amenazaba lluvia!

La puerta se abrió y yo, medio llorando, medio riendo de excitación, busqué con la mirada a mi madre; mas ella no estaba, y sólo vi a una criada desconocida.

–¡Cómo, Peggotty! –exclamé en tono apesadumbrado–. ¿Es que mamá no ha vuelto a casa?

–Sí, sí –repuso ella–. ¡Claro que ha vuelto a casa! Espere un momento, señorito Davy… Tengo algo que contarle.

Entre su nerviosismo y su torpeza natural para salir del carro, Peggotty estaba haciendo las contorsiones más increíbles; pero yo me encontraba demasiado aturdido para decírselo. Cuando logró bajar, me cogió de la mano, me condujo, sorprendido, a la cocina y cerró la puerta.

–¿Qué ocurre, Peggotty? –pregunté asustado.

–Nada, señorito Davy, querido. ¡Dios le bendiga! –contestó ella, fingiendo sentirse muy animada.

–Estoy seguro de que ocurre algo. ¿Dónde está mamá?

–¿Que dónde está mamá, señorito Davy? –repitió Peggotty.

–Sí. ¿Por qué no ha salido a recibirnos? ¿Y para qué hemos entrado aquí? ¡Oh, Peggotty!

Apenas podía contener las lágrimas, y sentí como si fuera a desvanecerme.

–¡Dios le bendiga, tesoro mío! –exclamó la buena mujer, sosteniéndome–. ¡Dígame! ¿Qué le sucede?

–Ella no ha muerto… ¿Verdad que ella no ha muerto, Peggotty?

–¡No! –gritó ella con todas sus fuerzas, antes de sentarse y decir entre jadeos que mis palabras le habían puesto los pelos de punta.

Le di un abrazo para tranquilizarla, o para que sus cabellos volvieran a la normalidad; entonces me coloqué delante de ella y la miré inquisitivamente, lleno de preocupación.

–Verá, querido… Debería habérselo contado antes –se disculpó Peggotty–, pero no encontré el momento oportuno. Quizá tendría que haberlo hecho, pero nunca acabé de decidirme.

–Sigue, Peggotty –exclamé, todavía más asustado.

–Señorito Davy –dijo con voz entrecortada, mientras desataba su sombrero con manos temblorosas–. ¿Quiere saber lo que pasa? ¡Pues que tiene usted un nuevo padre!

Empecé a temblar y palidecí. Algo –no sé exactamente qué ni cómo– muy relacionado con la tumba de mi padre en el cementerio y con la resurrección de los muertos pareció golpearme con fuerza, como un viento desapacible.

–Un nuevo padre –repitió ella.

–¿Un nuevo padre? –murmuré.

Peggotty hizo un gesto extraño, como si tragase una cosa muy dura, y me tendió su mano.

–Venga a verlo –exclamó.

–No quiero.

–¿Y a su madre? –me preguntó.

Dejé de retroceder y nos dirigimos a la sala principal, donde Peggotty se separó de mí. A un lado de la chimenea estaba mi madre; al otro, el señor Murdstone. Mi madre abandonó su labor y se apresuró a levantarse, si bien creí advertir en ella cierta timidez.

–Vamos, querida Clara –dijo el señor Murdstone–. ¡Recuerda! Tienes que dominarte… Domina siempre tus impulsos… Davy, muchacho, ¿cómo estás?

Le di la mano. Tras unos momentos de incertidumbre, fui a saludar a mi madre; ella me besó, me dio una palmadita cariñosa en el hombro y, sentándose de nuevo, reanudó su labor. No me atreví a mirarla, ni tampoco al señor Murdstone, pues sabía que éste no dejaba de observarnos; me acerqué a la ventana y contemplé unos arbustos que se inclinaban en medio del frío.

En cuanto pude, salí sigilosamente de la sala y subí las escaleras. Mi vieja y querida alcoba había dejado de existir; a partir de entonces dormiría muy lejos de ella. Deambulé por el piso de abajo, tratando de encontrar algo que siguiera igual –¡estaba todo tan cambiado!–, y salí al patio; mas no tardé en retroceder sobresaltado, pues en la caseta, antes vacía, había un enorme perro –de voz tan ronca y pelaje tan oscuro como – que pareció enfurecerse al verme y se abalanzó sobre mí.

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