XII Continúa sin gustarme el vivir por mi cuenta y tomo una importante decisión
XII
A su debido tiempo, la petición del señor Micawber fue atendida y, para mi gran alegría, se dio la orden de poner en libertad a ese caballero, en virtud de la ley de deudores insolventes. Sus acreedores no se mostraron implacables; y la señora Micawber me informó de que incluso el vengativo zapatero había declarado en audiencia pública que no le guardaba rencor, aunque le gustaba cobrar sus deudas, lo cual era muy humano.
El señor Micawber volvió a King’s Bench después del juicio, pues tenía que pagar algunas cuentas y cumplir algunas formalidades antes de quedar en libertad. El club lo recibió con entusiasmo y celebró en su honor una reunión musical; entretanto, la señora Micawber y yo cenamos un guiso de cordero, mientras los niños dormían a nuestro lado.
–Por tratarse de una ocasión tan especial, le serviré un poco más de ponche, señor Copperfield –dijo mi anfitriona–, en recuerdo de papá y de mamá.
–¿Han fallecido ya, señora? –inquirí, después de beber el ponche del brindis en un vaso de vino.
–Mamá dejó este mundo antes de que empezaran las dificultades del señor Micawber –me contestó–, o al menos antes de que resultaran demasiado agobiantes. Papá vivió lo suficiente para sacar de apuros al señor Micawber en varias ocasiones, y después expiró, siendo llorado por un amplio círculo de amistades.
La señora Micawber movió la cabeza, y derramó unas lágrimas sobre el gemelo que en esos momentos tenía en brazos.
Pensé que difícilmente volvería a presentarse una ocasión como aquélla para averiguar algo que me interesaba, así que le dije:
–Señora, ¿podría preguntarle qué piensan hacer ahora que su marido ha dejado de tener dificultades y se encuentra en libertad? ¿Han tomado alguna decisión?
–Mi familia –repuso la señora Micawber, que siempre pronunciaba esas dos palabras dándose aires, aunque jamás logré descubrir a quién se refería exactamente con ellas–, mi familia opina que el señor Micawber debería abandonar Londres y hacer uso de su ingenio en alguna ciudad de provincias. Mi marido es un hombre de mucho talento, señor Copperfield.
Le dije que estaba convencido de eso.
–De mucho talento –repitió–. Mi familia piensa que, con una recomendación, un hombre de sus cualidades podría encontrar empleo en la Administración de Aduanas. Como mi familia es muy influyente en la región, desea que el señor Micawber se traslade a Plymouth. Dicen que es indispensable que viva allí.
–¿Para estar preparado? –exclamé.
–En efecto. Para estar preparado… en caso de que surja alguna oportunidad.
–¿Y usted le acompañará, señora?
Los acontecimientos del día, combinados con los gemelos y quizá también con el ponche, habían destrozado los nervios de la señora Micawber, que me contestó llorando:
–Jamás abandonaré a mi marido. Es posible que en un principio me ocultara sus dificultades, pero tal vez su carácter optimista le indujo a creer que podría superarlas. Sé que vendimos el collar de perlas y las pulseras que había heredado de mamá a la mitad de su valor; y el aderezo de coral, regalo de boda de papá, prácticamente lo regalamos. Pero jamás abandonaré a mi marido. ¡Jamás! –sollozó la señora Micawber, más agitada que antes–. ¡Jamás lo haré! ¡Es inútil que me lo pidan!
Me sentí muy incómodo; parecía como si la señora Micawber hubiera creído que yo le proponía semejante cosa. La miré con inquietud.
–El señor Micawber tiene sus defectos. No niego que sea un hombre poco previsor, ni que me haya ocultado tanto sus ingresos como sus deudas –agregó, mirando la pared–; pero ¡jamás lo abandonaré!
La señora Micawber había ido elevando la voz, y sus últimas palabras eran ya verdaderos gritos; me asusté tanto que corrí a la habitación donde se reunía el club e interrumpí al señor Micawber, que presidía una larga mesa y cantaba más fuerte que nadie:
¡Arre, Dobbin
Arre, Dobbin
Arre, Dobbin
Arre, arre ya!
Cuando le expliqué que su mujer se hallaba en un estado alarmante, rompió a llorar y se apresuró a venir conmigo, con el chaleco salpicado de cabezas y colas de los camarones que había estado comiendo.
–¡Emma, ángel mío! –exclamó el señor Micawber, mientras entraba corriendo en el cuarto–. ¿Qué ocurre?
–Jamás te abandonaré, Micawber –respondió ella.
–¡Vida mía! –dijo el señor Micawber, estrechándola en sus brazos–. Lo sé muy bien.
–¡Es el padre de mis hijos! ¡El padre de mis gemelos! ¡El esposo de mi alma! –gritó la señora Micawber, forcejeando–. ¡Jamás lo abandonaré!
El señor Micawber se sintió tan emocionado ante esa prueba de afecto (en cuanto a mí, estaba deshecho en llanto) que se inclinó sobre ella apasionadamente, suplicándole que lo mirara y se tranquilizase. Sin embargo, cuanto más le pedía que levantara la vista, más se extraviaba su mirada; y cuanto más le pedía que se calmase, más nerviosa parecía. En consecuencia, el señor Micawber no tardó en sentirse tan abrumado que unió sus lágrimas a las de la señora Micawber y a las mías; hasta que me rogó que sacara una silla al descansillo, mientras él acostaba a su mujer. Yo hubiera querido despedirme ya aquella noche, pero él se negó a dejarme marchar hasta que sonara la campana de las visitas. De modo que me senté junto a la ventana de la escalera, hasta que él salió con otra silla y se quedó conmigo.
–¿Cómo está la señora Micawber? –pregunté.
–Muy alicaída –respondió su marido, moviendo la cabeza–; es la reacción. ¡Ah! ¡Qué día tan terrible! Y ahora estamos solos en el mundo, y no nos queda nada…
El señor Micawber me apretó la mano, soltó un quejido y empezó a llorar. Me sentí muy conmovido, aunque también decepcionado, pues siempre había creído que nos sentiríamos muy dichosos en tan feliz ocasión, ¡llevábamos tanto tiempo esperando que llegara! Pero supongo que el señor y la señora Micawber estaban tan habituados a sus viejas dificultades que tenían la impresión de ser unos naúfragos, ahora que se veían libres de ellas. Toda la ductilidad de su carácter había desaparecido, y nunca me parecieron tan desgraciados como esa noche; y, cuando sonó la campana, y el señor Micawber me acompañó a la salida y se despidió de mí con una bendición, estaba tan afligido que tuve miedo de dejarlo solo.
Pero, en medio de la confusión y del desánimo en que nos habíamos sumido, de un modo tan inesperado para mí, comprendí con claridad que el señor Micawber y su familia se disponían a abandonar Londres, y que nuestra separación era inminente. Y fue aquella noche, en el camino de vuelta a casa y durante las horas que pasé en mi lecho sin poder conciliar el sueño, cuando se me ocurrió una idea (ignoro cómo me vino al pensamiento) que acabó convirtiéndose en una firme determinación.
Me había acostumbrado hasta tal punto a la compañía de los Micawber, había estado tan cerca de ellos en sus amarguras y estaba tan solo en el mundo, que la perspectiva de ser trasladado a un nuevo alojamiento, entre desconocidos, era como si me abandonaran a mi suerte en un mundo que la experiencia me había enseñado a conocer. Todos los elevados sentimientos que aquella existencia había herido cruelmente, toda la vergüenza y el sufrimiento que albergaba en mi pecho se hicieron tan dolorosos que llegué a la conclusión de que aquella vida era intolerable.
Sabía muy bien que no existía la menor esperanza de escapar de ella, a menos que yo tomara la iniciativa. Rara vez tenía noticias de la señorita Murdstone, y nunca de su hermano; pero el señor Quinion había recibido dos o tres paquetes de ropa nueva o remendada para mí, acompañados de un pedazo de papel donde podía leerse que J.M. confiaba en que D.C. realizara bien su trabajo y cumpliera con su deber… Nada que permitiera entrever que algún día dejaría de ser el vulgar peón en que rápidamente me estaba convirtiendo.
Un día después, todavía muy nervioso por la decisión que acababa de tomar, constaté que la señora Micawber no había hablado a la ligera de su partida. Mis amigos arrendaron por una semana una habitación en la casa donde me hospedaba; al finalizar dicho plazo, viajarían a Plymouth. El señor Micawber se acercó personalmente al despacho del señor Quinion, por la tarde, para comunicarle que no podría seguir ocupándose de mí después de su marcha, y para darle los mejores informes, como sin duda yo merecía. Y el señor Quinion llamó a Tipp, el carretero, que era un hombre casado y tenía una habitación para alquilar, y le dijo que me hospedaría en su casa, dando por sentado que los dos estaríamos de acuerdo; yo no despegué los labios, aunque mi resolución estaba tomada.
Durante aquel último plazo de nuestra convivencia, pasé mis veladas con el señor y con la señora Micawber, todos bajo el mismo techo; y creo que nuestro cariño aumentó con el paso de los días. El domingo, víspera de su marcha, me invitaron a almorzar; y comimos lomo de cerdo con salsa de manzanas y budín. La noche anterior yo había comprado, como regalo de despedida, un caballo tordo de madera para el pequeño Wilkins Micawber (que era el niño) y una muñeca para la pequeña Emma. También había entregado un chelín a la pobre huérfana, que estaba a punto de perder su trabajo.
Fue un día muy agradable, a pesar de la tristeza que sentíamos ante nuestra próxima separación.
–Jamás podré pensar en la época en que mi marido estuvo en dificultades, señor Copperfield –dijo la señora Micawber–, sin acordarme también de usted. Su conducta ha sido siempre de una delicadeza extrema. Nunca le he considerado un inquilino. Ha sido un amigo.
–Querida –añadió el señor Micawber–, Copperfield (pues últimamente acostumbraba a llamarme así) tiene un corazón sensible a los sufrimientos de los demás cuando éstos se encuentran en la adversidad; y una cabeza capaz de discurrir; y unas manos… en una palabra, con una habilidad especial para disponer de todos aquellos enseres de los que se puede prescindir.
Le agradecí su elogio, y dije que me apenaba mucho separarme de ellos.
–Mi querido amigo –dijo el señor Micawber–. Soy más viejo que usted; tengo cierta experiencia en la vida, y… en una palabra, cierta experiencia en las dificultades… en general. En estos momentos, y hasta que surja algo (lo que estoy esperando, de un momento a otro), lo único que puedo ofrecerle son mis consejos. Pero éstos valen tan poco que… en una palabra, nunca los he seguido personalmente, y soy…
Aquí el señor Micawber, que hasta entonces nos había mirado con una sonrisa radiante, se detuvo y frunció el ceño.
–El pobre diablo que tiene delante –concluyó.
–¡Mi querido Micawber! –protestó su mujer.
–Sí, el pobre diablo que tiene delante –repitió mi amigo, olvidándose de sí mismo y volviendo a sonreír–. Mi consejo es que no deje para mañana lo que pueda hacer hoy. Cualquier demora es un robo a su tiempo. ¡Y hay que echarle bien el guante!
–¡Era la máxima de mi pobre papá! –señaló la señora Micawber.
–Querida –dijo su marido–, tu papá era casi perfecto en su estilo, y Dios me libre de criticarlo. En todo y por todo, jamás conoceremos a un hombre de su edad que pueda seguir llevando polainas y sea capaz de leer la letra impresa sin anteojos. Pero aplicó esa máxima a nuestro matrimonio, querida; y nos casamos con tanta precipitación que aún no me he recuperado de aquel gasto. –El señor Micawber miró de soslayo a su mujer y añadió–: Y no es que me arrepienta de ello, mi amor. Todo lo contrario. –Una vez aclarado este punto, se quedó unos momentos muy serio–. Ya conoce mi otro consejo, Copperfield –prosiguió–. Si sus ingresos anuales son de veinte libras, gaste diecinueve libras, diecinueve chelines y seis peniques: será un hombre feliz. No gaste veinte libras y seis peniques: será muy desdichado. La flor se marchita, la hoja se seca, el Dios del día desciende sobre la lúgubre escena y… en una palabra, usted se hunde para siempre. ¡Al igual que yo!
Para dar mayor fuerza a sus palabras, el señor Micawber saboreó un vaso de ponche con muestras de gran regocijo y empezó a silbar la .
Me apresuré a responderle que conservaría el recuerdo de sus máximas, aunque, a decir verdad, no creo que fuera necesario, pues resultaba ostensible que habían causado una profunda impresión en mí. A la mañana siguiente, me reuní con toda la familia en la parada de la diligencia, y contemplé, con el corazón encogido, cómo ocupaban sus asientos en la parte posterior del carruaje.
–Señor Copperfield –exclamó la señora Micawber–. ¡Que Dios le bendiga! Ya sabe que jamás podré olvidar lo sucedido; y, aunque pudiese, nunca lo haría.
–¡Adiós, Copperfield! –añadió el señor Micawber–. ¡Le deseo toda la felicidad y prosperidad del mundo! Si con el paso de los años pudiera convencerme de que mi desgraciado destino le ha servido de advertencia, sentiría que no he ocupado en vano el lugar de otro hombre en la tierra. En caso de que me surja alguna cosa (lo que sin duda ocurrirá), me sentiré sumamente dichoso de ayudarle a mejorar su situación.
Creo que, mientras la señora Micawber se sentaba en la parte trasera de la diligencia con sus hijos, y yo aguardaba en el camino contemplándolos con tristeza, se le cayó la venda de los ojos y vio por primera vez lo pequeño que yo era en realidad. Y lo creo porque me hizo señas para que me encaramase al carruaje, con una expresión nueva y muy maternal en el rostro, y me rodeó con sus brazos y me besó, como habría podido besar a uno de sus hijos. Tuve el tiempo justo para saltar al suelo antes de que la diligencia se pusiera en marcha, y apenas pude ver a mis amigos, por culpa de los pañuelos que agitaban. Desaparecieron en un instante. La joven huérfana y yo nos quedamos en medio de la carretera, mirándonos con expresión ausente; luego nos estrechamos la mano y nos despedimos. Supongo que ella regresó al hospicio de San Lucas, mientras yo me dirigía a mi tedioso trabajo en Murdstone y Grinby.
Pero no tenía intención de pasar muchas más jornadas allí. No. Había decidido escapar. Huir de la ciudad, como fuera, para contarle mi amarga historia al único pariente que tenía en el mundo, a mi tía, la señorita Betsey.
He dicho anteriormente que no sé cómo me vino a la cabeza aquella idea tan desesperada. Pero, una vez en ella, decidió instalarse; y se afianzó de tal manera que se convirtió en la determinación más firme que haya tomado jamás. No recuerdo haber puesto demasiadas esperanzas en mi plan, pero estaba decidido a llevarlo a cabo.
Desde la noche en que se me había ocurrido semejante idea, que me impidió dormir, había dado vueltas y más vueltas al viejo relato que contaba mi pobre madre sobre mi nacimiento; lo conocía de memoria, pues escucharlo de sus labios había sido una de mis mayores alegrías. Mi tía aparecía y desaparecía de la historia, como un personaje aterrador; pero había en su conducta una particularidad en la que me gustaba recrearme y que me hacía concebir alguna esperanza. Era incapaz de olvidar que mi madre había tenido la sensación de que la señorita Betsey le acariciaba el cabello con cierta ternura; y, aunque podría haber sido sólo una fantasía, sin el menor fundamento, me gustaba imaginar que la visión de aquella belleza inocente –que yo tan bien recordaba y tanto amaba– había enternecido su corazón. Y este episodio dulcificaba el resto del relato. Es posible que llevara mucho tiempo dormido en mi cabeza, y hubiese ido engendrando poco a poco mi determinación.
Como ni siquiera sabía dónde habitaba la señorita Betsey, escribí una larga carta a Peggotty y le pregunté, incidentalmente, si ella lo recordaba; fingí haber oído que vivía en un sitio que nombré al azar y tener curiosidad por saber si, en efecto, se trataba de mi tía. Le dije, asimismo, que necesitaba media guinea; que, si podía prestarme esa suma hasta que estuviese en condiciones de devolvérsela, se lo agradecería mucho, y que más tarde le contaría por qué era tan importante para mí.
No tardé en recibir la respuesta de Peggotty, tan leal y cariñosa como siempre. Venía acompañada de la media corona (me temo que no debió de ser fácil para ella sacarla de la caja del señor Barkis), y señalaba que la señorita Betsey residía cerca de Dover, aunque no sabía si en el mismo Dover, en Hythe, en Sandgate o en Folkestone. Uno de los hombres del almacén, sin embargo, me aseguró que todos esos lugares se hallaban muy cerca, lo que me pareció suficiente para seguir adelante; de modo que decidí ponerme en camino a finales de aquella semana.
Como era una criaturita muy honrada, y no quería dejar mal recuerdo en Murdstone y Grinby, me creí en la obligación de seguir trabajando hasta el sábado por la noche; y, puesto que había cobrado mi primera semana por adelantado, no quise presentarme en sus oficinas a la hora habitual para recoger mi salario. Precisamente por ese motivo, había pedido prestada la media guinea, con el fin de poder hacer frente a los gastos del viaje. Así, pues, cuando llegó el sábado y todos estábamos esperando en el almacén a que nos pagaran, y Tipp el carretero, que siempre precedía a los demás, entró en el despacho del señor Quinion, estreché la mano de Mick Walker y le pedí que, cuando llegara su turno, le dijera a nuestro director que había ido a trasladar mi baúl a casa de Tipp; y, después de darle por última vez las buenas noches a Patata Enharinada, me marché corriendo.
Mi baúl seguía en mi antiguo alojamiento, al otro lado del río, y yo había escrito una dirección en el dorso de una de las etiquetas que clavábamos en los barriles: «Señor David, en depósito hasta su reclamación, Oficina de la Diligencia, Dover». La tenía preparada en el bolsillo para colocarla en mi equipaje, una vez que hubiera abandonado la casa. Mientras me dirigía hacia allí, busqué a alguien que pudiera ayudarme a llevar mi baúl hasta la ventanilla de los pasajes.
Cerca del Obelisco, en Blackfriars Road, había un joven zanquilargo con un pequeño carro vacío tirado por un burro. Al pasar junto a él, mi mirada se cruzó con la suya. Aludiendo sin duda al modo en que lo había observado, me preguntó si lo reconocería si volvía a verlo en el juzgado. Me detuve para decirle que no lo había hecho por mala educación, sino porque pensaba que tal vez le interesara un trabajo.
–¿Qué trabajo? –quiso saber el joven zanquilargo.
–Trasladar un baúl –respondí.
–¿Qué baúl? –inquirió.
Le contesté que el mío, que estaba al final de aquella calle; y que quería que lo llevara a la diligencia de Dover por seis peniques.
–¡Trato hecho! –exclamó, subiéndose al carro, que no era más que un enorme cajón de madera sobre ruedas.
Y se alejó traqueteando a tal velocidad que a duras penas logré seguir el paso de su burro.
El aire insolente de aquel joven y, especialmente, el modo en que mascaba briznas de paja mientras hablaba, me desagradaron; pero, como había cerrado el trato, lo llevé a la habitación que me disponía a abandonar, y entre los dos bajamos el baúl y lo pusimos en el carro. Todavía no quería colocar la etiqueta con la dirección, por temor a que algún miembro de la familia de mi casero pudiese descubrir lo que tramaba y me detuviera; por ese motivo, le dije al joven que me gustaría que hiciese un alto cuando llegara al viejo muro de la cárcel de King’s Bench. Apenas hube pronunciado estas palabras, volvió a alejarse traqueteando como si mi baúl, el carro y el burro se hubieran vuelto locos; y, cuando lo alcancé en el lugar acordado, llegué sin aliento de tanto llamarlo y correr tras él.
Estaba tan rojo y excitado que, al sacar la etiqueta del bolsillo, se me cayó la media guinea al suelo. Como medida de precaución, me la puse en la boca y, aunque me temblaban mucho las manos, logré colocar la dirección como quería; fue entonces cuando sentí que el joven zanquilargo me golpeaba la barbilla, y vi cómo mi media guinea pasaba de mi boca a su mano.
–¿Qué es esto? –dijo el joven, agarrándome por el cuello de la camisa con una horrible mueca–. Seguro que a la Policía le interesa… Piensa fugarse, ¿no? Vamos, pequeño granuja, ¡a la comisaría!
–Devuélvame el dinero, se lo ruego –exclamé, aterrorizado–; y déjeme en paz.
–¡A la comisaría! –contestó el joven–. Se lo explicará a la Policía.
–Deme mi baúl y mi dinero –grité, rompiendo a llorar.
–¡A la comisaría! –repitió, arrastrándome violentamente hacia el burro, como si existiera alguna afinidad entre este animal y el magistrado.
Pareció entonces cambiar de opinión, saltó a su carro, se sentó sobre mi baúl y, amenazando con llevarme directamente a la Policía, se alejó traqueteando más deprisa que nunca.
Corrí tras él, tan rápido como pude, pero me quedé sin aliento para llamarle y, de no haber sido así, tampoco me hubiese atrevido a hacerlo. Estuve a punto de ser atropellado, al menos veinte veces en media milla. Lo perdía de vista, volvía a verlo, lo perdía de nuevo, recibía un latigazo, alguien me gritaba, me caía en el barro, me levantaba, chocaba con otro transeúnte, me daba contra un poste… Finalmente, aturdido por el calor y por el miedo, convencido de que medio Londres había salido a la calle para capturarme, dejé que el joven se marchara donde le viniese en gana con mi baúl y mi dinero; y, jadeando y llorando, pero sin detenerme jamás, di media vuelta y me encaminé hacia Greenwich, que, según tenía entendido, estaba en la carretera de Dover. Y, al dirigirme al lugar de retiro de mi tía, la señorita Betsey, apenas llevaba encima algo más que la noche en que mi llegada al mundo tanto la ofendió.