XV Empiezo de nuevo
XV
El señor Dick y yo no tardamos en convertirnos en los mejores amigos del mundo y, cuando terminaba su trabajo cotidiano, salíamos juntos a volar la gigantesca cometa. Todos los días dedicaba varias horas a su memorial, sin que éste progresara en absoluto, por grande que fuera su empeño; pues el rey Carlos I siempre se introducía en él, antes o después, y el señor Dick se veía obligado a desechar lo escrito y a empezar de nuevo. La paciencia con que soportaba aquellas continuas decepciones sin desanimarse, sus inútiles esfuerzos por mantener a raya al rey Carlos I en un relato en el que –según intuía vagamente– no debía aparecer, el tesón con que ese monarca volvía a meterse en el memorial y lo estropeaba, me impresionaban profundamente. No creo que el señor Dick supiera más que cualquier otra persona cuál sería el futuro de ese documento, una vez escrito: a quién lo dirigiría y cuáles serían sus consecuencias; aunque no tenía el menor sentido que se preocupara por tales cuestiones, pues, si había algo seguro bajo el sol, era que el memorial no se acabaría nunca.
Resultaba conmovedor, pensaba a menudo, verle jugar con su cometa cuando ésta se hallaba a gran altura. Lo que me había contado en su habitación sobre la pretensión de difundir aquellos hechos pasados en lo que no eran más que hojas viejas de memoriales abortivos podía haber sido a veces pura fantasía; pero no cuando salía de la casa y la cometa se elevaba en el cielo, mientras él sentía los tirones del cordel en su mano. Su aspecto era entonces más sereno que nunca. Cuando, al atardecer, me sentaba a su lado en una verde ladera, y le veía contemplar la cometa en lo alto, flotando en el aire tranquilo, me gustaba imaginar que su espíritu también salía de la confusión, y que ésta ascendía hasta desaparecer (tales eran mis pensamientos entonces). Cuando recogía el cordel y la cometa descendía lentamente, abandonando aquella hermosa franja de luz para caer cabeceando al suelo, y se quedaba allí como si yaciera muerta, el señor Dick parecía despertar poco a poco de un sueño. Y recuerdo haberlo visto recoger la cometa y mirar a su alrededor con ojos extraviados, como si los dos hubieran caído juntos; y yo le compadecía con todo mi corazón.
El hecho de que aumentara mi amistad e intimidad con el señor Dick no impidió que siguiera gozando del favor de su leal amiga, mi tía. Me tomó tanto cariño que, al cabo de unas semanas, decidió abreviar mi nombre adoptivo y convertir Trotwood en Trot; e incluso me hizo albergar la esperanza de que, si continuaba como había empezado, ella llegaría a quererme tanto como a mi hermana Betsey Trotwood.
–Trot –dijo la señorita Betsey una noche, cuando trajeron el tablero de para ella y para el señor Dick–, no debemos olvidar tu educación.
Era el único asunto que me inquietaba, y me sentí muy dichoso de que lo mencionara.
–¿Te gustaría ir a un colegio en Canterbury? –preguntó mi tía.
Le respondí que me encantaría, pues así seguiría muy cerca de ella.
–¡Bien! –exclamó–. ¿Te gustaría empezar mañana mismo?
Como ya estaba familiarizado con la rápida evolución de las ideas de mi tía, no me sorprendió una proposición tan repentina.
–Sí –contesté.
–¡Bien! –repitió ella–. Janet, pide el poni gris y la calesa para mañana a las diez en punto, y prepara esta noche el equipaje del señor Trotwood.
Aquellas órdenes me llenaron de alegría; pero el corazón no tardó en reprocharme mi egoísmo cuando me percaté del efecto que habían causado en el señor Dick, que se sintió tan desolado ante la perspectiva de nuestra separación y jugó tan mal al en consecuencia, que mi tía, después de darle algunos golpecitos de advertencia en los nudillos con el cubilete de los dados, cerró el tablero y se negó a continuar la partida con él. Pero mi amigo volvió a animarse cuando oyó decir a la señorita Betsey que yo regresaría a casa algunos sábados, y que él podría visitarme algunos miércoles; y prometió fabricar otra cometa para esas ocasiones, mucho más grande que la primera. Al día siguiente por la mañana se mostró nuevamente muy abatido, y se habría consolado entregándome todo el dinero que poseía, oro y plata incluidos, si mi tía no hubiera intervenido, limitando el regalo a cinco chelines que, ante la insistencia del señor Dick, se convirtieron en diez. Nos despedimos del modo más afectuoso en la puerta del jardín, y él no entró en la casa hasta que mi tía me condujo lejos de su vista.
La señorita Betsey, completamente indiferente a lo que los demás pudieran pensar, guió con maestría el poni gris por las calles de Dover; iba sentada, muy erguida, al igual que un cochero de ceremonia, sin perder de vista un solo movimiento del caballo, decidida a no dejarle hacer su voluntad bajo ningún pretexto. Cuando salimos de la ciudad, sin embargo, le dio un poco más de libertad y, mirando el montón de cojines donde yo me había hundido, a su lado, me preguntó si me sentía feliz.
–Muy feliz, tía; no sabe cuánto se lo agradezco –aseguré.
Mis palabras la complacieron sobremanera; y, como sus dos manos estaban ocupadas, acarició mi cabeza con el látigo.
–¿Es un colegio muy grande, tía? –quise saber.
–La verdad es que no lo sé –dijo ella–. Iremos primero a casa del señor Wickfield.
–¿Es el dueño del internado? –pregunté.
–No, Trot –respondió mi tía–. Vamos a su bufete.
No le pedí más información sobre el señor Wickfield, pues ella tampoco me la dio, y charlamos de otros asuntos hasta que llegamos a Canterbury. Era día de mercado y la señorita Betsey tuvo ocasión de guiar el poni gris entre carros, cestas, hortalizas y mercancías de buhoneros. Dimos vueltas y revueltas en lugares increíblemente angostos, mientras oíamos toda clase de comentarios a nuestro paso, no siempre lisonjeros; pero mi tía conducía con total indiferencia, y no me sorprendería que hubiese atravesado un país enemigo con la misma calma.
Finalmente, nos detuvimos ante una casa muy antigua, cuya fachada sobresalía de entre las demás viviendas de la calle; sus ventanas saledizas, alargadas y con rejas, se destacaban aún más, y las vigas parecían adelantar sus cabezas esculpidas hacia el centro de la calzada. Era como si todo aquel edificio se inclinara hacia delante, intentando ver quién pasaba por la estrecha calle que tenía debajo. Su limpieza era inmaculada. Sobre la puerta baja y en forma de arco, decorada con guirnaldas talladas de frutas y de flores, la vieja aldaba de bronce centelleaba como una estrella; los dos escalones de piedra que descendían hasta la entrada estaban tan relucientes como si los hubieran cubierto con un lienzo blanco; y todos los ángulos y las esquinas, las tallas y las molduras, las pequeñas y curiosas hojas de vidrio, y los extraños ventanucos, a pesar de ser tan antiguos como las colinas, estaban tan impolutos como la nieve que cae en las montañas.
Cuando la calesa se paró junto a la puerta, y yo contemplaba absorto su fachada, pude ver en una de las ventanas de la planta baja (en una pequeña torre que formaba uno de los ángulos de la casa) un semblante cadavérico que desapareció rápidamente. Se abrió entonces la puerta en forma de arco, y se asomó a ella el mismo rostro. Me pareció tan cadavérico como en la ventana, a pesar de que su tez tenía esa tonalidad encendida que a veces se observa en los pelirrojos. Se trataba de un joven de pelo bermejo, que, a juzgar por lo que sé ahora, debía de tener unos quince años, aunque aparentara ser mucho mayor. Llevaba el pelo cortado al rape, carecía prácticamente de cejas y pestañas, y sus ojos, de un color pardo rojizo, se hallaban tan poco protegidos del aire y de la luz que me pregunté cómo se las arreglaría para dormir. Era de hombros altos y muy huesudo; iba sobriamente vestido de negro, con un corbatín blanco; llevaba la chaqueta abotonada hasta el cuello; y tenía una mano larga y delgada, como de esqueleto, que llamó poderosamente mi atención cuando, de pie junto al caballo, se frotó la barbilla con ella, al tiempo que levantaba su mirada hacia nosotros, que seguíamos en la calesa.
–¿Está el señor Wickfield en casa, Uriah Heep? –preguntó mi tía.
–Sí, señora –respondió–, si quiere usted hacer el favor de pasar –dijo señalando con su enjuta mano la habitación a la que se refería.
Bajamos del carruaje y, dejándole al cuidado del poni, entramos en una sala alargada y de techo bajo que daba a la calle; una vez allí, creí vislumbrar a través de la ventana cómo Uriah Heep soplaba en las fosas nasales del caballo y se apresuraba a cubrirlas con la mano, como si quisiera arrojar sobre el animal algún maleficio. Enfrente de la chimenea, enorme y muy antigua, había dos retratos: en uno se veía a un caballero de pelo gris (a pesar de no ser, ni mucho menos, un hombre de edad avanzada) y cejas negras, que contemplaba unos documentos atados con una cinta roja; el otro representaba a una dama de expresión dulce y serena, que parecía mirarme.
Supongo que me disponía a buscar el retrato de Uriah, cuando se abrió una puerta en el otro extremo de la estancia y entró un caballero; al verlo, me volví hacia el primer lienzo, con el fin de asegurarme de que no había salido de su marco. Pero éste continuaba allí; y, cuando el desconocido se acercó a la luz, comprobé que era unos años mayor que la imagen del cuadro.
–Señorita Betsey Trotwood –dijo el caballero–, pase, se lo ruego. Estaba ocupado; espero que disculpe mi tardanza. Ya conoce usted el motivo. Sabe que es la única razón de mi vida.
La señorita Betsey le dio las gracias y entramos en su gabinete, que estaba amueblado como un despacho, con libros, documentos, cofres de estaño, Daba a un jardín y tenía una caja fuerte, empotrada en la pared, tan cerca de la repisa de la chimenea que me pregunté cómo se las arreglarían los deshollinadores para limpiarla.
–Y bien, señorita Trotwood –exclamó el señor Wickfield, pues no tardé en averiguar que se trataba de él, que era abogado y que administraba las propiedades de un rico caballero de la región–, ¿qué viento la trae por aquí? Espero que sea un viento favorable…
–En efecto –replicó mi tía–; no he venido por una cuestión legal.
–Tiene usted razón, señora –dijo el señor Wickfield–. Siempre es mejor visitarme por cualquier otro motivo.
Tenía el cabello completamente blanco, aunque sus cejas seguían siendo negras, y un rostro muy agradable, que a mí me pareció incluso hermoso. En cuanto al color de su tez, así como su voz y su mayor corpulencia, hacía mucho tiempo que yo, aleccionado por Peggotty, había aprendido a relacionarlos con el oporto. Iba impecablemente vestido con una chaqueta azul, un chaleco de rayas y unos pantalones de nanquín; su elegante camisa de chorreras y su corbatín de batista eran de una blancura y de una suavidad excepcionales, y recuerdo que trajeron a mi pensamiento el plumaje de un cisne.
–Le presento a mi sobrino –exclamó mi tía.
–No sabía que tuviera uno, señorita Trotwood –dijo el señor Wickfield.
–En realidad, es mi sobrino nieto –afirmó ella.
–Le aseguro que tampoco conocía su existencia –manifestó el abogado.
–Acabo de adoptarlo –declaró mi tía, dando a entender con un ademán que le resultaba indiferente que lo supiera o no–, y he decidido traerlo aquí para que ingrese en un colegio donde pueda recibir una esmerada educación, además de ser muy bien tratado. Dígame dónde hay un centro así, y deme toda la información posible.
–Antes de poder aconsejarla como es debido –respondió el señor Wickfield–, le haré la pregunta de siempre. ¿Qué motivo le impulsa a actuar así?
–¡Qué diablos! –protestó mi tía–. ¿Por qué busca siempre motivos ocultos, cuando éstos se hallan a la vista? Sólo pretendo que este muchacho sea feliz y se convierta en un hombre de provecho.
–Seguro que hay otras razones –dijo el señor Wickfield, moviendo la cabeza y sonriendo con incredulidad.
–¡Tonterías! –repuso la señorita Betsey–. Usted afirma que sólo existe un motivo en todo cuanto hace. ¿Acaso cree ser el único que obra con rectitud?
–Sí, pero yo sólo tengo un motivo en la vida, señorita Trotwood –contestó sonriendo–. Otras personas tienen docenas, veintenas, cientos. Yo sólo uno. Ahí radica la diferencia. Sin embargo, eso es algo que ahora no viene al caso. ¿El mejor colegio? Sea cual sea su motivo, ¿quiere el más prestigioso?
Mi tía asintió con la cabeza.
–El problema es que en nuestro mejor colegio –dijo el señor Wickfield, reflexionando– no cogerán interno a su sobrino.
–Supongo que podría residir en otro lugar –exclamó mi tía.
El señor Wickfield asintió. Después de un breve intercambio de ideas, propuso visitar con mi tía dicho centro, a fin de que lo conociera y pudiese juzgar por sí misma, y acompañarla, después, a dos o tres casas donde quizá encontrara alojamiento para mí. La señorita Betsey aceptó su invitación y, cuando íbamos a salir los tres juntos, el señor Wickfield se detuvo y dijo:
–Es posible que nuestro pequeño amigo prefiera no acompañarnos. ¿No sería mejor dejarlo aquí?
Mi tía pareció decidida a mostrar su disconformidad; pero yo, para facilitar las cosas, afirmé que estaría encantado de quedarme, si así lo deseaban, y volví al despacho del señor Wickfield, donde me senté nuevamente en la silla que había ocupado antes, para esperar su regreso.
Y aquella silla estaba colocada frente a un estrecho pasillo, que terminaba en la pequeña habitación circular donde yo había visto el pálido rostro de Uriah Heep asomarse a la ventana. Después de conducir nuestro poni a un establo vecino, el joven se había sentado a trabajar allí y copiaba un papel que había fijado en un soporte de latón que, con esa finalidad, tenía sobre su escritorio. Aunque estaba vuelto hacia mí, durante algún tiempo estuve convencido de que ese documento, que se interponía entre nosotros, le impedía verme; sin embargo, al observarle con más detenimiento, descubrí, no sin cierto malestar, que sus ojos insomnes aparecían de vez en cuando por debajo del manuscrito como dos soles rojos, y me observaban furtivamente durante más de un minuto, mientras su pluma escribía o fingía escribir con la misma destreza de siempre. Intenté en varias ocasiones escapar a sus miradas: me subí a una silla para examinar un mapa que había al otro lado del despacho, leí detenidamente un periódico de Kent… Pero siempre que dirigía la vista hacia aquellos dos soles rojos, incapaz de resistir su atracción, tenía la seguridad de que los encontraría, en el instante de salir o de ocultarse.
Finalmente, después de una larga ausencia, mi tía y el señor Wickfield regresaron, lo que supuso un gran alivio para mí. Sus pesquisas no les habían salido todo lo bien que habría cabido esperar, pues, aunque las ventajas del colegio eran innegables, a mi tía no le habían gustado mis posibles alojamientos.
–Es una lástima, Trot –exclamó mi tía–. No sé qué decisión tomar.
–En efecto, es una lástima –añadió el señor Wickfield–. Pero le diré lo que puede hacer, señorita Trotwood.
–Y ¿qué es? –preguntó mi tía.
–Deje a su sobrino aquí, por el momento. Es un muchacho tranquilo. No me molestará en absoluto. Esta casa es un lugar perfecto para estudiar. Tan silenciosa como un monasterio, y casi igual de espaciosa. Déjelo aquí.
No hay duda de que esta proposición agradó a mi tía, aunque su delicadeza le impidió aceptar. Yo también estaba encantado con la idea.
–Vamos, señorita Trotwood –insistió el señor Wickfield–. El problema quedará resuelto. Y sólo será un arreglo provisional. Si no sale bien, o alguna de las partes no se encuentra a gusto, buscaremos otra solución. Tendremos tiempo, mientras tanto, de encontrarle otro alojamiento más apropiado. Será mejor que se decida a dejarlo aquí por el momento.
–No sabe cuánto agradezco su ofrecimiento –respondió mi tía–; y seguro que David también.
–¡Vamos! Ya sé lo que piensa –exclamó el señor Wickfield–. No me deberá ningún favor, señorita Trotwood. Puede pagar su manutención, si así lo desea. No discutiremos las condiciones, pero puede pagar, si quiere.
–En ese caso –afirmó mi tía–, lo dejaré encantada; aunque seguiré estando en deuda con usted.
–Entonces, vengan a conocer a mi pequeña ama de llaves –dijo el señor Wickfield.
Subimos, así, por una hermosa y antigua escalera, con una balaustrada tan ancha que hubiéramos podido subir por ella casi con la misma facilidad que por los escalones, y entramos en una vieja sala algo sombría, iluminada por tres o cuatro de las originales ventanas que yo había observado desde la calle; en sus huecos se veían unos asientos de roble, que parecían haber salido de los mismos troncos que el brillante entablado del suelo y las enormes vigas del techo. Era una habitación bellamente decorada, con un piano y unos muebles de alegres colores, rojos y verdes, además de algunas flores. Tenía muchos ángulos y rincones; y en todos ellos había una curiosa mesita, un armario, una estantería, un asiento, o cualquier otro detalle que me llevaba a pensar que no había ningún otro lugar más acogedor en la estancia, hasta que descubría el contiguo, y éste me gustaba tanto como el anterior, o incluso más. Se respiraba el mismo aire de retiro y de limpieza que caracterizaba el exterior de la casa.
El señor Wickfield llamó a una puerta, en una esquina de la sala recubierta con paneles de madera, y no tardó en aparecer una niña, aproximadamente de mi edad, que se acercó a besarle. En seguida me percaté de que tenía la misma expresión dulce y apacible que la dama del cuadro que yo había contemplado en el piso de abajo. Era como si el retrato hubiera crecido hasta convertirse en una mujer, mientras su modelo continuaba siendo una niña. Aunque su rostro era alegre y vivaz, había una serenidad en ella que nunca he olvidado y que no olvidaré jamás.
El señor Wickfield nos explicó que era su pequeña ama de llaves, su hija Agnes. Cuando oí cómo lo decía, y vi el modo en que cogía su mano, adiviné cuál era su razón de vivir.
La niña llevaba en un costado un pequeño cestito con las llaves; parecía suficientemente seria y formal para gobernar aquella vieja casa. Escuchó con agrado lo que su padre le decía de mí y, cuando éste terminó de hablar, propuso a mi tía que subiéramos al piso superior para ver mi dormitorio. Todos la seguimos. Era una magnífica habitación, que también conservaba las viejas vigas de roble y los cristales en forma de rombo; la ancha balaustrada llegaba hasta ella.
Soy incapaz de recordar dónde o cuándo había visto en mi infancia las vidrieras de una iglesia. Tampoco me acuerdo de lo que representaban. Pero sé que cuando ella se volvió a esperarnos en lo alto de la vieja escalera, en medio de aquella luz solemne, acudieron a mi pensamiento; y su serena luminosidad quedó asociada para siempre a la figura de Agnes Wickfield.
Mi tía estaba tan contenta como yo del modo en que se había resuelto el problema, y los dos bajamos de nuevo a la sala, muy sonrientes y complacidos. La señorita Betsey no quiso ni oír hablar de quedarse a cenar, por miedo a que se le echara la noche encima antes de llegar a casa con el poni gris, y me di cuenta de que el señor Wickfield la conocía demasiado bien para discutir con ella; no obstante, le sirvieron un ligero refrigerio, y Agnes regresó con su institutriz y el señor Wickfield, a su trabajo. Nos dejaron, así, solos para que nos despidiéramos con entera libertad.
La señorita Betsey me dijo que el señor Wickfield se encargaría de arreglar todos mis asuntos, y que no me faltaría de nada; y sus palabras no pudieron ser más cariñosas, ni sus consejos más sabios.
–Trot –concluyó mi tía–, haz honor a tu nombre, al mío y al del señor Dick, y ¡que el Señor te tenga de su mano!
Me sentí muy conmovido, y sólo fui capaz de darle las gracias, una y otra vez, y de transmitirle todo mi afecto al señor Dick.
–Jamás seas mezquino en nada; jamás seas desleal; jamás seas cruel. Evita estos tres vicios, Trot, y siempre creeré en ti.
Prometí, lo mejor que pude, que no abusaría de su bondad ni olvidaría su recomendación.
–El poni está en la puerta –señaló mi tía–. Me marcho, pero no salgas conmigo.
Y, después de decir estas palabras, me abrazó a toda prisa y abandonó la estancia, cerrando la puerta tras de sí. Al principio me quedé muy desconcertado por su brusca partida, y casi temí haberla disgustado; pero cuando dirigí la mirada a la calle y vi cuán abatida se subía a la calesa, y cómo se alejaba sin levantar la vista hacia la casa, la comprendí mejor y no fui tan injusto con ella.
A las cinco en punto, hora en la que el señor Wickfield solía comer, yo había recuperado el optimismo y estaba listo para manejar el cuchillo y el tenedor. Sólo había dos cubiertos en la mesa, pero Agnes, que había estado esperándonos en la sala, bajó con su padre y se sentó frente a él. Dudo que el señor Wickfield hubiera podido probar bocado sin ella.
En lugar de quedarnos allí después del postre, subimos nuevamente a la sala. Agnes colocó en un acogedor rincón algunos vasos y una licorera de oporto para su padre. Pensé que éste habría perdido su aroma habitual, si otras manos se lo hubieran dejado allí.
El señor Wickfield pasó dos horas bebiendo su vino, y en una buena cantidad, mientras Agnes tocaba el piano, hacía sus tareas y hablaba con él y conmigo. Se mostraba casi siempre alegre y dicharachero con nosotros; pero a veces su mirada se posaba en la niña y parecía invadirle una gran tristeza, y entonces se callaba. Me di cuenta de que ella se percataba en seguida, y conseguía animarlo con una pregunta o con una caricia. Cuando eso ocurría, él abandonaba sus meditaciones y bebía más oporto.
Agnes se encargó de servirnos el té, que había preparado personalmente, y el tiempo transcurrió del mismo modo que después de la comida, hasta que ella se fue a dormir. El señor Wickfield la estrechó entre sus brazos y la besó, y, cuando la pequeña se hubo retirado, ordenó que llevaran las velas a su despacho. Yo también subí a acostarme.
Durante la velada, sin embargo, yo había bajado hasta la puerta de entrada y había recorrido un trecho de la calle, con el fin de echar otra ojeada a las viejas casas y a la catedral. Era posible, pensé, que al atravesar aquella ciudad durante mi viaje, hubiera pasado sin saberlo por delante de mi nuevo hogar. Al regresar, vi cómo Uriah Heep cerraba el despacho. Con el corazón rebosante de amor y de simpatía por todos los seres humanos, entré en la casa, me acerqué a hablar con él y, al despedirme, le di la mano. ¡Pero cuán fría y húmeda era la suya! ¡Resultaba tan espectral al tacto como a la vista! Me apresuré a frotar la mía para calentarla, así como para .
Era una mano tan desagradable que, cuando llegué a mi dormitorio, todavía sentía su frío y su humedad. Al asomarme a la ventana y ver cómo me miraba de soslayo una de las cabezas esculpidas en las extremidades de las vigas, tuve la sensación de que se trataba de Uriah Heep, que había logrado subir allí, Dios sabe cómo, y cerré la ventana a toda prisa para impedir que entrara.