VIII Mis vacaciones. Una tarde especialmente feliz
VIII
Llegamos antes del amanecer a la posada donde se detenía la silla de posta (que no era la misma en que vivía mi amigo el camarero) y, una vez allí, me condujeron a un pequeño y agradable dormitorio con la palabra «Delfín» escrita en la puerta. Recuerdo que yo estaba helado, a pesar de haber tomado un té bien caliente delante de la enorme chimenea de la planta baja; y me sentí muy dichoso al acostarme en la cama del delfín, arroparme con sus sábanas y quedarme dormido.
El señor Barkis, el carretero, tenía que ir a recogerme a las nueve de la mañana. Me levanté a las ocho, algo aturdido por la falta de sueño, y estuve listo para partir antes de la hora señalada. El señor Barkis me saludó como si no hubiéramos estado ni cinco minutos separados, y yo hubiese entrado únicamente en el hotel para cambiar seis peniques, o algo parecido.
Tan pronto como mi baúl y yo nos acomodamos en el carro, y el señor Barkis en el pescante, el caballo se puso en marcha con su habitual parsimonia.
–Tiene usted muy buen aspecto, señor –dije, pensando que le gustaría saberlo.
El carretero se restregó la mejilla con una manga, y luego la miró como si esperara encontrar en ella algún rastro de su lozanía; pero esa fue su única contestación a mi cumplido.
–Transmití su mensaje, señor; escribí a Peggotty.
–¡Ah! –exclamó él.
El señor Barkis parecía enojado y su respuesta fue bastante seca.
–¿Acaso no lo transmití bien, señor? –pregunté, después de algunas dudas.
–Pues no –afirmó el señor Barkis.
–¿Lo escribí mal?
–Es posible que lo escribiera bien; pero ahí terminó todo.
–¿Que ahí terminó todo, señor Barkis? –repetí con aire inquisitivo, sin comprender sus palabras.
–Sí. La verdad es que no sirvió de nada –dijo, mirándome de soslayo–. Ella jamás me contestó.
–¿Esperaba, entonces, una respuesta? –pregunté, abriendo los ojos; pues jamás se me había pasado por la cabeza semejante idea.
–Está claro que, cuando un hombre dice que está disponible –declaró, volviéndose lentamente hacia mí–, es que espera una respuesta.
–¿Y bien, señor?
–Pues que este hombre lleva esperando una respuesta desde entonces –exclamó, mientras contemplaba las orejas del caballo.
–¿Y se lo ha dicho a ella, señor Barkis?
–No… –gruñó el carretero, pensativo–. No me ha pedido que lo hiciera. Jamás le he dirigido ni seis palabras, así que no seré yo quien se lo diga.
–¿Quiere que me encargue yo? –pregunté sin demasiada convicción.
–Podría decirle, si le parece bien –repuso él, dirigiendo nuevamente sus ojos hacia mí–, que el señor Barkis espera una respuesta. Porque… ¿cómo dice que se llama ella?
–¿Que cómo se llama ella?
El señor Barkis asintió.
–Peggotty.
–¿Se trata de su nombre de pila o de su apellido? –inquirió.
–De su apellido. Su nombre de pila es Clara.
–¿De veras? –exclamó el señor Barkis.
Y pareció encontrar abundante materia de reflexión en este detalle, pues se quedó durante un buen rato meditando y silbando para sus adentros.
–¡Esta bien! –prosiguió–. Usted le dice: «¡Peggotty! Barkis espera una respuesta». Y quizá ella le pregunte: «¿Una respuesta a qué?». Entonces usted puede contestarle: «A lo que le escribí». Y si ella dice: «Y ¿qué me escribió?». Usted le repite: «Barkis está disponible».
Al tiempo que sugería su astuto plan, el señor Barkis me dio un fuerte codazo en el costado. Entonces echó el cuerpo hacia delante, como era su costumbre; y no volvió a mencionar el asunto hasta media hora después, cuando sacó un trozo de tiza de su bolsillo y escribió en el interior del toldo del carro: «Clara Peggotty», probablemente para no olvidarlo.
¡Qué extraño resultaba volver a una casa que ya no era la mía, donde todos los objetos traían a mi memoria la felicidad de mi viejo hogar, que no era más que un sueño desaparecido para siempre! Los días en que mi madre, Peggotty y yo vivíamos en total armonía, sin que nadie se interpusiera entre nosotros, se alzaban dolorosamente ante mí, mientras avanzábamos por el camino; así que no puedo decir si me alegraba de estar allí o hubiera preferido quedarme lejos y olvidarlo todo en compañía de Steerforth. Pero lo cierto es que allí estaba; y no tardé en llegar a casa, donde los gigantescos olmos, despojados de sus hojas, agitaban sus innumerables brazos con violencia en el aire glacial del invierno, y los viejos nidos de los grajos se balanceaban, destrozados por el viento.
El carretero depositó mi baúl ante la verja del jardín y se marchó. Seguí el sendero que conducía a la casa, mirando hacia las ventanas y temiendo ver a cada paso cómo el señor o la señorita Murdstone se asomaban a una de ellas. Sin embargo, nadie apareció; y, cuando llegué a la puerta, entré con paso tímido y silencioso, pues sabía muy bien de qué modo abrirla sin llamar antes del anochecer.
Al poner los pies en el vestíbulo, ¡cuántos recuerdos infantiles despertó en mí oír la voz de mi madre en el interior del gabinete! Estaba cantando en voz baja. Y fue como si ya hubiera estado en sus brazos, escuchando la misma melodía, cuando era un bebé. La música era nueva para mí y, sin embargo, tan familiar, que sentí cómo me brincaba el corazón dentro del pecho; como un amigo que regresara después de una larga ausencia.
Pensé, por el modo melancólico y abstraído con que entonaba su canción, que se encontraba sola. Y penetré en la estancia con el mayor sigilo. Encontré a mi madre sentada junto al fuego, mientras amamantaba a un niño cuya manita apretaba contra su propio cuello. Tenía los ojos fijos en él y lo arrullaba. Y no me había equivocado, pues no había nadie más con ella.
Le hablé, y ella se sobresaltó y dio un grito. Pero, al percatarse de que era yo, me llamó «mi pequeño Davy» y «mi querido hijito». Después se acercó a mí y, arrodillándose en el suelo, me besó; apoyó mi cabeza en su pecho junto a la criatura que allí se acurrucaba, y puso su manita en mis labios.
Cambios en casa
Yo hubiera deseado morir; en aquel mismo instante, con aquellos sentimientos en mi corazón. Y nunca habría estado mejor preparado para entrar en la morada celeste.
–Es tu hermano –dijo mi madre, acariciándome–. Davy, ¡mi precioso niño! ¡Mi pobre hijito!
Y me besó una y otra vez, sin dejar de abrazarme. Así nos encontró Peggotty cuando llegó corriendo y se echó al suelo junto a nosotros; y la buena mujer nos abrumó con sus demostraciones de cariño durante más de un cuarto de hora.
Al parecer, no me esperaban tan temprano, pues el carretero había llegado antes de lo previsto. Según me explicaron, el señor y la señorita Murdstone habían ido a visitar a unos vecinos y no pensaban regresar hasta la noche. Era mucho más de lo que yo hubiera podido esperar. Jamás habría creído posible que los tres volviéramos a estar juntos, sin nadie que nos molestara; y en aquellos momentos sentí como si hubieran vuelto los viejos tiempos.
Cenamos delante de la chimenea. Peggotty quiso servirnos, pero mi madre se lo impidió y la obligó a sentarse con nosotros. Yo tenía mi viejo plato, en el que había un buque de guerra pintado en color marrón con todas las velas desplegadas; Peggotty lo había escondido durante mi ausencia, pues, según ella, no hubiera querido que se rompiese ni por cien libras. También tenía mi vieja taza, con mi nombre escrito en ella, así como mi tenedor y mi cuchillo, que apenas cortaba.
Pensé que aquélla era una buena ocasión para hablarle a Peggotty del señor Barkis; pero, antes de que acabara de darle su mensaje, ella rompió a reír y se tapó la cara con el delantal.
–¿Qué te ocurre, Peggotty? –preguntó mi madre.
Ella se rió aún más y, cuando mi madre intentó quitarle el delantal, lo sujetó con más fuerza; era como si hubiera metido la cabeza en un saco.
–¿Qué haces, insensata? –dijo mi madre, divertida.
–El muy bribón –repuso Peggotty–, ¡quiere casarse conmigo!
–Pues sería un buen partido para ti, ¿no es cierto? –exclamó mi madre.
–¡Y yo qué sé! –respondió Peggotty–. No me hable de él, señora. No aceptaría su proposición, aunque estuviera fundido en oro. Ni la de él ni la de ningún otro.
–En ese caso, ¿por qué no se lo dices personalmente? –señaló mi madre.
–¿Decírselo personalmente? –contestó, apartando un poco el delantal–. Pero si jamás me ha hablado del asunto. Sabe muy bien que, si tuviera el atrevimiento de mencionarlo, se ganaría una bofetada.
Jamás había visto un rostro tan colorado como el suyo en aquellos momentos; y, después de tapárselo con el delantal dos o tres veces más para disimular sus ataques de risa, siguió cenando.
Vi que mi madre sonreía cuando Peggotty la miraba, pero su expresión se había vuelto seria y pensativa. Yo me había dado cuenta, nada más verla, de lo cambiada que estaba. Continuaba siendo hermosa, pero parecía preocupada y excesivamente frágil; sus manos, tan blancas y delgadas, eran casi transparentes. Sin embargo, el cambio del que hablo ahora se había producido en sus ademanes, que eran ahora nerviosos e inquietos.
–Peggotty, querida, ¿entonces no te casarás? –dijo finalmente, al tiempo que extendía su mano y la colocaba cariñosamente encima de la de su vieja criada.
–¿Casarme yo, señora? –respondió Peggotty, mirándola sorprendida–. ¡Bendito sea Dios! ¡Claro que no!
–¿Al menos por ahora? –preguntó mi madre con dulzura.
–Ni ahora ni nunca –replicó la buena mujer.
–No me abandones, Peggotty –le rogó mi madre, cogiendo su mano–. Quédate conmigo… quizá no sea por mucho tiempo. ¿Qué haría yo sin ti?
–Pero cómo iba a abandonarla yo, tesoro mío –exclamó Peggotty–. Por nada del mundo. Pero ¿quién le ha metido semejante tontería en su cabecita?
Pues Peggotty tenía la vieja costumbre de dirigirse a mi madre, en ocasiones, como si fuera una niña.
–¿Abandonarla? –continuó diciendo, después de que mi madre le diera las gracias–. ¡Eso quisiera ver yo! ¿Peggotty abandonarla? ¡Ni hablar! No, no, de ningún modo –afirmó, sacudiendo la cabeza y cruzando los brazos–; ella nunca haría eso. Aunque más de uno se alegraría… Pero ella no les dará ese placer. ¡Que se fastidien! Me quedaré con usted hasta que sea una anciana malhumorada y gruñona. Y cuando esté demasiado sorda, demasiado coja, demasiado ciega, y apenas se entienda nada de lo que diga por la falta de dientes, y no sirva para nada, ni siquiera para que me regañen, entonces buscaré a mi Davy y le pediré que me deje vivir con él.
–Y yo me alegraré mucho –aseguré yo–, y te recibiré como a una reina.
–¡Que Dios le bendiga por su buen corazón! –exclamó Peggotty–. Sé que lo hará.
Y me besó con años de antelación para agradecer mi hospitalidad. Entonces volvió a taparse la cabeza con el delantal, y empezó a reírse otra vez de la historia del señor Barkis. Después, sacó al bebé de la cuna y lo durmió en sus brazos. Más tarde recogió la mesa y, tras cambiarse de cofia, vino con el costurero, con la cinta de medir y con el pedacito de cera, igual que antaño.
Nos sentamos junto al fuego y conversamos alegremente. Les conté lo severo que era el señor Creakle, y ellas se compadecieron de mí. Les conté lo admirable que era Steerforth, y cómo me protegía, y Peggotty dijo que sería capaz de andar veinte millas sólo para conocerlo. Cogí a mi hermanito cuando se despertó y lo acuné amorosamente entre mis brazos. Una vez que se hubo dormido, me acurruqué junto a mi madre –vieja costumbre, largo tiempo interrumpida–, rodeé su cintura con mis brazos y apoyé mi mejilla sonrosada en su hombro; y volví a sentir cómo su hermosa cabellera caía sobre mí como las alas de un ángel (recuerdo que me gustaba pensar aquello), y me sentí muy feliz.
Mientras estábamos así sentados, contemplando el fuego y admirando las extrañas figuras que formaban las brasas, llegué a pensar que jamás me había alejado de allí; que el señor y la señorita Murdstone sólo existían en mi imaginación, y se desvanecerían en cuanto el fuego se apagara; y que nada de lo que recordaba era real, excepto mi madre, Peggotty y yo.
Peggotty estuvo zurciendo hasta que no pudo ver más; y se quedó con la media en la mano izquierda, como si fuera un guante, y con la aguja en la mano derecha, preparada para dar una nueva puntada en cuanto se avivara el menor rescoldo. No alcanzo a comprender de quién podían ser aquellas medias que Peggotty remendaba a todas horas, o de dónde surgían sin cesar; pues tengo la impresión de haberla visto siempre, desde mi más tierna infancia, ocupada únicamente en esa clase de labores de aguja, sin posibilidad de dedicarse a otras.
–Me gustaría saber qué habrá sido de la tía abuela de Davy –comentó Peggotty, que a menudo sentía curiosidad por los asuntos más inesperados.
–¡Dios mío, Peggotty! –exclamó mi madre–. ¡Qué tonterías dices!
–Tiene razón, señora, pero me gustaría saberlo –insistió.
–¿Y por qué se te ha ocurrido pensar en ella? –preguntó mi madre–. ¿No podrías haber escogido a otra persona?
–No lo sé –respondió Peggotty–. Quizá sea una estúpida, pero mi cabeza es incapaz de elegir a las personas sobre las que ha de pensar. Éstas van y vienen, a su gusto. Me gustaría saber qué habrá sido de ella…
–¡Qué absurda eres! –afirmó mi madre–. Cualquiera diría que estás deseando que nos visite por segunda vez.
–¡Dios nos libre! –exclamó Peggotty.
–Entonces sé buena conmigo y deja de hablar de cosas tan desagradables –dijo mi madre–. La señorita Betsey estará sin duda encerrada en su casa de campo junto al mar, y allí seguirá. De cualquier modo, no creo que vuelva a molestarnos nunca más.
–¡No! –respondió Peggotty, pensativa–. No creo que lo haga. Pero me gustaría saber si, en caso de morir, dejaría algo a Davy.
–¡Válgame Dios! ¿Acaso te has vuelto loca, Peggotty? Con lo mal que le sentó que el pobre fuera niño…
–Tal vez estaría dispuesta a perdonarlo ahora –insinuó la buena mujer.
–¿Y por qué motivo? –inquirió mi madre, con bastante brusquedad.
–Ahora que tiene un hermano, quiero decir.
Mi madre rompió a llorar, y reprochó a Peggotty que le dijera aquello.
–¡Como si este pobre inocente que duerme en la cuna hubiera hecho algún daño, a ti o a cualquier otro! –afirmó–. Sería mejor que te casaras con el señor Barkis, el carretero. ¿Por qué no lo haces?
–Porque le daría una gran alegría a la señorita Murdstone –replicó.
–¡Qué mal carácter tienes, Peggotty! –declaró mi madre–. Tus celos de la señorita Murdstone resultan ridículos. Supongo que quieres guardar las llaves y ocuparte de todo. No me sorprendería nada que fuera así. Cuando sabes que ella lo hace sólo por generosidad y con las mejores intenciones. Lo sabes muy bien, Peggotty; lo sabes muy bien.
La pobre mujer masculló: «¡Al diablo con las buenas intenciones!», o algo parecido, y dio a entender que había demasiadas buenas intenciones rondando por la casa.
–Sé perfectamente a qué te refieres, gruñona –dijo mi madre–. Tú sabes que lo sé, y tendrías que ponerte roja como una amapola. Pero cada cosa a su tiempo. Ahora estamos hablando de la señorita Murdstone, Peggotty, y no dejaré que te vayas por las ramas. ¿No le has oído decir, una y otra vez, que soy demasiado atolondrada y demasiado…
–Bonita –sugirió Peggotty.
–Bien –prosiguió mi madre, medio riendo–, y si es tan necia para decir eso, ¿tengo yo la culpa?
–Nadie dice que la tenga –afirmó Peggotty.
–¡Eso espero! –añadió mi madre–. ¿No le has oído decir una y otra vez que, por ese motivo, desea ahorrarme muchas preocupaciones para las que, según ella, no estoy preparada? Y lo cierto es que ni yo misma sé si lo estoy. ¿Y acaso no está en pie de la mañana a la noche, siempre en danza, haciendo toda clase de faenas, husmeando por doquier, en carboneras, despensas y toda clase de lugares de lo más desagradables? ¿Cómo puedes insinuar que en todo eso no hay una especie de abnegación?
–Yo no insinúo nada –respondió Peggotty.
–Estás equivocada –exclamó mi madre–. Nunca haces otra cosa, aparte de tu trabajo. Siempre estás insinuando algo. Disfrutas con ello. Y cuando hablas de las buenas intenciones del señor Murdstone…
–Jamás hablo de ellas –protestó Peggotty.
–No hablas, te contentas con insinuar. Es precisamente lo que acabo de explicarte. Se trata de tu peor defecto. Siempre estás insinuando algo. Te he dicho hace un momento que comprendía bien tus palabras, y ya ves que estaba en lo cierto. Cuando hablas de las buenas intenciones del señor Murdstone y finges despreciarlas (pues no creo que en el fondo de tu corazón sientas lo que dices), has de comprender, al igual que he hecho yo, que éstas son realmente buenas; y no olvidar que es un hombre que actúa siempre empujado por ellas. Si parece haberse mostrado muy severo con alguien (y estoy segura, Peggotty, y tú también Davy, de que sabéis que no me refiero a ninguno de los presentes), ha sido únicamente por su bien. Él, como es natural, quiere mucho a esa persona por consideración a mí, y sólo obra así en su beneficio. Está mejor preparado que yo para juzgarla; pues soy una criatura débil, frívola e infantil, y él es firme, serio y sensato. Además, se preocupa mucho por mí –exclamó mi madre, mientras las lágrimas corrían por su rostro–, y yo debería estarle muy agradecida y mostrarme siempre sumisa, incluso en mis pensamientos; y cuando no es así, Peggotty, me arrepiento y me lo reprocho a mí misma, dudo de mis buenos sentimientos y no sé qué hacer.
Peggotty, con la barbilla apoyada en el pie de la media que estaba zurciendo, miraba silenciosa el fuego.
–Vamos –dijo mi madre, cambiando de tono–, no nos enfademos, no podría soportarlo. Si tengo alguna amiga en el mundo, sé que eres tú. Cuando te llamo necia, o te doy algún otro calificativo desagradable, sólo lo hago porque eres mi amiga más fiel, y lo has sido siempre, desde la noche en que el señor Copperfield me trajo y tú saliste a la puerta del jardín para recibirme.
Peggotty no se hizo de rogar y ratificó presurosa el tratado de amistad dándome un fuerte abrazo. Creo que entonces vislumbré hasta cierto punto el verdadero sentido de su conversación; pero ahora sé con certeza que Peggotty la inició y tomó parte en ella únicamente para que mi madre pudiera consolarse con el pequeño resumen contradictorio que se permitió hacer. Su plan resultó eficaz; pues recuerdo que mi madre pareció menos nerviosa el resto de la velada, y que Peggotty estuvo menos pendiente de ella.
Después del té, cuando atizaron el fuego de la chimenea y espabilaron las velas, leí a Peggotty un capítulo del libro de los cocodrilos, en recuerdo de los viejos tiempos (ella lo sacó de su bolsillo; quizá lo tuviera allí desde mi marcha). Luego hablamos de Salem House, y eso me llevo nuevamente a Steerforth, que era mi tema favorito. Fuimos muy felices. Y el destino quiso que esa noche, la última que pasamos juntos, cerrara para siempre aquella etapa de mi vida; y jamás podrá borrarse de mi memoria.
Eran casi las diez cuando oímos las ruedas de un carruaje. Los tres nos pusimos en pie; mi madre se apresuró a decir que era muy tarde y que, como al señor y a la señorita Murdstone les gustaba que los niños se acostaran pronto, quizá sería mejor que me fuese a la cama. Le di un beso y subí inmediatamente las escaleras con mi vela, antes de que ellos entraran. Y, mientras me dirigía al dormitorio donde había estado cautivo, tuve la impresión –empujado, sin duda, por mi imaginación infantil– de que una corriente de aire glacial penetraba con ellos en la casa, llevándose para siempre, como si fuera una pluma, el sentimiento de nuestra vieja intimidad.
Al día siguiente, me causó desazón la idea de bajar a desayunar, pues no había vuelto a ver al señor Murdstone desde mi famoso delito. Sin embargo, como no tenía más remedio, después de emprender dos o tres veces el camino, llegar a la mitad de la escalera y volver corriendo de puntillas a mi habitación, me armé de valor y entré en la sala.
El señor Murdstone estaba en pie, de espaldas a la chimenea, mientras su hermana preparaba el té. Al verme entrar, me miró fijamente, como si no me conociera.
Me dirigí a él, tras un momento de confusión.
–Le ruego que me perdone, señor. Lamento mucho mi conducta.
–Me alegra oír que estás arrepentido, David –afirmó.
Y me dio la misma mano que yo le había mordido. No pude evitar que mis ojos se detuvieran unos instantes sobre la pequeña marca escarlata que había en ella; pero mucho más enrojeció mi rostro, cuando me percaté de su siniestra expresión.
–¿Cómo está, señora? –dije a su hermana.
–¡Vaya por Dios! –suspiró la señorita Murdstone, dándome la cucharilla del bote de té, en lugar de los dedos–. ¿Y cuánto duran las vacaciones?
–Un mes, señora.
–¿A partir de cuándo?
–A partir de hoy.
–¡Oh! –exclamó la señorita Murdstone–. Entonces ya tenemos día menos.
Hizo, de ese modo, el calendario de mis vacaciones, y todas las mañanas tachaba un día. Se mostró bastante malhumorada hasta el día diez, pero cuando llegó a las dos cifras recobró la esperanza y, a medida que pasaba el tiempo, pareció incluso dichosa.
Y fue precisamente ese primer día cuando tuve el infortunio de sumirla en un estado de profunda consternación, a pesar de que no era nada propensa a esa clase de debilidades. Entré en la habitación donde mi madre y ella se encontraban sentadas; el bebé (que sólo tenía unas semanas) estaba en el regazo de mi madre, y yo lo cogí amorosamente en brazos. De pronto, la señorita Murdstone lanzó tal grito de espanto que a punto estuvo de caérseme al suelo.
–¡Jane, querida! –exclamó mi madre.
–¡Dios mío, Clara! ¿Acaso no lo estás viendo? –se quejó la señorita Murdstone.
–¿Viendo el qué, mi querida Jane? –dijo mi madre–. ¿Dónde?
–¡Lo ha cogido en brazos! –gritó la señorita Murdstone–. ¡David ha cogido al bebé en brazos!
Estaba lívida de horror; pero sacó fuerzas de flaqueza para abalanzarse sobre mí y quitármelo. Entonces cayó desvanecida; y se hallaba tan indispuesta que tuvieron que reanimarla con aguardiente de cerezas. Cuando recobró el conocimiento, me prohibió solemnemente que volviera a coger a mi hermano, bajo ningún pretexto. Mi pobre madre, aunque no estaba de acuerdo con ella, se amoldó a sus deseos.
–Sin duda tienes razón, querida Jane –exclamó, sumisa.
En otra ocasión en que estábamos los tres, el querido bebé –al que yo adoraba por mi madre– fue el motivo inocente de que la señorita Murdstone sufriera un arrebato de ira.
–¡Davy! ¡Ven aquí! –dijo mi madre, que había estado contemplando los ojos del bebé mientras lo tenía en su regazo.
Y miró los míos.
Advertí que la señorita Murdstone dejaba de ensartar las cuentas de su collar.
–La verdad es que son exactamente iguales –declaró mi madre con dulzura–. Supongo que los han heredado de mí, son del mismo color que los míos… En cualquier caso, son asombrosamente parecidos.
–¿De qué estás hablando, Clara? –preguntó la señorita Murdstone.
–Mi querida Jane –balbució mi madre, algo turbada por la dureza de su voz–, los ojos del niño y los de David son exactamente iguales.
–¡Clara! –exclamó la señorita Murdstone, levantándose indignada–. A veces estás completamente loca.
–Jane, querida –musitó mi madre.
–Completamente loca –repitió–. ¿A quién más se le ocurriría comparar el hijo de mi hermano con tu hijo? No se parecen en nada. Son completamente distintos. No tienen nada en común. Y espero que continúe siendo así. No pienso quedarme aquí sentada mientras haces semejantes comparaciones.
Y se fue muy ofendida, dando un portazo.
En pocas palabras, la señorita Murdstone no me tenía en demasiada estima. Para ser más exactos, ni ella ni nadie en aquella casa, ni siquiera yo mismo; pues los que me querían, se veían obligados a disimularlo, y los que no, lo mostraban de un modo tan ostensible que yo tenía la penosa sensación de resultar siempre necio, torpe y grosero.
Tenía la impresión de que los demás se sentían tan incómodos conmigo como yo con ellos. Cuando entraba en una habitación donde estaban conversando y mi madre parecía alegre, bastaba que yo apareciera para que una nube de inquietud cruzase por su rostro. Cuando el señor Murdstone estaba de buen humor, yo le contrariaba. Cuando la señorita Murdstone estaba de mal humor, yo la irritaba aún más. Era suficientemente perspicaz para comprender que mi madre era siempre la víctima; que tenía miedo de hablarme o de mostrarse cariñosa conmigo, por temor a que se sintieran agraviados y la reprendieran más tarde; que no sólo le aterraba ofenderlos ella, sino que lo hiciera yo y, al menor movimiento mío, observaba sus rostros con alarma. Por ese motivo, decidí alejarme lo más posible de ellos; y fueron muchas las horas invernales que oí dar al reloj de la iglesia desde mi triste dormitorio, enfrascado en un libro, mientras me arrebujaba en mi pequeño sobretodo.
Por las noches, algunas veces me sentaba en la cocina con Peggotty. Allí me sentía bien y perdía el temor a ser yo mismo. Pero en el salón no lo autorizaban. El humor sombrío que allí reinaba se lo impedía. Me consideraban aún necesario para la educación de mi pobre madre, y no dejaban que me ausentara, pues servía para ponerla a prueba.
–David –dijo un día el señor Murdstone después de cenar, cuando me disponía a abandonar la sala, como de costumbre–, lamento mucho que seas tan huraño.
–¡Tan huraño como un oso! –añadió su hermana.
Me quedé inmóvil, y bajé la cabeza.
–Has de saber, David –prosiguió el señor Murdstone–, que no hay nada más terrible que un carácter huraño y obstinado.
–Y de todas las personas que he conocido con ese carácter, este muchacho es el peor –afirmó la señorita Murdstone–. Supongo, querida Clara, que incluso tú te has dado cuenta.
–Espero que me disculpes, mi querida Jane, y que no te ofendan mis palabras –respondió mi madre–; pero ¿estás segura de que comprendes a Davy?
–Me sentiría avergonzada de mí misma, Clara –dijo la señorita Murdstone–, si no comprendiera a este muchacho, o a cualquier otro. No presumo de inteligencia, apelo a mi sentido común.
–Jane, querida –exclamó mi madre–, no cabe duda de que posees una gran lucidez…
–No, por favor, Clara; no digas eso –protestó la señorita Murdstone, enojada.
–Pero es cierto –insistió mi madre–; y todo el mundo lo sabe. Resulta tan beneficioso para mí, en todos los sentidos, que nadie puede estar más convencido que yo de ello. Por ese motivo, puedes tener la seguridad de que te lo pregunto con enorme respeto.
–De acuerdo, Clara; supongamos que no comprendo al muchacho –respondió la señorita Murdstone, colocándose bien las pequeñas esclavas que llevaba en las muñecas–. Admitamos que no lo comprendo en absoluto, que sus pensamientos son insondables para mí. Sin embargo, tal vez mi hermano sea suficientemente perspicaz para interpretar su carácter. Y creo recordar que era él quien hablaba de este asunto cuando le hemos interrumpido, de un modo bastante descortés, por otra parte.
–En mi opinión, Clara –dijo el señor Murdstone, con voz grave y apagada–, puede haber jueces mejor cualificados y más imparciales que tú en este asunto.
–Edward –repuso mi madre, tímidamente–. No pretendo ser mejor juez que tú en nada. Estáis muy por encima de mí, tanto tú como Jane. Sólo he dicho…
–Sólo has dicho algo que reflejaba tu debilidad y tu falta de consideración –replicó–. Intenta que no se repita, querida Clara, y aprende a dominarte.
Los labios de mi madre se movieron, como si contestara: «Sí, mi querido Edward». Pero ninguna de sus palabras resultó audible.
–Tal como te estaba diciendo, David –continuó el señor Murdstone, volviéndose hacia mí con frialdad–, lamento mucho que tengas un temperamento tan huraño. Es una predisposición que no puedo tolerar que se desarrolle ante mis ojos, sin hacer nada por corregirla. Tienes que intentar enmendarte.
–Perdone, señor –balbucí–. Desde mi llegada, jamás he tenido intención de mostrarme huraño.
–No te refugies en una mentira –exclamó, tan furioso que pude ver cómo mi madre extendía involuntariamente su temblorosa mano para interponerse entre los dos–. Tu retraimiento te ha hecho esconderte en tu habitación. Te has pasado allí las horas muertas, cuando tenías que haber estado con nosotros. Has de saber, de una vez para siempre, que requiero tu presencia aquí, no en tu dormitorio. Y que también te exijo obediencia. Ya me conoces, David; las cosas se harán a mi modo.
A la señorita Murdstone se le escapó una risita ahogada.
–Quiero una actitud respetuosa y solícita conmigo –prosiguió–, con Jane Murdstone y con tu madre. No permitiré que se rehúya esta estancia como si estuviera infectada, y todo por el capricho de un niño. Y ahora, ¡siéntate!
Me lo ordenó como si yo fuera un perro, y le obedecí como tal.
–Y aún no he terminado –declaró–. He observado que te sientes atraído por las compañías vulgares. No estoy dispuesto a permitir que te relaciones con los criados. La cocina no corregirá tus numerosos defectos. Y no quiero criticar a la mujer que te ampara allí, puesto que tú misma, Clara –explicó a mi madre, en voz más baja–, a consecuencia de viejos recuerdos y de antiguas quimeras, sientes por ella una debilidad que aún no has logrado superar.
–¡Lo cual es incomprensible! –se apresuró a señalar la señorita Murdstone.
–Sólo digo –continuó su hermano, dirigiéndose a mí– que desapruebo que prefieras la compañía de la señorita Peggotty, y que tienes que renunciar a ella. Creo que me has comprendido muy bien, David; ya sabes lo que ocurrirá si no acatas mis órdenes al pie de la letra.
Lo sabía perfectamente, tal vez mucho mejor de lo que él imaginaba (sobre todo en lo que se refería a mi madre), y le obedecí sin rechistar. No volví a retirarme a mi habitación, ni a buscar refugio en Peggotty; y me sentaba aburrido en la sala, día tras día, deseando que llegara la noche para irme a la cama.
¡Cuán penoso me resultaba quedarme en la misma postura durante horas y horas! No me atrevía a mover un brazo o una pierna para que la señorita Murdstone no se quejara de mi nerviosismo (como hacía con el menor pretexto), ni a levantar los ojos, por temor a tropezarme con una mirada hostil o escrutadora que encontrase algo más que reprocharme. Creía morir de aburrimiento: escuchaba el tictac del reloj; contemplaba cómo la señorita Murdstone ensartaba pequeñas y brillantes cuentas de metal; me preguntaba si algún día se casaría y, en ese caso, quién podría ser su desgraciado marido; contaba las molduras de la repisa de la chimenea; escudriñaba el techo, después de recorrer con la mirada los lazos y demás adornos del empapelado.
¡Cuántos paseos solitarios me vi obligado a dar por senderos embarrados, en medio del frío invernal! Siempre llevaba sobre mis hombros aquella sala, con el señor y la señorita Murdstone en su interior; una carga monstruosa de la que no podía liberarme, una pesadilla diurna que nada era capaz de disipar, un peso que embotaba mi inteligencia y me embrutecía.
¡Cuántas comidas en medio de un silencio embarazoso, siempre con la impresión de que sobraban unos cubiertos, los míos; un apetito, el mío; un plato y una silla, los míos; una persona, yo!
¡Y aquellas veladas interminables, cuando traían las candelas y tenía que buscarme una ocupación! Como no osaba abrir ningún libro entretenido, me devanaba los sesos con un tratado de aritmética, frío e inhumano; las tablas de pesos y medidas se entremezclaban en mi cabeza con antiguas melodías, como o ; y parecían resistirse a que yo las aprendiera, pues me entraban por un oído y me salían por otro.
¡Cuántos bostezos y cabezadas, a pesar de todos mis esfuerzos! Me despertaba sobresaltado de mis sueños furtivos; y nadie respondía jamás a mis pequeñas y escasas observaciones. Me sentía como un cero a la izquierda, al que nadie prestaba atención y que, sin embargo, era un estorbo para todos. Cuando sonaba la primera campanada de las nueve, ¡qué aliviado me sentía al oír la voz de la señorita Murdstone enviándome a la cama!
Y así fueron transcurriendo las vacaciones, hasta que una mañana la señorita Murdstone me comunicó que había llegado la víspera de mi partida, mientras me alcanzaba la última taza de té.
No lo lamenté. Me hallaba sumido en una especie de letargo; pero empecé a animarme poco a poco, impaciente por ver a Steerforth, aunque la sombra del señor Creakle estuviera tras él. El señor Barkis volvió a detenerse junto a la entrada, y la señorita Murdstone exclamó nuevamente con severidad «¡Clara!», cuando mi madre se inclinó para despedirme.
Le di un beso a ella y otro a mi hermanito, y me sentí muy desdichado; pero no por tener que marcharme, pues el abismo que ya existía entre nosotros nos obligaba a separarnos todos los días. Y no fue el abrazo que me dio lo que aún pervive en mi memoria, a pesar de su enorme ternura, sino lo que sucedió a continuación.
Estaba ya en el carro, cuando oí que mi madre me llamaba de nuevo. Asomé la cabeza y allí estaba, sola junto a la verja del jardín, levantando al bebé en sus brazos para que yo lo viera. Hacía mucho frío, pero el viento estaba en calma; y no se movió ni un cabello de su cabeza ni un pliegue de su vestido, mientras me miraba fijamente con su niño en alto.
Así la perdí. Y así la volví a ver más tarde en sueños, en el internado: una presencia silenciosa junto a mi lecho, que me miraba fijamente con su bebé en brazos.