XXXV Depresión
XXXV
Tan pronto como pude recobrar mi presencia de ánimo, que me había abandonado por completo después del golpe que supuso la noticia de mi tía, le propuse al señor Dick que viniera conmigo a la tienda de ultramarinos y tomase posesión de la cama que el señor Peggotty acababa de dejar libre. Dicho comercio se encontraba en el mercado de Hungerford, un lugar muy diferente en aquellos días. Para entrar en él, había que pasar bajo unos soportales de madera (no muy diferentes a los que tenían los viejos barómetros, delante de la casa del hombrecito y de la mujercita), que agradaron sobremanera al señor Dick. Supongo que el orgullo de hospedarse encima de aquella construcción le habría compensado de cualquier incomodidad; pero como no había nada que objetar, si exceptuamos la mezcla de aromas que ya he mencionado con anterioridad, y quizá cierta falta de espacio, lo cierto es que se mostró encantado con su alojamiento. La señora Crupp le había asegurado muy irritada que allí no había sitio ni para columpiar un gato; pero el señor Dick me dijo con gran sensatez, sentándose a los pies de la cama y balanceando una pierna:
–Sabes, Trotwood, no tengo el menor interés en columpiar un gato. Es algo que no hago nunca. Así que, ¡qué importancia tiene eso para mí!
Intenté averiguar si el señor Dick conocía las causas del repentino cambio en las finanzas de mi tía. Tal como esperaba, no sabía nada en absoluto. Lo único que pudo decirme fue que, dos días antes, ella le había preguntado:
–Veamos, Dick, ¿eres real y verdaderamente el filósofo que yo creo?
Y cuando él le había contestado que así lo esperaba, mi tía había añadido:
–Dick, estoy arruinada.
Y cuándo él había exclamado: «¿De veras?», mi tía le había cubierto de elogios, para su gran satisfacción. Y entonces habían venido a mi encuentro y, durante el viaje, habían comido emparedados y bebido cerveza negra.
El señor Dick parecía tan dichoso, sentado a los pies de la cama, balanceando una pierna y contándome todo aquello, con los ojos muy abiertos y una sonrisa de sorpresa, que me sentí empujado a explicarle –lamento reconocerlo– que la ruina significaba miseria, necesidades y privaciones; pero no tardé en arrepentirme de mi crudeza cuando su rostro palideció y las lágrimas corrieron por sus largas mejillas, mientras me miraba de un modo tan indeciblemente triste que habría sido capaz de ablandar un corazón mucho más duro que el mío. Fue más difícil para mí consolarlo de nuevo de lo que había sido robarle la alegría; y pronto comprendí (como debía haber hecho desde el principio) que su tranquilidad no había sido sino el reflejo de su fe en la más sabia y maravillosa de las mujeres, y de su confianza ilimitada en los recursos de mi intelecto. Creo que, para él, estos últimos podían hacer frente a cualquier desastre que no fuera absolutamente mortal.
–¿Qué podemos hacer, Trotwood? –dijo el señor Dick–. Tenemos el memorial…
–Por supuesto –le contesté–. Sin embargo, señor Dick, lo único que podemos hacer por ahora es poner buena cara y no dejar que mi tía advierta nuestra preocupación.
Asintió con la mayor seriedad; y me suplicó que si le veía desviarse del camino recto, aunque sólo fuera una pulgada, volviera a conducirle a él, valiéndome de alguno de esos elevados métodos con los que yo estaba tan familiarizado. Pero lamento decir que el miedo que le habían inspirado mis palabras fue superior a todos sus esfuerzos por disimularlo. No dejó de mirar a mi tía en toda la velada, con una expresión de profundo temor, como si ella adelgazara a ojos vistas. Fue consciente de eso e intentó detener los movimientos de su cabeza; pero eso no sirvió de nada, ya que empezó a mover los ojos como si fueran piezas de un artilugio mecánico. Durante la cena, le vi contemplar la hogaza (que aquel día era bastante pequeña) como si fuera lo único que se interpusiera entre nosotros y el hambre; y cuando mi tía insistió en que cenara como de costumbre, me di cuenta de que escondía trozos de pan y de queso en el bolsillo, destinados, sin la menor duda, a devolvernos las fuerzas cuando estuviéramos a punto de morir de inanición.
Mi tía, por el contrario, hacía gala de una gran serenidad, lo que era una lección para todos nosotros (al menos para mí, de eso estoy seguro). Se mostró sumamente amable con Peggotty, excepto cuando, de forma atolondrada, la llamé por su nombre; y, a pesar de lo poco que le gustaba Londres, pareció sentirse como en casa. Ella dormiría en mi cama y yo en el sofá de la sala, a fin de custodiarla. Consideró una gran ventaja hallarse tan cerca del río, en caso de incendio; y supongo que esa circunstancia la alegraba de veras.
–Trot, querido –dijo mi tía, cuando me dispuse a prepararle su bebida nocturna–. ¡No!
–¿No quiere nada, tía?
–Nada de vino, querido. Cerveza.
–Pero tenemos vino, tía. Y es lo que usted toma siempre…
–Será mejor que lo guardes, por si alguien enferma –exclamó ella–. Debemos gastarlo con cuidado, Trot. Tomaré cerveza. Media pinta.
Pensé que el señor Dick iba a desmayarse. Como mi tía estaba firmemente decidida, salí a comprar la cerveza. Era tan tarde que Peggotty y el señor Dick aprovecharon para marcharse juntos a la tienda de ultramarinos. Me despedí de él en la esquina de la calle, ¡pobrecillo! Con la cometa a la espalda, era la viva imagen de la miseria humana.
Cuando regresé, mi tía se paseaba de un lado a otro de la estancia, plisando los bordes de su gorro de dormir con los dedos. Calenté la cerveza y tosté la rebanada de pan, según las inexorables normas establecidas. Cuando todo estuvo listo para ella, ella estuvo lista para el refrigerio, con el gorro de dormir puesto y el camisón doblado por encima de sus rodillas.
–Querido –dijo mi tía, después de tomar una cucharada–; es mucho mejor que el vino. Bastante menos indigesto.
Debí de mirarla con escepticismo, pues ella añadió:
–¡Vamos, vamos, hijo! Si lo peor que nos sucede es tener que beber cerveza, podemos darnos con un canto en los dientes.
–Estoy seguro de que pensaría eso, si se tratara de mí.
–¿Y por qué no lo piensas? –quiso saber ella.
–Porque usted y yo somos muy diferentes –respondí.
–¡Qué tontería, Trot! –exclamó.
Mi tía continuó con aire de tranquila complacencia, sin la menor afectación, bebiendo la cerveza caliente con la ayuda de una cuchara y mojando las tiras de pan.
–Trot, por lo general no me gustan las caras nuevas, pero tu Barkis me agrada bastante, ¿sabes?
–¡Oírle decir eso es mejor que un regalo de cien libras! –dije.
–¡Qué mundo de locos! –afirmó ella, rascándose la nariz–. ¿Cómo ha podido vivir con semejante nombre? Es inexplicable. Sería mucho más fácil, en mi opinión, nacer con el apellido Jackson, o algo parecido.
–Quizá ella opine lo mismo; no tiene ninguna culpa –señalé.
–Supongo que no –repuso mi tía, más bien a regañadientes–, pero es muy irritante. Sin embargo, se llama Barkis. Es un consuelo. Barkis te quiere con toda su alma, Trot.
–Estoy convencido de que haría cualquier cosa para demostrarlo –exclamé.
–Cualquier cosa, así lo creo –repitió mi tía–. La pobre mujer no ha cesado de pedirme y suplicarme que aceptara una parte de su dinero… pues asegura que a ella le sobra. ¡Será ingenua!
Por el rostro de mi tía corrían lágrimas de alegría que terminaban cayendo en su cerveza.
–Es la criatura más ridícula del mundo –prosiguió–. Lo supe desde el primer momento en que la vi con esa niña dulce y desdichada que fue tu madre. Pero Barkis ¡tiene muchas cosas buenas!
Fingió reírse, y aprovechó la ocasión para llevarse la mano a los ojos. Después de esto, retomó al mismo tiempo su tostada y su discurso.
–¡Ah! ¡Que el Señor se apiade de nosotros! –suspiró mi tía–. ¡Lo sé todo, Trot! Barkis y yo tuvimos una larga conversación mientras estabas fuera con el señor Dick. Lo sé todo. Por lo que a mí respecta, no sé qué esperan conseguir esas infortunadas muchachas. Me extraña que no se rompan la cabeza contra… contra la repisa de la chimenea.
Probablemente se le ocurrió esa idea porque estaba contemplando la que había en casa.
–¡Pobre Emily! –exclamé.
–¡Vamos, Trot! Nada de pobre… –respondió mi tía–. Tendría que haberlo pensado bien, antes de causar tanto sufrimiento. Dame un beso, querido. Lamento que hayas tenido una experiencia así, siendo tan joven.
Al inclinarme hacia ella, apoyó su vaso en la rodilla para detenerme.
–¡Oh, Trot, Trot! Y tú crees estar enamorado, ¿no es así?
–¿Creo? –exclamé, rojo como la grana–. ¡La adoro con toda mi alma, tía!
–¡Claro, Dora! Y supongo que ahora me dirás que es una criatura fascinante, ¿verdad? –dijo ella.
–Mi querida tía –contesté–, nadie puede imaginar siquiera lo maravillosa que es.
–¡Ah! ¿Y seguro que no es tonta? –preguntó.
–¿Tonta, tía?
Tengo el convencimiento de que jamás se me había pasado por la cabeza semejante suposición. Me sentí dolido, como es natural; pero la absoluta novedad de aquella idea fue, en cierto sentido, un golpe para mí.
–¿Ni frívola? –inquirió mi tía.
–¿Frívola, tía?
No pude sino repetir tan atrevida suposición con el mismo sentimiento con que había repetido su pregunta anterior.
–¡Está bien! ¡Está bien! –exclamó mi tía–. Sólo lo pregunto. No quiero menospreciarla. ¡Pobre parejita! De modo que creéis haber nacido el uno para el otro y estar destinados, como dos hermosos pasteles, a vivir en una fiesta, ¿no es así, Trot?
Se dirigió a mí con tanto cariño y tanta dulzura, medio en serio medio en broma, que no pude evitar conmoverme.
–Somos jóvenes e inexpertos, tía, lo sé bien –repliqué–; y estoy convencido de que decimos y pensamos muchas tonterías. Pero nos amamos sinceramente, de eso estoy seguro. Si yo creyera que Dora podría algún día amar a otro hombre o dejar de amarme; o que yo podría algún día amar a otra mujer o dejar de amarla; no sé lo que haría… ¡supongo que me volvería loco!
–¡Ay, Trot! –dijo mi tía, moviendo la cabeza y sonriendo gravemente–. ¡Estás ciego, ciego, ciego!
»Conozco a alguien, Trot –prosiguió mi tía, después de una pausa–, que, a pesar de su carácter flexible, es tan firme en sus afectos como aquella pobre niña que fue tu madre. Seriedad es lo que ese alguien necesita encontrar, para sostenerle y mejorarle. Una seriedad profunda, verdadera y leal.
–Si supiera, tía, lo seria que es Dora –protesté.
–¡Oh, Trot! –exclamó de nuevo–. ¡Estás ciego, ciego!
Y, sin saber por qué, tuve la vaga sensación de que había perdido o me faltaba algo, como si la sombra de una nube hubiera pasado sobre mí.
–Sin embargo –dijo mi tía–, no quiero desilusionar ni hacer desgraciados a dos jóvenes; así, pues, aunque se trate de uno de esos idilios entre dos niños que, con frecuencia (como verás, no digo siempre), no conducen a nada, lo tomaremos muy en serio y esperaremos un feliz desenlace. ¡Tenemos mucho tiempo para que prospere!
No es que sus palabras constituyeran un gran consuelo para un amante apasionado; pero me alegré de que mi tía estuviera enterada de la situación, y comprendí que se encontraba muy cansada. De modo que le agradecí efusivamente aquella muestra de su afecto, así como todas las atenciones que tenía conmigo; y, después de darnos cariñosamente las buenas noches, se dirigió con el gorro de dormir a mi dormitorio.
¡Qué desdichado me sentí al acostarme! No podía dejar de pensar en mi pobreza, y en lo que el señor Spenlow opinaría de ella; en que mi posición no era la que creía cuando me había declarado a Dora; en la necesidad de contarle a mi amada, como un caballero, cuál era mi verdadera situación, a fin de liberarla de su compromiso, si así lo deseaba; en cómo me las arreglaría para vivir hasta el final de mi contrato, sin recibir el menor salario; en qué podría hacer para ayudar a mi tía, aunque no se me ocurría nada; en que no dispondría de dinero, y tendría que llevar un abrigo raído, y no podría hacer pequeños regalos a Dora, ni cabalgar en hermosos caballos grises, ni tener ante ella un aspecto agradable. Por muy mezquino y egoísta que fuera dar tantas vueltas a mi sufrimiento (y bien sabe Dios cuánto me atormentaba ser consciente de ello), estaba tan enamorado de Dora que no podía evitarlo. Sabía que era una ruindad por mi parte no pensar más en mi tía y menos en mí; pero el egoísmo era inseparable de Dora, y me sentía incapaz de apartarla para colocar en su lugar a otra criatura mortal. ¡Qué increíblemente desdichado me sentí aquella noche!
Tuve toda clase de pesadillas que guardaban relación con mi pobreza, pero parecía soñar sin haberme quedado previamente dormido. Tan pronto me veía vestido de harapos, intentando vender cerillas a Dora, seis cajas por medio penique, como estaba en los Commons, con mi camisa de dormir y mis botas, y el señor Spenlow me reprochaba aparecer ante los clientes con aquel atuendo tan ligero; tan pronto recogía con avidez las migajas que caían del bizcocho que el viejo Tiffey comía todos los días cuando el reloj de Saint Paul daba la una, como trataba en vano de sacar una licencia de matrimonio para casarme con Dora, sin tener nada que ofrecer a cambio salvo los guantes de Uriah Heep, que los Commons se negaban unánimemente a aceptar; y, mientras tanto, era más o menos consciente de seguir en mi propia habitación, y me agitaba como un navío en peligro en medio de un océano de ropas de cama.
Mi tía parecía también bastante intranquila, pues la oí andar con frecuencia de un lado a otro del dormitorio. A lo largo de la noche, apareció en mi habitación en dos o tres ocasiones, como un alma en pena, ataviada con una larga bata de franela con la que parecía medir siete pies de altura, y tomó asiento cerca del sofá donde yo dormía. La primera vez me incorporé alarmado, y ella me comunicó que, al advertir cierto resplandor en el cielo, había deducido que la Abadía de Westminster estaba en llamas. Deseaba, asimismo, consultarme si el fuego llegaría a Buckingham Street, en caso de que cambiara el viento. Después de lo cual, como yo no me movía, la oí sentarse junto a mí y murmurar: «¡Pobre muchacho!». Y entonces me sentí veinte veces más desgraciado, al comprender lo generosa que era ella al preocuparse de mí, y lo egoísta que era yo al no preocuparme de ella.
Me costaba creer que una noche tan larga para mí pudiera ser corta para otros. A raíz de esa reflexión, empecé a imaginar y a imaginar una fiesta en la que los invitados pasaban las horas bailando, hasta que esos pensamientos también formaron parte del mundo de los sueños; y oía cómo los músicos tocaban sin cesar la misma melodía, y veía cómo Dora bailaba sin cesar la misma danza, sin hacerme el menor caso. El hombre que había tocado el arpa durante toda la noche estaba tratando en vano de cubrir su instrumento con un gorro de dormir, de tamaño ordinario, cuando me desperté; aunque más bien debería decir cuando renuncié a intentar dormirme, y los rayos de sol entraron, finalmente, por la ventana.
Había por aquel entonces (y tal vez sigan existiendo), al final de una de las calles que salen al Strand, unos viejos baños romanos, en cuyas frías aguas me había zambullido con frecuencia. Después de vestirme lo más silenciosamente posible y de dejar a Peggotty al cuidado de mi tía, me tiré de cabeza en ellas y fui dando un paseo hasta Hampstead. Tenía la esperanza de que aquel tratamiento tan enérgico me refrescara un poco las ideas; y creo que me sentó bien, pues no tardé en llegar a la conclusión de que el primer paso que debía dar era intentar que se anulase mi contrato de aprendizaje y que nos devolvieran la suma entregada. Desayuné en el Heath, y regresé andando a los Doctors’ Commons por unas carreteras cubiertas de rocío, entre el aroma de las flores veraniegas, que crecían en los jardines o que los vendedores ambulantes llevaban a la ciudad sobre sus cabezas; estaba decidido a realizar aquel primer esfuerzo para hacer frente a nuestra nueva situación.
Llegué tan temprano a la oficina, a pesar de todo, que me vi obligado a deambular durante media hora antes de que el viejo Tiffey, siempre el primero en llegar, apareciera con su llave. Entonces me senté en mi oscuro rincón, y empecé a mirar el reflejo del sol sobre los tubos de las chimeneas de enfrente y a pensar en Dora, hasta que el señor Spenlow entró, impecablemente vestido y con sus patillas rizadas.
–¿Cómo está, Copperfield? –dijo–. ¡Hermosa mañana!
–Muy hermosa, señor –respondí–. ¿Podría hablar un momento con usted antes de que se vaya al Tribunal?
–Desde luego –contestó–. Pase a mi despacho.
Le seguí hasta allí, y empezó a ponerse la toga y a arreglarse ante un pequeño espejo colgado tras la puerta de un armario.
–Lamento comunicarle que he tenido noticias bastante desalentadoras de mi tía.
–¡No! –exclamó–. ¡Dios mío! Espero que no se trate de una parálisis.
–No están relacionadas con su salud, señor –repliqué–. Ha sufrido cuantiosas pérdidas. En realidad, apenas le queda dinero.
–Me deja a… tónito, Copperfield –señaló el señor Spenlow.
Moví la cabeza.
–Lo cierto, señor, es que su situación ha cambiado tanto que deseaba preguntarle si no sería posible… sacrificando nosotros una parte de la suma entregada, desde luego –añadí impulsivamente, al ver su rostro carente de expresión–, rescindir mi contrato de aprendizaje.
Nadie puede imaginar lo que me costó hacerle esa propuesta. Era igual que pedirle, como un favor, que me desterrara lejos de Dora.
–¿Rescindir su contrato de aprendizaje, Copperfield? ¿Rescindirlo?
Le expliqué con cierta firmeza que no sabía cómo iba a subsistir, a menos que me ganara personalmente la vida. No tenía miedo del futuro, le aseguré (e insistí en ese punto, a fin de que comprendiera que yo podía ser un yerno muy deseable), pero, de momento, no tenía más recursos que los míos.
–Siento muchísimo oírle decir eso, Copperfield –exclamó el señor Spenlow–. Lo siento muchísimo. No es habitual rescindir un contrato de aprendizaje por semejante motivo. No se actúa así en nuestra profesión. No sienta un buen precedente. Todo lo contrario. Al mismo tiempo…
–Es usted muy bondadoso, señor –murmuré, contando con su generosidad.
–En absoluto. Olvide eso –respondió el señor Spenlow–. Al mismo tiempo, como iba a decirle, si no tuviera las manos atadas… si no tuviera un socio… el señor Jorkins…
Mis esperanzas se desvanecieron en un instante, pero hice otro esfuerzo.
–¿Cree usted, señor –le pregunté–, que si yo hablara con el señor Jorkins…?
El señor Spenlow movió la cabeza con pesimismo.
–¡Dios me libre, Copperfield, de ser injusto con nadie, y menos con el señor Jorkins! Pero conozco bien a mi socio, Copperfield. El señor Jorkins es un hombre dispuesto a comprender una proposición de esta naturaleza. El señor Jorkins se resiste a salir del camino trillado. ¡Usted sabe cómo es!
Vive Dios que no sabía nada de él, excepto que con anterioridad había llevado solo el negocio y que ahora vivía solo en una casa cerca de Montagu Square, terriblemente necesitada de una mano de pintura; que venía a trabajar muy tarde y se marchaba muy pronto; que nadie parecía consultarle nunca nada; y que su despacho era un pequeño agujero, sucio y oscuro, en el piso superior, donde jamás se tramitaba ningún asunto y donde se veía sobre la mesa un viejo y amarillento bloc de dibujo, sin una sola mancha de tinta, y que, según rumoreaban, llevaba allí veinte años.
–¿Le importaría que hablase con él, señor? –inquirí.
–Por supuesto que no –repuso el señor Spenlow–. Pero conozco bien al señor Jorkins, Copperfield. Ojalá fuera de otro modo, pues no sabe cuánto me agradaría complacerlo. Pero no tengo el menor inconveniente en que hable con él, Copperfield, si cree que puede servir de algo.
Una vez conseguido su permiso, que acompañó de un caluroso apretón de manos, volví a sentarme en mi rincón, y empecé a pensar en Dora y a mirar el reflejo del sol sobre los tubos de las chimeneas que bajaban por el muro de enfrente, hasta que llegó el señor Jorkins. Entonces subí a su despacho, y el anciano fue incapaz de disimular la sorpresa que le causó mi visita.
–Pase, señor Copperfield, pase –dijo el señor Jorkins.
Entré, tomé asiento y expuse mi caso al señor Jorkins, casi del mismo modo en que se lo había expuesto al señor Spenlow. El señor Jorkins estaba muy lejos de ser el personaje terrible que cualquiera habría supuesto; era un hombre de sesenta años, grande, barbilampiño y de carácter apacible, tan aficionado al rapé que en los Commons se rumoreaba que vivía básicamente de dicho estimulante, y que apenas quedaba espacio en su organismo para otro alimento.
–Supongo que habrá comentado esto con el señor Spenlow, ¿no es así? –preguntó el señor Jorkins, después de escucharme, con gran inquietud, hasta el final.
Le contesté que sí y le dije que el señor Spenlow me había hablado de él.
–¿Le dijo que yo me opondría? –inquirió el señor Jorkins.
Me vi obligado a admitir que el señor Spenlow lo había considerado probable.
–Lamento comunicarle, señor Copperfield, que no puedo aceptar su propuesta –exclamó el señor Jorkins, muy nervioso–. La verdad es… que me esperan en el banco; si tiene usted la bondad de disculparme.
Después de estas palabras, se apresuró a ponerse en pie; y, cuando se disponía a salir del despacho, tuve la osadía de expresarle mi temor de que el asunto, entonces, no tuviera solución.
–¡No! –exclamó el señor Jorkins, deteniéndose en la puerta y moviendo la cabeza–. ¡Oh, no! Yo me opongo, ¿sabe? –dijo con precipitación antes de salir–. Debe comprender, señor Copperfield –añadió, asomándose de nuevo con aire angustiado–, que si el señor Spenlow se opone…
–Personalmente, no se opone, señor –afirmé.
–¡Oh! ¡Personalmente! –repitió el señor Jorkins con impaciencia–. Le aseguro que existe una objeción, señor Copperfield. ¡Es inútil que insista! Lo que desea es imposible. Yo… realmente tengo una cita en el banco.
Y se fue literalmente corriendo; creo recordar que estuvo tres días sin aparecer por los Commons.
Como quería intentarlo todo y no dejar piedra por mover, esperé el regreso del señor Spenlow y le describí lo ocurrido, dándole a entender que no había perdido la esperanza de que lograra ablandar al inexorable Jorkins, si emprendía la tarea.
–Copperfield –respondió el señor Spenlow, con una sonrisa llena de astucia–. Usted no conoce a mi socio, el señor Jorkins, desde hace tanto tiempo como yo. Nada más lejos de mi pensamiento que acusarlo de hipocresía. Pero el señor Jorkins tiene un modo de expresar sus objeciones que con frecuencia engaña a la gente. ¡No, Copperfield! –prosiguió, moviendo la cabeza–. El señor Jorkins no dará su brazo a torcer, puede creerme.
Completamente aturdido entre el señor Spenlow y el señor Jorkins, no acababa de comprender qué socio se oponía; pero sí veía con suficiente claridad que la firma seguiría en sus trece y que yo jamás recuperaría las mil libras de mi tía. Sumido en el desánimo, lo que estoy lejos de recordar con satisfacción, pues sé que era demasiado egoísta (aunque siempre a causa de Dora), abandoné los Commons y me dirigí a casa.
Estaba tratando de prepararme para lo peor y de imaginar bajo los colores más sombríos las medidas que nos veríamos obligados a adoptar para el futuro, cuando un carruaje de alquiler se detuvo a mi lado y me hizo levantar los ojos. Alguien me tendió una hermosa mano desde la ventanilla; y el rostro que jamás he contemplado sin experimentar serenidad y alegría, desde que se volvió por primera vez hacia mí en la vieja escalera de roble de ancha balaustrada, cuando asocié su dulce belleza a las vidrieras de una iglesia, me sonreía.
–¡Agnes! –exclamé alborozado–. ¡Mi querida Agnes! ¡Qué alegría verte, precisamente a ti!
–¿De veras? –preguntó con su voz cordial.
–¡He de contarte tantas cosas! –señalé–. ¡Me siento mucho mejor sólo con mirarte! Si hubiera tenido una varita mágica, eres la primera persona a la que habría deseado ver.
–¿Cómo dices? –bromeó ella.
–Bueno, tal vez a Dora primero –admití, sonrojándome.
–Por supuesto que a Dora primero; así lo espero –afirmó Agnes, riéndose.
–¡Pero tú habrías sido la segunda! –aseguré–. ¿Dónde vas?
Ella iba a mi apartamento para visitar a mi tía. Como hacía muy buen tiempo, se alegró de salir del coche de alquiler, que olía peor que un establo recalentado por el sol (yo había tenido la cabeza en el interior mientras conversábamos). Despedí al cochero; y ella tomó mi brazo y seguimos andando juntos. Ella era la encarnación de la Esperanza para mí. ¡Cuán diferente me sentí en seguida, al llevar a Agnes a mi lado!
Mi tía le había escrito una de esas extrañas y lacónicas misivas, apenas más extensas que un billete, a las que solían reducirse sus esfuerzos epistolares. Le anunciaba en ella su infortunio y añadía que se marchaba de Dover para siempre, pero que estaba tan decidida y se encontraba tan bien que nadie debía preocuparse por ella. Agnes había venido a Londres a ver a mi tía, ya que una simpatía recíproca las unía desde hacía muchos años: desde el momento en que yo me había instalado en casa del señor Wickfield. No estaba sola en la ciudad, me dijo. Su padre se encontraba con ella… y Uriah Heep.
–¡Y ahora son socios! –exclamé–. ¡Maldito sea!
–Sí –repuso Agnes–. Tenían que resolver un asunto, y yo he aprovechado para venir con ellos. No creas que mi visita es únicamente amistosa y desinteresada, Trotwood, pues… aunque temo que mis prejuicios sean injustos… no me gusta dejar a papá a solas con Uriah.
–¿Sigue ejerciendo la misma influencia sobre el señor Wickfield, Agnes?
Ella movió la cabeza.
–Todo ha cambiado tanto –contestó– que difícilmente reconocerías nuestro viejo y querido hogar. Ellos viven ahora con nosotros.
–¿Ellos? –repetí.
–El señor Heep y su madre. Él duerme en tu antigua habitación –dijo Agnes, mirándome al rostro.
–¡Ojalá tuviera el control de sus sueños! –exclamé–. No dormiría ahí mucho tiempo.
–Yo sigo en mi pequeño dormitorio –prosiguió Agnes–, donde antes hacía los deberes. ¡Cómo pasa el tiempo! ¿Te acuerdas? El cuartito revestido con paneles que daba a la sala.
–¡Que si me acuerdo, Agnes! La primera vez que te vi, ¿no fue delante de esa puerta con tu original cestito de llaves en el costado?
–Todavía lo tengo –repuso Agnes, sonriendo–. Me alegro de que lo recuerdes con cariño. Éramos muy felices.
–Sí que lo éramos –afirmé.
–He conservado esa habitación para mí; pero no puedo dejar a la señora Heep siempre sola, ¿sabes? –dijo tranquilamente–. Me siento obligada a hacerle compañía, cuando preferiría estar sola. Pero no tengo ningún otro motivo para quejarme de ella. Si algunas veces me cansa es porque está siempre elogiando a su hijo, lo cual es natural en una madre. Él se porta muy bien con ella.
Observé a Agnes cuando pronunció estas palabras, y comprendí que desconocía las intenciones de Uriah. Su mirada dulce, aunque llena de gravedad, se cruzó con la mía sin perder su maravillosa franqueza, y su amable rostro no experimentó el menor cambio.
–El principal inconveniente de que vivan en casa –prosiguió Agnes– es que no puedo estar tan cerca de papá como quisiera, ya que Uriah pasa demasiado tiempo con nosotros; eso me impide velar por él (si no es demasiado presuntuoso por mi parte utilizar esa expresión) como me gustaría. Sin embargo, si alguien planea engañarlo y traicionarlo, espero que el amor y la verdad acaben saliendo victoriosos. Sí… espero que el amor y la verdad acaben saliendo victoriosos sobre todas las injusticias y las desgracias de este mundo.
Aquella radiante sonrisa que jamás había contemplado en ningún otro semblante se apagó mientras yo seguía admirando su bondad y recordando lo familiar que había sido en otro tiempo para mí; y Agnes me preguntó, cambiando bruscamente de expresión (estábamos muy cerca de casa), si sabía en qué circunstancias había perdido mi tía su fortuna. Cuando le respondí que todavía no me había contado los detalles, Agnes se quedó pensativa; y tuve la sensación de que su brazo temblaba bajo el mío.
Encontramos a mi tía sola y bastante alterada. Había surgido cierta diferencia de opiniones entre ella y la señora Crupp sobre una cuestión abstracta (la conveniencia de que el sexo débil residiera en unas habitaciones de soltero); y mi tía, completamente indiferente a los espasmos de la señora Crupp, había cortado de forma tajante la discusión, diciendo a dicha dama que olía a mi coñac y rogándole que saliera de allí. La señora Crupp consideró ambas expresiones insultantes, y había expresado su intención de llevarla ante un jurado británico…, lo que supongo que significaría llevarlas ante el bastión de nuestras libertades nacionales.
Mi tía, sin embargo, había tenido tiempo de calmarse mientras Peggotty enseñaba al señor Dick la Guardia Real Montada; además, se alegró mucho de ver a Agnes y, vanagloriándose casi de su disputa, nos recibió de un humor excelente. Cuando Agnes dejó su sombrero encima de la mesa y se sentó junto a ella, no pude evitar pensar, viendo su mirada serena y su frente luminosa, lo natural que resultaba tenerla allí; cuán ciegamente confiaba en ella mi tía, a pesar de su juventud e inexperiencia; y la fuerza que le daban su sinceridad y su cariño.
Empezamos a hablar de las pérdidas de mi tía, y yo les conté lo que había tratado de hacer aquella mañana.
–Has sido muy poco juicioso, Trot –exclamó mi tía–, aunque tu intención era buena. Eres un muchacho generoso (aunque supongo que ya debería considerarte todo un hombre) y estoy orgullosa de ti, querido. En ese aspecto, todo va bien. Y ahora, Trot y Agnes, examinemos de frente el caso de Betsey Trotwood y veamos cuál es su situación.
Me di cuenta de que Agnes palidecía y clavaba sus ojos en mi tía. Esta última, acariciando su gato, miró a la joven con idéntica atención.
–Betsey Trotwood –dijo mi tía, que siempre había guardado para sí los asuntos monetarios–, y no me refiero a tu hermana, querido Trot, sino a mí misma, tenía una pequeña fortuna. Poco importa saber a cuánto ascendía; lo suficiente para vivir. E incluso más, pues había conseguido ahorrar algo, incrementando así su capital. Durante algún tiempo, Betsey tuvo su dinero en fondos del Estado; pero después, siguiendo los consejos de su gestor de negocios, lo invirtió en créditos hipotecarios. La idea fue un éxito y le reportó considerables beneficios, hasta que las hipotecas fueron levantadas y le devolvieron el dinero. Estoy hablando de Betsey como si fuera un buque de guerra. ¡Bien! Entonces Betsey se vio obligada a buscar un nuevo lugar donde invertir su capital. Pensó que sabía más del asunto que su gestor de negocios, que no seguía tan lúcido como en otros tiempos –me refiero a tu padre, Agnes– y decidió administrar personalmente su fortuna. De modo que se llevó sus cerdos a un mercado extranjero –prosiguió mi tía–; y el resultado fue desastroso. Primero perdió dinero en el negocio de las minas y después, tratando de recuperar tesoros del fondo del mar y otras locuras por el estilo –explicó mi tía, frotándose la nariz–; y entonces volvió a perder en el negocio de las minas y, finalmente, para arreglar las cosas, se quedó sin lo que había invertido en el banco. Desconozco el valor que tuvieron los dividendos durante algún tiempo –añadió–, creo que nunca bajaron del cien por cien; pero el banco estaba en el otro extremo del mundo y, por lo que sé, pareció volatilizarse. En cualquier caso, quebró, y jamás querrá ni podrá pagar una sola moneda de seis peniques; y todas las monedas de seis peniques de Betsey estaban allí, y sanseacabó. ¡Cuanto menos hablemos del asunto, mejor!
Mi tía concluyó este filosófico resumen, fijando una mirada triunfal en Agnes, que poco a poco recobraba su color habitual.
–Querida señorita Trotwood, ¿es ésa toda la historia? –preguntó Agnes.
–Creo que es más que suficiente, pequeña –respondió mi tía–. Si hubiera tenido más dinero que perder, supongo que la historia no habría terminado. Betsey habría encontrado el medio de seguir tirándolo y ahora podríamos escribir un nuevo capítulo, no me cabe la menor duda. Pero se acabó el dinero, de modo que ¡fin de la historia!
Al principio, Agnes la había escuchado conteniendo el aliento. Ahora palidecía y enrojecía como antes, pero respiraba con más libertad. Creí adivinar el motivo. Supuse que había temido que su infortunado padre fuera, en cierto modo, culpable de lo ocurrido. Mi tía cogió la mano de Agnes entre las suyas y se echó a reír.
–¿Es eso todo? –repitió mi tía–. Pues claro que sí, a menos que queramos añadir: «Y desde entonces vivió siempre feliz». Quizá un día de éstos podamos decir eso de Betsey. Y ahora, Agnes, eres una joven muy juiciosa. Y tú también, Trot, para algunas cosas, aunque no siempre puedo dedicarte ese cumplido –y al decir esto movió la cabeza y me miró con su habitual energía–. ¿Qué podemos hacer? Veamos, la casa de Dover puede reportarnos unas setenta libras anuales. De eso estoy segura. ¡Bien!… ¡Y eso es todo cuanto tenemos! –señaló mi tía, que, como algunos caballos, tenía la particularidad de frenar en seco cuando parecía haberse lanzado a la carrera.
»Luego está el señor Dick –prosiguió mi tía, después de una pausa–. Tiene cien libras al año, pero naturalmente están reservadas para él. Preferiría alejarlo de mi lado, aunque sé que soy la única persona que lo aprecia, que gastarme su dinero. ¿Qué podemos hacer Trot y yo para salir adelante con nuestros escasos medios? ¿Qué opinas, Agnes?
–Yo opino –exclamé, adelantándome a su respuesta– ¡que tengo que hacer algo!
–¿Quieres decir alistarte como soldado? –inquirió mi tía, alarmada–. ¿O enrolarte en un barco? No quiero ni oír hablar de eso. Tú serás procurador eclesiástico. En esta familia no permitiremos que nadie nos golpee en la cabeza, ¿entendido, caballero?
Estaba a punto de contestarle que no tenía el menor deseo de introducir ese medio de subsistencia en la familia cuando Agnes preguntó si mi apartamento estaba alquilado por mucho tiempo.
–Ahí está el problema, querida –repuso mi tía–. No podemos dejarlo por lo menos hasta dentro de seis meses, a menos que nos permitan subarrendarlo, cosa que dudo. El último inquilino murió aquí. Cinco de cada seis personas morirían aquí… desde luego… por culpa de esa mujer con el vestido de nanquín y las enaguas de franela. Tengo una pequeña cantidad de dinero en efectivo; y estoy de acuerdo contigo, lo mejor que podemos hacer es seguir aquí hasta entonces, y encontrar una habitación para el señor Dick en los alrededores.
Me sentí en la obligación de recordarle cuán molesto sería para ella vivir en continua guerra de guerrillas contra la señora Crupp; pero mi tía rechazó esa objeción de forma perentoria, declarando que, a la primera señal de hostilidades, daría tal susto a nuestra casera que no se recuperaría en la vida.
–He pensado, Trotwood –dijo Agnes, vacilando–, que si tuvieras tiempo…
–Tengo tiempo de sobra. Siempre estoy libre a partir de las cuatro o de las cinco de la tarde; y también por la mañana, a primera hora. Entre una cosa y otra –afirmé, consciente de que me ruborizaba un poco al recordar la cantidad de horas que había pasado vagabundeando por la ciudad y yendo y viniendo por la carretera de Norwood–, dispongo de mucho tiempo.
–Sé que no te disgustaría –exclamó, acercándose a mí y hablando con una voz tan suave, dulce y llena de optimismo que todavía me parece estar oyéndola– ocupar un puesto de secretario.
–¿Disgustarme, Agnes?
–El caso es que el doctor Strong –prosiguió mi amiga– se ha jubilado, como era su intención, y ha venido a vivir a Londres. Tengo entendido que le ha pedido a papá si podía recomendarle un secretario. ¿No crees que preferiría tener cerca de él a su alumno predilecto, antes que a cualquier otro?
–¡Mi querida Agnes! ¿Qué haría sin ti? Eres siempre mi ángel bueno. Te lo dije hace tiempo. Jamás pienso en ti de otro modo.
Agnes me respondió con su risa melodiosa que un ángel bueno (refiriéndose a Dora) era suficiente; y me recordó que el doctor tenía la costumbre de trabajar en su estudio a primera hora de la mañana y al anochecer, por lo que probablemente mis horas libres se ajustarían muy bien a sus necesidades. No sé si me alegró más la perspectiva de ganarme la vida o la esperanza de hacerlo al lado de mi antiguo director; en pocas palabras, siguiendo los consejos de Agnes, escribí una misiva al doctor, en la que le expresaba mis deseos y le anunciaba mi visita al día siguiente, a las diez de la mañana. Dirigí la carta a Highgate, pues vivía en aquel lugar tan memorable para mí, y, sin perder un minuto, fui a llevarla personalmente a la oficina de correos.
Dondequiera que estuviese Agnes, se respiraba en el ambiente la huella beneficiosa de su serena presencia. Cuando volví a casa, encontré colgada la jaula de mi tía, exactamente igual que en el ventanal del salón de Dover, donde había pasado tantos años; y mi butaca, mucho más incómoda que la de mi tía, se hallaba, asimismo, junto a la ventana abierta; incluso el enorme abanico verde, que mi tía había traído con ella, estaba sujeto al alféizar de la ventana. Adiviné quién había colocado todos aquellos objetos, simplemente porque parecían haberse colocado solos; y habría adivinado en seguida quién había ordenado mis libros del mismo modo que cuando era estudiante, aunque hubiese creído que Agnes estaba a muchas millas de distancia, en lugar de verla atareada con ellos, sonriendo al contemplar aquel caos.
Mi tía tenía palabras de elogio para el Támesis (lo cierto es que estaba muy bonito cuando le daba el sol, aunque no podía compararse con el mar que se veía desde su casa de Dover), pero se mostraba implacable con el humo de Londres, que, según ella, «lo sazonaba todo con pimienta». Y, por culpa de esa pimienta, se estaba llevando a cabo una verdadera revolución –en la que Peggotty jugaba un papel destacado– en todos los rincones de mi apartamento; yo las miraba, pensando lo poco que parecía hacer Peggotty con tanto ir y venir, y lo mucho que hacía Agnes sin armar tanto revuelo, cuando alguien llamó a la puerta.
–Creo que es papá –dijo Agnes, palideciendo–. Me prometió que vendría.
Abrí la puerta, y no sólo dejé entrar al señor Wickfield, sino también a Uriah Heep. Llevaba bastante tiempo sin ver al señor Wickfield. Esperaba verlo muy cambiado después de lo que Agnes me había contado, pero su aspecto me impresionó.
No es que hubiese envejecido mucho, aunque seguía vistiendo con la pulcritud de antaño; o que su rostro tuviera un color muy poco saludable; o que sus ojos estuvieran inyectados en sangre; o que su mano se viera agitada por un temblor nervioso, cuya causa yo conocía, y había visto actuar durante muchos años. No es que hubiera perdido su atractivo, o la nobleza de su porte, pues los había conservado; lo que más me sorprendió fue ver que, a pesar de la evidencia de su superioridad natural, se sometía a esa encarnación rastrera de la mezquindad que era Uriah Heep. Contemplar el brutal cambio experimentado en las relaciones de aquellos personajes, el poder de Uriah y la dependencia del señor Wickfield, fue tan doloroso para mí que no encuentro palabras para expresarlo. Si hubiera visto a un Hombre a las órdenes de un Mono, no me habría parecido un espectáculo más degradante.
El señor Wickfield parecía comprenderlo. Al entrar, se quedó inmóvil, con la cabeza baja, como si fuera consciente de la situación. Pero fue sólo unos instantes, pues Agnes le dijo con dulzura:
–¡Papá! Aquí está la señorita Trotwood… y Trotwood, al que hace mucho tiempo que no ha visto.
Entonces él se acercó a nosotros y saludó, cohibido, a mi tía, antes de estrechar mi mano con mayor cordialidad. Durante la breve pausa que he descrito, vi cómo Uriah esbozaba la más desagradable de las sonrisas. Tengo la impresión de que Agnes también se dio cuenta, pues se apartó de su lado.
El señor Wickfield y su socio visitan a mi tía
Lo que mi tía vio o dejó de ver, desafío a la ciencia de la fisonomía a que lo descubra sin su consentimiento. No creo que haya existido jamás un rostro más impasible que el suyo cuando se lo proponía. En esa ocasión, un muro silencioso habría resultado más expresivo que su cara; hasta que rompió su mutismo con la brusquedad acostumbrada.
–¡Y bien, Wickfield! –dijo mi tía; y él la miró por primera vez–. Acabo de explicarle a su hija lo bien que he manejado personalmente mi dinero, puesto que no podía confiar en usted, cada día menos perspicaz en los negocios. Hemos estado deliberando juntas y, pensándolo bien, ha sido muy positivo. En mi opinión, Agnes vale más que usted y el señor Heep juntos.
–Si me permiten hacer una humilde observación –dijo Uriah, retorciéndose–, estoy completamente de acuerdo con la señorita Betsey Trotwood, y me sentiría muy feliz de tener a la señorita Agnes como socia.
–Supongo que tendrá que contentarse con ser usted el asociado –exclamó mi tía–. ¿Cómo está, señor?
En respuesta a esta pregunta, dirigida a él con extraordinaria sequedad, el señor Heep, sujetando inquieto su cartera azul, contestó que estaba muy bien, que daba las gracias a mi tía y que esperaba que también ella estuviera bien.
–Y usted, señorito… quiero decir, señor Copperfield –prosiguió Uriah–. ¡Confío en que se encuentre bien! Me alegro mucho de verlo, señor Copperfield, incluso en las actuales circunstancias –y no lo puse en duda, pues parecía disfrutar con ellas–. No son las circunstancias que los amigos desearían para usted, señor Copperfield, pero no es el dinero lo que hace a un hombre: es… lo cierto es que con mi humilde inteligencia soy incapaz de expresarlo –dijo Uriah, con aire servil–, pero ¡no es el dinero!
Al decir esto, me estrechó la mano; pero no del modo habitual, sino quedándose a bastante distancia, y subiendo y bajando mi mano, como el manubrio de una bomba que le inspirara cierto temor.
–Y ¿cómo nos encuentra a nosotros, señorito… quiero decir, señor Copperfield? –inquirió Uriah, adulador–. ¿No cree que el señor Wickfield tiene un aspecto inmejorable? El paso de los años no parece reflejarse en nuestro bufete, señorito Copperfield, excepto para elevar a los humildes, es decir, a mi madre y a mí…, y para aumentar –añadió, como si se le hubiera ocurrido más tarde– la belleza, concretamente de la señorita Agnes.
Se retorció de un modo tan intolerable después de ese cumplido que mi tía, que continuaba mirándole fijamente, perdió la paciencia.
–¡El diablo se lleve a ese hombre! –exclamó con severidad–. ¿Qué le pasa? ¿Acaso le han aplicado corrientes galvánicas?
–Le ruego que me perdone, señorita Trotwood –repuso Uriah–; comprendo que esté un poco nerviosa.
–¡Cállese de una vez, señor! –exclamó mi tía, muy agitada–. ¡Ni se le ocurra decir eso! No estoy nada nerviosa. Si es usted una anguila, señor, compórtese como tal. Si es usted un hombre, ¡controle sus brazos y sus piernas! ¡Dios mío! –añadió, furiosa–. ¡No permitiré que una especie de serpiente… o de sacacorchos… me saque de mis casillas!
Aquella explosión de ira dejó al señor Heep, y cualquiera se habría sentido como él, bastante turbado; y su efecto se vio agudizado por la indignación con que mi tía se agitaba en la silla y movía la cabeza, como si estuviera a punto de abalanzarse sobre él. No obstante, me llevó aparte para decirme con voz sumisa:
–Sé perfectamente, señorito Copperfield, que su tía, a pesar de ser una persona excelente, tiene el genio muy vivo (lo cierto es que creo haber tenido el placer de conocerla antes que usted, señorito Copperfield, cuando yo no era más que un humilde escribiente), y es natural que en las actuales circunstancias se haya vuelto aún más irritable. ¡Lo que me asombra es que no esté mucho peor! Sólo he venido para decirles que, si pudiéramos hacer algo por ustedes, en las actuales circunstancias, mi madre o yo, o Wickfield y Heep, nos sentiríamos muy dichosos. Espero que no le parezca una osadía por mi parte –concluyó, mirando a su socio con una sonrisa repulsiva.
–Uriah Heep –señaló el señor Wickfield, con expresión monótona y forzada– desempeña un papel muy activo en el bufete, Trotwood. Suscribo plenamente lo que acaba de decirte. Ya sabes que siempre me he interesado por ti. Pero, aparte de eso, suscribo plenamente lo que acaba de decirte.
–¡Oh! ¡Qué recompensa para mí –exclamó Uriah, levantando una pierna, aún a riesgo de ganarse otra reprimenda de mi tía– inspirar tanta confianza! Sólo espero aliviar la carga del señor Wickfield, señorito Copperfield, ¡su trabajo es tan fatigoso!
–Uriah Heep es una gran ayuda –afirmó el señor Wickfield, en el mismo tono de voz–. Tener semejante socio, Trotwood, ha sido una liberación para mí.
Era aquel zorro pelirrojo quien le obligaba a hablar así, yo lo sabía, para que apareciera ante mis ojos bajo el aspecto que él había señalado la noche en que envenenó mis sueños. Advertí en su rostro la misma sonrisa desagradable, y vi cómo me observaba.
–Todavía no se va, ¿verdad, papá? –preguntó Agnes, inquieta–. ¿Por qué no vuelve andando con Trotwood y conmigo?
Creo que habría mirado a Uriah antes de responder, si este importante personaje no se le hubiera adelantado.
–Tengo una cita de negocios –exclamó el señor Heep–; de otro modo, me habría encantado quedarme con mis amigos. Pero dejo a mi socio en representación de la firma. Señorita Agnes, ¡siempre suyo! Le deseo un buen día, señorito Copperfield, y presente mis humildes respetos a la señorita Betsey Trotwood.
Con estas palabras, se retiró, enviándonos un beso con su larguísima mano y mirándonos maliciosamente, al igual que una máscara.
Estuvimos conversando, una hora o dos, de los viejos y felices días que pasamos en Canterbury. El señor Wickfield, en manos de Agnes, no tardó en ser el mismo de antes; a pesar de cierto abatimiento que jamás le abandonaba. Con todo, pareció animarse; y escuchó con evidente placer los pequeños incidentes de nuestra vida pasada, muchos de los cuales recordaba muy bien. Nos dijo que estar a solas con Agnes y conmigo era como volver a aquellos tiempos que ojalá no hubiesen cambiado nunca. Estoy seguro de que el rostro sereno de Agnes y el simple contacto de su mano en el brazo de su padre ejercían una influencia milagrosa sobre él.
Mi tía (que andaba muy atareada con Peggotty, mientras tanto, en la habitación contigua) no quiso ir con ellos hasta su lugar de alojamiento, pero insistió en que fuera yo; y así lo hice. Cenamos juntos; y luego Agnes se sentó junto a su padre, como antaño, y le sirvió el vino. Sólo bebió el que ella le ofreció, ni una gota más, como si fuera un niño; y los tres nos sentamos junto a la ventana para contemplar la luz del crepúsculo. Cuando era casi de noche, el señor Wickfield se tendió en un sofá, y Agnes le puso un cojín bajo la cabeza y se inclinó unos instantes sobre él; al regresar a mi lado, la oscuridad no me impidió ver el brillo de las lágrimas en sus ojos.
¡Quiera el Cielo que yo no olvide jamás el amor y la lealtad de la adorable muchacha en aquella época de mi vida! Pues, si eso ocurriera, mi fin estaría muy próximo y entonces desearía con más intensidad que nunca acordarme de ella. Me hizo albergar tan buenos propósitos, fortaleció de tal modo mi debilidad con su ejemplo, y guió con tanta sabiduría (no se cómo, pues era demasiado dulce y modesta para darme largos consejos) mi inquieto ardor y mi falta de determinación que creo poder afirmar solemnemente que le debo el poco bien que he hecho y todo el daño que he dejado de hacer.
Sentada junto a la ventana, en la oscuridad, me habló de Dora; escuchó mis elogios de ella; se deshizo también en alabanzas; y arrojó sobre su figurita de hada algunos rayos de su resplandeciente luz que la convirtieron en algo más precioso e inocente ante mis ojos. ¡Oh, Agnes, hermana de mi niñez, si yo hubiera sabido entonces lo que supe mucho después!…
Había un mendigo en la calle cuando bajé; y, al volver la cabeza hacia la ventana, recordando los ojos tranquilos y angelicales de Agnes, no pude evitar sobresaltarme cuando éste murmuró, como si fuera un eco de la mañana:
–¡Ciego! ¡Ciego! ¡Ciego!