David Copperfield

XLI Las tías de Dora

XLI

Por fin recibí una contestación de las dos ancianas. En ella presentaban sus respetos al señor Copperfield y le decían que habían leído su carta con el mayor detenimiento, «con miras a la felicidad de ambas partes». Esta expresión me pareció bastante inquietante, no sólo porque la hubieran empleado con ocasión de las diferencias familiares que he relatado antes, sino también porque había observado (como he seguido haciendo a lo largo de mi vida) que las frases convencionales son una especie de fuegos de artificio, fáciles de lanzar y susceptibles de adoptar infinidad de formas y de colores que no guardan el menor parecido con su forma original. Las señoritas Spenlow no deseaban dar su opinión «por correspondencia» sobre el asunto tratado por el señor Copperfield en su carta; pero, si el señor Copperfield les hacía el honor de visitarlas en la fecha que le indicaban (en compañía, si lo juzgaba oportuno, de un amigo de su confianza), sería un placer para ellas discutir el asunto con él.

El señor Copperfield respondió inmediatamente a su escrito, enviándoles respetuosos saludos y declarando que tendría el honor de visitar a las señoritas Spenlow en la fecha indicada, acompañado, gracias a su amable autorización, de su amigo el señor Thomas Traddles, estudiante de Derecho. Una vez enviada esta misiva, el señor Copperfield cayó en un estado de profunda agitación nerviosa, que le duró hasta el día de la entrevista.

Lo que aumentaba en gran medida mi desasosiego era no poder recurrir, en unos momentos tan decisivos, a los inestimables servicios de la señorita Mills. Pero el señor Mills, que siempre estaba haciendo algo para contrariarme (o al menos eso sentía yo, que viene a ser lo mismo), había llevado ese afán a su punto culminante, pues se le había metido en la cabeza marcharse a la India. ¿Por qué tenía que marcharse a la India si no era para fastidiarme? A decir verdad, no se le había perdido nada en otras partes del mundo, y en ese país tenía muchos intereses. Vivía del comercio con la India, fuera cual fuera este comercio (yo veía chales dorados y colmillos de elefante en una especie de nebulosa); había estado en Calcuta en su juventud y había tomado la decisión de volver allí como socio residente. Pero eso no significaba nada para mí. Sin embargo, significaba tanto para él que ya tenía pasajes para embarcarse, en compañía de su hija; y Julia se había ido al campo para despedirse de su familia; y la casa estaba literalmente cubierta de carteles que anunciaban su venta o alquiler, y que el mobiliario (incluida la calandria) sería tasado por un experto. ¡Y ahí estaba yo, en medio de otro terremoto, antes de que me hubiese recobrado del anterior!

Estaba bastante indeciso sobre la ropa que vestiría en una fecha tan señalada. Me debatía entre el deseo de llevar lo que más me favoreciera, y mi temor a que cualquier detalle pudiese perjudicar mi reputación de hombre rigurosamente pragmático a los ojos de las señoritas Spenlow. Me esforcé por llegar a un justo medio entre aquellos dos extremos, y mi tía elogió el resultado; mientras Traddles y yo bajábamos por la escalera, el señor Dick arrojó uno de sus zapatos contra nosotros para darnos buena suerte.

Traddles era un excelente muchacho y yo sentía un profundo cariño por él, pero, en aquella ocasión tan delicada, no pude sino lamentar su costumbre de llevar el pelo de punta. Este peinado confería a su rostro una expresión de asombro (por no decir de escobilla de chimenea) que, si se confirmaban mis temores, podría ser funesta para nosotros.

Me tomé la libertad de mencionárselo mientras íbamos andando a Putney; y le sugerí que se lo aplastara un poco.

–Mi querido Copperfield –dijo él, quitándose el sombrero y frotando sus cabellos en todas direcciones–, nada me haría más feliz. Pero no hay manera.

–¿No hay manera de aplastarlos? –pregunté.

–No –repuso Traddles–. Es imposible. Aunque fuera hasta Putney con un peso de cincuenta libras en la cabeza, mis cabellos volverían a ponerse de punta en cuanto me lo quitara. No sabes lo testarudos que son, Copperfield. Soy un puercoespín con las púas siempre erizadas.

Debo confesar que me sentí un poco decepcionado, aunque me encantó su sentido del humor. Le dije cuánto apreciaba su buen carácter; y añadí que toda la testarudez debía de habérsele concentrado en los cabellos, pues a él no le quedaba ni rastro.

–¡Oh! –contestó Traddles, riendo–. Te aseguro que la historia de mi infortunado pelo es muy antigua. La mujer de mi tío no podía soportarlo. Decía que le sacaba de quicio. Y también fue un verdadero fastidio cuando me enamoré de Sophy. ¡Un verdadero fastidio!

–¿Acaso no le gustaba a ella?

–A ella sí –respondió mi amigo–; pero, al parecer, su hermana mayor… la que es una belleza… no dejaba de burlarse de él. En realidad, todas sus hermanas se ríen de él.

–¡Muy bonito!

–Sí –repuso Traddles, con la mayor inocencia–; se ha convertido en un motivo de diversión para nosotros. Las hermanas afirman que Sophy tiene un mechón en su escritorio y que, para conservarlo aplastado, se ve obligada a guardarlo en un libro con cierre metálico. Es una broma entre nosotros.

–Por cierto, mi querido Traddles –dije–, tu experiencia podría serme muy útil. Cuando te comprometiste con la joven de que me hablas, ¿pediste formalmente su mano a la familia? ¿Pasaste por una situación semejante… a la de hoy, por ejemplo? –añadí con nerviosismo.

–En mi caso, Copperfield –replicó él, poniéndose serio–, la negociación fue bastante complicada. Sophy es tan necesaria dentro de su casa que nadie soportaba la idea de que pudiese contraer matrimonio. Lo cierto es que habían decidido que no se casara jamás, y siempre la llamaban la solterona. Por ese motivo, cuando, con la mayor cautela, hablé con la señora Crewler…

–¿Su madre? –pregunté.

–En efecto –dijo Traddles–. Su padre es el reverendo Horace Crewler. Cuando, con todo el cuidado del mundo, hablé con la señora Crewler, la noticia le causó tanta impresión que lanzó un grito y se desvaneció. Pasaron meses antes de que pudiera abordar nuevamente el asunto.

–¿Y por fin lo hiciste?

–En realidad fue el reverendo Horace –repuso mi amigo–. Es un hombre excelente y ejemplar en todos los sentidos; hizo comprender a su mujer que su deber cristiano era aceptar el sacrificio (especialmente por lo incierto que era) y no albergar en su pecho sentimientos poco caritativos hacia mi persona. En cuanto a mí, Copperfield, te aseguro que me sentía una verdadera ave de presa a punto de lanzarse sobre aquella familia.

–Las hermanas se pusieron de tu parte, ¿no es así?

–Pues no –respondió–. Cuando casi habíamos logrado convencer a la señora Crewler, tuvimos que darle la noticia a Sarah. ¿Recuerdas que te hablé de Sarah, la que tiene algún problema en la columna vertebral?

–Perfectamente.

–Pues Sarah apretó los puños –afirmó Traddles, mirándome consternado–; cerró los ojos; adquirió una palidez cenicienta; se quedó completamente rígida; y no quiso tomar nada durante dos días, si exceptuamos un poco de pan tostado con agua, a cucharaditas.

–¡Qué muchacha tan desagradable, Traddles! –exclamé.

–¡Te equivocas, Copperfield! –replicó–. Es una jovencita encantadora, aunque sumamente sensible. En realidad, todas las hermanas lo son. Sophy me dijo después que no había palabras para describir sus remordimientos mientras cuidaba a Sarah. Estoy convencido de que fueron terribles, Copperfield, a juzgar por cómo me sentía yo, un verdadero criminal. Cuando Sarah se restableció, tuvimos que dar la noticia a las ocho hermanas restantes; todas ellas padecieron algún efecto diferente, aunque igualmente patético. Las dos menores, las que educa Sophy, parecen haber dejado de odiarme hace muy poco.

–En cualquier caso, han terminado por aceptarlo, ¿no es así? –inquirí.

–S…sí, supongo que al menos se han resignado –contestó Traddles, muy poco convencido de sus palabras–. Lo cierto es que evitamos hablar del asunto; y la incertidumbre de mi porvenir, así como la mediocridad de mi situación, son un gran consuelo para ellas. Habrá una escena espantosa el día que nos casemos. Parecerá un funeral más que una boda. ¡Y todas me odiarán por llevármela lejos!

Cuando recuerdo la honestidad de su rostro, que me miraba moviendo la cabeza medio en serio, medio en broma, me siento mucho más conmovido que en aquellos momentos, pues mi agitación y mi atolondramiento eran tan extraordinarios que no podía centrar mi atención en nada. Al acercarnos a la casa donde vivían las señoritas Spenlow, estaba tan poco seguro de mi aspecto físico y de mi presencia de ánimo que Traddles me propuso tomar un pequeño estimulante en forma de vaso de cerveza. Una vez administrado éste en una taberna de la vecindad, me condujo con paso vacilante hasta la puerta de las señoritas Spenlow.

Tuve la vaga impresión de quedar expuesto a otras miradas cuando la criada nos abrió; y de cruzar tambaleante un vestíbulo en el que había un barómetro, antes de pasar a una tranquila salita en la planta baja, que se abría sobre un bonito y cuidado jardín; y de sentarme allí en un sofá, y ver el pelo de Traddles otra vez de punta, en cuanto se quitó el sombrero, como una de esas molestas figuritas con muelle que salen de repente de las falsas tabaqueras al levantar la tapa; y de oír el tictac de un viejo reloj sobre la chimenea, e intentar acompasar su ritmo al de los violentos latidos de mi corazón… sin conseguirlo; y de mirar a uno y otro lado por si encontraba alguna señal de la presencia de Dora, sin descubrir ninguna; y de pensar que Jip había ladrado a lo lejos, y alguien le había tapado el hocico. Al final, después de empujar a Traddles contra la chimenea, me encontré inclinándome, muy confuso, ante dos ancianas enjutas y menudas, vestidas de negro y asombrosamente parecidas a dos miniaturas en madera y cuero repujado del difunto señor Spenlow.

–Les ruego que se sienten –dijo una de las dos ancianas.

Cuando dejé de tropezar con Traddles y conseguí sentarme encima de algo que no fuera un gato (pues ése había sido mi primer asiento), recobré la lucidez suficiente para percatarme de que el señor Spenlow había sido el miembro más joven de la familia; de que había una diferencia de seis u ocho años entre las dos hermanas; y de que la más joven parecía llevar la voz cantante, pues era la que tenía mi carta (¡tan familiar y, al mismo tiempo, tan extraña!), que examinaba a través de un monóculo. Las dos vestían de un modo muy semejante, pero esta hermana tenía un aire más juvenil; y es posible que llevase algún bordado, encaje, broche, pulsera o pequeña fruslería que le diera un aspecto menos rancio. Las dos caminaban muy erguidas, y eran formales, precisas, dignas y tranquilas. La hermana mayor tenía los brazos cruzados sobre el pecho, el uno apoyado sobre el otro como un ídolo.

–El señor Copperfield, supongo –dijo la hermana que tenía la carta en la mano, dirigiéndose a Traddles.

Era un mal comienzo. Traddles tuvo que aclarar que yo era el señor Copperfield, yo tuve que confirmar sus palabras, y ellas tuvieron que renunciar a su opinión preconcebida de que Traddles era el señor Copperfield. ¡Una situación embarazosa para todos! Para colmo de males, Jip dio dos cortos ladridos, antes de alguien le tapara el hocico.

–¡Señor Copperfield! –exclamó la hermana de la carta.

Yo hice algo… imagino que saludarla con una inclinación… y era todo oídos cuando la otra anciana nos interrumpió.

–Mi hermana Lavinia –dijo–, que está muy familiarizada con esta clase de cuestiones, le dirá lo que nosotras consideramos más adecuado para promover la felicidad de ambas partes.

Más tarde descubrí que la señorita Lavinia era una autoridad en asuntos del corazón, debido a la existencia en el pasado de un tal señor Pidger, que jugaba al y que, según creían, había estado enamorado de ella. Mi opinión personal es que se trataba de una suposición gratuita y que el señor Pidger era inocente de semejante sentimiento, que aparentemente jamás exteriorizó en modo alguno. Pero tanto la señorita Lavinia como la señorita Clarissa creían que habría declarado su pasión si no hubiera muerto prematuramente (casi a los sesenta años) por abusar del alcohol, y por tratar de compensar esta debilidad bebiendo cantidades ingentes de agua de Bath. Tenían incluso la vaga sospecha de que aquel amor secreto lo había matado; aunque debo decir que había en la casa un retrato de él, con una nariz carmesí que no parecía especialmente proclive a ocultar nada.

–No hablaremos del pasado de este asunto –dijo la señorita Lavinia–. La muerte de nuestro pobre hermano Francis lo ha borrado.

–No nos tratábamos mucho con nuestro hermano Francis –señaló la señorita Clarissa–; pero no había diferencias irreconciliables ni desavenencias entre nosotros. Francis siguió su camino; nosotras, el nuestro. Consideramos que sería lo mejor con miras a la felicidad de todos. Y así fue.

Las dos hermanas se inclinaban un poco hacia delante para hablar, agitaban la cabeza después de hacerlo, y volvían a erguirse mientras guardaban silencio. La señorita Clarissa jamás movía los brazos. A veces marcaba con los dedos el compás de alguna melodía, un minué o una marcha, según parecía, pero jamás movía los brazos.

Traddles y yo, en conferencia con las señoritas Spenlow

–La situación de nuestra sobrina, o su supuesta situación, ha cambiado mucho desde la muerte de nuestro hermano Francis –aseguró la señorita Lavinia–; por ese motivo, suponemos que la opinión de nuestro hermano también habría cambiado al respecto. No tenemos ninguna razón, señor Copperfield, para dudar de sus buenas cualidades y de su honorabilidad, ni del afecto que siente (o cree sinceramente sentir) por nuestra sobrina.

Le contesté, como hacía siempre que se me presentaba la ocasión, que nadie había amado nunca como yo amaba a Dora. Traddles vino en mi ayuda con un murmullo de aprobación.

La señorita Lavinia se disponía a pronunciar una respuesta cuando la señorita Clarissa, que parecía tener la imperiosa necesidad de hablar siempre de su hermano, intervino de nuevo:

–Si la madre de Dora –exclamó– hubiera dicho, nada más casarse con nuestro hermano Francis, que no había sitio en la mesa de su casa para la familia, habría sido mucho mejor para la felicidad de todos.

–Mi querida Clarissa –dijo la señorita Lavinia–, quizá sería mejor olvidar eso ahora.

–Mi querida Lavinia –respondió su hermana–, si lo digo es porque viene a cuento. Hay una parte de este asunto que sólo tú estás preparada para tratar, y jamás se me ocurriría interrumpirte. Pero hay otra parte sobre la que tengo mis propias ideas, así como el derecho a expresarlas. Habría sido mucho mejor para la felicidad de todos, si la madre de Dora hubiera dicho claramente, nada más casarse con nuestro hermano Francis, cuáles eran sus intenciones. Habríamos sabido a qué atenernos. Le hubiéramos dicho: «Por favor, no nos invites nunca»; y así se habría evitado cualquier posible malentendido.

Cuando la señorita Clarissa hubo movido la cabeza, la señorita Lavinia prosiguió su alocución, echando una ojeada a mi carta a través del monóculo. Las dos ancianas, dicho sea de paso, tenían unos ojitos redondos y brillantes que se asemejaban a los de un pájaro. Y lo cierto es que tenían mucho de estos animales; la viveza y la brusquedad de sus ademanes, así como la pulcritud de sus atuendos, hacían pensar en dos canarios.

La señorita Lavinia, como acabo de señalar, prosiguió:

–Nos pide permiso a mi hermana Clarissa y a mí, señor Copperfield, para venir de visita a esta casa como novio formal de nuestra sobrina.

–Si nuestro hermano Francis –añadió la señorita Clarissa, interrumpiendo de nuevo a su hermana (si es que podía aplicarse ese verbo a una intervención tan apacible)– deseaba vivir en el ambiente de los Doctors’ Commons, y en ningún otro, ¿qué derecho o deseo teníamos nosotras de oponernos? Ninguno, estoy segura. Siempre hemos estado muy lejos de querer imponer nuestro trato a alguien. Pero ¿por qué no decirlo con toda franqueza? ¡Que nuestro hermano Francis y su mujer tengan sus amigos! ¡Y mi hermana Lavinia y yo, los nuestros! ¡No necesitamos la ayuda de nadie para encontrarlos!

Como parecía dirigirse a Traddles y a mí, los dos nos sentimos obligados a contestar algo. La respuesta de Traddles fue inaudible. Creo que yo comenté que aquello me parecía encomiable. No tengo la menor idea de lo que quise decir.

–Mi querida Lavinia –dijo la señorita Clarissa, una vez que consiguió desahogarse–, puedes continuar cuando desees.

La señorita Lavinia prosiguió:

–Señor Copperfield, mi hermana Clarissa y yo hemos leído su carta con el mayor detenimiento; y, después de mucho meditar, se la hemos enseñado a nuestra sobrina, con quien hemos discutido el asunto. Estamos convencidas de que usted cree quererla mucho.

–¿Que si lo creo? –exclamé con vehemencia–. ¡Oh!…

Pero la señorita Clarissa me pidió con su mirada (tan penetrante como la de un canario) que no interrumpiera al oráculo, y yo me disculpé.

–El cariño –dijo la señorita Lavinia, buscando con los ojos la aprobación de su hermana (que asentía con la cabeza cada vez que ella terminaba una frase)–, el verdadero cariño, el respeto, la lealtad, no se expresan fácilmente. Su voz apenas resulta audible. Son modestos y reservados; están al acecho, esperan y esperan. Así es la fruta madura. A veces transcurre una vida, mientras continúa madurando en la sombra.

Naturalmente, yo entonces no comprendía que aquello era una alusión a su supuesta experiencia con el pobre Pidger; pero, por la seriedad con que la señorita Clarissa asentía con la cabeza, me di cuenta de que las dos ancianas concedían una gran importancia a esas palabras.

–Las inclinaciones ligeras de las personas muy jóvenes… y las llamo ligeras, en comparación con unos sentimientos tan profundos –prosiguió la señorita Lavinia–, son como el polvo al lado de las rocas. Y es tan difícil saber si son susceptibles de durar o si tienen una base sólida que mi hermana Clarissa y yo hemos estado muy indecisas, señor Copperfield y señor…

–Traddles –exclamó mi amigo, al darse cuenta de que le miraban.

–Usted perdone. Estudiante de Derecho, ¿no es así? –dijo la señorita Lavinia, echando un vistazo a mi carta.

–En efecto –contestó Traddles, ruborizándose.

A pesar de que hasta entonces no había recibido la menor frase de aliento, creí percibir en las dos diminutas hermanas, y sobre todo en la señorita Lavinia, un interés cada vez mayor por aquel nuevo y fructífero asunto de interés doméstico; y vi brillar un rayo de esperanza, pues comprendí que se disponían a mimarlo y a sacar el mayor partido de él. Pensé que sería una enorme alegría para la señorita Lavinia vigilar a dos enamorados como Dora y yo; y que la señorita Clarissa se sentiría igualmente feliz de ver cómo su hermana nos controlaba, así como de intervenir en la conversación (para hablar de su tema predilecto) siempre que tuviera ganas de hacerlo. Eso me animó a declarar con la mayor vehemencia que amaba mucho más a Dora de lo que podía expresar con palabras o de lo que nadie podía creer; que todos mis amigos sabían cuán profundo era mi amor por ella; que mi tía, Agnes, Traddles y todos los que me conocían sabían cuánto la amaba y hasta qué punto me había hecho madurar su amor. Apelé a Traddles para que lo confirmara. Y mi amigo, con el mismo ardor con que se zambullía en un debate parlamentario, se expresó con enorme dignidad: la claridad y la sensatez con que confirmó mis palabras produjeron una impresión muy favorable.

–Les hablo, si me permiten decirlo, con la experiencia de un hombre que ha pasado por una situación semejante –exclamó Traddles–, pues estoy comprometido con una joven de Devonshire, que tiene nueve hermanas… y lo cierto es que, por el momento, la posibilidad de casarnos algún día es muy remota.

–Entonces estará de acuerdo con lo que acabo de decir, señor Traddles –señaló la señorita Lavinia, mirando a mi amigo con un nuevo interés–, sobre el cariño modesto y reservado, que espera y espera, ¿no es así?

–Completamente de acuerdo, señora –repuso él.

La señorita Clarissa miró a la señorita Lavinia y movió gravemente la cabeza. La señorita Lavinia miró con cara de circunstancias a la señorita Clarissa y se le escapó un pequeño suspiro.

–Mi querida Lavinia –dijo su hermana–, toma mi frasco de sales.

La señorita Lavinia se reanimó con la ayuda del vinagre aromático, mientras Traddles y yo la observábamos con gran solicitud; y luego prosiguió con voz apagada:

–Mi hermana y yo hemos dudado mucho, señor Traddles, sobre qué postura adoptar en relación con los sentimientos, o los sentimientos imaginarios, de dos criaturas tan jóvenes como su amigo el señor Copperfield y nuestra sobrina.

–La hija de nuestro hermano Francis –puntualizó la señorita Clarissa–. Si la mujer de nuestro hermano Francis hubiera juzgado oportuno mientras vivió (aunque estaba en su derecho de actuar como le viniera en gana) invitar a la familia a su mesa, nosotras ahora conoceríamos mejor a la hija de nuestro hermano Francis. Puedes continuar, mi querida Lavinia.

La señorita Lavinia dio la vuelta a mi carta, y consultó con la ayuda de su monóculo algunas anotaciones, sin duda minuciosas, que ella había añadido debajo de mi firma.

–Nos ha parecido prudente, señor Traddles –dijo–, someter esos sentimientos a nuestra observación. En la actualidad, no sabemos nada de ellos y no estamos en condiciones de juzgar su profundidad. Por ese motivo, estamos dispuestas a aceptar la propuesta del señor Copperfield y permitirle que nos visite.

–¡Jamás olvidaré su bondad, queridas señoras! –exclamé, sintiendo un gran alivio.

–Sin embargo, señor Traddles –prosiguió la señorita Lavinia–, por el momento preferiríamos pensar que viene a visitarnos a nosotras. Debemos evitar a toda costa hablar de un compromiso entre el señor Copperfield y nuestra sobrina, hasta que hayamos tenido la oportunidad de…

–Hasta que hayas tenido la oportunidad, mi querida Lavinia –señaló la señorita Clarissa.

–Está bien –asintió la señorita Lavinia, con un suspiro–, hasta que yo haya tenido la oportunidad de observarlos.

–Copperfield –dijo Traddles, volviéndose hacia mí–, estoy seguro de que nada podría parecerte más sensato y razonable.

–¡Nada en absoluto! –respondí–. Soy perfectamente consciente.

–Y una vez aclarado que sólo aceptaremos sus visitas con esa condición –prosiguió la señorita Lavinia, consultando de nuevo sus notas–, hemos de pedir al señor Copperfield que nos dé su palabra de honor de que no mantendrá ninguna clase de comunicación con nuestra sobrina a nuestras espaldas. Y de que no forjará ningún proyecto en relación con nuestra sobrina, sin comentarlo antes con nosotros…

–Contigo, mi querida Lavinia –le interrumpió la señorita Clarissa.

–¡Está bien, Clarissa! –asintió la señorita Lavinia, con aire de resignación–. Sin comentarlo antes conmigo y recibir nuestra aprobación. Tenemos que insistir expresamente en este punto, que deberá ser siempre respetado. Hemos querido que el señor Copperfield viniera hoy acompañado de un amigo de su confianza –añadió, saludando a Traddles con una ligera inclinación de cabeza, que éste imitó–, con el fin de que no hubiera dudas ni malentendidos. Si el señor Copperfield o usted, señor Traddles, tienen el menor escrúpulo para hacer esa promesa, les ruego que se tomen algún tiempo para reflexionar.

Me apresuré a exclamar, llevado por el entusiasmo, que no necesitábamos ni un minuto para reflexionar. Me comprometí a respetar sus condiciones con la mayor vehemencia; pedí a Traddles que fuera mi testigo; y declaré que sería el peor de los hombres si alguna vez faltaba, aunque sólo fuera un poco, a mi promesa.

–¡Esperen! –dijo la señorita Lavinia, levantando una mano–. Antes de tener el placer de recibirlos, caballeros, ya habíamos decidido dejarles a solas un cuarto de hora para que reflexionaran sobre el asunto. Permítannos que nos retiremos.

Les repetí en vano que no necesitaba reflexionar nada. Ellas insistieron en retirarse durante el tiempo señalado. En consecuencia, aquellos dos pajarillos se marcharon dando saltitos, con gran dignidad; y yo me abandoné a las felicitaciones de Traddles y al sentimiento de haber sido transportado a la región de la más exquisita alegría. Al cabo de un cuarto de hora, exactamente, reaparecieron sin haber perdido un ápice de su dignidad. Habían salido haciendo frufrú, como si sus vestidos fueran de hojas secas; y regresaron acompañadas del mismo sonido.

Me comprometí una vez más a respetar las condiciones impuestas.

–Mi querida Clarissa –dijo la señorita Lavinia–, el resto es cosa tuya.

La señorita Clarissa, descruzando los brazos por primera vez, cogió las notas y les echó una ojeada.

–Estaremos encantadas de que el señor Copperfield venga a comer con nosotras todos los domingos, si le viene bien. Almorzamos a las tres.

Les hice una reverencia.

–Y en el transcurso de la semana, tendremos mucho gusto en invitar al señor Copperfield a tomar el té. Siempre lo tomamos a las seis y media.

Les hice otra reverencia.

–Dos veces por semana, como norma general –aclaró la señorita Clarissa–; no más a menudo.

Volví a hacerles otra reverencia.

–Tal vez la señorita Trotwood –exclamó la señorita Clarissa–, a la que el señor Copperfield menciona en su carta, desee visitarnos. Cuando las visitas contribuyen a la felicidad de todos, nosotros nos alegramos de recibirlas y de devolverlas. Cuando es mejor para la felicidad de todos que no se produzcan (como en el caso de nuestro hermano Francis y de su hogar), la cosa es diferente.

Les di a entender que mi tía estaría orgullosa y encantada de conocerlas; aunque he de reconocer que no estaba muy seguro de que fueran a llevarse bien. Como sus condiciones estaban muy claras, les di calurosamente las gracias; y, cogiendo primero la mano de la señorita Clarissa y después la de la señorita Lavinia, me las llevé a los labios.

La señorita Lavinia se puso entonces en pie y, rogando al señor Traddles que nos excusara un momento, me pidió que la siguiera. Obedecí, todo tembloroso, y ella me condujo a otra habitación. Allí encontré a mi querida Dora, tapándose los oídos detrás de la puerta, con su preciosa carita contra la pared; y a Jip encerrado en el calientaplatos con la cabeza envuelta en una toalla.

¡Qué hermosa estaba con su vestido negro, y cómo sollozaba y lloraba al principio, negándose a salir de detrás de la puerta! ¡Cuánto nos quisimos cuando por fin vino a mi encuentro! ¡Qué felicidad la mía cuando sacamos a Jip del calientaplatos y lo devolvimos a la luz del día, entre muchos estornudos, juntándonos los tres de nuevo!

–¡Mi querida Dora! ¡Por fin mía para siempre!

–¡Oh, no! –me suplicó–. ¡Te lo ruego!

–¿No quieres ser mía para siempre?

–¡Oh, sí, por supuesto que sí! –exclamó Dora–. ¡Pero estoy tan asustada!

–¿Asustada, amor mío?

–¡Oh, sí! No me gusta él –dijo–. ¿Por qué no se marcha?

–¿Quién, vida mía?

–Tu amigo –respondió Dora–. Todo esto no es asunto suyo. ¡Qué estúpido debe de ser!

–¡Amor mío! –no había nada tan seductor como sus modales infantiles–. ¡Es la mejor persona del mundo!

–¡Pero no necesitamos para nada a la mejor persona del mundo! –dijo ella haciendo un mohín.

–Querida –repuse–, pronto lo conocerás bien y le querrás muchísimo. Y no tardará en venir mi tía; y, cuando la trates, también la querrás muchísimo.

–¡No, no, por favor, no la traigas! –exclamó Dora, dándome un pequeño beso horrorizada y juntando las manos–. ¡No! ¡Estoy segura de que es una anciana pérfida y malvada! ¡No dejes que venga, Doady! –que era una deformación de David.

No hubiera servido de nada reprocharle su actitud, así que me reí, admiré su belleza y me sentí muy feliz y enamorado; y ella me enseñó el modo en que Jip se tenía en pie sobre las patas traseras, en un rincón de la sala, y volvía a caer en un santiamén. No sé el tiempo que habría pasado allí, sin acordarme de Traddles, si la señorita Lavinia no hubiera venido a buscarme. La señorita Lavinia quería mucho a Dora (me dijo que Dora era exactamente igual que ella a su edad, ¡cuánto debía de haber cambiado!) y la trataba como si fuese un juguete. Intenté convencer a Dora para que me acompañara a saludar a Traddles, pero, al proponérselo, echó a correr y se encerró con llave en su dormitorio; de modo que volví a reunirme con Traddles sin ella, y me marché de allí convencido de que iba andando por las nubes.

–Las cosas no han podido salir mejor –dijo mi amigo–, y estoy convencido de que son dos ancianas muy agradables. No me extrañaría que te casaras muchos años antes que yo, Copperfield.

–¿Tu Sophy toca algún instrumento, Traddles? –le pregunté, todo orgulloso.

–Sabe suficiente piano para darles clase a sus hermanas pequeñas –contestó.

–¿Y canta? –quise saber.

–Bueno, a veces canta baladas para animar a los demás cuando se sienten desgraciados –dijo Traddles–. Nada que requiera mucha técnica.

–¿Y no canta acompañándose de una guitarra? –inquirí.

–¡Oh, no! –replicó él.

–¿Y pinta?

–¡En absoluto! –exclamó Traddles.

Prometí a Traddles que oiría cantar a Dora y vería algunas de las flores que pintaba. Me respondió que le agradaría mucho, y volvimos a casa cogidos del brazo, derrochando alegría y buen humor. Le animé a que me hablara de Sophy durante el camino, y su tierna confianza en ella me conmovió. Yo la comparaba para mis adentros con Dora, y no podía evitar sentir una gran satisfacción; pero he de reconocer que parecía una excelente mujer para Traddles.

Como es natural, le conté inmediatamente a mi tía el resultado de nuestra entrevista, y todo lo que habíamos dicho y hecho en ella. Se alegró de verme tan feliz, y prometió visitar a las tías de Dora sin pérdida de tiempo. Pero aquella noche, mientras yo escribía a Agnes, estuvo paseando tanto tiempo de un lado a otro del apartamento que pensé que se proponía andar hasta la mañana siguiente.

Mi carta a Agnes estaba llena de entusiasmo y de agradecimiento; le explicaba lo bien que me había ido siguiendo sus consejos. Me contestó a vuelta de correo. Su respuesta fue optimista, sensata y alegre. Desde entonces se mostró siempre alegre.

Yo estaba ahora más ocupado que nunca. Si tenemos en cuenta mis viajes diarios a Highgate, Putney se hallaba realmente lejos; y, como es lógico, quería ver a Dora con la mayor frecuencia posible. Como no podía ir a tomar el té, conseguí que la señorita Lavinia me permitiera ir los sábados por la tarde, sin detrimento de mis privilegiados domingos. El fin de semana se convirtió, de ese modo, en algo maravilloso para mí; y pasaba el resto de los días esperando que llegara.

Sentí un alivio enorme al ver que mi tía y las tías de Dora se llevaban mucho mejor de lo que había imaginado. Mi tía hizo la visita prometida a los pocos días de nuestro encuentro; y la señorita Lavinia y la señorita Clarissa no tardaron en presentarse en Buckingham Street, con gran ceremonia. A partir de entonces, se produjo un intercambio de visitas mucho más amistoso, normalmente cada tres o cuatro semanas. Sé que mi tía incomodaba a las tías de Dora, haciendo caso omiso de la dignidad de viajar en carruaje, y llegando a pie hasta Putney a las horas más intempestivas, justo después del desayuno o antes de tomar el té. Tampoco les agradaba su costumbre de llevar el sombrero del modo que le resultara más cómodo, sin respetar en absoluto las exigencias de la civilización. Pero las tías de Dora no tardaron en considerar a mi tía como una dama excéntrica y algo masculina, dotada de una gran inteligencia; y, aunque mi tía erizaba a veces las plumas de las tías de Dora con sus opiniones heréticas sobre ciertos convencionalismos, me quería demasiado para no sacrificar algunas de sus pequeñas singularidades en aras de la armonía general.

El único miembro de nuestra pequeña sociedad que se negó tajantemente a adaptarse a las circunstancias fue Jip. Era incapaz de ver a mi tía sin enseñarle todos los dientes, esconderse bajo una silla y gruñir sin cesar; y, de vez en cuando, dejaba escapar un lúgubre aullido como si su presencia le alterara los nervios. Intentamos de todo con él: mimos, reprimendas, cachetes, visitas a Buckingham Street (donde se lanzó en persecución de los dos gatos, ante el horror de los presentes); pero nada pudo inducirle a soportar la compañía de mi tía. A veces parecía superar su antipatía y se mostraba afable durante unos minutos; pero luego levantaba su chato hocico y aullaba tan fuerte que no había más remedio que vendarle los ojos y meterlo en el calientaplatos. Dora acabó por envolverlo en una toalla y encerrarlo allí, siempre que se anunciaba la llegada de mi tía.

Había algo que me inquietaba mucho mientras nuestra vida discurría por cauces tan apacibles. Era que todos parecían considerar a Dora como una muñeca o un bonito juguete. Mi tía, con la que se familiarizó poco a poco, la llamaba siempre su «Pequeña Flor»; y el mayor placer de la señorita Lavinia era ocuparse de ella, rizarle el pelo, llenarla de perifollos y tratarla como a una niña mimada. Y todo lo que hacía la señorita Lavinia era imitado por su hermana. Resultaba muy extraño, pero, salvando las distancias, todo el mundo parecía tratar a Dora como ésta trataba a Jip.

Decidí comentarlo con ella; y un día en que los dos salimos a pasear (pues la señorita Lavinia, transcurrido algún tiempo, nos permitió salir a pasear solos), le dije que me gustaría que convenciera a todos de que no la trataran así.

–Ya no eres ninguna niña, amor mío –protesté.

–¡Vaya! –exclamó Dora–. ¡Seguro que ahora te pones de mal humor!

–¿De mal humor, querida?

–Yo creo que son muy buenas conmigo –afirmó–, y me siento muy feliz.

–Está bien, amor mío –dije–, pero ¡podrías ser igual de feliz si te trataran de un modo más razonable!

Dora me dirigió una mirada de reproche (¡y qué mirada más hermosa!) y empezó a sollozar, preguntándome por qué había puesto tanto empeño en ser su novio si no la quería, y por qué no me marchaba si no podía soportarla.

¿Qué otra cosa podía hacer sino secar sus lágrimas con mis besos y decirle que la adoraba?

–Soy muy sensible y cariñosa –aseguró Dora–; no deberías ser tan cruel conmigo, Doady.

–¡Cruel yo, tesoro mío! ¡Como si yo pudiera ser cruel contigo!

–Entonces no me critiques –exclamó Dora, haciendo de sus labios un capullo de rosa–; y yo me portaré bien.

Me sentí encantado cuando me pidió, motu proprio, que le regalara el manual de cocina del que le había hablado en una ocasión y que le enseñara a llevar las cuentas, tal como le había prometido. En mi siguiente visita, le entregué el libro (que había hecho envolver en un bonito papel para que tuviera un aspecto menos árido y más atractivo); y, mientras paseábamos por el parque, le mostré un viejo libro de cuentas de mi tía y le di un cuaderno, un pequeño lápiz y una cajita de minas para que pudiera practicar.

Pero el manual de cocina le dio dolor de cabeza, y los números la hicieron llorar. Se negaban a que los sumara, decía. Así que los borraba y llenaba las páginas de su cuaderno de pequeños ramilletes de flores y de retratos de Jip y míos.

Entonces traté de enseñarle de un modo entretenido algunas cuestiones domésticas durante nuestros paseos del sábado por la tarde. Cuando pasábamos por delante de una carnicería, por ejemplo, yo le decía:

–Si estuviéramos casados, amor mío, y tuvieras que comprar una paletilla de cordero para el almuerzo, ¿sabrías elegirla?

El rostro de mi pequeña y hermosa Dora se ensombrecía y volvía a hacer de sus labios un capullo, como si prefiriera sellar los míos con un beso.

–¿Sabrías comprarla, querida? –repetía yo, si me sentía implacable.

Dora reflexionaba un poco y respondía con aire triunfal:

–Seguro que el carnicero sabría cómo venderla, ¿qué necesidad tengo de saberlo yo? ¡Qué tonto eres, Doady!

En una ocasión en que pregunté a Dora, recordando el manual de cocina, qué haría si estuviéramos casados y yo le pidiera para comer un delicioso guiso irlandés, ella me contestó que le diría a la criada que lo preparase; después batió palmas sin soltar mi brazo, y su risa era tan adorable que me pareció más encantadora que nunca.

En consecuencia, el manual de cocina fue abandonado en un rincón y sirvió principalmente para que Jip hiciera monerías sobre él. Pero Dora mostró tanto entusiasmo el día que consiguió que se quedara erguido sobre las patas traseras, sujetando el lápiz entre los dientes y sin cambiar de posición, que me alegré mucho de haberlo comprado.

Y volvimos a la guitarra, a la pintura y las flores, a las canciones que hablaban de la imposibilidad de dejar de bailar, ¡tralalá!, y las semanas transcurrían felices. Alguna vez estuve a punto de insinuar a la señorita Lavinia que trataba al amor de mi corazón como si fuera una muñeca; y en ocasiones me sorprendía ver que yo también había caído en el error general y la trataba de ese modo… aunque no con mucha frecuencia.

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