XIX Miro a mi alrededor y hago un descubrimiento
XIX
No sé si, en el fondo de mi corazón, experimenté alegría o tristeza cuando mis días escolares llegaron a su fin y hube de abandonar el establecimiento del doctor Strong. Había sido muy dichoso allí, sentía un gran afecto por el doctor y me había convertido en un personaje relevante en ese pequeño mundo. Lamentaba marcharme por esas razones, aunque me alegraba por otras, bastante insustanciales. Me sentía atraído por la nebulosa perspectiva de ser un joven independiente, por la importancia asociada a un joven independiente, por las cosas maravillosas que podía ver y hacer tan magnífico animal, y por los maravillosos efectos que sin duda no dejaría de obrar en la sociedad. Y esas visionarias consideraciones estaban tan arraigadas en mi imaginación infantil que, cuando rememoro aquellos días, tengo la impresión de haber dejado el colegio sin experimentar la pena natural en estos casos. No me sentí tan afectado por esta separación como me había sentido por otras. Intento recordar en vano las circunstancias que la rodearon y cuáles fueron mis vivencias, pero lo cierto es que apenas dejaron huella en mi memoria. Supongo que el futuro que se abría ante mí me trastornaba. Sé que mis experiencias juveniles contaban muy poco o nada por aquel entonces; y que la vida era para mí, antes que nada, un hermoso cuento de hadas que me disponía a empezar a leer.
Mi tía y yo habíamos deliberado mucho y muy seriamente sobre la profesión que debía elegir. Durante un año o más, yo había tratado de hallar una respuesta convincente a su sempiterna pregunta: «¿Qué te gustaría ser?». Sin embargo, no había nada que me atrajera especialmente. Si hubiera descubierto súbitamente en mí aptitudes para el arte de la navegación, habría podido tomar el mando de una lejana expedición y realizar importantes descubrimientos en un viaje triunfal alrededor del mundo; y me habría sentido muy feliz. Pero, en ausencia de semejante milagro, lo único que deseaba era elegir una carrera que no resultara demasiado gravosa para el bolsillo de mi tía, y dedicarme en cuerpo y alma a ella, fuese la que fuese.
El señor Dick había asistido regularmente a nuestras reuniones, con aire juicioso y pensativo. Sólo sugirió algo en una ocasión, cuando propuso que me hiciera hojalatero (no sé de dónde habría sacado semejante idea). Mi tía acogió sus palabras con tanta frialdad que el señor Dick jamás se atrevió a proferir otras; y, a partir de entonces, se limitó a escuchar atentamente las de la señorita Betsey, mientras removía su calderilla.
–Trot, querido, te diré lo que haremos –exclamó mi tía una mañana de Navidad, después de que abandonara el colegio–; como todavía no hemos decidido nada sobre este asunto tan espinoso y no debemos equivocarnos, de ser posible, será mejor que nos tomemos un tiempo de descanso. Mientras tanto, convendría que analizaras la cuestión desde un punto de vista diferente, que no fuera el de un colegial.
–Me parece muy bien, tía.
–Se me ha ocurrido –prosiguió ella– que un pequeño cambio, y una ojeada al mundo exterior, podrían ayudarte a ver las cosas más claras y a saber mejor lo que deseas. ¿Por qué no haces un pequeño viaje? A tu región natal, por ejemplo; y visitas a esa extraña mujer de nombre impronunciable –añadió, frotándose la nariz, pues jamás había podido perdonar del todo a Peggotty el llamarse así.
–¡Me encantaría, tía!
–¡Tanto mejor! –contestó ella–. Porque también a mí me complacería mucho. Es natural y razonable que te apetezca ir. Y estoy convencida de que todo cuanto hagas en la vida, Trot, será siempre natural y razonable.
–Eso espero, tía.
–Tu hermana Betsey Trotwood –añadió ella– habría sido la niña más natural y más racional del mundo. Y tú serás digno de ella, ¿verdad?
–Espero ser siempre digno de , tía. Me contentaré con eso.
–Es una bendición que tu madre, esa pobre y querida pequeña, no viviera –dijo mi tía, mirándome con aprobación–. Se habría sentido tan orgullosa de ti que hubiera perdido la cabeza, suponiendo que no lo hubiese hecho antes –siempre que mostraba alguna debilidad por mí, la señorita Betsey se excusaba atribuyéndosela a mi pobre madre–.¡Válgame Dios, Trot! ¡Cómo me recuerdas a ella!
–Para bien, espero.
–¡Se le parece tanto, Dick! –prosiguió, con mayor énfasis del que era habitual en ella–. Es igual que su madre la tarde en que la conocí, antes de que él naciera. ¡Dios mío! Es su vivo retrato, ¡tan cierto como que ahora me está contemplando con sus dos ojos!
–¿De veras? –inquirió el señor Dick.
–Y también se parece a David –exclamó mi tía, con decisión.
–Se parece muchísimo a él –dijo el señor Dick.
–Pero lo que yo quiero que seas, Trot –continuó mi tía–, y no me refiero física… porque físicamente no tengo nada que objetar, sino moralmente, es un joven firme y con voluntad propia. Un hombre decidido –afirmó, moviendo enérgicamente su cofia y cerrando el puño– y con carácter, Trot. Con suficiente personalidad para no dejarte influir por nadie ni por nada, salvo cuando exista una buena razón. Eso es lo que quiero que seas. Y lo que tu padre y tu madre hubieran podido ser; bien sabe Dios que les habría ido mucho mejor.
Le dije que esperaba llegar a ser como ella quería.
–Para que puedas empezar, de algún modo, a confiar en ti mismo y a tomar tus propias decisiones –añadió mi tía–, he resuelto que viajes solo. Había pensado que el señor Dick te acompañara, pero, después de reflexionar, prefiero que se quede aquí para cuidarme.
El señor Dick pareció algo decepcionado, pero su rostro no tardó en volver a iluminarse ante el honor y la dignidad de tener que velar por la mujer más maravillosa del mundo.
–Además –prosiguió la señorita Betsey–, está el memorial.
–Es cierto –se apresuró a responder el señor Dick–. Me propongo acabarlo inmediatamente, Trotwood. Es preciso que lo termine en seguida. Todo seguirá su curso, sabes… –continuó diciendo, después de una larga pausa–, y se armará un buen jaleo.
Con arreglo a los planes de mi tía, me equiparon sin tardar con una hermosa bolsa de dinero y con un baúl de viaje, y se despidieron cariñosamente de mí. En el momento de partir, mi tía me dio algunos buenos consejos y me besó una y otra vez. Como su propósito era que yo viese un poco de mundo y tuviese un poco de tiempo para reflexionar, me recomendó que me quedase unos días en Londres, si me agradaba, ya fuera a la ida o a la vuelta de Suffolk. En una palabra, tenía libertad para hacer lo que me viniera en gana durante tres semanas o un mes, sin más condiciones que las anteriormente mencionadas: ver un poco de mundo y considerar las cosas con calma, además de la promesa de escribirle tres veces por semana para tenerla al corriente de mi vida.
Me dirigí en primer lugar a Canterbury, a fin de despedirme de Agnes y del señor Wickfield (todavía conservaba mi habitación en su casa), así como del buen doctor. Agnes se alegró mucho de verme, y me dijo que la casa no parecía la misma desde mi partida.
–Estoy seguro de que tampoco yo soy el mismo cuando estoy lejos de aquí –le respondí–. Es como si me faltara la mano derecha cuando no estás conmigo. Aunque eso no signifique demasiado, pues ni la cabeza ni el corazón se hallan en la mano derecha. Todos los que te conocen, Agnes, necesitan tus consejos y tu ayuda.
–Todos los que me conocen me miman demasiado –contestó, sonriendo.
–No. Es que no te pareces a nadie… Eres tan buena y tienes un carácter tan dulce. Eres tan encantadora…, y, además, siempre tienes razón.
–Hablas como si yo fuera la señorita Larkins antes de su boda –exclamó Agnes, rompiendo a reír, mientras se sentaba a trabajar.
–¡Vamos! No está bien que abuses de mi confianza –respondí, enrojeciendo al recordar a aquella tirana del vestido azul–. Sin embargo, seguiré contándote mis secretos, Agnes. No creo que pueda dejar de hacerlo jamás. Siempre que me vea en dificultades, o que me enamore, correré a decírtelo, si me lo permites… incluso cuando me enamore de veras.
–¡Pero si siempre te has enamorado de veras! –afirmó Agnes, riéndose de nuevo.
–Sólo era un muchacho, un colegial –protesté soltando también una carcajada, aunque me sentía un poco avergonzado–. Pero las cosas han cambiado, y supongo que un día de éstos me enamoraré muy de veras. Lo que me sorprende, Agnes, es que no te ocurra lo mismo.
Ella se rió de nuevo, y lo negó con la cabeza.
–Ya sé que no estás enamorada –exclamé–, de otro modo me lo habrías dicho. O, por lo menos –añadí, pues advertí un leve rubor en su rostro–, me habrías dejado que lo averiguara por mí mismo. Pero no conozco a nadie que merezca amor, Agnes. Tendrá que aparecer un hombre más noble y digno de respeto que cuantos he conocido hasta ahora, antes de que yo dé consentimiento. A partir de ahora, vigilaré estrechamente a todos tus admiradores; y te aseguro que seré muy exigente con el elegido.
Habíamos hablado hasta entonces medio en serio medio en broma, con la familiaridad que nos era habitual desde nuestra infancia. Sin embargo, Agnes, levantando súbitamente la mirada hacia mí, me dijo en un tono muy diferente:
–Hay algo que me gustaría preguntarte, Trotwood. Quizá no tenga otra oportunidad de hacerlo en mucho tiempo. Se trata de algo que no me atrevería a preguntar a ninguna otra persona. ¿Has observado algún cambio en papá?
Por supuesto que lo había observado, y a menudo me había preguntado si también se habría percatado ella. Debió de leer mis pensamientos, pues se apresuró a bajar los ojos, y me di cuenta de que los tenía llenos de lágrimas.
–¿Y cuál es? –inquirió Agnes, bajando la voz.
–Creo que… ¿Puedo hablarte con franqueza, Agnes? Aprecio tanto a tu padre.
–Por favor –replicó ella.
–Creo que ese hábito suyo, que se ha intensificado desde mi llegada a esta casa, no le hace ningún bien. A menudo parece muy nervioso, aunque quizá sean sólo imaginaciones mías.
–No, no lo son –afirmó Agnes, moviendo la cabeza.
–Le tiemblan las manos, balbucea, y tiene la mirada perdida. He observado que precisamente cuando es menos él, es cuando lo requieren para solucionar algún asunto.
–Cuando lo requiere Uriah –dijo Agnes.
–En efecto; y la sensación de no haber estado a la altura de las circunstancias, de no haber podido pensar con claridad o de no haber sido capaz de disimular su estado, a su pesar, le atormenta de tal modo que cada día se siente peor, y está más demacrado y ojeroso. No te alarmes por mis palabras, Agnes, pero la otra noche lo encontré con la cabeza apoyada en su escritorio, llorando como un niño.
Sentí cómo la mano de Agnes se posaba dulcemente en mis labios mientras hablaba, y un instante después había salido al encuentro de su padre en el umbral de la estancia y se apoyaba en su hombro. Los dos dirigieron sus ojos hacia mí, y la expresión del rostro de Agnes me conmovió. Su hermosa mirada reflejaba un cariño tan profundo por su padre, tanto agradecimiento por todo su amor y todos sus cuidados, y parecía suplicarme con tanto fervor que me mostrara afectuoso con él –incluso en mis pensamientos– y que no le juzgara con dureza; estaba tan orgullosa de él, le quería con tal devoción, aunque le inspirara una gran compasión, y se hallaba tan segura de que yo compartía sus sentimientos, que ninguna palabra hubiera resultado más elocuente para mí, ni me hubiera emocionado más.
El doctor Strong nos había invitado a tomar el té. Fuimos a su casa a la hora de costumbre, y lo encontramos en su gabinete, sentado junto a la chimenea con su joven esposa y la madre de ésta. El doctor, que reaccionó ante mi partida como si me marchase a la China, me recibió como a un invitado de honor, y ordenó que pusieran otro leño en el fuego para ver cómo enrojecía el rostro de su antiguo alumno a la luz de la hoguera.
–No veré muchas más caras nuevas en el lugar de Trotwood, Wickfield –dijo el doctor, calentándose las manos–. Me estoy volviendo perezoso, y necesito tranquilidad. Dentro de seis meses dejaré a mis jóvenes alumnos y llevaré una vida más descansada.
–Lleva diez años repitiendo lo mismo, doctor –contestó el señor Wickfield.
–Pero esta vez tengo intención de hacerlo –señaló el doctor–. Mi profesor adjunto me sustituirá. Hablo en serio. Pronto tendrá usted que redactar nuestro contrato y dejarlo todo bien atado, como si fuéramos un par de bribones.
–Y tendré que poner especial cuidado en que no le engañen, ¿eh, doctor? Como ocurriría con cualquier contrato que preparara usted mismo. Pues bien, ¡estoy dispuesto! En mi profesión, he visto encargos mucho peores.
–Y entonces –prosiguió el doctor, con una sonrisa– no tendré que ocuparme más que de mi diccionario; y de mi otro contrato… el que firmé con Annie.
Ésta se hallaba sentada junto a Agnes, al otro lado de la mesa de té; cuando el señor Wickfield dirigió la vista hacia ella, tuve la impresión de que la joven esquivaba su mirada con cierta vacilación y con una timidez que a él le sorprendió; entonces la observó como si hubiera recordado algo.
–Veo que ha llegado correo de la India –dijo, tras un momento de silencio.
–En efecto –repuso el doctor–. Con algunas cartas del señor Jack Maldon.
–¿De veras?
–¡Pobre y querido Jack! –exclamó la señora Markleham, moviendo la cabeza–. ¡En ese clima tan terrible! Según dicen, es como vivir en un montón de arena, bajo una lupa. Creíamos que era fuerte, pero estábamos equivocados. Mi querido doctor, era su espíritu, no su constitución física, lo que le hacía parecer tan decidido. Annie, querida, estoy segura de que no has olvidado que tu primo nunca fue de complexión fuerte, lo que se dice –insistió su madre, mirándonos a todos–. Es algo que supe desde que mi hija y él eran dos niños y paseaban cogidos del brazo todo el santo día.
Annie, a quien iban dirigidas estas palabras, guardó silencio.
–¿Debo deducir, señora, que el señor Maldon está enfermo? –preguntó el señor Wickfield.
–¿Enfermo? –repitió el Viejo Soldado–. Mi querido caballero, el señor Maldon tiene de todo.
–¿Menos salud? –quiso saber el señor Wickfield.
–¡Exactamente! Menos salud –dijo el Viejo Soldado–. Sin duda ha padecido terribles insolaciones, malaria, fiebres y todas las enfermedades imaginables. En cuanto a su hígado –continuó la señora Markleham, con aire de resignación–, es algo a lo que decidió renunciar al marcharse de aquí.
–¿Y les cuenta todo eso en sus cartas? –inquirió el señor Wickfield.
–¿Que si nos lo cuenta en sus cartas? Mi querido caballero –contestó la señora Markleham, agitando su cabeza y su abanico–, ¡qué poco conoce a mi pobre Jack Maldon si me hace esa pregunta! ¿Que si nos lo cuenta en sus cartas? No es de esa clase de hombres. Antes preferiría dejarse arrastrar por cuatro caballos salvajes.
–¡Mamá! –exclamó la señora Strong.
–Annie, querida –respondió su madre–; deseo pedirte, de una vez por todas, que no interfieras en mi conversación, a menos que sea para confirmar mis palabras. Sabes tan bien como yo que tu primo Maldon preferiría dejarse arrastrar por una manada de caballos salvajes… ¿por qué he de limitarme a cuatro? Me niego a limitarme a cuatro… ocho, dieciséis, treinta y dos…, antes que contarnos algo que pudiera desbaratar los planes del doctor.
–Los planes de Wickfield –señaló el doctor Strong, pasándose la mano por el rostro y mirando a su consejero con aire compungido–. Bueno, los planes que hicimos juntos. Mis palabras fueron: «En Inglaterra o en el extranjero».
–Y yo dije: «En el extranjero» –añadió el señor Wickfield, con gran seriedad–. Fui yo quien le envió allí. Soy el único responsable.
–¿Y quién habla de responsabilidad? –exclamó el Viejo Soldado–. Todo se hizo con la mejor intención, mi querido señor Wickfield; todo se hizo con el mayor cariño, lo sabemos. Pero, si ese pobre muchacho no puede vivir allí, es que no puede vivir allí. Y, si no puede vivir allí, morirá allí antes que desbaratar los planes del doctor. Lo conozco bien –continuó la señora Markleham, mientras se abanicaba con una especie de resignación profética–, y sé que morirá allí antes que desbaratar los planes del doctor.
–Está bien, está bien, señora –declaró el doctor, de buen humor–, no soy un fanático de mis proyectos, y puedo desbaratarlos yo mismo. Es posible buscar una alternativa. Si el señor Jack Maldon regresa a Inglaterra por problemas de salud, no permitiremos que vuelva otra vez a la India, e intentaremos encontrar en este país un puesto que le convenga más.
La señora Markleham se sintió tan emocionada por sus generosas palabras –que, huelga aclarar, ni esperaba ni había instigado– que sólo pudo decirle al doctor que aquello era muy propio de él y darle golpecitos en la mano con el abanico, después de besar una y otra vez sus varillas. Luego reprochó cariñosamente a su hija Annie que no manifestara la menor alegría cuando el doctor, en atención a ella, se mostraba tan bondadoso con su antiguo compañero de juegos; y nos habló de los méritos de varios miembros de su familia, a los que sería deseable que alguien ayudara un poco.
Durante todo ese tiempo, Annie no pronunció una sola palabra, ni despegó los ojos del suelo; el señor Wickfield, entretanto, no dejaba de mirarla, al lado de Agnes. Tuve la impresión de que ni se le había pasado por la cabeza que alguien pudiera observarlo; estaba tan absorto en la joven, y en todo lo que se relacionaba con ella, que no parecía percatarse de nada. Preguntó qué había escrito Jack Maldon, y a quién había dirigido sus cartas.
–Aquí tiene –exclamó la señora Markleham, cogiendo una carta que había en la repisa de la chimenea, encima de la cabeza del doctor–. Nuestro querido muchacho dice al doctor… ¿dónde está?… ¡Oh, aquí!: «Lamento informarle de que mi salud se ha resentido gravemente, y que tal vez me vea en la necesidad de regresar por algún tiempo a Inglaterra, como única esperanza de curación». Eso está claro, ¡pobre muchacho! ¡Su única esperanza de curación! Pero la carta a Annie es todavía más explícita. Déjame verla otra vez, querida.
–Ahora no, mamá –suplicó la joven en voz baja.
–Querida, en algunos asuntos eres la persona más ridícula del mundo –repuso el Viejo Soldado–, y es posible que la menos considerada con las necesidades de su familia. Creo que jamás habríamos sabido nada de esa carta, si yo no hubiera preguntado por ella. ¿Y a eso le llamas, mi amor, confiar en el doctor Strong? Estoy sorprendida. Deberías conocerlo mejor.
Annie sacó a regañadientes la carta; y advertí el temblor de su mano cuando me la dio para que se la pasara a su madre.
–Veamos –dijo la señora Markleham, poniéndose las lentes–, ¿dónde estará ese párrafo? «El recuerdo de los viejos tiempos, queridísima Annie…» No, eso no. «Mi viejo y amable protector…» ¿Quién será? ¡Dios mío! La letra de tu primo Maldon resulta ilegible, Annie. Pero ¡qué estúpida soy! Se refiere al doctor, por supuesto. ¡Ah! ¡Él sí que es amable! –al llegar a ese punto dejó de leer, con el fin de besar otra vez su abanico y agitarlo delante del doctor Strong, que nos contemplaba con aire feliz y sereno–.¡Aquí está! –prosiguió el Viejo Soldado–. «No te sorprenderá oír, Annie…» ¡Cómo iba a sorprenderla, sabiendo que Jack nunca ha sido verdaderamente fuerte! Pero ¿por dónde iba yo…? «No te sorprenderá oír, Annie, que he sufrido tanto en este lejano país que he tomado la decisión de abandonarlo, suceda lo que suceda; si no consigo un permiso por enfermedad, presentaré mi dimisión. Lo que he soportado y soporto aquí es más de lo que un hombre puede soportar». Y de no ser por la prontitud con que ha reaccionado el mejor de los hombres –dijo la señora Markleham, enviando un nuevo mensaje telegráfico al doctor y doblando otra vez la carta–, también sería inaguantable para mí pensar en todos sus padecimientos.
La anciana miró al señor Wickfield como si esperara algún comentario suyo, pero éste no pronunció una sola palabra; continuó sentado, serio y silencioso, con la vista clavada en el suelo. Mucho tiempo después de que abandonáramos aquel tema de conversación y pasáramos a ocuparnos de otros asuntos, su actitud seguía siendo la misma; sólo levantaba la mirada de vez en cuando para dirigirla durante un instante, con aire preocupado, al doctor, a su mujer o a ambos.
El doctor era muy aficionado a la música. Tanto Agnes como la señora Strong tenían una voz muy dulce y armoniosa. Cantaron juntas y tocaron el piano a cuatro manos; fue un pequeño concierto. Sin embargo, me di cuenta de dos cosas: en primer lugar, de que, aunque Annie recuperó en seguida la serenidad y volvió a ser la de siempre, existía entre ella y el señor Wickfield un profundo abismo que los separaba; en segundo lugar, de que al señor Wickfield le disgustaba la intimidad de esta joven con Agnes, y le inquietaba verlas juntas. Y debo confesar que fue entonces cuando me vino a la memoria la escena que había presenciado la noche de la partida del señor Maldon, y descubrí en ella un significado nuevo que me dejó muy turbado. La belleza virginal del rostro de Annie dejó de tener para mí la pureza de antes; desconfié de su gracia natural y del encanto de sus modales; y cuando vi a Agnes, tan bondadosa y leal, sentada a su lado, tuve la sospecha de que se trataba de una amistad muy desigual.
La una era tan feliz, sin embargo, y tan feliz era también la otra, que gracias a ellas la velada pasó volando. Recuerdo muy bien un incidente que se produjo al final. Las dos jóvenes estaban despidiéndose y Agnes se disponía a besar a la señora Strong, cuando el señor Wickfield se interpuso entre ellas, como si fuera por casualidad, y se llevó bruscamente a su hija. Al cruzarse sus miradas, volví a ver en el rostro de Annie la misma expresión que había contemplado la noche de la partida del señor Maldon, como si el tiempo se hubiera detenido desde entonces, y yo volviera a estar en el umbral de la habitación.
Soy incapaz de describir la impresión que eso me causó; sólo sé que, cuando más tarde pensaba en Annie, me resultaba imposible volver a ver su hermoso e inocente rostro y olvidar aquella escena. Es algo que me atormentó al regresar a casa. Tenía la sensación de haber dejado el techo del doctor bajo la amenaza de una nube negra. La veneración que yo sentía por sus cabellos grises parecía mezclarse con la compasión que me inspiraba su fe en aquellos que le traicionaban y con el odio a quienes le perjudicaban. La sombra inminente de una gran desgracia y de una gran deshonra, todavía sin contornos claros, caía como un borrón en el tranquilo lugar donde había estudiado y jugado de muchacho, y lo envilecía cruelmente. Y no volví a recordar con placer los viejos y solemnes áloes de hojas anchas y firmes, que llevaban cien años juntos en sus macetones; ni el suave césped siempre tan bien cuidado; ni las urnas de piedra; ni «El Paseo del Doctor»; ni el agradable tañido de las campanas de la catedral, que se oía en toda la ciudad. Era como si hubieran saqueado ante mis ojos el apacible santuario de mi infancia, y hubiesen arrojado su paz y su honor al viento.
Con la mañana llegó el momento de abandonar aquella vieja casa, impregnada de la dulce presencia de Agnes; y eso acaparó toda mi atención. No tardaría en regresar a ella, sin la menor duda, y volvería a dormir, quizá con frecuencia, en mi antiguo dormitorio; pero los días de mi residencia en Canterbury habían terminado, y los viejos tiempos se habían ido para siempre. Mientras empaquetaba los libros y la ropa que seguía teniendo allí, a fin de enviarlos a Dover, me esforcé por disimular ante Uriah Heep lo apesadumbrado que me sentía; éste se mostró tan solícito al ayudarme que tuve el pensamiento poco caritativo de que se alegraba de mi marcha.
Me despedí de Agnes y de su padre haciendo gala de una indiferencia muy varonil y ocupé mi asiento en el pescante de la diligencia de Londres. Al atravesar la ciudad, me sentía tan generoso e indulgente que estuve a punto de saludar a mi viejo enemigo el carnicero y de lanzarle cinco chelines para que se los gastara en bebida. Pero parecía un carnicero tan obstinado mientras limpiaba su enorme tajo, y su rostro había mejorado tan poco con la pérdida de uno de los dientes delanteros, que yo le había roto, que decidí dejar las cosas como estaban.
Una vez que salimos de Canterbury, recuerdo que mi principal preocupación era que el cochero me creyese lo mayor posible, de modo que me esforcé por hablar con voz muy bronca. Conseguí esto último a costa de grandes molestias; pero perseveré en mi empeño, pues así me sentía más importante.
–¿Va usted a Londres, señor? –preguntó el cochero.
–En efecto, William –respondí, condescendiente (le conocía de antes)–; me dirijo primero a Londres y después a Suffolk.
–¿De caza, señor? –inquirió.
El cochero sabía tan bien como yo que cazar en aquella época del año era tan poco verosímil como pescar ballenas; pero lo cierto es que me sentí halagado.
–Ignoro si pegaré algún tiro –contesté, como si tuviera alguna duda al respecto.
–He oído decir que escasean las aves –señaló William.
–Eso tengo entendido –repliqué.
–¿Es usted del condado de Suffolk, señor? –quiso saber.
–Así es –exclamé, dándome importancia.
–Dicen que allí los budines de manzana son deliciosos –afirmó el cochero.
No lo sabía, pero creí necesario defender las tradiciones de mi región natal y mostrar cierta familiaridad con ellas, de modo que moví la cabeza, como diciendo: «Ya lo creo».
–Y los caballos –prosiguió William–. ¡Eso sí que es ganado! Un buen caballo de Suffolk vale su peso en oro. ¿Se ha dedicado alguna vez a su cría, señor?
Mi primera derrota en la vida
–N… no –repuse–, la verdad es que no.
–Apuesto a que ese caballero de ahí detrás –dijo William– ha criado a muchísimos de ellos.
Se refería a un caballero con un estrabismo muy poco prometedor y una barbilla de lo más prominente. Llevaba un sombrero blanco, muy alto y con el borde estrecho y plano, y unos pantalones grises sumamente ajustados, que parecían abotonarse desde las botas hasta las caderas. Su barbilla sobresalía por encima del hombro del cochero, tan cerca de mí que su aliento me hacía cosquillas en el cogote. Cuando me volví para observarle, miraba disimuladamente los caballos con el ojo que no bizqueaba, con aire de experto.
–¿Acaso no es cierto, señor? –le preguntó William.
–¿A qué se refiere? –inquirió el desconocido.
–A que ha criado usted muchísimos caballos de Suffolk, ¿no?
–Por supuesto –exclamó el caballero–. No hay raza de caballos o de perros que yo no haya criado. Hay hombres cuya única afición en la vida son los caballos y los perros. En mi caso, son más importantes que la comida y la bebida… la casa, la mujer y los hijos… la lectura, la escritura y la aritmética… el rapé, el tabaco y el sueño.
–No es la clase de hombre que uno espera encontrar detrás del pescante de una diligencia, ¿verdad? –me dijo William al oído, mientras sacudía las riendas.
Comprendí que era una manera de insinuarme que le cediera mi sitio, lo que me apresuré a hacer, enrojeciendo.
–Si a usted no le importa, señor –afirmó el cochero–, creo que sería lo más correcto.
Siempre he considerado aquel episodio una derrota, la primera de mi vida. Al reservar mi plaza en la oficina de la diligencia, había pedido que anotaran «Asiento de pescante» junto a mi nombre y había entregado al tenedor de libros media corona. Llevaba un sobretodo y una manta de viaje especiales para la ocasión, a fin de estar a la altura de las circunstancias; me sentía orgulloso de ocupar un lugar tan distinguido, y estaba convencido de que hacía honor a la diligencia. Y, sin embargo, antes de llegar siquiera a la primera parada ¡me veía suplantado por un individuo bizco y mal vestido, cuyo único mérito era oler a caballeriza y ser capaz de pasar por encima de mí (más como una mosca que como un ser humano) mientras los caballos iban a medio galope!
Este pequeño incidente en la parte exterior de la diligencia de Canterbury no contribuyó a paliar la falta de confianza en mí mismo que, muy a mi pesar, he experimentado a lo largo de mi vida en más de una ocasión, en situaciones de poca importancia. No sirvió de nada que buscara refugio en una voz bronca. Hablé con la boca del estómago durante el resto del viaje, pero me sentí muy humillado y terriblemente joven.
Resultó curioso e interesante, sin embargo, viajar allí sentado, detrás de los cuatro caballos, ahora que era un joven educado, bien vestido y con dinero abundante en el bolsillo, y volver a encontrar a mi paso los lugares donde había dormido durante mi largo y penoso viaje. Cada mojón del camino estaba cargado de recuerdos para mí. Al mirar desde lo alto de la diligencia a los caminantes con quienes nos cruzábamos, cada vez que sus rostros –que tan bien recordaba– se volvían hacia nosotros, sentía la mano ennegrecida del hojalatero en la pechera de mi camisa. Cuando atravesamos la estrecha calle de Chatham, vislumbré la sucia callejuela donde vivía el monstruo que me había comprado la chaqueta, y estiré el cuello cuanto pude para ver la esquina donde me había sentado, a la sombra y al sol, a esperar mi dinero. Cuando, finalmente, en la última etapa del trayecto, pasamos por delante de Salem House, donde el señor Creakle había azotado a sus alumnos sin piedad, habría dado cualquier cosa por estar debidamente autorizado para bajarme, propinarle una paliza y dejar salir a todos los muchachos como si fueran gorriones enjaulados.
Llegamos a Charing Cross y nos detuvimos en La Cruz de Oro, una antigua posada en un barrio muy populoso. Un camarero me condujo al comedor; y una criada me mostró mi pequeño dormitorio, que olía igual que un carruaje de alquiler y estaba tan cerrado como un panteón familiar. Yo seguía dolorosamente consciente de mi juventud, pues nadie parecía tenerme el menor respeto: la criada mostraba total indiferencia ante mis opiniones, y el camarero me trataba con familiaridad, dándome consejos para paliar mi inexperiencia.
–Veamos –dijo éste, en tono confidencial–, ¿qué le apetece cenar? A los caballeros jóvenes suele gustarles el pollo. ¿Por qué no lo pide?
Le contesté, con la mayor solemnidad posible, que prefería otro plato.
–¿De veras? –exclamó–. Los caballeros jóvenes suelen estar cansados de vaca y de cordero, ¡tome una chuleta de ternera!
Como no sabía qué otra cosa sugerirle, acepté su propuesta.
–¿Quiere usted patatas? –inquirió, con cierta reticencia y la cabeza ladeada–. Los caballeros jóvenes suelen estar hartos de ellas.
Le ordené, con mi voz más cavernosa, que me pidiera una chuleta de ternera con patatas, además de su guarnición, y que preguntara en el mostrador si había alguna carta para el señor Trotwood Copperfield. Sabía que no habría ninguna –era imposible que la hubiera–, pero pensé que aquello me haría parecer más importante.
No tardó en regresar para decirme que no había nada para mí (lo que me sorprendió sobremanera), y empezó a poner mi mesa cerca de la chimenea. Mientras se dedicaba a esa tarea, me preguntó qué deseaba beber; me temo que, cuando le respondí: «Media pinta de vino de jerez», decidió aprovechar la oportunidad que se le presentaba de reunir dicha cantidad vaciando los posos de varias pequeñas licoreras. Y estoy convencido de mis palabras porque, mientras leía el periódico, lo vi muy atareado detrás de una pequeña mampara de madera, que le servía de refugio, vertiendo el líquido de varias botellas en un recipiente, al igual que un farmacéutico que preparase una receta. Además, cuando probé el vino, me pareció muy insípido; y lo cierto es que encontré en él más migas de pan inglés de lo que cabría esperar en un vino extranjero, en estado puro. Pero era demasiado tímido y bebí aquello sin rechistar.
Como estaba de un humor excelente (de lo cual deduzco que no todas las fases de un envenenamiento son desagradables), decidí ir al teatro. Elegí el Covent Garden; y allí, desde la última fila de un palco central, asistí a la representación de y de una nueva pantomima. Ver a todos aquellos nobles romanos, que hasta entonces sólo habían dado pie a difíciles tareas escolares, entrando y saliendo del escenario para que yo me divirtiera, fue una sensación nueva y muy agradable para mí. Pero la mezcla de realidad y de misterio de toda la representación, el influjo de la poesía, de las luces, de la música, del público, de los brillantes y luminosos decorados que se sucedían con asombrosa maestría, me deslumbraron de tal modo y abrieron ante mí unas perspectivas de deleite tan ilimitadas que, cuando volví a encontrarme en medio de una calle lluviosa a las doce de la noche, tuve la impresión de haber bajado de las nubes, después de haber llevado durante siglos una existencia romántica, para aterrizar en un mundo miserable, ruidoso, mal alumbrado, lleno de charcos y de lodo, donde los paraguas luchaban por abrirse paso, los carruajes de alquiler invadían la calzada y los chanclos resonaban en el empedrado.
Había salido por una puerta diferente y me detuve unos instantes, como si fuera verdaderamente un extraño en la tierra; mas no tardaron en hacerme volver en mí los empujones y los codazos, y emprendí el camino de vuelta al hotel. Durante el trayecto, el maravilloso espectáculo que acababa de presenciar ocupó todos mis pensamientos; y a la una de la madrugada, después de una cerveza negra y de unas ostras, seguía rememorándolo, mientras contemplaba el fuego de la sala.
Estaba tan absorto, meditando sobre la pieza teatral y sobre mi pasado (pues la obra era, en cierto modo, una especie de pantalla luminosa y transparente a través de la cual veía pasar mis primeros años), que no sé en qué momento se hizo real para mí la figura de un apuesto joven, vestido con elegante negligencia, que yo tenía motivos para recordar muy bien. Lo que no he olvidado es que me percaté de su presencia sin haberlo visto entrar, mientras seguía ensimismado, delante de la chimenea.
Finalmente, me levanté para ir a acostarme, con gran alivio del soñoliento camarero, quien parecía tener las piernas adormecidas, pues no cesaba de agitarlas y de darles golpes, mientras hacía toda clase de contorsiones en el interior de su pequeña despensa. Al dirigirme a la puerta, pasé junto a la persona que había entrado y pude verla con claridad. Volví sobre mis pasos y miré al joven de nuevo. Él no me reconoció, pero yo lo hice en seguida.
Es posible que en otro momento me hubiera faltado la confianza o la decisión necesarias para hablarle, y lo hubiera pospuesto hasta el día siguiente y hubiera perdido su rastro. Pero mi ánimo estaba tan alterado después del teatro que sentí un enorme agradecimiento por la protección que me había brindado de niño, y mi viejo cariño por él afloró en mi pecho de un modo tan natural que me apresuré a acercarme a él, mientras me latía fuertemente el corazón.
–¡Steerforth! ¿Es que no piensas decirme nada?
Él me miró, tal como solía hacerlo algunas veces, pero me di cuenta de que seguía sin reconocerme.
–Me temo que no te acuerdas de mí –dije.
–¡Santo Cielo! –exclamó–. ¡El pequeño Copperfield!
Cogí sus dos manos, sin decidirme a soltarlas. De no haber sido por mi timidez o por el temor a disgustarlo, creo que me habría abrazado a él llorando.
–Jamás, jamás, jamás me habían dado una alegría tan grande, mi querido Steerforth; ¡estoy tan contento de verte!
–También es un placer para mí –respondió, estrechándome con fuerza la mano–. Vamos, Copperfield, ¡no te emociones tanto!
Sin embargo, tuve la impresión de que le complacía ver cuánto me afectaba nuestro encuentro.
Me enjugué las lágrimas que, a pesar de todos mis esfuerzos, había sido incapaz de contener, solté una torpe risita y me senté a su lado.
–¿Qué haces en este lugar? –inquirió Steerforth, dándome una palmadita en el hombro.
–He llegado hoy en la diligencia de Canterbury. Fui adoptado por una tía de mi padre que vive en esa región, y acabo de finalizar mis estudios. Y tú, Steerforth, ¿qué haces aquí?
–Pues bien, soy lo que suele llamarse un hombre de Oxford –replicó–; es decir, voy periódicamente allí para morirme de aburrimiento… y, en estos momentos, me dirijo a casa de mi madre. ¡Qué bien te veo, Copperfield! Ahora que te miro, estás igual que siempre. ¡No has cambiado nada!
–Yo te he reconocido en seguida –afirmé–; pero es más fácil acordarse de ti.
Se echó a reír, pasándose la mano por sus cabellos rizados, y exclamó alegremente:
–Pues sí, el deber filial me ha obligado a emprender este viaje. Mi madre vive algo alejada de la ciudad, y como las carreteras se hallan en muy mal estado y su casa resulta bastante aburrida, he decidido pasar la noche en este hotel, en lugar de seguir adelante. No llevo ni seis horas en Londres, y lo único que he hecho ha sido dormitar y protestar en el teatro.
–También yo he asistido a una representación –señalé–. En el Covent Garden. ¡Qué espectáculo tan maravilloso, Steerforth!
Mi amigo empezó a reírse a carcajadas.
–Mi querido Davy –dijo, mientras me daba otra palmadita en el hombro–, eres como una flor silvestre. Ni siquiera las margaritas del campo, al salir el sol, son tan tiernas e inocentes como tú. Yo también he estado en el Covent Garden y jamás he visto una puesta en escena más lamentable. ¡Eh! ¡Señor!
Con estas palabras se dirigía al camarero que, desde la distancia, había seguido atentamente nuestro encuentro. El hombre se acercó respetuosamente a nosotros.
–¿Dónde ha alojado a mi amigo el señor Copperfield? –preguntó Steerforth.
–¿Perdón, señor?
–¿Dónde duerme? ¿Cuál es su número de habitación? Ya sabe lo que quiero decir –exclamó Steerforth.
–Sí, señor –respondió el camarero, como si quisiera pedir disculpas–. El señor Copperfield se encuentra actualmente en la cuarenta y cuatro.
–¿Y qué diablos pretende usted poniendo al señor Copperfield en ese pequeño desván encima de unas caballerizas?
–Verá, señor –repuso el camarero, excusándose–, como el señor Copperfield no se mostró demasiado exigente… Pero podemos cambiarle a la setenta y dos, si lo prefieren. Es la habitación contigua a la suya.
–Claro que lo preferimos –afirmó Steerforth–. Y háganlo inmediatamente.
El camarero se retiró al instante para organizar el traslado. Steerforth, sumamente divertido de que me hubieran hospedado en la cuarenta y cuatro, empezó a reírse de nuevo, mientras me daba más palmaditas en el hombro; me propuso desayunar con él al día siguiente a las diez de la mañana, invitación que acepté feliz y orgulloso. Como era bastante tarde, cogimos unas velas para subir a acostarnos, y nos despedimos afectuosamente en su puerta. Mi nuevo cuarto era mucho mejor que el anterior; no olía a humedad y tenía una cama gigantesca de cuatro columnas, un verdadero feudo. No tardé en quedarme plácidamente dormido entre almohadas suficientes para seis personas; y soñé con la antigua Roma, con Steerforth y con la amistad, hasta que las primeras diligencias de la mañana, que salieron traqueteando bajo el arco de entrada, llenaron mis sueños de truenos y de dioses.