David Copperfield

LV Tempestad

LV

Me acerco ahora a un episodio de mi vida, tan inolvidable y tan terrible, tan ligado por una infinita variedad de lazos a cuanto lo ha precedido en estas páginas, que, desde el principio de mi relato, lo he visto crecer y crecer en el horizonte, como una elevada torre en medio de una llanura, proyectando su anunciada sombra incluso sobre las vicisitudes de mis días infantiles.

Muchos años después de que ocurriera, seguía soñando con él. Me he despertado a menudo sobresaltado, recordándolo con tanta viveza como si oyera aún su furia desatada en mi tranquilo dormitorio, en medio del silencio de la noche. Y aún hoy sueño a veces con él, aunque con intervalos cada vez más inciertos y más largos. No hay en mi alma una asociación de ideas tan fuerte como la que vincula este episodio a un viento tempestuoso o a la simple mención de la orilla del mar. Intentaré describirlo aquí con la misma claridad con que ocurrió. No lo recuerdo, lo veo; pues es como si volviera a suceder ante mis ojos.

Como se acercaba rápidamente el día en que el barco de los emigrantes debía zarpar, mi buena y vieja Peggotty (con el corazón destrozado por mi causa) vino a Londres. Yo estaba siempre con ella, con su hermano y con los Micawber (que ahora pasaban mucho tiempo juntos); pero jamás vi a Emily.

Poco antes de su partida, una tarde en que me hallaba a solas con Peggotty y su hermano, nos pusimos a hablar de Ham. Peggotty nos explicó con cuánta ternura se había despedido de ella, y la serenidad y la hombría que había mostrado. Sobre todo en los últimos tiempos, que ella consideraba los más duros para él. Era un tema del que la buena mujer nunca se cansaba de hablar; y nuestro interés por escuchar las numerosas anécdotas que ella tenía que contarnos, después de vivir tanto tiempo con Ham, no era menor que su deseo de relatarlas.

Por aquel entonces, mi tía y yo estábamos desocupando las dos casitas de Highgate; yo tenía intención de viajar al extranjero, y mi tía pensaba regresar a su casa de Dover. Habíamos alquilado temporalmente unas habitaciones en Covent Garden. Mientras me dirigía a ellas, después de la conversación que acabo de relatar, reflexionando sobre mi último encuentro con Ham en Yarmouth, empezó a flaquear mi propósito original de dejar una carta para Emily cuando me despidiera de su tío en el barco, y decidí que sería mejor escribirle aquella misma noche. Pensé que tal vez ella deseara, después de recibir mi misiva, enviar algunas palabras de despedida a su infortunado pretendiente. Tenía que darle esa oportunidad.

Así pues, me senté en mi dormitorio antes de acostarme y escribí a la joven. Le conté que había estado con Ham y que él me había pedido que le transmitiera lo que en su momento relaté en estas páginas. Se lo repetí fielmente. No hubiera sido necesario extenderme sobre ello, aunque hubiese tenido derecho a hacerlo. Ni yo ni nadie podíamos encarecer la profunda fidelidad y bondad de Ham. Dejé la carta fuera, a fin de que la enviaran por la mañana; añadí unas líneas para el señor Peggotty, rogándole que se la entregara a Emily; y me fui a la cama con las primeras luces del día.

Estaba más débil de lo que creía; y, como no logré conciliar el sueño hasta después de salir el sol, seguí acostado, sin poder descansar, hasta bastante tarde. Me despertó la presencia silenciosa de mi tía junto a la cabecera. Sentí su proximidad en medio de mis sueños, como supongo que hacemos todos en esos momentos.

–Trot, querido –me dijo, cuando abrí los ojos–, no acababa de decidirme a molestarte. El señor Peggotty está aquí; ¿le digo que suba?

Le contesté que sí, y éste no tardó en aparecer.

–Señorito Davy –exclamó, después de darnos un apretón de manos–, he entregado su carta a Emily y ésta es su respuesta; me ha rogado que le pida a usted que la lea y que, si no ve nada malo en ella, tenga la bondad de hacérsela llegar a Ham.

–¿La ha leído usted? –quise saber.

Asintió tristemente con la cabeza. La abrí, y leí lo siguiente:

He recibido tu mensaje. ¡Oh, qué puedo escribir yo para agradecer tu bendita generosidad y tu bondad conmigo!

He guardado tus palabras junto a mi corazón. Las conservaré allí hasta mi muerte. Son espinas crueles, pero ¡me proporcionan tanto consuelo! He rezado al leerlas, ¡oh, he rezado tanto! Cuando veo cómo eres, y cómo es el tío, comprendo cómo debe de ser Dios, y me atrevo a llorar ante Él.

Y ahora, adiós para siempre. Adiós para siempre en este mundo, queridísimo amigo. Tal vez en el más allá, si soy perdonada, vuelva a despertar con la inocencia de un niño y pueda reunirme contigo. Con todo mi agradecimiento y mis bendiciones, ¡adiós para siempre jamás!

Y ésa era la carta, emborronada por las lágrimas.

–¿Puedo decirle que no ve nada malo en ella y que tendrá la bondad de hacérsela llegar a Ham, señorito Davy? –inquirió el señor Peggotty, cuando la hube leído.

–Por supuesto que sí –repliqué–, pero estoy pensando…

–¿Sí, señorito Davy?

–Estoy pensando que será mejor que vaya de nuevo a Yarmouth. Tengo tiempo de sobra para ir y volver antes de que zarpe el barco. No hago más que acordarme de Ham y de su soledad. Poner en sus manos esta carta escrita por Emily, en un momento como éste, y que usted pueda decirle a ella, en el instante de partir, que él la ha recibido, será algo bueno para los dos. Acepté solemnemente el encargo de Ham, pobre y querido muchacho, y cuanto haga para cumplirlo me parecerá poco. El viaje no es ninguna molestia para mí. Estoy muy nervioso, me sentará bien un poco de movimiento. Saldré esta misma noche.

A pesar de que trató de disuadirme, me di cuenta de que era de mi misma opinión; y, si yo hubiera necesitado que me alentaran un poco, aquello habría bastado. El señor Peggotty, a petición mía, se dirigió a las oficinas de la diligencia y me reservó un asiento en el pescante de la silla de posta. Salí al anochecer, en ese carruaje, por la carretera que había recorrido en medio de tantas vicisitudes.

–¿No cree que tenemos un cielo verdaderamente extraordinario? –pregunté al cochero en nuestro primer tramo fuera de Londres–. No recuerdo haber visto nada parecido.

–Tampoco yo… No, nada parecido. Es el viento, señor. Parece que se avecinan grandes desgracias en la mar.

Se veía una tenebrosa confusión de nubes errantes –manchadas aquí y allá de un color que se asemejaba al humo de la madera verde–, formando impresionantes cúmulos que parecían más altos que la distancia entre ellos y los más profundos abismos de la tierra; y la insensata luna parecía zambullirse impetuosa en aquel caos, como si, en una terrible perturbación de las leyes de la naturaleza, se hubiera extraviado y tuviese miedo. El viento había soplado durante todo el día, y en aquellos momentos arreciaba con extraordinaria violencia. Una hora después, su fuerza había aumentado, el cielo se había oscurecido y silbaba con furia.

A medida que avanzaba la noche, las nubes se cerraron y cubrieron todo el cielo, que se volvió completamente negro, y el viento siguió ululando cada vez más fuerte. Y alcanzó tal intensidad que nuestros caballos a duras penas podían avanzar. Muchas veces, en medio de las tinieblas (estábamos a finales de septiembre, cuando las noches no son cortas), los nobles brutos que iban en cabeza dieron media vuelta o se detuvieron en seco; y con frecuencia nos asaltó el temor de que el viento volcara el carruaje. Antes de que estallara la tormenta, llegaron fuertes ráfagas de lluvia, como chaparrones de acero; y, en esos momentos, cuando podíamos refugiarnos bajo un árbol o al socaire de algún muro, nos deteníamos de buen grado ante la imposibilidad de continuar la lucha.

La tormenta seguía arreciando cuando amaneció. Yo había estado en Yarmouth cuando los marineros decían que soplaba un viento endemoniado, pero jamás había visto nada igual, ni siquiera parecido. Llegamos a Ipswich (con mucho retraso, pues, desde que estuvimos a diez millas de Londres, habíamos tenido que disputar al viento cada pulgada de camino) y encontramos a sus gentes apiñadas en la plaza del mercado; habían abandonado sus camas en mitad de la noche, temiendo que se cayeran las chimeneas. Algunos se congregaron en el patio de la posada, mientras cambiábamos los caballos, y nos contaron que el viento había arrancado grandes planchas de plomo del campanario de la iglesia y las había arrojado en una callejuela ahora intransitable. Otros nos hablaron de los campesinos que, al venir de los pueblos cercanos, habían visto árboles gigantescos arrancados de cuajo y almiares enteros desparramados por campos y caminos. Pero la tormenta no amainaba, sino que cada vez rugía con más violencia.

Avanzamos con dificultad, cada vez más cerca del mar, desde donde aquel viento infernal soplaba en dirección a la costa, y su fuerza se hizo más y más aterradora. Mucho antes de divisar el agua, sentimos sus rociones en nuestros labios, y cayó sobre nosotros una lluvia salada. La marea estaba muy baja, y quedaban a la vista millas y millas de aquel vasto arenal pegado a Yarmouth; y el agua se agitaba con violencia en sus pozas y charcas, arrojando hacia nosotros sus pequeñas y furiosas olas. Cuando el mar apareció ante nuestros ojos, las olas, que veíamos a intervalos en el horizonte por encima del abismo ondulante, daban la impresión de ser otra costa con sus torres y edificios. Finalmente, llegamos a la ciudad; y los vecinos salían de sus casas, ladeados y con los cabellos ondeando, asombrados de que la silla de posta hubiera podido abrirse camino en una noche como aquella.

Reservé una habitación en la vieja posada, y me dirigí a la playa para contemplar el mar; tambaleándome por la calle, que estaba cubierta de arena, de algas y de retazos volantes de espuma de mar; temeroso de las tejas y pizarras que caían; aferrándome a las personas con que me cruzaba, en las esquinas menos protegidas. Al acercarme a la playa, vi no sólo a los marineros sino a la mitad de los habitantes de Yarmouth, al socaire de los edificios; algunos desafiaban de vez en cuando la furia de la tormenta para mirar mar adentro, y el viento los desviaba de su camino cuando regresaban haciendo zigzag.

Me uní a aquellos grupos; y encontré mujeres que lloraban porque sus maridos habían salido a pescar arenques y ostras, y ellas pensaban, con razón, que sus botes se habrían ido a pique antes de conseguir ponerse a salvo. Había entre la gente viejos marinos de cabellos grises que movían la cabeza, mientras miraban el mar y el cielo y hacían comentarios entre sí; armadores, nerviosos y preocupados; niños que se apiñaban y escrutaban el rostro de sus mayores; e incluso rudos marineros, inquietos y angustiados, que, desde sus lugares de refugio, apuntaban con sus catalejos hacia el mar, como si estuvieran vigilando a un enemigo.

Aquel mar embravecido, cuando logré detenerme a mirar el oleaje, en medio del viento huracanado y de un torbellino de piedras y de arena, me dejó estupefacto. La más insignificante de las gigantescas murallas de agua que avanzaban hacia nosotros y, al llegar a su punto más alto, se desplomaban, convirtiéndose en espuma, parecía capaz de tragarse toda la ciudad. Cuando la ola se retiraba con un ronco rugido, parecía dejar profundas cavidades en la playa, como si quisiera socavar la tierra. Cuando algunas de aquellas montañas de cresta blanca bramaban y se hacían pedazos antes de llegar a tierra, cada uno de sus fragmentos parecía poseído por toda la fuerza de su ira y corría a fundirse con otro monstruo. Las colinas onduladas se transformaban en valles, los valles ondulados (por los que a veces pasaba volando a baja altura un solitario petrel) se alzaban hasta convertirse en colinas; masas de agua temblaban y sacudían violentamente la orilla con el sonido de un trueno, y todas aquellas formas avanzaban tumultuosamente, desplazándose y cambiando sin cesar su fisonomía; la costa imaginaria se elevaba y descendía en el horizonte con sus torres y edificios, y las espesas nubes se movían a gran velocidad. Tuve la impresión de asistir al desgarramiento y cataclismo de toda la naturaleza.

Al no encontrar a Ham entre la gente que aquel temporal memorable (pues todavía lo recuerdan como el más violento que ha azotado esas costas) había congregado en la playa, decidí ir a su casa. Estaba cerrada; como nadie respondió a mi llamada, me dirigí por callejuelas y pequeños senderos hasta el astillero donde trabajaba. Allí me contaron que se había ido a Lowestoft, donde ciertas reparaciones urgentes precisaban de su habilidad; pero que volvería al día siguiente, muy temprano.

Regresé a la posada; y, después de haberme lavado y vestido, y de haber intentado dormir en vano, eran las cinco de la tarde. No llevaba ni cinco minutos sentado junto a la chimenea de la sala cuando el camarero vino a atizar el fuego, como una excusa para entablar conversación, y me dijo que dos carboneros se habían hundido con toda su tripulación a pocas millas de distancia; y que habían visto otros barcos en la rada, luchando desesperadamente por no acercarse a la costa.

–¡Que Dios se apiade de ellos y de todos los pobres marineros si tenemos otra noche como la de ayer! –exclamó.

Me sentía terriblemente solo y abatido, y la ausencia de Ham me inquietaba mucho más de lo que hubiera sido lógico esperar. Los acontecimientos de los últimos tiempos me habían afectado más de lo que yo creía; y haber estado tantas horas expuesto a la furia del viento me había dejado bastante aturdido. Mis recuerdos y mis pensamientos estaban tan enmarañados que había perdido toda noción del tiempo y del espacio. De modo que, si hubiera salido a la calle, no creo que me hubiese sorprendido encontrar a una persona que yo supiera con certeza que estaba en Londres. Para decirlo de otro modo, mi cerebro sentía una extraña indiferencia hacia esa clase de cosas; aunque se hallaba, al mismo tiempo, muy activo con todos los recuerdos que el lugar despertaba en mí, y que eran especialmente claros y vívidos.

En ese estado, me apresuré a asociar, de forma inconsciente, la triste noticia que acababa de darme el camarero sobre los barcos con mi preocupación por Ham. Lo cierto es que temía que volviera de Lowestoft por mar y naufragase. Y esa angustia empezó a atormentarme de tal modo que decidí volver al astillero antes de cenar y preguntar al dueño si creía posible que Ham regresara en barco. En caso de que existiera la menor posibilidad, iría a Lowestoft para impedirlo y lo traería conmigo.

Encargué rápidamente la cena y volví al astillero. Llegué justo a tiempo, ya que el dueño, con una linterna en la mano, estaba cerrando la puerta. Se echó a reír cuando oyó mi pregunta, y respondió que no me preocupara, que ningún hombre en su sano juicio, o que estuviera trastornado, se embarcaría con un temporal como aquél, y menos que nadie Ham Peggotty, que había nacido para ser marinero.

Lo sabía de antemano, y por eso me había avergonzado llevar a cabo algo que, sin embargo, me sentía obligado a hacer. Regresé a la posada. Si un viento como aquél podía arreciar, creo que estaba arreciando. Sus rugidos y bramidos, el traqueteo de puertas y ventanas, el ulular de las chimeneas, el movimiento de la casa que me servía de refugio, y el tumulto prodigioso de la mar eran todavía más aterradores que por la mañana. Además, ahora reinaba una profunda oscuridad, que añadía a la tormenta nuevos horrores, reales y ficticios.

No podía comer, no podía quedarme quieto, no podía concentrar mi atención en nada. Algo dentro de mí, respondiendo débilmente a la tormenta exterior, agitaba las profundidades de mi memoria, y la sumía en la confusión. Y, a pesar del torbellino de mis pensamientos, que corrían enloquecidos al compás del mar ensordecedor, la tormenta y mi inquietud por Ham se hallaban siempre en primer término.

Se llevaron mi comida sin que apenas la hubiera probado, e intenté animarme con un vaso o dos de vino. Fue inútil. Me adormecí junto al fuego, sin perder la conciencia del estruendo exterior ni del lugar donde me encontraba. Ambas sensaciones quedaron eclipsadas por un terror nuevo e indefinible; y, cuando me desperté… o mejor dicho, cuando conseguí librarme del letargo que parecía haberme atado a la silla, todo mi cuerpo, sin saber por qué, se estremeció de miedo.

Paseé de un lado a otro de la habitación, intenté leer un viejo manual de geografía, escuché el espantoso fragor; contemplé los rostros, escenas y siluetas que dibujaban las llamas. Finalmente, el tictac del impasible reloj de pared me atormentó de tal modo que decidí acostarme.

Resultaba tranquilizador saber, en una noche como aquélla, que algunos criados de la posada habían decidido hacer guardia hasta que rayara el alba. Me fui a la cama, completamente exhausto y con la cabeza embotada; pero, al acostarme, esas sensaciones desaparecieron como por arte de magia, y me encontré completamente despierto y con los sentidos aguzados.

Durante horas estuve allí, escuchando el viento y el agua; tan pronto imaginaba oír gritos en el mar, como los cañonazos de alarma o el derrumbamiento de algunas casas de la ciudad. Me levanté varias veces a mirar por la ventana; pero lo único que veía era el reflejo en los cristales de la pequeña vela que había dejado encendida y de mi semblante ojeroso, que me contemplaba desde el oscuro vacío.

Al final, mi agitación alcanzó tal paroxismo que me vestí presuroso y bajé corriendo las escaleras. En la enorme cocina, donde pude entrever ristras de cebollas y tocinos colgando de las vigas, los criados de guardia se habían agrupado, en las actitudes más variadas, alrededor de una mesa que, de modo expreso, habían alejado de la gran chimenea y habían acercado a la puerta. Una bonita joven, que tenía los oídos tapados con su delantal y los ojos clavados en la puerta, lanzó un grito cuando aparecí, creyendo que era un fantasma; pero sus compañeros mostraron mayor presencia de ánimo y se alegraron de que alguien más los acompañara. Un hombre, volviendo al asunto que habían estado discutiendo, me preguntó si pensaba que las almas de los tripulantes de los carboneros hundidos vagaban por la playa, en medio del temporal.

Debí de estar con ellos un par horas. En una ocasión, abrí el portón del patio y contemplé la calle desierta. La arena, las algas y los copos de espuma volaban por doquier; y tuve que pedir ayuda para cerrar de nuevo el portón, e impedir que el viento lo abriera.

Cuando regresé a mi cuarto solitario, reinaba en él una lúgubre oscuridad; pero para entonces estaba agotado y, al meterme de nuevo en la cama, caí (desde lo alto de una torre hasta el fondo de un precipicio) en un profundo sueño. Tengo la impresión de que durante mucho tiempo, a pesar de que soñaba estar en otro lugar y ver escenas muy diferentes, el viento seguía silbando en mi cabeza. Finalmente, perdí ese último contacto con la realidad y, en compañía de dos amigos muy queridos, que no sé quiénes eran, me encontré asediando una ciudad en medio de un intenso cañoneo.

El retumbar de los cañones era tan violento y continuo que no pude oír algo que me hubiera gustado mucho escuchar, hasta que, con gran esfuerzo, me desperté. Era de día… las ocho o las nueve de la mañana; la tempestad rugía, en el lugar de las baterías; y alguien me llamaba y golpeaba la puerta.

–¿Qué ocurre? –exclamé.

–¡Un naufragio! ¡Muy cerca!

Salté de mi cama y pregunté de qué barco se trataba.

–Una goleta, de España o Portugal, cargada de fruta y vino. ¡Dese prisa, señor, si quiera verla! En la playa dicen que está a punto de hacerse pedazos.

La voz excitada se alejó gritando por las escaleras; me vestí lo más rápidamente que pude y me precipité a la calle.

Muchos hombres y mujeres corrían delante de mí, todos en la misma dirección: la playa. Me sumé a su carrera y, adelantando a gran número de ellos, no tardé en verme frente al mar enfurecido.

Es posible que el viento hubiera amainado un poco para entonces, aunque no más que, si en mis sueños, hubiesen acallado media docena de cañones entre varios centenares. Pero el mar, después de la agitación que había sufrido durante toda la noche, resultaba infinitamente más aterrador que la víspera. Parecía como si todo se hubiera hinchado desde entonces; y la altura que alcanzaban las olas, y el modo en que se precipitaban unas tras otras y llegaban a la playa, en huestes interminables, era un espectáculo sobrecogedor.

Con la dificultad de no oír otra cosa que el viento y las olas, y con la muchedumbre, y la indescriptible confusión, y mis primeros esfuerzos por mantenerme en pie sin que me tiraran las fuertes ráfagas, me sentía tan confuso que, cuando busqué con la mirada el barco, lo único que distinguí fueron las crestas espumeantes de las gigantescas olas. Un marinero que estaba a mi lado, a medio vestir, señaló hacia la izquierda con su brazo desnudo (en el que una flecha tatuada apuntaba en la misma dirección). Y entonces, ¡oh, Dios mío!, vi la goleta, ¡justo delante de nosotros!

Uno de los mástiles se había partido, seis u ocho pies sobre cubierta, y caía hacia un lado, en una maraña de velas y de jarcia; y todos esos restos, cada vez que el barco cabeceaba y daba bandazos (lo que hacía sin cesar y con una violencia inconcebible), golpeaban el costado como si quisieran perforarlo. Incluso en aquellas condiciones seguían intentando cortar y desprenderse de ese trozo de palo; pues, cuando la goleta, que estaba de través, se volvió hacia nosotros en su balanceo, distinguí con claridad cómo los hombres de a bordo se afanaban con sus hachas, especialmente una silueta joven y vigorosa de largos cabellos rizados que destacaba sobre las demás. Pero un fuerte clamor, que llegó a oírse incluso por encima del viento y del agua, se elevó en aquel instante en la orilla; pues el mar, barriendo la cubierta del barco, arrastró hombres, arboladura, barriles, tablas, amuradas y montones de objetos parecidos, al oleaje en ebullición.

El segundo mástil continuaba en pie, con los jirones de la vela rifada y un revoltijo de cabuyería rota batiendo de una banda a otra. El barco había tocado fondo una vez –me gritó con voz ronca al oído el mismo marinero–, y luego volvió a elevarse antes de tocar fondo de nuevo. Me pareció entenderle que estaba partiéndose por la mitad, y no me fue difícil creerlo, pues el cabeceo y el balanceo eran tan brutales que ninguna construcción humana podría resistir mucho tiempo. Mientras hablaba, se oyó otro grito de piedad en la playa. Cuatro hombres surgieron de las profundidades con el barco, aferrados a la jarcia del mástil que quedaba; en la parte más alta, la silueta vigorosa de cabellos rizados.

Había una campana a bordo; y, mientras el barco cabeceaba y daba bandazos, como una criatura desesperada que hubiera enloquecido, mostrándonos unas veces toda la cubierta cuando escoraba hacia la playa, y otras solamente la quilla, cuando dando un brusco bandazo escoraba hacia el mar abierto, la campana sonaba; y su tañido, el toque de difuntos de aquellos desdichados, llegaba hasta nosotros empujado por el viento. Una vez más perdimos de vista la goleta, y una vez más resurgió. Dos de los hombres habían desaparecido. En la playa creció la angustia. Los hombres gemían y juntaban las manos; las mujeres chillaban y volvían las cabezas hacia otro lado. Algunos corrían como locos de un lado a otro, pidiendo ayuda a gritos, aunque no se pudiera hacer nada. Yo estaba entre ellos, e imploraba frenéticamente a un grupo de marineros que conocía que no dejaran ahogarse ante nuestros ojos a aquellos dos desgraciados.

Me explicaron con gran agitación (no sé cómo, pues yo no estaba suficientemente sereno para comprender lo poco que era posible oír) que un bote salvavidas había intentado salvarlos valerosamente una hora antes, pero que sus esfuerzos habían resultado en vano; y que ningún hombre era tan temerario para lanzarse al mar con un cabo y servir de puente con los náufragos, que era lo único que podía hacerse. Entonces me di cuenta de que una sensación nueva conmocionaba a la muchedumbre reunida en la playa, y vi cómo la gente se apartaba y Ham se abría paso en dirección a la orilla.

Corrí hacia él… por lo que recuerdo, para repetir mi llamamiento de socorro. Pero, aunque estaba muy aturdido por aquel espectáculo tan terrible y tan nuevo para mí, su aire decidido y el modo en que miraba el mar –exactamente igual que al día siguiente de la fuga de Emily– me hicieron comprender el peligro que le amenazaba. Le sujeté con los dos brazos; y supliqué a los hombres con los que había estado hablando que no le escucharan, que no cometiesen un asesinato, que no le dejaran moverse de la playa.

Otro grito se elevó en la orilla; y, al mirar los restos del barco, vimos cómo la vela cruel golpeaba una y otra vez al hombre que estaba más abajo hasta tirarlo al agua, y flotaba triunfante alrededor de la silueta vigorosa, que había quedado sola en el mástil.

Frente a semejante espectáculo, y frente a la determinación de aquel hombre, no sólo serenamente dispuesto a arriesgarlo todo sino también acostumbrado a dirigir a la mitad de los presentes, mis súplicas resultaron tan inútiles como si se las hubiera dirigido al viento.

–Señorito Davy –dijo alegremente, cogiéndome las manos–, si ha llegado mi hora, no hay nada que podamos hacer. Y si no ha llegado, seguiré esperándola. ¡Que Dios le bendiga y nos bendiga a todos! ¡Compañeros, preparadme! ¡Voy a meterme en el agua!

Fui apartado, aunque sin violencia, a cierta distancia, donde la gente que me rodeaba me detuvo, insistiendo, según oí confusamente, en que Ham estaba decidido a ir, con ayuda o sin ella, y que yo pondría en peligro las precauciones que estaban tomando para su seguridad si molestaba a los hombres que se encargaban de ello. No sé lo que les dije ni lo que me contestaron; pero vi mucho movimiento en la playa, y hombres que corrían con los cabos de un cabestrante que había cerca, y entraban en un corro de siluetas que me impidieron seguir viendo a Ham. Luego lo vi solo, con su jersey y su pantalón marinero; con un cabo en la mano, o atado a la muñeca, y otro alrededor del cuerpo; varios hombres, de los mejores, agarraban este último por un extremo, a escasa distancia, mientras él lo dejaba sin tensar en la arena.

Era evidente, incluso para un ojo tan poco experimentado como el mío, que la goleta se estaba rompiendo. Vi que se estaba partiendo por la mitad y que la vida del hombre solitario que había en el mástil pendía de un hilo. Pero seguía aferrado a él. Llevaba en la cabeza un extraño gorro rojo, diferente del de los marineros, de un color más claro; y, mientras las pocas tablas que quedaban entre él y la destrucción se tambaleaban y combaban, y sonaba con antelación el toque de difuntos, todos le vimos agitarlo. Y, al contemplar su gesto, creí enloquecer, pues el recuerdo de un amigo, antaño muy querido, acudió a mi memoria.

Ham observó el mar, solo, con el aliento en suspenso a sus espaldas y la tempestad ante él, hasta que una ola enorme se retiró; entonces, con una mirada a los que sujetaban el cabo amarrado a su cuerpo, se lanzó tras ella. En un instante, se encontró luchando con el agua, elevándose con las montañas, cayendo con los valles, perdido bajo la espuma, y arrastrado de nuevo hacia la orilla. Sus compañeros halaron rápidamente de él.

Se hallaba herido. Desde donde yo estaba, distinguí sangre en su rostro; pero él hizo caso omiso. Pareció dar apresuradamente algunas instrucciones para que los hombres le dejaran más libre –o eso creí comprender por el movimiento de su brazo– y volvió a lanzarse al agua.

Y se dirigió hacia la goleta, elevándose con las montañas, cayendo con los valles, perdido bajo la tumultuosa espuma, arrastrado hacia la orilla, arrastrado hacia el barco, luchando dura y valerosamente. La distancia era insignificante, pero la fuerza del mar y del viento lo convertían en una contienda mortal. Al final, se aproximó a la goleta. Estaba tan cerca que con una más de sus vigorosas brazadas hubiera podido aferrarse a ella… pero una gigantesca muralla de agua verde avanzó hacia la orilla, desde el otro lado del barco; Ham pareció subir de un poderoso salto hasta su cresta…¡y el barco desapareció!

Al correr hacia el lugar desde donde tiraban del cabo, vi arremolinados algunos pequeños fragmentos, como si acabara de romperse un simple barril. Se leía la consternación en todos los rostros. Y lo arrastraron hasta mis pies… inconsciente… muerto. Lo llevaron hasta la casa más cercana y, ahora que nadie me lo impedía, me quedé a su lado, ayudando activamente mientras trataban por todos los medios de reanimarlo; pero la inmensa ola le había asestado un golpe mortal, y su generoso corazón había dejado de latir para siempre.

Al sentarme junto a la cama, cuando la esperanza se había perdido y todo había terminado, un pescador, que conocía desde que Emily y yo éramos niños, pronunció quedamente mi nombre en la puerta.

–Señor –exclamó, mientras las lágrimas corrían por su curtido rostro, que, al igual que sus labios temblorosos, había adquirido una palidez cenicienta–, ¿quiere acompañarme?

El viejo recuerdo que había acudido a mi memoria se reflejaba en su mirada. Le pregunté, aterrorizado, apoyándome en el brazo que él me ofrecía:

–¿Ha arrojado el mar algún cuerpo a la orilla?

–Sí.

–¿Lo conozco?

No respondió.

Pero me llevó a la orilla. Y en el lugar dónde Emily y yo habíamos buscado conchas, de niños… en el lugar en que unos pequeños fragmentos de la vieja goleta, destrozada por el temporal de la noche anterior, habían sido esparcidos por el viento… entre las ruinas del hogar que él había agraviado… lo vi tendido, con la cabeza apoyada en el brazo, como lo había visto dormir tantas veces en el internado.

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