LXI Me enseñan a dos interesantes penitentes
LXI
Mientras terminaba mi libro, en el que habría de trabajar aún varios meses, me instalé en casa de mi tía en Dover; y allí, delante de la ventana desde la que había contemplado la luna sobre el mar, la primera vez que encontré refugio bajo aquel techo, proseguí tranquilamente mi trabajo.
Fiel a mi propósito de hablar de mis obras de ficción sólo cuando se relacionen incidentalmente con el desarrollo de este relato, no detallaré las aspiraciones, alegrías, inquietudes y triunfos de mi arte. He dicho ya que le dedicaba todo mi entusiasmo y ponía en él toda la energía de mi alma. Si mis libros tienen algún valor, ellos dirán el resto. Y si no lo tienen, ese resto no interesará a nadie.
De vez en cuando iba a Londres para perderme entre su bullicio o consultar algún asunto con Traddles. En mi ausencia, había administrado mi fortuna con gran sensatez; y mi situación económica prosperaba. Como mi notoriedad vino acompañada de una enorme cantidad de cartas de personas que no conocía –misivas que, por lo general, no decían nada y resultaban muy difíciles de contestar–, acordé con Traddles poner mi nombre en su puerta. Era allí donde el servicial cartero de la zona entregaba el montón de cartas que me dirigían; y donde, de vez en cuando, yo bregaba con ellas, como un ministro del Interior sin sueldo.
Entre esa correspondencia, se deslizaban a veces generosas propuestas de alguno de los innumerables intrusos que merodeaban por los Commons, y que pretendían ejercer la profesión en mi nombre (si yo daba los últimos pasos necesarios para convertirme en procurador eclesiástico), a cambio de un porcentaje de los beneficios. Pero yo declinaba esas ofertas. Había demasiados impostores de ese tenor, y los Commons estaban ya suficientemente deteriorados, sin que yo hiciera nada para empeorarlos.
Las hermanas de Sophy se habían marchado a Devonshire cuando mi nombre apareció en la puerta de Traddles; y el muchacho con aire despierto simulaba no conocer la existencia de Sophy, que vivía encerrada en una habitación trasera, desde la que divisaba, al levantar la vista de su trabajo, una pequeña franja de jardín, negra de hollín, con una bomba. Pero siempre estaba allí, alegre y hacendosa; tarareando baladas de Devonshire cuando nadie subía las escaleras, y adormeciendo con aquellas melodías en su habitáculo oficial al muchacho con aire despierto.
Al principio me extrañaba encontrar casi siempre a Sophy escribiendo en un cuaderno, que se apresuraba a cerrar y a guardar en un cajón cuando yo aparecía. Pero el secreto no tardó en salir a la luz. Un día Traddles (que acababa de regresar del Tribunal bajo una llovizna de aguanieve) sacó un documento de su mesa de trabajo y me preguntó qué opinaba de la letra.
–¡Oh, no! ¡Tom! –protestó Sophy, que estaba calentando las zapatillas de su marido delante de la chimenea.
–¿Por qué no, querida? –exclamó Traddles, encantado–. ¿Qué te parece esta letra, Copperfield?
–Extraordinariamente legal y solemne –repuse–. Creo que jamás he visto una escritura tan enérgica.
–No resulta nada femenina, ¿verdad? –inquirió Traddles.
–¡Femenina! –repetí–. ¡Los ladrillos y el mortero son más femeninos!
Traddles estalló en alegres carcajadas, y me comunicó que la letra era de Sophy; que ésta le había dicho que pronto necesitaría un escribiente, y que ella realizaría ese trabajo; que había adquirido aquella firmeza a fuerza de copiar un modelo; y que era capaz de realizar con rapidez… no recuerdo cuántos folios por hora. Sophy estaba muy avergonzada de que me contara todo esto, y señaló que cuando «Tom» fuese nombrado juez no lo diría tan alto; algo que «Tom» se apresuró a negar, afirmando que siempre se sentiría orgulloso de aquello, en cualquier circunstancia.
–¡Qué mujer tan buena y tan encantadora tienes, mi querido Traddles! –exclamé riendo cuando ella se marchó.
–Mi querido Copperfield –respondió Traddles–, ella es, sin excepción alguna, ¡la muchacha más adorable del mundo! Si supieras lo bien que organiza esta casa. ¡Con cuánta puntualidad, sabiduría doméstica, economía y orden! ¡Y siempre de buen humor, Copperfield!
–¡Tienes razones de sobra para elogiarla! –afirmé–. Eres un hombre dichoso, Traddles. Creo que os hacéis inmensamente felices el uno al otro.
–No me cabe la menor duda –contestó mi amigo–. Es algo que admito sin discusión. ¡Bendito sea Dios! Cuando la veo levantarse a la luz de una vela en esas oscuras mañanas de invierno, y ocuparse de los preparativos de la jornada, dirigirse al mercado antes de que los empleados lleguen a Gray’s Inn, hacer caso omiso del mal tiempo, idear los platos más exquisitos con los alimentos más sencillos, preparar budines y tartas, tener todo ordenado, estar siempre primorosamente arreglada, quedarse a mi lado por las noches aunque trabaje hasta muy tarde, mostrarse siempre tan dulce y animosa, y todo por mí, ¡te aseguro que a veces no puedo creerlo, Copperfield!
Traddles miraba con ternura hasta las zapatillas que ella le había calentado; se las puso y apoyó los pies en la pantalla de la chimenea.
–No, no puedo creerlo –repitió Traddles–. ¡Y luego están nuestros pequeños placeres! No puede decirse que sean caros, pero ¡para nosotros son maravillosos! Cuando llega la noche, y cerramos la puerta de la calle y corremos esas cortinas que confeccionó Sophy, ¿dónde íbamos a estar mejor? Cuando hace buen tiempo y salimos a dar un paseo a última hora, las calles están repletas de diversiones para nosotros. Miramos los relucientes escaparates de las joyerías; y yo enseño a Sophy la serpiente con diamantes en los ojos, enroscada sobre un fondo de raso blanco, que le regalaría si estuviera a mi alcance; y Sophy me muestra el reloj de oro con tapa engastada de piedras preciosas y mecanismo torneado a máquina, con escape de áncora de movimiento horizontal y toda clase de cosas, que me regalaría si estuviera a su alcance; y elegimos las cucharas y los tenedores, las palas para el pescado, los cuchillos para la mantequilla y las tenacillas para el azúcar que preferiríamos comprar si estuvieran a nuestro alcance; ¡y lo cierto es que nos marchamos tan contentos como si los hubiéramos comprado! Luego paseamos por las plazas y por las calles importantes, y vemos las casas que se alquilan; y a veces nos detenemos ante alguna y pensamos si nos convendría en caso de que yo fuera nombrado juez. Y empezamos a distribuirla: esa habitación para nosotros, esas otras para las niñas, etcétera; hasta que decidimos si nos quedaríamos con ella o no, según el caso. En ocasiones, conseguimos entradas muy económicas para el teatro, en platea, y, en mi opinión, las meras fragancias que allí se respiran valen más de lo que hemos pagado. Disfrutamos enormemente de la obra; y Sophy cree que es real todo lo que dicen en ella, y lo mismo me sucede a mí. Cuando volvemos andando a casa, a veces compramos algo en una tienda de comestibles, o una pequeña langosta en la pescadería, y preparamos una magnífica cena en casa, mientras cambiamos impresiones de cuanto hemos visto. ¡Si fuera lord canciller, Copperfield, no podríamos hacer esto!
«Mi querido Traddles –pensé yo–, llegues donde llegues, siempre harás cosas divertidas y agradables».
–A propósito –dije en voz alta–, supongo que ya nunca dibujas esqueletos, ¿no?
–Para serte sincero –contestó Traddles, riéndose y enrojeciendo–, no puedo negarlo rotundamente, mi querido Copperfield. El otro día, mientras estaba en uno de los últimos bancos de King’s Bench, con una pluma en la mano, se me ocurrió comprobar si había conservado aquel talento. Y mucho me temo que hay un esqueleto, con peluca, en un estante del pupitre.
Después de reírnos a carcajadas, Traddles miró el fuego con una sonrisa y concluyó exclamando con su habitual indulgencia: «¡El viejo Creakle!».
–He recibido una carta de ese viejo… rufián –dije, pues jamás había sentido menos deseos de perdonar el modo en que éste había pegado a Traddles que cuando vi a mi amigo dispuesto a hacerlo.
–¿De Creakle? ¿El director del internado? –preguntó Traddles–. ¡No!
–Entre las personas que se sienten atraídas por mi creciente fama y fortuna –respondí, echando una ojeada a mis cartas–, y que descubren de pronto que siempre me quisieron mucho, está el mismísimo Creakle. Ya no dirige un colegio, Traddles. Se ha retirado. Ahora es magistrado en Middlesex.
Pensaba que Traddles se sorprendería, pero no se inmutó.
–¿Cómo habrá conseguido convertirse en un magistrado de Middlesex? –inquirí.
–¡Sabe Dios! –replicó–. Sería muy difícil responder a esa pregunta. Es posible que votara a alguien, o prestara dinero a alguien, o comprase algo a alguien, o hiciera algún favor a alguien, o trabajase de forma esporádica para alguien que, a su vez, conociera a alguien capaz de lograr que el gobernador de la región le nombrara para ese cargo.
–En cualquier caso, ahora es magistrado –exclamé–. Y ha escrito para decirme que le alegrará mostrarme, en funcionamiento, el único sistema eficaz de disciplina carcelaria; el único método infalible para lograr conversiones y arrepentimientos sinceros y duraderos. Se refiere, como bien sabes, al confinamiento en solitario. ¿Qué opinas?
–¿Del sistema? –preguntó Traddles, muy serio.
–No. De aceptar su ofrecimiento y venir conmigo.
–No tengo inconveniente –contestó Traddles.
–Entonces le escribiré para comunicárselo. ¿Te acuerdas de que ese mismo Creakle (por no hablar del modo en que nos trataba) echó a su propio hijo de casa? ¿Te acuerdas de lo desgraciadas que hacía a su mujer y a su hija?
–Perfectamente –repuso Traddles.
–Y, sin embargo, si leyeras su carta, verías que es el más compasivo de los hombres con los presos condenados por toda clase de crímenes –dije–; aunque no veo que su compasión se extienda a las demás criaturas vivientes.
Traddles se encogió de hombros, sin mostrar el menor asombro. No es que hubiera esperado que se sorprendiera, pues tampoco yo lo había hecho; había visto demasiadas sátiras sociales por el estilo. Los dos fijamos el día y, en consecuencia, escribí al señor Creakle aquella noche.
La fecha de nuestra visita –creo que fue al día siguiente, pero carece de importancia–, Traddles y yo nos dirigimos a la prisión donde el señor Creakle era todopoderoso. Era un edificio inmenso, de sólido aspecto, que había costado una fortuna. No pude evitar pensar, mientras nos acercábamos a la verja de entrada, en el alboroto que se habría armado en el país si algún iluso hubiera propuesto que se gastara la mitad de ese dinero en edificar una escuela industrial para jóvenes o un asilo para ancianos, que tanto lo necesitaban.
Nos reunimos con nuestro antiguo director en un despacho que, por lo macizo de su construcción, habría podido estar en la planta baja de la Torre de Babel. Se hallaba en compañía de dos o tres magistrados, de los que parecen más diligentes, y de algunos visitantes que habían venido con ellos. El señor Creakle me recibió como si fuera el hombre que hubiese formado mi inteligencia en el pasado, y como si siempre hubiera sentido gran cariño por mí. Al presentarle a Traddles, añadió, aunque con menos vehemencia, que había sido siempre su guía, consejero y amigo. Nuestro venerable maestro había envejecido mucho, y su apariencia no había mejorado. La expresión de su rostro era tan feroz como siempre; sus ojos tan pequeños como antaño y todavía más hundidos. Los escasos cabellos grises y grasientos que yo recordaba habían desaparecido casi por completo, y las gruesas venas de su cabeza calva resultaban aun más desagradables de ver.
Después de la conversación que sostuvieron aquellos caballeros, iniciamos nuestra visita. Cualquiera habría deducido, al escucharlos, que no existía nada más importante en el ancho mundo que el bienestar supremo de los presos, por muy costoso que fuera, ni nada que realizar fuera de las rejas de una prisión. Como era la hora del almuerzo, nos dirigimos en primer lugar a la enorme cocina, donde en aquellos momentos servían por separado la comida de los prisioneros (a fin de llevarla a sus celdas), con la regularidad y la precisión de un reloj. Comenté a Traddles en voz baja cuánto me extrañaba que nadie hubiera pensado en el sorprendente contraste entre aquellas raciones abundantes y cuidadas y las de, no diré de los pobres, pero sí de los soldados, marineros y campesinos, así como de la gran masa de hombres y mujeres que trabajaban honradamente; de los cuales sólo uno entre quinientos habría comido alguna vez la mitad de bien que aquellos presos. Pero me enteré de que «el sistema» requería una buena alimentación; y, para terminar con el famoso sistema de una vez por todas, diré que, tanto en este asunto como en los demás, «el sistema» ponía fin a todas las dudas y resolvía cualquier anomalía. Nadie parecía siquiera sospechar que pudiera tenerse en cuenta otro sistema que no fuera sistema.
Mientras recorríamos los magníficos pasillos, pregunté al señor Creakle y a sus amigos cuáles eran las principales ventajas de aquel sistema omnipotente y universal. Supe que eran el aislamiento absoluto de los prisioneros, que no llegaban a saber nada de sus compañeros de cautiverio, y la reducción de los convictos a un estado espiritual muy saludable que conducía a la contrición y al arrepentimiento más sinceros.
Cuando empezamos a visitar a los individuos en sus celdas, y a atravesar los corredores donde éstas se encontraban, y a oír las explicaciones sobre el mejor modo de llevar a los presos a la capilla y otros detalles, pensé que era bastante probable que los prisioneros supieran muchas cosas de sus compañeros de cautiverio y hubieran ideado un complejo sistema para comunicarse entre sí. Al escribir esto, creo que mi afirmación ha sido probada; pero, como habría sido una auténtica blasfemia contra el sistema haberlo insinuado entonces, busqué con la mayor diligencia los famosos signos de arrepentimiento.
Y también sobre este punto me asaltaron las dudas. Descubrí que, en la cárcel, el arrepentimiento era una moda, tan tiránica como la que había dejado en el exterior con los trajes y chalecos que se veían en los escaparates de las sastrerías. Escuché una gran cantidad de confesiones, muy similares tanto en su fondo como en su forma (lo que me pareció sumamente sospechoso). Encontré muchísimos zorros que menospreciaban viñedos enteros de uvas inaccesibles; pero a casi ninguno de ellos les habría puesto un racimo al alcance de la mano. Y constaté, por encima de todo, que los presos que manifestaban su arrepentimiento de manera más ostensible eran los que despertaban mayor interés, y que su engreimiento, vanidad, falta de entusiasmo y amor por la mentira (que en muchos de ellos llegaban a extremos increíbles, tal como ponían de manifiesto las historias de sus vidas), les empujaban a aquellas declaraciones que a todos satisfacían.
Sin embargo, oí hablar tantas veces, en el curso de nuestras idas y venidas, de un cierto número Veintisiete, que era el favorito y parecía ser un prisionero verdaderamente modélico, que decidí suspender mi juicio hasta haberlo visto. Creí entender que el Veintiocho era también una estrella muy resplandeciente; pero, para su desgracia, el extraordinario brillo del Veintisiete reducía la intensidad de su gloria. Nos contaron tantas cosas del Veintisiete, de los bondadosos consejos que daba a cuantos le rodeaban, de las hermosas cartas que escribía constantemente a su madre (de la que no parecía tener muy buena opinión), que llegué a estar impaciente por conocerlo.
Sin embargo, tuve que reprimir mi impaciencia, pues habían reservado al Veintisiete para el final. Pero al fin llegamos a la puerta de su celda; y el señor Creakle, después de mirar por un pequeño agujero, nos anunció, con la mayor admiración, que se hallaba leyendo un libro de himnos religiosos.
Los visitantes se agolparon de tal modo para ver al número Veintisiete con su libro de himnos religiosos que el pequeño agujero quedó tapado por un grupo de seis o siete cabezas. Para solventar ese inconveniente y darnos la oportunidad de conversar con el Veintisiete en toda su pureza, el señor Creakle ordenó que abrieran la puerta de la celda e invitaran a su ocupante a salir al pasillo. Así se hizo; y ¡cuál no sería la sorpresa de Traddles y la mía al darnos cuenta de que el arrepentido número Veintisiete era Uriah Heep!
Nos reconoció en seguida; y, mientras salía contorsionándose como antaño, nos dijo:
–¿Cómo está, señor Copperfield? ¿Cómo está, señor Traddles?
El hecho de que nos reconociera despertó la admiración general. Tengo la impresión de que todos se maravillaron de que se dignara saludarnos.
–Y bien, Veintisiete –dijo el señor Creakle, contemplándolo con tristeza–. ¿Cómo se siente hoy?
–Me siento muy humilde, señor –respondió Uriah Heep.
–Como siempre, número Veintisiete –exclamó el señor Creakle.
–¿Y se encuentra usted a gusto? –preguntó entonces otro caballero, con gran ansiedad.
–Sí, señor; muchas gracias –dijo Uriah Heep, mirando en su dirección–. Jamás había estado mejor. Ahora me doy cuenta de mis locuras, señor. Por eso me encuentro tan bien.
Algunos de los caballeros se emocionaron profundamente; uno de ellos se abrió paso hasta la primera fila y le preguntó muy conmovido:
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–¿Qué le parece la carne de vaca?
–Gracias, señor –contestó Uriah, mirando ahora en la dirección de la voz–, ayer estaba más dura de lo que hubiera deseado; pero mi obligación es resignarme. He cometido locuras, señores –prosiguió, escudriñando cuanto le rodeaba con una sonrisa de sumisión–, y ahora debo cargar con las consecuencias sin quejarme.
Cuando se apagó el murmullo general que había levantado no sólo la disposición angelical del Veintisiete, sino también la indignación contra el cocinero que había dado lugar a semejante queja (y al que el señor Creakle envió inmediatamente una nota), el número Veintisiete seguía en medio de nosotros, como si creyera ser el objeto más precioso de un importante museo. Con el fin de que nosotros, los neófitos, nos sintiéramos deslumbrados por el exceso de luz, se dio la orden de sacar de su celda al número Veintiocho.
Mi asombro era ya tan grande que sólo sentí una especie de sorpresa resignada ¡cuando apareció Littimer leyendo un libro de oraciones!
–Veintiocho –dijo un caballero con gafas, que aún no había hablado–, la semana pasada, amigo mío, se quejó usted del cacao. ¿Ha mejorado desde entonces?
–Le estoy muy agradecido, señor –respondió Littimer–. Ahora lo preparan con más esmero. Me tomaré la libertad de decir que no creo que la leche con que lo hacen sea natural; pero soy consciente, señor, de que en Londres se adultera mucho este producto y de que es difícil conseguirlo en estado puro.
Me pareció que el caballero de las gafas era partidario del Veintiocho frente al Veintisiete del señor Creakle, pues cada uno de ellos intentaba hacer valer a su protegido.
–¿Cómo se encuentra de ánimo, Veintiocho? –inquirió el caballero de las gafas.
–Gracias, señor –repuso Littimer–; ahora me percato de mis errores. Me siento terriblemente agitado cuando pienso en los pecados de mis antiguos compañeros, señor; pero confío en que les serán perdonados.
–¿Es usted completamente feliz? –quiso saber el mismo caballero, animándole con la cabeza.
–Le agradezco su interés, señor –contestó el señor Littimer–. Sí, soy completamente feliz.
–¿Hay algo que le preocupe? –preguntó el caballero–. En ese caso, díganoslo.
–Señor –respondió Littimer, sin levantar la vista–, si no me equivoco, hay aquí un caballero que me conoció en el pasado. Quizá le resulte provechoso saber que atribuyo mis desvaríos de antaño al hecho de haber llevado una vida disipada al servicio de jóvenes caballeros; y de haberme dejado arrastrar por ellos a unas debilidades que no tuve la fortaleza de resistir. Espero que ese caballero aprenda la lección, señor, y no se ofenda por la libertad que me he tomado. Lo digo por su bien. Soy consciente de mis errores pasados. Espero que él se arrepienta de todas las infamias y pecados en los que ha tomado parte.
Me di cuenta de que varios caballeros se llevaban la mano a los ojos, como si acabaran de entrar en la iglesia.
–Es algo que le honra, Veintiocho –exclamó el caballero de las gafas–. No esperaba menos de usted. ¿Quiere decir algo más?
–Señor –repuso Littimer, levantando ligeramente las cejas sin mover los ojos–, hubo una joven que cayó en una vida disoluta y que yo traté de salvar, aunque sin éxito. Ruego al caballero del que hablo que, si está en su mano, diga a esa joven que le perdono lo mal que se portó conmigo, y que la invito a arrepentirse… Si él tuviera la amabilidad de comunicárselo.
–No me cabe la menor duda, Veintiocho –respondió su interlocutor–, de que el caballero del que habla se siente muy conmovido (como debemos sentirnos todos) por sus bondadosas palabras. No queremos retenerle más.
–Gracias, señor –dijo Littimer–. Caballeros, les deseo muy buenos días; y espero que ustedes y sus familias comprendan también sus pecados y se enmienden.
Con estas palabras, el número Veintiocho se retiró después de intercambiar una mirada con Uriah; como si no fueran totalmente desconocidos el uno para el otro, gracias a algún medio de comunicación. Y, cuando la puerta de la celda se cerró tras él, todos los presentes murmuraron que era un hombre muy respetable y un caso magnífico.
–Y ahora, Veintisiete –dijo el señor Creakle, entrando en escena con hombre, al ver que Littimer la había dejado libre–, ¿hay algo que podamos hacer por usted? De ser así, dígalo.
–Querría pedir humildemente permiso, señor –respondió Uriah, mientras su maligna cabeza daba un respingo–, para escribir de nuevo a mi madre.
–Le será concedido, por supuesto –exclamó el señor Creakle.
–¡Gracias, señor! Me preocupa mi madre. Creo que corre peligro.
Algún incauto preguntó peligro de qué; pero se oyó un escandalizado «¡Chitón!».
–Peligro de condenarse, señor –repuso Uriah, retorciéndose en dirección a la voz–. Me gustaría que mi madre alcanzara el mismo estado que yo. Pero yo no lo habría conseguido si no hubiera venido aquí. ¡Ojalá hubiesen traído también a mi madre! Sería una suerte para todo el mundo ser detenido y venir a este lugar.
Esta declaración fue recibida con infinita satisfacción; la más grande, en mi opinión, que los presentes habían experimentado hasta entonces.
–Antes de venir –dijo Uriah, mirándonos de soslayo (como si hubiera querido destruir el mundo exterior al que nosotros pertenecíamos)–, cometí toda clase de locuras; pero ahora soy consciente de ellas. Todos pecan en el exterior. Mi madre es una gran pecadora. El pecado está en todas partes… excepto aquí.
–¿Está usted completamente cambiado? –inquirió el señor Creakle.
–¡Oh, sí, señor! –respondió el esperanzado penitente.
–Si saliera de este establecimiento, ¿volvería a las andadas? –preguntó uno de los visitantes.
–¡Oh, Dios mío! ¡No, señor!
–¡Bien! –exclamó el señor Creakle–. Todo esto es muy satisfactorio. Antes se ha dirigido usted al señor Copperfield, Veintisiete. ¿Quiere decirle algo más?
–Usted me conoció mucho antes de que viniera a este lugar y me transformara, señor Copperfield –dijo Uriah, mirándome; y jamás he visto una expresión más ruin, ni siquiera en su rostro–. Usted me conoció cuando, a pesar de mis desvaríos, era humilde entre los orgullosos y manso entre los violentos… Usted mismo, señor Copperfield, fue violento conmigo. Recuerde que, en una ocasión, me dio una bofetada.
Conmiseración general. Algunas miradas de indignación contra mí.
–Pero yo le perdono, señor Copperfield –prosiguió Uriah, estableciendo con su misericordiosa actitud un paralelismo tan impío y terrible que no dejaré constancia de él–. Yo perdono a todo el mundo. No iría con mi carácter guardar rencor a nadie. Yo le perdono de todo corazón, y espero que en el futuro aprenda a reprimir sus arrebatos. Espero que el señor W. se arrepienta, así como la señorita W. y todo aquel grupo de pecadores. Sé que la aflicción le ha visitado, y espero que haya sacado algún provecho de ella; pero habría sido mejor para usted venir a este lugar. Habría sido mejor para el señor W., y también para la señorita W., venir a este lugar. Lo mejor que puedo desearle, señor Copperfield, y a todos ustedes, caballeros, es que sean detenidos y encarcelados en este establecimiento. Cuando pienso en mis locuras de otros tiempos y en mi estado actual, estoy seguro de que sería lo mejor para ustedes. ¡Compadezco a todos aquellos que no son traídos aquí!
Volvió a meterse en su celda, en medio de un murmullo de aprobación; y tanto Traddles como yo experimentamos un gran alivio cuando cerraron la puerta.
Aquel arrepentimiento despertó en mí el deseo de saber qué delito habían cometido esos dos hombres para estar allí. Daba la impresión de ser el único asunto sobre el que nadie tenía nada que decir. Se lo pregunté a uno de los dos guardianes, que, por la expresión de su rostro, parecía conocer muy bien el verdadero valor de todo aquel revuelo.
–¿Sabe usted –exclamé, mientras íbamos andando por el corredor– qué fechoría fue la última «locura» del número Veintisiete?
Me respondió que había sido un delito bancario.
–¿Una estafa al Banco de Inglaterra? –inquirí.
–En efecto, caballero. Estafa, falsificación y complot. También detuvieron a otros. Él era el cerebro del golpe. Se hallaba en juego una importante suma de dinero. La sentencia, deportación de por vida. El Veintisiete era el más astuto de la banda, y estuvo a punto de escapar; pero el Banco de Inglaterra consiguió capturarlo… por los pelos.
–¿Y conoce usted el delito del Veintiocho?
–El Veintiocho –contestó mi informador mientras avanzábamos por el pasillo, hablando en voz muy baja y mirando sin cesar por encima del hombro, a fin de que Creakle y los demás no le oyeran decirme algo tan ilícito de aquellos dos seres inmaculados–, el Veintiocho (condenado, asimismo, a la deportación) entró al servicio de un joven caballero, al que robó doscientas cincuenta libras en dinero y objetos de valor una noche antes de salir juntos para el extranjero. Recuerdo especialmente su caso, pues le detuvo una enana.
–¿Una qué?
–Una mujer diminuta. He olvidado su nombre.
–No se llamaría Mowcher, ¿verdad?
–¡En efecto! Había logrado burlar la justicia y se disponía a embarcar para América con peluca y bigotes muy rubios, y el mejor disfraz que uno pueda imaginar, cuando la mujer diminuta se encontró con él en una calle de Southampton. Lo reconoció al instante, se metió entre sus piernas para hacerle perder el equilibrio y se agarró a él con todas sus fuerzas.
–¡Admirable señorita Mowcher!
–También habría dicho eso si la hubiera visto, como hice yo, de pie sobre el banco de los testigos durante el juicio –dijo mi amigo–. Él la hirió en la mejilla y la golpeó brutalmente cuando ella le detuvo; pero la señorita Mowcher no soltó su presa hasta verla entre rejas. Lo cierto es que estaba tan aferrada al Veintiocho que los guardias se vieron obligados a llevarse a los dos. Ella declaró con la mayor valentía, fue muy felicitada por el tribunal y regresó a su casa entre vítores y aclamaciones. Dijo en el juicio que lo habría detenido sin ayuda de nadie (por las cosas que sabía de él), aunque hubiera sido Sansón. ¡Y estoy seguro de que lo habría conseguido!
Yo era de su misma opinión, y por eso sentí un profundo respeto por la señorita Mowcher.
Habíamos visto ya todo lo que había que ver. Habría sido inútil tratar de explicar a un hombre como el honorable señor Creakle que el Veintisiete y el Veintiocho eran de lo más consecuentes e inalterables, que seguían siendo los mismos de siempre, que quienes hacían esa clase de confesiones en un lugar así eran precisamente los rufianes más hipócritas, que conocían muy bien cuánto se cotizaba su actitud y lo que les ayudaría en el momento de ser deportados; en una palabra, que todo aquel asunto estaba podrido, resultaba inútil y dejaba una impresión penosa. Y los abandonamos allí con su sistema y con ellos mismos, y regresamos a casa totalmente asombrados.
–Tal vez sea bueno, Traddles –dije–, galopar a lo loco en un caballito de madera defectuoso; así se rompe antes.
–Eso espero –replicó Traddles.