David Copperfield

XX El hogar de Steerforth

XX

Cuando, a las ocho de la mañana, la camarera llamó suavemente a la puerta y me comunicó que dejaba fuera el agua caliente para afeitarme, lamenté profundamente no tener necesidad de hacerlo y sentí cómo me ruborizaba dentro de la cama. La sospecha de que se había reído al anunciármelo me obsesionó mientras me vestía; y cuando me crucé con ella en la escalera, al bajar a desayunar, fui consciente de mi expresión entre furtiva y culpable. Me avergonzaba tanto de mi juventud que tardé un buen rato en decidirme a pasar por su lado, ¡las circunstancias del caso eran tan humillantes! Como la oía barrer por allí, me puse a mirar por la ventana la estatua ecuestre del rey Carlos –que no tenía nada de real en medio de la llovizna y de la espesa niebla–, rodeada de una vorágine de carruajes de alquiler, hasta que el camarero me dijo que un caballero me estaba esperando.

Steerforth no se encontraba en la sala sino en un gabinete privado, muy acogedor, decorado con cortinajes rojos y una alfombra turca; un bonito fuego ardía en la chimenea, y en una pequeña mesa, cubierta con un mantel muy limpio, habían servido un apetitoso desayuno caliente. La estancia, el fuego, el desayuno y Steerforth se reflejaban alegremente, en miniatura, en un pequeño espejo redondo colocado encima del aparador. Al principio, me sentí bastante intimidado: Steerforth parecía tan seguro de sí mismo, era tan elegante y, en todos los aspectos –incluida la edad–, tan superior a mí… Mas no tardé en encontrarme a mis anchas, gracias a su naturalidad y a su simpatía. No me cansaba de admirar los cambios que él había efectuado en La Cruz de Oro, ni de comparar el abandono y la suciedad que había padecido el día anterior con la comodidad y el refinamiento de aquella mañana. En cuanto a la familiaridad del camarero, era como si no hubiera existido jamás; lo cierto es que no pudo mostrarse más servicial con nosotros.

–Y ahora, Copperfield –dijo Steerforth, cuando nos quedamos a solas–, me encantaría saber lo que haces, adónde te diriges y toda tu vida. Siento como si fueras de mi propiedad.

Radiante de felicidad al ver que seguía interesándose por mí, le conté cómo mi tía me había propuesto aquella pequeña expedición y cuáles eran mis planes.

–Puesto que no tienes ninguna prisa –exclamó Steerforth–, ¿por qué no vienes a Highgate y pasas un día o dos con nosotros? Te gustará mi madre… Está demasiado orgullosa de mí, y eso resulta un poco cansado, pero supongo que sabrás perdonarla… Tengo el convencimiento de que le agradarás mucho.

–Desearía estar tan seguro de esas palabras como tú, que tienes la amabilidad de pronunciarlas –respondí, sonriendo.

–Todo el que siente cariño por mí, puede contar con su agradecimiento –afirmó Steerforth.

–Entonces le gustaré especialmente –repuse.

–¡Muy bien! –dijo Steerforth–. ¡Pues ven a demostrarlo! Iremos a visitar la ciudad durante un par de horas (será un placer enseñar Londres a un espíritu tan puro como el tuyo) y luego iremos a Highgate en coche.

Apenas podía creer que aquello no fuera un sueño, y pensé que pronto me despertaría en la habitación número cuarenta y cuatro y volvería a ocupar mi rincón solitario en el comedor, con el camarero que se tomaba tantas confianzas conmigo. Después de escribir a mi tía, y contarle que había tenido la suerte de encontrar a mi viejo compañero de internado y que había aceptado su invitación, alquilamos un carruaje, visitamos un Panorama, entre otras cosas, y paseamos por el Museo Británico, donde no pude evitar percatarme de la cantidad de cosas que sabía Steerforth sobre los asuntos más variados, algo a lo que no parecía conceder la menor importancia.

–Te licenciarás con todos los honores en Oxford, Steerforth –afirmé–, si no lo has hecho todavía; ya verás cuánto se enorgullecen de ti.

–¿Licenciarme? ¿Yo? –exclamó Steerforth–. ¡De ningún modo! Mi querido Daisy… ¿te importa que te llame así?

–En absoluto –contesté.

–¡Buen muchacho! Mi querido Daisy –dijo Steerforth, riendo–, no tengo ni deseos ni intenciones de alcanzar semejante distinción. Ya he cumplido con creces mis propósitos. Me considero suficientemente aburrido tal como soy.

–Pero el prestigio… –empecé a decir.

–¡Qué romántico eres! –prosiguió Steerforth, riéndose más fuerte–. ¿Por qué tomarme tantas molestias? ¿Para que un grupo de necios me miren boquiabiertos y levanten sus manos con asombro? ¡Que admiren a otro! ¡No seré yo quien le dispute su gloria!

Me sentí avergonzado por mi error, y me apresuré a cambiar de tema. Afortunadamente, esto no resultaba difícil con Steerforth, que podía pasar de un asunto a otro con una facilidad y con una despreocupación que le caracterizaban.

Almorzamos después de visitar la ciudad, y el corto día invernal transcurrió tan deprisa que había anochecido cuando la diligencia llegó a Highgate y nos dejó ante una antigua casa de ladrillo, en lo alto de una colina. Una dama de cierta edad –aunque todavía joven–, de porte altivo y hermoso rostro, nos recibió en el umbral; y, al tiempo que exclamaba: «¡Mi querido James!», estrechó entre sus brazos a Steerforth. Éste me presentó a su madre, que me dio ceremoniosamente la bienvenida.

Se trataba de una casa elegante, de estilo clásico, sumamente tranquila y bien cuidada. Desde las ventanas de mi dormitorio se divisaba Londres en la lejanía, como un gran manto de niebla que dejaba entrever el resplandor de sus luces. Mientras me vestía, sólo tuve tiempo de fijarme en los sólidos muebles, en las labores de aguja enmarcadas (supongo que serían obra de la madre de Steerforth, cuando era niña) y en algunos dibujos al pastel de damas con corpiños y con los cabellos empolvados, que aparecían y desaparecían de las paredes mientras crepitaba y chisporroteaba el fuego recién encendido; en seguida me llamaron para cenar.

Había otra dama en el comedor. Era morena, más bien menuda y, aunque no carente de belleza, había algo desagradable en su aspecto. Ya fuera porque no había esperado encontrarla, porque me sentaron frente a ella, o porque había algo realmente singular en su apariencia, lo cierto es que llamó poderosamente mi atención. Era una mujer delgada, de pelo muy oscuro y ojos negros y expresivos, con una cicatriz encima del labio. Era una vieja marca, yo diría más bien una sutura, pues no había perdido el color y llevaba cerrada mucho tiempo. Apenas resultaba visible desde donde yo estaba, si exceptuamos el labio superior, ligeramente deformado, pero debía de ser una antigua herida que le atravesaba los dos labios y bajaba hacia la barbilla. Llegué a la conclusión de que rondaba los treinta años y de que deseaba contraer matrimonio. Se encontraba algo deslucida, como una casa que llevara mucho tiempo sin alquilar; y, sin embargo, como he dicho antes, no era nada fea. Su delgadez parecía provenir de un fuego interior que la consumía y que se reflejaba en sus ojos febriles.

Me la presentaron como la señorita Dartle, y tanto Steerforth como su madre la llamaron Rosa. Me enteré de que vivía allí, y de que había sido durante muchos años la acompañanta de la señora Steerforth. Tuve la impresión de que jamás decía abiertamente lo que pensaba; se limitaba a insinuarlo y, de ese modo, parecía realzar su importancia. Por ejemplo, cuando la señora Steerforth afirmó, más bien en broma, que temía que su hijo llevara una vida licenciosa en Oxford, la señorita Dartle exclamó:

–¿De veras? Ya saben que soy una ignorante, y que sólo pregunto para mejorar mis conocimientos, pero ¿no ocurre siempre así? Pensé que todo el mundo daba por supuesto que esa clase de vida era…

–Una buena preparación para quienes acaban ejerciendo profesiones muy serias; supongo que te refieres a eso, ¿no es cierto, Rosa? –dijo la señora Steerforth, con bastante frialdad.

–¡Por supuesto! Tiene razón –contestó la señorita Dartle–. Pero ¿acaso no es verdad que…? Me gustaría saber si estoy equivocada. Creí que esa clase de vida era realmente…

–¿Realmente qué? –inquirió la señora Steerforth.

–¡Oh! Entonces quiere decir que lo es –repuso la señorita Dartle–. ¡Cuánto me alegro! Ahora sé a qué atenerme. Ésa es la ventaja de preguntar. No permitiré que nadie vuelva a mencionar el libertinaje y el despilfarro cuando me hable de la vida de estudiante.

–Harás muy bien –señaló la señora Steerforth–. El tutor de mi hijo es un hombre de principios; si no tuviera confianza en James, la tendría en él.

–¿De veras? –exclamó la señorita Dartle–. ¿Un hombre de principios? ¿Lo dice en serio?

–Estoy convencida –replicó la señora Steerforth.

–¡Qué bien! –afirmó la señorita Dartle–. ¡Me quita un peso de encima! ¿Así que es un hombre de principios? Entonces no es… por supuesto que no puede serlo si es un hombre de principios. A partir de ahora, me alegrará tener esa opinión de su tutor. No sabe cuánto ha mejorado mi concepto de él con sus palabras.

La señorita Dartle exponía sus ideas y rectificaba las afirmaciones de los demás a base de insinuaciones; y he de reconocer que algunas veces, incluso cuando contradecía a Steerforth, lo hacía con gran habilidad. Fui testigo de un buen ejemplo antes de que terminara la cena. Al preguntarme la señora Steerforth por mi viaje a Suffolk, se me ocurrió decir cuánto me gustaría que Steerforth me acompañara; expliqué entonces a mi amigo que me disponía a visitar a mi vieja niñera y a la familia del señor Peggotty, y le recordé que éste era el pescador que había conocido en Salem House.

–¿Aquel patán? ¿No iba acompañado de su hijo? –inquirió Steerforth.

–Se trataba de su sobrino –repuse–; aunque lo adoptó y es como si fuera su hijo. También adoptó a una pequeña sobrina muy hermosa. En una palabra, su casa, mejor dicho, su barca, pues vive en una embarcación varada en la arena, está llena de gente con la que siempre se ha mostrado amable y generoso. Te encantaría conocer a su familia.

–¿De veras? –dijo Steeforth–. Es posible que tengas razón. Déjame pensarlo. Además del placer de viajar contigo, Daisy, creo que merecerá la pena conocer a esa clase de gente y convivir con ellos.

El corazón me brincó dentro del pecho ante aquella nueva esperanza de felicidad. Pero, al percibir el tono con que Steerforth hablaba de «esa clase de gente», la señorita Dartle, que no había dejado de observarnos, decidió intervenir.

–¿Pero son así? Díganme, ¿son realmente así? –exclamó.

–¿Que si son realmente cómo? ¿De quién estás hablando? –quiso saber Steeforth.

–De esa clase de gente. ¿Son realmente animales, criaturas zafias y groseras, seres de otra especie? Me gustaría tanto saberlo.

–Es cierto que se parecen muy poco a nosotros –contestó Steerforth, con indiferencia–. No podemos pretender que tengan nuestra sensibilidad. Es difícil ofenderlos o herir sus sentimientos. Yo diría que son sumamente virtuosos (al menos, eso afirman algunos, y yo no tengo la menor intención de contradecirlos), pero carecen de refinamiento y, afortunadamente para ellos, son tan poco vulnerables como su piel áspera y dura.

–¿De veras? –dijo la señorita Dartle–. Hacía mucho que no escuchaba nada que me alegrase tanto. ¡Me siento aliviada! Resulta tan tranquilizador saber que no son conscientes de su sufrimiento. Algunas veces me he sentido muy preocupada por esa clase de gente; a partir de ahora, los borraré de mi pensamiento. Vivir para aprender. He de confesar que tenía mis dudas, pero se han disipado por completo. Antes no lo sabía, ahora lo sé; eso demuestra la conveniencia de preguntar, ¿no creen?

Pensé que Steerforth había querido bromear o provocar a la señorita Dartle, y esperaba que me lo dijera cuando ella se retiró y nos quedamos los dos solos, sentados junto al fuego; pero se limitó a preguntarme qué pensaba de ella.

–Es muy inteligente, ¿verdad? –inquirí.

–¿Inteligente? Tiene que sacarle punta a todo –señaló Steerforth–, incluso a sí misma. Y a fuerza de afilar su rostro y su figura, se ha consumido. No puede ser más punzante.

–¡Qué cicatriz tan extraña tiene en el labio! –exclamé.

El rostro de Steerforth se ensombreció.

–Has de saber que fue culpa mía –dijo, tras unos momentos de silencio.

–¡Seguro que fue un desgraciado accidente!

–No. Yo no era más que un niño y ella me sacó de mis casillas, así que le arrojé un martillo. ¡Qué angelito tan prometedor!

Lamenté profundamente haber tocado un tema tan doloroso, pero ya no tenía remedio.

–Como has podido ver, quedó desfigurada para siempre y se llevará esa cicatriz a la tumba, si es que algún día descansa en una… me cuesta creer que pueda descansar en parte alguna. Era la hija de un primo lejano de mi padre. Cuando él murió –su esposa había muerto antes–, mi madre, que había enviudado, decidió traerla a Highgate para que le hiciese compañía. Su fortuna asciende a dos mil libras, y ahorra los intereses anuales para sumarlos a su capital. Ahora ya conoces la historia de la señorita Dartle.

–Seguro que te quiere como a un hermano, ¿no es así?

–¡Bah! –respondió Steerforth, contemplando el fuego–. Hay hermanos a los que no se quiere demasiado, y hay cariños… Pero sírvete, Copperfield. Brindaremos en tu honor por las margaritas del campo; y en el mío, por los lirios del valle, tan improductivos como yo… ¡para mi vergüenza!

Pronunció alegremente estas palabras, mientras la sonrisa melancólica que había esbozado unos instantes antes desaparecía de su rostro; volvió a ser tan encantador y tan cordial como siempre.

Cuando llegó la hora del té, no pude evitar mirar la cicatriz con doloroso interés. En seguida me di cuenta de que se hallaba en la parte más sensible de su cara. Siempre que la señorita Dartle palidecía, la cicatriz era la primera en cambiar de color; y se convertía en una raya cenicienta que se veía en toda su extensión, como un trazo de tinta invisible que acercáramos al fuego. Hubo un pequeño altercado entre Steerforth y ella mientras jugaban al ; por un momento, la señorita Dartle pareció furiosa, y entonces vi aparecer aquella marca, como las antiguas palabras escritas en el muro.

No me parecía nada extraño que la señora Steerforth adorara a su hijo.

Era incapaz de hablar o de pensar en otra cosa. Me enseñó una miniatura de cuando era niño, que conservaba en un medallón junto con un rizo de sus cabellos infantiles, así como un retrato de la época en que yo lo había conocido; y llevaba una imagen del joven Steerforth sobre el pecho. Guardaba todas sus cartas en un pequeño mueble, junto al sillón que solía ocupar frente a la chimenea; y me habría leído algunas de ellas, y yo le habría escuchado con placer, si no hubiera intervenido Steerforth, que no tardó en convencerla con sus carantoñas de que abandonara la idea.

–Dice James que se conocieron en el internado del señor Creakle –me comentó la señora Steerforth, mientras su hijo y la señorita Dartle jugaban al en otra mesa–. Recuerdo que en aquella época me habló de un alumno más joven con quien se había encariñado mucho; pero, como puede usted suponer, había olvidado su nombre.

–¡Fue tan generoso y tan noble conmigo en aquellos días! –exclamé–. Y le aseguro, señora, que yo necesitaba desesperadamente un amigo. Sin él, me habrían destrozado.

–Él es siempre noble y generoso –afirmó la señora Steerforth con orgullo.

Bien sabe Dios que suscribí de todo corazón sus palabras. Y ella lo comprendió, pues empezó a mostrarse menos distante conmigo; y sólo volvió a mostrarse altiva cuando elogiaba a su hijo.

–Aquél no era un buen colegio para mi hijo; estaba muy lejos de serlo. Pero en aquellos momentos era preciso tener en cuenta una serie de circunstancias que resultaban más importantes que la elección del internado. James era tan brillante que consideré preferible enviarlo a un lugar dirigido por un hombre capaz de reconocer su superioridad y dispuesto a inclinarse ante ella; y lo encontré en Salem House.

No me sorprendió nada, conociendo al señor Creakle. Y esto, sin embargo, no aumentó mi desprecio por él. Me pareció que lo redimía en parte… si es que se le podía perdonar el hecho de no haberse resistido a alguien tan irresistible como Steerforth.

–Las cualidades de mi hijo se vieron estimuladas allí, gracias al sentimiento de emulación voluntaria y de orgullo consciente –continuó diciendo la indulgente madre–. Se habría rebelado contra cualquier imposición; pero, al darse cuenta de que era el rey del colegio, decidió ser digno del puesto que ocupaba. Fue algo muy propio de él.

Con toda mi alma, con todo mi corazón, repetí que fue algo muy propio de él.

–Así, pues, mi hijo siguió por voluntad propia, sin que nadie le obligara, un camino en el que siempre podrá destacar sobre sus rivales –prosiguió–. James me ha contado, señor Copperfield, que usted siente un gran afecto por él y que, al encontrarlo ayer, se dio a conocer con lágrimas de alegría. Sería una hipocresía por mi parte fingir que me sorprende que mi hijo inspire semejantes sentimientos; pero no puedo mostrarme indiferente ante quienes reconocen su valía, y celebro mucho conocerle. Puedo asegurarle que su amistad por usted es algo muy especial, y que puede contar con su protección.

La señorita Dartle jugaba al con el mismo entusiasmo que ponía en todas las cosas. Si la hubiera visto por primera vez delante de un tablero, habría imaginado que su delgadez y el tamaño de sus ojos eran consecuencia de aquella pasión. Pero no creo equivocarme al decir que no se perdió ni una sola palabra de nuestra conversación, ni una sola expresión de mi rostro, mientras yo escuchaba –sumamente honrado y complacido– las confidencias de la señora Steerforth, creyéndome mucho mayor que cuando salí de Canterbury.

Cuando la velada tocaba a su fin y trajeron una bandeja con licoreras y vasos, Steerforth me prometió, junto al fuego, que pensaría seriamente en acompañarme al viaje. No teníamos ninguna prisa, aseguró; tal vez en una semana; y su madre, hospitalaria, dijo lo mismo. Durante nuestra conversación, Steerforth volvió a llamarme Daisy, lo que hizo intervenir de nuevo a la señorita Dartle:

–Pero, realmente, señor Copperfield –inquirió–, ¿se trata de un apodo? En ese caso, ¿por qué se lo puso? ¿Acaso porque… le considera joven e inocente? Soy tan necia para esas cosas.

Enrojecí mientras contestaba que así lo creía.

–¡Oh! –exclamó la señorita Dartle–. ¡Me alegro tanto de saberlo! Sólo pregunto para informarme. Le considera joven e inocente; por eso es su amigo. ¡Qué encantador!

Y, nada más pronunciar estas palabras, se retiró a dormir, seguida de la señora Steerforth. Mi anfitrión y yo nos entretuvimos media hora más, delante de la chimenea, hablando de Traddles y de los demás muchachos de Salem House, y después subimos juntos la escalera. El dormitorio de Steerforth estaba junto al mío y entré a verlo. Es difícil imaginar una estancia más cómoda; estaba llena de sillones, de cojines y de escabeles, bordados por su madre. No faltaba ningún detalle que pudiera hacerla más agradable. Finalmente, había un hermoso retrato de la señora Steerforth, que parecía contemplar desde la pared al hijo que tanto amaba, como si quisiera que, incluso cuando dormía, su imagen lo cuidara.

Encontré un buen fuego encendido en mi habitación, y tanto las cortinas de las ventanas como las que rodeaban mi cama estaban cerradas, lo que daba a la estancia un aire muy acogedor. Me senté en una butaca junto al fuego para meditar sobre mi felicidad. Llevaba ya un buen rato absorto en mis pensamientos cuando descubrí, encima de la chimenea, un retrato de la señorita Dartle con su ardiente mirada clavada en mí.

El parecido era asombroso, como lo era también la mirada. El pintor no había dibujado la cicatriz, pero la veía: aparecía y desaparecía. Tan pronto resultaba visible sólo en el labio superior, al igual que había sucedido durante la cena, como mostraba toda la extensión de la herida infligida por el martillo, tal como había observado cada vez que ella se enfadaba.

Me pregunté malhumorado por qué no lo habrían puesto en otro dormitorio, en lugar de en el mío. Para librarme de la señorita Dartle, me desvestí rápidamente, apagué la vela y me acosté. Sin embargo, mientras me dormía, no podía olvidar que ella me estaba mirando y la oía decir: «¿Es así realmente? Me gustaría saberlo». Y, cuando me desperté en medio de la noche, me di cuenta de que en mis sueños no hacía sino preguntar con gran desasosiego a toda clase de personas si era realmente así o no… sin comprender el sentido de mis palabras.

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