David Copperfield

L Se cumple el sueño del señor Peggotty

L

Habían transcurrido algunos meses desde nuestra entrevista con Martha a orillas del río. Yo no la había vuelto a ver, pero ella se había comunicado con el señor Peggotty en varias ocasiones. Su abnegada intervención no había servido de nada; y tampoco podía deducir, por las palabras de mi amigo, que existiera alguna pista sobre la suerte de Emily. Confieso que empezaba a perder la esperanza de hallarla, y que cada vez estaba más convencido de que había muerto.

La confianza del señor Peggotty seguía inalterable. Por lo que yo sé –y creo que su honrado corazón no tenía secretos para mí–, jamás volvió a abrigar la menor duda de que la encontraría. Su paciencia era inagotable. Y, aunque yo temblaba al pensar lo terrible que sería su sufrimiento si algún día esa fuerte convicción le fuera arrebatada de golpe, había algo tan religioso en ella, y resultaba tan conmovedor sentir que estaba anclada en las profundidades más puras de su noble corazón, que el respeto y la veneración que él me inspiraba aumentaban de día en día.

La suya no era una confianza perezosa que se limitase a esperar, y a nada más. Había sido un hombre de acción toda su vida, y sabía que, siempre que necesitaba ayuda, debía realizar su parte sin escatimar esfuerzos, y empezar por ayudarse a sí mismo. Era capaz de salir en mitad de la noche, por temor a que, por algún descuido, la luz no estuviera encendida en la ventana de la vieja gabarra, e irse andando hasta Yarmouth. Era capaz de coger su bastón y emprender un viaje de sesenta u ochenta millas, después de leer algo en un periódico que pudiera referirse a Emily. Se dirigió por mar a Nápoles, y regresó, después de oír de mis labios el relato de la señorita Dartle. Viajaba siempre en condiciones muy duras, firmemente decidido a ahorrar dinero para el día en que encontrase a Emily. En toda su larga búsqueda, jamás le oí quejarse, ni decir que estaba exhausto o desanimado.

Dora le había visto a menudo desde nuestra boda, y le tenía mucho cariño. Todavía puedo verlo, en pie junto al sofá, con la gorra de basto paño en la mano, mientras mi mujer-niña dirigía sus ojos azules hacia él con tímido asombro. Algunas tardes, cuando venía a hablar conmigo al oscurecer, yo le convencía para que fumara su pipa en el jardín mientras paseábamos lentamente; y entonces el recuerdo de su hogar vacío, tan acogedor para mis ojos infantiles cuando por las noches ardía el fuego en la chimenea, y el viento ululaba por todas partes, acudía con enorme viveza a mi pensamiento.

Un atardecer me dijo que la noche anterior había encontrado a Martha esperándole a la salida de su alojamiento, y que le había pedido que no se marchara de Londres, bajo ningún pretexto, antes de volver a verla.

–¿Le explicó por qué motivo? –inquirí.

–Se lo pregunté, señorito Davy –repuso–, pero ya sabe lo poco habladora que es; en cuanto le prometí lo que quería, se despidió.

–¿Le dijo cuándo podía esperar verla de nuevo?

–No, señorito Davy –contestó, pasándose la mano por la cara, pensativo–. También se lo pregunté; pero ni ella misma lo sabía (ésas fueron sus palabras).

Como yo llevaba mucho tiempo tratando de no avivar en él esperanzas que sólo pendían de un hilo, me limité a decir que seguramente la vería muy pronto. Guardé para mí mis pensamientos al respecto, que no eran demasiado optimistas.

Habrían transcurrido dos semanas y yo estaba paseando solo por el jardín. Recuerdo bien aquella tarde. Sólo habían pasado dos días desde que el señor Micawber nos dejara en la más absoluta incertidumbre. Había llovido todo el día y el aire estaba cargado de humedad. El espeso follaje, empapado de agua, parecía pesar en los árboles; pero, aunque el cielo continuaba sombrío, la lluvia había cesado y los pájaros, ilusionados, cantaban alegremente. Mientras andaba de un lado a otro del jardín, empezó a oscurecer y terminaron sus pequeños gorjeos; y reinó ese silencio tan especial que acompaña las noches campestres cuando los árboles se quedan inmóviles y sólo se oye el goteo ocasional de sus ramas.

A un lado de la casa, había un pequeño enrejado cubierto de hiedra, a través del que podía ver la calle desde el lugar donde me encontraba. Sumido en mis pensamientos, miré casualmente en esa dirección, y divisé una figura envuelta en una sencilla capa, que se inclinaba nerviosamente hacia mí y parecía hacerme señas.

–¡Martha! –exclamé, acercándome a ella.

–¿Puede usted venir conmigo? –susurró, llena de nerviosismo–. He ido a buscar al señor Peggotty, y no está en casa. Le he escrito en un papel dónde podrá encontrarnos, y lo he dejado encima de su mesa. Me han dicho que no tardaría en regresar. Tengo noticias para él. ¿Puede usted venir en seguida?

Mi única respuesta fue abrir inmediatamente la verja y salir fuera. Ella se apresuró a hacer un gesto con la mano, como si quisiera invitarme a la calma y al silencio, y empezó a andar hacia Londres, desde donde, a juzgar por el estado de su ropa, había venido a pie y a toda prisa.

Quise saber si era aquél nuestro destino y, cuando respondió afirmativamente, con el mismo ademán presuroso de antes, detuve un carruaje vacío que pasaba y los dos nos subimos en él. Entonces le pregunté dónde tenía que dirigirse el cochero.

–¡A cualquier lugar cerca de Golden Square! ¡Y rápido! –repuso ella.

Después se encogió en un rincón y se cubrió el rostro con una mano temblorosa, mientras repetía con la otra el gesto anterior, como si no pudiera soportar el sonido de una voz.

Sumamente inquieto, y deslumbrado por los rayos contradictorios de la esperanza y del temor, la miré en busca de una explicación. Pero, comprendiendo su fuerte deseo de seguir callada, y no sintiendo tampoco el menor deseo de hablar, en un momento así, no hice nada por romper el silencio. Continuamos nuestro camino sin pronunciar una sola palabra. A veces ella miraba por la ventanilla, como si nuestra marcha le resultase muy lenta, aunque lo cierto es que íbamos a gran velocidad; aparte de eso, seguía exactamente en la misma postura que antes.

Nos apeamos en una de las entradas de la plaza que la joven había indicado y le pedí al cochero que esperara, por si teníamos necesidad de él. Martha apoyó su mano en mi brazo y me condujo rápidamente a una de esas calles oscuras, tan numerosas en la zona, donde las casas, antaño elegantes residencias familiares, llevaban ya mucho tiempo convertidas en humildes viviendas que se alquilaban por habitaciones. Después de entrar por la puerta abierta de una de ellas, me soltó el brazo, indicándome que la siguiera por la escalera común, que parecía el cauce de un afluente que saliera a la calle.

La casa tenía un enjambre de inquilinos. A medida que subíamos, las puertas de las habitaciones se abrían y aparecían los rostros de sus moradores; y nos cruzábamos con otras personas que bajaban. Al mirar hacia arriba, antes de entrar, había visto cómo las mujeres y los niños se asomaban a las ventanas por encima de las macetas de flores; parecíamos haber excitado su curiosidad, pues eran sobre todo ellos los que nos miraban desde sus puertas. La escalera, ancha y con paneles, tenía una enorme balaustrada de madera oscura; se veían hermosas molduras, con frutas y flores talladas, sobre las puertas; y había amplios asientos junto a las ventanas. Pero todas aquellas muestras del pasado esplendor se hallaban terriblemente sucias y deterioradas; la podredumbre, la humedad y los años habían atacado el entablado del suelo, que en muchos lugares era poco sólido e incluso peligroso. Me di cuenta de que habían intentado inyectar un poco de sangre nueva en aquel viejo armazón, reparando aquí y allá los costosos revestimientos con vulgar madera de pino; pero era como el matrimonio de un anciano noble venido a menos con una pobre plebeya, en el que cada uno de los cónyuges de tan desigual unión parece querer apartarse del otro. Algunas ventanas de la escalera, que daban a la parte de atrás, habían sido tapiadas, total o parcialmente. Las que quedaban, apenas tenían cristales; y, a través de los marcos podridos, por los que el aire viciado parecía entrar en la casa para no volver a salir, pude ver, a través de más ventanas sin cristales, el interior de otras casas que se hallaban en el mismo estado, y contemplar con sensación de mareo el pobre patio donde iban a parar todas las basuras de la mansión.

Subimos hasta el último piso. Dos o tres veces, durante el camino, creí distinguir en la penumbra las faldas de una figura femenina que nos precedía. Cuando llegamos al último tramo de escalera, vimos con claridad cómo la desconocida se detenía unos instantes delante de una puerta. Luego giró el picaporte y entró.

–¡Qué extraño! –susurró Martha–. Se ha metido en mi cuarto. ¡Y no sé quién es!

Yo sí que lo sabía. Con enorme sorpresa, había reconocido a la señorita Dartle.

Expliqué a mi guía, brevemente, que se trataba de alguien que yo conocía; y, nada más decir esto, oímos su voz dentro del cuarto, aunque estábamos demasiado lejos para distinguir sus palabras. Martha repitió su gesto anterior, con expresión de asombro, y me condujo escaleras arriba sin hacer ruido; después entró por una pequeña puerta que no parecía tener cerradura y que abrió con un ligero empujón, y llegamos a una buhardilla diminuta, vacía y de techo inclinado, apenas mayor que un armario. Esta habitación y la que Martha había llamado suya se comunicaban por una pequeña puerta, que estaba entreabierta. Nos detuvimos junto a ella, casi sin aliento después de la subida, y Martha puso cuidadosamente su mano sobre mis labios. Lo único que veía del otro cuarto era que parecía bastante grande, y que tenía una cama y algunos toscos grabados de barcos en las paredes. Pero no veía a la señorita Dartle ni a la persona a quien ésta se dirigía. Tampoco podía hacerlo mi acompañante, pues su posición era peor que la mía.

Durante unos instantes, reinó un silencio sepulcral. Martha continuó con una mano sobre mis labios y levantó la otra, en actitud de escucha.

–Poco importa si está o no en casa –decía Rosa Dartle, con arrogancia–. No la conozco. A quien he venido a ver es a usted.

–¿A mí? –repuso una voz muy dulce.

Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. ¡Era Emily!

–Sí –exclamó la señorita Dartle–; he venido para verla. ¿Cómo? ¿Acaso no se avergüenza de ese rostro que tanto ha hecho?

El odio intenso e implacable que vibraba en su voz, su fría y despiadada severidad, su rabia contenida, me permitieron verla con la misma claridad que si la tuviera delante. Veía la expresión febril de sus ojos negros, y su cuerpo consumido por la pasión; y veía la cicatriz, con su raya cenicienta atravesándole los labios, temblando y palpitando a medida que hablaba.

–He venido a contemplar el capricho de James Steerforth –dijo–; la joven que se fugó con él y se convirtió en la comidilla de la gente más vulgar de su ciudad natal; la desvergonzada, presuntuosa y avezada compañera de personas como James Steerforth. Quiero saber qué pinta tiene una criatura así.

Se oyó un frufrú, como si la desdichada joven sobre la que caían aquellos insultos corriera hacia la puerta y Rosa Dartle se interpusiera en su camino. Siguieron unos momentos de silencio.

Cuando la señorita Dartle habló de nuevo, fue con los dientes muy apretados y dando una patada en el suelo.

–¡No se mueva! –exclamó–. O todos los habitantes de la casa y de la calle se enterarán de quién es. Si intenta huir de , la detendré, ¡aunque tenga que agarrarle del pelo o tirarle piedras!

Un murmullo de espanto fue la única respuesta que llegó a mis oídos. Siguió otro silencio. Yo no sabía qué hacer. Por grande que fuera mi deseo de poner fin a aquella entrevista, sentía que no tenía derecho a intervenir; y que el señor Peggotty era el único que debía ver a la joven y llevársela con él. ¿Es que no iba a llegar nunca?, pensaba con impaciencia.

–¡Así que por fin la conozco! –prosiguió Rosa Dartle, con una carcajada de desprecio–. ¡Cómo pudo ser tan ingenuo para dejarse conquistar por esa delicada falsa modestia y esa inclinación de cabeza!

–¡Por el amor de Dios! ¡Tenga compasión de mí! –exclamó Emily–. Sea quien sea, usted conoce mi triste historia. ¡Por el amor de Dios! ¡Apiádese de mí, si quiere que algún día se apiaden de usted!

–¿Si quiero que algún día se apiaden de mí? –repitió furiosa–. ¿Acaso cree que usted y yo tenemos algo en común?

–Únicamente nuestro sexo –contestó Emily, deshecha en lágrimas.

–Y esa afirmación –dijo Rosa Dartle–, lanzada por una criatura tan infame, es tan poderosa que, si anidara en mi pecho algún sentimiento que no fuera el desprecio y el aborrecimiento, sus palabras lo congelarían. ¡Nuestro sexo! ¡Es usted un honor para nuestro sexo!

–Merezco que me traten así –sollozó Emily–, pero ¡es terrible! Mi querida señora, ¡piense en lo grande que ha sido mi sufrimiento y en lo bajo que he caído! ¡Oh, Martha! ¡Regresa ya! ¡Mi hogar! ¡Oh, mi hogar!

La señorita Dartle se sentó en una silla frente a la puerta y dirigió su mirada hacia abajo, como si Emily se hubiera agachado delante de ella. Al encontrarse entre la luz y yo, pude ver el gesto despreciativo de sus labios y su mirada cruel, clavada en un solo punto con triunfante avidez.

–Escuche lo que voy a decirle –exclamó–; y reserve esas artimañas para sus víctimas. ¿No esperará conmoverme con sus lágrimas? Tampoco podría conquistarme con sus sonrisas, esclava comprada con dinero.

–¡Apiádese de mí! –gimió Emily–. ¡Un poco de compasión o me volveré loca!

–¡No sería una gran penitencia por sus crímenes! ¿Acaso es consciente de lo que ha hecho? ¿Ha pensado alguna vez en el hogar que ha destrozado?

–¡Oh! No he dejado de pensar en él ni una sola noche, ni un solo día –respondió la joven.

Y entonces pude ver a Emily arrodillada, con la cabeza hacia atrás, el pálido rostro levantado al cielo, las manos juntas en actitud implorante, y la cabellera suelta.

–No ha pasado un solo minuto –prosiguió–, dormida o despierta, sin que lo haya visto ante mí, tal como era aquellos días que no volverán nunca, y en que lo abandoné para siempre. ¡Oh, mi hogar! ¡Oh, mi querido tío! ¡Si él hubiera podido imaginar cuánto me torturaría su amor el día que me aparté del buen camino, no habría sido siempre tan cariñoso conmigo! ¡Si al menos se hubiera enfadado con su Emily una sola vez, eso me habría servido de consuelo! Mas no hay el menor consuelo para mí en este mundo, ¡todos fueron demasiado bondadosos conmigo!

Emily se postró ante la imperiosa criatura sentada en la silla, y, con gesto suplicante, agarró la falda de su vestido.

Rosa Dartle siguió mirándola desde arriba, tan estática como una estatua de bronce. Tenía los labios fuertemente apretados, como si supiera que no debía perder los estribos (me limito a escribir lo que sinceramente creo), pues de otro modo sucumbiría a la tentación de dar una patada a la hermosa figura. Vi su semblante con claridad, y toda la energía de su rostro y de su carácter parecía concentrada en aquel gesto. ¿Es que el señor Peggotty no iba a llegar nunca?

–¡Cuán despreciable es la vanidad de estos gusanos de la tierra! –exclamó, cuando logró controlar los furiosos latidos de su corazón lo suficiente para atreverse a hablar–. ¡ hogar! ¿Acaso imagina que yo le he dedicado un solo pensamiento? ¿Cree haber causado en ese humilde lugar algún daño que no pueda repararse, generosamente, con dinero? ¡ hogar! Usted no era más que una mercancía para su familia, y fue vendida y comprada como cualquier otro objeto con que ésta negociaba.

–¡Oh, no! ¡Eso no! –protestó Emily–. Diga lo que quiera de mí, pero ¡no haga caer mi deshonra y mi vergüenza, más de lo que he hecho yo, sobre unas personas que son tan intachables como usted! Puesto que es una dama, muestre algún respeto por ellos, aunque no tenga compasión de mí.

–Hablo –prosiguió la señorita Dartle, haciendo caso omiso de aquella súplica y alejando su falda del contacto impuro de la mano de Emily–, hablo del hogar de … el hogar donde yo vivo. He aquí –exclamó, señalando a la joven postrada a sus pies con una carcajada de desprecio– una noble causa de separación entre una madre y un hijo de buena familia; una noble causa de dolor en una casa donde no la habrían querido ni para fregar los platos; una noble causa de ira, aflicción y reproche. ¡Esta criatura depravada, sacada del arroyo para servir de diversión durante una hora, antes de ser arrojada nuevamente al fango!

–¡No, no! –sollozó Emily, juntando las manos–. Cuando él se cruzó por primera vez en mi camino (¡ojalá ese día no hubiera amanecido para mí, y él me hubiera conocido el día que me llevaran a la tumba!), mi educación era tan virtuosa como la suya o la de cualquier otra dama, y me disponía a casarme con el mejor de los hombres. Usted, que ha vivido con él en su casa y lo conoce, podrá imaginar la influencia que es capaz de ejercer sobre una muchacha débil y vanidosa. No pretendo defenderme, pero sé muy bien, y él también lo sabe, o lo sabrá en su lecho de muerte, cuando le remuerda la conciencia, que hizo cuanto estuvo en su poder para engañarme, ¡y que yo le creí, confié en él y le entregué mi amor!

Rosa Dartle saltó de su asiento, retrocedió y, al hacerlo, intentó pegar a la joven; su rostro desfigurado reflejaba tanta maldad y tanta rabia que estuve a punto de interponerme. Pero el golpe, sin dirección fija, se perdió en el aire. Y cuando, jadeante, contempló a Emily con todo el odio que era capaz de expresar, temblando de la cabeza a los pies de rabia y de desprecio, pensé que jamás había visto, ni volvería a ver jamás, un espectáculo semejante.

–¿Que le entregó su amor? ¿? –exclamó, agitando nerviosamente el puño, como si sólo le faltara un arma para apuñalar al objeto de su ira.

Al echarse hacia atrás, Emily había desaparecido de mi vista. No se oyó respuesta.

–¿Y se atreve a decirme esas palabras –añadió Rosa Dartle– con sus desvergonzados labios? ¿Por qué no azotarán a estas criaturas? Si estuviera en mi mano, ordenaría que azotaran a esta muchacha hasta matarla.

Y lo habría hecho, no me cabe la menor duda. Yo no le hubiese confiado un látigo con aquella mirada cargada de odio.

Lenta, muy lentamente, rompió a reír y señaló a Emily con la mano, como si fuera un espectáculo vergonzoso para dioses y hombres.

–¡Entregarle su amor! –dijo–. ¡Esa inmundicia! ¿Me dirá ahora que él se interesó por usted? ¡Ja, ja! ¡Qué embusteras son estas negociantas!

Sus burlas eran peores que su rabia. De las dos cosas, yo hubiera preferido con creces verme expuesto a esta última. Mas cuando su ira se desataba era sólo durante unos segundos. En seguida la reprimía; por mucho que se le desgarrara el alma, lograba dominarla.

–He venido aquí, fuente inmaculada de amor –prosiguió–, con el fin de ver, como había empezado a explicarle antes, qué pinta tenían las criaturas como usted. Sentía curiosidad. La he satisfecho. También quería decirle que lo mejor que puede hacer es volver corriendo a casa, y refugiarse entre esas excelentes personas que la esperan, y a las que con su dinero consolará. ¡Cuando lo haya gastado todo, podrá creer de nuevo en alguien, confiar en él y entregarle su amor! Yo creía que iba a encontrar un juguete roto que ya no sirviera para nada; una lentejuela sin valor, sin brillo y ya desechada. Sin embargo, compruebo que es usted oro puro, una verdadera dama, una joven inocente a la que se ha maltratado, con un corazón rebosante de amor y de confianza (¡pues ésa es la impresión que causa, lo que es consecuente con su relato!), y por eso tengo que añadir algo más. Escúcheme bien, pues cumpliré lo que digo. ¿Me oye, espíritu hechicero? ¡Cumpliré lo que digo!

La rabia la atenazó de nuevo, durante un instante; pero cruzó por su rostro como un espasmo, y la dejó con la sonrisa en los labios.

–Ocúltese –prosiguió–, si no quiere hacerlo en su casa, en cualquier otra parte. Que sea en un lugar muy apartado, con una vida oscura… o, mejor aún, con una muerte oscura. Me sorprendería, si su tierno corazón no se rompiera, que no hubiera descubierto usted el modo de ayudarlo a detenerse. He oído decir que existen algunos remedios para eso. Y creo que son fáciles de encontrar.

El llanto ahogado de Emily interrumpió sus palabras. La señorita Dartle guardó silencio y parecía escucharlo como si fuera música.

–Es posible que mi naturaleza sea extraña –dijo–, pero lo cierto es que no puedo respirar con entera libertad el mismo aire que respira usted. Lo encuentro demasiado viciado. Por ese motivo, tengo que purificarlo de su presencia. Si mañana continúa en esta habitación, me encargaré de que su historia y su carácter sean conocidos en toda la escalera. Dicen que en esta casa viven mujeres decentes; es una lástima que una insignificancia como usted se esconda entre ellas. Si, al marcharse de aquí, busca refugio en esta ciudad sin dar a conocer su verdadero carácter (algo que es usted muy dueña de hacer, yo jamás la importunaría), actuaré del mismo modo en cuanto conozca su escondrijo. Con la ayuda de un caballero que aspiraba hace muy poco al honor de conseguir su mano, estoy segura de que lo conseguiré.

¿Es que el señor Peggotty no iba a llegar nunca? ¿Cuánto tiempo tendría que soportar aquello? ¿Cuánto tiempo sería capaz de aguantarlo?

–¡Ay de mí! ¡Ay de mí! –exclamó la pobre Emily, en un tono que habría creído capaz de conmover al corazón más duro; pero la sonrisa de Rosa Dartle siguió inmutable–. ¿Qué voy a hacer?

–¿Que qué va a hacer? –respondió su interlocutora–. ¡Vivir feliz con sus pensamientos! Consagrar su existencia al recuerdo del cariño de James Steerforth… que quiso convertirla en la mujer de su criado, ¿no es cierto?… o sentirse agradecida al individuo recto y virtuoso que la hubiera aceptado como un regalo de su amo. O, si esos gloriosos recuerdos, y la conciencia de sus propias virtudes, y la posición honorable a la que éstas la han encumbrado a los ojos de todo cuanto revista forma humana, no la sostienen lo suficiente, cásese con ese buen hombre y disfrute de su condescendencia. Y si tampoco se conforma con eso, ¡ponga fin a su vida! Hay muchos portales y estercoleros donde morir así, donde desesperarse así… ¡Encuentre uno y diríjase volando al cielo!

Oí unos pasos lejanos en la escalera. Supe con seguridad de quién eran. ¡Gracias a Dios, era él!

Después de decir esas palabras, Rosa Dartle se alejó lentamente de la puerta y desapareció de mi vista.

–Pero ¡preste atención! –agregó despacio y con dureza, abriendo la otra puerta para marcharse–. Estoy decidida, por razones que tengo e inquinas que albergo en mi pecho, a acabar con usted si no se aleja de mí inmediatamente, o se arranca su bonita máscara. Es cuanto tengo que decir; ¡y pienso cumplirlo!

Las pisadas de la escalera iban acercándose cada vez más… Se cruzaron con la señorita Dartle mientras bajaba… ¡y llegaron a la habitación!

–¡Tío!

Un grito terrible siguió a esta exclamación. Me quedé paralizado por un instante y, al asomarme, vi al señor Peggotty sosteniendo el cuerpo inconsciente de Emily. Contempló a su sobrina unos segundos, se inclinó para besarla (¡con tanta ternura!) y le cubrió el rostro con un pañuelo.

–Señorito Davy –me dijo con voz baja y temblorosa, cuando la hubo tapado–, ¡doy gracias al Padre Celestial por convertir mis sueños en realidad! ¡Le agradezco con el corazón que me haya guiado, a su manera, hasta mi querida pequeña!

Se cumple el sueño del señor Peggotty

Con estas palabras, la cogió en sus brazos; y, con el rostro de Emily apoyado en su pecho y vuelto hacia él, se la llevó, inmóvil y sin sentido, escaleras abajo.

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