XVIII Una mirada retrospectiva
XVIII
¡Mis días escolares! ¡El deslizamiento silencioso de mi existencia, el paso invisible e inconsciente de la niñez a la juventud! Veamos si, al volver la vista atrás sobre aquella corriente de agua, hoy un cauce seco cubierto de hojas, encuentro algunas huellas que me permitan recordar cómo fluía.
Un momento… Me veo ocupando mi sitio en la catedral, a la que íbamos todos juntos los domingos por la mañana, después de reunirnos en el colegio con aquel fin. El olor a tierra, el aire sin sol, la sensación de estar a salvo del mundo, las notas del órgano resonando a través de las naves laterales y de las galerías de bóvedas blancas y negras, parecen alas que me devuelven a aquellos días del pasado, en una especie de duermevela.
No soy el último de la clase. En pocos meses, he dejado atrás a varios compañeros. Pero tengo la impresión de que el mejor alumno es una criatura excepcional que habita muy lejos, a una altura inalcanzable que me produce vértigo. Agnes asegura que no, pero yo insisto en que sí; y le digo que es incapaz de imaginar la cantidad de sabiduría que atesora ese Ser maravilloso, cuyo puesto ella cree que yo, incluso yo, pobre aspirante, puedo alcanzar con el tiempo. No es mi protector ni mi amigo, como era el caso de Steerforth, pero siento por él un profundo respeto. Me gustaría saber, sobre todo, a qué se dedicará cuando abandone el colegio del doctor Strong, y qué hará la humanidad para conservar algún puesto al que él aspire.
Pero ¿a quién veo aparecer ante mí? Es la señorita Shepherd, de la que estoy enamorado.
La señorita Shepherd es una de las alumnas del colegio de las señoritas Nettingalls. Yo la adoro. Es una niña menuda, de cara redonda y de cabellos rubios y rizados, que viste un corpiño ajustado. Las jóvenes del internado Nettingalls también vienen a la catedral. Soy incapaz de seguir mi libro, pues sólo tengo ojos para la señorita Shepherd. Cuando canta el coro, me parece oír a la señorita Shepherd. Durante el oficio, introduzco mentalmente su nombre en las oraciones… y lo coloco en medio de la familia real. Cuando estoy en casa, en mi habitación, a veces grito en un arrebato de amor: «¡Oh, señorita Shepherd!».
Durante algún tiempo vivo en la incertidumbre, pues desconozco los sentimientos de la señorita Shepherd, pero, finalmente, los hados me son propicios y coincido con ella en las clases de baile. La señorita Shepherd es mi pareja. Toco su guante y noto un escalofrío que me sube por el brazo derecho hasta llegar a la punta de mis cabellos. No le digo ninguna palabra tierna, pero los dos nos comprendemos. La señorita Shepherd y yo estamos destinados a ser el uno del otro.
¿Por qué regalo en secreto doce nueces de Brasil a la señorita Shepherd? Me gustaría saberlo. No son un símbolo de amor, es difícil hacer con ellas un bonito paquete, son casi imposibles de cascar, incluso en los quicios de las puertas, y son muy aceitosas una vez abiertas; sin embargo, me parecen muy apropiadas para la señorita Shepherd. También le obsequio galletas poco crujientes y de mala calidad, e innumerables naranjas. En una ocasión, le doy un beso en el guardarropa. ¡Qué momento de éxtasis! Y es fácil imaginar mi angustia y mi indignación al día siguiente, cuando me entero de que a la señorita Shepherd le han puesto un enderezador en los pies ¡por torcerlos hacia dentro!
Si mi pasión por la señorita Shepherd es el motivo dominante, el único sueño de mi existencia, ¿cómo puedo llegar a romper con ella? Es algo que no puedo imaginar. Y, sin embargo, nuestras relaciones se van enfriando. Me llega el rumor de que la señorita Shepherd ha dicho que le gustaría que yo no la mirase tanto, y que prefería a Jones. ¿A Jones? ¡Un joven sin el menor interés! El abismo entre la señorita Shepherd y yo es cada vez mayor. Finalmente, un día encuentro a las alumnas del internado Nettingalls de paseo. Al pasar junto a mí, la señorita Shepherd me hace una mueca y mira riendo a su compañera. Todo ha acabado entre nosotros. El amor de toda una vida (parece una vida, es lo mismo) ha terminado; la señorita Shepherd desaparece del servicio de la mañana, y la familia real no vuelve a tener noticias de ella.
Voy progresando en el colegio, y nadie turba mi sosiego. He dejado de mostrarme amable con las alumnas de las señoritas Nettingalls, y no me enamoraría de ninguna, aunque fueran dos veces más numerosas y veinte veces más bellas. Las clases de baile me resultan muy aburridas, y me gustaría saber por qué las niñas no pueden bailar ellas solas y dejarnos en paz. Se me dan muy bien los versos latinos y apenas presto atención a los cordones de mis botas. El doctor Strong afirma públicamente que soy un alumno muy prometedor. El señor Dick está loco de alegría y mi tía me envía una guinea en el primer correo.
La sombra de un joven carnicero aparece de pronto ante mí, como la cabeza cubierta con un casco de ¿De quién se trata? Es el terror de los muchachos de Canterbury. Existe la vaga creencia de que la grasa de buey con que fija sus cabellos le otorga una fuerza sobrenatural, y de que podría enfrentarse a cualquier hombre. Es un individuo de cara ancha, cuello de toro, mejillas ásperas y coloradas, carácter pendenciero y lengua injuriosa, que utiliza fundamentalmente para hablar mal de los alumnos del doctor Strong. Propaga a los cuatro vientos que si éstos lo desean, él les dará su merecido. Menciona los nombres de algunos muchachos (entre los que estoy yo), a los que podría ajustar las cuentas con una mano atada a la espalda. Está siempre al acecho de los más pequeños para darles coscorrones en sus cabezas desnudas, y le gusta desafiarme en plena calle. Me parecen motivos más que suficientes para enfrentarme a él.
Un atardecer de verano, en una hondonada cubierta de césped, al pie de un muro, acudo a mi cita con el carnicero. Me presento acompañado de los mejores alumnos del colegio; mi adversario, de otros dos carniceros, un joven tabernero y un deshollinador. Una vez cumplidas todas las formalidades, el carnicero y yo nos encontramos frente a frente. De pronto veo las estrellas, después de recibir un golpe en la ceja izquierda. En un instante, no sé dónde está el muro, ni dónde estoy yo, ni dónde están los demás. A duras penas distingo quién es el carnicero y quién soy yo, pues luchamos cuerpo a cuerpo, agarrados el uno al otro, sin dejar de propinarnos golpes sobre la hierba pisoteada. Unas veces veo al carnicero, ensangrentado pero seguro de sí mismo; otras, no veo nada, y me apoyo sin aliento sobre la rodilla de mi segundo; en ocasiones, me lanzo con furia contra mi enemigo y me destrozo los nudillos al pegarle en el rostro, sin que eso parezca afectarle. Finalmente, me despierto con la cabeza confusa y dolorida, como si saliera de un sueño muy agitado, y veo que el carnicero se aleja, poniéndose la chaqueta, entre las felicitaciones de sus dos compañeros, del deshollinador y del tabernero; deduzco, sin equivocarme, que la victoria ha sido suya.
Me llevan a casa en un estado lamentable. Se apresuran a ponerme unos filetes sobre los párpados, y me frotan todo el cuerpo con vinagre y con coñac; noto cómo mi labio superior se hincha de forma desmesurada. Durante tres o cuatro días no salgo a la calle, y tengo muy mal aspecto con una visera verde sobre los ojos. Me aburriría mucho sin Agnes, una verdadera hermana para mí; se compadece de mi infortunio, me lee en voz alta y, gracias a ella, el tiempo transcurre más ligero y yo estoy más contento. Confío plenamente en Agnes; le hablo del carnicero y de todas sus ofensas; y ella opina que no me quedaba otro remedio que pelear con él, mientras se estremece sólo de pensar en nuestro combate.
El tiempo ha debido de pasar sin que yo me percatara, pues ahora Adams no es el mejor alumno. Hace tanto tiempo que nos dejó que, cuando viene a visitar al doctor Strong, somos muy pocos los que aún le conocemos. Pronto se dedicará a la jurisprudencia, será abogado y llevará peluca. Me sorprende ver que es un hombre menos desenvuelto de lo que yo recordaba, y que su aspecto es menos imponente. Tampoco parece haber conseguido revolucionar el mundo; pues éste (por lo que yo sé) continúa más o menos igual que si Adams no formara parte de él.
Hay un espacio en blanco, por el que desfilan los guerreros de la poesía y de la historia en huestes majestuosas que parecen no tener fin… ¿y qué viene después? Heme aquí convertido en el primero de la clase; contemplo desde las alturas la fila de alumnos por debajo de mí y, lleno de condescendencia, me intereso por los que traen a mi memoria al niño que yo era cuando llegué a Canterbury. Aquel pequeño muchacho parece no formar ya parte de mí; lo recuerdo como algo que hubiera dejado en el camino de la vida, que hubiera visto pasar, pero que yo no hubiera sido; y pienso en él casi como si se tratara de un extraño.
Y la niña que había conocido el día de mi llegada al domicilio del señor Wickfield, ¿dónde se encuentra? También ha desaparecido. En su lugar, va y viene por la casa la viva imagen del retrato de la sala, no la pequeña que tanto se le asemejaba; y Agnes, mi dulce hermana, como la llamo en mis pensamientos, mi consejera y amiga, el ángel bueno de todos los que sienten su bondadosa, serena y generosa influencia, es toda una mujer.
¿Qué otros cambios he experimentado yo, además de haber crecido y variado de aspecto, y de haber ampliado mis conocimientos? Llevo un reloj de oro con cadena, un anillo en mi dedo meñique y una levita; y me pongo demasiada grasa en el cabello, lo que unido al anillo, es una mala señal. ¿Estaré enamorado de nuevo? En efecto. Adoro a la mayor de las señoritas Larkins.
La mayor de las señoritas Larkins no es una jovencita. Es una mujer alta y hermosa, de cabellos oscuros y ojos negros. La mayor de las señoritas Larkins no es ninguna niña, pues la menor de las señoritas Larkins tampoco lo es, y la mayor debe de tener tres o cuatro años más que ella. Es posible que la mayor de las señoritas Larkins haya cumplido casi treinta años. Mi pasión por ella no tiene límites.
La mayor de las señoritas Larkins conoce a muchos oficiales. Es algo que detesto. Los veo hablar con ella en medio de la calle. Los veo cambiar de acera para ir a su encuentro cuando divisan su sombrero (a ella le gustan muy llamativos), acompañado del de su hermana. Ella se ríe, habla y parece divertirse. Paso gran parte de mi tiempo libre paseando por la calle para cruzarme con ella. Si consigo saludarla con una inclinación de cabeza una vez al día (algo que me está permitido porque conozco al señor Larkins), me siento más dichoso. De vez en cuando, ella me devuelve el saludo. Sufro terriblemente la noche del baile celebrado con motivo de las carreras, pues sé que ella bailará con los militares; y pienso que merezco una compensación, si existe justicia en este mundo.
Mi amor me hace perder el apetito, y me obliga a llevar constantemente mi corbatín de seda nuevo. Sólo encuentro algún consuelo vistiendo mis mejores trajes y ordenando que me limpien las botas una y otra vez. De ese modo, tengo la impresión de ser más digno de la mayor de las señoritas Larkins. Todo lo que le pertenece, o guarda relación con ella, es sagrado para mí. Siento un profundo interés por el señor Larkins, un viejo caballero, bastante malhumorado, con doble papada y un ojo siempre inmóvil. Cuando no puedo ver a su hija, me las arreglo para encontrarme con él y preguntarle: «¿Qué tal, señor Larkins? Y sus hijas y el resto de su familia, ¿están todos bien?». Me parece tan interesado por mi parte que no puedo sino ruborizarme.
Estoy obsesionado con mi edad. Tengo diecisiete años; soy demasiado joven para la mayor de las señoritas Larkins, pero ¿qué más da? Además, no tardaré nada en cumplir veintiuno. Todas las noches paseo por delante de la casa del señor Larkins, aunque se me parte el corazón al ver entrar a los oficiales, o al oírles conversar en la sala, donde la mayor de las señoritas Larkins toca el arpa. Incluso en dos o tres ocasiones, preso de un sentimentalismo enfermizo, merodeo por sus alrededores cuando la familia se ha acostado. Me gustaría saber cuál es la habitación de la mayor de las señoritas Larkins (seguro que elegía equivocadamente la de su padre, pienso ahora). Desearía que se declarase un incendio en la casa; que todos se quedaran paralizados de horror; y que yo, abriéndome paso entre la multitud con una escalera, pudiera llegar hasta su ventana y salvarla en mis brazos, antes de volver a buscar algo que hubiera olvidado y de perecer en medio de las llamas. Pues, por lo general, mi amor es muy altruista, y creo que me contentaría con representar un papel heroico ante la señorita Larkins, y exhalar mi último suspiro.
Por lo general, pero no siempre. A veces aparecen ante mí visiones más alegres. Cuando me visto (algo en lo que tardo dos horas) para acudir al gran baile que dan los Larkins (por el que llevo suspirando tres semanas), dejo volar mi fantasía. Me veo a mí mismo haciendo acopio de valor para declararme a la señorita Larkins. La veo a ella apoyando su cabeza en mi hombro para decirme: «¡Oh, señor Copperfield, no puedo dar crédito a mis oídos!». E imagino al señor Larkins visitándome al día siguiente, y exclamando: «Mi querido señor Copperfield, mi hija me lo ha contado todo. La juventud no es ningún obstáculo. Aquí tiene usted veinte mil libras. ¡Qué sean muy felices!». Mi tía cede y nos da su bendición; y el señor Dick y el doctor Strong asisten a la boda. Creo que soy un joven bastante sensato (hablo de aquella época) y modesto; pero, a pesar de todo, lo que acabo de contar es cierto.
Me dirijo a la casa encantada, llena de luces, parloteos, música, flores, oficiales (algo que lamento) y la mayor de las señoritas Larkins, resplandeciente de belleza. Viste de azul, y lleva flores azules en el cabello… Son nomeolvides. ¡Como si tuviera necesidad de llevar nomeolvides! Es la primera vez que me invitan a una verdadera fiesta y me siento algo incómodo; tengo la impresión de estar fuera de mi ambiente, y nadie parece tener nada que decirme, si exceptuamos al señor Larkins, que me pregunta por mis compañeros de clase, como si yo hubiera ido allí para que me insultaran. Pero después de quedarme un rato en el umbral y de recrear mis ojos con la diosa de mi corazón, se me acerca ella –¡la mayor de las señoritas Larkins!– y me pregunta amablemente si deseo bailar.
–Con usted, señorita Larkins –logro balbucear, con una reverencia.
–¿Y con nadie más?
–No me agradaría bailar con ninguna otra joven.
La señorita Larkins rompe a reír y se ruboriza (o eso me parece) y asegura que será un placer para ella concederme el siguiente baile.
Llega el momento.
–Creo que es un vals –dice la señorita Larkins, algo indecisa, cuando me acerco a ella–. ¿Sabe bailar el vals? Si no, el capitán Bailey…
Pero yo bailo el vals (y da la casualidad de que muy bien) y saco a la señorita Larkins. La alejo del capitán Bailey sin la menor piedad. No cabe duda de que él se siente muy desgraciado; pero no me importa. También yo lo he pasado mal. Bailo el vals con la mayor de las señoritas Larkins. No sé dónde, ni entre quién, ni cuánto tiempo. Lo único que sé es que floto por el espacio con un ángel azul, en una especie de delirio de felicidad, hasta que me veo de pronto con ella en una pequeña estancia, descansando en un sofá. Ella admira la flor de mi ojal (una camelia japónica rosa que me ha costado media corona) y yo se la ofrezco con estas palabras:
–Pido por ella un precio inestimable, señorita Larkins.
–¿De veras? ¿Y qué es? –pregunta ella.
–Una de sus flores, que yo guardaré como un tesoro, al igual que un avaro guarda su oro.
–Es usted un joven muy atrevido –exclama la señorita Larkins–. Tome.
Y me la entrega, con aire complacido; y yo me la llevo a los labios, antes de colocarla en mi pecho. La señorita Larkins se coge entonces de mi brazo, riendo, y me pide que la lleve con el capitán Bailey.
Estoy absorto en el recuerdo de esta deliciosa conversación, y del vals, cuando ella se me acerca de nuevo del brazo de un caballero que no es joven, ni atractivo, y que ha pasado la velada jugando al .
–¡Aquí está mi atrevido amigo! El señor Chestle quiere conocerle, señor Copperfield –dice la señorita Larkins.
Comprendo en seguida que se trata de un amigo de la familia, y me siento muy honrado.
–Admiro su buen gusto, caballero –señala el señor Chestle–. Dice mucho de usted. Supongo que no estará demasiado interesado por el lúpulo; pero yo me dedico a su cultivo a gran escala, y si alguna vez visita Ashford y quiere dar una vuelta por nuestra finca, estaremos encantados de alojarle todo el tiempo que desee.
Le doy calurosamente las gracias y estrecho su mano. Creo estar en un sueño muy hermoso. Vuelvo a bailar el vals con la mayor de las señoritas Larkins, ¡dice que lo hago tan bien! Regreso a casa en un estado de felicidad indescriptible y, a lo largo de toda la noche, bailo el vals en mi imaginación, ciñendo con mi brazo la cintura azul de mi amada deidad. Durante varios días, vivo perdido en delirantes reflexiones; pero no la encuentro en la calle, ni está en su casa cuando voy de visita. La prenda sagrada, la flor marchita, no logra consolar del todo mi desilusión.
–Trotwood –exclama Agnes un día, después del almuerzo–, ¿sabes quién se casa mañana? Alguien a quien admiras mucho.
–Espero que no seas tú, Agnes.
–¡Claro que no! –responde ella, levantando su alegre rostro de la partitura que está copiando–. ¿Le has oído, papá? Se trata de la mayor de las señoritas Larkins.
–¿Con… con el capitán Bailey? –logro articular, a duras penas.
–No, con ningún capitán. Con el señor Chestle, el cultivador de lúpulo.
Estoy muy abatido durante una o dos semanas. Me quito el anillo, llevo mis peores ropas, no me engraso el pelo y lloro con frecuencia sobre la flor marchita de la antigua señorita Larkins. Pero no tardo en cansarme de esa clase de vida y, después de una nueva provocación del carnicero, tiro mi flor, acepto medir mis fuerzas con él y obtengo una gloriosa victoria.
Todo eso, y el hecho de volver a ponerme el anillo y de engrasarme el cabello con moderación, son mis últimos recuerdos antes de cumplir diecisiete años.