XXXIII Soy completamente feliz
XXXIII
Durante todo ese tiempo yo había seguido amando a Dora más que nunca. Pensar en ella me servía de refugio en medio de los contratiempos y del dolor, e incluso mitigaba un poco mi pena por la pérdida de Steerforth. Cuanto más me compadecía de mí mismo o de los demás, con más empeño buscaba consuelo en el recuerdo de Dora. Cuanto mayor era el número de mentiras y de sufrimientos en el mundo, más pura y brillante resplandecía en el cielo la estrella de Dora. No creo que tuviera una idea bien definida de la naturaleza de mi amada, ni de su grado de parentesco con algún ser sobrenatural; pero estoy convencido de que habría rechazado con indignación y desprecio la idea de que pudiera ser simplemente humana, como cualquier otra joven.
Por decirlo de algún modo, estaba impregnado de Dora. No sólo estaba locamente enamorado de ella, sino que todo mi ser estaba embebido de ella. Si me hubieran exprimido, hablando metafóricamente, habrían sacado de mí el amor suficiente para ahogar a cualquiera; y habría seguido quedando dentro de mí suficiente para inundar toda mi existencia.
Cuando regresé a Londres, lo primero que hice fue dar un paseo nocturno hasta Norwood y, como el personaje de una venerable adivinanza de mi niñez, «rondar y rondar la casa sin tocarla jamás», pensando en Dora. Creo que la solución de aquel incomprensible acertijo era la luna. Pero fuera lo que fuera, yo, esclavo lunático de Dora, estuve dando vueltas alrededor de la casa y del jardín durante dos horas, mirando a través de los huecos de la empalizada, apoyando la barbilla –después de unos esfuerzos sobrehumanos– en los clavos oxidados de la parte superior, lanzando besos a las ventanas iluminadas y pidiendo románticamente a la noche, de vez en cuando, que protegiera a mi Dora… no sé muy bien de qué, supongo que de un incendio; aunque tal vez fuese de los ratones, que le daban mucho miedo.
Mi amor me obsesionaba de tal modo, y tenía tanta confianza en Peggotty, que una noche que estaba a mi lado con sus antiguos enseres de costura, pasando revista a mi guardarropa, decidí contarle mi gran secreto, con toda clase de circunloquios. Peggotty se mostró muy interesada, pero no logré que viera las cosas desde mi punto de vista. Era tan poco ecuánime a la hora de juzgarme que no podía comprender el motivo de mis recelos y de mi pesimismo.
–La joven debería de estar muy satisfecha de tener semejante admirador –señaló–. En cuanto a su papá, por el amor de Dios, ¿qué pretende ese caballero?
Me di cuenta, sin embargo, de que la toga de procurador y el cuello almidonado del señor Spenlow impresionaban a Peggotty, y hacían que aumentara su respeto por un hombre cada día más etéreo ante mis ojos, y al que yo veía rodeado de un halo luminoso cuando estaba sentado en el tribunal, muy erguido, entre sus expedientes, como un pequeño faro en medio de un mar de papeles. Y recuerdo lo extraño que me parecía pensar, mientras estaba en la sala, que aquellos viejos y aburridos jueces y doctores ni habrían mirado siquiera a Dora de haberla conocido, ni se habría apoderado de ellos un rapto de los sentidos si alguien les hubiera propuesto casarse con ella; y, si Dora hubiera cantado y tocado su maravillosa guitarra hasta hacerme casi perder a mí el juicio, ¡a aquellos tipos parsimoniosos no los habría apartado ni una pulgada de su camino!
Los despreciaba a todos, desde el primero hasta el último. Viejos jardineros congelados en los macizos de flores del corazón, me sentía indignado con ellos. La judicatura no podía ser más insensible, y la abogacía estaba tan desprovista de ternura o de poesía como la barra de una taberna.
Me ocupé personalmente de los trámites de Peggotty, con no poco orgullo; validé el testamento, negocié los derechos de sucesión, la acompañé al banco y no tardé en solucionarlo todo. Para alejarnos un poco de estas cuestiones legales, fuimos a ver las sudorosas imágenes de cera de Fleet Street (que probablemente se habrán derretido en los últimos veinte años); visitamos la exposición de la señora Linwood, que recuerdo como un mausoleo de los bordados, un lugar muy apropiado para hacer examen de conciencia y arrepentirse; recorrimos la Torre de Londres; y subimos a la parte más alta de la catedral de Saint Paul. Tales maravillas proporcionaron a Peggotty toda la alegría posible, dadas las tristes circunstancias; si exceptuamos la catedral de Saint Paul, que, debido al cariño que sentía por el viejo costurero, le pareció rivalizar con la imagen de su tapa, aunque, en su opinión, algunos detalles de esta última salieran perdiendo al compararla con aquella obra de arte.
Una vez arreglados los asuntos de Peggotty, que en los Commons se consideraban «rutinarios» (además de especialmente fáciles y lucrativos), la llevé una mañana a nuestras oficinas para que abonase los honorarios. El señor Spenlow había salido, según dijo el viejo Tiffey, con un hombre que debía prestar juramento para obtener una licencia de matrimonio; pero como yo sabía que regresaría pronto, pues nos hallábamos muy cerca de los despachos del vicario general y de su segundo, le pedí a Peggotty que esperase.
En los Commons nos parecíamos un poco a los empresarios de pompas fúnebres a la hora de validar un testamento, y solíamos adoptar una expresión más o menos compungida cuando debíamos tratar con clientes de luto. Con un sentimiento parecido de delicadeza, siempre nos mostrábamos alegres y felices con los clientes que iban a casarse. Por ese motivo, preferí insinuarle a Peggotty que encontraría al señor Spenlow muy recuperado de la muerte del señor Barkis; y lo cierto es que, cuando éste entró, parecía el mismísimo novio.
Pero ni Peggotty ni yo tuvimos ojos para él cuando lo vimos llegar en compañía del señor Murdstone. Había cambiado muy poco. Su cabello seguía siendo tan negro y abundante como siempre; y su mirada inspiraba tan poca confianza como en el pasado.
–¡Ah, Copperfield! –dijo el señor Spenlow–. Creo que conoce a este caballero, ¿no?
Le dirigí un saludo muy distante, y Peggotty apenas dio señales de reconocerlo. Al principio, pareció desconcertado al vernos juntos; pero no tardó en tomar una decisión y se acercó a mí.
–Espero que se encuentre bien –exclamó.
–No creo que eso pueda interesarle –respondí–. Pero así es, ya que desea saberlo.
Los dos nos miramos y el señor Murdstone se volvió hacia Peggotty.
–Y usted –prosiguió–. Lamento enterarme de la muerte de su marido.
–No es la primera vez que sufro una pérdida así, señor Murdstone –afirmó Peggotty, temblando de la cabeza a los pies–. Me consuela pensar que esta vez no hay nadie a quien reprochárselo… nadie que deba responder de ello.
–¡Pues es un gran consuelo! –repuso él–. ¿De modo que ha cumplido usted con su deber?
–No he quitado poco a poco la vida a nadie –manifestó Peggotty–. ¡Gracias a Dios! No, señor Murdstone, no he atemorizado ni inquietado a una dulce criatura hasta llevarla prematuramente a la tumba.
Durante unos instantes, el señor Murdstone fijó en ella una mirada sombría, en la que creí advertir cierto remordimiento; después se volvió hacia mí y exclamó, con los ojos clavados en mis pies y no en mi rostro:
–Es probable que no volvamos a vernos en mucho tiempo… lo que será sin duda una fuente de satisfacción para los dos, pues esta clase de encuentros nunca podrán ser agradables. No espero que usted, que siempre se rebeló contra mi legítima autoridad, ejercida en beneficio suyo y con el fin de reformarle, me agradezca nada. Existe una antipatía mutua…
–Muy antigua, creo, ¿no es así? –le interrumpí.
Él sonrió y me lanzó la mirada más diabólica que podía salir de aquellos ojos sombríos.
–Una antipatía que envenenó su corazón de niño –prosiguió–, y que amargó la vida de su pobre madre. Tiene razón. Espero, sin embargo, que mejore con el tiempo y que llegue a corregirse.
Y así concluyó el diálogo que habíamos sostenido en voz baja en un rincón del antedespacho; y el señor Murdstone entró en la estancia del señor Spenlow, diciendo en voz alta, con su tono más amable:
–En la profesión del señor Spenlow están acostumbrados a las rencillas familiares, y saben lo complicadas y difíciles de resolver que son.
Y, después de este comentario, pagó su licencia; cuando el señor Spenlow se la hubo entregado cuidadosamente doblada, acompañada de un apretón de manos y de sus mejores deseos de felicidad para él y para su dama, el señor Murdstone abandonó los Commons.
Creo que me habría costado mucho más guardar silencio ante sus últimas palabras, si no hubiera tenido que realizar tantos esfuerzos para que Peggotty (furiosa únicamente por mí, la buena mujer) comprendiese que aquél no era un buen lugar para discutir, y que debía callarse. Se hallaba tan indignada, algo inusitado en ella, que me alegré de que se tranquilizara con un cariñoso abrazo, al que nos empujó el recuerdo en su memoria de nuestros antiguos sufrimientos; e intenté guardar la compostura delante del señor Spenlow y de sus empleados.
El señor Spenlow no parecía conocer el parentesco que existía entre el señor Murdstone y yo, lo cual me complacía, pues no habría podido soportar que él recordara, del mismo modo que yo, la historia de mi pobre madre. El señor Spenlow parecía pensar, si es que alguna vez pensaba algo, que mi tía encabezaba el partido que gobernaba nuestra familia, y que algún otro miembro dirigía la oposición; eso me dio a entender, al menos, mientras esperábamos a que el señor Tiffey calculase los honorarios de Peggotty.
–La señorita Trotwood –señaló– es una mujer de gran firmeza, sin la menor duda, nada inclinada a ceder ante otras posturas. Admiro mucho su carácter, y quisiera felicitarle, Copperfield, por hallarse en el bando bueno. Las diferencias entre parientes son lamentables, pero al mismo tiempo tan corrientes, que lo más importante es elegir el bando bueno.
Supongo que con estas palabras se refería al bando que tenía el dinero.
–Se trata de un matrimonio de conveniencia, ¿no es así?
Le respondí que no sabía nada al respecto.
–¿De veras? –preguntó–. A juzgar por algunas frases que ha dejado escapar el señor Murdstone (lo que es habitual en esa clase de ocasiones) y por algunos comentarios de su hermana, yo diría que se dispone a celebrar una boda muy ventajosa.
–¿Quiere usted decir que ella tiene dinero? –inquirí.
–Sí –contestó el señor Spenlow–. Eso he oído. Y también belleza, según dicen.
–¿Y es muy joven?
–Acaba de cumplir su mayoría de edad –afirmó el señor Spenlow–. Tengo la impresión de que han esperado hasta ese momento para contraer matrimonio.
–¡Que el Señor se apiade de ella! –exclamó Peggotty.
Lo dijo con tanto fervor y de un modo tan inesperado que los tres nos quedamos sin saber qué hacer hasta que llegara Tiffey.
El anciano, no obstante, apareció en seguida y le entregó la factura al señor Spenlow para que la supervisara. Éste, metiendo la barbilla en el cuello de la camisa mientras la acariciaba suavemente, repasó los distintos apartados con aire de desaprobación –como si Jorkins fuera el único culpable– y se la devolvió a Tiffey con un leve suspiro.
–Sí –afirmó–. Es correcto. Muy correcto. Me habría gustado, Copperfield, cobrarle sólo nuestros gastos; pero ya sabe que el único sinsabor de mi carrera es que no soy libre de tomar una decisión así. Tengo un socio… el señor Jorkins.
Y pronunció estas palabras en tono melancólico, que era lo mejor que podía ofrecernos, ante la imposibilidad de un servicio gratuito; le di las gracias en nombre de Peggotty y pagué a Tiffey en billetes. Peggotty se retiró entonces a su alojamiento, y el señor Spenlow y yo nos dirigimos al Tribunal, donde teníamos que juzgar un caso de divorcio, basado en una pequeña ley muy ingeniosa (abolida en la actualidad, según creo, y en virtud de la cual he visto anular varios matrimonios) y cuyos méritos veremos a continuación. El marido, que se llamaba Thomas Benjamin, había sacado la licencia de matrimonio con el nombre de Thomas, suprimiendo el de Benjamin por si no era tan feliz como esperaba. Al ser tan feliz como esperaba, o haberse cansado un poco de su mujer, el pobre muchacho, se presentaba acompañado de un amigo, después de dos años de matrimonio, para declarar que su nombre era Thomas Benjamin y, por consiguiente, no estaba casado. Lo que el Tribunal confirmó, para su gran satisfacción.
Debo añadir que yo tuve mis dudas acerca de la estricta justicia de esa sentencia y ni siquiera el famoso precio del trigo, que suele explicar cualquier anomalía, logró disiparlas. Pero el señor Spenlow discutió el asunto conmigo.
–Mire el mundo –exclamó–, ¿acaso no existe el bien y el mal en él? Mire el derecho eclesiástico, ¿acaso no existe el bien y el mal en él? Todo forma parte del sistema. Sí, señor. ¡Así son las cosas!
Me faltó valor para decirle al padre de Dora que tal vez pudiéramos mejorar un poco el mundo si nos levantábamos temprano y poníamos todo nuestro empeño en ello; pero sí le confesé que creía que podíamos mejorar los Commons. El señor Spenlow me recomendó encarecidamente que olvidara esa idea, indigna de un caballero como yo; pero añadió que le alegraría saber qué modificaciones haría.
Tomando como ejemplo la zona de los Commons que teníamos más cerca (pues una vez divorciado nuestro hombre, habíamos salido de la sala del tribunal y nos hallábamos junto a la Oficina de Prerrogativas), le dije que, en mi opinión, la oficina de Prerrogativas era una institución organizada de un modo muy extraño.
–¿En qué sentido? –me preguntó.
Le respondí, con todo el respeto que debía a su experiencia (aunque me temo que mi deferencia era aún mayor por tratarse del padre de Dora), que me parecía bastante absurdo que los archivos de ese tribunal, que guardaban los testamentos originales de todas las personas que habían legado sus bienes en la extensa provincia de Canterbury durante tres siglos, estuvieran en un edificio que no había sido construido con ese propósito y que los registradores habían alquilado con afán de lucro; un lugar inseguro, sin protección contra los incendios, abarrotado de documentos importantes y convertido, desde el tejado hasta el sótano, en un negocio mercenario de los registradores, que cobraban importantes sumas al público y amontonaban los testamentos de cualquier modo y en cualquier lugar, con el único fin de desembarazarse de ellos por poco dinero. Le dije que tal vez era poco razonable que esos registradores, cuyos beneficios ascendían a ocho o nueve mil libras anuales (por no hablar de los beneficios de sus suplentes y de sus secretarios) no fueran obligados a invertir una pequeña parte de ese dinero en encontrar un lugar razonablemente seguro donde almacenar los importantes documentos que gentes de toda clase y condición tenían que entregarles, quisieran o no. Añadí que quizá era un poco injusto que todos los grandes cargos de aquella gran oficina fuesen magníficas sinecuras, mientras que los infortunados escribientes que trabajaban en la sala oscura y fría del piso superior eran los hombres peor pagados y peor considerados de Londres, a pesar de los importantes servicios que prestaban. Y que tal vez resultaba un poco indecoroso que el primer registrador, cuyo deber era ocuparse del público que continuamente acudía, gozara de toda clase de privilegios por ocupar ese puesto (que no le impedía ser clérigo, desempeñar más de un cargo eclesiástico, tener un sitial en la catedral, o lo que quisiera), mientras el público sufría toda clase de incomodidades, y algunas de ellas terriblemente injustas, como todos podíamos ver a primera hora de la tarde, cuando la oficina se llenaba. Y que quizá, para decirlo en pocas palabras, la organización de esa Oficina de Prerrogativas de la diócesis de Canterbury era tan nefasta, perniciosa y absurda que, de no haber estado medio escondida en un rincón del cementerio de Saint Paul que casi nadie conocía, habría tenido que cambiarse por completo mucho tiempo atrás.
El señor Spenlow sonreía a medida que aumentaba mi vehemencia, ciertamente moderada, y después discutió este asunto conmigo, de igual modo que había discutido el anterior.
–¿Y qué es todo eso sino una cuestión de sentimiento? –exclamó–. Si el público cree que sus testamentos están en un lugar seguro y da por sentado que la organización no puede mejorar, ¿quién sale perdiendo con ello? Nadie. ¿Y quién sale ganando? Todos los que se benefician de las sinecuras. Muy bien. No hay duda de que hay más ventajas que inconvenientes. Es posible que no sea un sistema perfecto… nada es perfecto, pero no quiero que cambie. El país ha conocido la gloria bajo la Oficina de Prerrogativas. Si se introdujeran cambios en esta institución, el país perdería su gloria.
El señor Spenlow tenía el convencimiento de que los caballeros debían dejar las cosas como estaban, era una cuestión de principios; y estaba seguro de que la Oficina de Prerrogativas duraría tanto tiempo como nosotros. Me mostré de acuerdo con él, aunque continué lleno de dudas. Pensé que tenía razón, sin embargo; pues no sólo había durado hasta el momento actual, sino que había sobrevivido al ataque de un extenso informe parlamentario elaborado (sin demasiado entusiasmo) dieciocho años antes, donde se describían todas mis objeciones en detalle y se aseguraba que sólo quedaba espacio disponible para almacenar testamentos durante dos años y medio más. No sé lo que habrán hecho con ellos desde entonces; si habrán perdido muchos o los habrán vendido, de vez en cuando, a las mantequerías. Pero me alegro de que el mío no se encuentre allí, y espero que nadie tenga que llevarlo en mucho tiempo.
Si he narrado todos esos detalles en este feliz capítulo es porque guardan estrecha relación con él. El señor Spenlow y yo seguimos conversando tranquilamente, y acabamos hablando de asuntos más generales. Y fue así como el señor Spenlow me comunicó que faltaba una semana para el cumpleaños de Dora, y que se alegraría mucho de que asistiera a la pequeña merienda campestre que celebrarían con ese motivo. Perdí la razón en ese mismo instante, y me convertí en un redomado estúpido al día siguiente, cuando recibí una pequeña tarjeta con un borde de encaje donde se leía: «Por indicación de papá. Para que le sirva de recordatorio»; lo cierto es que pasé el resto de la semana en un estado muy cercano a la imbecilidad.
Creo que cometí todos los disparates posibles mientras preparaba tan feliz acontecimiento. Todavía me sonrojo al recordar la corbata que compré. Mis botas podrían formar parte de cualquier colección de instrumentos de tortura. La noche anterior, envié por la diligencia de Norwood una bonita cesta que, a mi modo de ver, equivalía casi a una declaración de amor. Estaba llena de dulces, y en sus pequeños envoltorios podían leerse las frases más tiernas que pude conseguir con dinero. A las seis de la mañana estaba en el mercado de Covent Garden, comprando un ramo de flores para Dora; y a las diez, a lomos de un hermoso caballo gris (que había alquilado para la ocasión), trotando en dirección a Norwood, con el ramo dentro del sombrero para que se conservara bien fresco.
Supongo que cuando advertí la presencia de Dora en el jardín, y fingí no verla, y cuando pasé a caballo por delante de la casa, simulando buscarla con mucho interés, cometí dos pequeñas tonterías que posiblemente habría cometido también cualquier otro joven en mis circunstancias… pues hice ambas cosas de forma instintiva. Pero cuando encontré la casa y desmonté delante de la entrada, y arrastré por el césped aquellas botas crueles para saludar a Dora, sentada en un banco bajo un lilo, ¡qué hermosa estaba en aquella radiante mañana, rodeada de mariposas, con su sombrerito blanco y su vestido azul celeste!
Había una joven en su compañía, mucho mayor que ella, pues debía de tener casi veinte años. Su nombre era señorita Mills, y Dora la llamaba Julia. Era la amiga íntima de Dora. ¡Feliz señorita Mills!
Jip estaba allí, y Jip empezó a ladrar de nuevo en cuanto me vio. Cuando le ofrecí mi ramo a Dora, rechinó los dientes, lleno de celos. Y no se equivocaba. Si tenía alguna sospecha de la adoración que yo sentía por su dueña, ¡no se equivocaba!
–¡Muchas gracias, señor Copperfield! ¡Qué flores tan bonitas! –exclamó Dora.
Yo había tenido intención de decirle (y había elegido cuidadosamente las palabras durante las tres últimas millas de mi recorrido) que no me habían parecido tan bellas hasta que no las había visto a su lado. Pero no logré hacerlo. Su presencia me trastornó. Ver cómo acercaba las flores al pequeño hoyuelo de su barbilla fue suficiente para hacerme perder la presencia de ánimo y el habla, y caí en una especie de éxtasis. Todavía me sorprende no haber exclamado: «Si tiene usted corazón, máteme, señorita Mills. ¡Déjeme morir aquí!».
Luego Dora ofreció mi ramo a Jip para que lo oliera, pero éste gruñó y se negó a hacerlo. Dora rompió a reír y se lo acercó un poco más para obligarlo. Entonces Jip mordió un trozo de geranio y lo destrozó con sus dientes. Dora le pegó, haciendo un mohín, y dijo: «¡Mis pobres y hermosas flores!» con la misma compasión, pensé, que si Jip me hubiera mordido a mí. ¡Ojalá lo hubiera hecho!
–Le alegrará saber, señor Copperfield –manifestó Dora–, que la fastidiosa señorita Murdstone no se encuentra aquí. Ha ido a la boda de su hermano, y estará ausente al menos tres semanas. ¿No es maravilloso?
Le respondí que estaba seguro de que era magnífico para ella, y que todo lo que le agradaba a ella me agradaba a mí. La señorita Mills nos contemplaba sonriendo con aire de benevolencia y de sabiduría.
–Es la mujer más desagradable que he conocido jamás –señaló Dora–. No puedes imaginar lo odiosa y antipática que es, Julia.
–¡Claro que puedo, querida! –contestó su amiga.
–Sí, quizá seas capaz de hacerlo –repuso Dora, apoyando su mano en la de Julia–. Perdona que no haya hecho una excepción contigo desde el primer momento, querida.
Comprendí, de ese modo, que la señorita Mills había sufrido más de un contratiempo en el curso de su accidentada vida, lo que tal vez explicara el aire de indulgente sabiduría que yo había percibido antes. Descubrí que era así a lo largo del día: la señorita Mills había tenido un amor desgraciado y, tras aquella amarga experiencia, se había retirado del mundo, aunque seguía contemplando con sereno interés las esperanzas y los amores contrariados de la juventud.
El señor Spenlow salió de la casa y Dora fue a su encuentro.
–¡Mira qué flores tan bonitas, papá! –exclamó.
Y la señorita Mills sonrió pensativa, como diciendo: «Efímeras, gozad de vuestra breve existencia en la mañana luminosa de la vida». Y todos caminamos por el césped hacia el carruaje, casi listo para partir.
Jamás volveré a dar un paseo como aquél. Jamás he dado ninguno que se le pareciera. En el faetón sólo iban ellos tres, su cesto, mi cesto y el estuche de la guitarra; yo les seguía a caballo, y Dora, de espaldas a los nobles brutos, tenía el rostro vuelto hacia mí. Llevaba el ramo a su lado, encima del asiento, y no permitía que Jip se sentase allí por temor a que aplastara las flores. Las cogía con frecuencia y aspiraba su fragancia. En esos momentos, nuestras miradas a menudo se cruzaban; es verdaderamente asombroso que no saltara al carruaje por encima de mi hermoso caballo gris.
Creo recordar que había polvo… sí, mucho polvo. Tengo la vaga impresión de que el señor Spenlow me invitó a alejarme del faetón; no sé por qué. Lo único que veía era una nube de amor y de belleza alrededor de Dora; nada más. Su padre se puso en pie varias veces para preguntarme qué opinaba del paisaje. Yo le respondí que era precioso, y estoy seguro de que era cierto; pero sólo veía a Dora. Los rayos del sol eran Dora, y los pájaros cantaban su nombre. El viento del sur era Dora, y las flores silvestres de los setos eran Dora, hasta el último capullo. Me consuela pensar que la señorita Mills me comprendía. Era la única capaz de leer mis pensamientos.
No sé cuánto tiempo tardamos en llegar, y todavía hoy ignoro dónde fuimos. Tal vez cerca de Guildford; aunque es posible que algún mago de nos dejara pasar la jornada en aquel lugar, y después lo hiciera desaparecer para siempre. Era un rincón de gran verdor, en lo alto de una colina, tapizado de suave hierba. Había árboles frondosos, brezo y, hasta donde alcanzaba la vista, un paisaje muy hermoso.
Fue muy doloroso para mí ver que nos esperaban más invitados; y mis celos, incluso de las damas, no tuvieron límite. En cuanto a los miembros de mi sexo, se convirtieron en mis peores enemigos, especialmente un embustero, tres o cuatro años mayor que yo, cuyas patillas pelirrojas le habían vuelto insoportablemente engreído.
Todos abrimos los cestos y empezamos a preparar el almuerzo. Patillas Pelirrojas afirmó que él sabía hacer la ensalada (lo que me pareció una falsedad) y se convirtió en el centro de atención. Algunas de las damas más jóvenes lavaron las lechugas para él, y las cortaron siguiendo sus instrucciones. Dora estaba entre ellas. Tuve la sensación de que el destino me había enfrentado a aquel hombre, y supe que uno de los dos tenía que caer.
Patillas Pelirrojas terminó su ensalada (no entiendo cómo pudieron comerla los demás. Nada podría haberme inducido a probarla) y decidió encargarse de la bodega, que instaló en el tronco hueco de un árbol, pues era una alimaña ingeniosa. No tardé en verle de nuevo, con una langosta casi entera en su plato, comiendo a los pies de Dora.
Sólo conservo un recuerdo muy vago de lo que sucedió durante los instantes que siguieron a aquel funesto descubrimiento. Yo estaba muy alegre, lo sé; pero se trataba de una falsa alegría. Me acerqué a una jovencita vestida de rosa, de ojos pequeños, y coqueteé desesperadamente con ella. Recibió mis atenciones con agrado; pero no sabría decir si fue por mí, o porque tenía la mirada puesta en Patillas Pelirrojas. Brindamos por Dora. Fingí interrumpir mi conversación sólo para beber a su salud, y la reanudé inmediatamente después. Mis ojos se tropezaron con los de Dora al saludarla con una inclinación, y pareció dirigirme una mirada suplicante. Pero me llegó por encima de la cabeza de Patillas Pelirrojas, y me quedé impasible.
La jovencita vestida de rosa tenía una madre vestida de verde; y creo que esta última nos separó por razones de alta política. No obstante, todo el grupo se deshizo cuando empezaron a retirar los restos de la comida; y yo me dirigí solo hacia los árboles, lleno de rabia y de remordimientos. Estaba dudando si fingir que no me encontraba bien y marcharme… no sé dónde… a lomos de mi hermoso caballo gris, cuando me encontré con Dora y con la señorita Mills.
–Señor Copperfield –exclamó la señorita Mills–, parece usted triste.
Le dije que me disculpara, pero que no era cierto en absoluto.
–Y también, Dora –prosiguió.
–¡Oh, no! Nada eso.
–Señor Copperfield y Dora –continuó ella, con un aire casi venerable–. Ya es suficiente. No permitan que un insignificante malentendido marchite las flores de la primavera, que, una vez que nacen y se agostan, no vuelven a salir. Hablo así –añadió la señorita Mills– por experiencia… la experiencia de un pasado lejano e irrevocable. Un simple capricho no puede detener los manantiales que brotan alegres a la luz del sol; no se puede destruir inútilmente un oasis en medio del Sáhara.
Apenas era consciente de mis actos, parecía arder de la cabeza a los pies; pero cogí la mano diminuta de Dora y la besé… ¡y ella me dejó! Besé la mano de la señorita Mills; y tuve la sensación de que los tres subíamos directamente al séptimo cielo.
Y no volvimos a bajar de nuevo. Nos quedamos allí toda la tarde. Al principio vagamos entre los árboles, con el brazo de Dora tímidamente apoyado en el mío. Y bien sabe Dios que, aunque no era más que una locura, habría sido un feliz destino para los dos convertirnos en criaturas inmortales con aquellos exaltados sentimientos, y haber seguido deambulando para siempre entre los árboles.
Sin embargo, mucho antes de lo que hubiéramos deseado, oímos las risas y las voces de los demás, buscando a Dora. Volvimos con ellos y le pidieron a Dora que cantase. Patillas Pelirrojas quiso ir a buscar el estuche de la guitarra al carruaje, pero Dora le dijo que sólo yo sabía dónde estaba. Patillas Pelirrojas quedó así, en un instante, derrotado; y yo traje el estuche, lo abrí, saqué la guitarra, me senté a su lado y guardé su pañuelo y sus guantes. Bebí una a una las notas que salían de su adorable garganta, y ella cantó para , que la amaba; el resto de los invitados podían aplaudir cuanto quisieran, ¡aquello no tenía nada que ver con ellos!
Estaba ebrio de felicidad. Me parecía demasiado hermoso para ser real; temía despertar de un momento a otro en Buckingham Street, oyendo el ruido que hacía la señora Crupp con las tazas mientras preparaba el desayuno. Pero Dora cantaba, otros cantaban, la señorita Mills cantaba… sobre los ecos dormidos en las cavernas del recuerdo, como si tuviera cien años; y empezó a oscurecer, e hicimos el té en una pequeña fogata como los gitanos; y yo seguía siendo muy dichoso.
Mi felicidad fue mayor que nunca cuando los invitados se despidieron, y el derrotado Patillas Pelirrojas y todos los demás se marcharon, cada uno por su lado, y nosotros emprendimos nuestro regreso en medio de la paz del crepúsculo y del dulce perfume de las flores. El señor Spenlow iba un poco amodorrado por el champaña (¡Bendita la tierra donde creció la uva! ¡Bendita la uva de la que salió el vino! ¡Bendito el sol que la hizo madurar! ¡Bendito el comerciante que la adulteró!) y, como se quedó profundamente dormido en una esquina del carruaje, cabalgué al lado del faetón hablando con Dora. Ella admiraba mi caballo y lo acariciaba, ¡qué pequeña resultaba su adorable mano sobre el lomo de un corcel! Y se le caía el chal, y yo se lo colocaba alrededor de los hombros; incluso llegué a pensar que Jip empezaba a darse cuenta de la situación y a comprender que no tenía más remedio que hacerse amigo mío.
En cuanto a la sagaz señorita Mills, esa amable –aunque desengañada— reclusa, esa pequeña patriarca de algo menos de veinte años, que no quería saber nada del mundo, ni estaba dispuesta a dejar que se despertaran los ecos dormidos en las cavernas del recuerdo, ¡qué bondadosa fue!
–Señor Copperfield –dijo la señorita Mills–, ¿puede venir un momento a este lado? Si tiene un momento… Me gustaría hablar con usted.
Y heme aquí, a lomos de mi hermoso caballo gris, inclinándome hacia la señorita Mills con la mano en la portezuela.
–Dora va a pasar unos días en mi casa. Nos iremos juntas pasado mañana. Si desea hacernos una visita, estoy convencida de que papá se alegrará de recibirlo.
¿Qué podía hacer sino implorar silenciosamente toda clase de bendiciones sobre la cabeza de la señorita Mills y guardar su dirección en el rincón más seguro de mi memoria? ¿Qué podía hacer sino decirle a la señorita Mills con expresión agradecida y palabras de entusiasmo cuánto apreciaba sus buenos oficios y cuán valiosa era para mí su amistad?
Entonces la señorita Mills, magnánima, me pidió que volviese con Dora y yo la obedecí. Mi amada sacó la cabeza fuera del carruaje para hablar conmigo, y charlamos durante todo el trayecto; y acerqué mi hermoso caballo gris tanto a la rueda que se raspó la pata delantera y «se le levantó la piel», según su dueño, «por valor de tres libras y siete chelines», que me apresuré a pagar, convencido de que tanta felicidad me había salido muy barata. Mientras tanto, la señorita Mills contemplaba la luna, recitando versos y recordando, supongo, aquellos lejanos días en que la tierra y ella tenían algo en común.
Norwood estaba demasiado cerca, y llegamos mucho antes de lo que yo hubiera deseado; pero el señor Spenlow se despertó cuando estábamos muy cerca y me invitó a entrar y descansar un poco. Acepté, y nos sirvieron unos emparedados y agua con vino. En aquella sala iluminada, Dora estaba tan encantadora, con las mejillas encendidas, que, incapaz de moverme de allí, me quedé contemplándola como en un sueño hasta que los ronquidos del señor Spenlow me ayudaron a comprender que tenía que marcharme. Así, pues, nos despedimos. Y yo cabalgué hasta Londres sintiendo aún la mano de Dora sobre la mía y rememorando una y mil veces cada incidente y cada palabra; y finalmente me acosté, tan hechizado como el más necio de los jóvenes a quien el amor haya hecho perder la cabeza.
Cuando me desperté al día siguiente, estaba decidido a declarar mi pasión a Dora y conocer mi destino. Se trataba de mi felicidad o de mi desdicha. Era el único dilema que existía en el mundo, y Dora era la única que podía solventarlo. Pasé tres días regodeándome en mi sufrimiento, mientras me torturaba buscando toda clase de interpretaciones pesimistas a cuanto había ocurrido entre ella y yo. Por fin, engalanado para la ocasión sin escatimar gastos, me dirigí a casa de la señorita Mills con mi declaración.
Poco importa ahora cuántas veces fui de un lado a otro de la calle y cuántas veces di la vuelta a la plaza (dolorosamente consciente de que yo era una respuesta mucho más acertada al viejo acertijo que «la luna») antes de decidirme a subir los escalones y llamar. E incluso después de hacerlo, mientras esperaba que me abrieran, se me pasó por la cabeza la idea de preguntar si vivía allí el señor Blackboy (imitando al pobre Barkis), pedir disculpas y marcharme. Pero no me moví.
El señor Mills no estaba en casa, aunque tampoco esperaba encontrarlo allí. Nadie lo necesitaba para nada. La señorita Mills sí estaba en casa. Me contentaría con ver a la señorita Mills.
Fui conducido a una sala en el piso superior, donde se hallaban la señorita Mills y Dora. Jip se encontraba con ellas. La señorita Mills estaba copiando una partitura (recuerdo que era una nueva canción llamada ) y Dora estaba pintando unas flores. ¡Cuál no sería mi emoción cuando reconocí mis propias flores! ¡El ramo que le había comprado en el mercado de Covent Garden! No puedo asegurar que fueran iguales, o que se parecieran demasiado a ninguna de las flores que yo había tenido ocasión de contemplar, pero me di cuenta por el papel que las envolvía, que había sido minuciosamente copiado.
La señorita Mills se alegró mucho de verme y lamentó que su padre no estuviera en casa; pensé que todos lo llevábamos con resignación. La señorita Mills nos dio conversación durante unos minutos y después, dejando la pluma sobre el , se puso en pie y salió de la estancia.
Empecé a pensar que dejaría mi declaración para el día siguiente.
–Espero que su pobre caballo no estuviera cansado cuando llegó a casa la otra noche –dijo Dora, levantando sus hermosos ojos–. Fue un largo recorrido para él.
Empecé a pensar que me declararía hoy.
–Fue un largo recorrido para –contesté–, porque no tenía nada que lo sustentara en su viaje.
–Pobrecillo, ¿acaso no le dieron nada de comer? –preguntó Dora.
Empecé a pensar que dejaría mi declaración para el día siguiente.
–Sí… sí –repuse–, lo cuidaron muy bien. Lo que quiero decir es que él no experimentaba la felicidad indescriptible que yo sentía por estar junto a usted.
Dora inclinó la cabeza sobre su dibujo y, tras unos instantes de silencio –durante los cuales me quedé sentado con las piernas rígidas, ardiendo de fiebre–, exclamó:
–Hubo un momento del día en el que usted tampoco parecía apreciar esa felicidad.
Comprendí que era demasiado tarde para retroceder, y que había llegado el momento de declararme.
–Usted no parecía apreciar en absoluto esa felicidad –prosiguió Dora, enarcando las cejas y moviendo la cabeza–, cuando estaba sentado con la señorita Kitt.
Debo aclarar que Kitt era el nombre de la jovencita vestida de rosa, con los ojos pequeños.
–Aunque no veo por qué iba a importarle estar a mi lado –continuó Dora–, o por qué iba a llamar a eso felicidad. Pero, naturalmente, no habla en serio. Estoy segura de que nadie pone en duda que es usted muy libre de hacer lo que desee. ¡Jip, tunante, ven aquí!
No sé cómo lo hice. Todo ocurrió en un instante. Cerré el paso a Jip. Cogí a Dora en mis brazos. Estaba lleno de elocuencia. De mi boca fluían las palabras. Le dije cuánto la amaba. Le dije que moriría sin ella. Le dije que la idolatraba y la adoraba. Y durante todo ese tiempo, Jip ladraba como un loco.
Cuando Dora, toda temblorosa, inclinó su cabeza y rompió a llorar, mi elocuencia aumentó. Si ella quería que muriese por ella, no tenía más que comunicármelo, yo estaba dispuesto. La vida sin su amor carecía de sentido. No podría soportarla, ni estaba dispuesto a hacerlo. La había amado cada minuto, cada día, cada noche, desde que la conocía. La amaba en ese instante con locura. La amaría siempre, cada minuto de mi vida, con locura. Otros hombres habían amado antes que yo, y otros lo harían después, pero ninguno había amado nunca, ni podría, ni sabría, ni querría, ni debería amar jamás como yo la amaba a ella. Cuanto más desvariaba yo, más ladraba Jip. Los dos, cada uno a nuestra manera, parecíamos enloquecer por momentos.
Pues bien, al poco rato Dora y yo estábamos sentados en el sofá, bastante serenos, y Jip en el regazo de su dueña, mirándome pacíficamente entre pestañeos. Le había abierto mi corazón. Mi arrobamiento no podía ser mayor. Dora y yo estábamos prometidos.
Supongo que teníamos una vaga idea de que aquello terminaría en matrimonio. Pienso que sí, pues Dora señaló que nunca podríamos casarnos sin el consentimiento de su padre. Sin embargo, en nuestro éxtasis juvenil, no creo que miráramos hacia delante o hacia atrás; ni que tuviéramos ninguna aspiración más allá del oscuro presente. Acordamos no decir nada de nuestro noviazgo al señor Spenlow; pero estoy seguro de que jamás se me pasó por la imaginación que hubiera algo deshonroso en ello.
Dora fue a buscar a la señorita Mills, que apareció más pensativa que nunca; sospecho que lo que acababa de ocurrir despertaba fácilmente los ecos dormidos en las cavernas de la memoria. Pero ella nos dio su bendición, prometiéndonos eterna amistad, y nos habló, en general, como lo hubiera hecho una voz procedente del claustro.
¡Qué días tan inocentes! ¡Qué días tan insustanciales, locos y felices!
Cuando medí el dedo de Dora para encargarle un anillo de nomeolvides, y el joyero a quien llevé las medidas, adivinando mi intención, tomó nota del pedido riendo y puso el precio que quiso al hermoso juguete de piedras azules… tan ligado en mi memoria a la mano de Dora que, cuando ayer descubrí por azar uno igual en el dedo de mi hija, sentí por un instante algo muy parecido al sufrimiento.
Cuando paseaba por las calles, orgulloso de mi secreto y satisfecho de mí mismo, convencido hasta tal punto de que era un honor amar a Dora y ser amado por ella que, aunque hubiera caminado por las nubes, no habría podido sentirme más por encima de los demás hombres ¡que parecían arrastrarse por el suelo!
Cuando nos citábamos en el jardín de la plaza, y nos sentábamos en el sombrío cenador, tan felices que todavía hoy, sólo por ese motivo, amo los gorriones de Londres y veo el color de los trópicos en sus plumas cenicientas.
Cuando tuvimos nuestra primera gran discusión (una semana después de iniciar nuestro noviazgo) y Dora me devolvió el anillo en el interior de un pequeño pliego de papel, donde había escrito unas palabras terribles y desesperadas: «¡Nuestro amor empezó como una alegre locura y termina como un furioso arrebato!», yo me mesaba los cabellos y creía que todo había terminado.
Cuando, al amparo de la oscuridad, corrí a ver a la señorita Mills –con la que hablé a escondidas en la antecocina, donde había una calandria para planchar la ropa blanca–, a fin de suplicarle que mediara entre nosotros y nos salvara de la locura; y la señorita Mills aceptó ayudarnos y regresó con Dora, exhortándonos, desde el púlpito de su amarga juventud, a que hiciéramos algunas concesiones y ¡evitásemos el desierto del Sáhara!
Cuando los dos, llorando, nos reconciliamos y volvimos a sentirnos tan dichosos que la antecocina, con calandria y todo, se convirtió en el Templo del Amor, donde organizamos un plan de correspondencia en el que la señorita Mills sería nuestra intermediaria, y cada uno escribiría ¡al menos una carta al día!
¡Que días tan inocentes! ¡Qué días tan insustanciales, locos y felices! De todos los momentos de mi vida que el Tiempo tiene ya en sus garras, no existe ninguno que me empuje a sonreír tanto ni que me inspire tanta ternura.