David Copperfield

LII Soy testigo de una erupción

LII

Veinticuatro horas antes de la cita misteriosa del señor Micawber, mi tía y yo deliberamos sobre el mejor modo de actuar; pues ella se mostraba reacia a separarse de Dora. ¡Ay, con qué facilidad la subía y la bajaba ahora por las escaleras!

A pesar de que el señor Micawber había estipulado que mi tía estuviera presente, consideramos preferible que ella se quedara en casa y que el señor Dick y yo la representáramos. En pocas palabras, habíamos tomado esa decisión cuando Dora desbarató nuestros planes declarando que jamás se perdonaría a sí misma, y jamás perdonaría a su malvado muchacho, si mi tía se quedaba con ella, con el pretexto que fuese.

–No pienso dirigirle la palabra –dijo Dora a mi tía, sacudiendo sus rizos–. ¡Seré muy desagradable! Haré que Jip le ladre durante todo el día. Si no va con ellos, sabré con seguridad que es una «vieja gruñona».

–¡Calla, Pequeña Flor! –se rió mi tía–. ¡Ya sabes que no puedes vivir sin mí!

–Claro que puedo –repuso Dora–. No la necesito para nada. No se pasa el día subiendo y bajando las escaleras por mí. Nunca se sienta y me cuenta historias de Doady, cuando llegó cubierto de polvo y con los zapatos destrozados, ¡pobrecito mío! Nunca hace nada para agradarme, ¿verdad, querida?

Dora se apresuró a besar a mi tía y, temiendo que se tomara en serio sus palabras, exclamó:

–¡Sí, sí que lo hace! ¡Estaba bromeando! Pero, tía –prosiguió, con aire mimoso–, escúcheme bien; tiene que ir. No la dejaré tranquila hasta que me haga caso. Haré la vida de mi malvado muchacho insoportable si no la obliga a ir. Seré tan antipática… y ¡Jip también! Se arrepentirá durante mucho tiempo de no haberlo acompañado. Además –añadió Dora, echándose el cabello hacia atrás y mirándonos sorprendida a mi tía y a mí–, ¿por qué no habrían de ir? No estoy gravemente enferma, ¿verdad?

–¡Vaya una pregunta! –protestó mi tía.

–¡Menuda idea! –dije yo.

–¡Sí, ya sé que soy un poco boba! –exclamó Dora, mirándonos lentamente, primero a uno y después a otro, y ofreciéndonos sus lindos labios para darnos un beso, al tiempo que se recostaba en el sofá–. De modo que irán los dos, o no les creeré y me echaré a llorar.

Vi en la expresión de mi tía que empezaba a ceder; y Dora también se dio cuenta, pues su rostro se iluminó.

–Tendrán tantas cosas que contarme a la vuelta que necesitaré al menos una semana para comprenderlas –dijo Dora–. Porque sé que me costará mucho tiempo comprenderlas si hay negocios de por medio. ¡Y seguro que hay negocios de por medio! Además, si hay que hacer alguna suma, tardaré mucho en hallar el resultado; y mi malvado muchacho se sentirá muy desgraciado mientras tanto. Así que irán los dos, ¿no es cierto? Sólo estarán fuera una noche y Jip me cuidará durante su ausencia. Doady me llevará arriba antes de marcharse, y no volveré a bajar hasta que regresen; y llevarán a Agnes una carta llena de reproches, ya que ¡jamás ha venido a visitarnos!

Decidimos, sin más discusión, que iríamos los dos, y que Dora era una pequeña farsante, que fingía sentirse un poco enferma para que la mimaran. Ella se mostró feliz y complacida; y nosotros cuatro, es decir, mi tía, el señor Dick, Traddles y yo nos dirigimos aquella noche a Canterbury en la diligencia de Dover.

En el hotel donde el señor Micawber nos había pedido que le esperásemos y en el que conseguimos entrar, no sin dificultad, en mitad de la noche, encontré una carta en la que nos anunciaba su puntual llegada al día siguiente, a las nueve y media de la mañana. Después de leerla, nos fuimos temblando de frío –a esas horas tan intempestivas– a nuestras respectivas camas, atravesando varios pasillos mal ventilados, que, por su olor, parecían llevar siglos sumergidos en una mezcla de sopa y de caballerizas.

Salí por la mañana temprano a recorrer de nuevo mis viejas, queridas y tranquilas calles, a la sombra de sus venerables pórticos e iglesias. Los grajos volaban alrededor de las torres de la catedral; y éstas, dominando siempre la misma extensión de fértiles campos y alegres riachuelos, cortaban el aire luminoso de la mañana como si en este mundo nada pudiese cambiar. Pero las campanas empezaron a sonar, y me recordaron con tristeza que nada perduraba; me recordaron, asimismo, su antigüedad, y la juventud de mi hermosa Dora; y a todos aquellos que, sin haber conocido la vejez, habían vivido, amado y muerto, mientras el son de las campanas retumbaba en la armadura enmohecida del Príncipe Negro, suspendida en el interior de la catedral; y, motas de polvo en el abismo del Tiempo, sus vibraciones se perdían en el aire como los círculos en el agua.

Contemplé la vieja casa desde la esquina de la calle, pero no me acerqué a ella por temor a que me vieran y, sin pretenderlo, estropear el plan en el que había ido a colaborar. El sol de la mañana caía de costado sobre sus gabletes y sus celosías, tiñéndolos de color dorado; y algunos rayos de su vieja paz parecieron alcanzar mi corazón.

Paseé por las afueras alrededor de una hora, y luego regresé a la calle principal que, en el intervalo, había ahuyentado el sueño nocturno. Entre las gentes que se afanaban en los comercios, reconocí a mi viejo enemigo, el carnicero, que había progresado en la vida, pues tenía botas altas, un bebé y negocio propio. Estaba cuidando de su pequeño y daba la impresión de ser un excelente miembro de la sociedad.

Todos nos sentamos a desayunar muy nerviosos e impacientes. Nuestro desasosiego fue aumentando a medida que se acercaban las nueve y media. Al final, dejamos de fingir interés por la comida, que desde el principio sólo había sido para nosotros, a excepción del señor Dick, pura formalidad. Mi tía empezó a pasear de un lado a otro de la habitación, Traddles se sentó en el sofá para leer el periódico con la vista en el techo, y yo me puse a mirar por la ventana para avisar a todos de la llegada del señor Micawber. No tuve que esperar mucho tiempo, pues, a la primera campanada de la media hora, apareció en la calle.

–Ahí viene –señalé–, ¡y no lleva su traje de hombre de leyes!

Mi tía se ató las cintas del sombrero (había bajado a desayunar con él puesto) y se envolvió en su chal, como si estuviera dispuesta a todo. Traddles se abotonó el abrigo con aire resuelto. El señor Dick, inquieto por tan extraordinarios preparativos, pero juzgando necesario imitarlos, se caló el sombrero hasta las orejas con ambas manos; aunque al instante se lo volvió a quitar para dar la bienvenida al señor Micawber.

–Caballeros, señora –exclamó éste al entrar–, ¡muy buenos días! Mi querido señor –dijo al señor Dick, que le estrechaba con frenesí la mano–, es usted sumamente bondadoso.

–¿Ha desayunado ya? –quiso saber el señor Dick–. ¡Coma una chuleta!

–No podría por nada del mundo, mi buen amigo –respondió el señor Micawber, impidiendo que tocara la campanilla–; el apetito y yo, señor Dixon, hace mucho tiempo que estamos reñidos.

El señor Dixon se mostró encantado con su nuevo nombre y, sintiéndose en deuda con el señor Micawber por habérselo puesto, volvió a estrechar su mano y rompió a reír de un modo bastante infantil.

–Dick –exclamó mi tía–, ¡cuidado!

El señor Dick logró dominarse, al tiempo que se sonrojaba.

–Y ahora, caballero –dijo mi tía al señor Micawber, poniéndose los guantes–, estamos preparados para el Vesubio, o lo que sea; cuando quiera…

–Señora –contestó él–, creo que muy pronto serán testigos de una erupción. Señor Traddles, supongo que cuento con su autorización para mencionar aquí que usted y yo hemos estado en contacto, ¿no es así?

–Es totalmente cierto, Copperfield –señaló Traddles, al ver mi expresión de sorpresa–. El señor Micawber me ha consultado sobre sus intenciones, y le he aconsejado lo mejor que he podido.

–Si no me equivoco, señor Traddles –prosiguió el señor Micawber–, lo que voy a hacer es una revelación muy importante.

–Importantísima –puntualizó Traddles.

–Tal vez en esas circunstancias, señora, caballeros –dijo el señor Micawber–, hagan ustedes el favor de someterse, por el momento, a las directrices de alguien que, aunque indigno de ser considerado otra cosa que un desecho arrojado a las orillas del género humano, continúa siendo su semejante; aunque no quede nada de su forma original, debido a sus errores individuales y a la fuerza acumulativa de una combinación de circunstancias.

–Confiamos plenamente en usted, señor Micawber –exclamé–, y haremos lo que desee.

–Señor Copperfield –repuso él–, su confianza, en la presente coyuntura, no está mal depositada. Les ruego que me den cinco minutos de ventaja; y después se presenten en las oficinas de Wickfield y Heep, de quienes soy estipendiario, y pregunten por la señorita Wickfield.

Mi tía y yo miramos a Traddles, que hizo un gesto de asentimiento.

–No tengo nada más que añadir por el momento –señaló el señor Micawber.

Dicho lo cual, ante mi infinita sorpresa, se despidió de todos con una reverencia y desapareció; su actitud no podía ser más distante y la palidez de su rostro era extrema.

Traddles se limitó a sonreír y a mover la cabeza (con los cabellos de punta) cuando le miré buscando una explicación; así que saqué mi reloj y, como último recurso, me puse a contar los cinco minutos. Mi tía, reloj en mano, siguió mi ejemplo. Cuando transcurrió el plazo fijado, Traddles le dio su brazo y nos dirigimos juntos a la vieja casa, sin decir una sola palabra por el camino.

Encontramos al señor Micawber delante de su mesa de trabajo, en el despacho circular de la planta baja, escribiendo, o fingiendo que escribía, con ahínco. Llevaba metida en el chaleco la enorme regla de la oficina, que sobresalía de su pecho más de un pie, como un nuevo tipo de chorrera.

Como me pareció que todos esperaban que yo empezara a hablar, exclamé en voz alta:

–¿Cómo está, señor Micawber?

–Señor Copperfield –respondió él gravemente–, espero que se encuentre bien.

–¿Está la señorita Wickfield en casa? –pregunté.

–El señor Wickfield se ha visto obligado a guardar cama, señor, por culpa de unas fiebres reumáticas –contestó–; pero estoy seguro de que la señorita Wickfield se alegrará de ver a sus viejos amigos. ¿Quieren seguirme, señor?

Nos condujo hasta el comedor –la primera estancia en la que yo había entrado al llegar a aquella casa– y, abriendo de par en par la puerta del antiguo despacho del señor Wickfield, anunció con voz sonora:

–¡Señorita Trotwood, señor David Copperfield, señor Thomas Traddles y señor Dixon!

Yo no había vuelto a ver a Uriah desde la noche de la bofetada. Evidentemente, nuestra visita le sorprendió; imagino que tanto como nos sorprendía a nosotros. No frunció las cejas, pues parecía carecer de ellas; pero arrugó el entrecejo hasta que sus diminutos ojos casi desaparecieron, mientras la cartilaginosa mano que llevó apresuradamente a su barbilla delataba cierta inquietud o asombro. Pero esto sólo fue así mientras entrábamos en la habitación y yo le miré por encima del hombro de mi tía. Un instante después se mostraba tan humilde y obsequioso como siempre.

–¡Qué inesperado placer! –exclamó–. ¡Recibir la visita de todos mis amigos de Saint-Paul al mismo tiempo! Señor Copperfield, espero que se encuentre usted bien y (si me permite expresar un humilde deseo) que su cariño por los que siempre serán sus amigos, lo quiera usted o no, continúe siendo el mismo. Espero que la señora Copperfield haya mejorado. Las malas noticias que hemos recibido últimamente sobre su estado de salud nos han tenido muy preocupados, se lo aseguro.

Me sentí avergonzado de permitirle que me cogiera la mano, pero ¿cómo iba a impedírselo?

–Las cosas han cambiado en este despacho, señorita Trotwood, desde los tiempos en que yo era un humilde empleado y sujetaba su poni, ¿no es cierto? –dijo Uriah, con una sonrisa sumamente forzada–. Pero no he cambiado, señorita Trotwood.

–En efecto, señor –respondió mi tía–, a decir verdad, creo que ha sabido ser fiel a lo que prometía de joven; tal vez le resulte grato oírlo.

–¡Gracias por su buena opinión, señorita Trotwood! –exclamó Uriah, con una de sus desgarbadas contorsiones–. Micawber, diga que avisen a la señorita Agnes… y a mi madre. ¡Mi madre se alegrará tanto de verlos! –añadió, colocando las sillas.

–¿No estaba usted ocupado, señor Heep? –preguntó Traddles, cuya mirada se había tropezado casualmente con aquellos ojos astutos y rojizos que, al mismo tiempo, nos escudriñaban y nos eludían.

–No, señor Traddles –repuso Uriah, volviendo a ocupar su sillón y apretando sus huesudas manos, con las palmas unidas, entre sus huesudas rodillas–. No tanto como quisiera. Pero ya sabe que no es fácil contentar a abogados, tiburones y sanguijuelas. Y no es que a mí y a Micawber nos falte trabajo por lo general, ya que apenas podemos contar con la ayuda del señor Wickfield. Pero le aseguro que es un placer, además de una obligación, trabajar para . Usted no conoce mucho al señor Wickfield, ¿no es así, señor Traddles? Creo que yo sólo he tenido el honor de coincidir con usted en una ocasión.

–No, no conozco mucho al señor Wickfield –replicó Traddles–; de lo contrario, tal vez hubiera venido a presentarle mis respetos hace mucho tiempo, señor Heep.

Había algo en el tono de esa contestación que empujó a Uriah a mirar de nuevo a su interlocutor con una expresión siniestra y desconfiada. Ésta desapareció, sin embargo, cuando vio el rostro bonachón, los modales sencillos y el pelo de punta de Traddles; y entonces exclamó con un movimiento convulso de todo su cuerpo, pero especialmente de su garganta:

–Lo lamento mucho, señor Traddles. Le habría admirado tanto como nosotros. Sus pequeños defectos sólo habrían servido para que se encariñara más con él. No obstante, si desea oír hablar con elocuencia de mi socio, será mejor que pregunte a Copperfield. Por si no lo sabe, la familia Wickfield es un tema que domina.

No pude rechazar su cumplido (suponiendo que lo hubiera hecho), pues Agnes entró en aquel momento acompañada del señor Micawber. No parecía tan segura de sí misma como de costumbre; era ostensible que había pasado inquietudes y fatigas. Pero su sincera cordialidad y su serena belleza brillaban con más dulzura.

Vi cómo la observaba Uriah mientras ella nos saludaba; y me recordó a un genio feo y maligno acechando a un espíritu bueno. Entretanto, el señor Micawber y Traddles intercambiaron una discreta seña; y, sin que nadie lo advirtiera excepto yo, Traddles salió de la estancia.

–Puede retirarse, Micawber –dijo Uriah.

El señor Micawber, con la mano en la regla que llevaba en el pecho, continuó erguido delante de la puerta, contemplando inequívocamente a uno de sus semejantes; y ese hombre era su jefe.

–¿A qué espera? –preguntó Uriah–. ¡Micawber! ¿No me ha oído decirle que puede retirarse?

–¡Sí! –contestó sin moverse el señor Micawber.

–Entonces, ¿por qué se queda? –insistió Uriah.

–Porque… en una palabra, me da la gana –estalló el señor Micawber.

Las mejillas de Uriah perdieron su color y adquirieron una palidez malsana, levemente teñidas aún del color rojizo que le caracterizaba. Miró atentamente al señor Micawber, y todas sus facciones pusieron de manifiesto su respiración breve y agitada.

–Como todo el mundo sabe, es usted un hombre disoluto –exclamó, esforzándose por sonreír–, y temo que va a obligarme a despedirlo. ¡Salga de aquí! Más tarde hablaré con usted.

–Si hay un canalla en este mundo –gritó el señor Micawber, con la mayor vehemencia– con el que ya he hablado demasiado, ese canalla se llama… ¡HEEP!

Uriah se echó hacia atrás, como si hubiera recibido un golpe o un picotazo. Mirándonos lentamente a todos, con la expresión más siniestra y malvada que era capaz de adoptar, dijo bajando la voz:

–¡Oh! ¡Es una conspiración! ¡Se han citado ustedes aquí! Se ha confabulado con mi escribiente, ¿no es así, Copperfield? Pues, tenga cuidado. No sacará nada de esto. Usted y yo nos conocemos. Nunca hemos simpatizado. Siempre fue usted una criatura orgullosa, desde que llegó a esta casa; y envidia mi éxito, ¿verdad? Será mejor que olvide sus maquinaciones; ¡sabré defenderme! Micawber, salga de aquí. Luego hablaré con usted.

–Señor Micawber –dije–, este individuo ha cambiado súbitamente en varios aspectos; y no me refiero sólo al hecho extraordinario de que haya confesado la verdad sobre un pequeño detalle. Creo que se encuentra acorralado. ¡Trátelo como se merece!

–¡Menuda pandilla! –exclamó Uriah sin alzar la voz, enjugándose el sudor viscoso de la frente con su mano larga y huesuda–. ¡Sobornar a mi empleado, que es la escoria de la sociedad… al igual que lo era usted, Copperfield, antes de que alguien le ofreciera su caridad… para difamarme con sus mentiras! Señorita Trotwood, más vale que detenga todo esto; o seré yo quien detendré a su marido antes de lo que usted quisiera. ¡No en vano conozco su historia profesionalmente, mi buena señora! Señorita Wickfield, si siente algún amor por su padre, será mejor que no se una a esta cuadrilla. Le arruinaré si lo hace. ¡Y ahora, vamos! Algunos de ustedes están en mis garras. Piénsenlo dos veces, antes de que sea demasiado tarde. Piénselo dos veces, Micawber, si no quiere que le aplaste. ¡Imbécil! Mientras tenga la oportunidad, le aconsejo que salga y que espere a que le hable. ¿Dónde está mi madre? –preguntó alarmado, percatándose de pronto de la ausencia de Traddles y tirando del cordón de la campanilla–. ¡Bonita manera de comportarse en mi propia casa!

–La señora Heep está aquí, señor –contestó Traddles, regresando con la respetable madre de aquel respetable hijo–. Me he tomado la libertad de presentarme yo mismo.

–¿Y quién es usted para presentarse? –dijo secamente Uriah–. ¿Y qué se le ha perdido en este lugar?

–Soy el apoderado y amigo del señor Wickfield –repuso Traddles, en un tono reposado de hombre de negocios–. Y tengo en mi bolsillo un poder suyo para representarle en cualquier asunto.

–Seguro que el viejo asno ha bebido hasta quedarse alelado –exclamó Uriah, más feo que nunca–, y le han arrancado ese documento de forma fraudulenta.

–En efecto, le han arrancado algunas cosas de forma fraudulenta –afirmó Traddles, sin perder la calma–; y usted lo sabe bien, señor Heep. Con su permiso, se lo preguntaremos al señor Micawber.

–¡Ury…! –empezó a decir la señora Heep con inquietud.

–Cállese, madre –replicó–; quien mucho habla, mucho yerra.

–Pero mi Ury…

–¿Quiere callarse, madre, y dejar el asunto en mis manos?

Aunque hacía mucho tiempo que yo sabía que su servilismo era fingido y todas sus pretensiones, viles y falsas, jamás había imaginado el alcance de su hipocresía hasta que lo vi despojado de su máscara. La rapidez con que se la quitó, al comprender que no le servía de nada; la malicia, la insolencia y el odio que puso al descubierto; el modo en que se regocijó, incluso en aquel momento, de todo el mal que había causado –a pesar de estar desesperado y no saber qué tretas emplear para dominarnos–, aunque encajaba muy bien con lo que yo sabía de él, fue una sorpresa para mí, que le conocía desde hacía tanto tiempo y que le detestaba tan profundamente.

No hablaré de la mirada que me dirigió mientras nos contemplaba, uno a uno; pues siempre había comprendido que me odiaba y recordaba las marcas de mi mano en su mejilla. Pero cuando sus ojos se clavaron en Agnes, y vi su rabia porque el poder que ejercía sobre ella se le escapaba de las manos, así como la exhibición, ante su fracaso, de las odiosas pasiones que le habían empujado a aspirar a una mujer cuyas virtudes jamás habría sido capaz de apreciar, me sublevó el pensamiento de que ella hubiera vivido, aunque fuese una hora, en compañía de ese hombre.

Después de rascarse la parte inferior de la cara y de mirarnos con aquellos malvados ojos, por encima de sus horripilantes dedos, se dirigió una vez más a mí, en un tono medio quejumbroso, medio insultante:

–¿Acaso le parece justificado, Copperfield, usted que tanto se enorgullece de su honor y esa clase de cosas, meter la nariz en mis asuntos y espiarme con la ayuda de mi empleado? Si hubiera sido , no tendría nada de extraño, pues no presumo de caballero (aunque jamás he vagabundeado por las calles, como hacía usted, según Micawber), ¡pero tratándose de ! ¿Y no le da miedo actuar así? ¿No se le ha ocurrido pensar en lo que yo haría a cambio, ni en el lío en que se metería si le acusara de conspiración, etc.? Muy bien. ¡Ya veremos! Señor Cómo-se-llame, iba usted a preguntarle algo a Micawber. Ahí tiene a su árbitro. ¿Por qué no le pide que hable? Ha aprendido bien su lección, por lo visto.

Al ver que sus palabras no producían el menor efecto en mí, ni en ninguno de nosotros, Uriah se sentó en el borde de la mesa, con las manos en los bolsillos y uno de sus pies planos enroscado en la otra pierna, esperando malhumorado lo que pudiera pasar.

El señor Micawber, cuya impetuosidad yo había refrenado hasta entonces con gran dificultad, y que nos había interrumpido varias veces con la primera sílaba de la palabra ¡CA-na-lla!, sin llegar a pronunciar nunca las otras dos, se adelantó bruscamente, cogió la regla de su pecho (al parecer, a modo de arma defensiva) y sacó del bolsillo un documento de gran tamaño, doblado como si fuera una carta. Después de abrirlo, con la elegancia de antaño, y de mirar su contenido como si profesara una admiración artística por el estilo de su redacción, empezó a leer lo siguiente:

–«Querida señorita Trotwood, señores…»

–¡Bendito sea! –exclamó mi tía en voz baja–. ¡Este hombre escribiría pliegos y pliegos, aunque fuese pecado mortal!

El señor Micawber, sin oírla, prosiguió:

–«Al comparecer ante ustedes para denunciar al mayor villano que probablemente haya existido jamás –el señor Micawber, sin levantar la vista de la carta, apuntó con la regla, cual fantasmagórica porra, a Uriah Heep–, no pretendo que me traten con consideración. Víctima, desde la cuna, de dificultades pecuniarias a las que no he podido hacer frente, he sido siempre el juguete de unas circunstancias degradantes. La Ignominia, la Necesidad, la Desesperación y la Locura me han acompañado, colectiva o separadamente, en mi carrera».

El entusiasmo con que el señor Micawber se describía a sí mismo como una presa de tan terribles calamidades sólo era equiparable al énfasis con que leía su carta; y a la especie de homenaje que brindaba a ésta moviendo la cabeza siempre que encontraba una frase verdaderamente enrevesada.

–«En una acumulación de Ignominia, Necesidad, Desesperación y Locura, entré en el despacho… o, como dirían nuestros alegres vecinos los galos, en el … de la sociedad nominalmente conocida como Wickfield y… HEEP, pero manejada en realidad por… HEEP únicamente. HEEP, y sólo HEEP, es el resorte de esa máquina. HEEP, y sólo HEEP, es el Falsificador y el Estafador».

Uriah, cuya palidez adquirió un tono azulado al escuchar esas palabras, se abalanzó sobre la carta como para hacerla pedazos. El señor Micawber, en un perfecto milagro de habilidad o de suerte, golpeó con la regla los nudillos que avanzaban hacia él e inutilizó su mano derecha. Ésta se dobló por la muñeca, como si estuviera rota. El ruido fue tan seco como si hubiera pegado a un trozo de madera.

–¡Váyase al diablo! –exclamó Uriah, retorciéndose de dolor, lo que era algo nuevo–. ¡Ya me las pagará!

–Acérquese de nuevo a mí, usted… usted… infame HEEP –dijo con voz entrecortada el señor Micawber–, y, si su cabeza es humana, la romperé. ¡Vamos, acérquese!

Creo que nunca he visto un espectáculo más cómico (y fui consciente de eso incluso en aquel instante) que el señor Micawber poniéndose en guardia con la regla, como si fuera un sable, y gritando: «¡Acérquese!», mientras Traddles y yo le empujábamos hacia un rincón, del que se empeñaba en volver a salir.

Su enemigo, hablando entre dientes, después de retorcer durante unos instantes la mano herida, sacó lentamente el pañuelo para vendársela; luego la sujetó con la otra mano y, sentándose en su mesa, bajó la cabeza con expresión malhumorada.

Cuando el señor Micawber logró serenarse lo suficiente, prosiguió la lectura:

–«Los emolumentos estipendiarios que me empujaron a entrar al servicio de… HEEP –siempre se detenía antes de llegar a ese apellido, y lo pronunciaba con una energía asombrosa– no habían sido estipulados, si exceptuamos la miseria de veintidós chelines y seis peniques semanales. El resto dependía del valor de mis servicios profesionales; para decirlo de un modo más expresivo, de la ruindad de mi carácter, de la codicia de mis móviles, de la pobreza de mi familia, del parecido moral (o más bien inmoral) entre… HEEP y yo. ¿Será preciso decir que no tardé en verme obligado a solicitar de… HEEP anticipos pecuniarios para atender las necesidades de la señora Micawber y nuestra infortunada, pero cada vez más numerosa, familia? ¿Será preciso decir que esas necesidades habían sido previstas por… HEEP? ¿Que esos anticipos me fueron entregados a cambio de unos reconocimientos de deuda y otros documentos similares, autorizados por las instituciones jurídicas de este país? ¿Que así fue como caí en la red que él había tendido para capturarme?»

La satisfacción que procuraban al señor Micawber sus dotes epistolares, al describir aquella triste situación, parecía compensar con creces cualquier dolor o inquietud que la realidad le hubiera causado. Continuó leyendo:

–«Fue entonces cuando… HEEP comenzó a depositar su confianza en mí, algo necesario para la ejecución de sus prácticas infernales. Fue entonces cuando empecé a quedarme, para expresarlo de un modo shakespeareano, consumido, flaco y débil. Me di cuenta de que mis servicios eran constantemente requeridos para falsificar documentos y confundir a un individuo al que llamaré señor W. Se abusaba de ese señor W., que era tenido en la ignorancia y engañado de todas las maneras posibles; mientras tanto, sin embargo, el rufián de… HEEP mostraba una gratitud y una amistad sin límites por ese caballero al que tanto maltrataba. Esto era ya bastante malo; pero, como dice el príncipe y filósofo danés, con esa aplicabilidad universal que constituye el glorioso ornamento de la era isabelina, aún queda lo peor».

El señor Micawber estaba tan orgulloso de haber redondeado felizmente el párrafo con una cita que, con la excusa de haberse perdido, se dio el placer (y nos lo dio a nosotros) de leer la frase por segunda vez.

–«No es mi intención –prosiguió– enumerar con todo detalle, dentro de los límites de la presente epístola (si bien lo he hecho constar en otro escrito), las ilegalidades de importancia secundaria realizadas en perjuicio del individuo al que he llamado señor W., y en las que he sido consentidor tácito. Mi propósito, cuando cesó la lucha que se libraba en mi interior entre cobrar o no cobrar, comer o no comer, vivir o no vivir, fue aprovechar todas las oportunidades que se me presentaran para descubrir y desenmascarar las importantes ilegalidades cometidas en terrible detrimento de ese caballero por… HEEP. Empujado por la voz de mi conciencia, y por la voz no menos suplicante y conmovedora de… una persona a la que denominaré brevemente señorita W., me consagré a la ardua tarea de investigador clandestino, que se ha prolongado, a mi leal saber y entender, durante más de doce meses».

Leyó este párrafo como si se tratara de una ley parlamentaria; y pareció cobrar nuevos y majestuosos bríos con el sonido de las palabras.

–«Mis acusaciones contra… HEEP –siguió leyendo, al tiempo que lo miraba y colocaba la regla debajo del brazo izquierdo, a fin de tenerla preparada en caso de necesidad– son las siguientes…»

Creo que todos contuvimos la respiración. Estoy convencido de que también Uriah.

–«En primer lugar –dijo el señor Micawber–, cuando las facultades y la memoria del señor W., por razones que no es necesario ni oportuno exponer, empezaron a decaer para los negocios… HEEP complicó y embarulló a propósito todas las transacciones oficiales. Cuando el señor W. se hallaba menos capacitado para ocuparse de un asunto… HEEP siempre se encontraba a su lado para obligarle a resolverlo. En esas circunstancias, obtenía la firma del señor W. para documentos de importancia, simulando que eran irrelevantes. Logró, así, que el señor W. le autorizase a retirar una suma de dinero en depósito que ascendía a doce mil seiscientas catorce libras, dos chelines y nueve peniques, que empleó para hacer frente a supuestos gastos o déficits que estaban ya cubiertos o nunca habían existido. Organizó las cosas para que pareciera que tanto las intenciones como la conducta del señor W. habían sido deshonestas; y se ha servido de esto, desde entonces, para atormentarlo y hacerle chantaje».

–¡Tendrá que probar esto, Copperfield! –exclamó Uriah, moviendo la cabeza con aire amenazador–. ¡Todo a su debido tiempo!

–Señor Traddles, ¿le importaría preguntar a… HEEP quién fue a vivir a su casa después de él? –dijo el señor Micawber, interrumpiendo la lectura.

–El mismo necio… que sigue viviendo en ella todavía –respondió Uriah, desdeñosamente.

–¿Le importaría preguntar a… HEEP si guardaba allí una libreta? –exclamó el señor Micawber.

Vi cómo la huesuda mano de Uriah dejaba, involuntariamente, de rascarse la barbilla.

–O pregúntele –insistió el señor Micawber– si quemó alguna. Si contesta afirmativamente, y quiere saber dónde están las cenizas, dígale que hable con Wilkins Micawber, ¡y oirá algo que no le beneficiará demasiado!

La expresión de triunfo con que el señor Micawber pronunció estas palabras inquietó sobremanera a la madre, que exclamó muy agitada:

–¡Ury, Ury! ¡Muéstrate humilde y llega a un acuerdo, querido!

–¡Madre! –repuso él–. ¿Quiere callarse? Está asustada y no sabe lo que dice. ¡Humilde! –repitió, mirándome con una especie de gruñido–. ¡A pesar de mi humildad, he humillado a algunos durante bastante tiempo!

El señor Micawber, metiendo con elegancia la barbilla en la corbata, continuó leyendo su carta.

–«En segundo lugar, HEEP, en algunas ocasiones, a mi leal saber y entender…»

– no será suficiente –murmuró Uriah, aliviado–. Madre, no diga nada.

–Trataremos de encontrar algo que lo sea, y que acabe con usted muy pronto, señor –replicó el señor Micawber.

»En segundo lugar, HEEP, en algunas ocasiones, a mi leal saber y entender, ha falsificado de forma sistemática la firma del señor W. en registros, libros y documentos; y lo ha hecho claramente en un caso que yo puedo probar. A saber, del siguiente modo, es decir…

El señor Micawber saboreó de nuevo aquel solemne amontonamiento de palabras que, por muy cómico que resultara en su caso, no era privativo de él. A lo largo de mi vida, he observado esa costumbre en muchos hombres. Tengo la impresión de que es una regla general. Al prestar juramento ante la ley, por ejemplo, los declarantes parecen disfrutar enormemente cuando llegan a una ristra de palabras altisonantes que expresan la misma idea; como cuando afirman detestar, abominar, abjurar, etc… Y los viejos anatemas se basaron en el mismo principio. Hablamos de la tiranía de las palabras, pero también nos agrada tiranizarlas a ellas; nos gusta tener un ejército de términos superfluos a nuestras órdenes para las grandes ocasiones; pensamos que causan una excelente impresión y suenan bien. Al igual que en los momentos ceremoniosos somos poco exigentes con el significado de las libreas, si son lo bastante elegantes y numerosas, el sentido o la necesidad de nuestras palabras nos parece secundario si podemos organizar un bonito desfile con ellas. Y al igual que algunas personas se ven en un aprieto por lucir libreas demasiado ostentosas, o que los esclavos se sublevan contra sus amos cuando son demasiado numerosos, creo conocer una nación que con frecuencia ha conocido grandes dificultades, y volverá a conocer otras aún mayores, por empeñarse en mantener un séquito demasiado grande de vocablos.

El señor Micawber siguió leyendo, casi relamiéndose de gusto:

–«A saber, del siguiente modo, es decir: hallándose el señor W. enfermo, y estando dentro de los límites de lo probable que su fallecimiento pudiera conducir a ciertos descubrimientos y a la pérdida del poder que… HEEP ejerce sobre la familia W. (tal como yo, Wilkins Micawber, el abajo firmante, imagino), si no lograba influir secretamente en el amor filial de la señorita W. para que impidiera una investigación en los asuntos de la sociedad, el mencionado… HEEP juzgó oportuno tener un documento extendido por él, como si fuera del señor W., en el que constase que la mencionada suma de doce mil seiscientas catorce libras, dos chelines y nueve peniques, con sus intereses, había sido adelantada por… HEEP al señor W., para salvar a este último de la deshonra; aunque era falso que él hubiera adelantado esa suma, que hacía mucho tiempo que se había repuesto. Las firmas de ese escrito, supuestamente redactado por el señor W. y atestiguado por Wilkins Micawber, han sido falsificadas por… HEEP. Obran en mi poder, de su puño y letra, muchas otras imitaciones de la firma del señor W. en su libreta; y, aunque estropeadas por el fuego, son perfectamente legibles. Jamás he atestiguado ese documento. Y está en mi poder».

Uriah Heep, sobresaltado, sacó de su bolsillo un manojo de llaves y abrió un cajón; pero, dándose cuenta súbitamente de lo que iba a hacer, se volvió hacia nosotros sin mirar en su interior.

–Y está en mi poder –repitió el señor Micawber, mirándonos como si fuera la primera frase de un sermón–, o para ser más exactos, estaba en mi poder esta mañana temprano cuando escribí esto; pero después se lo entregué al señor Traddles.

–Es cierto –asintió Traddles.

–¡Ury, Ury! –gritó su madre–. ¡Muéstrate humilde y llega a un acuerdo! Sé que mi hijo se mostrará humilde, caballeros, si le dejan recapacitar un poco. Señor Copperfield, estoy segura de que usted sabe que él ha sido siempre muy humilde.

Era extraño ver cómo la madre se aferraba a la vieja artimaña, cuando el hijo la había abandonado por inútil.

–Madre –exclamó éste, mordiendo con impaciencia el pañuelo que envolvía su mano–, más valdría que cogiera un fusil y me pegara un tiro.

–Pero yo te quiero, Ury –sollozó la señora Heep (no me cabe la menor duda de que era verdad y de que, por extraño que pueda parecer, también él la quería a ella: eran tal para cual)–. Y no puedo soportar que irrites a estos caballeros, y que te pongas más en peligro. Aseguré a ese caballero, cuando vino a decirme que se había descubierto todo, que yo respondería de tu humildad y lograría que reparases el daño que has causado. ¡Miren lo humilde que soy, señores, y olvídense de él!

–¡Vamos, madre! ¡Ahí tiene a Copperfield! –exclamó airado, señalándome con su dedo esquelético, pues concentraba toda su animosidad en mí, como si fuera el principal promotor del descubrimiento (no quise sacarle de su error)–. ¡Le habría dado a usted cien libras por decir bastante menos de lo que ha dicho!

–No puedo remediarlo, Ury –sollozó su madre–. No soporto que corras peligro por querer llevar la cabeza tan alta. Es mejor que seas humilde, como lo fuiste siempre.

Uriah estuvo unos instantes mordiendo el pañuelo y luego me dijo, con el ceño fruncido:

–¿Tiene algo más que añadir? Si es así, ¡adelante! ¿Por qué me mira de ese modo?

El señor Micawber se apresuró a reanudar la lectura de su carta, dichoso de representar un papel que tanto le satisfacía.

–«En tercer lugar, y por último, estoy en condiciones de demostrar, con los libros falsos de… HEEP y los memorandos auténticos de… HEEP, empezando por la libreta medio quemada (que no fui capaz de descifrar cuando, al tomar posesión de nuestra actual residencia, la señora Micawber la descubrió por casualidad en el cubo o cajón destinado a recibir las cenizas calcinadas de la chimenea de nuestro hogar), que las debilidades, los errores, las virtudes mismas, el amor paternal y el sentido del honor del infortunado señor W. se han visto manipulados durante años, a fin de servir a los viles propósitos de… HEEP. Que el señor W. ha sido saqueado y engañado de todas las maneras imaginables durante años, para el enriquecimiento pecuniario del avaro, pérfido y codicioso… HEEP. Que el objetivo principal de… HEEP, después de su afán de lucro, era someter por completo a su voluntad al señor y a la señorita W. (y no diré nada de sus intenciones en relación con esta última). Que su fechoría más reciente, hace escasos meses, fue inducir al señor W. a renunciar a su parte de la sociedad, e incluso a firmar un acta de venta del mobiliario de la casa, a cambio de cierta anualidad que… HEEP se comprometía a pagar el primer día de cada uno de los cuatro trimestres del año. Que esas maquinaciones, que empezaban por sus informes falsos y alarmantes sobre el estado financiero del señor W., en un período en que se había lanzado a especulaciones imprudentes y temerarias, y posiblemente no disponía de las sumas de las que era moral y legalmente responsable; que continuaban con supuestos préstamos de dinero, con unos intereses enormes, que en realidad procedían de… HEEP y eran realizados por… HEEP, que obtenía o retiraba esas cantidades de forma fraudulenta del propio señor W., con el pretexto de las mencionadas especulaciones; y que se perpetuaban en un variadísimo catálogo de subterfugios carentes de escrúpulos… que fueron creciendo hasta que el infortunado señor W. no vio la menor salida. Convencido de haber perdido su fortuna, sus esperanzas y su honor, no vio más salvación que confiar en aquel monstruo de rostro humano –el señor Micawber puso especial énfasis en aquella nueva expresión– que, haciéndose el indispensable, le había conducido a la ruina. Puedo demostrar todo esto. ¡Y probablemente muchas cosas más!»

Susurré algunas palabras a Agnes, que lloraba de alegría y de dolor a mi lado; y hubo un revuelo general, como si el señor Micawber hubiera terminado. Pero éste nos dijo con gran solemnidad: «¡Les ruego que me disculpen!» y, con una mezcla de enorme tristeza e intensa alegría, llegó a la peroración de su carta:

–«He concluido ya. Sólo me queda probar estas acusaciones, y luego desaparecer con mi desventurada familia de este lugar en el que parecemos ser un estorbo. Eso ocurrirá en seguida. Puede deducirse razonablemente que nuestro bebé será el primero en morir de inanición, al ser el miembro más frágil de nuestro círculo; y nuestros mellizos le seguirán. ¡Que así sea! En cuanto a mí, la peregrinación a Canterbury ha terminado casi conmigo; la prisión y la necesidad no tardarán en hacer el resto. Confío en que las dificultades y los riesgos de una investigación… cuyos detalles más insignificantes he ido reconstruyendo lentamente, a pesar de la presión de un trabajo lleno de dificultades y de los agobiantes trastornos pecuniarios, al despuntar el día, en medio del rocío nocturno, entre las sombras de la noche, siempre bajo la mirada acechadora de un individuo al que estaría de más llamar Demonio… sumados a la lucha de un padre de familia sin dinero por salir adelante, serán unas gotas de agua dulce sobre mi pira funeraria, cuando todo termine como es debido. No pido nada más. Que pueda únicamente decirse en justicia de mí, lo mismo que de un héroe naval eminente y valeroso, con el que no pretendo compararme, que cuanto he hecho ha estado desprovisto de intereses egoístas y mercenarios.

»Por Inglaterra, el hogar y la belleza,

»Suyo afectísimo etc., etc., Wilkins Micawber».

Muy conmovido, pero disfrutando enormemente, el señor Micawber dobló la carta y se la entregó a mi tía con una reverencia, como si fuese algo que quizá a ella le agradara conservar.

Había una caja fuerte de hierro en la habitación, tal como me había percatado muchos años antes, al entrar por primera vez. La llave estaba en la cerradura. Una súbita sospecha pareció asaltar a Uriah; y, lanzando una mirada al señor Micawber, se dirigió hacia ella y abrió sus puertas con estrépito. Estaba vacía.

–¿Dónde están los libros? –gritó, con una expresión horrible en el rostro–. ¡Un ladrón ha robado los libros!

El señor Micawber se golpeó suavemente el pecho con la regla.

–He sido yo; esta mañana me dio usted la llave, un poco más temprano que de costumbre, y yo la abrí.

–No se preocupe, señor Heep –dijo Traddles–. Están en mis manos. Yo cuidaré de ellos, en virtud del poder que he mencionado antes.

–¿Admite usted documentos robados? –preguntó Uriah.

–En circunstancias como éstas, sí –respondió Traddles.

Cuál no sería mi asombro cuando vi a mi tía, que había estado profundamente callada y atenta, abalanzarse sobre Uriah Heep y agarrarle del cuello de la camisa con ambas manos.

–¿Sabe lo que quiero? –dijo.

–Una camisa de fuerza –contestó él.

–No. ¡Mi dinero! –exclamó mi tía–. Agnes, querida, mientras pensé que era tu padre quien lo había dilapidado, no dije una palabra a nadie… ni siquiera a Trot, como bien sabe… de que lo había depositado aquí como inversión. Pero ahora que sé que este individuo es el responsable, ¡quiero que me lo devuelva! Trot, ¡acércate y quítaselo!

No sé si mi tía imaginaba en aquel momento que Heep guardaba su fortuna en el pañuelo que llevaba atado al cuello; pero lo cierto es que tiraba de él como si lo creyera. Me apresuré a separarlos, y le aseguré a mi tía que nos encargaríamos de que le restituyera hasta el último penique robado. Estas palabras, y unos momentos de reflexión, la apaciguaron; pero no pareció desconcertarle en absoluto lo que acababa de hacer (aunque no puedo decir lo mismo de su sombrero) y volvió a su asiento con toda tranquilidad.

La señora Heep llevaba unos minutos pidiendo a voces a su hijo que fuera «humilde»; y se había arrodillado sucesivamente ante todos nosotros, con las promesas más disparatadas. Uriah la obligó a sentarse en la silla, malhumorado; y, quedándose en pie a su lado, con la mano apoyada en el brazo de ella, exclamó con mirada feroz:

–¿Qué piensan hacer?

–Le diré lo que se debe hacer –repuso Traddles.

–¿Acaso Copperfield no tiene lengua? –murmuró Uriah–. Haría cualquier cosa por usted si pudiera decirme, sin mentir, que alguien se la había cortado.

–Mi Uriah intenta ser humilde –sollozó su madre–. ¡No hagan caso de sus palabras, bondadosos caballeros!

–Lo que se debe hacer es lo siguiente –dijo Traddles–: En primer lugar, entregarme aquí y ahora el acta de renuncia que el señor Micawber ha mencionado.

–¿Y si no la tuviese? –interrumpió.

–Pero sí la tiene –exclamó Traddles–; así que olvidemos esa suposición.

He de reconocer que fue ésta la primera vez que hice justicia a la viva inteligencia y al buen criterio, sencillo, paciente y práctico de mi viejo compañero de internado.

–Después –prosiguió Traddles– tiene que prepararse para devolver todo aquello de lo que su rapacidad se ha apropiado y restituir hasta el último penique. Los libros y documentos de la sociedad deben quedar en nuestro poder; al igual que sus libros y documentos personales; y la contabilidad y los valores, tanto de la sociedad como suyos. En una palabra, todo lo que tengan.

–¿De veras? No sé… –dijo Uriah–. Necesito algún tiempo para pensarlo.

–Por supuesto –replicó Traddles–; pero, entretanto, y hasta que todo se arregle a nuestro gusto, nos quedaremos con todo esto; y le ruego… en una palabra, le exijo… que se retire a su cuarto y no se comunique con nadie.

–¡Me niego! –exclamó Uriah con un juramento.

–La cárcel de Maidstone es un lugar más seguro de detención –señaló Traddles–; y, aunque los tribunales tarden más tiempo en hacer justicia y no arreglen las cosas tan bien como podría hacerlo usted, no hay duda de que recibirá su castigo. ¡Lo sabe tan bien como yo! Copperfield, ¿le importaría acercarse al ayuntamiento y traer con usted a un par de agentes de policía?

Al oír estas palabras, la señora Heep rompió nuevamente a llorar y se arrodilló ante Agnes para suplicarle que intercediera por ellos, exclamando que Uriah era muy humilde, y que todo era cierto, y que si él se negaba a hacer lo que nosotros queríamos, ella se comprometía a eso y a mucho más; pues estaba medio loca de preocupación por su adorado hijo. Preguntar qué habría sido capaz de hacer Uriah si hubiera tenido algo de valor equivaldría a preguntar qué sería capaz de hacer un perro callejero si tuviera la audacia de un tigre. Era un cobarde, de la cabeza a los pies; y su expresión de resentimiento y de mortificación puso de manifiesto, más que en cualquier otro momento de su vil existencia, la ruindad de su naturaleza.

–¡Espere! –me gritó, enjugándose el sudor de su acalorado rostro–. ¡Cállese de una vez, madre! ¡Está bien! Les daremos el acta. ¡Vaya a buscarla!

–¿Le importaría ayudarla, señor Dick? –dijo Traddles.

Orgulloso de esta misión, y consciente de su importancia, el señor Dick la acompañó del mismo modo que un perro pastor acompañaría a una oveja. Pero la señora Heep apenas le causó molestias; pues no sólo regresó con el acta, sino también con la caja donde se hallaba guardada, y en la que encontramos una libreta de depósitos y algunos otros documentos que luego nos resultaron de utilidad.

–¡Bien! –exclamó Traddles, cuando estuvo todo en su poder–. Y ahora, señor Heep, puede retirarse a meditar; y recuerde especialmente, se lo ruego, que yo declaro, en nombre de todos los presentes, que lo único que puede hacerse es lo que le he explicado, y que hay que hacerlo sin demora.

Uriah, sin levantar los ojos del suelo, cruzó el despacho arrastrando los pies, con la mano en la barbilla.

–Copperfield –dijo, deteniéndose al llegar a la puerta–, le he odiado siempre. Toda su vida ha sido un presuntuoso y ha estado en contra mía.

Restauración de la confianza mutua entre el señor y la señora Micawber

–Como creo haberle dicho en una ocasión –respondí–, es usted el que, con su codicia y su astucia, ha estado siempre en contra de todos. Tal vez le convenga meditar en el futuro que no ha habido codicia y astucia en este mundo que no fuesen más lejos de lo debido, y se salieran de su cauce. Es tan cierto como que hemos de morir.

–O tan cierto como lo que nos enseñaban en la escuela (la misma escuela donde adquirí tanta humildad). Desde las nueve hasta las once nos decían que el trabajo era una maldición; y, desde las once hasta la una, que era una bendición, una alegría, un honor y no sé cuántas cosas más, ¿no es así? –exclamó con desdén–. Lo que ustedes predican es igual de consecuente. ¿No les gusta la humildad? Pues sin ella no creo que hubiera engatusado a mi distinguido socio. Micawber, viejo fanfarrón, ¡me las pagará!

El señor Micawber, manifestando un desprecio absoluto por él y por su dedo extendido, sacó pecho cuanto pudo hasta que Uriah salió de la habitación; luego se dirigió a mí y me brindó la satisfacción de ser testigo del restablecimiento de la confianza mutua entre él y la señora Micawber. Acto seguido, invitó a todos los presentes a contemplar un espectáculo conmovedor.

–El velo que durante tanto tiempo se ha interpuesto entre la señora Micawber y yo ha caído –dijo el señor Micawber–; y mis hijos y el autor de sus días pueden tratarse de nuevo en condiciones de igualdad.

Como todos le estábamos muy agradecidos y deseábamos mostrárselo, en la medida en que nuestra agitación y nuestro nerviosismo nos lo permitieran, creo que todos le habríamos acompañado si Agnes no hubiera tenido que volver con su padre, incapaz de soportar por el momento algo más que un pequeño rayo de esperanza, y si no hubiera sido necesario poner a Uriah a buen recaudo. Traddles se quedó con esta misión, y acordamos que el señor Dick no tardaría en reemplazarlo. Este último, mi tía y yo acompañamos al señor Micawber a su casa. Al despedirme apresuradamente de la adorable joven a la que tanto debía, pensando en el destino del que tal vez se acababa de librar, a pesar de su resolución, me sentí sumamente agradecido por las penurias de mis días infantiles que me habían permitido conocer al señor Micawber.

Su casa no estaba lejos; como la puerta de entrada daba directamente a la sala y el señor Micawber entró con su precipitación habitual, nos encontramos de pronto en el seno de la familia. El señor Micawber exclamó: «¡Emma, vida mía!» y se arrojó en los brazos de su mujer. La señora Micawber dio un chillido y abrazó a su marido. La señorita Micawber, que atendía al inconsciente desconocido del que me había hablado la señora Micawber en su última carta, estaba visiblemente emocionada. El desconocido dio unos saltitos. Los mellizos mostraron su alegría con una serie de manifestaciones molestas, pero inocentes. El señorito Micawber, cuyo carácter parecía haberse agriado por tempranas decepciones, y cuyo aire era de lo más taciturno, cedió a sus mejores sentimientos y empezó a lloriquear.

–¡Emma! –exclamó el señor Micawber–. Las nubes de mi pensamiento se han desvanecido. La confianza mutua que durante tanto tiempo reinó entre nosotros se ha restablecido y no volverá a interrumpirse jamás. Y ahora, ¡bienvenida sea la pobreza! –gritó el señor Micawber, llorando–. ¡Bienvenidos sean la miseria, la falta de techo, el hambre, los harapos, las tempestades y la mendicidad! ¡La confianza mutua nos sostendrá hasta el fin!

Con estas exclamaciones, el señor Micawber sentó a la señora Micawber en una silla y abrazó a sus hijos, dando la bienvenida a una serie de perspectivas desoladoras que, en mi opinión, a ellos no les parecieron nada agradables; y les propuso cantar a coro en las calles de Canterbury, como último recurso para sobrevivir.

Pero la señora Micawber, incapaz de resistir tantas emociones, se desmayó; y no hubo más remedio que hacerla volver en sí, incluso antes de constituir el coro. Mi tía y el señor Micawber se encargaron de eso; y luego le presentamos a mi tía y la señora Micawber me reconoció.

–Le ruego que me perdone, querido señor Copperfield –dijo la pobre dama, tendiéndome la mano–, pero no soy una mujer fuerte; ver deshecho el malentendido que existía entre el señor Micawber y yo ha sido demasiado.

–¿Son éstos todos sus hijos, señora? –inquirió mi tía.

–No tengo más, por el momento –contestó ella.

–¡Dios mío! No quería decir eso, señora –exclamó mi tía–. Lo que quería saber es si eran todos suyos.

–Señora –repuso el señor Micawber–, la acusación es fundada.

–Y el mayor de ellos, el joven caballero –dijo mi tía–, ¿para qué ha sido educado?

–Cuando vine aquí –respondió el señor Micawber–, abrigaba la esperanza de que Wilkins entrara en la Iglesia; o quizá sería más exacto decir en el Coro. Pero no había ninguna plaza vacante de tenor en el venerable edificio que constituye la gloria de esta ciudad; y… en una palabra, se ha acostumbrado a cantar en las tabernas, más que en los lugares sagrados.

–Pero sus intenciones son buenas –puntualizó la señora Micawber con ternura.

–No es que dude de sus buenas intenciones, mi amor –añadió su marido–; pero todavía no he visto que las ponga en práctica, en algún sentido.

El señorito Micawber recuperó su expresión huraña y preguntó, con cierto mal humor, qué debía hacer. ¿Había nacido carpintero, o pintor de carruajes, como podría haber nacido pájaro? ¿Podía abrir una farmacia en la calle vecina? ¿Podía irrumpir en la siguiente sesión de los tribunales y declararse abogado? ¿Podía debutar por la fuerza en la ópera y triunfar empleando la violencia? ¿Podía dedicarse a algo sin tener ninguna preparación?

Mi tía reflexionó un momento y luego dijo:

–Señor Micawber, me sorprende que nunca haya pensado en emigrar.

–Señora –respondió él–, era el sueño de mi juventud, y la engañosa ambición de mi edad madura.

Estoy convencido, dicho sea de paso, de que jamás se le había pasado por la cabeza.

–¿De veras? –dijo mi tía, lanzándome una mirada–. ¿Y qué les parecería, señor y señora Micawber, emigrar ahora con su familia?

–El capital, señora, el capital –contestó el señor Micawber, con pesimismo.

–He ahí la principal, por no decir la única, dificultad, mi querido Copperfield –asintió su mujer.

–¿El capital? –exclamó mi tía–. Pero usted nos está prestando un gran servicio… mejor dicho, nos ha prestado ya un gran servicio; todos saldremos beneficiados de esto. ¿Acaso podríamos hacer algo mejor por ustedes que procurarles ese capital?

–Sería incapaz de aceptarlo como un regalo –afirmó el señor Micawber, todo acalorado y presa de la excitación–, pero si pudieran adelantarme una cantidad suficiente, digamos al cinco por ciento de interés anual, con mi garantía personal… es decir, con pagarés a doce, dieciocho y veinticuatro meses, respectivamente, para darme tiempo hasta que surja algo…

–¿Si pudiéramos? Claro que podemos y lo haremos, con las condiciones que usted estipule –replicó mi tía–, siempre que lo desee. Medítenlo bien los dos. David conoce a unas personas que pronto saldrán para Australia. Si deciden ir, ¿por qué no viajan en el mismo barco? De ese modo podrían ayudarse entre ustedes. Medítenlo bien, señor y señora Micawber. Tómense su tiempo y midan los pros y los contras.

–Mi querida señora, quisiera hacerle una pregunta –dijo la señora Micawber–. El clima es muy saludable, según tengo entendido, ¿no es así?

–¡El más sano del mundo! –replicó mi tía.

–Perfectamente –prosiguió la señora Micawber–. Entonces mi pregunta es la siguiente: ¿se dan en ese país unas condiciones apropiadas para que un hombre de la valía del señor Micawber pueda elevarse en la escala social? No pretendo, de momento, que aspire al cargo de gobernador, ni nada por el estilo; pero ¿encontrará oportunidades razonables… y suficientemente amplias para que sus facultades puedan desarrollarse y alcanzar toda su plenitud?

–No existen mejores oportunidades en ningún otro país –aseguró mi tía– para un hombre trabajador y de buena conducta.

–Para un hombre trabajador y de buena conducta –repitió la señora Micawber, con su mejor aire de mujer de negocios–. ¡Precisamente! Es obvio que Australia es el campo de acción legítimo para el señor Micawber.

–Tengo el convencimiento, mi querida señora –dijo el señor Micawber–, de que en las actuales circunstancias es el país, el único país, para mí y para mi familia; y que algo verdaderamente extraordinario nos surgirá en aquellas costas. La distancia no es grande, hablando en términos relativos; y, aunque debemos reflexionar sobre su generosa proposición, le aseguro que no será sino mero formulismo.

¡Jamás olvidaré cómo en un instante el señor Micawber se convirtió en el más optimista de los hombres, imaginándose dueño de una fortuna, ni cómo la señora Micawber empezó a disertar sobre las costumbres del canguro! ¡Jamás recordaré aquella calle de Canterbury en un día de mercado, sin verle a él caminando a nuestro lado, con los andares resueltos de alguien que sólo estuviera de paso en Inglaterra, contemplando a las reses que pasaban con el ojo de un granjero australiano!

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