David Copperfield

LVII Los emigrantes

LVII

Antes de abandonarme a mis emociones, tenía que hacer una cosa más: ocultar lo sucedido a los que iban a partir, y dejar que zarpasen en una feliz ignorancia. Para eso, no había tiempo que perder.

Hablé a solas con el señor Micawber aquella misma noche, y le encomendé la tarea de impedir que la noticia de la reciente catástrofe llegara a oídos del señor Peggotty. Aceptó su misión con entusiasmo, y prometió interceptar todos los periódicos que, sin esas precauciones, podían llegar a sus manos.

–Si la noticia quiere llegar hasta él –dijo el señor Micawber, golpeándose el pecho–, ¡tendrá que atravesar antes mi cuerpo!

Debo decir que el señor Micawber, en su afán por adaptarse a una nueva clase de sociedad, había adquirido los ademanes desenfadados de un bucanero, no completamente al margen de la ley, pero enérgico y a la defensiva. Cualquiera lo habría tomado por un nativo de algún paraje desierto, acostumbrado a vivir largos años en los confines de la civilización, y a punto de regresar a sus tierras solitarias.

Se había provisto, entre otras cosas, de un traje completo de tela encerada y de un sombrero de paja, muy bajo de copa y cubierto de brea o de alquitrán. Cuando se paseaba con aquella ruda vestimenta y un catalejo bajo el brazo, levantando los ojos al cielo con aire de entendido, como si buscara signos de mal tiempo, resultaba mucho más náutico que el señor Peggotty. Toda la familia Micawber, por expresarlo de algún modo, estaba preparada para entrar en acción. La señora Micawber lucía el sombrero más rígido y ajustado que uno pueda imaginar, atado con firmeza por debajo de la barbilla, e iba envuelta en un chal como si fuera un fardo (al igual que yo el día en que mi tía me acogió por primera vez en su casa de Dover), fuertemente anudado por detrás, a la altura del talle. La señorita Micawber también se había abrigado para hacer frente a las peores tempestades; y no había nada superfluo en su vestido. El señorito Micawber parecía haber desaparecido bajo su jersey de Guernsey y unos pantalones enormes del más basto tejido; y los pequeños iban metidos, como conservas, en recipientes impermeables. Tanto el señor Micawber como su hijo mayor llevaban las mangas dobladas sobre los puños, como si estuvieran dispuestos a echar una mano en cualquier parte, y a subir al palo o gritar: «¡Eoooh! ¡Izad las velas!», a la menor señal.

Y de ese modo los encontramos Traddles y yo, al anochecer, reunidos junto a los peldaños de madera que entonces se conocían como los Escalones de Hungerford para contemplar la salida de un trasbordador que llevaba algunas de sus propiedades a bordo. Yo le había contado a Traddles el terrible suceso, que le había causado una honda impresión; pero estábamos convencidos de que sería mejor para ellos que lo guardáramos en secreto, y Traddles había venido a ayudarme en ese último favor. Fue allí donde me llevé aparte al señor Micawber y él me hizo su promesa.

La familia Micawber se alojaba en una pequeña posada, sucia y destartalada, por aquel entonces muy cerca de los escalones, y cuyas habitaciones de madera estaban suspendidas sobre el río. Al tratarse de emigrantes, los Micawber despertaban cierta curiosidad en Hungerford, y atraían tantos mirones que nos alegramos de poder refugiarnos en su cuarto. Era una de las habitaciones de madera del piso superior, bajo las que fluía la corriente. Mi tía y Agnes se encontraban allí, muy atareadas, confeccionando algunas prendas de vestir adicionales para los niños. Peggotty las ayudaba apaciblemente, con el viejo costurero, la cinta para medir y el pedacito de cera que habían sobrevivido a tantas vicisitudes.

No resultó fácil responder a sus preguntas; y todavía menos decirle en voz baja al señor Peggotty, cuando vino acompañado del señor Micawber, que había entregado la carta a Ham y que todo estaba en orden. Pero hice ambas cosas, y los dos hermanos se quedaron satisfechos. Si mi rostro reflejaba algo de lo que sentía, mi propio dolor bastaba para explicarlo.

–¿Y cuándo zarpa el barco, señor Micawber? –preguntó mi tía.

El señor Micawber consideró necesario preparar poco a poco a mi tía o a su mujer para darles la noticia, y contestó que antes de lo que él había supuesto el día anterior.

–Imagino que el barco le habrá avisado, ¿no es así? –dijo mi tía.

–En efecto, señora –replicó él.

–Entonces, ¿se hará a la mar…? –quiso saber mi tía.

–Señora –repuso el señor Micawber–, me han informado de que debemos subir sin falta a bordo mañana por la mañana, antes de las siete.

–¡Caramba! –exclamó mi tía–. Eso es muy temprano. Supongo que será por cuestiones náuticas, ¿no es cierto, señor Peggotty?

–Así es, señora. El barco descenderá por el río con la marea. Si el señorito Davy y mi hermana suben a bordo en Gravesend, al día siguiente por la tarde, podrán vernos por última vez.

–Allí estaremos –respondí–, ¡cuente con ello!

–Hasta ese momento, y hasta que nos encontremos en el mar –dijo el señor Micawber, dirigiéndome una mirada cómplice–, el señor Peggotty y yo vigilaremos juntos nuestros enseres y nuestros bienes. Emma, mi amor –exclamó, aclarándose la garganta con su habitual exageración–, mi amigo el señor Thomas Traddles ha tenido la amabilidad de solicitarme, al oído, permiso para encargar los ingredientes necesarios para la elaboración de una cantidad moderada de esa bebida especialmente asociada en nuestros recuerdos al rosbif de la vieja Inglaterra. Hablo… en una palabra, del ponche. En circunstancias normales, vacilaría antes de pedir su consentimiento a la señorita Trotwood y a la señorita Wickfield, pero…

–Lo único que puedo decir, señor Micawber –le interrumpió mi tía–, es que será un verdadero placer para mí beber por su felicidad y por su fortuna.

–¡Y también para mí! –exclamó Agnes, con una sonrisa.

El señor Micawber bajó inmediatamente al bar, donde parecía sentirse a sus anchas; y regresó, al cabo de un rato, con un jarro humeante. No pude evitar fijarme en que había pelado los limones con su propia navaja, que, como convenía a un colono experimentado, tenía al menos un pie de largo; y que ahora se la limpiaba, de un modo ostentoso, en la manga. Me di cuenta de que la señora Micawber y los dos hijos mayores también poseían aquellos instrumentos formidables, mientras que cada uno de los niños llevaba una cuchara de madera sujeta al cuerpo con un fuerte cordel. Y a fin de prepararse para la vida a bordo o en las tierras despobladas, el señor Micawber, en vez de servir el ponche a la señora Micawber y a sus dos hijos mayores en vasos de vino, lo que podría haber hecho sin dificultad, pues había un estante lleno en el cuarto, se lo sirvió en unos horribles cubiletes de hojalata; y jamás le había visto disfrutar tanto como cuando bebió de su propio cubilete y volvió a guardarlo en el bolsillo al finalizar la velada.

–Abandonamos los lujos de nuestra antigua patria –exclamó el señor Micawber, como si aquella renuncia le causara una enorme satisfacción–. Los habitantes de los bosques no pueden aspirar a los refinamientos del país de los hombres libres.

En ese instante, un muchacho vino a decir al señor Micawber que le esperaban abajo.

–¡Tengo el presentimiento –exclamó la señora Micawber, dejando su cubilete en la mesa– de que es un miembro de mi familia!

–En ese caso, querida mía –dijo el señor Micawber, con la vehemencia que le caracterizaba siempre que abordaba ese asunto–, como ese miembro de tu familia… quienquiera que sea, hombre o mujer… nos ha hecho esperar tanto tiempo, quizá sea conveniente que espere ahora hasta que a mí me venga bien recibirlo.

–Micawber –respondió en voz baja su mujer–, en momentos como éstos…

–¡No es necesario que cada falta insignificante lleve su comentario! –exclamó el señor Micawber–. Emma, soy para ellos un réprobo.

–Es mi familia, y no tú, la que ha salido perdiendo –aseguró la señora Micawber–. Si los míos por fin se han dado cuenta de lo que les ha perjudicado su conducta en el pasado y desean ahora tenderte la mano de la amistad, no la rechaces.

–¡Que así sea, querida! –contestó él.

–Si no quieres hacerlo por ellos, ¡hazlo por mí, Micawber! –dijo su mujer.

–Emma –le replicó–, en un momento como éste, nadie podría resistirse a tu forma de plantear la cuestión. No puedo prometerte, ni siquiera ahora, que me arrojaré en brazos de los tuyos; pero no seré yo quien enfríe el caluroso entusiasmo del miembro de tu familia que me está esperando.

El señor Micawber salió de la habitación y estuvo ausente unos minutos, en los que la señora Micawber pareció temer que su marido se hubiera enzarzado en una discusión con aquel pariente. Finalmente, volvió a aparecer el mismo muchacho de antes, y me entregó una nota escrita a lápiz, cuyo encabezamiento, siguiendo la fórmula legal, rezaba: «Heep contra Micawber». Me enteré por este documento de que el señor Micawber acababa de ser arrestado de nuevo y se hallaba en el paroxismo final de la desesperación; me suplicaba que le enviase con el muchacho su navaja y su cubilete de hojalata, que podrían serle útiles en la cárcel durante el poco tiempo que le quedaba de vida. Me pedía, asimismo, como última prueba de amistad, que acompañara a su familia al hospicio de la parroquia, y que olvidase que hubiera siquiera existido alguien como él.

Como es natural, mi respuesta a su misiva fue bajar con el muchacho para pagar la deuda; y encontré al señor Micawber sentado en una esquina, mirando con aire sombrío al oficial del alguacil que había efectuado la captura. Una vez liberado, me abrazó con el mayor fervor y anotó la transacción en su libreta; recuerdo que se mostró muy puntilloso con medio penique que omití, sin darme cuenta, al darle la cifra total.

Aquella trascendental libreta pareció recordarle otra transacción. Al volver a la habitación del piso superior (donde explicó que su ausencia se había debido a circunstancias ajenas a su voluntad), sacó una enorme hoja de papel cuidadosamente doblada y cubierta de interminables sumas realizadas con esmero. Me bastó echarles una ojeada para comprender que jamás había visto operaciones semejantes en ningún manual escolar de aritmética. Se trataba, al parecer, de unos cálculos de interés compuesto sobre lo que él denominaba «el capital principal de cuarenta y una libras, diez chelines y once peniques y medio», durante distintos períodos. Después de un examen detallado de éstos, y de una minuciosa estimación de sus recursos, el señor Micawber había llegado a la conclusión de elegir esa suma que representaba la cantidad calculada a interés compuesto equivalente a dos años, quince meses de calendario y catorce días, a partir de esa fecha. Y, con su mejor escritura, había extendido un pagaré que entregó allí mismo a Traddles, como liquidación total de su deuda (de hombre a hombre), mostrándole efusivamente su gratitud.

–Sigo teniendo el presentimiento –exclamó la señora Micawber, moviendo pensativa la cabeza– de que mi familia subirá a bordo antes de nuestra partida.

Era evidente que el señor Micawber tenía también sus presentimientos al respecto, pero los echó en su cubilete de hojalata y se los bebió con el ponche.

–Si tienen oportunidad de escribir a Inglaterra durante la travesía, señora Micawber –dijo mi tía–, no dejen de enviarnos noticias.

–Mi querida señorita Trotwood –repuso–, no sabe cuánto me alegrará saber que alguien espera noticias nuestras. Les escribiré sin falta. Confío en que el señor Copperfield, como viejo amigo de la familia, no tenga inconveniente en recibir, de vez en cuando, noticias de alguien que lo conoció cuando los mellizos aún no tenían conciencia de nada.

Le contesté que esperaba que me escribiera siempre que tuviese ocasión.

–Si Dios quiere, no nos faltarán ocasiones –dijo el señor Micawber–. El océano, en nuestros días, está repleto de barcos; estoy seguro de que nos cruzaremos con muchos. No es más que una pequeña travesía –aseguró, jugando con su monóculo–, no es más que una pequeña travesía. La distancia es completamente imaginaria.

Se me ocurre pensar qué extraño era, y al mismo tiempo qué maravillosamente típico del señor Micawber, haberle oído hablar de un viaje de Londres a Canterbury como si se dirigiera al fin del mundo, mientras que la travesía entre Inglaterra y Australia le parecía una pequeña excursión a través del canal de la Mancha.

–Durante el viaje –prosiguió el señor Micawber–, me esforzaré por contar historias, y espero que las melodías de mi hijo Wilkins resulten gratas junto a los fogones de la cocina. Cuando la señora Micawber se haya convertido en una ruda marinera (y confío en que no haya nada impropio en la expresión), seguro que nos deleitará a todos con . Tengo entendido que veremos con frecuencia marsopas y delfines a nuestra proa; y que, tanto en las amuras de babor como de estribor, divisaremos siempre cosas singulares. En una palabra –dijo el señor Micawber, con su elegancia de antaño–, lo más probable es que todo nos parezca tan excitante, tanto en la arboladura como a ras de cubierta, que, cuando el vigía grite: «¡Tierra!» desde lo alto del palo mayor, todos nos quedaremos asombrados.

Y, después de estas palabras, vació graciosamente su cubilete de hojalata, como si ya hubiera realizado el viaje y hubiese superado una difícil prueba ante las más altas autoridades navales.

–Lo que más deseo, mi querido señor Copperfield –afirmó la señora Micawber–, es que alguna rama de nuestra familia pueda vivir de nuevo en nuestra vieja patria. ¡No frunzas el ceño, Micawber! No hablo de mi propia familia, sino de los hijos de nuestros hijos. Por muy vigoroso que sea el retoño –añadió la señora Micawber, moviendo la cabeza–, no puedo olvidar el árbol que le dio la vida; y, cuando nuestra estirpe consiga eminencia y fortuna, reconozco que me gustaría que sus riquezas fluyeran hacia los cofres de Britania.

–Querida –exclamó el señor Micawber–, ¡que Britania se las arregle sola! He de decir que, como ella nunca ha hecho gran cosa por mí, no tengo ningún deseo especial al respecto.

–Micawber –respondió su mujer–, ¡te equivocas! Estás a punto de partir, Micawber, hacia un país lejano para fortalecer, no para debilitar, el vínculo que existe entre tú y Albión.

–Ese vínculo del que hablas, mi amor –dijo el señor Micawber–, no me ha colocado, repito, bajo el peso de ninguna obligación; y no veo por qué he de crear uno nuevo.

–Micawber –repuso la señora Micawber–, ¡te equivocas una vez más! Desconoces tus facultades, Micawber. Y son ellas las que fortalecerán, incluso en este paso que estás a punto de dar, el vínculo que te une a Albión.

El señor Micawber la escuchaba desde su sillón, con las cejas arqueadas, medio aprobando y medio rechazando las opiniones de su mujer a medida que ésta las exponía, aunque muy consciente de su clarividencia.

–Mi querido señor Copperfield –exclamó la señora Micawber–, me gustaría que el señor Micawber fuera consciente de su posición. Me parece sumamente importante que, desde el momento de embarcarse, el señor Micawber sea consciente de su posición. Después de tantos años de amistad, mi querido señor Copperfield, sabrá usted que mi naturaleza no es tan optimista como la de mi marido. Mi naturaleza es, si se me permite la expresión, eminentemente práctica. Sé que vamos a emprender un largo viaje, que irá acompañado de numerosas privaciones e incomodidades. No puedo cerrar los ojos a esas realidades. Pero también sé lo que vale el señor Micawber. Conozco las facultades latentes del señor Micawber. Y, por ese motivo, considero de vital importancia que el señor Micawber sea consciente de su posición.

–Mi amor –dijo él–, tal vez me permitas señalar que, en estos momentos, es bastante probable que sea consciente de mi posición.

–No creo, Micawber –respondió ella–. No por completo. Mi querido señor Copperfield, el caso del señor Micawber no es nada corriente. El señor Micawber se dispone a viajar a un lejano país con el único fin de ser comprendido y apreciado por primera vez en su vida. Desearía que el señor Micawber se situara en la proa del barco y gritase: «¡He venido a conquistar este país! ¿Tiene honores? ¿Tiene riquezas? ¿Tiene puestos bien retribuidos? ¡Que me los den! ¡Son míos!».

El señor Micawber nos miró a todos, como si le pareciera una buena idea.

–Desearía que el señor Micawber, si es que consigo expresarlo con palabras –dijo la señora Micawber, con su lógica habitual–, fuera el César de su propia fortuna. Ésa es, mi querido señor Copperfield, la que considero su verdadera posición. Y, desde el momento en que iniciemos la travesía, desearía que el señor Micawber se situara en la proa del barco y gritara: «¡Basta de demoras! ¡Basta de desilusiones! ¡Basta de penurias económicas! ¡Eso fue en mi vieja patria y ésta es la nueva! ¡Ha llegado la hora de las reparaciones! ¡Que me las ofrezcan!».

El señor Micawber cruzó los brazos con aire decidido, como si ya estuviera sobre el mascarón de proa.

–Y si actúa así –prosiguió la señora Micawber–, y es consciente de su posición, ¿no tengo razón al decir que el señor Micawber fortalecerá, en lugar de debilitar, su vínculo con Albión? Si nace una importante personalidad en aquel hemisferio, ¿acaso su influencia no se sentirá en su país natal? ¿Puedo ser tan necia como para suponer que, cuando el señor Micawber empuñe el cetro del talento y del poder en Australia, no será nadie en Inglaterra? No soy más que una mujer; pero no sería digna de mí misma, ni de papá, si pudiera culpárseme de semejante despropósito.

El convencimiento de la señora Micawber de que sus argumentos eran incontestables dio a su tono una elevación moral que hasta entonces no había percibido en ella.

–Y por eso deseo con más ardor –afirmó la señora Micawber– que regresemos en el futuro a la tierra de nuestros antepasados. Es posible que el señor Micawber… no puedo ocultarme a mí misma que existe esa probabilidad, que el señor Micawber… sea una página de la historia; en ese caso, ¡tendrá que estar representado en el país que le dio la vida, pero que se negó a darle empleo!

–Amor mío –exclamó el señor Micawber–, no puedo evitar sentirme emocionado por tu cariño. Siempre estoy dispuesto a respetar tu buen juicio. Lo que tenga que ser… será. ¡No quiera el Cielo que yo escatime a mi país natal la riqueza que hayan acumulado mis descendientes!

–Todo eso está muy bien –dijo mi tía, haciendo una señal con la cabeza al señor Peggotty–, y yo brindo por ustedes, ¡para que les acompañen toda clase de éxitos y de bendiciones!

El señor Peggotty dejó en el suelo a los dos niños que tenía en sus rodillas, a fin de unirse al señor y a la señora Micawber y brindar, a su vez, por todos nosotros; y, cuando él y los Micawber se estrecharon calurosamente la mano, y su rostro curtido se iluminó con una sonrisa, supe que se abriría camino, que se forjaría una buena reputación y que sería amado, dondequiera que fuese.

Incluso se permitió a los niños meter sus cucharas de madera en el cubilete del señor Micawber, y beber a nuestra salud su contenido. Después de esto, Agnes y mi tía se levantaron y dijeron adiós a los emigrantes. Fue una despedida muy triste. Todos lloraban; los niños se aferraron a Agnes hasta el último instante; y dejamos a la pobre señora Micawber en un estado lamentable, sollozando y llorando a la pálida luz de una vela, que, desde el río, debía de conferir a la habitación el aspecto de un faro miserable.

Volví a la mañana siguiente para ver si se habían marchado. Habían partido en un bote a las cinco de la mañana. Fue un asombroso ejemplo para mí del vacío que dejan esa clase de despedidas, pues, aunque mi asociación de los emigrantes con la destartalada posada y los escalones de madera databa sólo de la noche anterior, ambos lugares me parecieron tristes y desiertos, ahora que ellos se habían ido.

Al día siguiente por la tarde, mi vieja niñera y yo fuimos a Gravesend. Encontramos el barco en medio del río, rodeado de una multitud de embarcaciones; el viento era favorable, y la señal de zarpar ondeaba en lo alto del palo. Me apresuré a alquilar un bote y nos dirigimos al buque; después de abrirnos paso entre aquel remolino de confusión del que él era el centro, subimos a bordo.

El señor Peggotty nos esperaba en la cubierta. Me dijo que el señor Micawber acababa de ser arrestado de nuevo (y por última vez) a instancias de Heep, y que él, siguiendo mis instrucciones, había pagado el dinero. Yo se lo devolví. Luego nos condujo al entrepuente; y los temores que yo había abrigado de que hubiera recibido alguna noticia de lo ocurrido se disiparon cuando vi que el señor Micawber salía de la oscuridad, le cogía amistosamente del brazo con aire protector, y me decía que apenas se habían separado un momento desde la antevíspera.

Era un lugar tan extraño para mí, tan cerrado y tan oscuro, que, al principio, no pude distinguir nada; pero, poco a poco, mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, y tuve la impresión de formar parte de un cuadro de Ostade. Entre los enormes baos, mamparos y cáncamos del barco, las literas de los emigrantes, los baúles, fardos, barriles y montones del más variado equipaje –iluminados aquí y allá por farolas suspendidas, y en otras partes por la amarillenta luz del día que entraba a través de manguerotes o escotillas–, se amontonaban grupos de gente, que entablaban nuevas amistades, se despedían, hablaban, reían, lloraban, comían y bebían. Algunos se habían instalado ya en el escaso espacio que les correspondía, con sus enseres en orden y sus diminutos niños sentados en taburetes o en minúsculas sillitas; otros habían perdido la esperanza de encontrar donde asentarse y vagaban desconsolados de un lado a otro. Desde bebés que no tenían más que una semana o dos de vida, hasta hombres y mujeres, viejos y encorvados, a los que sólo parecía quedar por delante ese mismo espacio de tiempo; desde labradores que llevaban físicamente en sus botas la tierra de Inglaterra, hasta herreros que llevaban en la piel las muestras de su hollín y de su humo; era como si todas las edades y profesiones se apiñaran en el reducido espacio del entrepuente.

Los emigrantes

Al mirar a uno y otro lado, creí ver, sentada junto a un portillo abierto y en compañía de uno de los pequeños Micawber, la silueta de una joven que se parecía a Emily. Lo primero que había llamado mi atención había sido otra figura femenina que se despedía de ella con un beso y que, alejándose silenciosamente entre todo aquel tumulto, ¡me recordó a Agnes! Pero en medio de tanto movimiento y confusión, y de la agitación de mis propios sentimientos, la perdí de vista. Comprendí entonces que había llegado el momento de que los visitantes abandonaran el buque. Mi niñera lloraba, sentada en un baúl a mi lado; y la señora Gummidge, con la ayuda de una joven de negro que estaba de espaldas, se afanaba en colocar los bienes del señor Peggotty.

–¿Queda alguna cosa por decir, señorito Davy? –dijo éste–. ¿Nos hemos olvidado de algo?

–¡Sí! –contesté yo–. ¡De Martha!

El señor Peggotty tocó el hombro de la joven que acabo de mencionar, y Martha se irguió ante mí.

–¡Que Dios le bendiga, buen hombre! –exclamé–. ¡La lleva con ustedes!

Ella respondió por él deshaciéndose en lágrimas. La emoción me impidió hablar, pero estreché con fuerza la mano del señor Peggotty; y, si alguna vez he querido y respetado a un hombre con toda el alma, ha sido a él.

El barco se vaciaba rápidamente de visitantes. Todavía me quedaba por cumplir mi deber más penoso. Le transmití el mensaje que aquel noble espíritu que nos había abandonado para siempre me había dado para el momento de su partida. Se sintió profundamente conmovido. Pero cuando me encargó que transmitiera su cariño y su dolor a aquellos oídos que ya no podían oír, mi emoción fue aún más intensa que la suya.

Había llegado la hora. Abracé al señor Peggotty, cogí del brazo a mi desconsolada niñera y me alejé rápidamente. En la cubierta, me despedí de la pobre señora Micawber. Incluso entonces, seguía buscando como una loca a su familia; y lo último que me dijo fue que ella nunca abandonaría al señor Micawber.

Saltamos a nuestro bote desde el costado, y nos quedamos a escasa distancia para ver cómo el barco se hacía a la vela. El sol estaba a punto de ocultarse, sereno y radiante. La nave se hallaba entre nosotros y la luz rojiza del crepúsculo; y cada uno de sus mástiles y de sus vergas se recortaba sobre aquel resplandor. Jamás he visto nada más hermoso, ni que inspirara más tristeza y esperanza al mismo tiempo, que aquel magnífico barco, inmóvil sobre las aguas escarlatas, con todas las criaturas que llevaba a bordo agolpadas en la amurada, reunidas unos instantes en silencio y con la cabeza descubierta.

Pero el silencio duró muy poco. Cuando las velas empezaron a portar y el barco se movió, de las pequeñas embarcaciones se elevaron clamorosos vítores que repitieron los emigrantes, y que siguieron lanzándose unos a otros como un eco. Me dio un vuelco el corazón al oír aquellos gritos, y al contemplar el modo en que agitaban sombreros y pañuelos… ¡y entonces la vi a ella!

La vi temblorosa al lado de su tío, apoyada en su hombro. El señor Peggotty nos señaló con ímpetu; y ella nos divisó, y me dijo su último adiós con la mano. ¡Sí, Emily, lánguida y hermosa, aférrate a él con toda la confianza de tu corazón herido; pues él se ha aferrado a ti con todo el poder de su desbordante amor!

Envueltos en la luz rosada, y descollando los dos juntos y solos sobre la cubierta, ella agarrándose a él y él sosteniéndola, se alejaron solemnemente. La noche había caído sobre las colinas de Kent cuando nos llevaron remando a tierra… y lo cierto es que también había caído sobre mi corazón, lúgubre y oscura.

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